Mil Cien Dólares

Arturo Robsy


Cuento


Antonio era un hombre crédulo, profundo y respetuoso admirador de la letra escrita: para él por ejemplo el problema de la existencia de Dios no tenía objeto: los papeles (al menos, los que Antonio pudo leer en su día) decían claramente que sí, luego Dios existía. Por los mismos motivos creían en los impuestos directos, en la caridad cristiana, en la incorruptibilidad de los hombres públicos y en trescientos veintiún (321) detergentes que, cada uno por su lado, lavaban más blanco y más limpio que nadie.

Antonio era crédulo: esta afirmación no necesita de más demostraciones: usaba la viaja y rancia "fe del carbonero"; fe del dependiente, en su caso, pues quince de sus treinta años los había pasado tras el mostrador de una pañería sonriendo a la mujer que buscaba un retalito para falda de verano o a la que necesitaba unas cortinas de colores realmente sólidos.

Antonio era hombre sumamente frugal, sencillo de gustos, dueño de un caprichoso y ulceroso duodeno que le incapacitaba para cualquier tipo de excesos. Gracias a estas especiales circunstancia no se veía obligado, a finales de mes, a hacer extraños equilibrios (y drásticas reducciones) con su presupuesto. Es más, conseguía ahorrar el 19 % del total, cantidad que los primeros sábados de cada mes depositaba en un banco del que había leído en el periódico era "la más sólida garantía del ahorro familiar".

Algo más había: quince años de trabajo. Quince años de mostrador, de varas con escalas en centímetros, de mujeres fisgonas que se llevaban tal cosa sólo para poder cambiarla dos horas después por tal otra... Tenía también el recuerdo grato de su infancia: el colegio de religiosos; el interés simple, el equipo de baloncesto y sobre todo, aquellos tres enormes y disparatados meses de vacaciones, que él solía emplear para tostarse al sol y andar casi en cueros por los roquedales de la costa; también claro para espiar, con ojos de experto catador, las inconcebibles desnudeces de aquellas primeras y heroicas turistas que se exponían a la maledicencia pública dentro de sus bikinis extranjeros...

¡Tres meses! Vacaciones que nunca regresaron y que nunca volvió a disfrutar, salvo el año y pico que anduvo aperreado con la mili, el poco dinero y aquella congénita incapacidad para distinguir entre estrellas de seis y ocho puntas al primer golpe de ojo.

Y así estaban las cosas, si es que estaban de algún modo, cuando cayó en las manos de Antonio una cierta revista que publicaba gráficos y números estadísticos en su deseo de demostrar con cifras la colectiva felicidad en la que vivimos inmersos, quieras que no. La felicidad esa de la fábrica (o el taller) a las seis y media (o siete), de la comida a ritmo de galopada frenética, del escupitajo de rabia cuando te hacen una que no puedes devolver, de las horas extras o de las horas muertas en la antesala del médico del seguro, para tener, a fin de semana, el placer de pagar las cuentas atrasadas, el plazo del televisor, el de la estufa, el de la nevera o el del último niño para el que hubo que comprar cochecito, ropa y etcéteras.

No le importaba a Antonio esto: hemos dicho que era frugal y que tenía úlcera de duodeno; ahora añadiremos que, a fuerza de ser medianamente pobre, no le interesaban para nada los otros pobres medianos y que en la barbería prefería leer (sólo leía antes de cortarse las crines) reseñas de guateques de tronío, historias de amor de armadores griegos y peloteras absurdas que han polarizado los matrimonios de actores. Si entre cosa y cosa le caían gráficos y estadísticas, los engullía también sin pensar en ello con la beatífica sensación de que el Mundo Mejor no es solamente la voz con olor a púlpito del clérigo que clama en desierto.

En esta ocasión Antonio se enteró en la barbería de que España es un país que pisa fuerte en las cuestiones del desarrollo y que hay que ver qué lejos quedan ya aquellos días de las cartillas, de estraperlo y de los rencores atizados en secreto a espaldas de oídos peligrosos. España es tierra milagrosa desde hace siglos, aunque no tanto como Alemania. El milagro español trata, como corresponde al siglo que vivimos, no ya de vírgenes aparecidas ni de cojos que arrinconan la muleta, sino de incrementos, de sobretasas, de índices de exportación y de los extraños equilibrios de una balanza famosa: la balanza de pagos.

Además, reputados economistas de todo el mundo han dado con la fórmula ideal para medir el bienestar de un pueblo: consiste en dividir el número de dinero que se ha movido en un año por el número de cabezas, por el número de individuos que existen en el país, incluidos lactantes y asilados.. De esta división resulta —claro está— otro número que, expresado en dólares por el aquel de ser más europeos, recibe el nombre de renta per capita.

