Leyenda Marítima

Arturo Robsy


Cuento


Para Elisa Pons, en mutuo recuerdo de Neruda.
 

Al Juanón se le despertó el hambre de mar y cuando no pudo llevarla más bajo el pecho, se echó a los caminos. Los andaba con el corazón saltándole por las acequias y la cabeza imaginándole desconocidos espectáculos. Tenía hambre de mar: una enfermedad que los médicos no curan ni siquiera distinguen en sus laboriosos análisis, y que no acusan ni los leucocitos ni los eosinófilos.

Tenía hambre de mar: algo tan común que por ella vino al mundo América, o nacieron mitos tan enormes como el de la Atlántida. Juanón, claro, no sabía los antecedentes de su mal, y se limitaba a seguir el camino cantando poquito a poco las canciones de su repertorio para que, así, le durasen más y estar acompañado.

Antes, cuando estaban en su casa, fue un muchacho normal hasta que llegó un hombre al pueblo hablando del mar. Traía los ojos claros de tanto mirarlo, y las manos grises, con brillos, que es el efecto del agua salada; y el cabello lanzado hacia el cielo, espeso y profundo, que es como, según cuentan, se pone el cabello a las orillas. Decía que el mar era lo más grande y lo más azul de la creación. Decía que los peces curiosos se asomaban a la superficie para hablar con los pescadores y que era raro encontrar algunos que conocían tu idioma.

Juanón, con la bolsa abierta, notó entonces que se le despertaba el hambre de mar. Quería llegar hasta él, rodearlo por las piedras, santiguarse en su agua. Sí, sobre todo santiguarse, meterse el mar bien dentro del cuerpo y de las devociones y, por él, estar más cerca de esas nubes (que siempre se van a los océanos y que siempre vienen de ellos) y de esos vientos y de esas cúpulas que el cielo guarda exclusivamente para los marineros. De esta forma, aparejó los remos, largó las últimas amarras de la azada, cargó un fardelillo y se hizo a los caminos, preguntando en las encrucijadas por el sitio del mar, por las playas blancas y forradas de coral en polvo, por las olas con crestas de espuma y por los acantilados, blancos y grises y rojos que no dejan que el mar se salga de su lugar.

—El charco más grande —imaginaba— será pequeño a su lado.

—El río más largo será poco caudaloso junto al mar.

Y, además, había que pensar en el cielo, más azul en esas tierras nuevas. Y en la brisa esa que adormece a los marineros que regresan a casa. Y en las gaviotas, pájaros extraños que viven entre el mar y el cielo y enseñaron, en otro tiempo, a pescar a los hombres.

Juanón lo contó en el próximo pueblo. Lo contó todo: el color tan enorme, las sonrientes brisas, los peces parlanchines, los marineros cantores, las playas de coral con la arena tostada y tibia... se le reían a veces, pero también les entraba, entonces, el hambre de mar. Un hambre irresistible y espesa que les enrojecía los ojos y se los volvía hacia las tierras oscuras y monótonas, hacia los cielos plomizos, hacia los interminables postes eléctricos que iban y venían, distancia abajo, para que la gente de un mar y otro se contase por teléfono las maravillas de cada día.

—Sobre todo, para santiguarme —decía—. Llegaré hasta el mar y meteré en él las manos; o, mejor, solo los dedos, como en la pila de la iglesia. Miraré hacia arriba, donde las nubes, las cúpulas del aire y las blancas gaviotas, y, así, sin pensar en nada, me santiguaré muy despacio.

—¿Por qué santiguarte? —le preguntaban.

—El mar no se puede beber. Dios lo hizo salado para que los hombres no se lo bebiesen de ganas de tenerlo dentro, tan azul y tan grande. Y como no he de poder beberlo, de alguna forma me santificaré con él.

Y seguía sus caminos. Y preguntaba dando vueltas y revueltas a las tierras de labranza, y a los postes de electricidad, y a los cielos turbios, y a los vegetales de monte.

—En el mar —explicaba— todas las plantas huelen. Hay tomillo, pero mucho más fragante. Y laurel. Y mirto. Y enormes aulagares. Y madroños. Y lentisco, y yerbabuena, y albahaca, y salvia, y espliego... Volveré —si vuelvo— con todos los olores del mundo, para regalarlos a las mozas y a mi madre, para que los ponga entre las sábanas y nos perfumen el sueño.

