Los Neanderthales

Arturo Robsy


Cuento


Los neanderthales se movían inquietos, frotándose repetidamente sus caídos mentones. La cosa merecía la pena, ya que los neanderthales se reúnen exclusivamente por motivos importantes.

—¿Y bien? —dijo uno— ¿Hay que esperar aún más?

Los otros miraron impacientes hacia la entrada de la caverna.

—Creo —gruñó otro— que estamos aquí todos.

—Y si falta alguno —comentó un gracioso— que se espabile y aprenda a ser puntual.

—Es necesario —siguió el que había hablado en primer lugar— que sometamos a votación la nueva ley de caza. Los privilegios que obtendremos de ella os aseguro que compensan con mucho las desventajas que supone...

—¿Y no podríamos cazar cada uno a su aire, como hasta ahora? —dijo un inconformista—. No veo la necesidad de hacer votaciones por esto.

En la cueva estalló un griterío y cada cual quiso dar su opinión sin oír la de los demás. El orden tardó en restablecerse y el jefe-presidente tuvo que golpear, durante mucho tiempo, un bastón de hueso sobre el cráneo perforado de un enemigo.

—Comportémonos como neanderthales civilizados —gritó al fin. Y, luego, con talento más alegre, continuó—. La democracia es la más alta realización social a que podamos aspirar, la cumbre misma de la evolución que nos separa de los demás animales. Por la democracia afirmamos la igualdad de todos los neanderthales y el inalienable derecho a participar en la vida de la comunidad.

—Pues a mí la comunidad me da muchas pataditas en cierto sitio —dijo un muchachote, todavía con poca barba en las mandíbulas.

De nuevo estalló el alboroto y muchos se mostraron indignados por la osadía del jovenzuelo, mientras otros, los más inteligentes, aullaban sus pareceres:

—Mientras estamos aquí discutiendo, los animales se escapan: a esto le llamo yo democracia.

—¿Sabrán las piezas que hemos votado democráticamente y se dejarán capturar?

—Imagino —decía otro— que si todos somos iguales, tenemos el mismo derecho a enviar al cuerno a nuestros semejantes.

En fin: eran neanderthales hechos a imagen y semejanza de la divinidad, y el Buen Dios les perdonaba, como se hace con los niños, que, jugando, han roto un menudo bibelot.

—La democracia —dijo el jefe-presidente— está basada en la libertad, no en la anarquía. Precisamente la sociedad debe protegerse de aquellos que, confundiendo los términos, pretenden acabar, de raíz, con un status político en lugar de mejorar por vía del diálogo.

Y, aquella misma tarde, los siete neanderthales más revolucionarios fueron lapidados en nombre de la libertad.

Mientras, en un lugar cercano, otros neanderthales se reunían. Sus semblantes hoscos expresaban muchas cosas aunque para nosotros, sin duda, hubieran sido indescifrables. Por ejemplo, un joven, con unas cejas ridículamente pequeñas, pensaba que para cazar lo más importante era tener tino con la porra y dejarse de charlas insulsas.

El jefe-cabecilla dio una orden y todos quedaron convenientemente sentados y en silencio.

—Os he llamado —dijo— porque, según la nueva ley de caza, de ahora en adelante hemos de cazar en tres únicos grupos...

—¿Y quién demonios ha inventado esa ley? No sabía nada de ella hasta ahora, —dijo el joven de las cejas escasas—.

El jefe-cabecilla le lanzó una mirada maligna pero, sin embargo, comprendió que eran precisas ciertas explicaciones:

—A fin de dar mayor eficacia a las cacerías, los técnicos han decidido que sólo los hombres más diestros intervengan en ellas. De los tres grupos saldrá uno cada día, y los restantes cumplirán tareas de vigilancia y fortificación. De este modo...

—¿Y si yo, pongo por caso, quiero salir de caza y pertenezco a ninguno de los tres grupos? —dijo un anciano que ya iba por los treinta años.

—Es preciso —contestó el jefe-cabecilla— sacrificar el individuo al interés colectivo. Los demás no tienen por qué sufrir las consecuencias del fallo de un solo neanderthal.

Así quedó dicho, aunque nadie supo a qué fallo se refería el cabecilla, ni mucho menos a qué consecuencias.

Uno más, explicó que a él la comunidad le importaba tanto como la madre del jefe-cabecilla y otro remató la idea afirmando que era justo que cada una se preocupara de sus cosas.

—Déjate de leyes de caza —le dijeron— y mete tu morro peludo en otro asunto.

Sin embargo, la razón se impuso, porque, de un modo u otro, ellos eran una sociedad y, como tal, aspirar a una mayor eficacia y a una estructura común ágil y orgánica.

Y, esa misma tarde, por orden de la comunidad soberana de aquellas rocas, siete neanderthales cayeron bajo la cachiporra justiciera del verdugo del pueblo, un viejo cazador que, según la nueva ley, quedaba al margen de las futuras excursiones cinegéticas.

En fin: eran neanderthales hechos a imagen y semejanza de la divinidad, y no groseros pitecántropos que no sabían distinguir el orden y la anarquía. Por eso el Buen Dios sonreía y esperaba pacientemente.

—La evolución —decía— no es cosa que se solucione en unas horas.

Y, en eso, llegaron los cro-magnon, que todavía no habían tenido tiempo de organizar una filosofía coherente, y acabaron con los neanderthales que quedaban sin necesidad de dar ningún pretexto.

Es así como empezó nuestra civilización, y, desde luego, el Buen Dios sigue sonriendo por que éstas son cosas de la evolución.


Publicado en el Diario Menorca el 20 de junio de 1972.


Publicado el 16 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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