Misterio
El veintiuno de abril, impar y pasa, as de primaveras, un chaval de diecisiete años entró, jinete en su velomotor, en el cuartel de la Guardia Civil, que estaba situado en las afueras de la ciudad a causa, seguramente, de la democracia, de cuando la UCD se ponía nerviosa en cuanto vislumbraba uniformes y más aún tricornios. El chico se llamaba Ramón y llegaba tartamudo y algo histérico, y hubo que tranquilizarle mientras se avisaba al Primero. Cualquier que le mirara las manos podía deducir que algo había sucedido.
Ramón resultó ser de los que necesitan hacer prólogos para contar los hechos, los autos que le dice, y se puso a hablar de sí mismo o para curarse en salud o para cerciorarse de que las cosas le habían sucedido a él. Vivía en el campo, con sus padres, y acudía todas las mañanas a la ciudad, a sus clases del instituto. Lo hacía más temprano porque tenía también la costumbre de tomarse un café y de poner un par de disco en la gramola, jukebox americana, mientras invitaba a fumar a la camarera, que le gustaba un montón y de la que se rumoreaba en círculos estudiantiles que era de fácil apareamiento.
De su casa a la ciudad se llegaba por una carretera ínfima, vericueto agrícola que los autonómicos habían asfaltado tan pronto como personas de peso habían empezado a construirse por allí chaletillos en los que vivir apartados del mundanal ruido, todo el año a salvo del follón y de los humazos de la ciudad, y hasta del infarto. Era un futuro barrio residencial que, por el momento, los importantes compartían con campesinos, vacas, tractores y cierto tufillo a estiércol cuando soplaba el húmedo sur.
El cabo primero le iba diciendo que sí con la cabeza: llevaba suficientes años en el cuerpo para saber que cada uno habla a su aire y que es inútil hacer preguntas en tanto no se sabe qué coño ha sucedido. Si el muchacho quería explicar lo que le pasaba no quedaba más remedio que esperar a que llegara al meollo.
Ramón aquella mañana se había encontrado con un coche nuevo, un Renault negro y lustroso, medio metido en la cuneta, con dos ruedas pinchadas y con el parabrisas estrellado. Le parecía que era de un político, de Pablo Casavieja, que vivía por allí. Se paró junto al coche por si se trataba de un accidente (aunque la verdad era que pensaba echar un vistazo a las cintas magnetofónicas que pudieran estar abandonadas), y descubrió que el parabrisas tenía un agujero redondo, igual que esas calcomanías que se venden a los que quieren fingir que han recibido un balazo. Pero lo peor era el asiento del conductor: todo él estaba pringado de sangre seca, negruzca, y de la puerta avanzaba un rastro de goterones que llegaba hasta unos metros más allá, donde volvía a verse otra costra seca en la tierra.
—Vamos para allá —dijo el Primero sin más.
El coche era, efectivamente, un Renault Fuego y tenía dos ruedas pinchadas además de un tiro en el parabrisas, a la altura del conductor; un tiro que había hecho, también, un agujero en la tapicería. Sangre por todas partes, quizá más de un litro. Cualquiera en su sano juicio no daría un duro por el pellejo de quien hubiera dejado escapar tantísimo licor vital.
Fueron luego a la casa de Pablo Casavieja, vicepresidente autonómico, consejero de Cultura, presidente del Patronato de la Ídem, hombre que, quizá, fuera para senador en las próximas elecciones a causa de la formidable campaña hecha durante el referéndum de la OTAN para asustar a la derecha; se comentaba con administración que él solo había convencido a tres ugetistas para votar que Sí, mérito sin cuento que ya quisieran otros.
Nadie respondió al timbre y hubo que forzar la puerta y desconectar la alarma que se puso a sonar pidiendo auxilio. La cama estaba deshecha. La mesa tenía puesto un solo plato con restos grasientos y había al lado del televisor un periódico de dos fechas atrás. El tal Casavieja estaba ausente, fuera o no el propietario de la sangre derramada a cubos.
—¿No estaba casado? —preguntó el guardia civil usando, inconscientemente, el pretérito imperfecto.
—Su mujer es maestra y bastante guapa —respondió el chaval, que estaba en la edad de admirar mujeres mayores y de hacer comentarios en las aulas.
Los guardias estaban llamando ya por radio al cuartel para informar a su capitán. Pablo Casavieja era todo un socialista importante, un VIP del tingladillo, vicepresidente de la taifa, y habría que manejar la información con muchísimo cuidado. Por otro lado, nunca había habido un caso de terrorismo en la comarca: la ETA prefería otros lugares de más renombre y lujo político y, además, no solía apretarles las tuercas a los socialistas, como sabía el más bisoño guardia civil.
—¿Estaba ya la sangre seca cuando tú has llegado al coche? ¿Oíste algo durante la noche? ¿Un tiro, voces...?
—No, señor. Dormía.
El señor, que, además, era un Primero, estaba pensando en todo aquello y, en su modesta opinión, calculaba que habría un bonito entierro con ministros, discursos y banderas nacionales. Los políticos solías dar la vida por la democracia y la libertad y tenían derecho a funerales públicos bien hermosos. Al Primero no le gustaba que despacharan a la gente de su territorio, pero, como la carne corporativa es débil, siempre es mejor que muera un político que un compañero: a fin de cuentas, ellos eran los que reinsertaban a toda pastilla y los que solías decir de los asesinados que para eso les pagaban.
Diligencias previas
La directora del colegio público, cuarentona, de derechas por matrimonio y que, por eso mismo, miraba con desconfianza a la mujer de un consejero autonómico socialista, entró en el aula de Aurora con aire de estar trastornada. La Guardia Civil, por boca de un teniente jovencito, acababa de hacerle unas cuantas preguntas sobre Pablo Casavieja y, aunque no le dieron mayores explicaciones, la directora creyó entrever que el tal Pablo había desaparecido. Desgraciadamente —se dijo— no sería para siempre...
—Haz el favor de salir, Aurora: dos guardias civiles preguntan por ti. Es sobre tu marido.
Aurora enrojeció, asustada de repente. No tenía, por supuesto, nada grave que ocultar, pero, desconocedora de los mecanismos legales de su propia nación, pensó por un momento que Pablo la había denunciado por abandono del hogar o cualquier otra cosa. Pablo era vengativo y muy capaz de meter a la policía en sus asuntos íntimos.
Un teniente y un guardia la esperaban en el despacho de dirección y, discretos, la recibieron con mucha amabilidad. No daban la sensación de ir a detenerla, se dijo, pero ya se sabe que la policía no suele dar a entender sus verdaderas intenciones, igualito que los políticos. Le dijeron que buscaban a su marido, al que tenían que localizar por asuntos del servicio.
Aurora no sabía dónde podía haberse metido Pablo. En otras ocasiones había sabido desaparecer durante una semana, en viaje político o con alguna secretaria, que es como Aurora llamaba a las pelanduscas que vivían de los políticos más que de la política. Por otro lado, también comprendió que los guardias civiles no sabían nada, todavía, de sus problemas matrimoniales, y decidió no contárselos ella. Buscaban a su marido y no un serial sobre hogares deshechos.
—¿A qué hora ha salido su marido de casa esta mañana? — le preguntó el teniente.
—No lo sé. No le he visto —respondió sin mentir del todo y sin decir la verdad del todo.
—Perdone, señora: ¿ha pasado su marido la noche allá?
—Estaba en casa cuando me acosté, y mi marido no suele tener la costumbre de salir de madrugada —dijo, también veraz, porque Pablo solo tenía la costumbre de regresar de madrugada.
El teniente, que no era tonto, notaba que allí había algo más de lo que se decía, pero él estaba buscando a un hombre desaparecido, y las reticencias de su mujer podían deberse a cualquier discusión. Los matrimonios son extrañas asociaciones. Hay mujeres que reciben una paliza diaria y luego defienden a su marido con cara de felicidad. Lo que parecía claro era que la maestra aquella ignoraba que a su marido le hubiera pasado algo poco habitual.
—Supongo —dijo Aurora— que ya habrá ido a su despacho. ¿No ha dejado dicho adónde iba?
El teniente decidió aclarar algo la situación y con ciertas reservas explicó que se había encontrado el coche de Pablo en la carretera. Quizá se lo hubieran robado: por eso trataban de localizar al político, hasta ahora sin suerte.
—¿Y si fuera un accidente? —preguntó Aurora preocupada de verdad.
—No lo sabemos todavía. El coche está abandonado relativamente cerca de su casa. ¿No lo ha visto usted esta mañana?
—No, desde luego. Seguramente he bajado por el otro camino.
El teniente había comprobado que, en efecto, se podía ir a la ciudad por dos caminos distintos, solo que el segundo era más largo y estaba sin asfaltar. De nuevo se dijo que había gato encerrado en las respuestas de la mujer, pero no olvidaba que era la esposa de un socialista con cargo público y que, por lo tanto, no le convenía hacerle según qué preguntas personales.
—Es muy posible que se trate de una falsa alarma —dijo—. Le ruego que no se preocupe. Tan pronto como sepamos algo se lo comunicaremos.
—Seguramente me quedaré en el comedor escolar este mediodía —dijo Aurora, que estaba desorientada—. ¿Creen ustedes que puede haberle pasado algo malo a mi marido? La verdad es que no entiendo nada de lo que está sucediendo.
El teniente la tranquilizó lo mejor que pudo y se despidió de ella con mucha cortesía.
—Esta mujer nos está engañando —le comentó después al guardia—. No creo que sepa nada de su marido, pero tampoco está muy preocupada por él. Quizá es un tipo de esos que hacen escapadas y ella tiene vergüenza de comentar cosas así con nosotros. Ya veremos.
Casi inmediatamente Aurora consiguió localizar a Andrés Nilson por teléfono. Estaba en el Ayuntamiento, vagueando como corresponde a un concejal que ha sido relevado de sus competencias por traición a la OTAN. Según confesión que firmaría sin pestañear, no había visto a su marido desde ayer por la tarde. Además, ya sabía Aurora que no tenía el menor deseo de tratar con él desde que se habían enfrentado por el asunto otánico y porque Pablo había sido de los que con más insistencia había pedido que perdiera su cargo de concejal, solo que Andrés, aún sin competencias, decía que de concejal se quedaba hasta las próximas elecciones y que probaran a echarlo si eran hombres.
—Ha venido la Guardia Civil preguntando por él, Andrés.
—Habrá robado alguna gallina: no hagas mucho caso.
—Por lo visto, ha desaparecido.
Andrés sabía bien lo que sucedía entre Aurora y su marido, pero se guardó de hacer ningún comentario sobre ello. Dijo algunas vaguedades acerca de no preocuparse y quedó en averiguar lo que estaba sucediendo. Verdad o mentira, lo cierto es que se reía como una hiena al colgar el teléfono.
Primeras dificultades
Acababan de aparecer las primeras dificultades administrativas. La policía gubernativa, paisas ellos, se había enterado ya de que algo sucedía. Cuando la Guardia Civil empieza a interesarse por un político y le telefonea al despacho y se entrevista con su mujer, se disparan una serie de alarmas, y no solo a causa del Síndrome de Tejero. Por eso el comisario había llamado ya al capitán de la Guardia Civil y exigía solapadamente enterarse de lo que hubiera.
El capitán, por su parte, sabía y solo quería saber que el coche había sido encontrado fuera de la ciudad, en un descampado como quien dice y, por lo tanto, bajo su jurisdicción. No le hacía ni pizca de gracia el caso, que siempre es malo para un guardia mezclarse con políticos, tan trapaceros ellos, pero no estaba muy dispuesto a permitir que la policía se le colara en la investigación, cosa que podía suceder de un momento a otro, en cuanto el comisario se chivara al gobernador civil y convirtiera su desaparición en un acontecimiento de Estado.
El teniente acababa de explicarle la entrevista con la mujer y ciertas dudas: quizá el pájaro aquel tuviera un nido de amor o cualquier otra cosa moderna, incluido el gusto por vestirse de señora en la intimidad. Eso sí: en el interior del coche habían aparecido un par de carpetas llenas de documentos y fotocopias que ponían los pelos de punta a un curtido guardia civil. El teniente los había leído por si encontraba alguna pista y ahora se los pasaba al capitán con una sonrisa sarcástica en los labios. En la casa, sobre la mesilla de noche, también se habían encontrado otros papelotes que, francamente, preferiría no haber visto nunca porque le habían hecho perder la inocencia y, además, ojos que no ven, corazón que no siente.
—Y dentro de un momento tendremos al comisario con su gente metiendo las narices en todas partes. Pronto estarán todos enterados, de manera que vaya a preguntar a los que puedan conocer al desparecido, por si alguien se decide a hablar sin segundas.
—Parece que se lo hayan cargado, ésa es verdad —dijo el teniente, dejándose llevar por sus ilusiones—. No me extrañaría nada, después de haber leído esos papeles.
El capitán, previendo los movimientos del comisario, se marchó hacia la casa del político desaparecido, donde unos cuantos guardias andaban tomando nota de todo. El coche, desde luego, parecía un matadero. Habían encontrado los proyectiles: treinta y ocho "percutes", y la sangre, humana sin duda, era del grupo 0, como la del consejero según constaba en su historial clínico. Las ruedas habían recibido también disparos desde delante. En cuanto a la casa, dijera lo que dijera la mujer, llevaba dos días deshabitada por lo menos, y, por supuesto, ella no había dormido la noche anterior en la cama deshecha.
Para entonces el comisario se presentó con dos de sus inspectores.
Opinaban que aquella era una cosa seria, como si al capitán no se le hubiera ya ocurrido semejante idea. Había que tomar medidas, huellas y lo que fuera necesario para solucionar el "evento" rápidamente y por lo bajini. Si en algo coincidían los hombres de los dos cuerpos de seguridad era en lo malo que podía resultar mezclarse con los políticos.
—Aquí, entre nosotros: a pesar de la sangre y de los tiros, este Pablo Casavieja puede estar perfectamente por ahí, escondido en algún chalé y en muy buena compañía.
—¿Es fino el hombre?
—¡Joé! —dijo un inspector agitando la mano—. Además, tiene muy mala leche y es seguro que no le gustará ni un pelo que hayan andado ustedes por su casa.
—¿Y qué más dará? —preguntó el comisario—. Supongo que usted no está enterado, pero el día de San José, a la salida de la entrega de los premios literarios, hubo gresca y fue por la mujer precisamente. No hay nada en firme ni se ha presentado denuncia, pero la verdad es que Pablo Casavieja intentó atropellarla con su coche y todo el mundo acabó en el fondo del mar. Había otro hombre de por medio.
—¿Es posible, entonces, que el otro hombre haya hecho alguna burrada?
—¿Manuel Acán? No le veo yo hombre pasional y, además, no parece que ese tipo y la mujer de Pablo Casavieja se entiendan. Lo que sucede es que el consejero debe de ser celoso como un moro: les suele pasar a todos los salidos. ¿Por qué no echamos un vistazo?
—Mis hombres ya han mirado todo lo mirable. No tengo, claro, ningún inconveniente en que pasen, pero esto es una zona rural y está en nuestra jurisdicción.
—Ya salió la cosa, ¿verdad? —dijo el comisario—. Los dos llevamos tiempo pensando en lo mismo, ¿eh? De todas formas, creo que no estaría de que cooperáramos: si usted hubiera visto al gobernador esta mañana sabría que es lo mejor que podemos hacer. Nadie tiene un espíritu de cuerpo tan fuerte como los políticos del mismo partido.
El capitán se daba cuenta de ello y tampoco sentía ningún interés por añadirse problemas. Como se dice, solo había procurado constatar un hecho. Por lo demás, quería encontrar al consejero o a lo que quedara de él. Varios de sus hombres recorrían los alrededores en busca de pistas o de cadáveres. Bien mirado, cuantos más se movieran en el asunto, antes podría terminarse.
Acán, el silencioso
Manuel Acán tuvo la primera noticia de la desaparición del consejero Pablo Casavieja cuando un teniente bastante joven llegó a su agencia de publicidad. No le dio muchos detalles: Pablo había desaparecido, no estaba claro a qué hora, y era preciso dar con él. Quizá se tratara de un rapto. Quizá no tuviera la menor importancia.
—¿Cuándo le vio usted por última vez?
Manolo estaba seguro de que el guardia sabía de sobra que la última vez que se vieron Pablo y él se habían zurrado la badana. Fue por la noche de San José, a la salida de la cena literaria o como se llamase. Había motivos sobrados para sacudir a Pablo, de manera que no trató de explicar nada de lo sucedido ni de disculparse.
—Le vi a la salida de la entrega de los Premios San José, por la noche, en el muelle. Desde entonces no sé por dónde habrá estado haciendo daño.
—¿No han tenido más contactos? ¿Por teléfono, quizá?
No los habían tenido porque no había motivos para ello. El teniente, con cierto tacto inútil, planteó la cuestión de la mujer de Pablo. ¿Era cierto que el matrimonio riñó precisamente aquella noche? ¿Qué había hecho la mujer?
—Me parece que usted lo sabe tan bien como yo: llevé a Aurora a mi casa. No quería regresar a la suya propia ni ir a la de sus padres porque no quería añadir regañinas al disgusto. Ayer por la mañana fue a la escuela como cualquier otro día y esta última noche la ha pasado en casa de una amiga suya.
No quedaba mucho más que decir. Manuel Acán, además de ser poco comunicativo y vegetariano, no pensaba dar información sobre los asuntos íntimos de Aurora, y no sabía más de Pablo. El consejero tenía, claro está, enemigos. También estaba enterado de que varios meses antes había sido atacado en el interior de su garaje. Tal vez le habían intentado robar. Tal vez alguien se había tomado la justicia por su mano. Cualquiera sabía.
Mientras, en el lugar de autos, uno de los números de la Guardia Civil había encontrado un cuajarón de sangre en la entrada de una casa cercana, propiedad de un promotor extranjero, alemanote él, y otro había dado con un zapato tipo mocasín escondido entre un macizo de enormes margaritas. El promotor era un hombre cincuentón, gordo, que pasaba por ser divertido y comilón. Vivía en el campo y estaba casado, aunque era difícil distinguir a la mujer legal de la secretaria, ambas rubias y extranjeras. Llevaba años en la costa y estaba metido en negocios de urbanizaciones y de viajes.
El comisario sabía de él más que el capitán, pero algunas cosas prefería callárselas por falta de pruebas, precisamente las que hacían referencia a las relaciones políticas del extranjero, alemán de nacionalidad y apariencia, tripudo, colorado y cervecero, pero posiblemente judío y, además, hombre de paja de una serie de intereses que no le pertenecían.
Uno acaba viendo a muchísima gente cuando tiene el hábito policíaco de mirar. El alemán, por ejemplo, era todo un tipo en los negocios y estaba muy bien relacionado. Conocía al gobernador y al sumo autónomo y, por supuesto, a Pablo: solían compartir manteles y otras cosas a menudo, pero no se lo imaginaba raptando al presidente del Patronato de Cultura, compañero Casavieja, ni mucho menos pegándole un tiro y escondiendo sus zapatos en un macizo de margaritas.
Podía tratarse de una coincidencia y, también, de una maquinación. El alemán no era de los que se matan, maldito cobarde orondo, ni tampoco de los que atracan y se llevan luego el cadáver a enterrar a su jardín.
El capitán, al contrario, procuraba no hacer juicios anticipados y prefería ver el cuajarón de sangre y el zapato escondido antes de formarse una opinión. Todo era muy raro y, encima, siempre podía aparecer el tal Pablo Casavieja hecho un basilisco, preguntando por qué se le habían metido en casa mientras él se había ido a echar una canita al aire.
Eran todavía las diez de la mañana del primer día de primavera. El campo brillaba al sol y las gotas de rocío no se habían disipado. Ser hacía difícil pensar en muertos, en charcos de sangre y en cosas por el estilo. El Capitán se sentía, mal que le pesara, repleto de sentimientos bucólicos y hasta dispuesto a amar a un semejante de la envergadura del comisario, que ya se le había colado de rondón en la investigación.
—La verdad es que todo esto es muy extraño —confesó—. No es algo que pueda pasar por aquí.
—Por aquí suceden muchas cosas que no son normales —le atajó el comisario—. A mí., ¿qué quiere que le diga?, ya me dan igual —. Comprobó que sus inspectores estuvieran fuera del alcance de su voz y se puso confidencial—. Usted es joven y tal vez crea que lo normal es que sucedan cosas. Yo he vivido aquí años sin apenas un delito que echarme a la cara. Cosas menudas, sí: comunistas, socialistas, propaganda clandestina, putas y maricones, alguna homilía de un cura iluminado, alguna bronca callejera y, de vez en cuando, una ratería. Eran otros tiempos.
El capitán vio el tricornio de uno de sus guardias brillando junto a la entrada de un jardín. Un hombre gordo se movía alrededor del número: le daba vueltas como un satélite y, por las trazas, no decía nada digno de mención. Debía sentirse nervioso tanto si sabía algo del asunto como si no, aunque estaba seguro de que nadie le habría explicado nada de lo sucedido.
—¿Qué es lo que sucede, comisario? —preguntó haciendo una erre muy parecida a la de los gabachos—. Los guardias me han enseñado esas manchas de sangre delante mismo de la puerta de entrada. ¿Ha sucedido alguna desgracia? ¿Quieren pasar a la casa?
Bien poco tardaron en saber que el extranjero no había escuchado nada en toda la noche. ¿Qué tenía que haber oído? ¿Tiros? Pues no, nada. Mein Got, nada de nada, ni tampoco su mujer. Y en cuanto a la sangre, solo había una cosa segura: no estaba allí el día anterior.
Más allá, en el camino —le dijeron— se había encontrado un coche abandonado con manchas de sangre y no se había localizado al que la perdió.
—Nadie llamó a mi puerto. No oí nada. Quizá el que tuvo el accidente se fue en otra dirección, ¿verdad? ¿O es que se trataba de un coche robado?
Siempre es igual —se dijo el capitán—. Tenemos trabajo para rato.
Mientras, en la ciudad, el sumo autónomo había sido informado apenas llegó a su despacho. andaba con demasiados problemas desde la noche de la entrega de los premios literarios, a causa de la burla a la que habían sometido al Patronato de Cultura en pleno y, mayormente, a causa de que estaba completamente rodeado de locos. Un feísimo asunto, desde luego. Un asunto imposible de tapar que, seguramente, haría rodar algunas cabezas. Él, en su humildad, apostaba por la de Pablo Casavieja, que se había dejado engañar como un chino.
El sumo autónomo era hombre pragmático, aunque cierto sector de opinión prefería otros calificativos menos cultos, como aprovechado o chorizo. Profesaba la doctrina política de que o la mano es más rápida que la vista o hay que sacar los ojos a los que miran. En ambas opciones era experto.
Antes de que los jóvenes españoles se alargaran como espárragos a causa de la dietética franquista, había sido un hombre alto, aficionado a todo lo que diera placer y comodidad a su encarnadura, de donde le vino la vocación política cuando comprendió que el dinero público mana con más facilidad que el privado y encima sin la tonta, bíblica y anticuada contraprestación del trabajo o currele, que decían sus compañeros de la UGT.
Del mismo modo que Andrés Nilson se hizo socialista porque un policía armado le dio un porrazo en el hombro, el sumo autónomo nació para la justicia social y los intereses del proletariado gimiente cuando se enamoró de una mujer algo ligera, no poco pública y tan sobada como una piel bien curtida. La mujer, que estrenaba ya patas de gallo y calculaba que, a la larga, no es bueno para el cabello teñir indefinidamente las canas, lo supo embolicar, engatusar o cualquier otra cosa femenina. El sumo autónomo despertó del sueño amoroso, o del encoñamiento, cuando ya un cura había bendecido todo lo bendecible —que, dadas las circunstancias, era mucho— y sus viejos amigos, de derechas todos, le echaban sonrisitas y se cuidaban muy mucho de invitar a su mujer reciente a las cosas en que participaban sus propias esposas, todas decentes o, al menos, con un pasado menos notorio.
¿Acaso no es una guerra de clases la que está declarada entre golfas y señoras de su casa? ¿Acaso no tratan las derechas de defender unos privilegios exclusivamente basados en una moralina burguesa? Pues del vacío social se fecundó el socialismo del sumo autónomo Tarsicio, y más cuando descubrió que los progres admiraban en general los amontonamientos, las heterodoxias cameras, la promiscuidad, los pantalones vaqueros, el lenguaje florido, entre freudiano y grosero, y la ausencia de complejos, que siempre es un complejo aún más gordo.
El gran autónomo Tarsicio entró por derecho propio en la camarilla de los resentidos, frustrados y ambiciosos; otros, jovencillos comunistas trasteados por el clero; otros, tipejos intelectuales disfrazados de intelectuales de comedia que se paseaban por las calles con manoseados libros debajo del brazo, sin ninguna idea en la cabeza y alguna que otra barba sombreándoles el gañote. Había, claro está, demócratas, por no decir que lo eran todos. Tertuliaban en lugares resguardado y encargaban, de vez en cuando, unas cuantas pintadas a los jóvenes, que eran los que menos reparos ponían a pasar una noche en comisaría.
El gran autónomo y los demás de la panda fueron los primeros sorprendidos cuando se les empezó a dar la consideración de plataforma política y casi de héroes del pueblo, víctimas del franquismo, luchadores por la libertad y toda la pesca. Durante la preagonía del Caudillo la prensa empezó a pedirles artículos de opinión y a hacerles entrevistas sobre Europa, que no conocían, sobre la democracia y sobre lo cojonudos que eran los partidos políticos. La policía no les decía ni pío y la sensación de impunidad les convenció de que sí. .de que a lo mejor ellos habían sido todo lo que decían ser.
Sobre el diez de noviembre del setenta y cinco se presentó un señor la mar de bien vestido, representante del PSOE, que, por supuesto, estaba en la platajunta aunque no lo pareciera. La platajunta, como todas sabían, era algo la mar de democrático y así, sobre la marcha, les propuso formar el PSOE ERRE. Había dinero y había cobertura legal. El mundo, después de pasarse cuarenta años invernando, iba a cambiar y había que coger de una vez el tren del progreso.
La colla histórica se puso a hablar de Llopis y a exhibir ciertas listas que habían confeccionado llenos de celo marxista y, con tanto pedir pureza y venganza, se quedaron fuera del apaño, a las puertas del PSOE Reconstituido, de manera que todos los cuartos fueron a parar al actual sumo autónomo Tarsicio y a otros a los que les importaba un pimiento la venganza de personas que habían terminado ya su ciclo vital.
Primero ochocientas mil pesetas; luego casi tres millones, pasquines, afiches, algún viaje que otro a la dulce Francia y el abandono de las catacumbas para salir a la luz revestidos de defensores del pueblo, de demócratas y de resistentes. La verdad es que ni el sumo autónomo ni los demás empezaron a creerse estas cosas hasta que se encontraron metidos en las primeras elecciones, arengando a la plebe y comprobando que la tal plebe estaba por la labor y se tragaba todas sus palabras como si fueran pan bendito.
¡Vaya bicoca de democracia! Lo único que había que hacer era disfrutarla con salud, evitar que se desestabilizara, consolidarse bien consolidados y decir las cosas que decían los políticos en el resto de Europa mientras hacían lo que les daba la real gana.
Temieron durante algún tiempo al ejército. El sumo autónomo temió muy especialmente a un teniente coronel vecino suyo, hoy coronel en la reserva y amigo del loco Andrés, que cada vez que se le cruzaba le echaba una mirada del calibre 38 y mascullaba luego cosas ininteligibles, unas veces sonriendo y otras sacando los labios hacia afuera. Pero una vez que el ejército cayó y Tejero estuvo a buen recaudo, ¿quién podía sospechar que hubiera otros peligros? De confirmarse la noticia, el chalado de Pablo Casavieja sería una especie de protomártir, el Matías Montero de la democracia socialista, y el sumo autónomo no vacilaría en patrocinar un monumento a Pablo ni en achuchar al alcalde para que quitara el nombre a la Plaza del Príncipe —antes del General Mola— y se lo diera al consejero Casavieja, héroe por lo menos.
Nadie cree nada
El gobernador, tras enviar al comisario en misión de reconocimiento por así decir, se había reunido con el gran autónomo y con el alcalde en el despacho del jerarca de la taifa y habían discutido sobre la posibilidad de convocar a los dos senadores y a los tres diputados, la conexión madrileña, que les llamaban.
Eran parlamentarios de botón, anónimos amén de anodinos representantes del populacho, votantes en segunda instancia de los caprichos del partido. Botoneros bien pagados, en palabras del sumo autónomo que, por supuesto, estaba mejor pagado que ellos y, quieras que no, marcaba las diferencias con un poco de condescendencia y otro poco de desprecio olímpico.
El gobernador, cuyo cargo era de favor y no de urna, se encontraba menos seguro en su asiento, o poltrona, y era partidario de quedar bien con todos, máxime cuando una palabrita amable dentro de una sonrisa dentífrica no costaba un "puto carajo". Cierto que de los cinco parlamentarios solo uno, un senador, había llegado a hablar en la cámara, y lo hizo aprovechando la arrancada de unas copas, pero mejor tratarles a todos con deferencia de Padres de la Patria para arriba, que la vida da muchas vueltas y la política, si no es ruleta, es trompo.
Mal había empezado la última primavera del Gobierno. Fea historia. Y peor que podía llegar a ser, porque de Pablo Casavieja, vivo o muerto, podían esperarse cosas muy serias. Por eso precisamente se habían reunido y por eso también acababan de descubrir que no se les ocurría nada.
El gobernador creía que se habían cargado a Pablo: la sangre era suficiente testimonio para él. El alcalde era partidario del rapto, ya fuera por motivos políticos, ya por sacar dinero: Pablo, como nadie ignoraba, se había hecho un buen rinconcito. El sumo autónomo quisiera que fueran verdad cualquiera de las dos hipótesis, pero temía que Pablo hubiese pegado una espantada y que lo encontraran dentro de unos días con una cogorza sensacional.
Pero, aparte de tan optimistas opiniones, no se les ocurría nada mejor. Se supone que gente tan importante como ellos tienen que tomar medidas, pero ¿cuáles?
—Que esto se lleve en secreto —advirtió el sumo autónomo.
—¿Durante cuánto tiempo? Pablo Casavieja es un hombre público. Es vicepresidente del Gobierno autónomo y consejero de Cultura, presidente del Patronato de Cultura y quién sabe cuántas otras cosas más.
—Ya lo sé —gruñó el alcalde—, pero esas otras no son cosas que puedan decirse en voz alta. Tan joven y tan puerco. Descanse en paz.
—¿Entiendes por qué conviene llevarlo con discreción, compañero gobernador? ¿O prefieres que te haga un memorándum? ¿Recuerdas los hoteles que pasaron al grupo Ares? ¿Recuerdas quiénes compraron acciones de la Transmediterránea antes de su nacionalización? ¿Sabes algo de la venta de dos locales sindicales "devueltos" a la UGT?
El gobernador recordaba, sin mentores, algunas cosas más y no le gustaban un pelo.
—La policía husmeará entre sus papeles —dijo, recordando el lenguaje de las películas de detectives.
—Y si le han raptado nos tocará pagar el rescate a nosotros, ¿no es así? —suspiró el alcalde, siempre optimista.
—Pero, ¿quién iba a raptarle? ¿Quién iba a matarle?
—Tal vez se haya suicidado —la voz sonó esperanzada.
El comisario fue anunciado en aquel momento. Venía solo, tranquilo y un poco sonriente, lo cual era preocupante. Ninguno de los tres se fiaba del comisario, que se había pasado años y años en la socal, cazándoles, o se supone que cazándoles, porque ni el sumo autónomo ni el gobernador ni el alcalde fueron subversivos hasta bien entrados los años setenta.
No obstante, los tres consideraban al comisario como su enemigo personal y, desde luego, no le tenían ninguna confianza. El comisario, en pago, estaba a la recíproca, si bien se sabía —y se reconocía— la parte más débil de aquella sociedad, y tampoco estaba dispuesto a actitudes más heroicas. Cuando se retirara, que ya no le faltaba tanto, posiblemente se pondría una banderita española en la solapa; mientras llegaba ese glorioso día, había tapado el águila de las comisarías con un trozo de plástico opaco pegado con esparadrapo.
—¿Hay alguna noticia, comisario?
—Ninguna: Pablo Casavieja ha desaparecido. Se está batiendo la zona, pero creo que eso no dará resultado —se sonrió recordando a Hércules Poirot, su detective favorito: algo le decía que en el asunto aquel había que usar la psicología y toda la fuerza de las pequeñas células grises.
—¿Por qué no va a dar resultado?
—Están apareciendo detalles curiosos: un cuajarón de sangre en la entrada de una casa, doscientos metros más allá del coche abandonado. Y un zapato oculto en el mismo jardín, que es del señor Feldmann.
El trío se intranquilizó al oír el nombre del alemán y el comisario tomó buena nota de ello. El comisario, por deformación profesional, tomaba buena nota de casi todo, aunque sabía que los presentes habían cenado en aquella casa y hasta nadado en cueros en la piscina, a la luz de la luna: eran, en el fondo, unos románticos.
—¿Feldmann está relacionado con todo esto? —preguntó el sumo autónomo.
—No se sabe. Él no parece saber nada, pero en asuntos así hay que partir de la base de que todos mienten. Toda la gente tiene algo que ocultar frente a un crimen, aunque sean cosas sin importancia. El capitán de la Guardia Civil espera encontrar algún motivo entre los papeles abandonados en el coche.
—¿Qué papeles? —quiso saber el gobernador.
El comisario también tomó buena nota: estos políticos no serían nunca buenos jugadores de póquer, claro que tampoco serían nunca buenos políticos.
—Cartas, fotocopias, cosas así. Estaban en una carpeta plástica con el escudo del Gobierno Autónomo. Como ésas —dijo, señalando a unas hermanas gemelas que cogían polvo sobre la mesa de despacho.
—Pero tendrán ustedes una hipótesis de trabajo.
—Sí: que don Pablo Casavieja está ilocalizable. Ni aquí, ni en su casa. Nadie le ha visto desde ayer o, quizá, desde antes. Nadie recuerda bien tampoco.
—Pero la sangre...
—Claro: es mucha sangre. En el coche, en la carretera y en el jardín. Además, está el balazo en el asiento del conductor: yo diría que se trata de una puesta en escena. Hay demasiadas pistas: balas, sangre, un zapato, papeles... y eso no es normal: cualquier asesino en su sano juicio intenta todo lo contrario.
—¿Cree usted que está vivo Pablo?
—Sí, lo creo. Claro que la Guardia Civil parece opinar lo contrario, aunque de momento no dice nada. Creo que a ellos les gusta dar batidas: les gusta el campo y, además, no dejan cabos sueltos. También están tomando huellas con uno de mis hombres... los secuestros y los atentados están de moda, pero...
—Tiene usted otra opinión.
—Aquí no suceden cosas así, ya saben ustedes. Y, además, el terrorismo escoge otra clase de víctimas.
Llamaron entonces a la puerta: era un inspector que venía con un mensaje importante: había tiros. Al acercarse la Guardia Civil a una casa de campo alguien había empezado a disparar.
—Carajo —dijo el comisario—. A lo mejor estoy completamente equivocado.
Poli todo terreno
Pedro Gómez se parecía a su nombre en todo menos en que era policía. Era un hombre normal, ni alto ni bajo, no del todo moreno, no completamente delgado, con bigote del color de las castañas y una treintena de años. Había regresado de su servicio en el País Vasco unas semanas antes, dispuesto a recuperar la rutina del hogar, los pacíficos servicios y, cuando apenas se había acostumbrado a jugar a los chinos en el bar de al lado y a ser saludado por los vecinos, cuando volvía a saborear el gusto que da ser policía conocido en lugar de un señor disfrazado que no puede fiarse de nadie, ¡zas!, jarana de la gorda: un político desaparecido, sangre por todas partes y el comisario azuzándole como a un perro de caza, a ver si le hacía alguna muestra o, cuando menos, encontraba la freza.
Pedro Gómez, como ciertos garbanzos, era de la tierra y, a su modo, la amaba. Conocía a muchísima gente y era un hombre amistoso tranquilo, aparentemente apático y moderadamente de izquierdas. Socialista, no: de izquierdas, es decir, que simpatizaba con los ancianos, cada vez más numerosos, que pasean en piquete a mediodía por el parque y hablan de mejores tiempos, como simpatizaba con las colas de las Oficinas de Empleo o con las vendedoras del mercado. Le molestaban los engaños, los trapicheos y el desmadre en general, y pensaba que la mejor política es la que hace las cosas decentemente.
Él, por su edad, no había perseguido a los políticos jamás, pero reconocía que aquello debió de ser un noble arte, ya extinguido, entre otras cosas porque la actual veda no hacía más que favorecer su reproducción epidémica. No se lo había confesado a nadie por puro instinto de conservación, pero creía que los políticos estaban devorando el Estado como una nube de langostas lo haría con un campo de coles, por poner un ejemplo.
De todas formas, él era un policía, un hombre especializado en vigilar el cumplimiento de la ley, y era lógico que no viera con buenos ojos a los otros hombres especializados en evitar que se cumpliera. El mismo desaparecido, Pablo Casavieja, no pasaba jamás por los detectores del embarque el aeropuerto y, cuando Pedro Gómez le rogó que cumpliera como un hombrecito, armó un zipizape de todos los diablos de consecuencias del cual Pedro se fue con anticipación a su servicio en el País Vasco.
Y ahora, casualidades de la vida, tenía que rescatarle a lo mejor de los mimos que él y tipos como él se obstinaban en libertad. Al menos ya no les aplaudían en público, algo es algo. Solo había un problema: para encontrar a Pablo Casavieja el policía tendría que investigarle y si se tropezaba con raros asuntos y Casavieja no había muerto, no le cabía duda de que el político se lo quitaría de encima y acabaría trasladado a cualquier otra parte menos agradable.
Pedro Gómez había estado entre el público de la entrega de los Premios San José. A la salida había visto como el político trataba de atropellar a su propia mujer, y estaba más o menos convencido de que Pablo Casavieja estaba loco de atar y de que se creía con patente de corso para hacer lo que le diera la gana. La gente pequeña, cuando agarra un poco de poder, se vuelve condenadamente peligrosa, democráticamente peligrosa, majaretas excelsos, como los Césares, pero sin coronas de laurel.
Influido por el comisario y, como él, gran lector de Agatha Christie y de Edgar Wallace —por no hablar de Hammet y de Stanley Gardner—, tampoco Pedro Gómez acababa de ver claro en la desaparición del político. Algo le decía que había demasiada sangre por todas partes. O Pablo Casavieja se había vuelto definitivamente loco, en cuyo caso le encontrarían subido a algún árbol y pegando gritos, o alguien había decidido hacerle una faena. Por fas o por nefas Pedro no veía razón para que una banda de terroristas rojos apiolara a uno de los rojos que, luego, perdonaban sus rojos pecadillos a cambio de mantener en relativo silencio las metralletas.
Buscaba, pues, otros motivos desde las nueve y media de la mañana en que había visitado el lugar de autor —je, je, el auto Renault Fuego— junto con el comisario. Los Civiles estaban reservados, como era de esperar: pensaban que la policía, subordinada al gobernador, era una herramienta política y pensaban también —con no poca razón— que los políticos querrían dirigir la investigación y hasta taparla si lo consideraban necesario.
Normalmente la gente se despendola, además de por política, por dinero, por drogas o por faldas, y por ahí precisamente se proponía fisgar Pedro Gómez, teniendo en cuenta cómo Pablo había embestido a su mujer cuando la vio acompañada por otro. Claro que el otro, Manolo Acán, no era de los que se cepillan a la gente; tal vez ni siquiera llegara a estar enterado de que había gente el tal Manolo, pero el policía no podía dejar de interesarse por él.
—Ya sé a lo que vienes —le dijo Manolo al verle aterrizar en su agencia de publicidad—. Acaba de irse un teniente de la Guardia Civil.
—Parece que todo el mundo está enterado.
Pero no lo estaba, no. Manolo solo sabía que los cuerpos de seguridad andaban buscando a Pablo Casavieja y tenía la esperanza de que fuera para meterle en la cárcel. La esperanza, claro, es lo último que se pierde.
—Te cae mal Pablo, ¿verdad?