Y preguntaba a los pájaros del camino:

—Gorrión, ¿has visto el mar? Jilguero, ¿has visto el mar? Alondra, ¿has visto el mar? Verderón, ¿has visto el mar? Pinzón, ¿has visto el mar? Hermana águila, ¿lo viste tú, que subes tan y tan alto?.

Y la hermana águila sonreía desde la mitad del cielo y subía un poco más todavía para complacer a Juanón.

—Sí —decía muy lejos—, desde aquí lo veo.

—¿Y cómo es?

—Como una bruma, Juanón. Como una bruma azul que se come el horizonte.

—Yo voy al mar, ¿sabes?

—Entonces —decía la hermana águila— cuando llegues a él, dile que mi abuela me lo mentaba a menudo. Dile que todos los de la familia pensamos en él.

Y Juanón seguía rodeando caminos, salvando zanjas, escalando noches, sin sentir otra fatiga que la de su ansiedad, porque él tenía la enfermedad del mar y ni los médicos la conocen, ni los neutrófilos callados la evidencian en los complicados análisis. Sin embargo es una enfermedad de la sangre, sí. De la misma sangre que comienza a arder y a exigir distancias más y más largas; que necesita salirse por los ojos y enfriarse en el agua azul y distinta.

Y Juanón pregunta. En un pueblo un viejo recordaba, desde niño, a otro viejo que solía hablar del mar en la solana de la plaza. Y orientaba a Juanón:

—Por allí cae. Por el este. Dicen que es azul, más azul que el cielo. Pero también hay lugares en que es verde, y color paja en las playas. Y rojo.

—¿Rojo? —se asombraba Juanón.

—El maestro del pueblo —contestaba el viejo—, el que me enseñó de niño, me dijo una vez que había un Mar Rojo, donde los moros.

—También iré al Mar Rojo —decidía Juanón. Y el viejo, metido en recuerdos, afinaba la memoria y volvía a la escuela de antaño.

—Y hay otro blanco. El Mar Blanco.

—¿Blanco? ¡Ca! Me han dicho a mí de buena ley que todo el mar es azul.

—Tú sabrás. Pero lo hay Rojo y Blanco. Y también otro que es negro. El Mar Negro, que está donde los turcos.

—¿Negro? —Juanón quisiera echarse a llorar—. ¡Negro, no! Azul y bien azul.

Pero el viejo era casi un erudito y aún recordaba otro nombre.

—Tú sabrás —era su muletilla de viejo que se desentiende del mundo—. Tú sabrás, sí, pero hay otro mar color azof. El Mar Azof.

—¿Y qué color es ése?

—No sé; azof. Debe ser un color muy importante.

—Seguro que sí. ¿Cómo será el color azof? A lo mejor, son muchos colores juntos...

Y el viejo, definitivamente excitado, se despedía con los ojos del campanario pardo y de la solana plateada y se echaba a la espalda el camino:

—Espera, Juanón —decía—. Me voy contigo. ¡A ver el mar! ¿Eh? ¿Qué te parece? Cuando mozo ya quise, ya, pero me vino la prisa del casorio y los niños luego... Lo mismo da. El mar sigue en su sitio.

Se miraban, luego, como cómplices y ponían a las estrellas como testigos de sus propias imaginaciones.

—Más grande que nada es el mar.

—¿Más que el cielo? —preguntaba el viejo, desconfiado.

—Como el cielo por lo menos.

Daban dos pasos, y de nuevo apelaban a la noche para su confidencias:

—Y, además —advertía—, fíjate si será grande que también tiene estrellas.

El viejo no lo quería creer, pero los ojitos se le empinaban hacia el cielo y sentía que el corazón le daba golpes en lo profundo. ¡Ah, quién tuviera veinte años para llegar antes al mar! ¿Pues no le decían que era tan grande como el cielo y que tenía estrellas? Él, por su parte, ya se sabía lo de los colores: Verde, Azul, Rojo, Negro, Azof, y, últimamente, recordaba no sé qué de un Mar Amarillo, pero no podía estar seguro.

—¿Estrellas? —repetía—. ¿No me quieres engañar, Juanón?

Pero Juanón recordaba las palabras del hombre que habló en su pueblo, y no corría el peligro de equivocarse. Si precisamente él llevaba la idea de hacerse con unas cuantas para ponerlas a vigilar exclusivamente sus noches. Bueno, las de él y las del viejo y las de su pueblo.

