La Taberna

Arturo Robsy


Cuento



Nota

Algunos amigos, con un criticismo notable, me piden que escriba un cuento enjundioso, un cuento en el que pretenda decir algo, en el que, como es moda, me "comunique".

Y como el mundo, por el momento, es de la juventud, y la juventud es considerablemente rebelde, mis amigos y yo decidimos escribir un cuento moral, un

CUENTO PARA EPATAR BURGUESES

(épater les bourgeois)

Prefacio

Mucho antes de que Emilio Zola escribiese su famosa novela "La taberna", ya existían como entidades con vida propia:

a) Los taberneros.
b) Los sinvergüenzas.
c) Los burgueses propiamente dichos.
d) Y los intelectuales.

Y mucho después de que Zola haya pasado a ser un clásico del naturalismo, todavía sobreviven estas cuatro especies de humanoides.

Cuento

La historia comienza en la Gran Ciudad, en uno de los barrios pobres ("barrios obreros" se les llama ahora) por donde iban paseando dos presuntos intelectuales: uno muy joven y otro que no lo era tanto aún cuando lo disimulaba con una melena "a la moda" y una mirada tan agresiva y violenta como era capaz de fingir.

Ambos aguardaban un silencio tan obstinado como ellos mismos después de la larga conversación en la que no se consiguieron ponerse de acuerdo. Uno, el más joven por cierto, hervía de ese misticismo moderno que consiste en preocuparse de los demás sin amarlos, y había dicho cuanto se le ocurrió acerca de la injusticia social, el círculo cerrado dela pobreza y la repartición equitativa y justa de los bienes que el mundo encierra. El otro, el que no era tan joven, habló simplemente de los aspectos negativos de estos asuntos: de la delincuencia, del alcoholismo, la prostitución, y esa forma de ser, salvaje y populachera, que lleva al hombre a burlarse, en tales lugares, del resto de sus semejantes menos afortunados. Y había terminado dirigiendo una pregunta a su amigo:

—Ellos —dijo—, los desheredados, son todavía más clasistas que nosotros y mucho más crueles: fíjate, si no, en el desprecio con que la alcahueta trata a sus "muchachas", o en cómo mira el "escalador" al simple "rata". Yo he vivido en barrios así (y quizá no fue por gusto), y lo comprendo muy bien. ¿Y tú? Dime por qué quieres redimir a toda esta gente.

Y el joven lo dijo, aunque fue lo último que le oyó durante un buen rato:

—Es vergonzoso que un ser humano viva así. Deben ser integrados al desarrollo y ser útiles a la sociedad. Ya sé que ellos se benefician también del progreso pero es, generalmente, para ser peores. Todos los hombres somos iguales y es terrible que solo la posesión de ciertos bienes cree estas enormes diferencias.

El más viejo meditó profundamente hasta comprender que su amigo hablaba en nombre de la Sociedad y del Consumo, y no en el de algo más profundo, y quizás más arcaico, como podía ser el amor al prójimo. Vio claramente hasta qué punto pueden deshumanizarse los motivos que llevan al hombre a hacer el bien a sus semejantes y sonrió, pensando, quizá, en un San Francisco de Asís y su hermano Lobo. Después, fastidiado, cortó la conversación:

—Ve con cuidado —dijo— y no digas a ninguno de estos hombres y mujeres que les quieres redimir, no sea que te golpeen...

Luego, como ya se ha explicado, anduvieron sin rumbo, pensando cada uno en sus argumentos, hasta que, sin saber por qué, se encontraron frente a una de esas tabernas astrosas que todavía sobreviven en ciertos lugares, entre el olor acre del vino, el humo del tabaco y los gritos de los parroquianos.

Los dos intelectuales, el joven y el que no era tanto, entraron, apenas sin consultarse, en lo que el uno consideraba un antro de perdición y el otro un pasable escaparate del género humano, donde pobres hombres miran a pobres mujeres y, entre todos, se consuelan de no tener un céntimo.

Muy satisfechos de abandonar la oscuridad y el frío otoñales del exterior, se instalaron en un rincón del renegrido mostrador de zinc. Había de todo allí dentro: el tipo mal encarado, con cuentas con la ley, el ratero, el retrasado mental, que rumiaba quién sabe qué extraños pensamientos, el analfabeto... y se parecían en las ambiciones: vivir-como-sea, pero de otro modo. Ser otros o, al menos, creerse mejores.

Comer, gozar... aspiraciones sencillas que se les escapaban entre las copas y las ilusiones truncadas. Sabían ellos y los dos amigos, que un hombre con veinte mil pesetas al mes puede ser más virtuoso que otro con cuatro mil, aun haciendo lo mismo.

Allí estaban jóvenes obreritos que "no pueden casarse". Les falta dinero y educación. Ellos amarían, ¿cómo no?, a una mujer refinada y longilínea, pero ¿y ella? Aquí está el por qué. Su amor tiene que ser a plazo fijo: una vez por semana, los sábados y con desconocidas.

Los intelectuales encuentran, entre tantos, a los cornudos, que se emborrachan porque su mujer se divierte. A los que tienen hijos de origen dudoso. A los que tienen la familia numerosa y la bolsa exhausta. A los alcohólicos impenitentes, a los redomados mentirosos que, una vez, venden un reloj y, otra, duermen al raso.

