La Muerte Viene del Mar

Arturo Robsy


Cuento


Para María Teresa Arias-Salgado Robsy
(para que siempre siga respetando tantas pequeñas y utilísimas vidas).


En Tófol es viejo hace muchos años. Es uno de esos desafortunados hombres que sobreviven a su decrepitud y tienen la mala ocurrencia de ponerse a vivir años y más años mientras todo deja de ser lo que era. Así, hasta ochenta y cuatro años, tres meses y doce días: los de Tófol.

El día que se retiró los compañeros le hicieron una despedida: él era carpintero y se reunieron en el almacén con una botella de gin y muy buenos propósitos.

—Ahora —le dijeron— podrás descansar.

—Ahora —le explicaron— tendrás tiempo para tus cosas.

Pero olvidaron preguntarle si de verdad quería Tófol descansar o tener todo el tiempo del mundo. Le echaron simplemente. ¡Valiente cosa! La gente matándose por ahí y volviéndose necia para matar el tiempo. La gente gastándose dinero y más dinero para hacer algo mientras descansa, y a Tófol solamente le daban un traguito de gin, una palmada en la espalda y cuatro malas perras, "para tabaco", y para "ayudar un poco en casa".

—No nos sirves —le decían en realidad—. Ya no tienes las fuerza de hace veinte años. Ya no se te puede confiar la sierra grande. Ya no te van tan bien las manos. ¡A la calle!

¡Leche! Era cosa de parar un momento el carro de la edad y ponerse a hacer preguntas. Por ejemplo: ¿para qué exactamente se pasó trabajando cincuenta y cinco años? ¿Para quién? ¿Eh?. "Ya no nos sirves. ¡A la calle!". Tófol no estaba entonces tan viejo que no se diera cuenta de que algo fallaba en este asunto.

—Te quieren mientras les ganas dinero —sí, de acuerdo—. Pero tampoco sería lógico que te soportaran cuando eres un inútil. ¡Cuánta razón! ¡Cuánta verdad! ¡Leche...!

A Tófol se le agrió la hiel. Le condenaban alegremente a la vejez completa, sin paliativos; a la vejez vegetal y mineral de los paseos al solete de la mañana y de los bancos de la plaza. ¡Y los muy hipócritas pregonaban a los cuatro vientos que les estaban haciendo un favor! También dijeron lo mismo cuando le dieron el primer trabajo y, así, le enviciaron con la faena.

De golpe se lo quitaban todo y debía darles las gracias. ¡A descansar! ¡A la porra! ¿Cuánto le quedaría de vida? ¡Sabe Dios! ¿Cinco años? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Por qué no veinte? ¡Tremenda vejez la del hombre dueño de sus horas! ¡Tremenda vejez la del anciano separado de los antiguos hábitos!

Por eso fueron muriéndose sus compañeros. Perdían interés. Adelgazaban. Pensaban demasiado en la muerte y se morían de aburrimiento y también, de pena al mirarse las manos tan temblonas y quietas y al probar las energías de sus piernas y al descubrir que poco a poco dejaban de ser ellos para convertirse en abuelos, en viejos... seres renqueantes y anónimos a la caza de sol y de resguardo.

Pero he aquí que En Tófol no quiso morirse. No le dio la gana. ¡Ca! Le soportarían si es que ya se habían olvidado de quererle, porque él era todavía un hombre y le gustaba ser respetado... aunque la gente —entendámonos— siempre abusa de los viejos.

Y En Tófol se puso a pensar en todas las cosas de su vida hasta que comprendió que por aquel camino se iba a la tumba; no por la nostalgia, no, sino porque resultaba que sus antiguas historias le dejaban frío. Los recuerdos le tenían sin cuidado y, todo lo más, le hacían sospechar que había hecho el maula demasiadas veces o que, a fin de cuentas, había sido hombre para nada.