Pablo había sido su amigo durante años y Manolo Acán, precisamente por amistad, nunca se había puesto a juzgarle. Bien mirado, le conocía poco, como conocía poco al resto de los seres humanos, que siempre le parecieron un misterio insondable. Unos son psicólogos, saben lo que pasa por las cabezas ajenas, pero Manuel apenas si conseguía, con dedicación exclusiva, averiguar lo que pasaba por la propia.
Manuel Acán, por lo que sabía el policía, se había apuntado a una personal democracia espiritual, quizá fantasmagórica, y se negaba a convivir con los demás seres humanos. Ganaba algo de dinerito con la agencia de publicidad, aunque lo compartía con dos socios, buenos técnicos de medios, pero se había apuntado a todas las heterodoxias no políticas, para ser alquimista antes que ciudadano, parapsicólogo a veces, algo quiromántico y, por si fuera poco, literato y buscador de platillos volantes.
Escribía desde hacía años en el suplemento literario del periódico; nada importante: cuentos y otros engendros de la imaginación inmaterial. Era asiduo de los concursos literarios, donde cosechaba un premiecito anual más o menos, y una editorial de vanguardia pobretona le había publicado la primera entrega de algo llamado "Historia Apócrifa del Tercer Huevo", que reposaba, plácida, en los anaqueles de las mejores librerías.
Por lo demás, aparentaba ser un tipo flemático, qui9to, bastante silencioso y estaba obstinado en p0onerse al margen de cualquier trajín social Pedro Gómez, que también aparentaba apacible apatía, sabía lo poco que debe uno fiarse del aspecto y sospechaba que Manolo, en tanto que idealista, podía transfigurarse de repente en volcán, en fuerza de la naturaleza. Por eso le preguntaba si le caía mal Pablo.
—Pablo —respondió el otro— no me interesa. Creo que es un ejemplo clásico del tonto que se cree listo, del hombre capaz de pasarse una vida persiguiendo cosas tontas como el dinero y el poder.
—Tan tontas no son, Manolo.
—Apariencias —telegrafió el heterodoxo, en un puro soliloquio—. Pensar que la vida es solo el hecho de irla agotando es como pensar que solo el pan es un alimento.
—Pero antes de ayer tú le diste a Pablo un puñetazo capaz de arrancarle la cabeza.
Manolo le enseñó la brecha del nudillo, donde un diente del político materialista había tenido que ver con su puño místico.
—Antes le salvé la vida, ¿no? En realidad, solo le salvé el aliento —respondió Manual Acán sonriendo—. Y si crees que al salvársela me sentí luego con derecho a quitársela a mi antojo... Bueno: tú eres policía y cualquiera sabe cómo crees que son los seres humanos.
—Complicados —aventuró Pedro Gómez—. Y puede que tú seas uno de los mejores ejemplos.
—¿Por qué? ¿Porque no me molesto en disimular ciertas cosas? ¿Porque procuro parece una víctima más de la "normalidad" a la moda? ¿Tan raro es confesar que hay un montón de cosas que no me interesan?
El policía se echó a reír:
—La noche de la entrega de premios salvas la vida del presidente del jurado, excelso y democrático político Pablo Casavieja, para luego partirle la boca de un cate. Por la mañana, con doce periódicos del día bajo el brazo y un abogado con la cartera llena de papelotes, pones una denuncia contra ese mismo jurado, contra el Patronato de Cultura de la Comunidad Autónoma y contra cuatro de los cinco premiados. Al tercer día, como quien no quiera la cosa, Pablo desaparece.
—Se habrá escapado. En cuanto a las denuncias, ¿qué quieres? Me plagiaron sin molestarse en cambiar ni la puntuación, y yo estoy protegido por la Sociedad de Autores y por el ISBN, que cualquiera sabe lo que quiere decir.
El policía consideró que ya podía facilitar cierta información reservada.
—Si Pablo se escapó, ¿por qué han encontrado su coche tiroteado y un montón de litros de sangre tirados aquí y allá?
Manuel Acán frunció el ceño. No hizo más que eso, inmóvil y quieto lo demás, y por eso dio la sensación de que hacía muchísimo. Pedro Gómez, que había sido condiscípulo suyo, tuvo que reconocer que había cambiado mucho. ¿Dónde estaba el energúmeno que persiguió a un bedel paraguas en alto? ¿Dónde el jaranero estudiante que había hecho una revista hablada mediante el uso de la megafonía interior? ¿Dónde el pájaro que se había paseado por las aulas con una berenjena y dos pimientos colgados del cuello y una sonrisa petulante anclada en la boca? ¿Y el que se vendó el dedo corazón para llevarlo tieso y hacia arriba el día en que le dieron el diploma del premio literario de Navidad y le llamaron Pasternakito? Si en sus buenos tiempos le hub8ieran dado una noticia así, hubiera tenido algo gordo que decir. ¿Tomaría alguna droga para estar tan aplacado?
—¿Entiendes ahora por qué el teniente ha venido a hacerte preguntas?
—¿Y por qué has venido tú? ¿No ves que yo no puedo ir matando gente por ahí?
—Todo el mundo puede, y tú no eres una excepción. Además, parece que tú y la mujer de Pablo hayáis vuelto a simpatizar. Por si fuera poco, le partiste la boca antes de ayer y presentaste denuncia contra él ayer. ¿Reconoces que, por lo menos, es interesante interrogarte?
—¿Es esto un interrogatorio entonces?
—Una tómbola, si te parece. No es un interrogatorio, pero más vale que me ayudes si no quieres pasar por uno, hombre.
Manolo se obstinaba en hacer las cosas despacio, en hacer los gestos lentos, con premeditada parsimonia que no estaba en su carácter. Pedro Gómez, por distintas razones, sabía que la lentitud deliberada pone frenéticos a los testigos: era un método que él había usado y le reventaba que se lo aplicaran.
—Pregunta entonces, pero olvídate de Aurora: no es verdad lo que te supones.
—¿Cómo fue que cuatro de los cinco premiados por San José te hubieran plagiado?
—Como no lo hice yo, mejor será que se lo preguntes a los plagiarios: ellos deben de tener la respuesta.
—Pero es muy extraño que lo hicieron los cuatro a la vez y que, además, les premiaran.
—Me imagino... —empezó Manolo, y se detuvo un buen rato quitando una supuesta mota de encima de un papel— que... son tejemanejes políticos. Los premiados son del partido en el poder, ¿no?
—Y tú, al día siguiente, diez horas después del fallo del jurado, los denuncias en el juzgado. Mucha velocidad es esa.
—¿Cuánto tiempo se necesita para comprobar que te han robado? El periódico publicó los trabajos a las siete y media de la mañana.
—Alguien se mueve entre las sombras —dijo Pedro, que a veces hacía frases misteriosas.
Manolo hizo que sí con la cabeza y siguió mirándole con una expresión neutral. No mentía, claro, pero tampoco decía la verdad; se limitaba a insistir en que de las decisiones de un jurado era responsable el jurado, claro que también podía echarse la culpa a los Cuarenta Años: él no pondría inconvenientes siempre que se hiciera justicia con los plagiarios.
—No sé en qué te has metido, Manolo —terminó Pedro recurriendo a la amenaza—. pero las conspiraciones nunca terminan bien y me juego el cuello a que andas metido en una.
Manolo había sacado un cigarrillo y jugaba lentamente con él, con el mechero de mesa y con las manos. Pedro, nervioso, le acercó fuego, pero el otro dijo que gracias, que no fumaría de momento.
—Los conspiradores —añadió después de volver a guardar el cigarrillo en el estuche— están en otra parte. Dicen que son los que mandan ahora en España. También hay quien dice que el poder es una enfermedad.
—¡Maldita sea! —exclamó el policía poniéndose en pie— ¿Por qué no hablar claramente, Manolo?
—Porque tú eres policía. Porque yo no soy político. Porque yo no he plagiado a nadie. Porque la primavera ha venido (nadie sabe cómo ha sido, salvo los astrónomos). Porque estoy hasta el gorro de la política de campanario. Porque no tengo nada contra nadie, pero tampoco nada a favor de nadie. Porque no juego a esta estúpida vida de carreras y porque, además, yo no soy claro. Mi partido —añadió con una sonrisa escéptica— no es de este mundo. Al menos no es de este siglo, si es que eso expresa mejor la idea. Tengo una pierna en la Edad del Bronce y otra en el Tercer Milenio. En medio, en la historia más o menos conocida, solo tengo el culo.
Sorprendentemente lo dijo todo de un tirón, deprisita, con buen fuelle y voz clara. Parsimonioso o no, el tipo que convenció a veinte de cuarto para construir un globo y correr aventuras, no parecía haber muerto. Solo se había disfrazado.
La noche de la cultura
Dada la ocasión, la cena costaba tres mil pesetas pero valía bastante menos a pesar de celebrarse en el Club Marítimo, que antaño había sido hasta chic. Solo gracias a la asistencia de la plana mayor del socialismo reinante habían escapado del esmoquin los invitados-paganos, aunque las mujeres, inmunes a los convencionalismos políticos, se habían enjaezado convenientemente, bien alhajadas las partes alhajables, los hombros al aire acondicionado de marzo y el resto impúdicamente envuelto en multicolores trajes de noche.
¿Qué son tres mil pesetas al lado del enorme valor de la cultura? ¿Qué digo cultura? ¡Cultura! Desgraciado el pueblo que no la fabrica, aunque sea a golpe de subvención. Porque aquella cena era la de la Noche de la Cultura, digno broche con que cerrar el día de San José, diecinueve de marzo que agonizaba en las mesas de los comensales entre agradables conversaciones y vasitos de vino caro pero escaso.
A los postres, cuando el champán o, quizá, durante el café y la copa balón, se conocerían los nombres de los ganadores de los Premios San José de reportaje, poesía, cuentos, investigación y novela, que era el importante de verdad, y estaba dotado con dos millones y medio de pesetas que desembolsarían entre el Patronato de Cultura, la Editorial Social (editora del periódico regional y de una revista llamada Mirador), la Asociación de Libreros, y el Ateneo Científico Literario y Artístico, antes Círculo Agrícola Ganadero.
El jurado, formado por supuestas personalidades, presidía en larga mesa aparte. Las personalidades en cuestión comían con buen apetito y estupendo humor mientras charlaban de sus asuntos y se pasaban papelotes los unos a los otros con sarcásticas sonrisas. Los premios estaban decididos desde mucho antes, pero era de sobras sabido por la gente, que lo que deseaba era un poco de comedia y otro poco de emoción.
Formaban el jurado el presidente del Patronato de Cultura y consejero de la ídem en la Autonomía, compañero Pablo Casavieja. El presidente del Ateneo, notario, gafe y reformista, Quintanilla. El director del periódico, que antes fue de la cadena del Movimiento, compañero Ataúlfo, José Pons por mal nombre. El director y fundador de la revista Mirador, Tomás Gil, T.G. como pseudónimo. El representante de la Asociación de Libreros, Progreso Santaeugenia. El director de la Caja de Ahorros, confederada como la que más, que al menos entendía las letras de cambio. El secretario particular del presidente autonómico, Dam Borrán, que había publicado una novela de detectives caseros y de la berza dentro de la línea de Plinio, y que estaba políticamente habilitado de poeta mayor. Una profesora de latín que citaba siempre a Virgilio (arma virumque cano...). Y un señor de la leal oposición que pasaba por literario e instruido gracias a haber heredado una importante biblioteca de su padre.
Según decía el periódico de la mañana, llegaban a la cena tres obras finalistas en cada premio, aunque callaba, claro está, que la mayoría parlamentaria del Patronato de Cultura había decidido ya quienes serían los ganadores y que los ganadores mismos, convenientemente avisados por la correspondiente filtración, estaban entre los comensales, muy atildados los tíos.
El resto de la gente simplemente cenaba y participaba en un acto social que era "broche" de la fiesta política y autonómica de San José, día dedicado a exaltar la personalidad del pueblo en cuestión o, en su defecto, a recuperarla, que los políticos tanto decía lo uno como lo otro.
El gran autónomo, presidente de la Autonomía y Tarsicio de nombre, comía junto a a su autónoma correspondiente, adecuadamente engalanada. Ambos lo hacían con cierta torpeza en el manejo del instrumental de acero, pero ese detalle podía tratarse de una simple imagen proletaria, de un "bluff" socialero. Por babor les sonreía un semipoeta algo corcovado y boquirrubio que, profesionalmente, había hecho un seguro de vida a toda la militancia socialista, que no era mucha, pero algo es algo. Por estribor el excelentísimo alcalde les hacía comentarios relativos al Pleno en que su grupo se abstuvo, de cara a la galería, lo mismito que los conservadores, permitiendo que ganara la ponencia comunista que consistía en pedir, una vez más, la demolición del Monumento a los Caídos por Dios y por la Patria, de momento edificado sobre terreno militar.
—Solo que el Plan de Ordenación Urbana se prevé que pase por ese patio del cuartel una calle, y desde Madrid me han dicho que ya está en marcha la venta de esa zona al Ayuntamiento.
—Pero costará mucho dinero, supongo.
—Cueste lo que cueste, será dinero sobre el papel: una simple transferencia de titularidad.
En otra mesa, varios supuestos periodistas que cubrían la información, aprovechaban para cubrir también el riñón y, como habían sido invitados al fasto, no hacían ascos a los manjares, cosa que les ayudaba a no charlar entre ellos: uno pertenecía a la revista Mirador y era, como quien dice, un aficionado, delineante de profesión. Otro pertenecía a la plantilla del diario, que fue de los últimos del Movimiento en ser privatizado. Otro, con torda incluida, era de la Ser, es decir, tan partidario como los demás de la "movida cultural". Y el cuarto, chiquito y desmedrado, representaba a la emisora clerical y, quizá, a la redacción de la Hoja Diocesana, pero no salía de una sacristía, sino de un colegio, y laico para más inri: era profesor de matemáticas además de teólogo aficionado y lector de epístolas en su parroquia los domingos, en misa de doce.
El secretario del jurado, mantenedor y concejal sin cartera, se había levantado con un papelín y se puso a leerlo ante el micro instalado al efecto:
—En la última votación el jurado acaba de eliminar los siguientes trabajos: Premio San José de Reportaje: "Peripecias de los caballos de tiro", de "euite". Premio San José de Poesía: "Músicas del Invierno", de "Pedro Páramo". Premio San José de Cuentos: "Alabí, alabá", de "Jota Jota". Premio San José de Investigación: "Incidencia de la soledad en la actitud política", de "Situs". Premio San José de Novela: "La experiencia mágica del inexperto Cabiró", de "Mago de Oz". Estas obras, repetimos, quedan eliminadas por el jurado que, no obstante, reconoce su gran calidad y agradece a sus autores la participación en los Premios San José. Gracias a todos.
El jurado en cuestión atacaba de firme, aunque con armamento ligero, al mero a la plancha con guarnición, que no tenía defensa alguna en medio de la llana aridez de sus platos. Los comensales de pago, puesto que la representación que se daba para ellos, miraban de reojo hacia las mesas vecinas o hacia los hombres a los que la vox populi atribuía oscuros vicios literarios. Éstos, en cambio, seguían dale que te pego con su condumio, impasibles en su ademán por mor de dificultar el cotilleo del culterano rebaño.
—¿Quién será el Mago de Oz? ¿Y Situs? Mira, mira: hay uno que se levanta.
—Irá al lavabo.
—O a llorar a solas —decía otro.
Aurora, la esposa de Pablo Casavieja, presidente del jurado hoy, y siempre presidente del Patronato de Cultura, además de consejero autonómico de lo mismo, comía en la mesa con dos matrimonios amigos, todos ellos profesores de EGB, como Aurora misma. No le agradaba la compañía porque los cuatro —los dos varones y las dos hembras— persistían en preguntarle los nombres de los ganadores del torneo cultural, perfectamente convencidos de que los premios estaban dados desde bastantes días antes. Tampoco le gustaba la mirada que, entre bocado y bocado, su maridito ponía en ella: una mirada fosca, desconfiada y muy poco prometedora. Después de lo sucedido la noche antes, había tomado su decisión, pero no daría un paso hasta hablar seriamente con Manolo —Manuel Acán— y decidir juntos un futuro aceptable.
Manolo, tres mesas más allá, serio como siempre, miraba sin rencor a la humanidad entera y hasta charlaba de vez en cuando. Había elegido una mesa en la que nadie lucía la habitual corbata roja, ni la clásica barba, ni las oportunas gafitas redondas, uniforme especial de la progresía intelectualizada.
En un momento dado, durante los entremeses, Manolo se la había quedado mirando gravemente, ensimismado quizá, y Aurora se había atrevido a parpadearle varias veces muy lentamente. Manolo había asentido con la cabeza y, como despertando, se puso a charlar con una vecina muy joven y guapita, de la que Aurora sabía que era moza semiliteraria y algo poética. Mientras sentía un escozor de celos en la garganta descubrió que Pablo Casavieja, su marido legítimo, seguía con los ojos muy abiertos aquellas maniobras.
—No nos harás creer, Aurorita —le decía uno de los maestros varones— que no sabes quien se va a llevar el premio de novela. No te pedimos más que el título. Sé buena.
La maestra de enfrente leyó el programa de mano: "La sutileza de Agnés" y "Día de días" eran las únicas que quedaban. Aurora, Aurorita, solo tenía que escoger una de las dos.
—Ninguna —dijo, y decía bien, pero no tuvo más remedio que corregirse—. Quiero decir que no sé cuál.
—Poco debes dominar a tu marido cuando no te lo ha confesado todo.
Andrés Nilson, concejal socialista que acababa de perder sus competencias por un quítame allá un referéndum, contemplaba desde una especie de frío Olimpo a la concurrencia. No opinaba nada bien de la gente en general y pensaba muy mal de aquella gente en particular, quizá porque les conocía a todos. Vigilaba, eso sí, al presidente del jurado, ex-amigo y archienemigo, Pablo Casavieja; a Aurora, su mujer, que charlaba con aquellos maestros; a Manolo, que se mostraba asquerosamente impasible. Mientras, entretenía los ocios de su boca con idas y venidas a su copa colmada de lo blanco.
Andrés Nilson, entre otras cosas, comprometía la salvación de su alma inmortal con un odio desmedido, exaltado y contagioso por Pablo Casavieja, ex-amigo que lo fue y al que se había jurado perseguir hasta el infierno mismo. Aquella noche empezaba a saborear, junto con el mero a la plancha, el más bravío sabor de la venganza, pero eso, en lugar de satisfacerle, lo llenaba todo de sombras y de ansias, de iras que se le acumulaban en el vientre y de tensiones que le apretaban las quijadas. Porque la venganza que no puede describirse con la sangre del enemigo no es una venganza perfecta, sino un prólogo largo a un libro todavía por escribir.
Al lado de Andrés picoteaba más que comía Julio Tellado, librero casi rico gracias al hecho de ser de buena familia y tener la mayor librería de la ciudad, la Católica, cuyo nombre él desmentía permanentemente en encendidos loores de su ateísmo militante. Profesaba algo que, para seguir la moda tiernogalvana, si es que puede expresarse así, llamaba Tellado Agnosticismo Práctico. Ateo y todo, creía en al Infierno, pero se lo deseaba a los burgueses que eran el grueso de su clientela, a las señoras de misa y confesión, y a los desgraciados anticuados que seguían pidiéndole devocionarios.
Como era también animal de pluma, "de pluma feliz y fácil", opinaba él, no desconfiaba a sus cincuenta cumplidos de tener la oportunidad de rechazar el Nobel, igualito que el Divino Neruda, de cuya ars poética nutría Tellado sus meninges de vate y sus versos larguísimos, sin orden ni esquema, formados en estrofas suspendidas que nunca terminaban la idea perdida entre la barroca sintaxis.
Corín Tellado le llamaban los malvados, no solo por el vicio literario, sino por ciertos amoríos de color rosa que tuvo al enamorarse de una mujer joven, de la que se suponía que la miseria la condujo a la perdición; perdición camera, se entiende, venérea y mercenaria, de la que Corín Tellado la rescató con la originalidad, escasamente nerudiana, de ponerle un piso con espejos en el techo del dormitorio que permitían a la señorita tocarse en posición tendida, que era la que resaltaba mejor sus variados, ondulantes y claroscuros atractivos. Tocarse como en un tocador, claro, aunque tampoco se excluía lo de ser tocada entre versos largos y estrellados cuando, arrodillado ante ella desde su propio fondo, el librero sentía tiritar a lo lejos los azules astros.
Este Tellado estaba adherido al poder con no menos fuerza que una sanguijuela a la vena. Gracias a él había conseguido añadirle a su comercio un auditorio, una sala más que mediana donde dar conferencias y hacer presentaciones personales. Allí se puso de largo el número cero de la revista Mirador, y el libro detectivesco de Dam Borrán, secretario privado más que particular del gran autónomo, y el librito de educación sexual que alguien coñón bautizó como Arte Masturbatorio, y que se editó con fondos del Ayuntamiento y textos poético-onanistas del mismísimo Tellado.
Pues Tellado, ni más ni menos, había concurrido al Premio San José en la modalidad de poesía, aunque a punto estuvo de tentar la novelística; solo renunció a ella cuando, cincuenta folios después del prólogo, no consiguió saber ni qué decir ni cómo decirlo, ni a quién. "La novela —concluyó— es para poetas fracasados, para los que gastan mil palabras en contar lo que un solo verso esclarece".
Su nombre y su obra estaban aún entre los dos finalistas y tenía sólidas garantías de que vencería sin dificultad, lo que significaría medalla y flor natural, además de un talón por valor de doscientas cincuenta mil pesetas de las mejores de las fabricadas por la Casa de la Moneda. Garantías que, precisamente, le había dado Andrés Nilson, ahora sentado a su vera con cara de pocos amigos o, en lenguaje de Tellado, con los ojos febriles y torvo el ceño.
—¿De veras está hecho? —le preguntó después de la tensión sufrida al oír a los descalificados—. Porque si luego resulta que...
—No te preocupes, Julio. Te dije que el jurado estaba definitivamente dispuesto a darte el premio; no solo porque son amigos tuyos, sino porque nos conviene a todos que el prestigio recaiga sobre nuestros militantes.
Andrés Nilson, ocho meses antes, se había pasado semana insistiéndole a Tellado, que no se decidía a concursar por el premio San José de poesía por simple orgullo: participar y no ganar resultaría algo demasiado cruel para alguien que, como él, tenía el convencimiento de ser un vate de primera división. Fue asequible al esfuerzo combinado de la codicia —doscientas cincuenta mil codicias de curso legal— y del halago que, en la boca de Nilson, le convertía en luz de las letras, sentimiento andante, sintáctico de aquí te espero y esperanza de una juventud que había perdido, como si dijéramos, la vibración de Apolo.
Cuando los elogios hicieron su efecto, Julio (A) Corín Tellado se sentó frente a cien folios blancos, empuñó su bolígrafo de oro y se estrujó el magín para, de una sola sentada, hallar un título que resumiera todo su talento. Helo: "Palabras sin voz". Claro que, al día siguiente y con la mente descansada, lo transformó en "Voz sin palabras", mucho más sugerente e igualmente sin sentido, aunque un alma piadosa ya le advirtió que voz sin palabra sencillamente es grito.
—Pues mejor —respondió Tellado—. Gritar también es una actitud poética.
Andrés Nilson
Andrés Nilson, como ya sabemos, era un hombre del sistema, socialista a la contra desde que en la primavera del setenta y dos un policía armado, hoy policía nacional, uno de aquellos entrañables grises que alegraban ciertas mañanas universitarias, le dio un porrazo en el hombro mientras se echaban carreras.
El porrazo en cuestión le dolió mucho menos en el cuerpo que en el alma y, a fuerza de pensar en el desagradable episodio, acabó creyendo que Franco en persona le dio órdenes concretas al pobre guardia: "cuando veas a uno que le dicen Andrés Nilson y que estudia económicas, el muy rojo, vas y le sacudes. ¿Qué se habría creído?". Porque Andrés no era precisamente un alborotador y más bien rehuía los fregados, aunque tuviera ideas acerca de la justicia social y de la explotación del hombre por el hombre.
Andrés hasta entonces había sido lo suficientemente neutral para separar lo humano de lo simplemente político y para comprender que pedir "libertad" no significaba que la libertad fuera posible con un régimen a la francesa o a la rusa. Sus ideas no le llevaban a piar por la democracia como un petirrojo, ni a juntarse, puño en alto, con los parias de la tierra. Prefería, con mucho, leer libros serios o burlones, ver películas con enjundia o con tiros y jugarse los vinos a los chinos con sus amigos.
Del cachiporrazo policial salió demócrata, militante como un demonio y enemigo personal del régimen aquel que le confundía con otros sin respetar, no sus derechos, sino su personalidad. Por eso cuando Franco murió se dijo que había llegado su tiempo y, después de pegar carteles, repartir sobres y otros aprendizajes de la ciencia política, había estabilizado su vida como candidato electo y concejal de cultura, deporte y festejos, utilitario como quien dice, compacto, encargado de movidas, charangas, tracas, gigantes y cabezudos; cargo que se confundía un poco con el de director de escena y que, gracias a ser el menos político, era relativamente divertido e independiente.
Se le notaba, eso sí, que era poco rojo porque rehuía los debates políticos y hasta se avergonzaba de los despropósitos de los compañeros. Él a la Democracia solo le había pedido la cabeza del guardia aquel que le dio el porrazo, pero no la reconversión, ni el paro, ni el nepotismo que veía crecer a su alrededor, ni el culto a la inmoralidad, ni la mentira galopante, porque seguía teniendo ciertas fijaciones de español y le dolía el universo de intrigas y calumnias que habían fabricado los partidos políticos.
Aunque algunas cosas le inquietaban, tampoco se puede decir que la ética le hiciera incómoda la vida. Sabía muy bien las considerables ventajas de que disponía, desde el saludo cortés de los guardias al tratarse de tú con todas las autoridades: frecuentes viajes gratis, respeto por parte de cierta sociedad no poco advenediza y dedicación plena que él no encontraba nada inmoral cobrar en pesetas.
Por su gestión, además de las movidas, fiestas callejeras y otras populacheras cosas al alcance de cualquiera, él había conseguido que se jugaran en la ciudad las semifinales del Campeonato Mundial de Baloncesto Junior, dos congresos internacionales de médicos, una Feria Internacional de Electrónica y, más últimamente, festivales de ópera, de rock, de teatro y de cortometrajes cinematográficos. Nadie podía decir que no trabajaba en el área de su responsabilidad y, política aparte, solía organizar las cosas con precisión e inteligencia.
Todo hubiera seguido perfectamente de no darse la circunstancia de ser el amor ciego y su mujer tirando a tonta, por no llamarla otras cosas gravísimas que también era y que Andrés descubrió tarde, como siempre. Se trataba, en resumen, de su "compañero" Pablo Casavieja, consejero autonómico y hombre en el que podía confiar. ¿Acaso no comían juntos? ¿Acaso no compartían militancia? ¿Por qué no compartir la mujer?
Encontrarse con semejante panorama apenas tres años después de la boda no deja de ser una molesta sorpresa por lo que tiene de descubrirse como tonto sin paliativos, como hombre burriciego al que ha sido fácil engañar. Y lo peor es que el tonto, el engañado, ha de seguir siendo civilizado y cortés con los que no lo han sido con él, y eso estaba por encima de las posibilidades de Andrés que, por tradición y por mero gusto, quería sangre con la que lavarse; sangre a chorros con la que ducharse lleno de carcajadas vengativas y, a ser posible, satánicas.
Imaginó, en silencio, muchas locuras, casi todas factibles, pero casi todas también con el inconveniente de pasarse luego un montón de años en la cárcel. Se puede, por ejemplo, vaciar el depósito de líquido de frenos del coche y confiar en la suerte; se puede amarrar un buen petardo al motor de arranque y confiar en que todo se parezca a un atentado terrorista, solo que los terroristas no liquidan, ni por equivocación, a autonómicos socialistas.
Más sencillo resulta entrar a matar por derecho, a cuchillo o a hacha, que siempre es más doloroso. Todo consiste en dar setenta y siete puñaladas en lugar de una sola para que el crimen pasional sea evidente y, con el asunto de la locura transitoria, regresar a la calle al poco tiempo. Tampoco es mal asunto el escopetazo en la cara: se llama a la puerta, tilín, tilín, y se aprieta el gatillo sin más miramientos, pero matar es a veces poca venganza. Así lo pensaba Andrés Nilson, que quisiera hacerlo una vez cada semana durante muchos años.
Un porrazo en el cuello había cambiado su vida involuntariamente, y Andrés se preguntaba si la traición de su mujer y de su amigo debía de cambiarla otra vez. La traición o, quizá, el orgullo. En ambos casos se sentía lleno de razón y con absoluto derecho a tomarse la justicia por su mano con la sola precaución de no derramar excesiva sangre.
Un hombre bueno puede ser muy peligroso cuando se decide a hacer el mal conscientemente, porque debe concentrarse en lo que hace y no fiar nada a la improvisación. Andrés, silencioso y herido, se recreó no poco preparando el prólogo de su venganza, puesto que, al decidir no matar, decidió también vengarse largamente, durante años si fuera preciso.
Así fue como sustituyó por placebos las píldoras anticonceptivas de su mujer sin permitir que nadie averiguase que estaba enterado de las infidelidades de su costilla, y, al día siguiente, prendió fuego alegremente al coche de su "amigo" Pablo Casavieja, el consejero autonómico. Diez días después, vestido con ropas viejas y un pasamontañas, le sorprendió en el portal de su casa y le dio una soberana paliza con la ayuda de un garrote, de resultas de la que Pablo tuvo que ser hospitalizado mientras temían por su vida los más tiernos de corazón.
¡Su vida! Andrés sabía muy bien que no corría excesivo peligro la repugnante pelleja de su traidor amigo, porque cuidó especialmente de no dar en zonas peligrosas, concentrando el fuego en brazos y piernas. Lo de la cara se lo había hecho a mano, cuando el tiparraco, ya caído, pedía perdón y socorro, y no acertaba a defenderse. Entonces le había reventado la nariz golpeando casi con delicadeza, para, a continuación, amoratarle los ojos, como cumple a un buen republicano. Lo más cruel fue, bien mirado, cuando le pisó la mano derecha con el tacón y retorció como al aplastar una colilla.
Al día siguiente, ya sin pasamontañas, fue a visitarle al hospital, ansioso por recrearse en su obra que, desde luego, se parecía mucho a un cuadro de Picasso, tanto en la forma como en el color.
—Hay que acabar —le dijo— con la delincuencia callejera.
—No era un delincuente —pronunció el otro como pudo—. Venía a por mí. Esto es una cuestión política.
—¿Tú crees que la ultraderecha...? —preguntó asombrado, deleitándose en los tonos lívidos del ojo izquierdo y en la mano escayolada.
—¿Acaso no me incendiaron el coche?
—Andaré con cuidado —prometió Andrés la mar de satisfecho.
Cuando, meses después, la mujer no pudo ni ocultar su embarazo ni atribuírselo a él, Andrés presentó demanda de divorcio que ganó sin verse en la necesidad de pasarle pensión ninguna. La echó alegremente de casa y, al fin solo, se dispuso a preparar su verdadera venganza. Le había cogido el gusto a aquello de hacer daño, y no sentía ninguna necesidad de disculparse por ello, bien contento de repetir para su caletre aquello de quien la hace, la paga.
Él lo haría bueno para asombro de las edades venideras.
Más cultura en libertad
Puesto que la noche se había programado para ser apoteósica a base de cultura de la buena, los comensales del gran salón tenían todos un aspecto distinguido y una expresión inteligente incluso al masticar el mero y, en ocasiones, hasta al masticar la guarnición. Se hablaban intermitentemente entre bocados, cuidando de tener vacía la boca para la ocasión. Los sabios hablaban del vino, del tiempo que debe de respirar antes de echárselo al abismo y la amplitud oportuna del cuello de la copa. Los cocinillas cultamente hablaban de condumio, que todos los tipos habituales del ágape se han vuelto gourmets o gourmands, y es un latazo comer oyendo hablar de comida, pero siempre hay quien cree que viste mucho, que hace chic y que la gastronomía es cosa tan seria como mirar las estrellas y llamarlas por su nombre. ¡Hombres cultos!
Pedro Bueno, secreto concursante al Premio San José de Cuentos, era de éstos y allí, sentado con su mujer y otras personas no tan afortunadas, les explicaba receta tras receta, no sin advertir que todas ellas figuraban, tal cual, en su libro de cocina editado dos años atrás. Con disimulo, entre pizca de ajonjolí, chispa de nuez moscada y puñadito de harina tostada, miraba hacia la mesa del jurado y, también, hacia Andrés Nilson, que en ocasiones le confortaba con una sonrisa.
Su mujer era la única que estaba en el secreto y lo guardaba solo a costa de grandes esfuerzos. Creía que su placer sería mucho mayor cuando se leyera el nombre de su marido como vencedor si era una sorpresa para todos. Aun así desconfiaba, porque no era una mujer analfabeta y tiempo hubo en que leyó una novela semanal, claro que de Harold Robbins, pero aún Harold deja sus posos y su barniz, de manera que la pobre mujer no encontraba talento literario alguno en su marido, aun levantando la alfombra de sus ideas y remirando bien debajo.
Una cosa es hacer un libro de cocina copiando de aquí y de allá, y que un amigo periodista le ponga un prólogo en plan loor, y otra el sacarse una historia atractiva del magín y contarla con gracia y a su tiempo. Pero su marido —allí presente— estaba en trance de convertir su Imprenta y Copistería Rápida en editorial, y consideraba imprescindible hacerse con un cierto prestigio literario.
Pedro Bueno, en todo caso, no era malo, como tampoco un superdotado. Presumía, como tantos, de sus carencias y se las daba de avispado cuando apenas llegaba a sub-oportunista. Cuando Franco murió, por ejemplo, recordó que su inmediato competidor había estado confeccionando los programas de las fiestas, los impresos de la Jefatura Provincial del Movimiento, los boletines del Ayuntamiento y demás propagandas oficiales, y consideró que la revolución debía de llegar hasta las imprentas, de manera que se coloreó en escarlata, aunque eso no le valió de mucho en los primeros tres años, porque el alcalde franquista resultó demócrata de la UCD, lo mismo que su impresor de toda la vida. Pero él supo apostar con lógica y trabajó a tarifa reducida para el PSOE de sus amores, lo que, posteriormente, le permitió llegar a ser el proveedor oficial del socialismo burgués, antes y después de su irresistible ascenso a la alcaldía.
Luego de varias pelotas y elogios consiguió entrar a formar parte de los proyectos de la cultura oficial, acceder a ciertos dineros para la reconversión tecnológica y a ciertos otros de la propaganda oficial, que le pusieron en inmejorables condiciones para ser vicepachá de la cultura popular y editar libritos y opúsculos sobre el socialismo y sus virtudes, folletos de autoloa municipal y varios libros de los pensadores rojos de la localidad, incluida la famosa novela policíaca de Dam Borrán, generosamente sufragada por el Consejo Autonómico. Entonces, y para no ser menos, él hizo su libro de cocina, que fue muy alabado por la gente del partido que ahora visitaba a menudo los restaurantes caros.
Un buen día el concejal Andrés Nilson se le había presentado con las bases para los premios San José y, meticuloso como siempre, había hecho que los leyeran juntos para dejar claros todos los extremos.
—El objetivo —le había confesado al final— no es la simple propaganda. Nos interesa promocionar valores, poner en marcha la cultura del pueblo, que ahora parece estancada y confiada solamente a las derechas.
Pedro Bueno titubeó algo y se deshizo en alabanzas tópicas a la Cultura en Libertad que, claro, no era aquello tutelado y esclavizado de los tiempos de Franco, en las exclusivas manos de los intereses comerciales de las grandes editoriales. Ahora, en cambio, el Pueblo pagaba al Pueblo la Cultura porque invertir en ella era invertir en el Futuro. Pedro Bueno, como se ve, hablaba utilizando y pronunciando mucho las mayúsculas.
—Me pregunto —siguió—... Me pregunto si sería poco ético que yo, con mi experiencia de impresor, me presentara al concurso.
—Al contrario, al contrario —le autorizó Andrés Nilson con una sonrisa extraña en la boca—. Ya sé que usted es un hombre de ideas. ¿En qué premio le interesa participar?
Pedro Bueno estaba seguro de no ser capaz de escribir dos versos seguidos, ni mucho menos una novela. El cuento, según las bases, tenía tres folios como extensión mínima, y tres folios sí que le saldrían con un poco de tesón.
—El cuento —dijo— es un género literario Difícil, pero muy Atractivo para mí, precisamente por lo que supone de esfuerzo de Síntesis.
—Es cierto. Además, en un cuento casi cualquier cosa puede hacerse realidad.
—¿Verdad que sí?
Y allí estaba Pedro Bueno cenando en sociedad y aguardando el momento de levantarse, saludar, recoger su premio y pronunciar algunas palabras espontáneas que llevaba cuidadosamente aprendidas: "cuando decidí participar estaba muy lejos de sospechar que me vería en el grato deber de agradecer públicamente al Jurado el Honor que me ha hecho Premiando un Cuento fruto de mi pobre imaginación...".
Además del premio en metálico, Pedro Bueno editaría dos mil ejemplares del Cuento, dos mil del Premio de Poesía y otros tantos del de Reportaje y del de Investigación, que serían repartidos, quizá, a voleo, entre el vecindario y demás personal aficionado. Tiradas en buen papel que siempre dejarían un discreto beneficio para su empresa. Bien quisiera hacer también la edición de la novela, pero eso escapaba no solo a su tecnología, sino especialmente a su influencia, porque el Premio de Novela sería editado por la editorial del periódico y de la revista Mirador, la misma que hacía el semanario Socialismo Hoy y, en su colección Hombre y Tierra daba a luz libritos de tema regional.
Rumiando estas cosas estaba cuando pasó por su lado Aurora, la mujer del presidente del jurado, presidente a su vez del Patronato de Cultura y consejero autonómico de eso mismo. Bueno no resistió la tentación de ponerse en pie y cazarla al vuelo para saludarla.
—¿Se va usted ya? ¿Antes de la votación final?
—No, no —respondió la mujer algo intranquila—. Voy a ver si me lavo deprisa esta mancha que me ha caído.
—Comprendo, claro. Salude a su marido de mi parte.
No comprendía, y era mejor así, porque cinco minutos antes había pasado por su lado, rozándole la espalda, Manuel Acán, completamente desapercibido y confundido entre los camareros. Aurora iba a encontrarse con él, entre otras cosas porque le quería y porque necesitaba hablarle.
Le encontró en el oscuro mirador encristalado, lejos del comedor, que, imitando el puente de un barco, daba al mar negro de la noche y del invierno que terminaba. Manolo fumaba con la frente apoyada en el cristal y los ojos apoyados en las escasas estrellas lejanas. Al verle así, solo y melancólico, Aurora sintió pena por el hombre aquel que la aguardaba fumando y mirando cielos. Siempre le había tenido por un romántico ansioso de un mundo exclusivo para él y, también, supo siempre que Manolo estuvo enamorado de ella desde que se conocieron, apenas abandonada la infancia. No era así, claro, pero eso Manolo no lo había confesado todavía.
Muy callandito se le aproximó para abrazarle por la espalda y apoyar en ella su cara. El hombre no hizo movimiento alguno, como si estuviera preparado para sentirla. Tampoco dijo una sola palabra. Aurora, que le había vuelto a conocer, creía que Manolo se encontraba muy poco satisfecho de sí mismo, porque era hombre quijotesco, entregado al mundo de sus ilusiones, y que, encima, le remordía su situación con ella.
—Ayer tuve una escena terrible con mi marido —le dijo a pesar de todo—. No sé cómo tenía una foto de nosotros dos cogiéndonos de la mano, y quería saber. Estaba muy agresivo.
—¿Era una fotografía Polaroid? —preguntó Manolo sin volverse e increíblemente concreto.
—Creo que sí. Era gruesa, al menos.
—Sé quién tiene una máquina así —suspiró el hombre sin volverse todavía hacia Aurora.
—Le dije que nos teníamos que separar, que no podíamos soportar esta situación ni un momento más. Lo peor es que él no quiere. Solo le interesaba saber qué había entre tú y yo. Nada más. Ten cuidado.
—Tenlo tú, y no te preocupes por mí. Si me sucede algo, que lo dudo, me lo habré ganado.
—¿Te arrepientes de mí, Manolo?
Él se volvió entonces y la estrechó suavemente, amparándola de la soledad que representaba aquella pregunta.
