Los Cazadores de Osos

Arturo Robsy


Cuento


Menorca, la bien arbolada, era una isla demasiado boscosa para el gusto de muchos campesinos que, poco a poco, la fueron talando para conseguir nuevas tierras de cultivo. Era Menorca tan pequeña que un palmo de terreno era indispensable para sembrar en él el trigo que los hombres se comerían vuelto pan, o el forraje que los hombres guisarían vuelto vaca.

Con esto fueron menguando los bosques, pero todavía eran formidables y espesos, porque el campesino se conforma con lo necesario y sólo mata en último extremo. Además, los labradores comprendían que aquellos árboles, casi azules, algodonosos, les sujetaban la tierra y les protegían los cultivos del díscolo Viento del Norte que, desde que la Isla fue Menorca, se había obstinado en arrancarla de su lugar a fuerza de grávidos soplidos.

Pero los hombres que durante tanto tiempo habían temido al bravucón Mediterráneo, aprendieron por fin la forma de dominarle por completo y se hicieron marineros. Y, por el mar, descubrieron el comercio, y, por el comercio, la riqueza y por la riqueza, volvieron sus ojos contra el bosque y decidieron que él se la proporcionaría toda de golpe.

Así comenzaron las grandes talas. Las cuadrillas empezaban al amanecer afilando las segures con sus piedras rojas, y, hasta la noche, en el bosque no se oía más que el ruido de las hachas cayendo contra las indefensos troncos rugosos, las voces "¡madera!" y el desgarrarse y troncharse de los árboles que caían abatidos.

Los bueyes eran luego quienes tiraban pacientemente de aquellos cadáveres bajo la mirada triste de los habitantes del bosque. Las martas interrumpían un momento su atareado ir y venir para verlos pasar sobre los grandes carros. La perdiz asomaba un ojo temeroso por debajo del lentisco o del madroño. El hurón, entre los aulagares, suspiraba. El jilguero, desde las altas copas, se preguntaba perplejo cuando se quedaría sin casa donde vivir. Las jinetas murmuraban por lo bajo cosas feas de los leñadores y los conejos, con su eterna cara de susto, pensaban que sin aquellos árboles, los perros les darían caza más fácilmente. Los únicos indiferentes a todo eran los osos, que, con tanta fuerza, no tenían a nadie a quien temer.

Y continuaron las talas, porque siempre se necesitaban nuevos barcos. Los carpinteros de ribera no daban abasto y el ma, sometido a medias, también se cobraba sus piezas de vez en cuando. Pero los hombres ya no temían a los naufragios, porque, en primer lugar, se les había metido en el cuerpo el hambre de mar y, en segundo, sabía que, al rendir viaje, dispondrían de dinero fresco y bueno para vivir mejor con sus mujeres de pelo trenzado.

Poco hubiera durado el bosque entonces. Y los árboles, los masculinos pinos y las femeninas encinas, hasta el momento se habían limitado a contemplar, estoicos, la matanza, pero ellos amaban su vida vegetal y no deseaban morir de aquel triste y doloroso modo.

—No se trata ya —dijo un pino centenario— de que se necesiten nuevas tierras. Se nos asesina para navegar sobre nuestros fuertes cadáveres y no comprenden que, al exterminarnos, cambiará toda Menorca de signo y se irá empobreciendo paulatinamente.

—Deliberemos —propuso una esbelta, jovencita y democrática encina.

—Pero, ¿cómo nos defenderemos de los leñadores? —se preguntaba un pino retorcido y grueso del que ya estaban muy cerca las filosas y brillantes hachas.

—Aprenderemos a hacerlo —dijo el centenario—. Nos va la vida en ello y, también, al de nuestros brotes, la de los futuros hijos de nuestras simientes.

—¡Sí! —clamaron las encinas, mujeres después de todo.— ¡Queremos que nuestros hijos puedan nacer!

Y, en eso, anocheció y las cuadrilla de leñadores volvieron a sus campamentos a prepararse las sopas de la cena, beber su poquito vino y contarse cuentos y disparates hasta quedar dormidos alrededor del gran fuego que les calentaba:


De dins un canó de lluquet
va surtí un call sense brilla
e per cumprarse una cutilla
per dú es cos ben estret;
después menjá una turtilla
ab hous en murtons de fulquet.