Pues Antonio leyó que la renta per capita venía a ser de mil cien dólares (1.100 $) por español y año. Cotizó el dólar a sesenta y cinco pesetas la pieza y, aplicando una sencilla fórmula, comprobó que cada español vivía con setenta y una mil quinientas pesetas (71.500 pesetas). Antonio —dato para el curioso lector— tenía setenta y tres mil ochocientas tres pesetas, con catorce céntimos (73.083,14) en el banco de su confianza. Dicho de otro modo, Antonio tenía un año per capita a su disposición.

Mientras el barbero hacía su oficio, Antonio dejó que estas verdades le calasen hondo. Las había comprendido ya cuando le raspaban con la navaja la pelusa del cogote, y cuando le salpicaron de colonia para peinarle, había llegado a una definitiva conclusión: viviría su año per capita. Dejaría empleo y suelo y cambiaría sus nueve horas de mostrador por trescientos sesenta y cinco (365) días de vacaciones, durante los que daría largos paseos, tomaría el fresco de los atardeceres y se arrimaría en verano a las playas en busca del diminuto bikini o del exacto momento en que la mujer tendida de cara a la arena se incorpora a medias y pone al descubierto su mejor orografía.

Y lo hizo. Se despidió y comenzó a haraganear... Es rumor popular (seguramente inventado por ciertos patronos) que el hombre sin trabajo se aburre; rumor que, desde aquí, nos apresuramos a desmentir: el hombre sin trabajo en realidad empieza a tener verdaderas oportunidades para divertirse. El intelectual puede aprovechar para leer ese libro tantas veces arrinconado antes, o para concebir brillantes teorías que expliquen, de una vez por todas, por qué el orden acarrea el consumo y, el consumo, el desorden más o menos jerarquizado. Las almas de cántaro descubren entonces (cuando no trabajan) que junto a ellas vive y labora una ingente cantidad de protoplasma; se extasían ante la naturaleza, anteriormente apenas entrevista de camino al trabajo; o invierten sus ocios en tareas tan sospechosas y poco especulativas como la de enamorar a alguna muchacha apetecible y casta.

Antonio —hay que decirlo en su honor— ni parió la definitiva teoría, ni leyó el libro importante para el que nunca tenía tiempo, ni se buscó novia, porque él era y es de los que creen que el hombre ha de casarse al filo de los treinta y cinco (35) años. Además, tenía otra razón para no acercarse a las mujeres: su dinero, su renta per capita acumulada en quince años de trabajo y que, de compartirla con alguna mujer en tapas, aperitivos, vinos y refrescos, no alcanzaría para los trescientos sesenta y cinco días (365) de programada pereza.

No alcanzó de todas maneras. Hay algo en los hombres capaz de anestesiarnos con el más grato de los optimismos; basta con que deseemos intensamente algo para que se nos aparezcan maravillosos y fáciles métodos con que conseguirlo. Esto hoy se llama triunfalismo, romanticismo veinte años atrás y, cuando Bécquer, "buena disposición de ánimo".

Pero, pese a esto, el dinero no alcanzó. Setenta y tres mil pesetas divididas en doce meses dan la cantidad de seis mil ochenta y tres pesetas (6.083 ptas) con treinta y tres céntimos (33 cts). Ahora bien: páguese la pensión a sesenta y cinco pesetas la cama y día. ¡Mil novecientas cincuenta pesetas! (1.950).

Páguese el restaurante a sesenta pesetas la comida y sesenta la cena: ¡tres mil seiscientas pesetas! (3.600).

Páguense los desayunos (600), el tabaco (350), la limpieza de la ropa (300)... y pare usted de contar, pues se habrá pasado en seiscientas sesenta y siete pesetas (677) del presupuesto.

Y como el hombre del Mediterráneo, al igual que el del Atlántico, el del Rojo o el del Pacífico, no puede prescindir, sin grave quebranto para su salud, de zapatos, cocacolas, calcetines, calzoncillos, viajes en autobús y hasta caprichos tales como una copichuela de aguardiente violento, un periódico, una novelita del oeste (de las de Estefanía) o una tapita de boquerones escabechados, resultó de toda esta aventura que Antonio, nuestro crédulo Antonio, volvió por sus fueros al cabo de siete cumplidos meses.

Le readmitieron en el trabajo, por supuesto, y hasta le subieron el suelo una miajita, porque temían que le hubieran entrado los morbos marxistas y maquinase oscuridades contra el buen orden de la vida. Con esto (y lo demás) volvió a su antigua vida, a las nueve horas de mostrador, a las ocasionales lecturas en la cola del barbero, a la devoción por la letra impresa y a la falta de interés por los otros "pobres medianos" que, como él, alimentaban sueños, esperanzas y chascos detrás de sus rutinas implacables.

Estaba satisfecho además: él debía ser uno de los pocos españoles que recibían más de esos mil cien (1.100) dólares per capita y esto casi le convertía en un potentado.

Una cosa no logró explicarse: ¿cómo terminaban el año los que sólo tenían aquellos mil cien dólares? Claro que con el tiempo y noticias más recientes, también aquello acabó por olvidársele.


Publicado en el Diario Menorca el 15 de mayo de 1973.


Publicado el 19 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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