—Me arrepiento de mí, en todo caso —dijo—. Y estoy rabioso con la vida que se complica una y otra vez y nos pone en contra de lo que creemos.
Aunque Aurora no se diera cuenta, él no estaba hablando ni de ella ni de los dos. Ni del amor siquiera.
—Porque estoy casada, ya lo sé. Pero eso no tiene remedio ya. Crees que estás estropeando mi vida y la de mi marido, pero no es así, Manolo. Yo me sentía muy desgraciada antes de volverte a encontrar.
Aurora se había hecho una noble imagen de Manolo que no dejaba de avergonzarle a él. Si él se hubiera enamorado otra vez como ella, a buen seguro que su comportamiento no hubiera sido igual de caballeroso, aunque de eso tampoco estaba seguro Manuel Acán.
—Y ahora te sientes más desgraciada aún —confirmó Manolo—. Estas cosas suceden porque no vivimos como debemos. Tu le habías jurado fidelidad a tu marido tanto si iba todo bien como si iba todo mal.
—Ahora nos vamos a separar y podremos arreglar lo que vaya mal, cada uno por su lado.
—Tú y yo tampoco seríamos felices —respondió él—. Me da miedo decirte cosas así, porque parece que te dejo sola, que te abandono frente a tus problemas cuando debiera consolarte y hacerte más llevadera la situación.
—Ya sé que no quieres causarme más problemas. No te preocupes.
Manuel Acán no estaba tan seguro de esto porque, conociendo los problemas que surgirían, no puso remedio a tiempo y se dejó llevar cómodamente por la ilusión de recuperar a Aurora. Y lo volvería a hacer por más que supiera que aquel asunto adúltero era un callejón sin salida. Sabía, además, que había sido arrastrado a todo aquello por las maquinaciones de Andrés Nilson, que andaba metido en venganzas muy serias, pero eso no se lo quería confesar a la mujer.
—Anímate —dijo, haciendo un esfuerzo por reaccionar—. Eres una mujer maravillosa y no quiero que vuelvas a pensar que me arrepiento de ti.
—Entonces, ¿me quieres?
Lo de Manolo no era exactamente querer: había un algo de docilidad perruna en él cuando estaba al lado de Aurora, como una obligación de ser mejor que nunca para reformar el pasado, y se le notaba a pesar del consejo de Andrés Nilson: las mujeres no funcionan como tú crees ni ven lo que tú te imaginas.
—Sí —respondió por miedo a poner en palabras grandes sus sentimientos—. Siempre te quiero.
—Se dice "siempre te querré".
—¿Eh? Siempre te quiero, Aurora, y yo me entiendo. Querer no tiene que ver con el tiempo, sino con la eternidad, así que déjame que organice a mi aire las concordancias.
Sangre, primavera y pólvora
Al lado mismo de la casa del alemán, herr Feldmann, un Land Rover atravesado en el camino y varios guardiaciviles de mal genio indicaron al comisario que había llegado al fin del trayecto. El capitán estaba más hacia adelante y, por el momento, nadie podía pasar. Comisario o no, órdenes eran órdenes. Una ráfaga cercana sonó justo a tiempo para subrayar el acento esdrújulo de las "órdenes".
El comisario, que llevaba muchísimo sin escuchar otros tiros que los de su propia pistola en el campo, se agachó inevitablemente y, al levantarse, se encontró con varias sonrisas zumbonas debajo de los tricornios, que le sentaron peor aún que los estampidos.
—Esos son los nuestros —dijo uno de los guardias muy tranquilo.
—¡Joé! —confirmó otro.
—¿Qué es lo que sucede exactamente? —preguntó el comisario con aire de autoridad.
—Ya ve usted: tiros —dijo un tercero—. Por eso mismo no se puede pasar más adelante, pero ya hemos avisado.
En efecto: por el camino venía el teniente con el tricornio en la mano, andando despacito y procurando parecer despreocupado. El capitán le había endilgado aquella especie de relaciones públicas y bien que le fastidiaba hacer de cicerone mientras había tiros que, a fin de cuentas, es la parte épica de la profesión.
Dudaba entre decirle "estos son los hechos" o "no hay novedad, solo un poco de ruido". Al final saludó militarmente al comisario y le explicó que, al acercarse dos guardias a la puerta, alguien empezó a disparar desde la casa. Cada vez que el capitán les gritaba que estaban rodeados, ¡zas!, un tiro. Había una escopeta, seguro, y varias pistolas que podían hacer su papel aunque de momento, y A.D.G., no había heridos entre "los buenos".
—¿Han tratado de usar a Pablo Casavieja como rehén para escapar? —preguntó el comisario.
—No, ya ve usted —respondió el teniente a la ligera, aunque no tenía un pelo de tonto.
—Me parece que nadie rapta a un hombre para quedarse a doscientos metros del coche tiroteado —gruñó el comisario—. ¿Saben de quién es la casa?
—De Javier Pons y Pons. ¡Pons! —exclamó el teniente de buen humor—. Suena a disparo, ¿eh?
Este Javier Pons hubiera sido un self-made man en los Estados Unidos, pero aquí no pasaba de sinvergüenza y gracias. De obrero de una fábrica de bisutería había saltado a socio de una agencia de alquiler de coches y más tarde socio también de una discoteca. Por último, ocho o nueve meses antes, había abierto una joyería preciosa, llena de verdaderas obras de arte. Todo sin que se le hubiera muerto algún tío secreto. Además, no era nada discreto y vivía a la grand dumont.
El comisario tenía a un hombre, el inspector Palizas, detrás del tal Javier que, según todas las apariencias, debía su prosperidad al postmoderno negocio de la heroína. Como otros antes, había decidido arriesgarse y, de momento, el tráfico de drogas le iba la mar de bien. Hay gente, muy decente además, que en vez de tener el dinero en el banco sacándole un diez o un doce y con riesgo de que Hacienda intervenga, lo invierte sin preocuparse muy bien de en qué. Javier Pons y Pons pagaba muy buenos intereses: el treinta y tantos por cierto y hasta el cuarenta. Pero como ganaba más del mil por cien en su comercio, se estaba haciendo de oro.
¿Qué relación tenía Pablo Casavieja con Javier? El joyero procuraba ser sociable. Daba alguna que otra fiesta. Era socio del club de fútbol y del Club Marítimo. Tenía un yatecito y no hacía ascos a los donativos políticos. Se apuntaba a las cenas de Leones y Rotarios y no se perdía conferencias políticas, mítines y homenajes, de manera que le conocían todos los peces gordos con los que, además, solía tutearse.
El teniente también se imaginaba que, buscando al consejero autonómico, habían levantado otra clase de caza. Algo raro debían de estar haciendo en aquella casa cuando vieron a un guardia que llamaba y a otros que se movían por el jardín. Los que fueran creyeron que los civiles iban directamente a por ellos, les fallaron los nervios y empezaron a disparar. El capitán pensaba más o menos lo mismo, pero no perdía la esperanza de que los de la casa tuvieran a Pablo Casavieja, porque si no daban pronto con él, el caso se les escaparía de las manos y el señor Calviño, desde Televisión, contaría cualquier falsedad con el capitán en plano americano; acto seguido, coroneles y generales empezarían a meter las manos y, como España trata tan mal a los uniformes, hasta podían meterle un paquete por cualquier pejiguera.
—¡Están rodeados! ¡Salgan con las manos en alto! —gritó por enésima vez. Ni siquiera había sacado la pistola de su funda: si no se rendían los sitiados quizá la aireara para el asalto, lo que le apetecía un montón a pesar de haber sido tajante con sus hombres: "tirad a las paredes o a los cristales altos de las ventanas".
El teniente, cuando llegó otro Land Rover con cargas de gases lacrimógenos, no tuvo más remedio que acceder a que el comisario y su inspector le acompañaran a la primera línea, donde el capitán, sentado tras una pared, fumaba un cigarrillo rubio.
—Bien ahumaditos —dijo el capitán mirando con simpatía los proyectiles de gases, lo que le llevó a una asociación de ideas—. ¿Cómo se llama ese gas alemán que tan buenos resultados dio?
—Zyklon B —respondió el comisario procurando dejar claro que también a él se le había ocurrido la posibilidad de gasear en serio a los que se defendían en la casa—. ¡Qué tiempos! ¿Cree usted que son los raptores?
—O los asesinos —añadió el inspector, que era todo un optimista.
—¡Qué más quisiera! Pero no creo que nadie en su sano juicio se quede a doscientos metros de la fechoría. Eso solo pasa en las películas y porque en América no hay Guardia Civil: aquí todos saben que miramos hasta debajo de las piedras —dijo el capitán con no poco orgullo—. Lo más probable es que nos hayamos encontrado con unos gilipollas que estaban haciendo alguna barbaridad que no tiene que ver con Pablo Casavieja. ¿Conoce usted a Javier Pons y Pons, comisario?
—Si está ahí dentro quedará explicada la extraordinaria pujanza de sus negocios. Tal vez hayan traído aquí un alijo de droga y, al verles a ustedes, hayan creído que los venían siguiendo.
—Tal vez.
Las granadas lacrimógenas habían sido distribuidas y varios guardias apuntaban ya hacia las ventanas. El capitán tiró el cigarrillo y puso cara de ir a meterse en harina. Levantó el megáfono a pilas y repitió la misma canción.
—¡Están ustedes rodeados! —¡pim, pam! hicieron las armas de la casa y una esquirla de piedra pegó en la bocina del megáfono—. ¡Salgan con los brazos en alto! —¡pim, pam!, pero esta vez el capitán se había agachado ya y estaba dando la señal de fuego—. ¡Me cago en la mar!
Bien pronto salió humo por todas las junturas de la casa.
—¡Se ha abierto la puerta, mi capitán!
—¡Arrojen las armas! —gritó este por el altavoz.
Un tipo en vaqueros salió corriendo como un gamo. Saltaba de flor en flor, muy primaveral y dispuesto a hacer mutis por el foro. Un guardia echó a correr tras él y se perdieron detrás de la casa, dejando bajo sus pies nubecillas de polvo. Dos aparecieron entre la humareda tosiendo y boqueando: no parecían tener ganas de más jarana y fueron esposados y tendidos en el suelo con comodidad mientras otros guardias con máscara entraban en la casa tomando precauciones.
Poco después le entregaron al capitán un maletín pequeño lleno de bolsas de plástico. Si el capitán hubiera sido del FBI o algo por el estilo, ahí estaba su momento para mojar el dedito en los polvos y llevárselos a la boca, pero el capitán era de una ciudad pequeña de Soria y no se andaba con chorradas: después de ver lo que había visto en su vida, ni en sueños se pondría a chupar polvitos blancos aunque le constara que eran de talco.
—No van con ellos Javier Pons y Pons —le advirtió el comisario cuando, por fin, el guardia regresó con el tercer pistolero, ambos jadeantes y de muy mala leche—. Voy a mandar a mis hombres que le agarren desde la radio de mi coche.
—¿Dónde está Javier Pons? —preguntó el teniente a uno de ellos.
—¿Qué Javier?
—¿Qué Pons?
—Lo más probable es que estos cabrones le hayan avisado por teléfono.
Junto a los coches, en el camino, estaba el tal "Ataúlfo", director del diario local, supuestamente regional, dispuesto a pasar a la posteridad con una noticia de primera mano: ya estaba bien de copiarlas todas de Efe o de Cifra. Los guardias a su alcance miraban al tendido y, también, a un gorrión descarado que brincaba en torno a un verdoso cagajón de vaca.
—¡Comisario! —exclamó Ataúlfo al verle— ¿Qué sucede?
—¿Cómo está usted aquí? —preguntó el capitán.
—Por allá —señaló a unos quinientos metros— vive un redactor deportivo y me ha llamado diciendo que le había despertado un tiroteo de todos los diablos. Se acuesta a las seis de la madrugada y no le ha gustado nada el toque de diana.
—Jodíos teléfonos —gruñó el teniente.
"Ataúlfo" miraba a los tres hombres esposados que todavía tosían y llevaban las mejillas empapadas en lágrimas: como no podía creer en un arrepentimiento y no se le ocurría pensar en gases lacrimógenos, le dio por imaginar que les había zurrado hasta que se pusieron a llorar.
—¿Qué es lo que ha sucedido?
—Estos —dijo el capitán— que encendieron una traca.
—Vamos, vamos... ¿qué es ese coche, Renault Fuego, lleno de sangre que hay más allá?
—¿Un coche? —preguntó, inocente, el capitán.
—Es el mío, mi capitán —dijo el teniente muy puesto—. Y aquello no es sangre, sino salsa de tomate.
"Ataúlfo", también llamado Antonio Pons, no estaba dispuesto a que le torearan. Había escuchado disparos; había visto el coche con el parabrisas roto y manchas en el asiento, y contemplaba a tres hombres esposados y llorosos.
—Creo que no es el momento de bromear... —empezó.
El comisario hizo un gesto de calma al capitán y se llevó a "Ataúlfo".
—Mire, amigo mío: ¿por qué no se viene conmigo a ver al gobernador? Él le explicará las cosas y le pedirá que se las guarde un poco de tiempo para conseguir atrapar a los culpables. ¿Qué le parece?
—¿Es cosa seria? —preguntó "Ataúlfo" con gravedad fingida.
—La vida de un hombre está en peligro —le respondió, teatral, el comisario.
—Tal vez la vida de dos —exageró el capitán.
El teniente se acercó al periodista y sacó el cargador de su pistola que llevaba lleno de balas blindadas, de proyectil niquelado y brillante:
—Balas de plata —le dijo muy serio—. ¿No querrá preocupar a la población contándoles que perseguimos a un hombre lobo?
Política en el campanario
Andrés Nilson era el paria de los concejales, relevado de sus funciones desde que empezó la campaña del referéndum. Era un tipo desconfiado y jaranero que llevaba algún tiempo buscando una oportunidad para cobrarse ciertos agravios con un alto interés.
Tenía Andrés el vicio español de la independencia, la cerrilidad personalista y, aún siendo un tipo eficaz y casi metódico, encajaba cada día peor en un partido que sacrificaba las ilusiones a las realidades del ejercicio del poder, y la verdad a la consigna.
Se había hecho socialista, con Franco ya muy enfermo, porque un policía armado le pegó un porrazo en el hombro, por la espalda, ya que en ese momento Andrés corría como alma que lleva el diablo. El porrazo se convirtió en un asunto personal entre el Jefe del Estado y Andrés, como corresponde al desmesurado talante de cualquier español que se precie. Andrés, como tantos, era partidario de llevar una cédula, tal como Costa explicó, que dijera: "por la presente este español queda autorizado a hacer lo que le dé la real gana", más o menos.
Así que socialista hasta que el socialismo dejó de ir contra lo establecido porque lo establecido era, justamente, el socialismo, ya burgués, ya con buen pasar, ya con el riñoncito marxista y respondón bien cubierto. Si se uno esto a ciertas tirrias personales bien fundadas y a un carácter inquieto e imaginativo, se tiene a un Andrés, entregado definitivamente al placer de llevar la contraria; a un concejal reconvertido en guerrillero urbano, en francotirador municipal, en un Catilina bien plantado "sed ingenio malo pravoque" que, como el que describió Salustio, tomada pacientemente nota de sus enemigos para hacer después un bonito ajuste de cuentas.
Andrés Nilson, como todos los malvados que se precien, tenía un esbirro, Jorge; algo así como el criado jorobado del Doctor Frankenstein, solo que en lugar de jorobado era barbudo y algo disléxico, además de enfermo de pólipos en la garganta que le obligaban a pronunciar las erres como "gues", a la francesa, y las ges, para complicarlo todo, como kaes, lo que añadía a la conspiración el toque artístico de una prosodia cifrada y críptica.
El esbirro, al que Andrés enseñaba contabilidad e informática a fondo perdido, y al que había colocado de jardinero oficial, se llamaba, encima, Jorge, que el muy desventurado pronunciaba Cogque. Su garganta caprichosa y sus largos silencios, le habían dado fama de subnormal concienzudo, pero Andrés, que no se dejaba llevar por las apariencias, lo usó sin problemas para pegar sellos, llevar cartas y hacerle compañía durante las noches de vino y gresca a las que era afecto. "Cogque" le pagaba con lealtad perruna, y como un perro hubiera mordido a quien en su presencia hiciera por casualidad un feo a su señorito.
La mañana en que desapareció Pablo Casavieja, Andrés contaba ya con un amplio historial contestatario y probablemente delictivo, porque no era malvado de estarse mano sobre mano y ceder a la imaginación el peso de las operaciones vengativas. Quizá no era toda suya la culpa y debía compartirla con su padre, abogado que, desde muy pequeño, le hizo considerar la justicia como algo más necesario que el aire, y le enseñó aquella máxima que Andrés repetía todavía, pero en versión subtitulada: "odia al delincuente y compadece al delito". Así le hacía más gracia.
Él personalmente, con sus manos pecadoras, había hecho desaparecer doce bloques de matrices de multas ya impuestas, olvidadas cándidamente sobre la mesa del jefe de la policía municipal, hecho que resultó un considerable alivio para la ciudadanía motorizada, tan exprimida. Él, a través del bueno de Jorge, había impuesto aquí y allá cien multas auténticas y legales, cada una de ellas por un millón de pesetas. "Cogque" las fue dejando con nocturnidad y no poca alevosía, en coches de prohombres, mayormente altos funcionarios, médicos de moda y hasta en el del corresponsal de la Tele, para asegurarse una buena prensa.
Una idea casi genial, a juzgar por los gritos que pegaban las víctimas tanto en las ventanillas de pago como en el despacho del jefe de la policía y en los del concejal de urbanismo y del alcalde, según la calidad del que gritaba. "Malentendido o no —llegó a decir Andrés en un pleno— hay que afrontar que alguien está tratando de desprestigiar a este Ayuntamiento". ¡Si lo sabría él! No obstante, todos se pusieron a mirar al portavoz de la oposición al que poco tiempo atrás se le había llevado la grúa el coche de delante del Ayuntamiento y, a voces, prometió que rodarían cabezas mientras espumaba como una botella de champán removida a mala idea.
Era lástima que su feliz inventiva solo pudiera ser comentada por el esbirro Cogque, parco en el lenguaje y, encima, difícil de entender. "Cogque" había sido protagonista principal cuando el concejal sin cartera, Félix Sierra, amigo de la hija del dueño de unos viveros botánicos, convenció al concejal de urbanismo para talar un montón de árboles callejeros acusados de pulgón y otras malas costumbres, para ser substituidos por chopos, naranjos amargos, mimosas, macrocarpas y hasta pinos mediterráneos. "Cogque", sabiamente amaestrado por su señorito, desmochó los arbolillos recién plantados y una mala lengua hizo correr la voz de que el concejal sin cartera, el feliz Félix, los rompía para mantener una saneada fuente de ingresos para los viveros de su última amada que, en efecto, algo puta y progresista sí era.
También Andrés había interceptado el pliego de condiciones para la adjudicación del asfaltado de quince calles, en el que el constructor, que antes hizo el polideportivo y los chalés del alcalde, el vero autónomo y Pablo Casavieja, ofrecía exactamente cien pesetas menos que la oferta más baja presentada. En realidad, el constructor —carné de 1978, hijo de un caído por la República y casado con una tía del sumo autónomo— había presentado su pliego de los primeros, solo que luego el mismísimo alcalde, ya enterado de las ofertas, cambiaba la hoja con el presupuesto por otra distinta, ya corregida. Esta vez hubo un doble cambio, de modo que cuando se leyó en el pleno el constructor no ofrecía esos veinte duros menos sino doscientas mil pesetas de más y, ante el asombro de propios y extraños y del mismo contratista, se le fue al carajo el negocio.
El problema ético de la licitud del comportamiento de Andrés, siendo como era, militante socialista y concejal, le traía al fresco. Hombre de acción, actuaba; pero actuaba con método gracias a que había encontrado quien le repasara los deberes antes de ponerlos en limpio. Su consejero operativo se llamaba Sebastián y era coronel en la reserva activa además de vecino del sumo autónomo. Estaba a punto de pasar a retirado y tener derechos civiles, que es como tener un tío en La Habana antes de Fidel. Derechos militares, por español y por hombre de honor, no había tenido ni hubiera querido tener.
El coronel era amigo del padre de Andrés y de vez en cuando conversaba con el concejal socialista, si bien al principio le miró con cierta prevención: no en vano Narcís, Felipe, Barrionuevo, Múgica y otros expertos en milicia decían pertenecer al mismo partido de Andrés. La desconfianza duró hasta que, después de escuchar cómo el presunto concejal rojo largaba sobre mamones, chupones, trepas, tornadizos, giracamisas, perjuros, exclamó lleno de alegría:
—¡Coño, eso se avisa! Si de veras hay socialistas como tú, quizá no esté todo perdido.
—¿Verdad que sí? —respondió Andrés—. Será porque todavía me creo esas cosas antiguas de la justicia social. Además, como no he leído ni a Marx, ni a Engels ni a Sabato, ni al literato Guerra, no estoy embrutecido todavía.
Y entonces se pusieron a contarse mutuamente que había que organizar un Dos de Mayo con sello de urgencia. Al coronel le cogía un poco viejo, porque los Doses de Mayo son cosas de manolas, chisperos y capitanes llamados Daoiz por lo menos, pero la francesada y los mamelucos andaban sueltos, no se podía confiar en la reserva espiritual de Móstoles y, a falta de alcalde propicio, bien podía servir un concejal dado que los tiempos eran más populares y democráticos.
—Eso. Yo soy democrático como un diablo y me sé un trabalenguas increíble: "el gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo comía trigo en un triste pesebre de color burgués rojizo".
También afirmó ser socialista mediterráneo —en rápida acumulación de despropósitos— para oponer a la tristeza del socialismo mesetario la alegría mesetaria de un socialismo playero y bronceado, como si una de las hijas de Marx hiciera windsurfing y ligara con los camareros.
—Además —terminó en son de disculpa— ya no hay socialismo: solo socialistas y la gente dice por ahí que no somos de fiar. Guárdeme el secreto, pero somos algo mentirosillos.
Andrés era voluntariamente alegre, cosa que le divertía más cuantos menos motivos tenía para la alegría. ¿Pero qué le iba a hacer si, según Serrat puede confirmar, nació en el Mediterráneo? Soportaba un gran ramalazo aventurero, como demostraban sus cursos de paracaidismo y de vuelo en alas delta, su lucha secreta para comprarse un microligero para hacer la competencia a las gaviotas, y aquella expedición a la Amazonía, cuando todavía existía la Muy Gloriosa e Imperial Cofradía de las Bicéfalas Águilas.
Con amigos locos, patrocinadores con poca visión de los negocios, un periodista que no quería ir solo y limosnas familiares, se habían pasado dos meses sueltos por los bosques aquellos, por los ríos aquellos, sacando fotos de indios y de animalotes extraños y comiendo pan de yuca, arañas bien cebadas, peces con color y sabor de barro y alguna que otra cacatúa. Pero esas aventuras eran puro juego al lado de la otra, la grande; al lado de la ruleta de la vida, del tiempo increíble, de la soledad inevitable.
El coronel, que se maldecía por no haberse llevado a casa un cañón cuando todavía estaba en el segundo grupo, le dijo otro día de más confianza que tenía que hacer una buena guerra para volver a sentirse bien y en paz. De momento no tenían ni un jodío corneta, si se exceptuaba a "Cogque", que siempre haría un buen papel en el Estado Mayor, pero ya se sabe que cuando se terminan las municiones es de buen tono combatir a la bayoneta.
¿No se le ocurría al pedazo de concejal que era Andrés que, en su privilegiada situación, podía tener el mismo valor táctico que, por lo menos, un batallón de cabos de vara tras largos meses sin catar tintorro? Si Napoleón hubiera tenido un concejal adicto en Móstoles, por ejemplo, ¿hubiera llegado a liarse la que se lio? Si el régimen de Franco, dicho sea sin nostalgias, lo hubiera defendido un concejal al menos, ¿se habría atrevido a regresar el compañero Carrillo? Enigmas de otra dimensión, sin duda, pero un concejal en canal vale bastante más que cientos de pegacarteles y portapancartas, y casi tanto como medio locutor de televisión. ¿Por qué desaprovecharlo en plenos y en vinos españoles?
—España ha sido invadida —le informó después—. Se la han comprado unas cuantas compañías internacionales que han fundado aquí, para administrar su feudo, sucursales de los partidos internacionales que controlan.
—¿Y qué quiere que le haga yo, mi coronel?
—Declararles la guerra. ¡Pues estaría bueno!
Luego, tras meticulosos estudios, había sucedido lo de los Premios San José e, inmediatamente, la desaparición de aquel gran cabrón que, en el siglo, atendió por Pablo Casavieja, el hombre que había viajado tres veces a Libia invitado a cuchillo y tenedor, y una a Mallorca, cuando el beduino loco vino a darle un beso, bien que protocolario y ritual, al Felipe González y no se sabía aún que fuera un beduino ultraderecho. Por si fuera poco, sin duda para fastidiar más el asunto con reminiscencias músico-rebeldes, acababa de volver a reír la primavera.
—Esto es un agravio —le dijo a Pedro Gómez cuando este se dejó caer por el Ayuntamiento para charlar sobre los primaverales problemas del consejero Casavieja—. Pablo desaparece y vuelve a reír la primavera. Tu, que eres un deductivo Sherlock, ¿crees que la cosa guarda relación?
—¿Qué tal te llevabas con Pablo? —le respondió Poligómez, que iba a lo suyo.
—Si llegas un momento antes me hubieras pillado lavándome la sangre. Me he salvado por los pelos, y por el jabón, desde luego.
Pedro Gómez, policía de pro y paciente mochuelo de las noches ciudadanas, sabía cosas poco agradables de Pablo y de la mujer de Andrés, pero se preguntaba si Andrés las conocía también o si mencionarlas supondría darle, por sorpresa y a traición, una patada en la parte que llaman ingle. Muy asqueroso aquel asunto, aunque Andrés no era ya un crío y, por su parte, hacía una inquieta y algo disipada vida.
—A ti te han liquidado en tu partido, Andrés.
—Me he escindido en solitario, si exceptuamos a Jorge, que siempre ha sido un tipo excepcional. ¿Qué relación hay entre eso y que Pablo Casavieja desaparezca?
—Eso es lo que quisiera saber.
—Me imagino que sabes tú más que yo. Lleváis una carpeta bien secreta de cada uno de nosotros, digas lo que digas. Pablo es vicepresidente autonómico, consejero de cultura y deportes, presidente del Patronato de la ídem y, además, está metido en negocios particulares, principalmente de hostelería. También es socio de una Estate Agency, que le dicen ahora, y profesor de instituto en excedencia. Si quieres saber mi opinión, tanto le puede haber escabechado un turista después de pagar la factura del hotel como un alumno rencoroso.
—¿Podemos hablar de tu mujer y de él?
—No. ¿Tú ves aquí a alguna mujer? ¿Qué mujer? ¿Quieres ver mi carné de identidad? Me lo puso un amigo tuyo. Conque no sé de qué mujer quieres que hablemos, porque no poseo ninguna; como aquel que dice, tengo la cuadra vacía.
—Pero te divorciaste de ella a causa de Pablo.
—Me divorció a causa de ella, que es otra cosa. Y además, dicho sea con el debido respeto, vete a la mierda.
Pedro Gómez estaba violento y prefirió dejar así las cosas, no fueran a empeorar. Pidió perdón y trató de seguir.
—Pablo ya sufrió un atentado hace unos meses.
—Sufrió una paliza. Lo sé porque fui a verle al hospital: hubiera sido un modelo estupendo para Picasso tal y como lo dejaron.
—Y antes le habían quemado el coche.
—Ser un hombre público tiene sus pegas. No tienes más que fijarte en mí.
—Además su matrimonio va muy mal. A la salida de la entrega de los premios literarios tuvo una trifulca con Manuel Acán, que se iba con su mujer. Luego me dio la noche a mí.
—Lo sabes todo. Tal vez siguieran casualmente el mismo camino o tal vez le estuvieran buscando juntos para darle un poco de maíz.
—Coopera un poco, por favor. Luego, ayer mismo, se destapa que el jurado concedió todos los premios a obras plagiadas al mismo Manuel Acán y, desde ayer noche, nadie ha vuelto a ver a Pablo, que también era presidente del jurado. Si todo esto no está relacionado con su desaparición, yo soy obispo.
—Sí, su ilustrísima.
—¿Cómo es posible que el jurado diera cinco premios a plagios de Acán?
—Cuatro. El de novela se lo dieron, los muy asnos, a Romeo y Julieta en versión progre.
Pedro Gómez cerró el ojo: era su forma de expresar que afinaba sus opiniones. Sostenía la doctrina de que cuando se mira al culpable con un solo ojo, sea por aojamiento o por psicología, el culpable en cuestión se siente radiografiado.
—Eso seguro que lo tramaste tú, Andrés.
—O el jurado, que fue el que hizo el indio; o, por no andarnos por las ramas, los autores laureados, ¿no crees?
—Ellos me lo dirán, no te quepa duda.
—Me alegraré, porque si cantan les va a tocar pagarle a Manolo una buena indemnización, ya ves.
Pedro, habitualmente plácido, dio tres o cuatro pataditas al suelo. Estaba convencido de que Andrés se sabía todo aquel enredo, pero también tenía en cuenta que Andrés no era hombre de ir degollando vicepresidentes autonómicos. "Tormentoso se presentaba el reino de Witiza", se recitó.
—Mira, Pedro —dijo Andrés en otro tono—: yo no puedo ver a Pablo porque, además de indeseable, es cabrón de nacimiento. Pero, por eso mismo, el mundo está lleno de tipos dispuestos a hacerle una pasadita por la izquierda o una putada, para entendernos. Como además leo los periódicos, sé que la Eta anda ya tras de nosotros, los del PSOE, y, a falta de un Felipe, a lo mejor han dado por bueno a un Pablo. SI, además, quieres un dato mejor y más cercano, Pablito se juntaba con muy malas compañías para sus noches locas, cosa que debes de saber tú mejor que yo. Si le han matado, mala pata. Pero lo más seguro es que os lo encontréis apaleado y en cueros detrás de cualquier pared, con una trompa homérica. Pero si, además, sospechas de mí, puedes ir a mirar en mi cubo de basura: no te pediré mandamiento judicial ninguno, siempre que no me desparrames las mondas de patata. Pelar patatas —soliloquió— es una de las torturas de un soltero. Haga lo que haga me quedan cuadradas.
En el yantar
Siguiendo estúpidas modas muy dignas del socialismo burgués rampante, el menú de la cena de los Premios San José se había redactado en un idioma antiguo que algunos creían castellano, a base de mucho yantar, de mucho vuesas mercedes, de mucho viandas y espíritus de vino, en un intento de conseguir que las víctimas lo conservaran. Su autor, Dam Borrán, que antaño tuvo barba de chivo, se sentaba entre los del jurado y era secretario del sumo autónomo además de gilipollas de "naciencia", como él sin duda habría escrito de hallarse en el predicamento.
A proa mismo de la mesa del jurado, en el mero tajamar como quien dice, abierto a todas las olas y a no pocas sonrisas cómplices, se sentaba Belarmino, el Gran Belarmino, literato local máximo del socialismo burgués, antiguo consejero autonómico y no poco autónomo desde entonces: aspirante consentido al Premio de Novela San José. Era, si puede expresarse así, el tapado de aquella noche. Era, para decirlo en dos palabras, "puñoenrostro", el que firmaba los doscientos veintisiete folios a dos espacios llamados "Día de Días", futuro ejemplo de las letras hispánicas.
Además, Belarmino, el hombre, había llegado a ser difamado, no ya por la Ultra-D, sino por gentes del partido que le acusador de antiotanista por el mero hecho de haber escrito siete artículos bajo el título genérico de "Otan, de entrada, no", más un opúsculo —impreso por Bueno— que remachaba, en plan popular, la idea primigenia: "Otan, nanay". Solo Dios podía saber en qué se basó cierta malvada militancia para acusarle, cuatro años después, de antiotanista y presentar en la asamblea local una moción en la que se pedía su expulsión.
—¿Estáis locos? —había preguntado él—. ¿Qué es eso de que yo estoy en contra de seguir en la Alianza Atlántica? Yo acepto íntegramente, íntegramente —remachó—, el decálogo. Además, yo hablé de no-entrar y en ningún momento de no-seguir. ¿O no?
Era cierto y, en consecuencia, no se le expulsó, pero su prestigio salió resentido. Por eso el Premio de Novela le volvería a poner a flote moralmente y, además, le permitiría dar de comer muy bien a su ética impoluta con esos dos millones y medio de razones de curso legal.
Pues allí, en la mesa proel, compartía yantar culto con algunos admiradores que estaban en el secreto de su próximo éxito. Cierto que Belarmino, el Gran Belarmino, era conocido por artículos mayormente antifranquistas, por octavillas y otros discursos clandestinos, y por recitar poemas de Campoamor en los festivales benéficos y en los aquelarres partidistas a poco que el vino le acariciara el gaznate. No aportaba otras pruebas a su prestigio literario por estrenar, pero también era cierto que el compañero Nilson le había ayudado lo suyo, introduciéndole en la narración de arte mayor.
—A fin de cuentas —le dijo Andrés Nilson cuando el Gran Belarmino le confesó tener los sesos huecos de argumentos— yo te propuse concursar y tal vez no sea inmoral que te ayude un poco.
Belarmino convino enseguida en que una ayudita, bien mirado, no sería nada que la ética impidiera.
—Conviene —añadió Andrés— que la cosa no sea del todo política para que no puedan acusar al jurado de dejarse llevar por simpatías al margen de la literatura.
—Desde luego. Contar una hermosa historia, a ser posible triste, y contarla la mar de bien.
—No dudo de tu capacidad. Yo mismo he estado a punto de concursar, pero siendo el promotor de la idea de los premios... ¿no crees?
Belarmino, el Gran Belarmino, lo creía a pies juntillas.
—He tomado ya unas cuantas notas, pero si quieres te cuento un poco lo que se me había ocurrido. Verás: resulta que la hija de un industrial, pongamos que de ultraderecha, conoce a un chaval progresista, hijo de un senador, pero, claro, es impepinable que los padres no querrán saber nada de esos amoríos. La madre de la chica la quiere casar con un notario que, además, es hijo de un ministro de Franco. Ese es el asunto: un amor imposible. Pero la muchacha es más libre y moderna y, a escondidas, tiene relaciones cameras con el chaval.
—Ya me lo imagino: queda preñada.
—¡Eso es demasiado fácil para tu ingenio, Belarmino! Además, ¿para qué se han inventado los "esterilet", eh? Es mejor que se pongan de acuerdo con un alcalde amigo del senador (que es el padre del chico), que les casa por lo civil a escondidas. Pero el hermano de la chavala, que es falangista lo menos, va al ayuntamiento a pagar una multa de estacionamiento y se entera. Ya tenemos el drama. Entonces junta a cuatro o cinco de su banda ultra y se van a dar un repaso al chico progre, al que pillan a la entrada de la Casa del Pueblo. De resultas, un amigo del chico, que además es su primo, recibe un garrotazo y al hospital que se lo llevan con fractura de cráneo, muriéndose.
—¡Toma! ¿Sabes que no es una mala historia? Es lástima que no puedas participar tú.
—Pues espérate: el chaval bueno sale encoraginado del hospital. Todavía lleva sangre de su primo en la mano, de cuando le trasladaron en la ambulancia, así que coge una navaja, espera al marido de su hermana y le corta la cara, ¡zas, zas! El otro se defiende con un puño de hierro y nuestro mozo, en legítima defensa, no tiene más remedio que matarlo. El padre del muerto arma la marimorena; el padre del chaval intenta tapar la cosa, pero al final, el senador y el gobernador, que es amiguete, le dicen que se vaya a Madrid, a esconderse, que es lo mismo que pasar desapercibido. Aquí se puede escribir algo muy bueno: un matrimonio que se tiene que separar. Pueden pasar su primera y última noche en la casa del industrial, haciendo el amor con mucha pena porque entre ellos se interpone la sangre del cuñado facha. El chaval, injustamente, tiene que huir para no i a la cárcel a pesar de que mató en legítima defensa, y a un falangista.
Y así, poco a poco, llegaron al final de aquella tremenda historia que terminaba con el suicidio, o eutanasia ética, de los dos amantes y que encantó al burrete de Belarmino, que ya empezaba a sentirla hija de sus dramáticas meninges. Por eso, convertido en futuro célebre autor de Día de Días, estaba en la proa misma de la mesa del jurado y sonreía muy contento, pensando en futuros premios y, ¿por qué no?, en un Nobel, que se tendría bien merecido tanto por socialista sin mácula como por talentudo.
En una de sus miradas casuales sobre los mortales que solo pensaban en comer, vio como Andrés Nilson se levantaba y corrió hasta él.
—¿Sabes ya algo, Andrés, hijo?
—Tanto como tú, Belarmino. Estate tranquilo, que el jurado en pleno está de acuerdo en que tu obra es la mejor.
Belarmino necesitaba que le halagaran el oído: ya había cogido el vicio del escritor y nada más placentero que oír que había escrito un novelón, que más que novelón era un mundo en sí mismo, lleno de matices delicados, de sufrimientos sin cuento y de profundo amor moderno.
—¿La han leído todos los del jurado?
Andrés Nilson había tomado la precaución de que Dam Borrán, que era algo más instruido en primeras letras, no hubiera tenido oportunidad de hacerlo. Dam, ni aún por disciplina de partido, se hubiera callado el refrito que significaba "Día de días". No se la quitó, en cambio, a Quintanilla, el presidente del Ateneo, porque desde un principio supo que no la leería, pues patrocinaba otra novela escrita por un reformista catalanista. De todas formas quedaba Quintanilla en minoría, de modo que no había por qué tomarse molestias.
—Todos han leído tu novela —mintió Andrés sin ningún escrúpulo.
—¿Y qué piensan de ella?
—Que la van a premiar. No está mal su pensamiento.
—Pero la premian por su calidad, ¿no?
"Este hombre es tonto" —se dijo Andrés mientras sonreía como un buen muchacho.
—Naturalmente, Berlarmino. Dicen que es de gran calidad, profunda, actual y sincera.
—¿Y te vas? ¿No estarás aquí cuando den a los ganadores?
—Pipí —respondió Andrés Nilson escuetamente.
Pero no era cierto: se iba detrás de Aurora. Él sabía más que ella en aquellos momentos. Vio como salía del comedor Manuel Acán y como cinco minutos después le seguía Aurora; lo que no podían saber ambos es que, algo más tarde, Pablo Casavieja, marido engañado y gran canalla en opinión de Andrés, también había abandonado la mesa del jurado y se había perdido por los lejanos pasillos.
—La cosa está que arde —murmuró para sí mismo: empezaba a oler el grato aroma de la venganza. Una venganza que le había llevado diez meses de manejos y mentiras. Una buena, dulce y algo salvaje venganza: como Dios manda a todo español que se precie.
Los Premios San José
Pocos mortales han oído hablar de la "Muy Gloriosa e Imperial Cofradía de las Bicéfalas Águilas", hermandad estudiantil que consumió sus mejores esfuerzos en vaciar jarras de sangría helada durante casi tres veranos calurosos y que floreció, para morir, en un viaje a la Amazonía. Y menos personas todavía tuvieron la oportunidad de escuchar las perezosas charlas entre trago y trago, propias de gente que estrenaba vida e ideología y que filosofaba a modo sobre un mundo que no les gustaba un pelo por unanimidad, y con toda la razón.
Eran todos ellos algo falangistas y algo antifranquistas, mientras hablaban de la libertad como de algo urgente y de la democracia como de algo muerto. Miembros de aquella Muy Gloriosa e Imperial Cofradía fueron Andrés Nilson, hasta el episodio del porrazo, Pablo Casavieja, que había llegado a jefe de Centuria de la OJE, y Manuel Acán, que se constituyó ya entonces como la salsa poética de aquel grupo, además de ser el dueño de los discos de Adamo, algo anticuados ya, con los que amenizaban las tardes soñadoras y algo curdelas de la bodega donde celebraban sus capítulos.
A aquella bodega llevó Manuel un buen día a Aurora, que era antigua compañera. Llevar faldas a su mesa reservada estaba en contra de todas las normas: el que más y el que menos tenía noviecita o algo por el estilo, pero de cinco y media a siete y media las Bicéfalas Águilas se sumergían en una reparadora misoginia donde el detalle femenino corría exclusivamente a cuenta de la sangría.