("Disbarat" auténtico firmado por Joseph Reixart Mora, e impreso en Fábregues y Orfila durante los años setenta del siglo pasado. Transcripción exacta.)


Por la mañana, los cocineros, que eran los más madrugadores de la cuadrilla, se levantaron sin sacudirse completamente las brumas del sueño y atizaron el fuego para poner a calentar el agua del desayuno.

Fue entonces cuando se dieron cuenta de lo que pasaba: a su alrededor no quedaba ningún pino; ni siquiera se les veía en la distancia. ¿Cómo así? —se dijeron—. Ellos se habían acostado en un bosque y se despertaban en un campo desierto donde sólo quedaban los tocones de los árboles que cortaron. Lo demás era tierra limpia, sin raigones, a punto para que el campesino la labrara con su arado y con sus mulas.

Los que dormían despertaron con los gritos y gritaron a su vez. ¿Qué era aquello? ¿Cómo podía desaparecer un inmenso bosque en una sola noche?

—Las brujas —pensaron— habrán hecho este prodigio.

Pero la verdad es que bien poquitas brujas quedaban ya, porque iban muy perseguidas y por menos de nada les sacudían un cantazo que las inutilizaba para toda la vida. En realidad no quedaban brujas con el suficiente poder para llevarse un bosque, y las que había sólo se dedicaban a hacer aparecer muertos, a convertirse en perros para asustar a los vecinos y a hablar con los fantasmas en las blancas noches de plenilunio.

Lo sucedido era muy distinto: los árboles, preocupados por su eventual supervivencia, habían llamado al Rey Pons y le pidieron permiso para abandonar sus lugares de costumbre:

—Si nos quedamos quietos, nos exterminarán —le dijeron.

Y el Rey Pons, que ya estaba muy viejo y que, por eso mismo, era muy comprensivo y amaba más que nunca las cosas de su reino y la vida que vigorosamente crecía en él, liberó a los árboles de su inmovilidad y les hizo el don de poder andar y correr hasta que el peligro de los feroces leñadores y sus hachas desapareciera.

—Porque quiero —terminó— que en las edades sucesivas los hombres de Menorca puedan contemplar los grandes bosques y hasta vivir en ellos. Porque quiero que los hijos de estos hombres hereden Menorca tal y como yo la recibí de Festos, el Primer Herrero, que me la forjó durante ochenta años antiguos con el cobre, el estaño y el hierro del continente.

Y los árboles, con el permiso real, sacaron todas sus raíces de la tierra marrón y de la tierra roja y huyeron durante la noche para esconderse de los furiosos leñadores.

Pero estos leñadores no eran gente que se desanimase pronto y, como su dinero y su comida (y hasta sus mujeres y sus hijos) dependían de los árboles que consiguiesen abatir y transportar hasta los carpinteros de ribera, empezaron a andar por los pelados campos en busca del escondrijo de los azulinos bosques.

Y les descubrieron a todos detrás de Monte Toro, porque habían ido allí a para quedar ocultos por la mole de la montaña. Los leñadores, satisfechos, afilaron de nuevo las segures, y se acercaron gritando a los primeros árboles desprevenidos.

¡Ah! Pero el bosque había aprendido a andar mucho y muy de prisa, y tan pronto como descubrieron a los exaltados leñadores, los árboles echaron a correr cada uno por su lado y aquellas colinas volvieron a quedarse desiertas ante los ojos decepcionados de los hombres del hacha.

¿Se desanimaron las cuadrillas? No: desde la costa les pedían más y más madera y era forzoso conseguirla de cualquier forma, de manera que se acostumbraron a ir de noche, muy callandito, por los campos, con las hachas preparadas y con las cuerdas bien engrasadas y dispuestas.

En cuanto podían sorprender a un árbol dormido o distraído se echaban sobre él para atarlo en las rocas, y, así, teniéndole prisionero, lo talaban y lo descortezaban para cargarlo enseguida al carro del que tiraban bueyes aburridos.

