Noche de Ánimas

Conseja nueva al viejo gusto

Arturo Robsy


Cuento


Este cuento debe ser leído a solas y de noche.


Es Noche de Ánimas. Hay humo en la taberna. Las conversaciones zumban de rincón a rincón, miden los oídos, exploran los recuerdos y ponen no sé qué vibración de oscuridad y cansancio en el aire.

El tabernero espabila una candil, se dirige al bocoy más negro con un pichel en la mano. Fuera, airecillo fresco de noviembre, humedad de relente y noche. Las más de las casas están cerradas a piedra y lodo. Ninguna luz brilla tras las contraventanas prietas. Nadie canta y, por una vez, los precavidos borrachos renuncian a sus correrías inseguras y vociferantes.

Juan (en Joan, si lo preferís) calienta el vino grueso entre sus manos y mira a la moza de la taberna: muchacha joven y rolliza que, se inclina sobre la pila para enjugar los vasos, le enseña bonitas redondeces por el escote abajo.

Bebe su vino y sonríe. La moza le devuelve el gesto y, muy segura de su cuerpo, dobla aún más el espinazo. Fuera, el airecillo fresco del noviembre que se estrena, y la humedad del relente y la noche toda, a oscuras, en silencio, amplía.

Apetece más mujer que vino. Mejor ansía plácidos suspiros y crujir de sábanas blancas y calientes; el olorcillo a cuerpo y a caricias que llena los dormitorios alegres... ¿Quién sabe si la moza...? Sueños son, en cualquier caso; aventuras del pensamiento que se terminan donde empieza el primer escalón que da a la calle.

—Noche de Ánimas hoy —dice alguien a su lado.

—No tengo yo muertos —regruñe.

¡Ay! Pero los muertos están en todas las cosas: son todas las cosas y viven su muerte en las esquinas y en las haceras y en los faroles apagados y en las puertas cerradas. Juan (en Joan, si lo preferís) lleva, en cambio, lujuria en el cuerpo y sobre el alma. El vino le entibia las ideas y le endulza el vientre, y sólo puede, señor, mirar a la moza de la taberna y sonreír. Suena la campana arriba, muy arriba, en el aire. Por encima de sus cabezas turbias: ¡clan! ¡clan! ¡clan!, dobla la campana, grita la campana.

—A muerto doble —dice Juan.

—A muerta. A muerta, mejor dicho —le corrige el mismo vecino de antes.

—Y nosotros aquí, tan calentitos —dice la muchacha que enjugaba los vasos.

—¿Quién es? —pregunta Juan.

—Una mala mujer —responde alguien—. Una gran pecadora que ha muerto en el vicio.

—Su amigo —explica otro— la mató en la alcoba y huyó a los bosques.

—A ella la encontraron solamente vestida con su sangre, con el cuerpo pegado a las sábanas y los ojos abiertos de miedo.

—¡Quién sabe lo que vio por ellos antes de morirse! —exclama la moza rolliza.

—Porquerías, de seguro.

—¿Quién sabe? —repite ella, misteriosa.

Juan termina el vino que entibió con las manos y se siente lleno de vigor y disgusto:

—Lástima —dice—. Esta noche estoy con frío y me hubiera apetecido pasarla con ella.

Uno se santigua. Otro hace cruces rojas sobre el vino derramado en la madera.

—No hables así de los muertos.

—Muertos están. ¿Quién los defiende? —Juan se ve ahora fuerte y se nota capaz de baladronear—. Repito: me gustaría pasar con ella la noche.

Mira las caras de todos y se divierte con sus expresiones. ¡Temer a los muertos! ¡Valiente simpleza!

—¿Y era guapa? —pregunta aún.

—Mucho. La que más.

—¡Ah, quién la tuviera!

Bebe todavía otro vaso y hace pereza para irse: poco le atraen el aire fresco de noviembre, el relente que cuaja sobre las piedras, y la oscuridad de la noche. Tampoco puede quedarse allí dentro, al amor del humo, de la charla y de los vecinos.

Suspira Juan al fin y se despide. Piensa aún en la mujer muerta:

—¡Lástima! —dice al cruzar la puerta—. ¡Lástima! ¡Quién la tuviera!

Va para su casa, las manos en los bolsillos y el paso menudo y rápido. La calle negra le entristece y le pone pensamientos de angustia en la cabeza caliente. Dobla la esquina de la calle alta y oye una voz que le chista:

—¡Chis!

—¿Quién va?

—¡Chis! ¡Juan!

Aprieta los ojos para afinar la vista y descubre a una mujer en un portal de cerca; una sombra de mujer que aún le llama:

—Juan. Juan.

Es Noche de Ánimas, pero poco importa eso a un joven con el vino reciente, que demasiadas veces engaña a la soledad pensando en mujeres. Por eso Juan acude sin miedo. Por eso se enfrenta a la sombra con los brazos en jarras:

—Aquí estoy. ¿Qué me quieres?

Ella le toca el hombro con una mano fina y muy blanca que centellea en la oscuridad.

—¿Vas solo?

—Solo, sí.

—Pues sígueme.

Sombra tras sombra, tuercen y retuercen las calles. Las doblan, las invierten, las suben, las acaban. La mujer va delante, apresurada. Juan, detrás, a cuatro pasos, acariciando en su cabeza juveniles torpezas. ¿Suerte o broma? Sabe, sin embargo, que hay mujeres que temen quedarse solas de noche; sabe que las hay amantes de gente joven y fuerte, y hasta otras que aprovechan ausencias de maridos y tontos.

Y sigue adelante trenzando calles: le obliga su sangre caliente y vinosa y cierto deseo de terminar toda aventura que comienza misteriosamente.