La traición de Manuel Acán de presentarse de la mano de Aurora fue muy mal digerida, y más aún cuando todos se desvivieron por hacerle la vida agradable a la muchacha, que era entonces y lo había sido desde siempre, la más mona de las de su curso, en parte gracias a esos ojos limpios, entre asombrados y alegres.
Muerta y enterrada la Muy Gloriosa e Imperial, de ella quedaron recuerdos agradables, memorias de canciones lánguidas y Andrés, que tuvo que volverse socialista para ser engañado, y Manolo, que no se volvió nada distinto porque le dio por ser más igual a sí mismo y sin entrar al trapo del politiqueo más que de tarde en tarde y a través de un muestrario de la palabra soez.
Cuando una cabeza se satura de odio, los recuerdos se agudizan. El que odia, según descubrió Andrés Nilson, no olvida; es como un elefante quisquilloso o como un fichero informatizado. Y así fue como, por sus oscuras y vengativas razones, Andrés se encontró pensando en la Muy Gloriosa e Imperial, en el poeta Manolo, que andaba cada día más cerca de los Cerros de Úbeda y definitivamente en Babia, y en Aurora, tan guapa a sus dieciocho años, novia que fue de Manolo y mujer actual del maldito Pablo Casavieja, el tipejo autonómico que le había hecho la puñeta y al que, anónimamente y con modestia sin cuento, había mandado al hospital con la ayuda del hermano garrote.
Manolo se enteró de estos recuerdos cuando a la hora de las tapas, a punto de enfangarse en una chinada con desconocidos casuales, le empezaron a dar golpecitos en el hombro, en plan morse de la amistad. Era Andrés Nilson que le sonreía y manifestaba ante testigos sus inquebrantables deseos de invitarle a una copa que, puesto que Manolo era abstemio por convencimiento vegetariano, ya sería coca-cola, ya.
Pasar de la copa a los recuerdos y de los recuerdos a sus últimos contactos, mayormente lejanos, fue todo uno. Andrés sostenía, contra natura, la teoría de que pelillos a la mar, mientras Manolo, que era desconfiado, prefería hacer una defensa siciliana en aquel ajedrez de la amistad perdida y recuperada en el templo de Baco. Manolo, como se ve, era hombre imaginativo que, con el tiempo, había aprendido a la vista de los extraños cambios que habían pegado sus amigos. Además, ambos habían sostenido, solo cinco meses antes, una polémica periodística en la que Andrés llamó fascista a su amigo por afirmar que los mejores partidos eran los de fútbol, y Manolo contraatacó a la desmesura contándole aquello de que "por sus obras les conoceréis".
—¡Qué tiempos! —comentó Andrés—. Creo que la maldita política ha destruido muchas amistades, ¿y tú?
—Yo creo que quienes cambian de criterio es que nunca lo han tenido —respondió Manolo, agresivo a su modo—. Hace diez años yo ya no escribía poemas y era español, ¿sabes? No he sido yo el motor del cambio, por así decirlo.
—Me la guardas, ¿eh, Manolo? Siempre has creído que, por ejemplo, cantar el "Cara al Sol" una sola vez compromete para toda la vida.
—Más compromete hacerse concejal del PSOE sin ser socialista —respondió Manolo, que era apolítico pero no tonto.
—¿De dónde te sacas que no sea socialista?
—De que te pasas de listo.
—Se hace lo que se puede, pero ahora he venido a firmar la paz contigo. En confianza te diré que también a mí la política me parece una canallada. ¿Sabes que me estoy quedando solo? Si no obedecer a tu mando natural, si no opinas como lo hace la mayoría, van a por ti, y yo ya me he cansado de hacer cucamonas y de decir que sí.
—Pero no es por eso solamente.
—¿Te refieres a mi divorcio? —preguntó Andrés, súbitamente en guardia.
—No, qué va. A pesar de todas las sorpresas que me has dado, te conozco algo, y tu soledad se debe, seguro, a que perteneces a otro planeta que tus compañeros. ¿Por qué os llamáis compañeros y andáis siempre zancadilleándoos, Andrés?
—Estoy cansado de gente zafia. No hablo de la política solamente. Es que los zafios ahora hacen alarde de ello, y te los encuentras comiendo a tu lado, dándote instrucciones, opinando que su zafiedad es moderna y hasta intelectual, o corrompiendo con su estupidez a los inocentes.
Manolo volvía a oír palabras que le gustaban y temía que se las estuvieran diciendo para eso precisamente, para que le gustaran, porque Andrés siempre había sido diplomático y sabía caer bien a las personas.
—Y a fuerza de la soledad te has acordado de mí, ¿verdad?
—¿No decía aquel profesor nuestro que la soledad conduce a la sabiduría? —replicó Andrés para arrepentirse enseguida—. Mira, Manolo: te pido perdón por las discusiones que hemos tenido. Confieso que estoy muy mal, dejando incluso de ser un hombre, porque me he llenado de odio. ¿Puedes entenderme?
—Más o menos. No lo he sentido nunca hasta la fecha.
—Porque eres un tipo raro. Intentas vivir al margen de todo.
—Pero vivo, y tú ya veo que no. ¿Es cierto que odiar es no vivir?
Andrés creía necesitar a Manolo, de manera que estuvo dispuesto a hacer algunas concesiones respecto a su intimidad. Ambos hombres eran reservados, pero no de la misma manera: uno amaba las pasiones porque las sentía como vida, y el otro las odiaba porque las vivía como muerte. En consecuencia, uno era poeta y el otro estaba a punto de convertirse en un vengador enmascarado.
—Odiar es vivir muy mal —confesó—. Y aún hay otra cosa peor: el odio tiene algo que hace que lo sientas como eterno y que sepas que no terminará jamás.
—Lo mismo que el amor, si te fijas bien.
—El amor, ¡bah! Te diré yo lo que es el amor: una forma de engañarte; unas ganas tontas de que te engañen. Te compras una mujer como te compras un dormitorio y la amas por la misma razón que comes o que duermes: necesidades que conviene adornar. Por eso confundimos, por ejemplo, dormir con soñar y fornicar con amar.
—Bueno —respondió Manolo, que no quería discutir según qué cosas—. Ya me dirás si quieres seguir haciéndome confidencias o si has venido a pedirme algo.
—Quizá necesito tu ayuda —se echó a reír—. Es curioso cómo es el mundo y que yo tenga que pedir ayuda a un señor con el que me he enfrentado en público, precisamente porque sé que ningún amigo me la dará. Tú ahora pareces un hombre moderado y tranquilo, pero yo sé muy bien que eres un exaltado violento, y un tozudo, y un soñador.
Manolo se sonrió muy bajito, con mucha suavidad.
—Te sientes un caballero andante. Siempre fuiste así, incluso cuando aquella Gloriosa e Imperial Cofradía. NO sé muy bien por qué, pero te encanta ser libre para ponerte normas que te llevan de culo.
—Será un defecto de fabricación, digo yo.
—¿Quién sabe? Lo cierto es que tienes una vena de Quijote; te atraen las causas perdidas, las batallas que no te benefician, los riesgos injustificados y cualquier cosa que suponga demostrar que el hombre no es vulgar, sino especial. Creo que en el fondo se trata de llevar la contraria al mundo; de desmentir a tu propia materia y, quizá, se creer que así no te ensucias con la porquería que te rodea.
—Quizá —dudó Manolo—. Y ahora que ya me has dado el jabón, dime para qué me puedes necesitar.
—¿Para qué puedo querer yo a un caballeo andante? Para desfacer un entuerto o para hacer un torneo, ¿no? —Andrés recordó, con esa precisión que su odio da, algunas de las fobias de Manolo—. ¿Por qué la gente cree que Neruda es el mejor poeta, Picasso el mejor pintor y El País el mejor periódico? ¿Por qué Gala tiene éxito? ¿Por qué Paco Umbral está habilitado de genio? ¿Por qué el Guerra escribe artículos?
—¿De verdad quieres una respuesta sincera?
—¿Por qué se hacen ahora en España menos de la mitad de las películas que antes y todos creen que se hacen más y mejores? —siguió Andrés—. ¿Por qué no llegamos a enterarnos de ciertas noticias mientras otras nos las meten hasta en sueños? Te lo diré: porque se está organizando un dirigismo cultural e informativo y hay la consigna de apoyar solamente a escritores, cantantes, periodistas y artistas monocolores.
—¡A buenas horas mangas verdes! Si es eso todo lo que me tienes que comunicar, te podías haber ahorrado la copa: es de dominio público.
—Hay más: acabo de obtener todos los placets necesarios para convocar unos premios literarios de poesía, cuento, investigación, reportaje y novela.
Manolo se le quedó mirando, preocupado:
—¿No querrás que te ayuda a organizarlos?
—Justamente. A organizarlos y a ganarlos —respondió Andrés—. A ganarlos con otro nombre y a hacer una especie de guerrilla cultural, que no todo tiene que ser pensar en las musarañas y escribir poemas raros.
—Hay hace un mes que no he pensado en ninguna musaraña.
—Pues habrás pensado en algún detergente, como si lo viera.
Manolo, junto con otros dos amigos, trabajaba en publicidad, un mundo apenas sin reglas donde el intrusismo era mayoritario e inevitable. Contrataba, por ejemplo, anuncios para prensa o publicidad exterior, en vallas dentro de la ciudad. Ofertaba reclamos y hasta hacía minicampañas a los clientes más rumbosos que creían que la publicidad, vendiera o no, daba prestigio. Odiaba en parte su trabajo y en parte la mentira publicitaria.
—Pero no quiero hablar de tu trabajo, sino de que para ti no parece haber pasado el mismo tiempo que para mí: juraría que aún conservas ilusiones.
—¿Es que está mal visto tenerlas?
—Yo, que no las tengo, creí que medraba hasta comprender que me he quedado solo. El partido tiene gente buena y aguda, no te vayas a creer, pero está en la plana mayor, en el Estado Mayor, si quieres, y las agrupaciones locales y regionales han caído en manos de auténticos cretinos, de burgueses trepas... ¿te ríes?
—Me río, sí.
—¿Porque yo también soy un burgués trepa?
—Tú lo has dicho, no yo. ¿Te suena la frase?
—Yo no soy marxista, si te refieres a eso, pero siempre me interesó la justicia, el proteger a los débiles y el liberar a los oprimidos. Te decía —siguió— que, según veo, a nadie le importa el pueblo, sino el cargo, y, cuando no, hacer su santa voluntad, aunque para ello tengan que olvidarse de alguna ley.
—Pues dilo en público y dimite.
—Eso mismo pienso hacer.
Manolo se alarmó. Ahora entendía todavía menos la visita de Andrés. Y se lo dijo.
—Pero es que no me basta con dimitir —siguió su amigo—. Quiero dejar tras de mí tierra arrasada: es como un capricho.
—Es una venganza: no lo adornes.
—Por eso se me han ocurrido estos premios literarios. Tú eres lo más literario que conozco, Manolo: incluso has ganado dos o tres.
—Cuatro, in illo tempore.
—Has ganado cuatro y, además, escribes en una revista derechista. Te han publicado tres o cuatro libros de poemas y, aunque no se vendan, tienes talento.
—Gracias, hombre.
—¿Me podrías ayudar?
—¿A qué? ¿A redactar las bases?
—No: a ganar los premios tú.
—No me interesa.
—A ganarlos para otros, hombre de Dios. Es que se me ha ocurrido un plan.
Se le había ocurrido muchos, para ser exactos, y no todos necesitaban la cooperación de Manolo, aunque confiaba en transmitirle el dulce bienestar de la venganza próxima, puro placer de dioses.
En la cena
Alfonso Pons, secretario de prensa de la agrupación local del partido pasó en su juventud muchos años en un sanatorio, condenado a la lectura o al aburrimiento, según. Allí se había hecho una culturita y, gracias a la iluminación de un enfermero de muy mala leche, una ideología que partía de que solo hay un marxismo, el de Lenin, y que Pablo Iglesias era su profeta.
Era, a pesar de todo, un buen hombre, afable, ligeramente acomplejado a causa de su pobre salud y su soltería; volcaba en los folios su paciente insatisfacción y usaba la fantasía para soñar en mundos posibles en los que él no fuera tan desgraciado. Esta soledad, más o menos amorosa e intelectual, le había llevado a presentarse al socialismo recién legalizado, donde le aceptaron, no por su valor, sino por el hecho de escribir una seccioncita en el periódico local, que todavía era de aquellos famosos medios de comunicación del Movimiento.
En una ocasión Alfonso Pons había quedado finalista o semifinalista en un premio de novela lejano y era, con mucho, el más literato de los socialistas burgueses porque era, simplemente, el que más necesidad de escribir y de soñar sentía y el que más creía en el hombre como portador de valores eternos, aunque él, claro está, jamás lo hubiera explicado así.
Alfonso, sin previa indicación, decidió participar en todos los Premios San José, pero sus poemas, cuenta, investigación y novela no habían sido aceptados por el jurado. La verdad es que sus versos, libres como pájaros novatos, eran flojos además de incomprensibles, y que su cuento, que fue eliminado durante la cena ("Alabí, alabá", firmado por Jotajota), era la curiosa historia de un hombre que iba a una manifestación a gritar "Otan no; bases, fuera" y, cruzándose con unos hinchas de una victoria de su equipo de fútbol, acababa entonando el alabí, alabá, en un contagio que el autor estimaba subliminar y profético.
Su novela era otra cuestión y no había llegado ni a semifinalista porque en ella Alfonso Pons volcó su frustración y su soledad en términos más que pornográficos, de resultas de lo cual le había salido un Don Juan a lo bestia, afecto a la escuela psicoanalítica, cuya obsesión por las mujeres le llevaba del prostíbulo a la violación para terminar en el asesinato sádico, presentado como una liberación individual de la férrea represión franquista.
Su reportaje, en cambio, estaba destinado a ganar según promesa solemne de Andrés Nilson, afortunadamente hecha cuando aún podía prometer y prometía, antes del episodio del Teatro Principal. Era una sencilla y poco extensa investigación sobre la prostitución escrita gracias a unos catálogos y otros artículos que el mismo Andrés había puesto en sus manos. En definitiva, quedaba de manifiesto que las zorritas jóvenes no se echaban a la vida ni por desengaños ni por culpa de un novio desaprensivo que las quitó el honor. Lo hacían por dinero y porque, además, les encantaba la marcha. Solo para cumplir como socialista hacía al final una breve referencia a los capitales que se invertían en la explotación sexual de seres humanos, afirmando que la prostitución, si los beneficios fueran a parar íntegramente a la protagonista de su cuerpo, sería moral y ética e incluso respetable si era ejercida con decencia (sic), honradez profesional y arte: como en Japón.
Alfonso llegó con traje dominical bien cepillado —pues era más que pobre— y titubeó a la hora de sentarse, convencido de que sus compañeros de partido no le querrían de vecino de mesa. No le habían dicho jamás algo así, pero él lo sabía de sobra a causa de ciertas suavísimas críticas que hizo al ver como la ejecutiva regional y la local iban siendo suplantadas —dijo suplantadas— por personas y personajes que jamás fueron socialistas hasta 1981 y que habían acaparado todos los cargos y todas las listas.
A pesar de la promesa de Nilson de tener seguro el premio de reportaje, él, que era un verdadero hombre del pueblo y un autodidacta de cierto mérito, se sentía como un paria en mitad del comedor, desorientado y algo triste al percibir lo mucho de mascarada que tenía la cena convertida en acto político.
Manuel Acán, que también se encontraba al margen del festival, pero que asistía a él por la obligación que al día siguiente debería cumplir respecto a los premios, rescató al atolondrado Alfonso y se lo llevó decididamente a una mesa de las más discretas, donde, poco después, se sentaron una locutora de la Cope con su marido, un periodista de sucesos que también cubría los ecos de sociedad y un fotógrafo independiente.
Alfonso Pons conocía a Manolo desde los tiempos de la Dictadura, por así decirlo, de cuando Manolo hacía sus primeros pinitos literarios en la prensa y frecuentaba bebederos más o menos artísticos y círculos intelectualoides donde se hablaba mucho de libertad contra Franco y de lo malo que estaba siendo —culturalmente hablando— el desarrollo económico. Por entonces Alfonso Pons no hablaba de política, sino de las últimas novelas leídas y de otros temas de interés humano; mientras que Manolo, al que amargaban las diferencias entre José Antonio y la Democracia Orgánica al uso, no rechazaba el debate politizado y propugnaba una tercera cámara, la sindical, sin dejarse manipular por pseudoliberales bien barbados ni por iconoclastas marxistas.
—¿Has concursado, Manolo? —le preguntó Alfonso cuando estuvieron bien instalados a la espera de los entremeses o de la cháchara del mantenedor.
—Je, je —hizo Manolo, mirándole con sarcasmo. Todos los de ahí, tan cultos y demócratas, y quizá tú, opináis que soy un oscurantista de mil pares de narices; quizá apolítico, pero más antiguo que El Escorial y, por lo tanto, desestabilizador cultural.
—Yo no creo eso —respondió Alfonso con sinceridad—. Tú eres un hombre fiel a tus ideas. No las comparto, pero reconozco tu mérito y tu honestidad. Algunos de los que pensaron como tú de jóvenes ahora cantan la Internacional mejor que yo, pero tampoco se la creen.
—Sí —confirmó Manolo—. Malos tiempos os han tocado a los socialistas de verdad ahora que vuestros líderes hacen política capitalista burguesa. Me temo que no os recuperaréis así como así de la decepción. ¿Te has parado a pensar en que lo que ahora sucede en España se parece muy poco a cualquier cosa anterior?
—Es que España no se parece hoy a ninguna otra España que haya podido existir antes, Manolo. Y, además, nos hemos incorporado a Europa. ¿Crees que no se nos puede dejar solos y que España es un drama?
—Un teatro, sin duda, pero especializado en comedias. Los dramas, que los habrá, serán al terminar la función. Pero no hablemos de política, Alfonso. ¿Has participado tú en los premios?
—Sí, claro, pero no tengo excesivas esperanzas —mintió, sin saber que Manolo estaba al tanto de los manejos del jurado—. Puede que la competencia sea muy dura ya que la dotación económica es elevada.
—¿Confías en el jurado?
Alfonso Pons echó un vistazo a la mesa grande y el desprecio se le salió por los ojos, aunque comprendía que no tenía derecho a pensar así a causa de la promesa.
—Pablo Casavieja —dijo como resumen refiriéndose al presidente— es un aprovechado y un inmoral, aunque se llena la boca de ética. Después de las exhibiciones de gente como él nadie querrá ser socialista en España. Eso puede que te parezca bueno a ti, Manolo, pero de verdad que no se puede volver a dejar al país en manos de la derecha.
—Está en manos de la derecha y de la gran burguesía, pardillo. Tanto es así que tu socialismo se ha dejado corromper por el dinero y por el poder. Quizá se podría escribir una novela con ello: un hombre decente y honesto, buen padre y buen hijo, al que un enemigo quiere destruir y le ofrece, con muchas zalemas, un puesto en una lista electoral. Luego, un cargo. Allí se acostumbra al método del chanchullo, a la mentira y al enjuague. Se falsifica... En fin: llega a creer que él es su cargo en lugar de un hombre, y ya tenemos a una persona menos sobre la tierra.
—¡Jo, qué tío! —intervino el periodista cercano, que llevaba tiempo atendiendo a la charla—. Dais demasiadas vueltas: aquí siempre hemos sabido que el que manda, manda, y ya está.
—¿Y por qué manda? —preguntó Manolo.
—Porque se ha subido a la silla de mandar. El que lo consigue, trinca lo que quiere. No entro en si está bien o si está mal: lo que digo es que todos los políticos están de acuerdo en que son ellos los que tienen que mandar, y no hay forma de saltar la barrera de dinero y de palabras que han puesto entre nosotros y el poder.
Alfonso Pons, socialista de buena fe, llevaba algún tiempo convencido de lo mismo, solo que, en silencio, se lo tomaba más por la tremenda.
—Algún día estas cosas dejan de funcionar.
El periodista se echó a reír:
—¿Cómo? Tú no quieres que gane la derecha y, por lo tanto, volverás a votar a los socialistas, hagan lo que hagan. Los de derechas, por miedo a la izquierda, harán igual con la oposición que les ha defraudado.
—¿Y tú? —volvió a preguntar Manolo.
—Lo que esta tierra necesita es gente que piense por su cuenta, sin miedo, y que no se deje coger entre esas dos piedras. Solo que también yo tengo miedo, por si no se me nota. Y así es como la plaga crece sin que nadie la combata, y nos dejará enfermos de pobreza, de rabia y de indignidad.
—Se nota que te han obligado más de una vez a seguir consignas —dijo Manolo.
—¿Y a ti no? Tú, claro, no dependes de un sueldo que los políticos puedan manipular, pero, si no me equivoco, antes escribías dos veces por semana en el periódico: cuentos y cosas apolíticas, ya sé, pero ¿por qué no escribes ahora, eh?
—No lo sé bien.
—Pues yo, sí, y Alfonso seguro que también: porque empezaste a decir lo mismo que hemos contado aquí: que hay que encontrar cosas nuevas y prepara el futuro; que hay que unirse en lugar de separarse. Bien razonable suena, aunque todos sabemos que eres apolítico y casi ultraterreno. Pero ya ves lo que conseguiste: quedarte sin voz pública.
Alfonso palmeó amistosamente el brazo de Manolo:
—España no tiene remedio —le dijo para consolarle de alguna supuesta pena—. No sé si somos muy brutos, muy tontos o muy primitivos. Lo terrible es que todos creemos que por este camino solo se puede llegar otra vez al odio y a la guerra.
—Se podría hacer un partido que defendiera posturas como las que hemos dicho —respondió Manolo con aire inocente.
—¿Con qué dinero? —preguntó, rápido, el periodista.
—¿Con qué radios y periódicos? —siguió preguntando Alfonso.
—¿Con qué apoyos internacionales? —continuó el periodista—. ¿Con qué prohombre? ¿Con qué trepas? ¿Con qué traidores? Si no te ayudan traidores diplomados no tienes ninguna posibilidad en esta bendita tierra.
Alfonso Pons estaba ya un poco avergonzado por haberse prestado al chanchullo de recibir un premio. Esa deshonestidad pública le había alcanzado también y comprendía que no podía rebelarse contra los males, porque los consentía:
—Todo lo que nos está pasando es una gran lástima. Me parece angustioso que para gobernar en España haya que corromperse, pero, aun así, creo que todavía quedan hombres honrados y decentes. Tú, Manolo, seguramente eres uno de ellos.
—Pueden expulsarte si te oyen decir algo así, Alfonso.
Alfonso meneó la cabeza dubitativamente:
—Yo creo en el hombre porque ya no puedo creer en las personas. Si fuera más joven y no estuviera enfermo, lucharía. Creo que hoy tenemos todos, los de izquierdas y los de derechas, un solo enemigo: la mentira.
—¡Ja, ja! —hizo el periodista—. Como os veo venir, me anticiparé: la mentira da de comer a mucha gente. ¿Sabéis por qué miento yo cuando lo hago? Para mantener la estabilidad social. Si todos los españoles supieran todo lo que sucede y como sucede, correría la sangre.
Manolo ya no prestaba atención: había visto el gesto de Aurora unas mesas más allá y lo había comprendido La mujer quería decirle algo fuera. ¡Qué lástima de mujer y qué lástima de vida! A pesar de todo la veía como a la muchachita que fue su novia; como a la muchachita a la que regaló un anillo con tres perlitas naturales y, otra vez, una original pulsera de plata que se trajo de un viaje.
A veces, sentados en una cafetería, él se ponía a escribir poemas en las servilletas de papel mientras ella, en silencio, leía las palabras una a una, según salían del bolígrafo y de la cabeza exaltada. Luego le ponía su fino pulgar sobre los labios y era aquel un beso más dulce que el vino de Málaga que solía pedir la chica.
Pero ahora Aurora había saltado la raya de los treinta, estaba casada, mal casada, y triste, y quizá por eso le hacía señas desde una mesa mientras su marido, lejos, hacía política y ensuciaba no solo el mundo sino los hermosos recuerdos de Manolo.
—¿Me disculpáis? Tengo que salir un momento.
Cuando se fue, Alfonso Pons se sintió en la necesidad de comentar:
—Es un gran tipo. Dice siempre lo que piensa y no se esconde.
—¿Es de algún partido o simplemente bucólico? —preguntó el periodista, que no llegaba a cínico, pero se pasaba de desconfiado.
—Cuando Franco, era protestón y algo falangista, que es un modo de ser de izquierdas. Hoy, que yo sepa, se dedica a pensar por su cuenta. Es independiente, pero de los de verdad. Le respeto.
—Yo, no. Los independientes, a pesar de lo que he dicho antes, me dan mucha rabia, y te diré por qué: no se sienten responsables de la porquería que hay por todas partes. Se creen poco menos que santos, y, ¿sabes lo que te digo?, en España no queda nadie limpio. Nadie —levantó la copa de vino y brindó contra el aire, insistiendo—: Nadie. A Dios gracias.
Aurora
Andrés Nilson se puso en contacto con Aurora muy poco después de sus conversaciones con Manolo, el amigo perdido y casi hallado en el bar. Lo hizo, además, en su calidad de concejal de Cultura y principal motor del recientemente constituido Patronato de la Ídem.
Aurora era maestra, o profesora de Egebé que le dicen, y en su colegio solía encargarse de lidiar con la Asociación de Padres. El Patronato de Cultura, en colaboración con el CEP, Colectivo de Enseñantes en Paro (más bien una mascarada) y la asamblea local del partido iban a organizar un cursillo de Participación-en-la-Dirección-Escolar, de cara a las futuras elecciones colegiales, por llamarlas de algún modo. Andrés, oficialmente, quería que Aurora hiciera ver a las otras maestras la conveniencia de asistir. Por otro lado, también quería que los colegios hicieran un mayor uso de la Biblioteca Municipal.
—Por eso hemos pensado en dar a los colegios ciertas ventajas, como que acudan clases enteras a una hora determinada y que la bibliotecaria les enseñe lo que es una biblioteca, cómo se manejan los ficheros y todo eso. Además, se permitirá que todos los colegios saquen semanalmente veinticinco obras de golpe, para que los niños vayan haciéndose más a la lectura.
Aurora estaba cansada de tantísimos trajines a costa del sufrido magisterio. Todos querían meter su cuchara política en las escuelas y, lo que es peor, lo conseguían. El director de su Colegio Público (antes Colegio Nacional) era concejal y prácticamente no lo pisaba. Tenía a un chaval de diecisiete años sustituyéndole con sueldo, y nadie quería ni pensar en la calidad de la enseñanza que el muchacho impartía. Dos maestros más eran consejeros autonómicos y, también, un profesor de instituto. Otro maestro más era asesor de no sabía qué y varios otros andaban comprometidos en extraños negociados culturales y en conexiones tripartitas entre Autonomía, Municipio y Ministerio de Cultura.
Por eso hizo cuanta fuerza pudo en contra de las nuevas propuestas de Andrés, sobre todo porque el proyecto pertenecía al Patronato de Cultura en el que reinaba su propio marido, Pablo Casavieja, que no había comentado nada del proyecto.
—Pues lo conoce —le respondió Andrés—, aunque se trata de una iniciativa municipal y no autonómica. Pero ¿qué importancia puede tener que no te lo haya contado en casa? —Andrés miró a los lados con aire cauteloso—. ¿Qué piensas de la política cultural, Aurora?
—Que no existe. Yo no veo más que consignas, órdenes, tópicos y dirigismo, y, encima, no muy bien ejecutados.
—Creí que eras de los nuestros.
Aurora fue hasta una mesa de cuyo cajón central sacó una revista que Andrés conocía bien y que, en su día, le dolió como una patada, pero había sido una decisión unánime del partido como "concesión" a la rebeldía de las Juventudes Socialistas.
—Yo no soy de las que creen que esto es cultura o que, siquiera, favorece a alguien.
La revista se había editado con fondos municipales en los talleres de Pedro Bueno. Llevaba dibujos pornográficos, textos desangelados, blasfemias en las esquinas, consejos anticonceptivos y un trabajo en el que una chica, con dibujos esquemáticos y claros, enseñaba el arte de la masturbación y prometía para el número siguiente contar el mejor método para conseguir un primer apareamiento placentero.
—Esta niña ha sido alumna mía y algo es seguro: está absolutamente corrompida. No por hablar del sexo, claro, sino porque no lo entiende y cree que lo sexual es el fundamento de su personalidad. Si solo vive con la idea de gozar será muy desgraciada, y vuestra cultura popular tendrá la culpa.
—Me dices lo mismo que Manolo —respondió Andrés, que llevaba un rato intentando introducir a su amigo en la conversación. Se había molestado en reunirlos en el "Último Guateque" que se le ocurrió a Gil Gil, y quería seguir empujando a ambos para que le salieran los planes.
—Aunque no hablamos de cosas así no me extraña.
—Yo creo que nació para anacoreta de la Tebaida o algo así, pero no hay Tebaida ya, ¿verdad? Cada día vive más encerrado en el mundo de sus ideas y eso puede terminar en enfermedad mental.
—Y también lo otro. Manolo es un idealista y no es extraño que no le podáis entender los que os dedicáis a la política.
—Tal vez no me creas, pero no tengo un pelo de tonto. Lo que digo es que, como político, pretendo que la vía tenga también utilidad para los demás, y Manolo, con todos sus silencios y con todas sus fantasías, es un peso muerto para la comunidad.
—¿Tampoco le gustó a él esta revista asquerosa?
—Ni a mí. No ha gustado más que a quienes la escribieron, pero así son las cosas. Y, a propósito de Manolo: estuvimos hablando de aquella locura que se llamó la Muy Gloriosa e Imperial...
—Cofradía de las Bicéfalas Águilas —terminó ella sonriendo—. Se me había olvidado por completo hasta hoy. ¿Y cómo fue acordarse de una cosa así de vieja?
—Después del guateque estuvimos hablando de ti, de los viejos tiempos, de las sangrías frescas y otra vez de ti —Andrés procuraba excitar la imaginación de Aurora—. Hacíais una lástima de pareja cuando os separasteis. Nunca llegué a enterarme de lo que os pasó.
Aurora lo recordaba la mar de bien, pero no pensaba hablar de ello a un ligero como Andrés.
—Chiquilladas. Éramos demasiado jóvenes y él, además, no comprendía algunas cosas que yo creía entender entonces.
—Solo sé que te quería mucho. Cuando hablamos de ti... bueno: es casi seguro que te quiere ahora. Tuve la impresión de que vive contigo, con tu recuerdo a cuestas, quiero decir.
Aurora prefirió fingir que no había oído. Recordaba lo sucedido cuando ambos huyeron del guateque pocos días antes, y cómo se habían portado los dos en el viejo banco de antaño. Era un pensamiento agradable pero triste.
—¿Qué tienes que ver tú con Manolo?
—Le he encargado un trabajo misterioso relacionado con los abismos culturales, y a lo mejor hasta le politizo.
—Lo dudo. Manolo todavía está vivo, y la política necesita de personas con el alma muerta y podrida.
Andrés no olvidaba que estaba hablando con la mujer del presidente del Patronato de Cultura, y le alegraba oír tan malas opiniones de la esposa de un político profesional. Sabía casi con certeza que Aurora atravesaba por una tormenta matrimonial y que, por lo tanto, debía de pensar a menudo en Manolo. El tal Pablo Casavieja no solo era un libertino, sino un aprovechado que se había ido endiosando poco a poco. Ahora paraba muy poco en su casa y, en cambio, se le veía constantemente en fiestas, saraos y discotecas, con señoritas de buena presencia y mala fama. Lo que iba a confesarle a Aurora era un riesgo de todas formas:
—Yo me inventé el Patronato de Cultura con la idea de organizar y proteger la mayor cantidad posible de actividades culturales. Y lo hice de buena fe: quería conferencias serias, dotaciones de libros para colegios y bibliotecas, cursillos, becas para estudiantes y muchas otras cosas.
—¿Eso querías? —le preguntó, incrédula.
—Se me ha escapado de las manos —confesó la mar de compungido—. Han convertido el Patronato en otro instrumento político. Solo determinada clase de gente da conferencias. Solo se organizan cursillos con fines políticos y con arreglo a los mismos criterios se promociona a personas y a obras.
—Ya lo sé. Todo el mundo lo sabe.
—¡Qué va! Nadie sabe todo lo que hay. Ni yo mismo. ¿Qué me dices de las fundaciones Largo Caballero y Pablo Iglesias? ¿Y del Colectivo de Libreros? ¿Y de los maestros que, con el truco de la cultura, están politizando la EGB como otros lo hacen con la enseñanza media? Estoy arrepentido, Aurora: aquí nadie juega limpio con la gente; nadie respeta la libertad de los demás; nadie cree en la democracia.
—Tampoco tú, por lo que veo.
Andrés le cogió la mano:
—Si pudiéramos descubrir a todos que, tras la cultura, no hay más que intereses económicos y políticos... A eso me quiero dedicar con Manolo.
—¿Ya no eres socialista, Andrés?
Eso era muy fácil de contestar:
—Es que ya no hay socialismo. Al menos no lo hay dentro del partido, y no quiero seguir en esto en contra de mis ideas.
—¿Fuiste alguna vez socialista? —preguntó Aurora con sonrisa triste, porque ella tampoco había llegado a conocer a uno de verdad.
—¿Crees conocerme, eh? Bien: nunca fui socialista. Tampoco tu marido, como sabes muy bien, y no somos casos excepcionales. SA veces me pregunto cuántos socialistas de verdad habrá en el partido y me acuerdo de esa novela de Chesterton, "El Hombre que fue Jueves", en que una banda de peligrosos anarquistas resulta estar toda ella compuesta por policías infiltrados. Con el partido tal vez pasa igual: si descontamos a los submarinos comunistas y a los tipos como yo, que buscábamos medrar con criterio burgués, ¿qué queda?
—No sé nada de política —le respondió ella a sabiendas de que mentía: sabía lo suficiente para no querer saber nada—. Pero me parece que todos los partidos son una burla, un decorado, una tramoya. A mi me gusta la verdad.
—A mí no, pero a veces es necesaria. Te digo que no puedo seguir colaborando más en tantas barbaridades como he ido viendo. Tú puedes pensar que veo el próximo fracaso de mi grupo y que empiezo a tomar posiciones, pero te equivocarás si lo haces.
—¿Te das cuenta de que yo tendría que hablar de todo esto con Pablo?
—Mejor que lo hagas con Manolo. Al menos él te quiere, y Pablo ya no entiende más que de números.
—Ahora te ha dado por conspirar y por mezclar a Manolo en cada cosa que dices. ¿Por qué no le dejas en paz?
—Manolo, en alguna época dorada, fue un hombre de acción, ¿recuerdas? Tú y yo tendemos a creer que porque escribe versos y es feliz delante de un folio en blanco se nos ha vuelto un espíritu puro, pero no es así, aunque no sea un tipo político ahora. ¿Te acuerdas de cómo citaba a José Antonio? Pues juraría que no ha olvidado ni una coma, aunque se lo calle el muy zorro. Lo que le sucede es que no soporta —la frase es suya— el hedor de los partidos, pero no te engañes: daría un brazo por borrarlos del mapa.
—¿Eso quiere decir que te va a ayudar en ese lío tuyo del Patronato?
Le estaba ayudando ya con el asuntillo de los premios literarios, pero verdaderamente de Manolo quería sobre todo lo mismo que de Aurora: que se enamoraran el uno de la otra como colegiales y que dejaran a Pablo Casavieja en ridículo. Andrés creía firmemente en aquello del ojo por ojo, ojo al cuadrado: le ayudaba a conservarse joven y saludable.
Manolo
Manuel Acán guardaba un cuaderno de apuntes de la época de la Muy Gloriosa e Imperial Cofradía. Lo buscó durante una hora después de hablar con Andrés Nilson y luego lo leyó varias veces con una sonrisa quieta, como congelada, en los labios tristes. Comprobó que recordaba, lejana, la música de aquellos días pero que había olvidado completamente la letra.
¿Esto pensé? ¿Esto sentí? ¿Esto sucedió? ¡Dios, qué traición de memoria, qué locura de recuerdos que se le habían falsificado al mezclársele con los años! Y él mismo, ¡qué disparate de hombre, qué mozo envanecido y loco, seguro de tener todas las sabidurías! Si Aurora le vio entonces como él, en la distancia del tiempo, se veía ahora, Aurora tuvo la suerte y él la desgracia cuando todo terminó.
Solo algo de aquel mundo lejano de sus primeros sueños había permanecido en pie: su decisión de convertirse en otro, su empeño por renacer y ser distinto: tal vez parecido, pero mudado. El cuaderno lo decía con un lenguaje juvenil y todopoderoso: "renuncio a mí porque me conozco; abomino de mi porque me entiendo; apostato de mí porque me creo; me olvido de mí porque me sé. Me he preocupado demasiado de que aquello que en mí es diferente a los demás y no he pensado nada en la parte que tengo igual al resto de los hombres. Juro por mi vanidad que cambiaré y juro que Manuel Acán, desde hoy, avanzará recto".
Tenía muy presente aun lo que descubrió entonces, el único método posible para cambiar: fingirse otro y aplicarse en la representación; diseñar a otro hombre de la misma apariencia, pero nuevo y por estrenar, y encarnarlo para siempre en plenitud de conciencia. No ser nunca más como era, fiando todo a la sorpresa, sin ser solamente y para siempre, como debía ser, aunque para ello fuera preciso estar tan en contra de sí mismo como de los demás.
Y a esta postura vital se había entregado fiando en la fuerza de su voluntad y, también, en la calidad del modelo elegido, el del hombre honorable que dice siempre la verdad y jamás pide nada para sí mismo. No le era cómodo vivir así, pero, a cambio, le resultaba apasionante, porque era definitivamente un hombre libre y dueño de sus actos.
La charla con Andrés Nilson le había perturbado más de lo deseable, no solo por los recuerdos resucitados, momias a punto de convertirse en polvo, sino por la pretensión de Andrés de llevarle a una lucha política donde no se combatiría de frente hasta el final.
—No. No me gustan así las cosas —había respondido a la proposición.
—¿Sabes algo del Dos de Mayo, Manolo? ¿Te suena la palabra guerrillero? Un guerrillero no es deshonesto por reconocer que el enemigo le centuplica en número y en capacidad ofensiva: si aun así ataca es que es valiente; pero es, además, inteligente y emplea sus pobres medios en busca del óptimo rendimiento.
—Y, según tú, esto es una guerrilla.
Andrés, ayudado por el odio y cierta natural agudeza, tenía las ideas muy claras y muy fácil la palabra para transmitirlas:
—La mejor y la más necesaria. Yo he sido engañado. Tú has sido engañado. Todos somos víctimas de una red de mentiras como no se ha visto nunca. Se está suplantando a la sociedad, marginándola para que no pueda reaccionar, y se ataca a la cultura con todas las armas. Pregúntales a profesores y maestros qué son sus cursillos de reciclaje: adoctrinamiento. Averigua por qué las librerías son propiedad de gente marxista —aquí se rio Andrés para indicar que él no era marxista, sino izquierdista de buena fe amamantado en la OJE—. Fíjate en los cantantes que vienen a nuestros festivales o en las obras de teatro subvencionadas. Hay que hacer algo, Manolo: a mí se me ha escapado de las manos el Patronato de Cultura y no estoy dispuesto a consentir más.
—A mí nadie me ha engañado —respondió Manolo—. Sé muy bien que la mentira conduce a la tiranía y que toda la clase política miente de corrido. Tú mismo has mentido a más y mejor.
—Creí que podía ser un buen método, pero ahora no quiero discutir eso. Tenía ilusión por hacer una España mejor, más justa, con la riqueza mejor repartida, con más oportunidades para los menos favorecidos. También tú querías cosas así.
—Pero no necesité disfrazarme de socialista.
—Pudo haber sido, Manolo. De verdad que pudo haber sido. Nunca existió una oportunidad más clara.
Manuel Acán acabó creyendo en la sinceridad de Andrés, aunque esa sinceridad contuviera una clarísima traición a los suyos. No le daba miedo juzgar a sus semejantes siempre que pudiera juzgarles bien, y algo fallaba en la reconversión de su amigo.
—¿Haces todo esto por patriotismo, Andrés?