Uno dice que está propuesto para el Premio Nobel de Química, ¡y es mozo en los almacenes de unos laboratorios!, como otros "amigos" se han preocupado en aclarar. Más allá, un mocetón comenta en broma que "ahora trabaja de arquitecto", sí, porque los albañiles también tienen su corazoncito.

Hay quien reniega de su estrella: "yo fui médico" —dice un hombre viejo, borracho y calvo. ¡Ah! Sus recuerdos están en cuando, siendo soldado, fue destinado al botiquín de su regimiento.

Y los dos intelectuales beben a su salud. Les invitan a menudo porque, quizá la generosidad cuesta menos cuando los bolsillos están semivacíos. Hay también estudiantes muy jóvenes, con acné: han ido allí a olvidar una pena: la chica que hasta ahora les besaba prefiere besar a otro.

Es un bonito lujo éste de sentirse miserable y despreciado durante unas horas. No hay, después, nada que hacer, porque ninguno de los presentes piensa igual: el intelectual no puede explicarse lo que siente y ellos no saben confesarle sus fracasos. Es, quizá, el eterno problema de la soledad que tapa las bocas de los hombres.

La taberna, sin embargo, es un negocio próspero: detrás, en la oscuridad, alguien comercia con los vicios y las desgracias. Alguien, también, se encarga de ir pregonando que los desengaños se curan con vino y que la alegría se adquiere trasnochando: de esta forma son muchos los incautos que vienen por primera vez hasta esta taberna para dejar, junto con su dinero, las pocas ilusiones que les quedaban...

Los dos intelectuales, caldeados con el ambiente, no piensan, sin embargo, lo mismo de lo que ven. El más joven se horroriza de esta miseria que apenas se disimula entre las conversaciones y los vasos de vino, y se avergüenza por aquellos hombres que no saben vivir: es preciso, pues, enseñarles a hacerlo, cambiarles radicalmente hasta que el mundo les acepte.

Mientras, el que no es tanto, intenta ver más allá de lo que tiene ante los ojos y se asombra de que, pese a sus calamidades, aquellos individuos conserven, todavía, una apariencia de hombres. A diferencia de su amigo, no siente vergüenza, sino que se maravilla, convencido de que vivir —como sea y donde sea— después de haber fracasado, haber sido rechazado o haberse hundido, es una tarea para la que se precisa algo más que valor o buena disposición. Y se pregunta —también al contrario de su compañero— por lo que han de hacerse para que ELLOS ACEPTEN el mundo.

—Éste —le dice más tarde al joven— es el problema: ellos también nos rechazan a nosotros y, cuando lo hacen, sus motivos tendrán. ¿Te has parado a pensar que, a lo mejor, nuestra manera de vivir no es tan perfecta como creemos?

Sin embargo es un tema laborioso, porque ni siquiera ellos saben exactamente cómo y por qué viven. De todos modos, hay una diferencia muy grande entre preocuparse por las personas como hace el más viejo, o preocuparse por los rendimientos sociales, como hace el joven, por más que, en ambos casos, se pretenda solucionar un problema: el de las almas por un lado y el de la integración por el otro.

Por fin suena la hora de irse para los dos intelectuales que se sienten reconfortados por el calorcillo humano de la taberna, cuando el más joven corrige a uno de los que charlan con ellos, advirtiéndole que Mesina está en el sur de Italia y no en el norte de Francia... EL hombre les ha mirado con ojos furiosos:

—Yo le digo a usted —ha respondido lleno de hermoso valor— que en el norte de Francia hay otra Mesina.

Iba a contestarle adecuadamente el intelectual, recordando la lejana geografía de la escuela, cuando su amigo ha tirado de él y, prácticamente, le ha arrastrado hasta la calle sin permitirle pronunciar palabra. En efecto: era cuestión de dignidad para aquel individuo, antiguo emigrante que, muy pronto, volverá a atravesar las fronteras; y, además, a nadie va a perjudicar la nueva Mesina.

Sobre las frías aceras, regresando ya, dos intelectuales caminan en silencio: uno muy joven y otro que no lo es tanto y que, ahora, tratan de comprender lo sucedido.

Por fin, es el viejo quien habla lentamente.

—¿Te has dado cuenta?

—No —dice el otro—. Ese tipo se ha creído que...

El amigo le interrumpe:

—Para vivir —murmura— conviene, a veces, dejar que haya tantas Mesinas como la imaginación más exaltada permita. Repito: para vivir conviene, a veces, preocuparse del hombre que está debajo de cada despropósito.

Epílogo

Se trataba, en un principio, de epatar burgueses y, sin embargo, ha salido una historieta vulgar de la vida (que no siempre es la más común). Si algún burgués se da por "epatado" (cosa que dudamos) será cosa de capturarle enseguida y meterle en un zoológico como "ejemplar único", y es que nosotros los burgueses, somos los individuos que menos capacidad tenemos para sorprendernos. Yo diría —como el intelectual viejo del cuento— que esto es así porque nos falta (¡ay!) interés hacia nuestros semejantes.


8 de agosto de 1972


Publicado el 24 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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