Necrológica

Arturo Robsy


Memorias


Para Areli Robsy, mi única tía.


No entiendo qué diablos tiene que ver
con la LITERATURA el "Cambio Social
y reforma política" con que Don Franca
nos obsequiará en la "Semana Literaria"

 

Se ha muerto mi abuela, aquella, la del pelo blanco, el cuerpo carcoido y la mirada tantas veces sorprendida. Y estoy triste porque se ha muerto mi abuela, una mujercita que recordaba, sonriendo, mis proezas de niños y mis salidas de tono. Cuando, por ejemplo, vino el pedicuro a casa, para los pies de la abuelita, y mi prima (¡buena chica!) y yo nos le quedamos mirando.

— Está pelón — dije yo.

— Está pelón — dijo ella.

El callista era, en efecto, calvo, y la abuela, con ese largo hábito de corregir a los niños cuando hablan mal, nos reconvino:

— No se dice pelón; se dice "calvo".

Supongo que nunca el callista se sintió tan importante y, a la vez, tan corrido. Y, al final, claro, la cosa terminó en risas y alegría, que es la forma mejor de acabar algo mal empezado.

Bien, pues aquella mujer, mi abuela, hoy está muerta. "Se ha ido" — dicen algunos. "No está". "En el cielo nos cuida", pero la verdad es que está muerta y yo no acabo de comprender por qué los seres queridos nos abandonan alguna vez; y no sé, tampoco, qué se hace del cariño que nos tenían.

Recuerdo, porque me lo han dicho, cómo nos cogía a puñados a mi prima y a mí: los dos estábamos gordos y éramos naturalmente revoltosos. Los dos teníamos nuestro temperamento y ella debía sofocárnoslo tantas veces que...

Luego, en Madrid, nos llevó al zoológico: mi prima y yo, asustados y curiosos delante de aquellos enormes animales salvajes, acabados detrás de las rejas, vencidos por su misma furia ante la prisión. Pensé, entonces, qué efecto haría un hombre metidito en su jaula y mirando con los ojos apagados y tristes de los leones viejos. Se lo dije a mi abuela.

— Los hombres — me avisó — no están hechos para las jaulas. Dios no lo quiere. Dios nos hizo a su imagen y semejanza.

Era una mujer devota. Tenía, a su edad, la bendita confianza en los mundos mejores, y en ese dios que escucha, con la oreja pegada al cielo, nuestras pequeñas miserias y nuestras tontas alegrías.

Yo, claro, necesitaba saber más de Dios allí, en el zoo.. Era la curiosidad de mi edad.

— ¿Dios es como nosotros? — pregunté.

Mi prima dijo: "¡Hala!". Y la abuelita, sonriendo, me tocó el hombro:

— Como nosotros es.

— ¿Y está vivo?

— Sí.

— ¿Por qué todos estamos vivos?

— Porque Dios lo quiere.

— ¿Dios quiere que las piedras estén muertas?

— No. Las piedras viven. Todo lo que hay en el mundo vive.

Aquello, la frase esa, la seguridad de que piedra, planta o animal, el mundo era mi hermano, me llegó al alma. Y pienso ahora: "Ella está muerta". No lo creo: como las piedras, como los árboles, como la luz, abuelita vive no sé cómo. No lo sé, pero si ella decía que el universo es vida y que Dios nos tiene en las manos, pues abuelita sabría lo que se hacía, porque era revieja y tenía toda la experiencia.

Luego, nos hablaba del abuelo y sacaba fotos descoloridas de unas carpeta de reliquias: fotos de primera comunión, recortes de periódico que anunciaban bodas y bautizos. Se trataba de tú con los fantasmas, y ellos debían encontrar buena su compañía porque no se le iban.

— Éste — decía — es tu abuelo. Y éste, tu tío Eduardo. Te pareces mucho a él.

Yo, claro, no veía el parecido por ninguna parte.

— No me parezco.

— Sí, claro que sí. Se nota muy bien que sois familia.

Las mujeres son así. Entienden de parecidos, de belleza y de timbres de voz. Mi abuela era una mujer: de pequeño nunca pensé en eso: era como papá o mamá, era ella y me quería y yo sabía que me quería, pero era una mujer, estoy seguro.

