Los Bienaventurados

Arturo Robsy


Cuento


No dejéis a los niños sin justicia ni sin pan. —Proverbio francés.


Desde el Paraíso la Tierra se ve con una extraña y reconfortante forma de manzana, que hace olvidar a los bienaventurados que, allá abajo, continúan todavía los problemas de su época. En ocasiones, gustan de elucubrar sobre el destino del mundo si tal o cual cosa no hubiese sucedido.

—Si Ciro no hubiese nacido...

—Si Alejandro no hubiese muerto...

—Si César no hubiese pasado el Rubicón...

—¿Quién me iba a decir a mí que las ideas de aquel teniente de artillería tardarían tanto en apagarse? Si Napoleón no hubiese...

Eran distracciones de las buenas gentes, que, pese a ser inmensamente felices, pensaban todavía en la Tierra y se sentían, a veces, dominadas por la nostalgia. Por eso el Buen Dios que todo lo comprendía, les dio la facultad de contemplar de cerca a los mortales y, en ocasiones, hasta captaban retazos de sus conversaciones. Lo que invariablemente sí llegaba hasta sus oídos era el fragor de los tiroteos o el estallido de las enormes bombas, y ellos, meneando tristemente la cabeza, murmuraban:

—Siguen todavía. Siguen todavía.

Pero incluso en su queja había una sagrada inconsciencia, una falta de miedo por el destino de la humanidad, ya que morir, ¿qué significaba en un lugar como el paraíso? ¿Acaso no habían muerto ellos? Deploraban que los hombres diesen tanta importancia a cosas evidentemente secundarias, como la vida y la muerte. Un aspecto peor del mismo problema era que se atentase contra la vida de los genios o se condenara al ostracismo al eminente físico que no quiso hacer, por ejemplo, una nueva bomba. Y, también, sufrían por la falta de fe de los hombres, y por sus vicios... hubieran querido encontrar un modo de convencer a toda la humanidad para que abandonase sus errores.

Entonces era cuando el Buen Dios movía lentamente la cabeza, con gesto de cansancio.

—Es inútil —decía— les hice así y no me extraña lo que sucede.

—Pero, si olvidásemos el asunto de la manzana... —apuntaba un Bienaventurado.

—La manzana no cambió nada en el hombre; yo, simplemente, le abrí los ojos como castigo y le permití contemplar un poco más el fondo de su alma. Hubiera sido un bien, un adelanto, pero él se horrorizó demasiado pronto y ved hasta donde ha llegado.

Y se asomaron de nuevo, justo a tiempo para contemplar un atentado político y una matanza callejera en una ciudad asiática.

—¿Todo esto por abrir los ojos? —preguntó otro santo varón.

—Todo esto —corrigió el Buen Dios— porque los ojos se empeñaron en llevar siempre la razón.

Después de esta conversación pasaron muchos días en el Paraíso, días sin principio ni final, ocupados en el bienestar y la contemplación. Pero se notaba un cierto aire de conjura en el ambiente, una postura levantisca, por parte de los Bienaventurados con mayor prestigio, y era que habían tomado la conciencia de su identidad con los que sufrían abajo, en esa tierra donde la Iglesia militante trataba de ganarse, también, su lugar en el Paraíso.

El Buen Dios, que todo lo sabía pero que encontraba de mejor política hacerse el ignorante sobre determinados extremos, sonreía con su bondad de siempre e inculcaba la verdad en las almas de los bienaventurados que se habían ganado la felicidad eterna. Pero, con todo, esto no era bastante: corrían tiempos nuevos y mitos nuevos; los recién llegados hablaban de solidaridad y de paz y, los más antiguos, aquellos que se dejaron comer por los leones, se emocionaban ante un mundo que, por fin, había dado a luz tan bellos ideales, aunque —también es verdad— tardó para ellos dos mil años.

Y, así, después de discutirlo mucho, y ver qué sería lo más conveniente para aliviar los padecimientos de los mortales, una comisión de Bienaventurados partió en busca del Buen Dios: llevaban, entre sus manos, miles de folios con las firmas de todos los varones del Paraíso, cosa que, según las últimas noticias, se hacía también en la tierra con buenos resultados aparentes.

En otras palabras: tantas guerras, tantas violencias y tantas codicias desatadas, acabaron por alborotar la santa paz del Paraíso y ya no se hablaba en él de otra cosa: los hombres necesitaban auxilios efectivos; no el simple ángel de la guarda, sino una demostración palpable de que no estaban solos. Acabadas las dudas sobre su futuro —pensaban—, se acabarán también sus angustias, y por lo tanto... Y había un montón de "por-lo-tantos" a cual más enjundioso y justo.

El Buen Dios lo comprendió enseguida y, además, sintió una cierta curiosidad por el experimento. ¿Cómo reaccionarían los mortales ante una presencia sobrenatural? Los Bienaventurados, por su parte, explicaron detalladamente sus aspiraciones:

—Quisiéramos —decían— bajar a la tierra y demostrar con nuestra presencia toda la gozosa realidad de la vida eterna. Si tú no te opones, serían sólo dos o tres horas y nos harías muy felices.

Y el Buen Dios consintió. Eran tan buenos aquellos Bienaventurados, le amaban de tal modo, que él no podía negarles un entretenimiento que tenía por objeto la salvación del género humano. No obstante, desconfiaba de los resultados y, cuando los vio alejarse murmuró:

—¡Veremos!