Y se hubiera muerto, de veras. Se hubiera muerto del gran aburrimiento y y de la gran decepción que le entró cuando pudo resumir su vida en un "¡bah!" y en un par de anécdotas tan viejas que ya no hacían reír a nadie. Se hubiera muerto de seguir permitiendo que sus nietos le trataran como a una copa de cristal de Bohemia, y, también de muchas otras cosas.

Por eso lo envió todo a la porra y no se preocupó más de la edad. Blanqueó la casita de su viña. Se leyó los tomos de la Ilustración Ibérica; hizo jaulas de cajones y las llenó de conejos y, además, cogió la costumbre de pelearse con alguien al menos una vez por semana. Así, con el enfado le venía la alegre sensación de la vida por la vida, por la vida, sin más problemas que los inmediatos y sin más angustias que las palabras gruesas que escupían por la boca y las amenazas que dejaba caer sobre los que le rodeaban.

Pero también se hubiera muerto así. Cuando se es viejo no pueden hacerse cosas de muchacho durante mucho tiempo. Los músculos van mal, se "a-ga-rro-tan"; y hasta la cabeza más sólida se afloja porque las emociones son entonces menos del cuerpo y más del alma... ¡Qué fácil cazar a En Tófol...! ¡Qué fácil cazar a En Tóbal halgando su orgullo o quitándole años! ¡Qué fácil, pues, tenerle engañado. Y, luego, al descubrirlo, ¡zas!, muerto.

Así que se puso bien desnudo ante el espejo del armario y se toó los huesos por debajo de la piel lechosa (¿Por qué nos ponemos tan blancos los viejos?). Su imagen no era como para hacerse ilusiones. Nunca fue un tipo bien plantado pero, tuvo carne y músculo en los lugares precisos.. Ahora, en cambio, estaba seco, pálido, encogido y torpe. Al andar las piernas ya golpeaban con fuerza el suelo, ni la espalda cedía fácilmente al sentarse. ¿Más claro? Era una ruina o, en otras palabras, no estaba ya joven: por eso se habían librado de él en el trabajo; por eso le daban su poquito dinero esperando a que se muriese y dejara de ser un lastre.

¡Ay! Pero En Tófol estaba firmemente decidido a aguantar. El resistiría costase lo que costase, porque nunca fue hombre de hacer las cosas porque sí, porque los demás lo hubieran decidido (y, a ver: ¿qué es lo que la gente quiere que hagamos cuando nos retiran y dejamos de ser productivos, eh?). En Tófol era un cabezota y no se moriría así como así, porque ahora tenía la ocasión de llevar la contraria al mundo sin que nadie se atreviera a contradecirle. ¿Quién le diría "a ver si te mueres, viejo"? Nadie, porque eso suena mal, hace feo... ¡Que lo pensasen si les daba la gana!

Mañana a mañana, tarde a tarde, se bajaba al mar con la caña de pescar al hombro. Se tomaba todo el tiempo del mundo porque sabía que era viejo y que eso no tiene cura; y, también, porque no sentía el menor interés por volver a su juventud.

Nietzsche decía: "mido el poder de una voluntad por la cantidad de resistencia que puede ofrecer y por la suma de sufrimientos y torturas que puede resistir, haciendo servir esos sufrimientos y esas torturas para su propia exaltación". En Tófol se aplicaba el cuento y encontraba en su falta de fuerzas e incluso en su desilusión buenas razones para seguir agarrado a la vida.

Y, bien cerca de las orillas, lanzaba la armada al agua y se ponía a esperar al primer incauto pez. Mientras, el movimiento del mar le iba arrebatando la voluntad hasta sumirle en un trance hipnótico del que salía siempre más descansado y más conforme con las cosas del diablo que le tocaban. Luego, con un tirón de la caña, echaba a tierra la primera pieza, y encendía la pipa con yesca, un pedazo de pedernal y hierro forjado. Sí, porque En Tofol se había fabricado un enorme ritual de pequeñas cosas: el fuego de pedernal; las abarcas de goma, hechas por su propia mano; el sombrero con una plumita que cambiaba todos los días y hasta el saludo al sol del amanecer y la despedida al de los ocasos.