El otro se echó a reír con mucha calma:
—Esa palabra no me la creerías, ¿verdad? Puesto que soy socialista no puedo ser patriota o algo por el estilo. Piensa lo que quieras, pero lo hago por simple justicia.
Mentía Andrés en parte y en parte lo sospechaba Manolo, pero le preocupaba más la decisión a tomar: pasar a la acción o quedarse en su postura crítica y aséptica, que no era cómoda, sin duda, pero que sí era mucho más fácil que meterse en una lucha real que sería más dura.
—Tus motivos no me importan tanto como crees: me interesan los míos, y es cierto que algo hay que hacer. En muchos lugares algo se está haciendo, porque no es justo que el hombre haya caído en manos de aprovechados, majaderos y cínicos. Te ayudaré en lo posible.
Así fue como cuando Gil Gil pidió ayuda económica a Andrés para hacer lo que él llamaba "El Último Guateque", al todavía concejal le pareció muy oportuno usar aquella inocente reunión nostálgica para volver a juntar a Manolo con Aurora sin llegar al extremo de oficiar de alcahuete.
Recuerdos encadenados
Gil Gil, además de víctima de la humorada de su padre al bautizarle, era redactor deportivo, árbitro de baloncesto, representante de artículos para el deporte, fotógrafo aficionado que había ganado el último premio del Casino Agrícola, Mercantil y Ganadero, y un pelo aficionado a la ginebra con sifón, hielo y limón, bajo cuya influencia solía alumbrar notables ideas de a palmo. Un polifacético hombre del actual renacimiento que, además, había sembrado varios árboles, había escrito millón y medio de palabras, bien que en varios años, y había hecho lo posible para tener tantos hijos como Dios quisiera enviarle, claro que, con escasa colaboración por parte de las necesarias "partenaires", aunque de ello no se podía hacer en absoluto responsable a su decidida voluntad.
Este Gil Gil un buen día se despertó solo, pero no con esa soledad consuetudinaria del soltero y que añoran muchos casados. Solo del todo; solo por dentro y por fuera y, encima, con al cabeza dolorida y triste, muy posiblemente debido a una sola copa de ginebra: la última. En estas condiciones, ¿qué redactor deportivo entregado al frenesí de los arbitrajes de baloncesto, no acaba por enfangarse en la nostalgia? Además, la suya era una buena nostalgia, a base de viejos tiempos, viejos jolgorios, besos primeros que aún le estremecían los labios y canciones soeces y vinícolas desparramadas por el aire húmedo de la madrugada.
¿Y si él, buen pasto, juntara de nuevo a todo aquel imponderable rebaño? Hablar de esto y de lo otro, y aún más de lo otro que de esto, puede ser tan bueno como no hacer nada, y tan excitante como un lindo arbitraje entre almohadillas y botellas, siempre corriendo el riesgo de tragarse el pito. ¿Por qué no reanudar los insultos a aquel profesor de matemáticas que nunca renunció a llamar "poblemas" a los problemas? ¿Por qué no volver a escuchar a la dulce Françoise Hardy y fingir que el tiempo había fracasado con todos ellos?
Gil Gil puso, pues, un anuncio en su periódico convocando al viejo COU que tenía a gala llevar, desde primero, el récord de suspensos per cápita de su instituto, marca jamás superada. La idea era hacer un Último Guateque, acontecimiento que debería tener suficiente gancho como para movilizar a la cuadrilla de perezosos e indolentes que fueron. Mucho debían haber perfeccionado pereza e indolencia sus amigos condiscípulos cuando al cuarto día de publicar la invitación a la nostalgia solo le había respondido Juana y Juana era monja ahora y antes había sido una insoportable empollona llena de granos.
Con la mente puesta en todo aquello de Mahoma y la montaña y en lo que había que hacer cuando uno de los dos se negaba a hacer lo que el otro quería, Gil y Gil no tuvo más remedio que espigar entre las menudas líneas del listín telefónico y gastarse sus buenos duros, dale que te dale al disco. "Gil Bis, hombre" —decían—. ¿Qué es de tu vida?". Y luego venía todo eso de que los sábados les venían mal, o los domingos, o que tenían la casita de campo, pero que la idea era muy buena. ¿Te imaginas a la tropa? Calvitas, barrigas, tetas colgantes, patitas de gallo, alguna variz parecida a un cuadro de Miró... Y, encima, el riesgo de encontrarse con quien no deseaba uno, sobre todo si debían acudir los respectivos y respectivas, que nunca se tomarían los viejos recuerdos con el debido espíritu deportivo, ¿verdad?
La cosa siguió en marcha solamente gracias a que Gil Gil, además de ser inasequible al desaliento, era árbitro y, como tal, acostumbraba a lidiar con dificultades antes las que cualquier otro hombre hubiera abandonado. Envió cartas, comprometió con visitas personales a no pocos antiguos cofrades y hasta convirtió el Último Guateque en una especie de festival benéfico en beneficio de la Casa de la Infancia, con lo que se aseguró la colaboración de varias chiquitas proclives al Opus o a los melodramas.
Pero no paró ahí la cosa: en un rapto de intuición genial se descolgó por el Ayuntamiento donde el camarada Andrés, condiscípulo donde los hubiera, ejercía de prohombre, muchijefe de cultura que, como todos saben, abarca deportes, tenidas, jolgorios, beneficencia, tracas, petardos, gigantes, cabezudos, congresos, cantautores, cenas de homenaje y otras varias nocturnidades.
Claro que Andrés solía salir de estos bretes adelantando, justo después de los buenos días, que no tenía ni una perra, que el presupuesto estaba agotado ya y que, aunque no lo estuviera, los gastos deben pasar por el pleno, cosa ya imposible a causa de que el alcalde había curado mal de su meningitis. Pero en esta ocasión Andrés era propicio a la nostalgia, no por la nostalgia misma, que maldita fuera, sino porque podía llegar a servir a sus fines. El solo era un humilde intrigante que estaba hasta las narices de casi todo y de casi todos y, visto que no podía dinamitar ciertas dependencias oficiales, quizá pudiera reunir a la hez y escoria que fue aquel COU para sustituir con él a la dinamita de que carecía.
—Puede ser algo sonado, Andrés de mis entretelas.
—¿Has invitado ya a Pablo Casavieja? Como ya se van acercando otra vez las elecciones, que serán anticipadas, no dudes de su asistencia.
Gil Gil lo había dudado. En fin, la carne es débil y más de un hombre hecho y derecho hubiera imaginado que todo un consejero autonómico, curtido en plenos parlamentarios y en el manejo de caprichosos micrófonos, se haría el estrecho alegando viaje, comisión o reunión de última hora. Gil Bis, además, nunca tuvo una elevada opinión de Pablo desde que cierta mañana, haciendo el viaje de fin de estudios, se encontró su máquina de afeitar flotando en el lavabo y a Pablo Casavieja muriéndose de risa.
—Tal vez no quiera mezclarse con la plebe, ¿no crees? —preguntó esperanzado.
—En 1985, quizá, pero nunca en 1986, porque este es el año del Mucho y Bien, y eso incluye dar la cara y sonreír como un conejo.
—Quizá soy un poco tonto, pero ¿no estás tú en el mismo caso?
—A mí se me ha muerto ya el gusanillo político. Tomé unos antibióticos para las anginas y, zas, ya no tengo ganas de volver a ser concejalísimo, sino todo lo contrario. Creo que con unos cuantos años de penitencia y severos ejercicios espirituales volveré a ser un hombre decente. Eso, al menos, dice mi confesor.
Su confesor, de existir, pobre hombre, se hubiera hecho cruces en lugar de perder el tiempo dándole consejos. Andrés llevaba mal, pero que muy mal camino. En momentos de tensión tendía a escupir por los ojos de las escaleras; estacionaba en los sitios prohibido; se peleaba en los bares y, sobre todo, robaba oficios de los despachos de sus compañeros para encender el fuego y, también, para usos de W.C. No es que estuviera definitivamente loco, pues siempre podía salir al mercado alguna medicina alemana o japonesa, pero, efectivamente, llevaba mal, pero que muy mal camino.
En los carnavales inmediatamente posteriores a su divorcio —el decía "mi primer divorcio"— había estrenado un traje de "El Coyote" con antifaz y látigo incluidos, y ya nunca había vuelto a ser el mismo. Se sentía como el mismísimo César de Echagüe y a veces, al mirarse al espejo, se decía "cucú" y sonreía emocionado pensando: "si supieran quien soy no estarían tan tranquilos". Parecía un vulgar socialista de una ciudad provinciana por no decir medianeja. Parecía un maldito chupatintas político, un esclavo del discurso y de la urna, pero era simple apariencia. El verdadero Andrés Nilson era César de Echagüe, ni más ni menos, y, aunque fingía holgazanear y pertenecer a la explotadora clase política, su corazón estaba con los débiles y los desamparados ciudadanos y trabajaba por ellos en secreto, con antifaz como quien dice.
Andrés Nilson se había hecho del partido a causa de un porrazo que le dio en el hombro un policía armado, corre que te corre por la universidad, cuando la primavera despuntaba embelleciendo a las compañeras de curso y la vida era tibia y fácil. Por el impacto le entró el virus socialista como a otros les entra por la conversación al amor de los chatos, y a otros por la cuenta bancaria. Once largos años después el socialismo crónico se le estaba curando y, aunque concejal de eso mismo, no estaba dispuesto a seguir tirando del carro de su partido porque no estaba tampoco dispuesto a caminar con anteojeras por la vida.
La enfermedad socialista hizo crisis cuando el terremoto de Méjico, que pilló a Andrés Nilson recuperándose de la separación de su mujer y de unas cosas secretas que le hizo a Pablo Casavieja, al que había jurado odio eterno o, al menos, hasta que las ranas criaran pelo. De por ahí, bien recomendados por circulares internas, había venido a la ciudad una manada de artistas, gente de guitarra, melena y libertad, para hacer uno de los festivales pro Méjico que había ordenado el benéfico Guerra. Andrés, en su calidad de concejal de Cultura y miembro del Patronato de la Ídem, se había encargado de habilitar el polideportivo, de hacer la necesaria publicidad, de imprimir localidades y hasta de un agasajo oficial a los artistas del micro que venían a postular gratis por los damnificados mejicanos.
A partir de ahí se le escaparon las cosas de las manos: el alcalde se obstinó en alojar a la tropa en un hotel de cinco estrellas; el sumo autónomo se los llevó de aquí para allá, de comida en cena, todo a base de langosta y otros condumios de la alta burguesía. Pablo Casavieja, que también sufría por Méjico, opinó que, ya que aquellos artistazos trabajaban gratis, lo menos que se podía hacer por ellos era tener el detalle de pagarles los desplazamientos.
Dos mil quinientos espectadores, a mil pesetas por localidad, una vez descontados todos los gastos, dejaron para auxiliar a Méjico la increíble cantidad de diecisiete mil quinientas pesetas, que el Patronato de Cultura, quizá algo avergonzado, redondeó hasta veinticinco mil en un talón que Pablo Casavieja entregó a Andrés Nilson con la pretensión de que éste se lo llevara en persona al cónsul mejicano. Andrés, algo alelado por la sorpresa, primero se quedó mudo y luego rojo y quieto. De un momento a otro podían salirle por la boca espumas de rabia o pestes de ira, y hasta Pablo, cuya sensibilidad era solo un punto superior a la de los cachalotes, dio un paso atrás y se puso en guardia: todavía tenía reciente la agresión por parte de un desconocido en su mismo garaje. "Mira que si ahora me cascan en el ayuntamiento".
—¿Esperas que yo entregue esa miseria cuando todos saben que se recaudaron dos millones y medio en taquilla?
—Quizá nos hemos pasado un poco con los gastos. Pero algo es algo: mejor veinticinco mil que nada, ¿no?
No, desde luego. Y Andrés se hizo fuerte en su postura: con él no debían contar a la hora de los enjuagues, y le daba igual que el resto del dinero hasta los dos millones y medio, viniera justificado y con facturas pagadas: Méjico pedía plata, que dicen, y no facturas de jolgorios socialistas. Así fue como tuvieron que buscarse a otro correveidile, el presidente del Fomento del Turismo, que siempre tuvo fama de maula, que muy serio y protocolario hizo la entrega del donativo de la ciudad a su querido Méjico.
Aquella entrevista no salió bien porque, aunque el cónsul se calló de momento, también paralizado por la sorpresa, al día siguiente devolvió talón y facturas con un ordenanza, y expresó su opinión sobre la ciudad entera y sobre sus gobernantes en particular a través de una carta que fue enviada también a los medios de comunicación para que tuvieran el gusto de enterarse de aquellas chapuzas benéficas.
Andrés se puso entonces a mirar el mundo con otro cristal y a desconfiar de lo lindo, convencido de que la política era una cosa muy distinta de lo que decía ser. Si César de Echagüe se puso a luchar contra los invasores yanquis, el Coyote que era Andrés bien podía vérselas con los invasores extraterrestres que eran sus compañeros de partido, de los que un hombre sensato no se fiaría más que en grave peligro de muerte, y aún con reparos.
Por eso cuando el tozudo de Gil Gil le propuso su idea cultural del Último Guateque, a Andrés le pareció una bonísima inversión si con ello hacía que Manuel Acán y Aurora reverdecieran sus amores: se acercaban los tiempos en que Pablo Casavieja tendría que empezar a pagar ofensas.
—Gil Bis —le dijo—: tienes mi bendición concejil. Nada habrá tan cultural y benéfico como reunir a los supervivientes de aquel curso alborotado a los que no creo que haya moderado el tiempo. Te facilitaré también a un hombre para llevar las cartas a domicilio. Solo espero que no se te olviden ni Pablo Casavieja ni Manuel Acán.
—¿Por qué esos dos sobre todo?
—Porque he oído decir que sufren. ¿Te parece poco?
En la cena
Cuando Andrés localizó a Manolo y Aurora ya no estaban solos. Plantado frente a ellos, en silencio, Pablo Casavieja les miraba. Aurora seguía abrazada a Manolo y éste devolvía apaciblemente la mirada a Pablo. Círculos de tensión, como olas nerviosas en el aire, salían de Pablo Casavieja e iban a estrellarse en los cuatro rincones de la sala desierta.
Era una curiosa escena de inmovilidad y acción. Desde la puerta, casi enmascarado, Andrés tenía la impresión de contemplar un cuadro. Todos los protagonistas estaban quietos; ni siquiera pestañeaban, pero en cada una de las figuras había un aura de tensión. Pablo estaba inmovilizado por la rabia; Aurora por la sorpresa y el miedo y Manolo por la curiosidad, como si tampoco tuviera que ver con él lo que sucedía.
Andrés se sintió satisfecho, mucho más que cualquiera de los otros, porque el episodio significaba el aperitivo de su venganza. El canalla de Pablo se había permitido engañarle con su mujer y ahora se encontraba él mismo en la situación, o creía encontrarse en ella. Se alegraba de la posibilidad de que cayera sobre Pablo el mismo infierno que había soportado él y no se arrepentía de haber hecho que se volvieran a encontrar Manolo y Aurora, ni tampoco de haber hablado muy seriamente con Pablo el día anterior, poniéndole sobre aviso como un clásico buen amigo:
—Siempre —dijo con increíble burla— el marido es el último en enterarse.
—No puede ser.
—¿No? —respondió Andrés gozándose—. Vigila mañana a los dos durante la cena y luego hablaremos.
¡Qué bendita y rabiosa felicidad era asistir de espectador después de haber sido protagonista! Tanto le alegraba que hasta sentía dolor y no poco desencanto por no ser capaz de haber previsto ni de imaginar todavía la reacción de Pablo, que seguía mudo y quieto como una estatua de piedra. ¿Llevaría algún tipo de arma? ¿Correría el riesgo de embestir —"embestir" era la palabra— sin plan previo? Caso de hacerlo, ¿iría contra Manolo o contra Aurora? ¿Por cuál de los dos se sentía más vejado el maldito autónomo?
Aurora entonces quiso moverse y Manolo la detuvo. Intentó hablar y Manolo, suavemente, le puso un dedo en los labios. Él mismo se mantuvo silencioso, sin expresión, mirando a los ojos del marido humillado. No debía de gustarle la situación que ofendía a su amor propio de hombre recto y limpio. No era persona de gozarse en el sufrimiento de alguien, al contrario de Andrés, pero tampoco de obstinarse en dar explicaciones que no existían.
La inmovilidad general se prolongó todavía casi un minuto, aunque aquel mínimo tiempo pareció extenderse por toda la noche y llenarla y detenerla. Por fin Pablo Casavieja se dio la vuelta hacia la salida, descubriendo entonces la presencia de Andrés y comprendiendo, quizá, que sería inútil fingir que nada había pasado. Cuando se cruzó con él, en el umbral mismo, se detuvo y sonrió con desprecio: daba la impresión de mirarse en un espejo. Luego sacó su pañuelo, se lo enrolló cuidadosamente en la mano derecha y, sonriendo todavía, dio un puñetazo al gran cristal de la puerta, que saltó hecho ruidosas estrellas.
—Está loco de atar —comentó Andrés cuando Pablo se hubo ido—. Esa reacción suya lo deja bien claro.
Aurora lloraba dando la espalda a los hombres y Manolo dudaba entre consolarla con otro abrazo o dejar que se desahogara. Él mismo estaba muy poco satisfecho de los regalos que le había traído la noche y de la situación equívoca que llevaba tanto viviendo.
—Me matará cuando lleguemos a casa —dijo Aurora entre dos estremecimientos—. Estoy segura.
—El mundo está lleno de cornúpetas maridos que no matan a sus mujeres —gruñó Andrés ateniéndose a su propia experiencia—. No diré que no debieran hacerlo, claro, pero ya nadie arriesga el cuello por una cosa así.
Manolo era el único que todavía no había dicho nada. Él era un hombre a caballo entre los sueños y las esperanzas y los amores mezclados a tres o cuatro bandas le parecían definitivamente sórdidos. Solo que en este caso no podía lavarse las manos y eludir su responsabilidad: "pero si la acierta mal, sostenella y no enmendalla".
—Esta noche no volverás a casa, Aurora —decidió—. Te llevaré a la de tus padres.
—No. Tendría que dar demasiadas explicaciones —la mujer volvió a reparar en Manolo y le pasó una mano ligerísima por la mejilla—. Perdona. Toda la culpa es mía.
Andrés, que se había puesto a fumar medio sentado en una de las mesas, levantó las orejas y atendió con más cuidado: Aurora se echaba la culpa y Manolo no la desmentía. Muy curioso.
—Si vale de algo mi opinión y sabio consejo, andaos con mucho cuidado. Pablo no se ha portado con arreglo a la norma. Estaba a su lado cuando ha roto el cristal con tantas precauciones y os aseguro que se sonreía. Los locos, apúntatelo, Manolo, no pierden la razón sino los sentimientos. Los locos piensan con claridad, pero sienten con dificultad y, en ese sentido, Pablo está como una cabra.
—¿Por qué no nos dejas, Andrés?
—Porque no, ea.
A fin de cuentas, él había organizado semejante espectáculo y quería asegurarse de que la venganza le causara placer o remordimientos. Hasta el momento solo le desorientaba, y eso no estaba nada bien.
Aurora se había quedado silenciosa y fría, tal vez a causa del miedo, pero Andrés no lo creía así. Había algo de tristeza y un poco de decepción en su expresión. Manolo, por su parte, no la trataba como sería de esperar.
—A ver si me explicáis algo —preguntó por fin—. ¿Pablo se ha equivocado al imaginarse lo que parece que se imagina?
—No —dijo Aurora.
—Sí —dijo Manolo.
—Se ha equivocado con Manolo —corrigió Aurora—, pero no conmigo. Ya no le quiero.
—¿Y tú qué dices a eso, Manolo?
—Nada.
—¡Jolín! —exclamó Andrés, que estaba de buen humor también a causa del vino de la cena—. Debo de ser un asno de mucho cuidado.
Ella se abrazó a Manolo y se puso a llorar. Era un espectáculo desagradable, como lo son todos los que exhiben sentimientos sin control. Luego le besó, dejándole en los labios el sabor de las lágrimas:
—Nada ha cambiado, ¿verdad? —preguntó mirándole a los ojos.
—Ha cambiado todo, Aurora, y a demasiada velocidad, pero no yo. Nosotros nos equivocamos hace diez años, quizá, y éstas son las lágrimas de entonces, las lágrimas sin solución.
Andrés empezó a irse, pero Manolo le detuvo:
—Ya sé que cuando un hombre y una mujer están en nuestra situación la gente lista entiende otra cosa, pero me interesa, por Aurora, que todo esté muy claro: no somos amantes.
—¿Por qué? —preguntó Andrés sin poder contenerse.
—Porque estoy casada —dijo Aurora con cierto sarcasmo—. No desearán la mujer de tu prójimo. ¿Te suena?
—¿O sea que este tipo te rechaza, este santurrón que se cree superior a todos? Tendrías que romperle la cabeza.
—No soy superior a nadie, sino todo lo contrario —se defendió Manolo—. Por eso mismo me esfuerzo en hacer las cosas bien.
—¿Quieres hacer algo bien en tu vida, pacato angélico? Pues llévate a Aurora a tu casa. Intenta hacerla feliz. Dale una vida digna y decente y no te quedes en la cáscara de la moral, en la moralina de esa burguesía que se da golpes de pecho solo para el público. Os queréis desde hace muchísimos años, y estás dispuesto, por unas cuantas palabras anticuadas, no solo a ser desgraciado, sino a hacer más desgraciada aún a Aurora.
Manolo, quizá inconscientemente, abrazó a la mujer y se puso a acariciarle el pelo suelto.
—Ella me entiende.
—No te entiendo, Manolo, ni lo entenderé por mucho que me lo expliques, pero debes tener razón.
Andrés se encogió de hombros. Aquellos dos, o eran unos rematados simples o eran los campeones de la complicación. Él siempre fue más elemental y nunca tuvo problemas morales a la hora de hacer su voluntad. Encendió la esfera de su reloj y se la mostró a la pareja.
—Volvamos a la cena de una vez: si no, nos perderemos la proclamación de los inmortales. Luego pensaremos algo.
—¿Sobre qué?
—Verdad o mentira lo que piense Pablo, ¿crees que Aurora puede volver esta noche a su casa?
Manolo, de repente furioso, se acercó en dos zancadas a Andrés: le empujó primero y luego le trabó por las solapas.
—Estoy hasta las narices de que me tomes por idiota, de que me insultes, de que me trates con ese aire displicente y de que te mezcles en mis asuntos —dijo—. Vete ya a la cena si quieres tener dientes con que masticarla.
Andrés quiso creer falsa la amenaza, a pesar de que le constaba lo peligroso de un enfado en Manolo. Temía, eso sí, que el hombre se apeara de otros acuerdos y planes, de manera que se dio la vuelta y marchó pasillo abajo, recordando alegremente la expresión de Pablo Casavieja, marido engañado que en otra ocasión había sido engañador. A sus ojos aquella era la mejor justicia, por primitiva que pareciera: ojo por ojo y mujer por mujer.
Aurora y Manolo, a solas ya, se miraron. Ambos estaban algo avergonzados y doloridos. Él pensaba en cuántos antes de él se habían encontrado cogidos entre el amor pasado y la conciencia y habían estado dignos y sólidos, pero se le hacía algo cuesta arriba prescindir para siempre de la compañía de Aurora. Era, sin duda, un animal de querencias. La abrazó de nuevo entregándose un poco más que de costumbre, apretándola contra él, pretendiendo dejarse una huella de mujer sobre su cuerpo y en su pensamiento.
—¿Crees que es posible quererse sin pasar de aquí? —preguntó porque lo dudaba a pesar de su sólida voluntad—. ¿Crees que podemos amarnos sin tener de qué avergonzarnos?
—También eso está mal —respondió ella tratando de zafarse sin conseguirlo—. Empiezo a creer que vivir es malo, que todo está mal.
—No digas eso, Aurora —Manolo estaba más comunicativo que de costumbre—. Es difícil ser feliz, pero lo es más ser infeliz con la necesaria dignidad. Ni tú ni yo podemos hacer lo que no es justo simplemente porque nos apetezca.
—¿Qué respeto le debes tú a mi marido?
—Ninguno, pero a ti sí. Y a mí. Tú has prometido amarle y respetarle, fueran las cosas bien o mal. Ahora van mal, pero tu compromiso permanece.
Ella inclinó la cabeza y dio varios golpecitos con el puño en el pecho de Manolo, como desesperando de hacerle comprender que ambos eran adultos, mayores de edad y libres, y que debían vivir su vida y ninguna otra. Sabía, de todas formas, que Manuel Acán lo entendía tan bien como ella. La postura del hombre no venía de la incomprensión, sino de la tozudez: en alguna parte de los últimos diez años Manolo había dado un vuelco.
—Antes no hubieras tenido tantos problemas morales.
—No, claro. Y tú lo sabes muy bien, porque precisamente nos separamos por no tenerlos yo y tú sí. ¿O lo has olvidado? Pero es mejor dejarlo estar. Volvamos al comedor y, cuando termine la mascarada, te llevaré a casa de tus padres.
—No. Ya te he dicho que no. Ellos lo comprenderán tan poco como tú y me obligarán a volver con Pablo después de llamarme de todo.
—¿Y no será aún mucho peor que te lleve a mi casa?
—No lo será —insistió Aurora, tozuda.
Manolo, que tenía sus mínimos secretos domésticos, estaba seguro de que llevar a Aurora a su casa sería la peor de las medidas, pero dejó la discusión para más tarde: no podían seguir ausentes:
—Entra tú primero, Aurora. Yo me fumaré un cigarrillo e iré luego.
—No. Entraremos juntos. Eso no está mal. Y, además, me sentaré en tu mesa. ¿O es que te da miedo?
—Claro que me da miedo: no quiero que se confunda nadie respecto a ti, pero te sentarás en mi mesa y ya veremos.
Parafernalia que le dicen
Cuando entraron en el comedor la autoridad competente había puesto en marcha al mantenedor, que era un chaval político, locutor que hasta había hecho unos exámenes para la televisión, guapete, ciclotímico y, por añadidura, concejal de Relaciones Públicas o, si se quiere, concejal sin cartera. Tenía labia y presencia, rapidez mental y estupidez por arrobas.
Sentado en el centro de la mesa del jurado, como presidente que era, el marido de Aurora no les quitaba ojo a medida que los dos juntos avanzaban hacia la mesa de Manolo. Se mantenía perfectamente impasible, como atendiendo al mantenedor, pero solo Dios, en su sabiduría, sería capaz de saber en qué pensaba.
Aurora le miró y tuvo un titubeo que disimuló acercándose a su mesa primitiva e informando a maestros y maestras de que era una comensal migratoria y que, en consecuencia, iba a banquetearse a otra parte. Luego le hicieron sitio donde Manolo, al lado mismo de Alfonso Pons, que algo desconcertado estaba con aquel trajín.
—¿Cómo está usted? —le dejo varias veces. conocía como la mujer del presidente del Patronato de Cultura, compañero-jefe, y le parecía bien raro aquel cambio de mesa. Además, había comprobado que el marido, desde el jurado, no perdía detalle.
—Está muy bien, Alfonso. ¿Es que no la ves? —le respondió Manolo a la última pregunta.
—Porque la Cultura —decía el mantenedor y concejal sin cartera— no puede ser algo quieto, un valor conservador que envejece en museos y bibliotecas, sino un hecho, una acción de compromiso hacia el futuro. Por eso los premios San José son el futuro de nuestra cultura, la luz que se enciende para iluminar el porvenir.
—Va lanzado a cien —comentó Alfonso Pons a la mujer.
—¿Sabes quién se lo puede haber escrito, Alfonso?
—Te advierto que no dice ninguna tontería —respondió el escritor levantando la guardia.
—Pues tampoco se las calla. Mal asunto cuando se mitifica la cultura. Siempre resulta que el hecho de vivir acaba siendo cultura.
—No discutamos, amigo.
Manolo se dirigió a Aurora:
—¿Quieres tú discutir conmigo al menos?
—¡Chis! —le hizo Alfonso—. Llamamos la atención
—Cuando hace ya diez meses oí las primeras discusiones sobre estos premios, que son ya una alegre realidad, estuve encantado, porque la idea aquella volvía a poner en marcha el milenario proceso que el franquismo detuvo: la dialéctica de la realidad, la meditación sobre la realidad que se convierte en arte y que se convierte, también, en profecía.
—Majadero —comentó Manolo.
Aurora, que ya había asistido varias veces al mismo proceso, se puso a pensar en que el Manolo grave y reflexivo que hablaba con ella a solas, en ocasiones se volvía en público alguien mucho más discutidor y rebelde. En eso sintió que le cogía la mano por debajo de la mesa y que le rozaba la palma con algo. Cuando se la soltó, vio que Manolo había escrito sobre su piel una sola palabra: hermosa. ¿Por qué cambiaba así aquel hombre?
—Dentro de un momento proclamarán a los vencedores —le informó Alfonso Pons.
—¿Usted ha participado?
—Modestamente no sé qué decirle.
—Dile que, modestamente, sabes escribir. Antes de be y pe eme pondré o burro seré. Es, como quien dice, una regla de oro.
—Manolo siempre está de broma conmigo —dijo Alfonso muy satisfecho e inocente—. Nos conocemos desde hace muchos años.
—...Y el esfuerzo de hoy no tiene significado, no puede tenerlo, si ignoramos que estos premios, balcón hacia el futuro, nacen del mismo pueblo democrático, del Patronato de la Cultura de todos nosotros, en el que están representados los partidos, los medios de comunicación, máxima representación de la reciente libertad de expresión que nos ha devuelto a todos el derecho a estar informados de la verdad: la Asociación de Libreros, que luchan denodadamente —y hasta filantrópicamente— por abrirnos a nuevos vientos culturales que despejen la atmósfera enrarecida del franquismo; y del Ateneo, centenaria institución que ha recuperado su carácter de foro, su vocación de universidad y su misión de centro de las inquietudes culturales del pueblo.
—En el tique no decía que fuera cena con mitin —dijo el fotógrafo, algo enfadado. Desenfundó la máquina y se puso en pie—. ¿Qué os apostáis a que le hago perder el hilo?
Se acercó y le sacó varias instantáneas. El flash hacía parpadear al mantenedor, pero era un tipo que necesitaba más que eso para desorientarse. Lo único que hizo fue sonreír abiertamente para quedar más propio en las fotos, pero no se detuvo más que para coger aliento.
Mientras, Aurora cogió la mano de Manolo y por debajo del mantel le escribió un "te quiero" en la palma. Era tranquilizador jugar como niños a escondidas de todos. Alfonso, que andaba vigilante, vio los manejos y volvió a mirar hacia el presidente del jurado. ¡Señor, señor, lo que hay que ver!
Unas mesas más allá, Julio Tellado, también llamado Corín, librero nerudiano y próximo primer premio de poesía, se iba poniendo nervioso. Cuando terminara el charlatán del mantenedor proclamarían a los vencedores, y él tendría que levantarse ante todos, andar bajo la mirada de todos y, todavía peor, hablar a todos. No podía aturullarse, sino hacerlo como un poeta laureado, un mago de la palabra que, a su leal entender, debía ser un hombre inaccesible al halago, pero no modesto; un hombre lleno de confianza en sí mismo y en su arte.
"Voz sin Palabras" —diría— ha recibido el saludo del jurado, pero yo debo saludar al mundo que hizo posible mis poemas, y a los hombres y mujeres que, aquí presentes, me convierten en juglar de esta noche de ilusiones, arte y participación.
No, no. Debía ser poético y no un simple señor que daba las gracias. Tendría que hablar de las estrellas y de los hombres, de los primitivos que, mirándolas, soñaron, y de los modernos que tenían que rescatar sus propios sueños raptados por una sociedad burguesa —esto era obligatorio para un buen militante: palo a la burguesía—. Una sociedad burguesa que había sustituido el sueño del arte por el comercio del arte.
Lo diría despacio, emocionado, si es que no se le borraban las palabras con toda aquella gente atendiéndole. Menos mal que el protocolo no le obligaba a leer ningún fragmento: mentes superiores a la suya habían decidido que al público no se le podía pedir, a la vez, tres mil pesetas por la cena y la paciencia de tragarse, además, lecturas en plena digestión. Andrés Nilson, antes de quedar cesante, se lo había explicado con muy buenos modos: la gente estaba allí para aplaudir a los ganadores, que se conocerían al "al filo de la medianoche", pero las "magnas obras" saldrían publicadas en el periódico del día siguiente para que, ya descansada la tropa, pudieran ser leídas y saboreadas al máximo.
Además, los versos de (Corín) Tellado no eran para ser recitados, porque eran muy complejos por no decir farragosos, y en viva voz perdían parte de su encanto mágico y no poco turbio. El espectáculo necesario correría a cargo del grupo Zeta, los del teatro experimental, que habían preparado un montaje de animación que, según los entendidos, dejaría muy satisfechos a los que no se quedaran patidifusos.
Lo que ya no sabía nadie es que la obra la había escrito especialmente Manolo Acán sobre la idea de Andrés. Del mismo modo que Hamlet representa el asesinato de su padre ante los dos asesinos, rey y reina, el Grupo Zeta, ignorante del asunto, iba a representar como un marido engañador es engañado a su vez; lo que, tras la escena de la sala, tendría el vero efecto de unas banderillas de fuego sobre la misma herida del puyazo anterior. Definitivamente la noche se presentaba negra para Pablo Casavieja.
Pedro Bueno, futuro ganador del premio de cuentos San José, impresor y renombrado autor de un libro de cocina popular, pero exótica, también anticipaba el momento de oír su nombre y subir a recibir un abrazo con diploma y un apretón de manos con medallita conmemorativa. Al día siguiente el resto de los mortales tendría la oportunidad de saciarse con su talento. Sería el momento perfecto para llegar a la tertulia, modesto e impasible, y dejar que le fueran haciendo alabanzas entre parabienes y no poca envidia. Tendría, eso sí, que invitar a toda la peña si toda la peña no se decidía a pagarle a escote una botella de champán, vinito intelectual y culto donde los haya.
De vez en cuanto miraba hacia Andrés Nilson, que le devolvía una sonrisa de confianza. No era mal tipo Andrés en opinión de Bueno, a pesar del desafortunado asunto del sí y del no a la OTAN. Era el concejal de Cultura que más impresos, programas, pasquines y folletos había hecho de cuantos recordaba, y, qué diablos, también se debe medir la bondad política de un hombre por la cantidad de papel que manda imprimir.
Por otro lado Bueno debía a Andrés el despertar de su vocación literaria y hasta una desinteresada colaboración a la hora de repulir el cuento que había presentado al concurso y que tenía tantísimas posibilidades de éxito. Pedro Bueno amaba el papel impreso y sentía cierta embriaguez con el tufillo de las tintas y hasta con la cadencia de la prensa. Era un hombre vocacional que gozaba contemplando los márgenes perfectos o las resmas cuyos cantos estaban exactamente alineados. El contenido era, desde su punto de vista, menos importante que el continente, que la materialidad de las hojas, que la pulcritud de la impresión, que el tacto del folio, que la limpieza y exactitud del tipo.
Con Bueno, si no un literato, sí podía hacerse un aceptable bibliófilo. Amaba el sólido soporte de las ideas, la cuidada edición, la calidad, la presentación de sus trabajos y, por eso mismo, no descansó hasta crear un libro que llevara su nombre en el lomo. Fue un recetario de cocina hecho con todo el amor del mundo. Pero el amor no siempre pone ideas en la cabeza, y aún las quita en ocasiones, de manera que, ya decidido a escribir un cuento, descubrió que las hojas de papel blanco sobre la mesa le sumían en un trance catatónico o, quizá, en un rapto místico que le dejaba la mente tan en blanco como las cuartillas. Al final escribió la historia de un perro al que conoció in illo tempore, un perro flaco al que todo le fueron pulgas. Puso, muy bien explicada, la raza, el pelaje, la melancolía de un perro que iba y venía a la ventura, al que algunos silbaban y otros sacudían una patada, pobre perro proletario. Cuando hubo terminado se lo enseñó a Andrés Nilson, al que había adoptado como preceptor literario.
—Muy notable —dijo Andrés después de haber leído los dos folios y medio, muerto de risa interior a causa de la acumulación de lugares comunes sobre la vida de aquel triste perro que, para más realce, se llamaba Toby—. Pero es excesivamente corto, ¿no crees? Quizá le haga falta más acción.
—Pues bien que mueve el rabo Toby y, al final, persigue al coche que termina atropellándole.
—Otra clase de acción. Bueno; algo que dé trascendencia a la obra, que refleje un mundo enorme y vivo a través del perro y de los pensamientos del perro.
—Pero los perros no piensan, Nilson —respondió Bueno con implacable lógica—. Ni hablan. No hacen más que ladrar, mover el rabo y morder alguna vez que otra.
La cosa se presentaba difícil para Andrés:
—Quizá haya que dar con algún otro tipo de protagonista; que piense, por ejemplo.
—¿Un hombre? —tanteó Bueno con preocupación, pues de hombres sabía aún menos que de perros.
—Quizá un hombre, sí.
—Ya lo intenté y no se me ocurrió nada. ¿Qué hacen los hombres? Van al trabajo, trabajan y vuelven. Comen, ven la televisión y salen al cine con su mujer. No sé qué se puede sacar de ahí.
—Pueden sucederles cosas mágicas, acontecimientos inesperados, un amor increíble...
—La magia no existe y, prácticamente, uno se puede esperar cuanto va a pasarle. Y si cuento una historia de amor, la gente se creerá que es mi historia, y eso mi mujer se lo tomaría muy mal.
—Si quieres —se ofreció Andrés— puedo ver si se me ocurre algo a mí y luego usted lo escribe.
—¿Es posible? No quisiera hacerle perder el tiempo.
El caso era que Andrés Nilson le había ayudado y que Pedro Bueno pasaría en breve a la historia como primer ganador del premio San José de cuentos, y en eso soñaba desde un par de meses atrás mientras apuraba los últimos minutos anteriores a su fama imperecedera, ensoñando al compás alegre de la voz del mantenedor, que seguía impartiendo consignas:
—Nuestra comunidad tiene clarísimas señas de identidad propia, una historia que hemos vivido y convivido, y unas riquísimas relaciones humanas. Pero no tenía, hasta hoy, un proyecto común de cultura. Jugando con las palabras, me atrevería a decir que los premios San José son un proyecto que tiene por objeto proyectar nuestra cultura y nuestros valores hacia el resto del país; son un lazo, sin duda luminoso, que nos acercará a las grandes corrientes de la cultura y el pensamiento europeos.
—Si no lo hubiera escrito yo —comentó Andrés a Julio (Corín) Tellado, que se sentaba a su lado— diría que esto está copiado de algún manual del partido.
—Me molesta que las palabras de los mantenedores sean tan parecidas al jabón perfumado —dijo Manolo a Aurora.
—Félix lo hace bien —le defendió Alfonso Pons: Félix Sierra era el llamado concejal sin cartera.
—Propaganda pontificó el fotógrafo, que había regresado ya a la mesa.
—Nos está quedando muy bonito —confesó, satisfecho, el gran autónomo a la gran autónoma—. Este Félix sirve para todo esto: lástima que esté tan loco como los demás: come sopas de ajo, ¿lo sabías?
—Hay que ver lo que hay que escuchar para promocionar la cultura —gruñó Ataúlfo, el director del periódico, al oído de Pablo Casavieja, que estaba a su lado, pero ausente.
—Eso no es nada —le respondió pensando en la otra cosa—. Hay que ver lo que hay que hacer para no ser un imbécil.
Y miraba de mala manera hacia la mesa desde la que Manuel Acán y Aurora, impasibles, le devolvían la mirada.
Pies en polvorosa
Javier Pons y Pons, como ya se maliciaban las fuerzas de seguridad del Estado, había puesto pies en polvorosa o, como quien dice, había salido echando leches sin dejar dirección adonde enviarle la correspondencia. Por supuesto que había arreado con todas las joyas de su reciente joyería y su mujer fue interceptada saliendo del banco con un talego repleto de papelines de curso legal.
A fin de cuentas no era aquel dinero robado y nadie tenía autoridad para quitárselo, detalle que la envalentonó y la decidió a hacer el papel de tonta, para el que estaba singularmente dotada. Cierto que se la veía nerviosa y temblona, pero el instinto la conducía sabiamente a la defensa de sus propiedades: dinero y marido.
¿Las joyas? Bueno: se iba a renovar el stock, porque no se pueden tener siempre las mismas si se pretende crear una joyería de postín.