La mujer, al fin, para ante una puerta y se oye sonar la vuelta de una llave. Entran los dos a la oscuridad, donde un candil brilla en lo alto de la escalera angosta:

—Sube —dice la mujer—. Estoy contigo al momento.

Y Juan escala los peldaños y se encuentra en una alcoba que huele a esencias, a excitante bálago, a ropa blanca y a mujer sanota y joven. La cama, el banquillo, la mesilla y una alfombra... Echada la ventana; en penumbra el aire. Se enerva Juan con estos detalles y le parece que sus narices no le dejan pasar el aliento suficiente...

—¡Ah! ¿Quién me lo iba a decir? Una mujer me llama en la mitad de la noche, y aquí estoy ya, en su dormitorio.

Ella, al cabo, sube la escalera con tenues pasos. Él, desde arriba, le escucha un gemido ahogado y suspira pensando en la conquista que ha hecho.

Llega por fin. Viene desnuda, con el pelo brillante cayéndole sobre los hombros y una mano apoyada a su costado. Trae la cara pálida, como apretada de dolor, y los ojos fríos y lejanos.

—¿Estás enferma? —le pregunta Juan.

—No. Me hice una herida en el costado, pero no es nada.

—¿Y no tienes frío así?

Ella sonríe y compone un gesto meloso:

—¿No te estás asando tú?

Y es cierto: a Juan le estorba la ropa, le arde el corpachón, cuidado con vino poco antes. La mujer, mientras, se sienta en la cama muy modosa y le guiña un ojo:

—¿Vienes?

—Voy.

Da un paso y otro aún más rápido. Y va para el tercero, el definitivo, cuando se siente atrapado por la espalda.

—¿Eh? ¿Qué pasa?

Hace fuerza, tira... y nada: no avanza. Manotea hacia atrás y nada encuentra.

—¿Qué es esto, mujer?

Y, en eso, le empiezan a azotar las nalgas. Usa —quien sea— un palo nudoso que maltrata malamente carnes y piel. Por fin Juan retrocede y busca en la alcoba: nadie está. No hay nadie, pero le sigue doliendo el sitio de los palos, y mira rencorosamente a los cuatro rincones y a la mujer que le sonríe desde la cama.

—¿Qué ha pasado? —pregunta.

Y ella le guiña los ojos y sólo le responde invitándole de nuevo:

—¿No vienes?

—Bien quisiera, pero temo...

Y, con los ojos duros, se asegura de que está solo con la mujer en la alcoba.

—Te espero.

Y Juan da un paso y otro aún, rápido. Y a la mitad del tercero, un bastonazo le hace parar en seco.

—¿Otra vez? —grita rabioso.

Pero, como siguen menudeándole los golpes en las nalgas, retrocede furioso y dolorido.

—¿Qué pasa, mujer? ¿Quién me pega?

La mujer suave, le sonríe y extiende un brazo como para tocarle: aún le invita a la compañía de la cama blanca y limpia.

—Ven.

—A la tercera va la vencida —murmura Juan para sí.

Y a la tercera le reciben con bastonazos aún más animados que llenan la habitación con el ruido de sus carnes sacudidas: ¡plas! ¡plas! ¡plas! Y lo mismo sucede a la cuarta vez y a la quinta y también a la sexta.

La mujer, bella y larga, lo mira todo desde el lecho y no deja de invitarle, tentadora como nunca. Y Juan insiste e insiste, y repite y cobra y retrocede, y sabe que, tras esta noche, ha de tardar muchos días en sentarse normalmente.

Por fin se filtra por la ventana echada el resplandor nacarado del alba. El olor de la alcoba cambia: ya no es esencia, ni bálago, ni aroma de mujer sana y joven, sino tufo de humedad, aliento de frío y hasta sueño. Ella lo repara y se pone en pie:

—Ya pasaste conmigo la noche. Adiós —le dice.

Y Juan no cabe en sí del asombro y le pregunta:

—¿Quién eres? ¿Por qué me invitaste a seguirte? ¿Quién me ha pegado toda la noche?

—La mujer se quita la mano del costado y a la vista queda una fea herida, con los labios abiertos y lívidos, sin sangre ya...

—Por mí doblaron las campanas esta noche, ¿recuerdas?

Juan palidece, pero aguanta su miedo a pie firme.

—Esa herida te mató —dice—. Tú eres la que encontraron pegada con sangre a las sábanas.

—Yo soy. Adiós.

—¡Eh! ¡Espera, fantasma! —grita Juan vistiéndose a golpes.

—¿Qué?

—¿Por qué me trajiste aquí?

—Tú lo deseabas.

Juan menea la cabeza:

—Una cosa es decirlo y otra... Y, dime: ¿por qué alguien me pegaba cada vez que me acercaba a ti?

—Era el demonio, celoso porque me considera ya suya.

—¿Por qué suya?

La mujer sonríe tristemente por última vez. Alguien ríe en las cuatro esquinas de la alcoba y las carcajadas erizan el vello de Juan, que casi tiembla. La mujer responde mientras se desvanece en el aire:

—Porque nadie me pegó en las nalgas cada vez que me acerqué a un hombre.

—Yo... —murmura Juan.

—Con los muertos no se juega —dice el fantasma—. Los muertos tienen sus reglas.

Y Juan se viste muy deprisa y baja. La calle está fría. El aire fresco de noviembre se le mete por el pecho y le angustia. El relente le busca los huesos. Es un bravucón arrepentido el que regresa a su casa. Perros callejeros visitan las esquinas. Una campana dobla por encima de los tejados. Huele a madrugada.


Publicado en el Diario Menorca el 6 de noviembre de 1973.


Publicado el 26 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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