La siguiente tarea de los Bienaventurados fue, si cabe, más difícil: debían decidir dónde harían su aparición, ante quienes, y las palabras exactas que pronunciarían. Algunos, los más antiguos, opinaron que lo adecuado sería aparecerse a un buen religioso, digno de crédito, que luego extendería la noticia por el mundo.

—Estáis un poco desconectados —les avisó amablemente uno de los más modernos—. La gente, al enterarse, creería que son patrañas inventadas por cualquier credo religioso. Ahora la vida obliga a desconfiar mucho allá abajo.

Y siguieron la discusión:

—¿Y un periodista?

—No: se imaginarían que va tras el sensacionalismo para ganar más dinero y todos se reirían muy a gusto.

—¿Y un Jefe de Estado?

—¡Peor! Verían en él sórdidos motivos políticos y todas las naciones se pondrían a la defensiva recelando una mala jugada.

—¿Y un niño?

—No sé: ahora los niños son muy suyos; se les ha contagiado la agitación de los mayores y sus palabras no son de fiar. Seguramente la madre se reiría, contaría el caso a las amigas y acabaría comentando: "este hijo mío tiene demasiada imaginación".

¿A quién, pues, se aparecerían? En ocasiones anteriores no tuvieron tantos problemas, pero, ahora, por lo visto, la gente era muy suspicaz y lo pensaba dos veces antes de ponerse a creer en algo. Además, siempre cabía la posibilidad de que ellos mismos lo atribuyesen a su subconsciente, demasiado sobrecargado, como única medida, dejasen de tomar su vermouth antes de comer.

Por fin, después de mucho meditar, decidieron que el científico era el pilar más sólido de la vida del siglo XX, al hombre al que se creía porque decía cosas demasiado complicadas para ser entendidas. El hombre de más prestigio, creador de la energía atómica (o descubridor), la moderna cirugía y los viajes espaciales. Si el científico afirmaba que les había visto, ¿quién pondría en duda sus palabras?

Y, de esta forma, se presentaron en uno de los múltiples congresos científicos que se celebraban por aquellas fechas. Aparecieron en la tribuna, rodeados por un halo luminoso y vestidos con sus bellas túnicas multicolores que no oprimían el cuerpo y facilitaban la circulación.

Hubo, naturalmente, su poquito de estupor y su poquito de sorpresa, sobre todo cuando ellos se identificaron como Bienaventurados y dieron sus antiguos nombres, un par de ellos decididamente famosos aún en los medios culturales.

—¿Qué es lo que desean? —preguntó el moderador.

Se lo dijeron: había, pues, otra vida y la humanidad debía conservar sus esperanzas. Todo lo bueno y todo lo justo y todo lo hermoso que no poseían aquí, lo tendrían con creces en el Paraíso. ¡Basta de bombas! ¡Basta de matanzas!

—Sí —dijo uno de los congresistas—; lo malo es que, antes, hay que morirse.

Le saludó una salva de aplausos. Otro, aprovechó la ocasión para recordar a la asamblea que ellos eran físicos y no teólogos y que su sagrada misión consistía en hacer mejor y más habitable la Tierra, no en dar esperanzas a los moribundos.

El moderador, entonces, pidió silencio:

—Señores —dijo—: tenemos nuestro tiempo contado; los gastos de congreso son elevados y cada minuto nos cuesta muchos miles, por lo que, sintiéndolo mucho, debemos continuar. No obstante, tendremos muy presentes sus revelaciones y se las comunicaremos a la prensa.

Los Bienaventurados se dieron por satisfechos con aquella promesa y se desvanecieron cortésmente. No pudieron oír cómo el científico Fulano, enemigo del moderador, a quien envidiaba el puesto, gritaba fuera de sí:

—¡Yo no creo en los aparecidos! Señores: seamos lógicos. ¿Qué es, en suma, lo que hemos visto?

Y alguien pronuncio, por primera vez, la palabra hipnosis. Los científicos se miraban desconfiando de los más cercanos compañeros: quizá alguno de ellos, un calvado, fuera el responsable de tan absurda interrupción.


* * *


Cuando el Comité de Bienaventurados llegó al Paraíso, pasó a la presencia del Buen Dios, que les acogió con una sonrisa bondadosa.

—¿Cuál ha sido el resultado de vuestra misión? —les preguntó.

—Bueno, Señor: regresamos con la promesa de que un congreso de físicos hablará de nuestra estancia allí y no hay duda de que serán escuchados.

Y el Buen Dios, todavía sonriendo, les entregó los periódicos de la tarde.

—Comprobadlo —dijo.

En la primera página, en grandes titulares, se leía:


LOS CIENTÍFICOS ENLOQUECEN

El profesor Fulano acusa al moderador de manipulaciones fraudulentas para hacer fracasar el congreso.

Las apariciones —dice el conocido psiquiatra Mengano— son consecuencia de la tensión y el trabajo a que estuvieron sometidos los congresistas en los últimos días.

Todas las Iglesias han enviado una nota de protesta al Palacio de Congresos por lo que consideran una burla al verdadero espíritu de la religión.


No leyeron más. Estaban avergonzados; y, por encima de sus cabezas, el Buen Dios sonreía tristemente.


Publicado en el Diario Menorca el 2 de enero de 1973.


Publicado el 13 de mayo de 2022 por Edu Robsy.
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