¿El dinero del talego? Pues para pagar las nuevas. ¿Y las viejas? Su marido se las había llevado para cambiarlas.
¿Y su marido? De viaje, por supuesto. ¿Y qué si le habían visto por la mañana en la calle? Se fue después, todavía temprano. ¿En coche? No lo sabía. Quizá en taxi, en tren o en avión.
Y, además, parecía mentira que la policía hubiera permitido que unos facinerosos se metieran en su casa de campo. Esperaba que no hubieran roto muchas cosas y que, además, pagaran los desperfectos. Su marido montaría en cólera cuando regresara. ¿Que cuándo sería? Ni idea, porque los negocios son los negocios, ¿o es que le hacían responsable de algo?
El perro que acompañaba a la Guardia Civil no daba muestras de intranquilidad: o Javier Pons y Pons traficaba en droga relativamente desodorizada o no la había en aquella casa. Y, salvo la coincidencia de los traficantes parapetados en una propiedad de Javier, ¿qué tenían exactamente contra él? Nada, porque su yatecito, que podía haber sido el vehículo para entrar la droga, llevaba más de un mes sin hacerse a la mar.
La mujer se iba relajando por momentos y ya era capaz de sonreír con suficiencia y hasta de llamar la atención a un inspector que se puso a hurgar en un cajón del mostrador. Así que todo habría salido bien para Javier Pons y Pons si al visitar su barquito no hubieran hallado, gracias al perro, un compartimento secreto justo debajo del segundo ojo de buey de babor. Vacío, claro, pero secreto, y allí se quedó un especialista pegando adhesivos por si alguna traza de polvo podía aparecer y servir de evidencia.
El capitán y el teniente, de regreso al cuartel, se preguntaban si habían dado por casualidad con los traficantes o si podía establecerse algún tipo de relación entre la desaparición de Pablo Casavieja y el ulterior tiroteo campestre, casi bucólico, con las vacas de una granja próxima mugiendo en defensa de la leche de sus ubres, que tal vez pudiera agriárseles con tanto inesperado ruido.
El teniente, en la soledad de su guarida, le volvió a pasar al capitán la carpeta con papeles que apareció en el coche manchadito de sangre, inseguro y preocupado el pobre militar que creía, alma de cántaro, que la honradez era exigible a todo el mundo.
El capitán comprendió que si un político desaparece sin llevarse al otro barrio sus papelotes, deja una bomba capaz de desintegrar incluso a los investigadores. Allí había, por ejemplo, billetes de avión Berna-Roma-Tripoli, una cartilla de un banco suizo y otra de uno italiano. Documentos de cesión al partido de unas parcelas en una playa; el contrato de venta de un edificio sindical a un constructor y quién sabe cuántos otros detalles que, de investigarse, salpicarían de fango a muchos.
El conocido taller experimental de teatro del Grupo Zeta, era también legalmente y a juzgar por las subvenciones, una granja de rehabilitación de toxicómanos, y así se justificaba que el Gobierno Autónomo hubiera cedido al Grupo Zeta una finca de sesenta hectáreas —antigua propiedad de Extensión Agraria— y gestionado subvenciones de cultura, de la Autonomía y de Sanidad y Seguridad Social. El grupo Zeta era, mayormente, una comuna intelectualizada: que si Stanislawsky, que si la expresión corporal, que si el método del Actors Studio (N.Y.), pero, al final, sopa boba, porrete subvencionado y cama redonda, además de ser los gigantes y cabezudos perpetuos de la región, animadores socioculturales que tanto se vestían de moros y cristianos, como de caracoles y jubilados, "colectivos" estos que, al no estar en igualdad de condiciones físicas con el resto de la ciudadanía, se veían imposibilitados para una rápida huida y tenían que tragarse grandes dosis de cultura popular.
El Grupo Zeta era pasacalles obligado en todas las fiestas mayores y aún en las menores. Entre unas y otras organizaba cursillos de interpretación —expresión, teatro lúdico (por lúdicro), dramatización y hasta psicoanálisis— en colegios públicos, en institutos y en centros de formación profesional. Mantenía, en un antiguo claustro carmelita desamortizado, una academia de las artes donde los más gilipollas se inscribían para aprender a hacer piruetas y a proyectar la voz con modernidad. Y, por si fuera poco, daban tres representaciones semanales en un bar-teatro o tasca-teatro, compartiendo el escenario con una tropa de travestidos que cantaban tanto imitando a Sara Montiel como a Alfonso Guerra.
Este bar-teatro llamado "La Taverna", con uve, pertenecía al ya conocido Javier Pons y Pons y a Pablo Casavieja, aunque tenían para su explotación al travestido cantor, muy proclive a pintarse de blanco la jeta. En los reservados de tal lugar se escogían chicas jóvenes mediante catálogo fotográfico que enumeraba las especialidades "lúdico-erótico-artísticas" de las modelos, si puede expresarse así. En otras palabras: habían vuelto a inventar los viejos palcos que tanto juego amoroso dieron en otras épocas.
Los papeles que Pablo Casavieja había dejado tras de sí indicaban que el Bar-Teatro La Taverna contaba con una subvención del Ministerio de Cultura como teatro que era. Claro que era cosa sabida que La Carme —actriz de pelo cortísimo y ojos verdes— era una de las compañeras sentimentales del consejero autonómico de Cultura.
El capitán cerró la carpeta y arrugó la nariz. El teniente, por disciplina quizá, también la arrugó y, sin palabras, ambos estuvieron de acuerdo en que aquello olía que apestaba y en que, o aparecía Casavieja, o acabaría siendo de dominio público, en cuyo caso se veían ambos en las Vascongadas rodeado de tipejos gritando "¡que se vayan, que se vayan!".
Lo sensato sería traspasar al comisario todo aquel tomate y dedicarse ellos a mirar en los establos y detrás de los árboles, por si encontraban algún trozo identificable de Pablo Casavieja. Se lo impedía la creencia de que el comisario, próximo al retiro, a lo mejor decidía echar tierra, camiones y camiones de tierra sobre el asunto.
—No estaría ni medio bien —resumió el capitán—. Si esto fuera una democracia Pablo Casavieja estaría en la cárcel, a ser posible rodeado de ratas a las que le sería difícil corromper.
El teniente, más práctico, menos filosófico y con la academia más cerca de sus recuerdos, opinaba que aquello era una ocasión de oro para meter mano a la prostitución, a la droga y a la política, porque la impresión de conjunto que se había hecho era la de haber levantado un pico del velo de la mafia.
—Y, además, cuentas en Berna y en Roma. Si los parados supieran por dónde andan sus legítimos representantes...
—Usted y yo somos profesionales —le recriminó, supuestamente serio, el capitán—. Lo nuestro son los chorizos.
—Eso —se corrigió el teniente—. Nuestros legítimos chorizos.
¿Qué ha pasado?
Aurora, esposa ya que no mujer del desaparecido y quizá difunto Pablo Casavieja, que era prohombre en política y progusano en otras cosas, acababa de sufrir la segunda visita de la policía, si bien menos aparatosa por venir de paisano el interesado, Sherlock Gómez, al que conocía de toda la vida, incluyendo en ella a algunos lejanísimos guateques en los que se pisaban alegremente los pies fingiendo bailar la tristísima "Capri c'est finie", y defendiéndose de los apretones a traición.
Aurora le preguntó a Pedro Gómez por la investigación porque, la verdad, todavía no había conseguido enterarse de lo que sucedió de verdad. Después de su entrevista con la Guardia Civil había intentado subir a su casa y la interceptaron a mitad de camino:
—De momento no se puede pasar, señora —los guardias civiles eran amables y corteses se dijera lo que se dijera de ellos.
—¿Qué es lo que ha pasado, Pedro? A mí solo me han dicho que Pablo ha desaparecido y me han preguntado a qué hora había salido de casa.
—¿A qué hora fue? —insistió Pedro, policía antes que nada, y ya enterado de que en la casa de Pablo Casavieja no había dormido nadie.
—Les dije que no lo sabía.
—Eso es verdad.
—Cuando me desperté no estaba.
—Eso también es verdad —repitió Pedro Gómez—. No sé dónde te habrás despertado hoy, pero desde luego no ha sido en tu casa, Aurora.
Ella estaba triste y muy nerviosa, unas veces con ganas de llorar y otras con necesidad de huir y no ver a nadie; solo que no sabía adonde ir a esconderse, porque se sentía la mujer más abandonada y solitaria del mundo. También le molestaba comprobar que, ante la noticia e la desaparición de su marido, le daba por autocompadecerse y ponerse a pensar en Manuel Acán.
—Y ahora, por favor, Aurora, no me engañes: ¿viste o no viste a tu marido ayer por la noche u hoy?
Aurora hizo que no con la cabeza y se puso a llorar. ¡Vaya! —pensó Poligómez—. Lágrimas. Las lágrimas son todas iguales, pero tapan muy distintos motivos.
—¿Para qué buscáis a Pablo? —preguntó al fin, olvidando sabiamente que era ella la interrogada. Cosas de mujeres—. ¿Ha hecho algo malo?
Pedro decidió explicárselo todo. La mujer estaba nerviosa, pero calculó que le afectaría menos saber que no saber y, además, algo le decía que quizá hasta se sintiera aliviada, porque estaba claro —siempre lo estuvo— que Aurora empezó a tener miedo a su marido desde que volvieron del viaje de novios.
Le contó, pues, lo del coche con el parabrisas agujereado por bala, lo mismo que el asiento del conductor; lo de la sangre; lo del zapato abandonado en el jardín de herr Feldmann y hasta el tiroteo en torno a la casa de Javier Pons y Pons, presunto joyero entre otras muchísimas presunciones menos visibles.
—¿Crees que está muerto? —preguntó Aurora con la vista baja y las manos quietas, abandonadas sobre la mesa de la directora.
—Lo creo —respondió Pedro, más que nada por hacer experimentos psicológicos. ¿Suspiraría Aurora? ¿Lloraría otra vez? ¿Seguiría apática?
Pero Aurora sonrió:
—Pensé que si un día me decían eso me alegraría, pero no es verdad: me encuentro sola.
—¿Cuándo le viste por última vez, Aurora?
—La noche de San José —dijo con sinceridad—. Cuando salíamos de la entrega de los premios literarios. Él pretendió atropellarme con el coche, pero Manolo me empujó y todos, también Pablo y el coche, nos fuimos al agua. Supongo que lo sabes.
—Sí, pero ¿por qué quiso atropellarte Pablo?
Aurora se ruborizó e hizo tiempo para responder:
—Yo iba al lado de Manuel Acán.
"Se resiste" —pensó Pedro Gómez—. "No me extraña".
—Ya, pero ¿qué es lo que había sucedido?
—La noche antes me había pegado —respondió la mujer—. Yo había decidido dejarle.
—¿Dejarle por quién?
—¿Te refieres a Manolo? Al fin y al cabo, fuimos novios hace mucho, ¿no es eso? Manolo me llevaba a casa de mis padres.
—¿Pasaste la noche con ellos?
Aurora levantó la cabeza, se pasó la mano por el pelo y abrió la boca para llenarse de aire fresco. Cualquiera hubiera dicho que recogía valor y decisión para hablar, pero a Pedro le pareció un gesto muy meditado.
—Pasé la noche en casa de Manolo, ya que lo quieres saber. Y no he vuelto a ver a Pablo.
—¿Te llamó por teléfono? —Pedro sabía la respuesta, pero la pregunta era para hacerse un baremo de la sinceridad de Aurora.
—¿Cómo lo sabes? Dijo un montón de barbaridades y lo que nos iba a hacer a los dos si no volvía enseguida a casa.
—¿Qué piensa Manuel Acán de todo esto?
—No le gusta. Manolo me quiere, ¿sabes?, pero es incapaz de ir más allá: soy una mujer casada y eso para él es insalvable.
—¿Y para ti?
—También —mintió ella con desparpajo.
—¿Piensa Manolo lo mismo de las viudas?
—¡Parece mentira! —exclamó Aurora enfadada—. Si te crees que Manolo es capaz de hacer una cosa así es que no le conoces. Manolo da mucha importancia a las cosas bien hechas, a las normas. Él dice que las normas, hasta las que parecen injustas o antiguas, ayudan a vivir y a morir. Dice también... —se detuvo de golpe, como avergonzada.
—¿Qué más dice?
—Dice que hay que vivir también pensando en otro mundo. Dice que vivir como cualquier vive es como no hacerlo, y que es necesario fabricarse de nuevo, hacer con uno mismo un ser distinto y más perfecto.
¿Sería capaz el asno de Manolo de decir cosas semejantes sin que le temblara la voz? Manolo, cuando era el primer novio de Aurora, allá por la antigüedad preclásica, al dejarla en casa a las diez se iba de parranda con los amigos, a veces días seguidos. Manolo había escrito los versos más pornográficos y ateos que Pedro recordaba, y hasta se peleó con el profesor de política porque no le dejaron publicarlos en la revista del instituto. Ahora salía con lo del hombre nuevo y con que su vida no era de este mundo.
—¿Se ha dado últimamente algún golpe en la cabeza?
—Manolo hace las cosas en serio, y te aseguro que no le ha hecho nada a Pablo.
—¿Qué dijo Pablo que os haría?
—Que nos mataría, claro, y creo que es capaz.
Pedro Gómez también le sabía capaz, pero, por las trazas, ya no estaba en condiciones Pablo Casavieja de hacer una de las suyas, solo que... Había muchas cosas oscuras en todo.
—¿Qué piensas hacer, Aurora?
—No lo sé —respondió, aunque se le había ocurrido lo que hacer exactamente por más que no estuviera dispuesta a cotorrearlo. Por eso siguió con su aspecto apático hasta que Pedro Gómez decidió marcharse. Entonces llamó por teléfono a un número que sacó de su agenda rosa con espejito, y preguntó directamente:
—¿Puede decirme dónde está Pablo Casavieja? Soy su mujer.
Al otro lado estaba La Carme, una joven que sería muy guapa si no llevara tan corto el pelo, y que sería una interesante mujer si no fuera tan promiscua. Respondió al cabo de unos segundos la primera actriz del grupo Zeta, después de desechar la idea de negar que conociera a Pablo: pensó que haría más daño siendo sincera.
—No le he visto desde ayer. ¿Se le ha escapado de casa?
O la Carme no sabía nada o lo sabía todo y se burlaba doblemente. Aurora, que ya estaba en los treinta, también sabía cómo fastidiar a otra mujer.
—Le está buscando la policía: no me extrañaría que le hicieran a usted una visita.
Luego salió. Iban a dar las doce y Aurora no tenía ganas de dar explicaciones a las otras maestras. Quería olvidarse de todo y había recordado que aún tenía en el bolso el llavín de la casa de Manuel Acán, pues ella misma lo había robado de un clavito de detrás de la puerta.
Manuel estaba trabajando y, puesto que solía comer en restaurantes, suponía que en su piso podría pasar en paz y a solas el resto del día. Pero media hora después de llegar estuvo cansada de pensar recostada en el sofá y se puso a curiosear por la casa. Tocó el lomo de los libros de Manolo y leyó muchos papeles sueltos por encima del escritorio. En uno se contaba cómo subirse a una encina de forma mágica: si la encina tenía siete ramas y el trepador se acomodaba en la primera horquilla de la séptima, podía ver su vida futura con solo pensar en su vida pasada.
A Aurora le gustaba Manuel Acán también por esta clase de cosas: a su alrededor había un aire en calma, profundamente intemporal, como el que rodea a algunos sacerdotes. Solo que Manuel había renunciado al racionalismo y a todas sus pompas y trataba de hablar con las piedras sedimentarias, con los árboles frondosos de hoja perenne y con los animales mamíferos. Leía mucho a Plotino, y creía que todos los seres vivos estaban conectados a la verdad universal. Por si aquello parecía poco, era un admirador casi fanático de San Francisco de Asís, al que llamaba Francesco en la intimidad.
Vivía en su mundo especial y decía ser alquimista, pero buscaba la transubstanciación no de los metales, sino de su espíritu. Había que hervirlo permanentemente a fuego lento y esperar que lo ligero se decantase de lo pesado, que el alma se desprendiera de los sentidos, para tenerla pura del todo y capaz de moverse sin lastres.
Otro papel de Manuel Acán explicaba cómo volar: bastaba con hacer que el alma tomara el esquema de una o varias moléculas de hidrógeno y, luego, creer firmemente que arriba era abajo y abajo era arriba.
—¿Por qué no te aficionas al fútbol y a la política, como todos los hombres? —le había preguntado una vez Aurora.
—Porque soy vegetariano —le había respondido Manolo sin dar demasiadas pistas.
Aurora, que se enamoró de él en la adolescencia, le quería ahora de un modo más profundo: no se trataba de la sorpresa que le producían los cambios en el hombre, sino de la vibrante serenidad con que se envolvía, y hasta de sus ojos quietos, pensativos, que, desde luego, veían cosas desconocidas. Le parecía un hombre único porque no daba importancia a lo habitual, ni siquiera a la vida, de la que no estaba cansado, sino desprendido.
Sonriendo después de las lecturas, fue al baño y se puso a oler la broca de afeitar, el jabón, las toallas. Tocó suavemente un pijama tirado al suelo, cerca de la bañera, y también lo olió. Le parecía estar pecando o, al menos, alimentando una curiosa y olfativa sensualidad que la llevó al armario, a la ropa plegada o colgada en él, ropa de hombre que olía a un mundo distinto e imposible de comprender por completo.
Se echó en la cama y se puso a pensar en el hueco que el cuerpo de Manolo hacía en el colchón; en las huellas de su cara en la almohada, en lo que el espejo podía haber reflejado y en lo que ella misma podría haber visto de ser pared, techo o lámpara.
En éstas, vencida por el abandono o por la tensión, se quedó dormida y se encontró soñando en una sábana celeste que flotaba en el aire como una bandera y la llevaba por una brisa que era como mar caliente.
Los trabajos
Varios meses antes de la cena de gala socialista o media gala, Andrés y Manolo habían trabajado de lo lindo en el archivo de este último. Manolo había sido elegido por Andrés no por un sentimiento de recuperada amistad, sino porque, de entre todos sus conocidos rebeldes frente al sistema, era el único que llevaba diez años publicando en prensa. En otras palabras: le quería por su bibliografía, que ya es perversión amorosa original y extraña.
La convocatoria de los premios San José, impresa por Pedro Bueno, había sido repartida: bibliotecas, casinos, bares... toda la escala social, como aquel que dice, y una buena parte de la antisocial estaban enteradas de que "en defensa de la cultura de nuestra Comunidad, el Patronato apuesta por el futuro al promocionar la aparición de nuevos valores literarios a través de los premios San José, que se regirán por las siguientes bases:".
Andrés era moderadamente feliz y Manolo estaba moderadamente interesado, más que como guerrillero en potencia como experimentador: si era posible lo que Andrés pretendía, si llegaba a suceder, no le cabría duda de que España entera había caído víctima de la esquizofrenia y a Manolo, sin ser político, España le parecía tan fundamental como su propia casa y tan inevitable como su propia carne.
Ambos buscaban en el archivo de Manolo algún trabajo publicado que pudiera servir para los Premios San José, aunque no bajo en nombre de Manolo que, por ser antipolítico, era poco grato a los ojos de la superioridad, mucho más aún que si fuera militante de la oposición que, se quiera o no, traga con el sistema y hasta con los métodos del camelo y de la falsificación.
Pero Andrés juraba que serían sus trabajos y solo sus trabajos los que ganaran los Premios San José, salvo en el caso de la novela, porque Manolo no tenía publicada ninguna.
—Yo conozco el tinglado —le certificaba a su amigo— y te puedo asegurar que al Patronato le importa un pimiento la literatura. Esto está planteado preelectoralmente para la primavera del 86, que será cuando vengan el referéndum o las elecciones. Interesa el acto, la propaganda, la imagen y todo eso, pero no el contenido de los trabajos.
Manolo se reía mientras seguía revolviendo papeles, muchos de ellos olvidados, que le sorprendían por su novedad, como si fueran obras de otra persona. Había cuentos y poemas y reportajes que cabrían perfectamente en las bases que ellos mismos habían redactado.
—Es una faena —solía decirle a Andrés—. Les convertiremos en tontos honoris causa.
—También, pero es lo de menos. Lo importante será cuando no tengan más remedio que dar explicaciones e inventarse algo que justifique la barbaridad.
—Sinceramente, Andrés: ¿a por quién vas? No creo que te tomes todo este trabajo por un simple amor a la justicia. No fuiste nunca de esos.
—Pero tú sí, ¿eh?
—Yo, casi, que es otra cosa. A mí me entristece que España haya caído tan bajo, justo en el fondo del bolsillo de veinte mil sinvergüenzas organizados, de los que tú formas parte.
—Gracias, pero soy un sinvergüenza arrepentido y no he sido jamás un trepa en su sentido estricto. Hay una debilidad del partido que nadie parece percibir o que nadie quiere ver: los hombres. El "aparato" es bueno; existe una red organizada para transmitir consignas, pero los hombres de esa malla no son de calidad y ni siquiera son socialistas, por un lado, y, por el otro, en las provincias, en las ciudades y en los pueblos les faltan personas inteligentes y bien dispuestas, mientras les sobran analfabetos ilustrados.
—¿Cómo te llegaste a embarcar con ellos, asno?
—Un poli me dio un porrazo y juré que se lo haría pagar. Dime que es una tontería si quieres, pero ése es el estilo. Soy vengativo y no me arrepiento de ello.
—Quizá lo que eres es soberbio —decidió Manolo—. Y quizá también estás haciendo esto de ahora por soberbia, aunque la confundas con la venganza.
—Solías ser tú más soberbio que yo, amiguito.
—Pero hice unos ejercicios espirituales. Por otro lado, tampoco soy tonto y sé perfectamente que aún no me has respondido: ¿contra quién vas?
—Contra un cabrón o, mejor, a por él. Estará muy mal, pero cuando de verdad me han herido de sé perdonar. Ni quiero.
Eso es casi tan grave como lo mío —se sonrió Manolo—. Yo no sé pedir perdón. No es raro que haya acabado mezclándome con uno que no sabe darlo.
—El infierno nos aguarda —auguró Andrés—. Te apuesto a que nos encontraremos en él a muchísimos conocidos.
—Una vez más, Andrés, ¿contra quién?
—¿Así que no puedes ni sospecharlo?
—No, Hércules: tus pequeñas células grises son demasiado silenciosas para mis oídos. Me consta que eres malvado, pero no llego a más.
—Contra Pablo Casavieja —confesó Andrés al final—. Pero no te voy a decir por qué así me despellejes.
—¿Y cómo se te ha ocurrido que Aurora se relacione, aunque de lejos con semejante burrada?
—Para más venganza. ¿Para qué si no? Quiero a Pablo destruido y, a ser posible, guillotinado —se lanzó Andrés—. Y que me regalen su cabeza para hacerme con ella un vaso en el que beber hidromiel o, al menos, un cenicero. ¿Acaso no somos ceniza? Pregúntaselo a un cura de los de antes.
—¿Qué te ha hecho?
—Nada —respondió Andrés cerrándose—. Es un capricho que tengo. Y, ya que andamos metidos en confidencias, ¿qué le hiciste tú a a Aurora in illo tempore?
—Nada. Otro capricho.
—¿Sabes que te quería mucho? A las chicas les da por los deportistas o por los sinvergüenzas, pero a ella le dio por ti, que solo eras un charlatán que escribía versos y hacía cosas raras.
—Muchas cosas raras —confirmó Manolo, algo soñador—, pero no las hacía mal del todo. Tenía una carne muy mandona, yo, y una cabeza a pájaros. Creo que Aurora era entonces meditabunda y que tenía problemas religiosos, de manera que se hizo novia mía para hablar más que nada y, también, para que se me fuera el ateísmo.
—Es verdad, el ateísmo. Yo me hice ateo más tarde, pero no tan furibundo como tú, que escribías en todas partes eso tan gracioso y profético de "a la horca con los curas".
—El ateísmo militante es la primera fase del misticismo —remató Manolo—. No me da vergüenza decir que yo era místico infeccioso y que en lugar de ver el mundo prefería imaginármelo.
—Te dura, créeme.
—Larga enfermedad esto —suspiró Manolo—. La sufrió Aurora también con paciencia resistiendo mis palabras y, también, mis dramas íntimos. ¿Sabes que una vez, en el portal de su casa, lloré sobre su hombre? Aún no sé si aquel recuerdo me avergüenza o me satisface.
—Las mujeres decentes y algunas indecentes te adoran si les echas una lloradita. Lo mismo te crees que eres el primero que juega a estas cosas.
—Hacíamos planes juntos. Me quería casar con ella y le hablaba de la casa que tendríamos, con las paredes blancas y blancas las ventanas. Unos días le decía que la casa estaría llena de espejos y otras que no habría ninguno... según. A ella le gustaba soñar en cosas así, y los dos nos sentíamos mayores planeando un futuro que sabíamos muy lejano aún o casi imposible. Ella, de todas formas, era más madura que yo. Ahora lo sé, pero no entonces.
—Y os tirasteis los trastos a la cabeza. Nada le va peor al futuro que planearlo. Algo sé de eso. Nunca coincide, y te pasas el tiempo amargado, a caballo entre los sueños y la realidad.
—No fue el futuro. Ella se puso enferma un verano y estuve yendo a su casa a diario. Me pasaba horas al lado de su cama y, bueno, esas cosas hacen su efecto. Yo que sí, ella que no... Al final pactamos a mitad de camino, lo que no estaba tan mal para ninguno de los dos. Pero Aurora tiene una hermana mayor, Magda, que entonces era como una explosión de luz y de alegría. ¿La recuerdas?
—¿Qué se ha hecho de ella? Se casó con alguien, un ingeniero o algo así, y se fue a Madrid, ¿no?
—Allí sigue. Eran dos chicas muy contrastadas. Aurora, tan seria y pensativa, tenía un gesto encantador al bajar los párpados y doblar un poco la cabeza. Magda tenía, en cambio, una sonrisa que invitaba a morderle los labios y hasta los dientes. Y, bueno, acabé queriendo más a la mayor que a la pequeña.
—¡Qué tío! Las convencías a pares, como los detergentes y los vicepresidentes.
—Cuando venía ella pasábamos el rato jugando los tres. Poníamos, por ejemplo, mano sobre mano y las íbamos retirando. Eran juegos de mucho rozarse, de mucho tocarse, y una tarde que salíamos juntos de la casa, dejando a Aurora en el lecho del dolor, la abracé en la escalera y ella estuvo de acuerdo. De acuerdo con eso y con otras muchas cosas y, además, todo con una alegría natural y un desenfado que daban gloria.
—Ateo y todo, seguro que estabas convencido de que aquellas cosas era un pecado gordísimo.
—Y de que me portaba fatal con Aurora, sí. Magda era gatuna y Aurora perruna, si es que me explico. Me encontré pronto metido en un juego a tres bandas que divertía muchísimo a Magda que, delante de Aurora, a veces me hacía caricias disimuladas y me tentaba de mil formas distintas delante de su hermana.
—¡Vaya suerte, macho! Me estás hablando del paraíso: dos hermanas para ti solo.
—No para mí solo. Magda tenía también un novio: no sé si dos, porque era muy ligera de cascos. Yo estaba celoso y cada vez que la abrazaba me devanaba la cabeza pensando en quién habría sido el anterior. También so la divertía. Y, cuando dejó de divertirse, se las ingenió para que Aurora nos pillara. Esa es la historia que no te quería contar, ya ves.
—¿Pero tú querías a Aurora?
—Cuando me envió a la porra supe que sí —Manolo se echó a reír algo forzado—. Aquel fue mi único contacto con la disipación. O, mejor, mi último contacto.
—¿Me quieres hacer creer que eres un chico casto y decente desde entonces?
—No. Pero no engaño.
—¿Seguro? —preguntó Andrés—. Esto está lleno de fantasmas entonces, Manolo. Ven conmigo.
Le condujo hasta un escritorio de estilo colonial y abrió uno de los cajones con gesto de mago que dice "et voilá". Fingió arremangarse y extrajo una cajita farmacéutica que ponía Ovoplex. Del blíster numerado con días de la semana faltaba un número de minúsculas pildoritas.
—Hoy es jueves. La última usada es de un miércoles. ¿Por casualidad hablábamos de que no mientes, viejo pirata?
—Y no he mentido: solamente no te he contado otras cosas. Además, no suponía que hubieras rebuscado en mis cajones.
—Ni supondrás que yo buscara anticonceptivos, ¿verdad? Tú mismo me dijiste que en el de al lado guardabas fichas. Me confundí nada más. Y respóndeme en serio: ¿quieres a Aurora?
—¿Y a ti que te importa? Estoy muy encariñado con su recuerdo, y a veces pienso que pudimos tener una vida a medios o hasta dos vidas para cada uno.
—¿No estarías dispuesto a volver a empezar ahora que la has tratado de nuevo? Algo así como la canción de Cole Porter.
—Ya lo he pensado, pero el tiempo no tiene marcha atrás y ella está casada.
—Con un maldito, de manera que no le harías poco favor rescatándola. Simplemente saldríais con retraso, como Iberia. Me temo que a ella le gustaría eso: volver a empezar.
—No lo creo posible.
—¿Por la consumidora de la píldora del miércoles, tal vez? ¿O es que tú tomas Ovoplex, con fines medicinales, por supuesto?
Manolo no hubiera sido un hombre normal si no se hubiera fijado en las palabras de su amigo: "a ella le gustaría eso: volver a empezar". Muy agradable y egoísta era acariciar esa idea y contemplar el pasado como futuro y la ilusión como realidad.
—No estoy dispuesto a jugar sucio. No volveré a hacer algo como lo de la otra vez: dobles parejas sería la jugada, ¿no? Ni eso ni otras muchas cosas a las que he renunciado: discotecas, Paco Umbral, irme de putas, leer El País, votar, afiliarme a un partido, insultar a los árbitros, beber coñac, conducir motos, saltar a la comba... He cambiado mucho, ya ves.
—¿Vive contigo la del Ovoplex?
—Déjalo estar. Es muy distinto. Ella también es muy distinta; no entiende según qué cosas, como el ajedrez y el amor.
—¿Te noto sarcástico o son imaginaciones mías?
—Preferiría guardar silencio un año antes que decirte esto, Andrés: estoy desorientado. Y, cuando me desoriento, prefiero atenerme a las normas generales: con Aurora el amor se llamaría adulterio, y no amor.
—Te entiendo, pero no te disculpo. Aurora está pensando mucho en ti.
—Lo siento —respondió Manolo, y no era del todo verdad: lo sentía, sí, pero también le alegraba. Fantasmas de tres mil días caían sobre él como una agradable lluvia—. Sigamos con tu guerrilla, no sea que esta vez gane la francesada.
Teatro moderno gratis
En el colegio de Aurora aterrizaron unas extrañas caricaturas, tal vez jóvenes a pesar de los arreos, exquisitamente acompañados por Dam Borrán, secretario particular que lo era del gran autónomo. La comparsa era eso exactamente: una comparsa que, con bendición de la Autonomía, iba a dar por todos los colegios un cursillo de dramatización y expresión teatral, cosa muy moderna y bonísima para que el niño sacara sus tendencias lúdicas en la realización del subconsciente, o así al menos se lo explicaron a profesores y profesoras.
Dam Borrán, parapetado tras su barbita de chivo, su bufanda que colgaba como una estalactita y sus gafitas redondas, tan progres aunque inútiles, presentó al personal estrafalario como Grupo Zeta, gente fina que venía alcanzando notables éxitos en la animación popular y callejera. Sin duda todos los presentes habían oído hablar, ¿verdad?
¡Vaya que sí! Apenas tres meses antes el mismo Dam Borrán les había traído a un tipo largo, algo canijo, con vaqueros, chaleco floreado y bombín, que atendía por Progreso Santaeugenia y era librero de profesión y "animador sociocultural" de los de élite. Aquel tipo contaba cuentos a los niños y luego les daba ejemplares atrasados de El País para hacer con ellos canutos inofensivos y sacudirse de firme, lo cual, en su docta opinión, rebajaba los niveles críticos de agresividad y dejaba a los niños mansos y bien realizados.
Tuvieron entonces que conceder una tarde de clase al librero animador del bombín y de los periódicos, que se expresaba con todo el encanto mágico del lenguaje constitucional y no escatimaba coños, hostias ni carajos a los ya endurecidos oídos infantiles. Esta vez Dam Borrán pedía y casi ordenaba para el Grupo Zeta no una tarde sino tres a lo largo del mes, y la directora, que miraba con desconfianza a la tropa, no se atrevía a decir que no, no fuera luego a salir en el periódico como una enemiga de la cultura y de las últimas modas pedagógicas, sociológicas y realizadoras de la desvalida infancia, que sí, que estaba desvalida frente a los políticos y frente a los tipos que, por carné o por pelota, conseguían lindas subvenciones para hacer el indio en provecho propio.
—¿Cuánto nos costará? —preguntó Aurora, más decidida.
—¡Qué cosas tienes, Aurora! —dijo Dam Borrán, que era amigo o algo así de su marido, el consejero de Cultura—. Nada, mujer. Bastará con que despejéis el patio y pongáis, ya os lo dirán los del grupo, una especie de toldo de tiras de papel, como una carpa: a los niños les gusta tener algo encima de su cabeza.
—Pues regálenles un gorro. ¿Por qué no lo hacemos en el gimnasio? —preguntó la Directora.
—Tiene que ser al aire libre —respondió uno de los animadores—. Por la cuestión de la respiración, ¿sabéis?
—Ah, claro: la respiración.
—Es muy importante la respiración. Ella es la que da energía y la que calma —explicó otro—. Respirar es vivir.
Y lo decía en serio. Les explicaba a los maestros que no se podía vivir sin respirar, y lo hacía convencido de que nadie había oído antes semejante teoría. Dam Borrán también se mostraba muy satisfecho de los profundos conocimientos de la gente del Grupo Zeta.
—El niño —dijo otra supuesta actriz marisabidilla— vive en un mundo mágico y casi primitivo: es capaz de mezclar la realidad con la fantasía y, al aire libre, dramatiza mejor porque se siente con mayor libertad, desinhibido y mejor motivado.
—¿Verdad que sí? —dijo un maestro joven, algo sarcástico, que en tiempos había hecho teatro experimental y se las sabía todas—. ¿Vais a usar las técnicas de Stanislawsky?
—Nosotros vamos más a las raíces —dijo el que parecía más director de todos—, y nos basamos en el Entrenamiento Autógeno y en el Budismo Zen.
Ante esta explicación deslumbradora no hubo más oposición y el Grupo Zeta se hizo propietario de tres tardes de la vida de los niños y del patio del colegio público que, con entrenamiento autógeno y budismo zen, difícilmente volvería a ser Colegio Nacional.
—Todo sea por la cultura —suspiró después la directora no sin cierto sarcasmo.
—¿Cultura? —preguntó Aurora—. Todo el mundo quiere engañar a los niños, incluso algunos de nosotros. Todos quieren politizarlos apenas se quitan el biberón de la boca.
—Pero sabes tan bien como yo que no lo consiguen, Aurora: los niños ven otras cosas en estos asuntos, y yo no he tenido ninguno, ni entre los de octavo, que saliera del colegio politizado, a pesar de sus maestros comunistas. Y no retiro ni una palabra a pesar de ser quien es tu marido.
—Él no es comunista, sino socialista.
—¿Y cuál es la diferencia? ¿La velocidad del método revolucionario? ¡Señor! ¿Por qué no podrán dejarnos en paz los políticos en esta vida de Dios?
Eso mismo pensaba Aurora, cada día un poco más preocupada por la evidente manipulación de las personas, de las ideas, de la verdad y de la fama que se hacía desde el poder. Desde el poder nadie escucha; desde el poder todos hablan, y hablan de su propio ombligo, pero el ombligo de los políticos no lo entienden los niños.
—Las cosas no van bien —resumió.
—¿Y tú me lo dices? —la directora se la quedó mirando—. ¿Por qué no se lo explicas a tu marido?
Pero se lo explicó antes a Manuel Acán por teléfono:
—Aunque Andrés a lo mejor te lo ha explicado ya. Él debe de estar enterado de estos asuntos culturales.
—¿Por qué te molesta todo esto, Aurora? —le preguntó Manolo.
—Porque están en todas partes: en las paredes con carteles; en los libros, en los periódicos, en la tele, en las conferencias y en las escuelas. Están abusando y mienten una y otra vez. De un tiempo a esta parte solo escucho mentiras y, no sé, me subleva. ¿A ti no?
—También a mí. La mentira hace perder el tiempo y también el futuro.
—¿Has decidido ya ayudar a Andrés en esas cosas secretas que está preparando?
—Andrés no juega limpio, Aurora. Es un desengañado, y eso quiere decir que fue capaz de estar engañado antes. Es un arrepentido, y no me gustan los que se arrepienten.
Como había más cosas que comentar, acabaron citándose en una cafetería cercana al colegio público. Querían los dos volver a verse, aunque no lo confesasen. Aurora deseaba averiguar por qué Manolo había cambiado, y él quería descubrir si había valido la pena el cambio dado. Tras el episodio del guateque, jugaba con fuego quizá, pero ése era el atractivo precisamente.
Apenas sí hablaron de los proyectos de Andrés. Manolo no era hombre político, sino uno más de la marea antipolítica española que subía entre fastidiada y amotinada, y solo aspiraba a que toda España encontrara, por fin, un sistema que no la hiciera depender de los ambiciosos ni de los falsarios. Ella, casada con un político, llevaba más tiempo aún enemistada con los partidos que le hacían la competencia y con las turbiedades que, velis nolis, había tenido que presenciar.
Manolo no quiso decirle, al final, que Andrés buscaba la cabeza de su marino y ambos abandonaron la moderación para ponerse a hablar de sus respectivas vidas. Aurora, después de "aquello", se había concentrado en sus estudios y en las oposiciones posteriores. Mientras tanto había ido tratando cada vez más a Pablo.
—No estaba en la oposición: era la oposición. Luchaba por lo que creía justo y estaba lleno de la idea de redimir al pueblo —contó con cierta amargura—. También a ti te había oído lo necesario que es hacer un mundo nuevo y una sociedad nueva, y proteger al desvalido. Toda la gente dice lo mismo.
—Casi lo mismo. Yo ya no quiero hacer un mundo nuevo porque he acabado descubriendo lo difícil que es ser Dios (¿leíste la novela de Strugatski?). Ahora, más que hacer un mundo, me interesa comprenderlo, y eso lleva su tiempo.
—Hoy y el día del guateque, te he notado muy cambiado. Posado, silencioso, seguro de ti, pero menos combativo. Antes te arrebatabas con cualquier cosa. ¿Cómo te ha ido?
—¿Me preguntas por salud, dinero y amor? Empiezo a tener artrosis cervical. El dinero sigue sin interesarme especialmente, quizá porque sigo sin tenerlo. Y el amor, Aurora, me importa un poco menos que el dinero.
—Oh —dijo ella—. Para mí el amor es muy importante.
—El amor que se tiene, quizá; ¿pero qué importancia le das al que no tienes?
Se miraron fijamente. A los dos les daba vergüenza hablar aunque ambos recordaban su último encuentro y cómo se escaparon del guateque organizado por Gil y Gil.
—Soy el tercer propietario —siguió él de prisa— de una agencia de publicidad de medios. El "creativo", aquí donde me ves. Se supone que las ideas se me ocurren a mí. He de dar con la palabra con la que adornar el mensaje, el camelo, lo que sea. Cualquier cosa que embellezca el producto.
—¿Has hecho campañas políticas?
Manolo se echó a reír y, olvidándose de casi diez años en un instante, abrazó por los hombros a Aurora como en los viejos tiempos y la rozó con la mejilla:
—La política no es una mercancía, no es un producto, precisamente porque es un subproducto social. Un grupo, al que guardo el secreto profesional, si vino a hacernos una consulta. Uno de mis socios simpatiza con ellos y había enredado para sacarles algo de dinero, pero los otros dos nos opusimos. ¿Sabes lo que dice la única legislación que hay sobre publicidad y que seguramente la Constitución ha dejado obsoleta? Que tiene que ser veraz.
Se dio cuenta entonces del abrazo y se soltó de prisa.
—Perdona. Parecía que fuera otro año, hace muchos.
—Al menos te he oído hablar con ímpetu otra vez. Me ha dicho Andrés que vives como un monje.
