Luisa

Arturo Robsy


Cuento


Luisa (Luchy, a fin de cuentas) era una muchacha guapa, terriblemente guapa y, también terriblemente aburrida. Bien poco se podría decir sobre su historia salvo el hecho de que, un día, despertó y se encontró haciendo cuarto de bachillerato.

A continuación, como todas las mocosillas de su edad, empezó a mirarse en el espejo y a vigilar su pecho, ansiosa de que creciera; ansiosa, en su suma de ser una mujer (¿con toda la barba?).

Los veranos los pasaba extendida en una playa y esquivando las tareas que su madre le imponía. De esta forma descubrió que no hay languidez mayor que la de los atardeceres, ni gloria tan perecedera como los helados de fresa que uno toma después de comer. Además aprovechó para tener el primer amor, esa cosa indefinida sin la que una jovencita no se decide a sentirse mujer. De manera que eligió con cuidado y, luego amó tanto como pudo a un joven británico que al principio no reparaba en ella.

La cosa fue de maravilla y Luisa (Luchy, después de todo) estuvo alternativamente feliz y desgraciada, y saboreó muchos polos de peseta. ¡Aquel tiempo feliz en compañía del ingresito de su alma!

Además, daban largos paseos por los roquedales o tomaban el fresco al pie de un árbol raquítico. Y, así, un día se tomaron de la mano y otro se las apretaron.

Después, alguien pronunció la palabra mágica: Amor, y decidieron que tanto Romeo como Julieta como Calixto y Melibea fueron unos chiquillos a su lado. En consecuencia se besaron. Y fue un beso rápido, vergonzoso, donde todo fue dicho a través del sonrojo que les entró a ambos. Aún así, la escena quedó largamente anclada en sus memorias y, a pesar de que no se repitió, Luisa, diez años después, todavía pensaba en aquel inglesito amado y en aquella tarde en que, torpemente, se dieron los labios.

Hasta aquí lo pasado de Luisa (Luchy, a fin de cuentas). De ahora en adelante hemos de hablar de su presente, ese presente de mujer hermosa (¡y aburrida!) que, a los veinticinco años no sabía qué diablos hacer con su vida.

La promoción de la mujer es algo esencial para el hombre que, de esta forma, evita que la dulce hembra vea en el matrimonio una solucion de todos sus problemas. Bien: Luisa (Luchy, para los amigos) estaba promocionada, emancipada o como quiera que se diga. Y no solo eso, sino que disponía de un buen empleo y un sólido sueldo, un cochecito para pasear por la ciudad los fines de semana y un apartamento coquetón donde soportaba, mal que bien, su soledad.

Y el lector se preguntará: ¿es que nadie la requebraba en la calle? Sí, en efecto, pero era tan guapa que asustaba a los futuros galanteadores. ¿Y no tenía amigos? Sí, también, pero era tan aburrida que ninguno de ellos quiso cargar con la responsabilidad de soportarla durante cuarenta o cincuenta años.

¿Entonces? ¿Qué hacía Luisa? (Luchy, pese a todo). Consciente de que, de seguir así muy pronto sería "Doña uisa", una solterona, cosa para la que no tenía vocación, comenzó a exhubirse muy ligera de ropa en las playas, a ir a las salas de fiesta, siempre en busca del amor, que es lo mismo que decir en busca de un marido bien dispuesto.

Durante estas aventuras pensaba en el inglesito de su adolescencia, en aquel que apretó sus manos y la besó, y se repetía que ya era hora de hacer una segunda edición de aquel beso.

Naturalmente, nada sacó en limpio, salvo comprobar que el hombre, como el animal, es una criatura bastante deficiente. Cualquier joven, al verla solitaria, se sentaba a su lado:

—Hola —decía.

—Hola.

—¿Cómo te llamas?

—Luchy, ¿y tú?

—Paco —o Joaquín o Filiberto, según los casos.

Un largo silencio y, de nuevo, el joven:

—¿Eres de aquí?

—Sí, ¿y tú?

—Sí

Otra pausa y, a continuación, el joven:

—¿Vienes a menudo a este sitio.

—Sí, ¿y tú?

—A veces. Prefiero la playa.

—Yo también.

Y ahí terminaba todo. A veces incluso bailaban, pero esto sucedía de pascuas a ramos, y Luisa (Luchy, ¿no es así?) se pasaba todo el tiempo esperando a su pareja, pues es sabido que los jóvenes, como los guepardos, se vuelven extraordinariamente afectuosos en cuanto oyen música.

Esto, que visto desde nuestra perspectiva es cómido, era una tragedia para Luisa. Regresaba sola a su casa cada noche. Cada noche se hacía sola la cena y solo dormía después de leer un solitario libro. Pensaba —¿cómo no?— en su edad y en las amigas casadas y en las niñas que, apenas destetadas, ya tenían novio. Pensaba, y el cuerpo se lo exigía así, en los hijos, en sus futuros hijos que, de momento, no encontraban el camino para nacer, y más de una vez y más de dos se tenía que tapar la cara con la almohada y llorar así, hasta quedar dormida.

Desesperada —¿qué tendrían las demás que no tuviera ella?— recurrió a cuantos ingenios ha puesto la civilización al servicio del amor: envió su dirección al "correo amoroso" de dos revistas, rellenó una ficha y la remitió a una agencia matrimonial de las que deciden qué gentes han nacido las unas para las otras y, además, disminuyó todavía más la porción de ropa con que se cubría.

Y no es que Luisa (Luchy, por la fuerza de la costumbre) fuera una ninfomaníaca, ni aduviese urgida de varón, sino que su problema, como el de tantos en estos años, era el abandono; salvo en el trabajo, ¿con quién hablaba? ¿Con el gato de la vecina? ¿Con el espejo? Todos tenían la vida ocupada, hecha en suma, y no disponían de tiempo que perder.

Ella, en cambio, tenía demasiado; el suficiente, al menos, para pensar en su soledad, para aburrirse y, por lo tanto, para echar de menos cualquier compañía. Además era mujer, y esa es una enfermedad que solo se cura con el matrimonio.

Y, así, un aciago día tomó su decisión y se dirigió al periódico (pudo ser éste mismo) para poner un anuncio. En la siguiente edición, se podía leer


Precísase HOMBRE

—Servicio militar cumplido.

—Buena posición.

—Con sentido de la responsabilidad, para importante negocio de particular a particular.

Diríjase con curriculum vitae a... (Y aquí, la dirección de Luchy)
 

Como es lógico, en cuanto se averiguó qué clase de "negocio" era el de Luchy, la ciudad entera rió con ganas y especuló con la "insensatez de algunas mujeres que, con tal de casarse...".

No sabían que la culpa de estas cosas nos toca a todos.

Y, naturalmente, Luchy (que es Luisa) tuvo que cambiarse de domicilio y, como solución de emergencia, se compró un bikini ajustadísimo y una perrita pequinesa.


Publicado el 23 de marzo de 2019 por Edu Robsy.
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