—Estrellas -afirmaba en tono serio—. Estrellas mucho mejores que las de aquí. ¿Las ves? Éstas están lejos y parece como si nada nuestro les fuera o les viniera y, en cambio, las del mar se pueden coger.

—¡Qué me dices! ¿Podré coger yo alguna, Juanón? ¿Crees que me dejarán hacerlo? Como soy viejo, a lo mejor piensan que las voy a estropear...

—Las cogeremos todas... Bueno, unas cuantas. Dejan cogerlas, ¿sabes? La gente del mar las tiene vistas de toda la vida y no le importan diez o doce menos. Como si agarrasen unas cuentas de las que tenemos aquí: ¿verdad que a ti te daría lo mismo?

—Lo mismo, lo mismo... Acompañan mucho las estrellas, Juanón. Y más a los viejos que no pueden hacer otra cosa que gastar los ojos, porque lo otro ya lo gastaron hace mucho.

Luego, atizaban la lumbre: echaban más leña para asegurarse de que el rescoldo duraría hasta el alba y se echaban al sueño con el corazón más apretado y caliente. Sobre todo el viejo, que de nuevo era niño y se notaba en la sangre una alegría profunda y una ilusión celeste.

Con la aurora, echaban un ojo a los círculos del cielo y medían las espirales nuevas del camino. Se juraban que ya poco era lo que faltaba, y cantaban, más despacio todavía, las canciones de su repertorio, y, entre medio, un cacho de poema que Juanón les oyó a unos comediantes de la legua. La farándula los ensayaba a gritos en mitad de la tierra y él, sin robarlos, que no es robar oír lo que trae el viento, se los metió en la cabeza y, al repetirlos, veía su propio mar, azul, rojo y verde, y azof y amarillo, y blanco (pero no negro).


El mar confunde el nombre de las cosas.
El mar abre recintos de vientos nacarados,
castillos de pájaros alberos,
sierras espumosas a lomos de la ola...
 

Y el viejo, más cansado pero más alegre, hacía báculo de los hombros de Juanón y seguía para adelante, abriendo y abriendo la sonrisa, preparándola para cuando se encontrasen el mar, que también era amplio y amplio.

Los dos pensaban en lo mismo. En todos los trozos de las noches habían establecido el ritual más justo: al mar uno no debe acercársele por las buenas, ni sucio ni dormido. Ha de llegar y, desde lejos, solo a la vista, saludarle. A los pocos pasos, enviarle un beso. Después, un recado a lomos de una gaviota y, por último, descalzos, arrodillarse en sus encajes (que son de espuma: ¡aprendan!), mojar los dedos y santiguarse mirando para arriba.

Por supuesto, que lo de cogerle las estrellas sería luego, cuando el mar les hubiese tomado ley y no corrieran peligro de quedarse sin su amistad.

Y vieron el mar y lo saludaron. Después, al kilómetro, le enviaron un beso y, por último, dijeron a la gaviota más cercana:

—Ve y dile que llegamos. Ve y dile que nunca soñamos nada mejor que él. Que le queremos.

—Huy, éstos —dijo la gaviota. Y se fue riendo como hacen todas: —Ja-ja-ja.

Junto a la playa, se quitaron los zapatos y se llegaron a la orilla: esperaban encontrar a los peces que hablan casi todos los idiomas, y a las estrella marinas sonriendo, y a los caballitos de mar, que la gente de puerto usa para la labranza, pero el mar estaba solo, sin nadie, y, aunque de lejos bien azul parecía, de cerca era bastante negruzco y soso, con bolsas que flotaban por los lados (puro plástico) y bolas negras de alquitrán maloliente.

—Nos han engañado —dijo Juanón—. ¡Este no es el mar!

—Puede que esté viejo —dijo el anciano, lleno de decepción.

—Pues yo no me santiguo.

Y un hombre que pasaba, al verlos tan compungidos, se les llegó a decirles que aquel mar estaba muerto, que lo mataron un día y que ahora, pues eso, ni funerales.

Se iban ya Juanón y el viejo. Cabizbajos. Doloridos.

Y el viejo iba murmurando:

—¿Por qué no lo pensé antes? También lo había dicho le maestro: hay un Mar Muerto. Un Mar Muerto y nos lo hemos encontrado.


Publicado en el Diario Menorca el 27 de febrero de 1973.


Publicado el 15 de julio de 2019 por Edu Robsy.
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