—Andrés es tonto: no se le ha pasado con la edad. Lo que sucede es que soy distinto de él y me entretengo de otra forma. Leo, escribo, estudio... tengo muchísima curiosidad por el mundo y por lo que sucede, y me interesan más las ideas que las personas. Eso no es ser un monje, sino un aburrido, ¿no crees?
—No creo. También a mí me gustaría hacer eso que me dices, pero no puedo.
—Hay que estar a solas o... —titubeó pero lo dijo al fin— muy bien acompañado. La verdad es que me he acordado de ti durante estos años.
—También yo. ¿Sabes que no puedo tener hijos?
—¿Por qué me cuentas eso?
—Porque es la verdad. Hasta me han hecho un raspado de matriz, pero todo sigue igual. No acaban de decir la causa y Pablo no quiere hacerse ningún análisis.
O sea que ahí están los problemas, pensó Manolo con razón. Aurora se había dado mucha prisa en llegar a su supuesta esterilidad, en la que no parecía creer. Si su marido hacía otro tanto, ¿cómo iba a salir bien aquel matrimonio? Pero ese no era un tema de su incumbencia. Ni siquiera debería estar hablando con una mujer casada.
—¿Es muy importante para ti tener hijos? Recuerdo que me dijiste cuando... —se interrumpió y se la quedó mirando algo atolondrado.
—""Una naranja sin zumo" —citó ella—. También yo me acuerdo de las veces que hablábamos de casarnos y de que tú querías que esperásemos un par de años antes de tenerlos.
—Tu dijiste entonces que a las mujeres que no los tenían pronto les decían que eran naranjas sin zumo. Lo dijiste en catalán: taronges sense suc.
—Fue como una profecía —murmuró ella—. Pero no creas que es una obsesión. Todavía no. Ya veo que no se te gusta hablar de los recuerdos; no hace falta que me hagas muecas.
—No hago muecas: pongo cara de circunstancias. Nunca habíamos hablado de nuestros recuerdos salvo la noche del guateque. No estoy satisfecho de mí en aquella época y tengo mis razones.
—Yo no estoy satisfecha de mí en esta época y también tengo buenas razones. No fue tuya toda la culpa entonces, solo que yo no quise verlo así. En el fondo, creí que no terminaríamos. Creí que volverías a buscarme algún día y hasta me imaginé verte a la puerta. Luego esperé cartas tuyas.
—Dijiste que no querías volverme a ver, y eso hice.
—Te estoy viendo ahora, ¿no? Tantas veces no me hiciste caso que... ¡En fin!
—Cambié. Decidí tomarme algunas cosas en serio. No volver a engañar a nadie. No mentir. Pensar antes de actuar, aunque reventara de impaciencia.
Ella le miraba con pena guardada en el fondo de los ojos. Juntos se habían hecho muchas ilusiones y separados, por lo que se veía, no habían llegado muy lejos: ella, estéril; él, soltero y, quizá, solitario. Como decían algunas canciones, la vida les había separado, aunque podía ser al contrario: la vida les había vuelto a unir.
—¿Qué piensas de esto del Grupo Zeta, Manolo?
Él parpadeó, tratando de interpretar el brusco cambio de tema, muy confuso por todo. Manolo fue hombre de acción, pero no lo era ya, y aquella resurrección guerrillera de las Bicéfalas Águilas le tenía desorientado.
—Será el desentreno —dijo— pero lo que pienso es que ya no existe el bar donde se reunía la cofradía y que ni tú ni yo vivimos donde solíamos. Todo ha desaparecido y no me extraña que el teatro de nuestro momento se haya convertido hoy en el Grupo Zeta y que te invada el colegio.
—No te entiendo.
—De sobra, Aurora. El tiempo pasado en alguna parte se nos queda, ¿verdad? Dentro de diez o doce años alguien será capaz de echar de menos al Grupo Zeta, y eso se llama nostalgia, lo mismo que tú y que yo; solo que no podemos dejarnos engañar por la nostalgia.
Esta vez fue ella la que le tomó de la mano, como si hubiera recuperado los viejos hábitos de la confianza y del contacto.
—Tal vez sí te entiendo —dijo—. Esto es tan malo como el olvido, ¿verdad?
—Hay cosas que no se pueden olvidar: las del presente; que eres una mujer casada y que yo soy tu amigo de verdad.
El matrimonio, claro, puede no ser una distancia para algunos casados, pero puede ser un abismo para determinados solteros que, con lógico extremismo, siguen queriendo todo o nada.
—¿Crees que no debemos vernos más? —preguntó Aurora.
—Creo que vernos lo hace todo más difícil, pero estoy convencido de que las dificultades nos mejoran.
—¿Crees posible que se me hubiera olvidado que estoy casada?
—No —respondió él, al que también se le olvidó por un momento.
Patronato de Cultura
El Patronato de Cultura era, sin pretensión de disfraz, un organismo político pensado para hacer, con fondos públicos, la cultura popular que reclamaba el partido socialista burgués. Muchos Patronatos así habían creado en ciudades y aldeas por orden superior y con cargo a los fondos públicos, en un intento de unificar los criterios, los grupos y las fundaciones, enzarzados todos en la conquista de la cultura, pero cada cual a su aire y estorbándose a veces.
Estaban, por ejemplo, las fundaciones Pablo Iglesias y la Largo Caballero, la Unión Municipal de Libreros, los dos grupos ecologistas, el cineclub, los coros y danzas de las asociaciones de vecinos, las asociaciones mismas, el Colectivo de Enseñantes, los Amigos de la Ópera, el Orfeón, Juventudes Musicales, el Grupo Zeta de comediantes y el Teatro Amarillo, los Amigos de la Ciudad, el Centro Cultural, Industrial, Agrícola y Ganadero, las bibliotecas y hasta la Asociación de Columbicultores, por citar solamente a las principales organizaciones sometidas a la disciplina del partido.
Urgía, claro es, poner en orden todo ello, normalizarlo democráticamente y dotar al variopinto ganado de una unidad de doctrina que ahorrara esfuerzos y, también, dinero. El Patronato nacía, pues, para canalizar adecuadamente las consignas de las cabezas pensantes de Madrid, que alguna habría, y para una mayor coherencia táctica en la política cultural o, mejor, en el desguace cultural, en el vómito del tópico, en el eructo afrancesado, en el cuesco revanchista y, resumiendo, en la reconciliación por la vía de la ignorancia trascendente, del camelo galopante, de la esclavitud de la mentira.
Así fue como, con la participación activísima de Nilson, quedaron alistados en el Patronato de Cultura los intelectuales disponibles que eran, sin excepción, canela en rama; casi cultos tertulianos, mayormente trepas agobiados por sus ínfulas, y no solo demócratas de toda la vida desde el 78 o más tarde, sino afrancesados hasta las agallas y, como quien dice, apátridas en nombre de Europa. Si Nilson era mejor que ellos, a causa de haberse advenido demócrata por la vía del porrazo en el hombro, era cosa por demostrar: al menos se sentía distinto, más gorrión saltarín que picotea en los tejados, pero irremediablemente amargo y amargado, con no pocas ganas de morir para ahorrarse el tiempo de malvivir con su rabia a cuestas.
La presidencia del Patronato, por puro escalafón, había caído sobre Pablo Casavieja, no solo por consejero autonómico de Cultura y Normalización Lingüística, separatista cerril y visitante de Libia con los gastos pagados, antes de ser Libia paradigma de la ultraderecha camellera, sino también por ser el más intelectual de la cuadrilla, lo que es decir bien poco del resto. Había pertenecido a la matriz fecunda de la Muy Gloriosa e Imperial Cofradía de las Bicéfalas Águilas y, sin canuto, trampa ni cartón, solía hacer poemas a veces místicos y a veces pornográficos.
El éxito se le apareció tan pronto como abandonó la lengua del imperio, por así decir, y se aproximó al clero, a las sacristías conspiradoras y hasta a la Hoja Diocesana, donde, comunista y todo por entonces, escribía chorraditas sobre el cristianismo que, como todos sabían, fue el comunismo vindicativo de la Edad Antigua. Más tarde, y ya en idioma cooficial, compuso versos sin métrica además de sin sentido, algo crípticos encima, que tuvieron el honor y el horror de ver la luz en un libro y en dos y hasta en tres, y no en cuatro porque se le secó o el manantial o el cacumen, a causa de su activismo político quizá.
Un prohombre democristiano, algo separatista, mecenas y diz que masoncillo, le encargó novelar su biografía; cuestión de pelota bien elaborada, y eso le valió la publicación comercial de un novelón de mucho sufrimiento y realismo socialista a base de miseria, angustia y teta. También publicó una curiosa y ciertamente talentuda "Guía para Maldecir", donde explicaba lo que se debe de pensar y de decir frente a las mil dificultades de la vida en comunidad.
No era tonto Pablo Casavieja, además de ser el marido, por la Iglesia, de Aurora, a la que también conoció cuando la extraña cofradía. No tenía buena entraña ni un alma reluciente, pero para mentir y calumniar servía tan bien como para hacer faenas y poner zancadillas, zancadillas autonomistas y democráticas, además, que son más sutiles y premeditadas.
Otro del equipo del Patronato era el tal Dam Borrán, también poeta además de esbirro predilecto del Sumo Autónomo Tarsicio, circunstancia que, en opinión de todos, hacía mejores sus versos, más intensas sus imágenes y más luminoso su magín, que tampoco se vertía en la lengua del imperio, ya pasada de moda y poco democrática, sino según las ordenanzas de Prat de la Riba, ahí es nada, con añadidos lingüísticos de altos vuelos aportados por Borja Moll, quizá semiológico, quizá pujolero.
De los libros de versos o de algo parecido a los versos con amargura y petulancia, y una novela detectivesca siguiendo el desmitificador y trillado patrón de Plinio y de Carvalho, le hacían un intelectual como la copa de un pino; más aún por cuanto, al ser poco solicitado por los lectores, le revestían, junto con la barba de chivo, las greñas rizadas y las gafas redondas pendiente abajo de la nariz con una cierta aureola de genio mayormente incomprendido y de izquierdas, como se debe. La izquierda escribe más libros que la derecha, decía lleno de inspiración, porque solo se puede ser intelectual siendo de izquierdas. Omitía la segunda parte de la información, el dato de que, aun así, la derecha lee más libros que la izquierda obrera o, al menos, compra más kilos de ellos, que cualquiera sabe. No obstante, a raíz de cierta discusión pre-referendaria con Manolo Acán, sus barbas y sus rizos habían pasado a mejor vida algo antes de la cena de entrega de los premios San José.
"Ataúlfo", seudónimo supuestamente humorístico de José Pons, también sabía hacer oes sin mediación de canuto y era, en consecuencia, otro intelectual aventajado, no solo por ser dueño de cierto carné y disponer de titulación periodística de la época de Fraga, ya ven, sino por dirigir el periódico local, que antes lo fue del Movimiento y ahora de una S.A. de capital socialista burgués y de consejo de administración más burgués que socialista y más puñetero que ambas anteriores cosas.
Existían dudas entre si era trepa por decisión propia, por mandato diocesano-separatista o por puro vicio e irle la marcha, amar el cotilleo, mayormente calumnioso y disfrutar malamente diciendo digos por Diegos, coros por caños y desempleo por paro. Había contribuido también a la literatura universal con varios huevos puestos de punta, aunque cascados en el empeño. Sus amigos y algunos enemigos le conocían una "Nueva Bajada de Dios al Planeta", "Cruz Invertida" de título, en la que Cristo nacía hijo de un mecánico ajustador y un ama de casa multípara que conducía un seiscientos. Era el Cristo y Ungido de los parias de la tierra y de las famélicas legiones, y predicaba con Marx en el pensamiento y con budismo escatológico en la mollera. Presumiblemente a este nuevo Cristo, que no pregonaba hermandad sino igualdad, y que no quería elevar al hombre al reino de Dios, sino bajar a la tierra el Paraíso, generalmente a base de sindicatos de clase, lo fusilaban los militares porque, en lugar de arrojar del templo a los mercaderes, anduvo arrojando petardos a los coches de los derechistas, fariseos oficiales.
¿Quién no se convierte en genio con semejantes originalidades? Y mucho más aún con el jolgorio literario siguiente que se tituló, para el siglo, "Guerra Civil Victoriosa", pelota descarada que, además de declarar inexistente a Franco, propugnaba un Nüremberg español, no muy a las claras, pero insistiendo en que la guerra duró del 36 al 82, en que por fin los legítimos y veros socialistas habían recuperado cargos y poltronas y empezaban a dar al pueblo, bien que a petición de interesado, justicia social de la buena y libertades a manta.
Tomás Gil también fue vocal —o consonante, que se especificó en firme— en el Patronato por sus propios méritos a la hora de culturizar a la plebe, siempre que la tal plebe dispusiera de las trescientas razones numeradas por el Banco de España que costaba su "Mirador", revista pretendidamente sincrética, de izquierdas como está mandado, abierta desde el progre barbudo al comunista semianalfabeto que firmaba lo que otros escribían por él.
Gracias a "Mirador" y a su indiscutida habilidad para hacer sano, moderno y aleccionador antifranquismo diez años después del evento (ejemplo de constancia y tesón) Tomás Gil también había alcanzado la gloria comercial de dos libritos gratuitos, el uno de antropología apócrifa en la que hacía derivar al Homo Sapiens del chimpancé y al Homo Ibericus del gorila, amén de atribuir la raíz folklórica de la sardana —que viene de Sardinia, Cerdeña o Cerdaña—, a la vieja costumbre insular de brincar en corro en torno al tótem de una sardina. El segundo de sus libros, más profundo, era un avance sociológico sobre los logros del socialismo que, con asombrosa lucidez, profundizaba en la democracia con la barrera de los diez millones de votos, mientras modernizaba el estado liberándole de los viejos y obsoletos corsés de Montesquieu, el muy antiguo.
Digamos para ser exactos que Tomás Gil, ex-seminarista, ex-falangista con fervorines, y ex-ex-ex lo que le pusieran, observaban la realidad algo fundamental para el futuro: todo iba bien, estábamos industrializados y reconvertidos; el paro era tal porque antes, con Franco, todo era paro encubierto y, por si fuera poco, se vendía bajo el PSOE más videos que en 1939 y sucesivos, lo cual dejaba bien claro que el bienestar y el ocio habían llegado a partir de la marcha hacia la eternidad del general.
Todavía el Patronato de Cultura se había incorporado otras lumbreras: un presidente de asociación de vecinos que hacía pancartas muy lindas; un ama de casa, bien que divorciada y arrejuntada, que era dueña de su cuerpo y hacía feminismo moderno con amenísimos tópicos y con bragas Princesa; un maestro nacional y consejero autonómico que presidía esos extraños reciclajes de la profesión; un tipo teatral que, además, hacía teatro y que, con agradables subvenciones, sostenía el grupo Zeta y una escuela-taller de teatro de la que un día u otro, si no salía un Marlon Brando bien podía salir un Gila, aunque sin boina.
Tenían también a un librero, que más que librero era mercachifle de libros: en los viejos tiempos de la resistencia recibió dineros secretos y puso su librería al servicio de las ediciones que, según dicen ahora, estaban prohibidas entonces, como los versos de García Lorca, pero que se editaban con depósito legal y Nihil Obstat. También vendía libros, revistas y periódicos en catalán postconciliar, aunque no pudo escapar, por pura cuestión monetaria, ni de Hola ni de Semana ni de Marca, como tampoco lo hizo de la venta al detalle de bolis, grapadoras, sobres, folios y otros artilugios de papelería. Por parte de padre procedía del POUM y por parte de madre de las novenas y rosarios, de manera que era un buen ateo católico, un mejor socialista burgués y un óptimo tontorrón que confundía el revanchismo con la democracia, la cultura con Francia y con el metro de Moscú y la política con la mentira bien ejecutada.
Todos ellos, representantes culturales del populacho que se enfangaba en Corín Tellado o en Lafuente Estafanía, según sexo, y que sabía más de Mónaco o de Marbella que de la composición del Tribunal Constitucional, sacaban fortaleza del presupuesto, talento del sueldo y tesón de la militancia, con lo que Andrés Nilson los tuvo en sus manos en cuanto les hizo ver que el Patronato, para estrenarse culturalmente como quien dice, tenía que hacer algo sonado.
Cada cual propuso originales cosas: un festival folklórico-rock, con cretas por un lado y alpargatas por el otro; un cursillo de educación viaria para el tercer sexo; una tanda de conferencias, que siempre servirían para pelotear a gente importante dentro del partido; unas becas para el estudio del teatro moderno, de la astrología y hasta de la quiromancia, con ordenador, por supuesto; un maratón urbano que luego se quedó en milla, pero en milla inglesa, que siempre es europea; unos concursos de disfraces previos al carnaval; una campaña para llevar la prensa, o sea "El País", a las escuelas, con preguntas y respuestas sobre su contenido; una carrera cómica con trajes de buceo, aletas y tridente por las calles; y, rizando el rizo, que los gigantes y cabezudos salieran todos los domingos con la banda de música a tocar diana al vecindario.
—Diana, no —dijo un pacifista y antimilitar—. Un pasacalles, no sea que nos confundan.
Todo se aprobaba para mayor gloria de la democracia y, en el calor del consenso. Andrés les metió de matute la cuestión de los premios literarios San José: serían una tenida cultural de aquí te espero: la crema de la inteleztualidá y la nata de la política compartiendo manteles y aplausos con la flor del esnobismo y la elegancia, ciertamente decadente y emperifollada, de la burguesía tradicional que no se perdía lustre, boato ni acto, viniera de donde viniera.
Además, la faramalla televisiva, canal regional y canal nacional; invitaciones de tronía, algún ministro o, por lo menos, algún consejero de estado, que tampoco son moco de pavo; la bendición de algún Umbral o de algún Ramírez, la prensa... ¡Quién sabe cuántos y cuántos beneficios como pórtico a la época que traería o el referéndum o las elecciones generales!
Pleno delirio, pues, ante la propuesta de Andrés, al que reconocían organizador nato y meticuloso y del que desconocían amarguras y aviesas intenciones. Por eso nadie hizo aspavientos ni dio respingos cuando Nilson comunicó que, "si, además, los ganadores resultaran gentes del partido, el prestigio adquirido se multiplicaría por dos". Decir eso y resultar encargado de elegir a los cinco ganadores del torneo fue todo uno, y nadie sospechó cuando tres días después, comunicó el nombre de los afortunados:
—Julio Tellado, el librero; Pedro Bueno, el editor cocinillas; Alfonso Pons, buen chaval y secretario de prensa de la agrupación local; el ínclito Belarmino, exconsejero que se deslizaba hacia la heterodoxia y que convenía reconvertir en ortodoxo, más que nada porque caía bien al obreraje; y Fernando Carreras, gilipollas de toda la vida en quien convenía premiar al nutrido gremio de los gilipollas que tanto habían hecho por la transición y por el cambio.
Por entonces se dio ya el primer caso de sabotaje con la desaparición de las matrices de veinte talonarios de multas, con lo que se hacía imposible su cobro e incluso cabía la posibilidad de que quienes las hubieran pagado sobre la marcha reclamaran la devolución de sus cuartos. ¿Simple error o manifiesta mala leche? Todos sospecharon, Andrés Nilson el primero, de un cierto concejal independiente, quizá exaltado, que además se llevaba a matar con el jefe de los municipales, que se negó a levantarle una multa de grúa meses atrás.
Cuando, algo más tarde, llegó al Ayuntamiento un vociferante ciudadano con una multa por un millón de pesetas por mal estacionamiento, y otro al que le llegó un recibo de ochocientas mil por "vigilancia urbana", y de ambas cosas se hizo eco la prensa y hasta "El Alcázar" con mucho cachondeíto, sometieron al concejal de derechas a interrogatorio que devino en palabrotas aderezadas con malos modos, y en una denuncia en el juzgado por difamación, pues el condenado concejal tuvo la sangre fría de grabar el episodio.
El sabotaje quedó por fin de manifiesto cuando los alumnos de la escuela municipal de dibujo, tiernos infantes, recibieron de regalo un hermoso plumier de madera con muy útiles lápices y un condón, posiblemente muy inútil dada la edad, que luego hincharon por la calle o en casa, con no poco cabreo por parte de varios padres antidemocráticos y cartas al director del periódico que, afortunadamente, fueron archivadas en el cesto.
—Creo —dijo Andrés Nilson enfadado y virtuoso— que alguien nos está atacando. Amigos: estamos frente a unas nuevas guerrillas, y habrá que afrontarlo.
Pablo Casavieja, marido de Aurora, consejero autonómico, vicepresidente de la taifa, semi-pachá cultural, presidente del Patronato de Cultura y profesor de vernáculo en excedencia, tuvo la luminosa idea de achacárselo a la ultraderecha, que todavía no sabía que fuera apoyada por su amito Gadafi.
—No queda ya —respondió Andrés fiándose de un sociólogo que había visto en la tele—. Algún elemento desperdigado, quizá, pero incapaz de entrar en el Ayuntamiento.
—Pues es verdad. ¿Los conservadores?
—No creo que esos se atrevan.
—¿Y si fueran los comunistas?
Pablo no era tonto, aunque a veces Dios le negaba clarividencia dándole suspicacia, cosa que aprovechó Andrés, a quien el odio por su traidor ex-amigo agudizaba el ingenio.
—Desengáñate, Pablo. Estoy seguro de que es uno de los nuestros, uno que nos quiere mal.
Era absolutamente verdad: Nilson había puesto en marcha su paciente venganza, que culminaría con la entrega de los premios San José. Lo tenía todo bien pensado y hasta sintetizado por escrito y corregido por el coronel Sebastián, profesional de la táctica y hasta de la estrategia. En el fondo ya no se vengaba solamente por el asunto de su mujer liviana, sino porque le encantaba semejante conspiración.
A medida que avanzaba por la senda guerrillera se sentía quintacolumnista. Comprendía que siempre había deseado hacerlo y que de la oscuridad de su negro corazón emergía sin prisa y sin pausa un anarquista de aquí te espero, un insatisfecho, un misántropo y hasta un jovencito aventurero al que le hubiera encantado ser Gary Cooper ante el peligro o, por lo menos, aquel Jerry Lewis que era de día un profesor chiflado y de noche un jaranero dominador.
—Resulta —se dijo a solas con su espejo— que tienes ganas de que reviente el tinglado y no sabes por qué —dudó—. ¿O sí? ¡Mira que si también yo llevo la herencia de Franco en la masa de la sangre!
Pero no era la de Franco: era la de Viriato, Sertorio, Indíbil, Mandonio, Numancia, Sagunto, Prisciliano y, de añadidura, la del Alcázar toledano, solo que el celtíbero de Nilson no lo sabía todavía, aunque empezaba a maliciárselo.
Carnavales
En los anteriores carnavales ciudadanos, que salieron carísimos entre pitos, flautas y jolgorio algo travestido por no decir amariconado, el Patronato de Cultura había estrenado talento a base de organizar comparsas; unas de militares con chafarote a rastras, otras mixtas de clérigos, frailes y sores despendoladas, y hasta hubo una de jefes locales del Movimiento, camisa azul, bigotillo estrecho y brazo en alto. También pagaron a moros y cristianos que no venían a cuento, porque moros no había desde casi mil años atrás, y cristianos, lo que se dice cristianos, tampoco.
A la giganta le pusieron, bien pegada e imitada, una teta al aire, una especie de balón empitonado entre rosa y tostado; al gigante, de entre la chupa, le salía a veces una manguera atormentada que apuntaba aquí y allá y disparaba chorros de agua entre el regocijo de los duchados. El populacho se reía y, entre petardo y petardo, se tiraba viajes carnales, tientos, pellizcos, toqueteos restregones, plena cultura en libertad, absoluta carne en libertad y no poca desvergüenza con antifaz y sin bragas, por mor de facilitar prólogos.
Consejeros autonómicos, alcalde, concejales, prohombres y autoridades varias, iban de vampiresas, de moras, de novias y hasta uno, el de gobernación, se afeitó la barbaza negra para mejor dar el tipo de gitana con clavel en la cúpula del hueco cráneo. Alguien, vestido con casulla, se puso a decir una misa bufa sobre la vieja ara de lo que quedaba del Monumento a los Caídos, pero Andrés, que por allí navegaba vestido de El Coyote, le mandó un par de guardias que, con mucho respeto y delicadeza, le hicieron ver que aquello no era exactamente democrático.
La gente teatral del Grupo Zeta, inevitables y subvencionados invitados, representaron una farsa callejera a base de zancos, cabezotas de cartón, instrumentos supuestamente musicales y bastante exhibicionismo guarro. A una chica, sin duda vestida para la danza de los siete velos, mucho tul ilusión y vaporoso por todas partes, le prendió fuego algún desaprensivo y al hospital que fue a dar con sus pecadoras carnes socarradas, a urgencias, donde el médico de guardia trataba de separar a dos apasionados —apasionado varón y apasionada hembra— que por tensión, calambre o prisa habían quedado trabados en la lid.
Por otro lado, la ciudad no relucía como una ascua porque, para mejor gozar, el Ayuntamiento había rebajado el alumbrado, pero la fiesta era igualmente sonada que sonora, olía a pólvora y a sudor, y se estremecía entre gritos, pitidos, trompetillas y lamentos. Dam Borrán, secretario privado del Gran Autónomo y poeta insigne, iba de hijo del caíd, pero con barba de chivo y su jeta poco le ayudaba a revivir como Valentino. Progreso Santaeugenia, presidente de los libreros progresistas, contador de cuentos a los niños democráticos y otras cosas más, iba de chaqué apingüinado, pero con hongo, elegante el tío. Ataúlfo, el director del periódico, de médico, con bata, estetoscopio, serrucho y el fino detalle de una berenjena colgada del cuello. Pablo Casavieja, consejero de cultura y presidente del Patronato responsable de la movida, de Cuervo Rockefeller, y Tomás Gil, director de la revista Mirador, de morazo enturbantado con rico zaragüey cubriendo bajos.
El Coyote, con sombrerazo, antifaz, lazo, florete y látigo, insistió mucho para que Manuel Acán se uniera a los tumultos:
—¿Nunca has sentido la necesidad de ser otro, de vivir de tapadillo? —se lo razonó ante la negativa—. Es bueno pegar gritos que no son tuyos y sacar voz que no es tu voz: como un baldeo de la conciencia. Y estrujar mujeres a traición o dar patadas a uno cualquiera, a ver qué pasa.
—No. ¿Y tú? A mí me hablan del Dios Momo o de las Saturnales, tanto me da, y sigue sin apetecerme ser otro o parecer otro. No soy capaz de entender a las máscaras; ni siquiera a los que se disfrazan de vengadores californianos, Andrés.
—Puedes llamarme César: para ti no me voy a andar con secretos —respondió Andrés con su humor de siempre, pero luego se puso más serio—. Seguramente tú has sufrido poco o estás muy satisfecho de ti. Yo... —hizo el gesto de echarse algo a la espalda— yo me alivio olvidándome de mí o intentándolo, que no es lo mismo. Una vez, yendo de viaje, me llevé un carné falso que habían cogido aquí los guardias a unos estafadores, y me hice pasar por otro durante quince días. Les decía a todos que era otro y me sentía a salvo, libre, como sin pecado. ¿Puedes entender esto?
Manolo le miró, adivinando, quizá, toda la amargura que Andrés llevaba suelta, como calderilla, en los bolsillos de la conciencia. Él mismo, bien lo sabía, había sido durante mucho muy dubitativo, y todavía lo era, pero no creía que disfrazándose se le mejorara el carácter. Además, era hombre muy centrado en el pasado, contemplativo de sus errores y fallos, y, por eso mismo, no era tipo que soñara o pensara en el futuro: no cambiaría nunca y eso dejaba siempre en menguante sus ilusiones.
—Puedo entender lo que me explicas, pero no podría hacerlo yo. Ni me apetece ni sería capaz.
—Envuélvete en una sábana y átate una toalla a la cabeza, pobre meditabundo. Cuatro copas aquí, siete allá y algún cubo que otro de licor de quemar quizá te hagan sonreír un poco. ¿Por qué diablos no sonríes nunca? —preguntó súbitamente interesado.
—Sonrío.
—Eso que haces es enseñar los dientes, casi como si fueras a tirar un bocado. Pero no me cuentes tu vida: vámonos.
Y fueron a las calles, más que nada porque Andrés empujaba de lo lindo al apático de Manuel Acán, y éste tampoco tenía ganas de desempolvar el genio y ponerse duro. AL rato, cuando en la plaza andaba ya el Grupo Zeta sobre sus zancos, haciendo el indio pero con mucha expresión corporal, Andrés le dio un alegre codazo en el hígado y le preguntó muy suavecito:
—¿Te sientes rebelde y guerrillero?
—No.
—Pero te gustaría un poco de follón, ¿verdad? Resulta que ahí detrás está la mecha de la traca y que el pirotécnico se ha ido ahí enfrente —lo tenía bajo observación— a beber o a descargar vejiga. El justiciero ataca de nuevo. ¿Sabes correr?
—Ni se te ocurra.
—Es que es una inspiración y debo seguir mi arte. ¿Te imaginas la traca estallando sobre las cabezas de esos zancudos? ¿Te imaginas al tío que enseña el culo peludo corriendo hasta perderlo?
Así que le arrimó candela a la mecha y se puso a correr por entre los de los zancos. Manolo le siguió sin darse cuenta de que se metía en la zona de fuego y, al momento, el cielo explotó sobre su cabeza. Notaba como le vibraban las entrañas y como le oscilaba la visión hasta que, deslumbrado, tropezó con alguien que también corría y cayó al suelo agarrado a un cuerpo elástico y suave: de por donde se agarraba dedujo que aquello era mujer y no poco agradable, aunque la mujer gimiera y rugiera alternativamente.
—Hijos de... Padres de... —soltaba la hembra una letanía bien aprendida, rotunda y muy descriptiva— ¿Y quién eres tú? ¿De qué vas disfrazado para atropellarme?
Voy disfrazado de Uno-Normal, de Uno-Más, si lo prefieres —respondió Manolo, que a veces se permitía el lujo de no ser lacónico y hablar con sarcasmo.
—Ayúdame a levantarme —gritó la mujer, que llevaba la cara pintada de verde esperanza, mientras los estampidos empezaban a alejarse hacia la izquierda—. ¡Vámonos!
Iba descalza y corría muy bien, sin brincar como una mujer haría, y sin aflojar la cadera a un lado y a otro. Él, sorprendido más que otra cosa, la siguió hasta una zona despejada y más tranquila.
—El que sea, nos ha jodido la actuación —dijo la mujer.
A Manolo no le gustaban ciertas palabras en ciertos labios, no por las palabras, claro, sino por los labios, de manera que no se molestó en responder y la miró tratando de distinguir los rasgos en aquella cara verde brillante.
—¿Y quién eres tú? —le preguntó ella—. Corrías como un loco. ¿Te escapabas del ruido?
—Seguía a alguien que corría aún más. A César de Echagüe.
—No le conozco.
—Me lo imagino. ¿Y quién eres tú?
—Margarita, pero no me digas nada que tenga que ver con deshojar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —respondió Manolo sin más añadir.
—Ya veo que eres un tipo saleroso y dicharachero —se burló ella—. ¿Sabes que me has hecho daño? Me has apretado el pecho con mucha fuerza.
—Perdona. Lo siento.
—¿Quiere decir que lo has hecho sin querer? —se admiró ella.
—Eso quiere decir exactamente.
—¿No has notado, quizá por algún detallito, que estamos en carnaval?
—Ya me parecía a mí. Por eso me iba a casa.
—Una amiga mía, de Mataró, a la gente como tú les llama esaboríos y malajes.
—Catalán de Prat de la Riba, me imagino.
—¿Qué tienes tú contra Prat de la Riba? —le respondió agresiva.
—Tengo neutralidad. También soy neutral en esto del carnaval: por eso me voy a casa.
—Pues vamos —dijo la mujer cogiéndole del brazo y caminando—. Oye, ¿no serás tú el que ha encendido la maldita traca?
—No —de lado pudo ver su perfil, aniñado, con la frente curva y amplia y la breve nariz algo arremangada. Era un inexperto en carnavales y no podía suponerse si aquello que sucedía era normal o anormal.
—Estoy enfadada a causa de todo esto. Un petardo me ha estallado casi en la cara y me pican los ojos. ¿Me huele a quemado el pelo?
Manolo olfateó a cierta moderada distancia.
—No creo.
—No quiero volver a ver a nadie hasta mañana —siguió ella—. Me refiero a los del Grupo Zeta. Soy de ellos, ¿sabes?
Lo dijo con cierta satisfacción, convencida de ser relativamente famosa o conocida al menos.
—¿Y tú quién eres?
—Del Grupo Manolo.
—He oído hablar de él —dijo la mujer apretándole el brazo amistosamente—. Le dais mucho al drama rural y a la comedia de costumbres. ¿Familia de Manolo Escobar, por casualidad?
Manuel Acán, contra su voluntad, se divertía: aquella chica desvergonzada, amparada en el tizne y en la oscuridad, le resultaba simpática por el momento. Era una lástima que chicas inteligentes y, quizá, monas, anduvieran tan confundidas en nombre de la modernidad.
—¿En serio me acompañas?
—¿Te molesta? En confianza te diré que a mí las actuaciones callejeras no me gustan. Prefiero espacios escénicos más reducidos, y hacer cosas con un poco más de sentido. Lo malo es que el jefe cree que hacer el payaso también es arte.
—No lo es, salvo que se sea un payaso.
—Eres agudo, tú. ¿Cómo era eso del Grupo Manolo? ¿Es tu nombre?
—Sí, Manuel Acán a tus órdenes.
—¡Atiza!
—Pues atizo.
—Tú haces vídeos.
—No. Yo hago publicidad y, alguna vez, hemos trabajado con vídeos, pero poco. ¿Cómo sabes tú eso?
—Es que el grupo quiere hacerse un vídeo, algo así como una tarjeta de visita, un clip que se pase por los pubs y disco-clubs: hay que estar a la última. Por eso alguien nos dijo que tú eras el que podría realizarlo, y un día de estos pensábamos ir a verte.
—Casualidades —confirmó él.
En torno a ellos proseguía el carnaval. Niños y niñas iban entre los mayores tirando petardos y soplando por instrumentos de sonido estridente. Manolo se sentía como pez fuera del agua, desagradablemente ajeno a la diversión y desconcertado sobre las intenciones de aquella chica que se le había cogido del brazo. Él no era hombre de mucho ligar, porque no era tampoco de mucho salir ni de mucho parlotear, y no sabía si la chica buscaba una aventura camera tan a las claras o si era así de inconsciente y abierta de nacimiento.
—¿Te gusta el teatro? —le preguntó ella.
—Me gustó durante una buena temporada, pero luego empecé a no comprenderlo.
—¿Quiere decir que lo entendiste durante un tiempo y luego dejaste de entenderlo, como si te hubieran pasado una esponja por la mente?
—Eso mismo.
—Es un poco extraño, ¿no?
—Me gusta imaginarme las situaciones y que no me las den ya masticadas. Además, no me gusta participar como público anónimo y me siento incómodo en cualquier butaca.
—Pero eso es lo de menos. Hay que pensar en los contenidos del teatro, en el impacto que hace en el espectador y todo eso.
—Tampoco "todo eso" me interesa.
—¡Vaya! —dijo la mujer, que solía moverse entre gentes que consideraban lo teatral como la polar de la vida—. Pareces muy burgués tú. Un clásico espectador de escenario italiano.
Estaban ya a la puerta de la casa y Manolo titubeaba:
—Es aquí. ¿De verdad quieres subir?
—¡Ay que hombre tan raro! Supongo que esto es la barrera generacional o algo así. ¿Por qué crees que quiero subir a tu casa?
—Ahí está lo malo: que no se me ocurre.
—Tendrías que ser tú el que me invitara a tomar una copa y a charlar. De todas formas, pareces una persona tranquila y créeme que eso abunda poco. Además, ya te he dicho que queremos que nos hagas un buen vídeo. ¿Quieres excusa mejor?
Manolo cedió el paso, abrió el ascensor y pulsó el botón adecuado sin decir ni pío.
—Me parece —siguió la chica— que no eres muy charlatán, Manolo.
—A veces.
Margarita se miró en un espejo nada más entrar y se echó a reír:
—¿Dónde me puedo lavar? Se me había olvidado toda esta pintura: no es extraño que tú estés tan soso.
Él la acompañó y la dejó a solas con sus abluciones. Avivó el rescoldo de la chimenea, echó una desconfiada mirada al bar, que era una barra con taburetes, y se preguntó por lo que debía hacer. En sus tiempos, que no eran tan antiguos, no solían suceder cosas así y, si pasaban, estaba claro que había que ir directamente al dormitorio. Pero ahora él estaba desconectado —solo diez años después— de las costumbres y más aún de las jovencitas descaradas, progres, teatrales y malhabladas, así que estaba hecho un lío: a lo mejor no significaba nada que Margarita hubiera querido acompañarle a casa: un capricho quizá; aburrimiento.
—¡Qué bonito fuego! —dijo ella al regresar con la cara limpia y algo enrojecida—. Me pasaría horas mirando a las llamas sin pensar en nada: limpian la cabeza.
—¿Qué quieres tomar?
—Ahora nada: ya no se liga así —miró la habitación— ¡Libros! Me gusta la gente que tiene libros. Nosotros vivimos en una casa de campo algo destartalada; todo es de todos y, la verdad, pocos libros sobreviven. Tú vives bien: chimenea, libros, una alfombra... ¿No estarás casado, eh?
—No.
—Pero estás nervioso y es por mi culpa.
Manolo se acercó adonde ella se había sentado en el suelo, mirando el fuego, y le pasó la mano por el pelo, que brillaba frente a las llamas.
—Háblame de tu teatro.
—En realidad son experimentos —arrancó ella—. Siempre se ha sabido que hay otros lenguajes además de la palabra. Si te echas a reír, por ejemplo, acabas riéndote de verdad y sintiéndote mejor. Además, la risa se contagia. Se pueden expresar muchas cosas apenas moviendo un músculo.
—¿Hasta una historia?
—Para ti el teatro ha de tener siempre argumento, ¿verdad? Yo creo que a veces es mejor permitir que el espectador vea al ser humano tal cual, sin disimulos y sin palabras, y que descubra que estar, solamente estar, tiene muchísima importancia.
—¿Estar dónde?
—En ti. Parece que no quieras entenderme, con todo lo que has leído.
—Estar en uno mismo no significa necesariamente ser solo tu cuerpo.
—Pero ayuda. ¿Sientes tu cuerpo? Seguro que no. Hay que cerrar los ojos y escuchar los ruidos interiores, el corazón, el paso apretado de la sangre, el aire que entra y que sale, y darte cuenta de que tú eres también tu dedo del pie, tu vientre, tu oreja y tu pelo. Casi nadie piensa eso.
—No creas.
—Mira: las personas solo sentimos como propias muy pocas partes del cuerpo: las que duelen alguna vez; la cara, posiblemente por lo que tiene de espejo, y el sexo. Lo demás se suele considerar como un decorado, como un añadido. Piensa en tu labio superior y en tu índice de la izquierda, y en tu ojo derecho y en tu séptima vértebra. ¿Ves como no es tan fácil comprender que también son tú y no un suburbio de ti?
—Dices cosas inteligentes —confesó Manolo que, de todas formas, no oía nada nuevo para él: llevaba años charlando con brujos, magos y yoguis.
—Para poder expresarte hay que ocupar todo tu espacio y estar en los labios tanto como en la rodilla, en la frente, en el cuello... Hay que ser dueño de lo que se es, si es que me explico. Mucha gente no quiere hablar de estas cosas: se siente incómoda.
—No me extraña. Tú vienes a decir que vivimos con menos de la mitad de nosotros.
—Y con menos de la mitad de nuestras percepciones: por eso no comprendemos apenas nada de nosotros mismos.
—¿Tú te comprendes?
—Muy bien, aunque todavía me falta. Por ahí hay mucha gente que quiere ser feliz, pero no hace nada por conseguirlo: lo primero para acercarse a la felicidad es ser uno mismo, percibirse bien y no tener miedo de ser como se es.
—¡Vaya!
—Seguro que tú tienes ese miedo, como todos.
—Tengo más a no ser como soy.
Margarita le echó una mirada la mar de lenta:
—Me gustas. Otros estarían ahí hablando de sí mismos o intentando toquetearme. Tú, en cambio, te callas y hablas solo para decir cosas de verdad. Eres curioso.