Pero lo más importante para En Tófol era, sin duda, el mar: le balanceaba todos y cada uno de sus años, tanto cuando tuvo setenta como cuando cumplió sano y tozudo los ochenta. El mar le encandilaba y, después de mirarlo toda la tarde, no sabía muy bien si era él o cómo había llegado hasta allí... y esto es muy bueno para sentirse contento sobre todo porque hay muchas cosas de las que arrepentirse en ochenta años.

Todo bien hasta aquí. Hoy En Tófol tiene ochenta y cuatro años, tres meses y doce días, y está en la cama: no quiere levantarse y es que verdaderamente está en las últimas. Por fin él mismo ha tenido que ceder y dejarse coger por la vejez, los pocos estímulos y el aburrimiento.

—¿Por qué no se va a pescar, Tófol? —le he dicho.

Él me ha mirado con sus ojos brillantísimos, lo único vivo de esa cara que me enseñaba rodeada de sábanas.

—Dicen que la vida vino del mar —se pregunta—. ¿Es cierto?

—Sí, creo que sí.

—¡Una leche! ¡Del mar...!

Jadea un poco porque anda agotado y se pone a hablar como pensando en voz alta.

—Hace diez meses que no me voy a pescar...

—¡Mal hecho!

—¿Sabe por qué? Porque los peces están enfermos; porque se han muerto casi todos y porque me han dicho que no queda mar ni para veinte años. ¿Es verdad?

—Al menos lo dicen, pero quién sabe...

Tófol se burla de mí con esos monstruosos ojos suyos de enfermo cabezota. Supongo que me ve como a un niño y que piensa para su caletre aquello de que: "como te ves, me vi; como me ves, te has de ver".

—Mire, hijo: del mar puede que viniera la vida y puede que no. Hoy en día de él vienen únicamente mariscos venenosos, pescado enfermo, bolas de alquitrán y plásticos, basura y cacas. Lo sé porque lo he estado viendo en los últimos años...

—No es para tanto.

—¿Que no? A veces ni me atrevía a vaciar la lumbre de mi pipa por miedo de que el mar se incendiara... Por eso dejé de pescar, ¿sabe? Porqué después de quitarme el trabajo y el cariño y las ilusiones y hasta la apariencia de hombre, también se me llevaron el mar para ver si así me moría de una maldita vez. Y lo han conseguido.

—No es verdad.

(En Tófol esta vez sí que se rió)

—No discutas con las personas mayores.

—Pero es que...

—Cuando seas viejo ya verás como tampoco tú quieres discutir con los jóvenes. ¡Valiente tontería!

Y cerró los ojos riéndose todavía: se le notaba tan tremendamente cansado; tan aburrido; tan decepcionado... Sin duda no le hacía ningún bien considerarse víctima del mundo, pero, ¿es que no tenía razón para eso?

Mucho más tarde, pero hoy todavía, En Tófol se ha muerto. Le hacían compañía varias personas pero En Tófol ha muerto solo, y con retraso porque, según los planes, debía haberlo hecho mucho tiempo antes.

¡Tenaz Tófol! ¡Cabezota Tófol! Gran Tófol empeñado en resistir a tanta y tanta modernidad acumulada contra él. "La vida vino del mar, ¿es cierto?" —me decía hace poco. Bien, sí; estamos de acuerdo, Tófol. Apuesto a que, de poder hacerlo, dirías también que la muerte viene del mar, y de las otras cosas que tan rápidamente enviamos al diablo, como, por ejemplo, los hombres viejos.


Publicado en el Diario Menorca el 7 de agosto de 1973.


Publicado el 25 de julio de 2021 por Edu Robsy.
Leído 8 veces.