Los árboles, por su parte, jamás dormían sin dejar a uno en lo alto de un otero haciendo la vigilancia, y, así, lograban ver acercarse a los leñadores y huir a tiempo como almas que llevase el diablo.

El Rey Pons lo miraba todo y les dejaba hacer, porque sabía que los hombres acabarían encontrando otra ocupación y los bosques se salvarían para que las futuras generaciones se hicieran lenguas de su insólita aventura.

Pero, aún así, perseveraban los leñadores, y los había que eran unos excelentes corredores que siempre conseguían atrapar a algún arbolillo joven y desentrenado. Sin embargo, era muy fastidioso perseguir a los árboles, acorralarles contra los acantilados y, por último, inmovilizarles a fuerza de cuerdas y brazos para talarlos al fin; he aquí por qué muchos de los leñadores iban abandonando la profesión para roturar los campos abandonados por el bosque y vivir del trigo y de la patata y de la leche de sus vacas bien alimentadas.

De manera que sólo los más fuertes continuaron en el oficio, y estos se compraron con sus ahorros buenas cabalgaduras del mar Mediterráneo y con ellas perseguían a sus piezas. Llevaban entonces caballo, lazo y escopeta, y sólo de tarde en tarde, actuando en grupo, lograban abatir a tiros algunos árboles y talarlos en el acto para enviarlos a la costa.

Pero era peligroso atacar a los árboles ya, porque habían aprendido una especie de hipnosis que dominaba a los hombres y los llevaba a ahorcarse con los lazos de sus ramas más altas. No era bueno ser un leñador solitario, porque los árboles, tarde o temprano, acababan obligándole a colgarse.

Y por fin sólo quedaron cuarenta o cincuenta (quizá cien) leñadores que, aún trabajando todo el día, apenas sí conseguían cortar los árboles necesarios para sobrevivir.

Enfrentados a la inminente miseria, fueron a consultar sus problemas con el Rey Pons, vivían en su Ciudad Perdida, cuyo nombre está prohibido pronunciar.

—Los bosques son cada vez más peligrosos —le dijeron—. Y nosotros nos moriremos de hambre si antes no nos ahorcamos en las gruesas ramas de los árboles centenarios. Rey Pons: ¿qué será de nosotros y de nuestras mujeres y de nuestros hijos? ¿Cómo podremos hacer de Menorca una gran isla si padecemos hambre?

Y el Rey Pons les mostró los osos pardos (ursus arctos) que vivían en las montañas y en los valles profundos y que atemorizaban a la gente de paz.

—Cazad osos —les dijo—. Yo os prometo que, si los cazáis, siempre viviréis bien; no sólo vosotros, sino vuestros descendientes.

Y los leñadores, a caballo, con lazos y escopetas, se hicieron cazadores de osos y en tiempos de sus nietos acabaron con todos los de la isla, porque los persiguieron por las montañas y por los barrancos y hasta por los bosques que ya se habían asentado definitivamente en torno a Monte Toro y en algunos lugares de la cosa aquellos a los que les gustaba mirar el mar.

Por eso, al hablar hoy en día a la gente de los cazadores de osos, se suele sorprender.

—Pero, ¡si no hay osos en Menorca! —dicen.

—Claro: gracias a los cazadores, que, si no...

Pero aún sí quedan. Los cazadores, que son los descendientes de aquellos antiguos leñadores de a caballo.

Y, como hace más de trescientos años que los osos fueron exterminados, los cazadores de osos descansan desde entonces y beben vino de las tabernas mientras engrasan sus poderosas escopetas y hablan de las hazañas de sus antepasados fanfarroneando y exagerando, como haría cualquier cazador de perdices, conejos o becadas.

Y si alguien les da a entender que no hacen nada, sonríen y palpan sus escopetas:

—Somos cazadores de osos, nosotros... Traednos algunos y ya veréis. Ya veréis.

Y viven bien, por el Rey Pons se lo prometió así a sus antepasados, y es persona que gusta de cumplir siempre con su palabra, aunque no haya más osos y los bosques corran otros peligros distintos al de los leñadores abusivos.


Publicado en el Diario Menorca el 18 de septiembre de 1973.


Publicado el 28 de diciembre de 2021 por Edu Robsy.
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