Luego, estudiando, pude vivir a su lado mucho tiempo: me llevaba, de la mano, a misa y yo, una chispa descreído y una pizca incredulón, callaba y apretaba su mano con la mía y me fijaba en la devoción con que recitaba las oraciones.

— ¿Te ha gustado? — preguntaba a la salida.

— Me ha gustado. — y era verdad. No la misa precisamente, sino lo maravilloso que era que la Iglesia tuviera almas así en su doctrina.

Y, después, nos íbamos a "Escargot", la tasca de al lado de casa, donde nos tomábamos una punta de vinejo y salchichitas picantes: una golosina que a la abuelita no le convenía, pero...

— Están tan ricas — decía. Y, mirándome a los ojos, encargaba una cocacola.

Tenía pasión por esta bebideja y se relamía de gusto en cuanto iba a probarla. Yo me reía. Cocacola o vino, no siempre puede uno llevar a su abuela a la tasca y hablar con ella como un camarada.

Ella, lista, experta, me preguntaba por la vida, examinaba mis rasgos y descubría cosas importantes en ellos.

— ¿Y la quieres mucho? — decía.

Y yo:

— No lo sé, abuelita. A veces sí y a veces no.

Se reía y ponía la cabeza en sus recuerdos...

— ¿Oyes? — suspiraba — Las mujeres somos muy raras. No nos basta que nos quieran...

Y me contaba una historia, una cualquiera. De joven era bonita y, a veces, bulliciosa. Y, así, en la taberna o esperando el autobús para ir a ver a su hermana, hablaba de su juventud que, con la vejez, estaba más cerca.

— Era — decía — un chico muy majo. Alto, no te creas. No tan alto como tú, pero alto.

Continuaba: aquel chico, un segoviano, la rondaba. Decía estar muy enamorado de ella y lo demostraba: visitas diarias, sonrojos, miradas lánguidas. La abuela, seria delante de él; y, después, detrás, se reía con sus hermanas y sus amigas.

Ella no le quería. Incluso, una vez, el mozo amenazó con matarse si no le correspondía. En agua de borrajas acabó ese amor incendiado. Después, vino el abuelo y la cosa estuvo hecha.

— Y no digas — acababa — que te lo he contado. A veces la gente no quiere entender a los viejos. Tú sí.

Y yo lo he contado. Es, quizá, el único recuerdo serio que me queda. El único junto con aquellas comidas tibias en casa, codo a codo con mi prima y con la abuela a la izquierda, echándome vino en el vaso y, en el plato, la comida que ella no deseaba. Picoteaba del aperitivo como un pajarito: mejillones en escabeche, patatitas fritas, anchoas y, luego, pues no tenía apetito.

— Con la edad... — decía la muy astuta.

Y todos fingíamos creer que era un problema de edad y no de lechucería.

Era buena esta vida hasta que, de pronto, llegó el telegrama: "Mamá ha muerto. Ven enseguida".

Y mi padre fue volando. Volando literalmente: en avión. A tiempo llegó para las cosas feas: entierros, funerales y responsos. A tiempo llegó para decir adiós y mojarse la cara con alguna lagrimita que los hombres, no sé por qué, deben ocultar. A tiempo llegó para verla muerta aunque yo desde aquí, no me lo creo aún.

Pienso que, al ir a casa, en Madrid, me saldrá a recibir todavía y me dirá con su acento tranquilo:

— ¿Oyes? ¡Que cómo has crecido aún!

Pero no es verdad.

No pude ir a su entierro yo. Tenía trabajo. El loco trabajo me obligaba, para vivir, a no ver a mi abuela en el peor momento. Lo siento y me alegro.

Claro, lo primero que he hecho ha sido dejar el trabajo: mejor es así. Mucho mejor, claro.

Y, pensando y pensando, me he dicho: ¿y si hablase de la abuelita? ¿Y si dijese a todo el mundo que se me ha muerto y me siento triste?

¿Y si...? ¿Y si llorase por lo bajo ahora que sé que es irremediable?

De todos modos he dejado el trabjo.

Todavía ma parece escuchar su voz diciendo:

— ¿Oyes, Arturo? Que a ver si me alcanzas los vasos. Como eres alto...

¿Cómo diablos quería mi jefe que trabajase así?


Publicado el 26 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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