—También tú me gustas, aunque me desconciertas un poco.
—¿Por qué te gusto y por qué te desconcierto?
—Por joven en ambos casos.
—Tampoco tú eres mayor. ¿Qué tienes? ¿Veintimuchos?
—Treinta y uno.
—Veintimuchos, pero das la sensación de pisar sobre seguro, de no equivocarte mucho y de no engañarte nada. ¿Cómo lo diría? Pareces verdadero, de los pocos que no se han hecho una imagen. ¿Qué piensas de mí? La gente suele pensar que estoy loca, pero dice que soy "muy natural", que para ellos es lo mismo, pero más refinado.
—No pienso nada de ti. Apenas si pienso cosas de las personas. No les hago retratos ni me preocupo por averiguar qué esconden y qué no.
—Yo no escondo nada —respondió muy viva Margarita—. Soy desgraciada, pero no mucho. Me busco y busco a mi segunda persona, y esa es la historia de mi vida: la libertad.
Manolo dudaba siempre de la libertad, y más aún cuando esa palabra bailaba en la boca de una mujer. La libertad en la mujer suele equivaler al capricho o al sexo, mientras que en el hombre tiene que ver con lo político o con la rabia. Palabra demasiado equívoca para su gusto y más después del reciente espectáculo de los carnavales.
—Bueno —dijo.
Se le ocurrió que Margarita era una extravagante bastante hermosa y que él bien podía portarse como lo hubiera hecho a los dieciocho años, interpretando la invitación a la soledad por el lado amoroso. Le hacía gracia la chica, pero estaba bien lejos de gustarle alguien tan ligero de lengua y de temperamento, tan esclava de la libertad y de otros mitos del momento.
—¿Solo bueno? ¡Vaya el caso que me haces!
Manolo, para demostrar lo contrario, le pasó el pulgar suave por los labios blandos y sin pintar, en una especie de pre-beso.
—Pensaba en otras cosas —dijo— y en que ya no pareces el monstruo verde que atropellé debajo de la traca.
Margarita anticipaba, con larga ciencia femenil, los próximos movimientos, y le miraba de los ojos a los labios y vuelta a empezar.
—¿Vives solo? —preguntó.
—Conmigo.
Si era cierto aquel lío de la expresión corporal, apretar un músculo o distender otro se convertía en un mensaje universal, en eso que otras mujeres más antiguas ya llamaron "sígueme/pollo". Manolo trasmitió a base de quedarse serio, porque es sabido que la presión de las gónadas pone sequedad en los rasgos. Margarita en cambio entornó los labios y dejó en la penumbra las chispas blancas de sus dientes.
¿Me equivoco? se preguntó Manolo. ¿Me apetece? Le apetecía, aunque no le urgiera, así que creyó interpretar aquel mensaje carnal y saltó la trinchera por la victoria. No tuvo oportunidad de hacer gran cosa a la bayoneta, porque apenas iniciado el asalto con un beso de tanteo, se sintió aferrado, estrujado y arrastrado a la alfombra.
—¡Qué buen carnaval! —decía ella apartándose y apretándose—. ¿Qué teatro?
Manolo, casto para los tiempos que corrían, ahorraba energías lingüísticas para emplearlas en la acción eficaz y resolutiva y en cubrir a la vez todos los frentes de operaciones, que no eran difíciles a pesar de su agreste topografía, pero sí intrigantes. Del desconcierto callejero había pasado al concierto amistoso, y tañía a la mujer como a una guitarra mientras hacía memoria de la última, lejana ya; de lo poco que quedó de ella en su memoria, y de la mucha soledad que dejan a los solitarios las mujeres al irse.
—Junto al fuego —pidió Margarita.
—Bueno.
Esto —se dijo al rato— es el famoso make love del que se oían comentarios a los extranjeros; el aquí te pillo, aquí te mato castizo y, encima, un desahogo que bien podría ahogar, un camino a ninguna parte, pero, eso sí, cómodo y placentero.
Miraba, dentro de su habitual silencio, a la chica que, con los ojos cerrados, se sonreía quita y relajada. Manolo se preguntaba cómo resolverían ambos el posterior e inevitable si te he visto no me acuerdo. Resultaba desagradable fingir intimidades con los cuerpos cuando no existía ninguna con las almas. La chica, tal cual parecía, seguramente tenía un pillo o dos o tres, pues decía amar la libertad. Él, tal como era, prefería circunstancias lentas y estables, y era señor de sentimientos sólidos, pero un niño perdido entre los fugaces.
—¿Esperabas esto de mí? Sé sincero, Manolo.
—No esperaba nada. No buscaba nada.
—Pero es carnaval, hombre.
—Me fastidia el carnaval y la obligación carnavalesca de aparearse.
—¿Aparearse? ¡Vaya forma de explicar las cosas! Creí que lo había oído todo, pero no. ¿Te he hecho feliz al menos?
—Yo nunca soy feliz. No entra en mis planes.
Margarita se incorporó sobre un codo y se le quedó mirando con una sonrisa.
—¿Sabes que me gustas? Con lo fácil que hubiera sido decir que me querías, que te había hecho feliz y todo eso que se dice después, con los cigarrillos, sigues igual de impasible, como si no hubiera pasado nada.
—Sinceramente, ¿es importante para ti lo que ha pasado?
Ella volvió a echarse, apoyando la cabeza sobre las manos cruzadas por detrás: sus pechos se volvieron así colinas dulces.
—¿Qué sé yo? A veces no hay forma de saber nada hasta que lo recuerdas, muy después, y sabes lo que te has perdido. ¿Sabes tú siempre lo que quieres?
—Claro. ¿Qué objeto tendría vivir sin perseguir algo?
—Eso digo yo, pero ¿qué persigue una? ¿El amor? ¿La felicidad? ¿La compañía? ¿Querías hacerme el amor o no?
—Sí.
—¿Y qué tal?
Manolo miró, también echado, los trozos de habitación a su alcance, los rincones más en sombra, las estanterías de libros. Se encontrar bien; pecador quizá, pero sin síntomas de arrepentimiento.
—Vivo solo. Jamás había tenido una aventura así. Me alegro de que haya sucedido y quisiera que te quedaras conmigo esta noche.
—¿Por qué?
—Porque a la soledad hay que abrirle paréntesis —recorrió otra vez los labios con el pulgar—, y también porque tú pareces más feliz que yo.
Espectáculo
El espectáculo teatral de la cena dejó en casi todos un mal sabor de boca y puso una pátina de nerviosismo sobre el brillo de los premios San José, que una cosa es someter a niños, jovencitos y populacho al esplendor cultural de la crudeza bárbara y otra soportarla a domicilio y por sorpresa. La cultura en libertad no fue para los libertadores un espectáculo decente, ahora que se habían vuelto burgueses y sus señoras empezaban a parecerlo. ¿Por qué, se decían todos, nos han tenido que endilgar semejante historia de adulterios? No hay que mentar la bicha ahora que todos somos tan modernos.
Pablo Casavieja había encajado con silencio rabioso la actuación del Grupo Zeta. No era tonto a causa de ser profesor en excedencia y recordaba al barbarote de Hamlet representando el asesinato de su padre delante de los asesinos. Suspicaz siempre, estaba seguro de que le habían aplicado la fórmula, alguna malévola sutileza de la que tomaría oportuna venganza.
¿Cuántos, además de él mismo y del imbécil de Andrés, estaban enterados del maldito lío entre Aurora y Manuel Acán? Precisamente Manuel Acán, ¡jolín!, del que heredó novia, a quien sustituyó en el amor aunque, maldita sea, a lo mejor no le había sustituido de ninguna forma.
El Grupo Zeta había escenificado la historia de quien engaña a la mujer del que antes engañó a la propia. ¿También Andrés Nilson había participado en ello? No era posible, porque Andrés no sabía nada del viejo lío con su mujer. ¿Quién era, entonces, el enemigo? Se puso a beber un poco más, bastante más, mientras deseaba que se entregaran ya los premios: luego tenía cosas por hacer.
Aurora miraba a Manuel Acán algo asustada también. Ya le había explicado al hombre que su matrimonio estaba roto casi desde el principio y, también, que encontrarle fue como recuperar años e ilusiones. Solo que Manolo se había quedado en el pasado o se empeñaba en dar esa explicación. Manolo no había querido reanudar más que la amistad y las pocas veces que descendió al beso y al abrazo lo hizo rígido, lejano, triste.
Aurora atribuía a la moral cosas que no tenían que ver con ella según Manolo. Manolo andaba con ilusiones en menguante, metido en un mundo de recuerdos y entregado a ideas, a metafísica y metapsíquicas, a empeños y guerras dirigidas contra él mismo y dirigidas también a no hacer nada de lo que tuviera que arrepentirse. Bastante había patinado ya para no apartarse de los caprichos.
Al lado de la pareja, Alfonso Pons, bastante sensible, percibía cosas anormales: la mujer de Pablo junto a Manolo; la tensión; en la distancia, los ojos del marido; Manolo mismo, más impasible aún que de costumbre y, además, los comensales desairados y algo violentos después de la faena del Grupo Zeta.
Manolo había sido un joven muy prometedor, lo mismo que Pablo Casavieja y que Andrés Nilson. Todos ellos formaban una cuadrilla medio literaria medio alcohólica que reía mucho y disfrutaba más. Diez años después de aquello, Manolo, tan activo, charlatán y divertido, daba la impresión de haberse vuelto piedra insensible; Pablo se había convertido en un político deshonesto y falsario, y Andrés, que siempre fue tranquilo, en un tipo nervioso y malintencionado. ¿Qué sucedía en el mundo?
Alfonso recordaba como los tres habían saludado a la democracia, ya separados. Andrés, eufórico, seguro de inaugurar un mundo mejor, con socialismo, pan y justicia. Pablo con prevención, maliciándose trampas y engaños, con miedo a la libertad, según dijo después; solo que era otro miedo: el del falso falangista que se posicionaba para trepar. Manolo riendo y repitiendo que le fastidiaba muchísimo tener que repetir una historia que ya se sabía.
El Sumo Autónomo Tarsicio, tan bien vestido y orondo frente a los últimos platos y copas vacías, era por aquellas fechas un semidesconocido que frecuentaba barras americanas, que es más fino que decir casas de putas, y que había acumulado decepciones e imposibilidades hasta ser más resentido que un mulo regimental y retorcérsele el colmillo como a un verraco.
Según Alfonso Pons, todos los comensales, hasta él mismo, habían soñado alguna vez, aunque ya no quisieran sueños. Él mismo, a sus cincuenta y cinco, todavía esperaba el aplauso, el premio literario que tanto persiguió peregrinando por las convocatorias, por más que al leer a gente consagrada sabía, a contrapelo pero lo sabía, que le faltaban méritos.
Hubo una época en la que Aurora soñó en casarse con Manolo y ser felices ambos con esa felicidad adolescente que sale de pensar en lo que no se conoce: independencia, casa, hijos y amor de novios durante toda la vida. Hubo otra época en que Manolo soñó en ser un Espronceda, poeta, conspirador, rebelde, mujeriego, dueño de una vida agitada, intensa como una llama, siempre joven. Andrés lo hizo en una revolución de la justicia y creyó que Manolo y otros muchos le acompañarían, con banderas desplegadas, hacia el futuro. Pablo Casavieja soñó alguna vez en ser mercenario y vivir aventuras en África.
Sin embargo, allí estaban todos, en una cena pretendidamente de postín, mezclados con tipos que no soñaron nunca, sonriéndose todos, aplaudiéndose y comiendo por valor de tres mil pesetas a mayor gloria del Establecimiento, del Staff o de la Nomenklatura, como se prefiera llamar. Sometidos al complicado protocolo de la hipocresía y, además, haciendo trampas los unos a los otros enmascarados con una sonrisa y varias palabras agradables.
El mantenedor, que también soñó en ser locutor televisivo y acabó en político de tercera, en concejal sin cartera, leía entonces adhesiones de gente que no había querido asistir y que se disculpaba muy en bonito:
—Un telegrama del señor ministro de Cultura: la magnífica iniciativa de los premios San José abre una nueva etapa en la cultura activa de vuestra nacionalidad; la que se hace día a día de cara al progreso del país.
Y aplausos y satisfacción.
El gobernador también tenía su telegrama, ya que no había querido asistir por tiquismiquis protocolarios con el Gran Autónomo, a quien tenía por un asno engreído cuando posiblemente lo fueran los dos.
Y aplausos.
En la cocina, en cambio, cocinero y pinches se echaban un cigarrillo prohibido a los manipuladores de alimentos, antes de empezar la limpieza de los cacharros y el arreglo de aquel caos grasiento que había desencadenado la glorificación literaria.
—Se juntan a cenar y se cuentan unos a otros lo bien que todo va, lo bien que todo les va. Les gusta comer y gastar dinero —decía el cocinero al que habían denegado un aumento y era hombre de mal café—. Un día nadie comerá por estas tierras si no es a cargo del presupuesto del Estado.
Un camarero que trabajaba por horas y sin seguridad social dijo que sí, que seguramente nadie había pensado en que ellos trabajaban mientras los importantes se divertían.
—¡Qué se van a divertir! Estos tíos se vigilan, piensan en sus cargos y no se divierten. Si yo fuera de ellos, estaría preocupado.
El maître entró sonriente todavía, se quitó la sonrisa como una chaqueta y miró la hora: tenía ganas de llegar a casa y quitarse los arreos, pero faltaba aún lo suyo.
—Lo malo es que, una vez cuidado el estómago, les da por charlar y echarse flores. Queda para más de una hora, coño.
—¿Qué han sido esos petardos que hemos oído?
—Eran tiros culturales. Un grupo de teatro que ha interrumpido a todos y ha empezado a contar no sé qué historia.
—Yo me he asomado y he visto a una chica desnuda que corría por ahí —dijo un camarero.
—Son unos guarros: las mujeres desnudas no son para enseñar, sino para comer.
Un rojo antiguo, hoy habilitado de viejo luchador a causa del exilio, y exhibido como santón democrático de vez en cuando, preguntaba a los de su mesa si aquel tinglado burgués era o no un despilfarro. A su modesto entender no había que regalar millones a unos tipos que emborronaban papeles, y mucho menos cuando quedaba tantísima gente sin un maldito duro en el bolsillo. A él, claro, le habían hecho comandante con atrasos y trienios y duros sí tenía el condenado.
Un joven sostenía, frente a él, que la sociedad hoy en día se lleva de otra forma, que no se puede plantear tan claramente la lucha entre pobres y ricos, entre amos y esclavos.
—¿No? Lo que sucede es que ya no quedan socialistas —respondía el viejo luchador habilitado—. La derecha se ha hecho con el poder en el partido. Solo hay derecha en España, aunque se llame PSOE... ¡Qué vergüenza! ¡Qué forma de tirar el dinero!
Mientras hablaba, el muy burro iba haciendo agujeros en el mantel con la punta del cigarrillo: el Club Marítimo era una jodida sociedad de la burguesía.
—Tenemos aquí otro telegrama del presidente de la Fundación Pablo Iglesias —decía el presentador. Aplausos. Satisfacción.
El corresponsal de las dos televisiones, la regional y la madrileña, hacía que el cámara grabara planos generales de lo concurrida que estaba la cosa, pero guardaba la mayor parte del tiempo concedido para la proclamación de los vencedores.
Fuera del comedor, uno de las Juventudes y la hija del Gran Autónomo, se achuchaban alegremente, bien unidos en las sombras, dale que te doy al tacto liberador y a otras cosas. Se habían aburrido bastante e improvisaban su propio espectáculo. Él quería que bajaran a encerrarse en el coche y ella que huyeran a una discoteca, pero mientras tanto se exploraban y ronroneaban como gatos.
En la mesa cinco había dos maricas; en la tres, una lesbiana; cinco heroinómanos en la sala, varios pervertidos de diversa índole; cuatro expresidiarios, veintitantos alcohólicos, nueve estafadores, un montón de cornudos y treinta y una mujeres liberadas.
Era un gusto cultural aquella noche, mientras Aurora le decía a Manolo:
—No pienso regresar a casa.
Pablo Casavieja seguía bebiendo. Andrés Nilson fumaba un puro de medio tonelaje, obsequio de la casa, y Manolo sentía ganas de marcharse de allí, solo, y de ponerse a leer en la cama.
Aperitivo sin apetito
Manuel Acán era un antipolítico irreductible o, si se prefiere, un apolítico sensato. Como estaba convencido de que el hombre transitaba por la vida rumbo a la vida, le parecía una solemne estupidez afanarse tanto en el poder como en el dinero. Los ambiciosos solo adelantaban su infierno: allá ellos.
No siempre había sido así. Cuando la sangre le dio los primeros hervores de la edad, allá por la adolescencia, soñó mucho y bien en el paraíso sobre la tierra, en la república ideal, platónica primero y falangista y poética después. Pero aquellos sueños no le habían hecho su esclavo, como tampoco le vencieron las costumbres burguesas, como moralina de amplio espectro. Él, por si las moscas, se había puesto sobre la cabecera de la cama la frase de Jesús transcrita por San Mateo: "considerad los lirios del campo, que ni hilan ni tejen... etcétera", y se había zambullido en las realidades de siempre, de antes de la invención de la pólvora; de antes mismo de la invención de los alcaldes, y se había vuelto un católico heterodoxo que hablaba de San Francisco y de sus levitaciones, de los platillos volantes, de Lombsang Rampa, de los templarios, de las pirámides y de los laberintos iniciáticos.
—¿Acaso vivir no es andar por un laberinto?
—Tururú —le respondió, cerveza en mano, Andrés aquel primer mediodía de primavera—. Tu no debiste darte algún mal golpe en la cabeza, compañero Manolo. Dios no es amor, franciscanote mío; Dios es la orden obedecida: "hágase". Con o sin laberintos, hay que hacer cosas, y, a ser posible, muy gordas.
Pensaron los dos en su reanudada amistad. Manuel Acán llevaba años enfangándose en lo esotérico y desarrollando sus virtudes auténticas de zahorí cuando Andrés Nilson, concejal socialista muy cabreado, había caído sobre él para empujarle a la acción.
—Como aquella vez que perseguiste al pobre bedel de nuestro instituto con el paraguas.
A Manuel Acán el mundo le importaba un pimiento; el demonio, algo más, y la carne le daba algún disgusto y algún placer, quizá por ser vegetariano; pero, en general, había renunciado a las obras y a las pompas y, cuando no trabajaba ni fantaseaba ni escribía, fabricaba un bosque en una parcela que se había comprado en incómodos plazos. Sembraba encinas, pinos, madroños, lentiscos y muchas otras plantas con arreglo a un plan, posiblemente ecológico y, quizá, psicológico, como si plantando vida dibujara su propio retrato. Le ilusionaba, encima, saber que moriría antes de ver los árboles completamente crecidos, la tierra vuelta a como fue al principio de la edad y su parcela convertida en resurrección y oasis en medio de una urbanización no solo moderna y asfaltada, sino habitada por materialistas y cansados fornicadores.
Andrés, en cambio, se aceptaba la parte material y aún la fornicadora sin especiales problemas, porque era el tipo primitivo capaz de disfrutar del bosque que Manolo fabricaba para fines místicos; capaz de comerse las bellotas y los madroños y de colgar entre dos árboles una hamaca de nylon. No elaboraba tanto las ideas como su amigo Manolo, pero, a cambio, las tenía claras: un guardia le dio un porrazo y, para castigar a Franco, se hizo socialista. Un socialista le había trasteado a su mujer y, para fastidiar a la momia de Marx, había organizado una guerrilla que, si Dios no tomaba oportunamente cartas en el asunto, acabaría de mala manera.
Ni Manuel Acán sabía exactamente cómo había cedido a las pretensiones de Andrés, pero se encontró trabajando como un engranaje más dentro del plan. Un engranaje burocrático y algo literario, sí, pero sutil y peligroso. Así fue como volvió a tratarse con Aurora y como la mujer de Pablo Casavieja volvió a enamorarse de él, lo que era muy malo.
Manuel Acán tenía muy mala conciencia acerca de Aurora, a la que en tiempos toreó y engañó como a una china, pero la había conservado en la memoria como una especie de musa, de manera que cuando hablaba de unos pechos escribiendo, eran los de Aurora, y los labios de Aurora y la cintura de Aurora y los jadeos de Aurora, y los muslos de Aurora que, guardadita en tan literaria urna, ni había envejecido ni había dejado de ser una maravillosa adolescente.
Cuanto la trató otra vez, mujer del todo ya, próxima y táctil en lugar de etérea y lejana, no encontró razones más que para no quererla: de las dos prefería con mucho a la que era cliché, pero tuvo que permitir que Aurora interpretase el distanciamiento como una inquebrantable voluntad de no inmiscuirse en su matrimonio. Luego comprendió que la mujer, al creer esto y verle como un Galahad redivivo, dejó de amar sus propios recuerdos para intentar amarle en directo y, ¡por Dios que no hay nada más angustioso y aburrido que ser amado sin amar!
Manolo tampoco supo desde el principio que Pablo Casavieja, marido político de Aurora, acabaría desapareciendo al final de un rastro de sangre. Aunque no había querido hablar de ello con Poligómez, se imaginó que Andrés había llevado las cosas mucho más allá de la ética que pregonaba su partido.
—¿Yo? —dijo Andrés abriendo los ojos con sorpresa, pero sonriendo de oreja a oreja—. ¿Cómo puedes sospechar de mí?
—Pues será meningitis lo mío —respondió Manuel Acán—. Pero tú eres un salvaje disfrazado de concejal.
—En todo caso, un Buen Salvaje; Bon Savage, que diría Jean Jacques, para que veas lo leído que soy. Tampoco me va mal la palabra fauve, y si fuera gabacho me la aplicaría sin que me temblara el pulso. Solo que, en cuanto que español, prefiero hablar de mí como de un tío algo bruto.
—¿Qué has hecho exactamente, Andrés? —respondió Manolo, que siempre ahorraba saliva.
—Lo sabes muy bien: enredarles con lo de los premios San José, que no ha sido tan fácil: he gastado mi provisión de fósforo de los próximos tres años.
—¿Enviaste tú a Pablo la foto de Aurora y yo juntos? ¿Tienes una Polaroid?
—Anda, regístrame —se chanceó Andrés abriéndose la cazadora socialista de entretiempo—. No sé qué le habrá sucedido a Pablo, pero espero que sea algo bien gordo, porque es una mala persona. Con un poco de suerte la ETA le hace un bonito apaño.
—La ETA no toca socialistas —telegrafió Manolo.
—Será porque no se dejan pillar, los tíos, siempre en medio de una nube de guardaespaldas. Así que la ETA habrá bajado el listón y apiola autonómicos que van sin guardia de corps.
—¿Y tú?
—Yo soy municipal, el equivalente a lombriz en el rango político. A saber: enchufado, concejal, teniente de alcalde, alcalde, diputado provincial, consejero autonómico, ministro autonómico, presidente de parlamento autonómico, presidente de gobierno autonómico, senador, diputado, presidente de comisión parlamentaria, consejero de Estado, portavoz, ministro...
—Cállate ya. Por mucho que hables no me olvido de que Pablo ha desaparecido.
—¿Le has hecho algo tú? —preguntó Andrés la mar de feliz—. Sospechan de ti, ¿sabes? Porque te ibas con Aurora la noche de San José y porque le diste a Pablo un cate de muerte.
—No le volví a ver. Llamó a casa muy tarde y amenazó a Aurora sabe Dios con qué burradas. No hacía más que preguntar si estábamos en la cama juntos.
—¿Y estabais? Nuestra vieja amistad me permite hacer inocentes preguntas.
Pero Manuel Acán ya se había cerrado como una ostra. Andrés era un hombre simpático, pero a él no le gustaban los hombres simpáticos. Además, era un liante y no un amigo. Manolo tenía exactamente dos amigos y seguramente ninguno de los dos se había enterado todavía de que Felipe ganó las elecciones en 1982: ellos prestaban atención a Ganímedes y a la Vía Láctea.
—Eres —le dijo muy suavemente— una cucaracha.
—No exageres, hombre. Me basta con ser lombriz y cavar. Soy un gusano sin grandes aspiraciones pero con amor propio. Un gusano vengativo, como si dijéramos.
—La policía me preguntó que cómo era posible que cuatro autores me hubieran plagiado a la vez y los cuatro hubieran ganado un premio.
—Porque eres muy bueno, ¡qué preguntas! Cuando leí tu "Historia Apócrifa del Tercer Huevo" me dije que ibas para inmortal. No todos tienen el coraje de escribir la historia del mundo tal como pudo ser. Oye: ¿de veras crees que la voz de Adán transformaba la naturaleza porque entre las virtudes preternaturales estaba la poesía?
—Si la policía me lo vuelve a preguntar diré que fuiste tú, a no ser que me expliques exactamente qué has hecho y qué le ha pasado a Pablo —dijo Manuel Acán sin hacer caso de la coba literaria.
—No te lo ha preguntado la policía, sino Pedro Gómez, que no es lo mismo. Además, ¿crees que se van a preocupar por ti teniendo como tienen tantísima sangre por todas partes?
—¿Qué le has hecho a Pablo?
Andrés dio fuerte con el culo del vaso sobre el mostrador. No estaba tan alegre como parecía.
—¡Jolín con Pablo! ¿Crees que soy un asesino? No le he hecho nada y que sepas que no me divierte que me acusen de según qué barbaridades —recobró su humor—. Si a Pablo le hubieran cortado una oreja o le hubieran cosido los párpados en un descuido etílico, estarías en tu derecho a preguntarme: Andrés, ¿por qué no usaste anestesia? Pero yo no mato a compañeros de partido, aunque solo sea porque tengo la esperanza de verlos fusilar. ¿Qué sabes tú lo que es el odio?
Manolo lo sabía gracias a la contemplación de Andrés Nilson, que llevaba más de un año sin descansar, trabajando como una raña en su tela. No solo había hecho lo de los premios literarios, incitando a todos a plagiar trabajos ya publicados por Manuel Acán. Muy poco antes del referéndum, por ejemplo, presentó una pregunta por escrito a su propio grupo socialista interesándose por los tres millones trescientas siete mil veintiuna pesetas que no se justificaban en los presupuestos vencidos en el año anterior. Así se supo inevitablemente que el antiguo funcionario depositario había sido cesado en beneficio de un sobrino del Gran Autónomo, buen socialista pero pésimo administrador. Le exigieron los tres millones en metálico o en garantía bancaria, y el mismísimo Autónomo tuvo que rascarse el particular bolsillo para evitar la cárcel a su sobrino, ya que no el escándalo. El dinero perdido, por supuesto, había pasado del presupuesto municipal a unas obras en el bar-teatro "La Taverna", pero como eso sí que no se podía decir y las facturas amañadas habían desaparecido, no hubo más remedio que expulsar al pobrete y obediente sobrino antes que permitir que Pablo Casavieja, copropietario del teatro-prostíbulo "La Taverna", saliera a relucir.
¿Era malo Andrés Nilson? Seguramente no lo era del todo, pero Manolo sabía que un hombre dominado por el odio no se conformaría con todos los obstáculos que había acumulado en el camino de Pablo, al que hacía responsable de los innumerables males del mundo, y que procuraría llegar a algo más grave y definitivo: la muerte o algo aún peor que a Manolo no se le ocurría pero que a Andrés seguramente sí.
—Hablo así —dijo al fin— para que te des cuenta de que los dos somos sospechosos: yo, porque se me ha visto con su mujer y porque antes de ayer le sacudí.
—¿Y yo? —preguntó Andrés sonriendo—. ¿Por lo de los premios? ¿Por lo de los problemas en el Ayuntamiento? ¿Porque voté no a la OTAN? ¿Y quién sabe estas cosas, hombre de piedra? Tú, pero tú no lo dirás.
—Sí, antes de que me acusen de algo que no he hecho.
—Mira, Manolito: aquí el único que ha estado haciendo cosas feas es Pablo Casavieja con su camarilla de políticos hampones. Y digo yo que, si en su ausencia y por el aquello de las pistas, gente honrada mete mano en sus papeles y en sus negocios, pues a lo mejor cuando lo encuentren le llevan directamente a la cárcel. A él y a quinientos más.
—¿Es eso?
Andrés miró tras él fingiendo buscar algo.
—¿El qué? Chico: te aseguro que no sé de qué me hablas.
Muchas cosas más
Pedro Gómez, el policía todoterreno, pagaba con creces el ser el único de la plantilla nacido y criado en la ciudad y ser, encima, eficiente y pulcro. La Guardia Civil batía el terreno y hasta se tiroteaba con gente aquí y allá, pero a él le había tocado, una vez más, la labor de hurón o, quizá, la de poli psicológico, pregunta que pregunta al gentío, y venga de filtrar mentirotas por si alguien le decía, en un descuido, un poquito de la verdad.
Un poco antes del mediodía el comisario le había achuchado exigiéndole resultados, porque no puede desvanecerse en el aire un vicepresidente autonómico, consejero de Cultura, presidente del Patronato de lo mismo, y de los grandes expresos europeos. El capitán de la Guardia Civil, no sin sacar cuidadosas fotocopias, le había remitido los papelotes de Pablo. Otros andaban dando caza a Javier Pons y Pons que, dijera lo que dijera su costilla, andaba huido.
El Gobernador, el Sumo Autónomo Tarsicio y el excelentísimo alcalde atornillaban al comisario cada cinco minutos. El asunto debía de resolverse ya, ya, antes de que se hiciera público.
—Más público en todo caso, porque mis hombres deben preguntar y, poco a poco la gente se está enterando de lo que sucede. Es inevitable. Además... —el comisario estuvo a punto de explicarles que, si era verdad una décima parte de lo que decían los documentos hallados en el coche, habría que detener a Pablo nada más encontrarlo, pero prefirió no dar tan alegres noticias a la cuadrilla de políticos, no fuera que se le desbandaran.
—Además ¿qué?
—Además el cartero me ha traído esta carta en el reparto de las once.
Exhibió un sobre ocre, de esos que llevan pajitas incrustadas en el ínfimo papel. Una cuartilla con el anagrama de la ETA en la izquierda y el hacha y la serpiente a la derecha explicaba que el compañero Pablo había sido ejecutado por el pueblo y que ya podían irle encargando responsos de lujo. Además, indicaba el lugar adonde el comisario podía ir a recoger sus tristes despojos.
—Pobre Pablo —murmuró el alcalde, que siempre afirmó que Pablo fue, en vida, un pajarraco—. Ha dado su vida por la democracia.
—Eso es lo que no sé —respondió el comisario—. Porque no hemos encontrado cadáver alguno en ese sitio, sino al señor Feldmann tratando de hacerse a la mar en una motora y con una importante cantidad de dinero.
El Sumo Autónomo palideció como si le hubieran metido en un baño de lejía. Feldmann que, en efecto, era un financiero, y que más de una vez había traído "magcos” y "dinego" de los "camagadas", también se llevaba pesetas contantes de sus negocios en España y, con ellas, dinerito ahorrado por buena gente que no acababa de fiarse de lo que el futuro reservaba a los pequeños capitales.
—Sin duda —siguió el comisario— herr Feldmann tenía en su casa una gran cantidad de dinero para sacar al extranjero y la presencia de la Guardia Civil en las proximidades le animó a anticipar la operación, no fuera que los guardias regresaran con una orden de registro.
—Esto es muy grave —dijo el gobernador que, funcionario a fin de cuentas, no disponía de excesivo remanente que enviar allende las fronteras. Por otro lado, menos dotado intelectualmente que, por ejemplo, el Sumo Autónomo, confiaba plenamente en que su partido ganaría todas las elecciones hasta el año tres mil. Creyó que debía insistir aún más a causa de su importante cargo—: muy grave.
El comisario dijo que sí mirando a los ojos de Don Tarsicio, Sumo Autónomo quizá ya por poco tiempo a causa de las últimas novedades. El político se preguntaba si el metódico judío-alemán sería capaz de llevar una lista con las cantidades exactas de sus clientes y, caso de ser así, con quién tendría que hablar para escurrir el bulto. El comisario se preguntaba si sería mejor meterle mano sobre la marcha —lo que era peligroso con un político— o si ponerle vigilancia y, como dicen los pescadores, darle carrete.
—Pero hay más —siguió, optando por hacerse el despistado ante el Sumo Autónomo—. Alguien ha llamado a la comisaría, seguramente usando una cinta magnetofónica, para pedir cien millones por devolver al consejero Casavieja.
—¡Cien millones! —exclamó el excelentísimo alcalde, que no valoraba a Pablo en mucho más de cinco duros.
—¿Se ha identificado?
—Sí: también la ETA. Muchos etarras por estos pagos últimamente. La Guardia Civil también ha recibido carta, de la ETA, por supuesto, diciendo que se había cometido un error y que pasaran a recoger lo que quedara del consejero con un médico, a un hotel de esos que han comprado no sé qué moros, libios creo que son.
—Tampoco estaba allí, claro.
El Sumo Autónomo Tarsicio se había recuperado relativamente y, como el negociado de los hoteles libios era asunto exclusivo de Pablo, no temía salir perjudicado de cualquier averiguación que se hiciera en ellos.
—No. Pero había otra cosa más o menos ilegal —respondió el comisario con obligada vaguedad: solo sabía unos cuantos tacos transmitidos por radio—. Lo que es evidente es que nos están abrumando con pistas y, encima, parecen encubrir un cierto sentido del humor: tres comunicados de la ETA en una sola mañana y contradictorios además. Todos nos han llevado a lugares donde conviene que vaya la policía. La sangre y el zapato en la casa de herr Feldmann, que acaba siendo un evasor. El coche en las proximidades del escondrijo de un gran alijo de drogas...
—Se diría que... —empezó el gobernador como si fuera realmente aficionado a pensar—. Se diría que alguien, con el señuelo de encontrar a Casavieja, está aprovechando para dar un buen golpe a algunos sinvergüenzas.
El comisario miró de reojo al sumo autónomo que, a su vez, observaba al gobernador con muy mala cara, quizá por lo de "sinvergüenzas".
—Exactamente, señor gobernador. En cuatro horas de buscar al consejero hemos encontrado más de cuatro asuntos negrísimos —autónomo y policía se contemplaron, pero uno de los dos no sonreía—. Conviene preguntarse quién podía tener una información tan exacta y detallada.
—No se me ocurre, la verdad —dijo el excelentísimo alcalde, por si colaba.
—A mí, sí —respondió el comisario—. El mismo Pablo Casavieja.
En eso mismo estaban pensando, a hurtadillas, los políticos, pero se lo callaban.
—¿Y por qué iba a hacer una cosa así —preguntó el Sumo Autónomo Tarsicio.
El comisario no tenía ni la más remota idea: para dar con aquella oscura razón confiaba en Pedro Gómez, su policía todoterreno, aunque él personalmente sospechaba que Pablo Casavieja estaba loco de atar. ¿Quién sabe si se había enfadado con sus antiguos compañeros y se vengaba de ellos a la vez que distaría a la policía mientras huía al extranjero? También podía ser al revés: Pablo y los palomos que iba cayendo eran objeto de una venganza, quizá mafiosa por sus alcances, aunque excesivamente elaborada para el estilo clásico siciliano. En suma: a aquellas horas Pablo Casavieja tanto podía estar vivo como muerto y, maldita sea, cuando todo el material acumulado llegara al juzgado y a la prensa, allí se iba a armar la de Dios es Cristo.
Pedro Gómez, en cambio, había enfocado el caso desde el primer momento como una maquinación contra Pablo y andaba olfateando entre las personas que lo trataron más habitualmente o durante los últimos días. Por eso se había dejado caer por la finca cedida por el Consejo al grupo Zeta, taller de teatro experimental ahora y antigua granja de Extensión Agraria donde ya solo se cultivaban unas cuantas plantas de cannabis sativa, por supuesto que para el consumo personal y no para el comercio.
Tres o cuatro cerdos negros andaban de acá para allá, hozando a su capricho, canturreando sus cosas como quien dice, y tratando de confraternizar con gallinas chaladas que se pasaban el día de cháchara, comadreando muy posiblemente sobre los malos modales de los puercos, tan aficionados al ronquido. Probablemente también pusieran verdes a las mujeres de la comuna que tan poca ropa usaban, porque la promiscuidad, según el público gallináceo, nada tiene que ver con el descoco: hasta las conejas de la jaula, cabe la higuera, tenían que admitirlo así.
Un perro joven dormitaba, aburrido y melancólico, al sol. De vez en cuando solía matar a alguna de aquellas tontas gallinas, pero no es hazaña de la que pueda presumir un perdiguero que se precie, y más aún cuando las tontas aves persistían en ir a picotear ante su sensible hocico. Sobre su lomo, despierto y perezoso, un gatito negro se entretenía con las vistas y, de vez en cuando, mullía con las uñas la piel áspera del perro como si se tratara de un cojín: a fuerza de convivir con hombres extraños, ni el perro se sabía perro ni el gato, gato, y había adquirido cierto paciente humanidad de espectadores de comedia.
Margarita hacía lentos ejercicios bajo la sombra casi soleada de un pino. Vestía solamente una blusa ancha que, aunque larga, descubría a veces que era, en realidad, una rubia teñida de morena. El detalle desconcertaba a los hombres que llegaban a descubrirlo —que no eran pocos ni muchísimos— y a ella le encantaba explicarles su originalidad: todas las morenas y castañas se tiñen de dorado, pero ninguna rubia, salvo ella, hace al revés, porque las mujeres ven la rubiedad como más deseable, sin comprender que una chica con la piel de rubia y con los ojos de rubia está mucho más misteriosa y excitante con el pelo moreno, y hasta puede dejarse las cejas sin depilar.
Margarita estaba dando, desde el carnaval, un cambio a su vida, en la que, de repente, había entrado lo misterioso. No el misterio facilón y algo tonto de la Carme, que echaba las cartas, consultaba las estrellas y leía el porvenir en ellas o en las líneas de la mano, sino el verdadero, que es la percepción de que la vida es cosa distinta que la supervivencia y que, como dijo aquel, entre el cielo y la tierra hay algo más que dinero, sociedades anónimas y gente en celo.
Margarita era una segunda o tercera actriz del Grupo Zeta, en el sentido de que hacía segundos papeles, no siempre de persona, no siempre animados, pues tanto podía hacer de puerta a la libertad como de nube o de caballo, con tal de que chascara la lengua y enseñara los dientes sacudiendo el pelo.
Gracias a tales actividades, a saber andar con zancos y a bailar la sardana profesional como una virtuosa, el Grupo Zeta tenía bonísimos ingresos y hotelito gratis, y Margarita creía pertenecer al colectivo —"colla" decían todos— de gente más rara del mundo, casi libres como quien dice, desinhibidos que era un primor, y redescubridores de la tribu gitana en los albores del tercer milenio.
Ella misma creyó ser rara, moderna y complicada hasta que se le apareció Manuel Acán en la forma mortal de hombre vulgar y silencioso que tenía, además, el vicio de no creer en la modernidad de las extravagancias y hasta de ser pacato, muy pacato, en la cuestión del sexo. Y tímido además. Pero aún con ésas, le había dicho que aspirar al goce, a la belleza y al dinero no era excesivamente original, y como metas, aquellas no pasaban el bajísimo listón de la tontería.
Manolo Acán, ¿de qué mundo vendría? No solo creía en Dios, sino en el alma también, y era angustioso ver la forma en que sostenía que lo más humano del hombre era el pensamiento en lugar del orgasmo o del jadeo, mientras que para explorar nuevos mundos, en vez de emporrarse, le daba por leer vidas de santos.
Margarita, que pensaba, casi con razón, que había descubierto un fósil, se quedó prendada de Manolo; tanto más porque Manolo Acán, siendo tan extravagante, se consideraba absolutamente normal, muy poco original y nada importante. Luego, a medida que se fueron viendo para verse en lugar de para gozarse —"gozarse" era una forma medieval de hacerse el amor o "refocilarse", en cervantino— resultó que el prodigioso Manuel Acán además hacía versos, iba a misa, jamás había probado el chocolate ni la maría, y tenía un nombre cósmico que es más que tener dinero en Suiza.
Margarita, que era rápida de ingle, si es que puede expresarse así, o sensual para decirlo en fino, era, por la misma razón, lenta de afecto y, aunque entrada y saliera de tibias camas, amor, lo que se dice amor, ni daba ni recibía. Además, ¿qué clase de imbécil hace falta ser para hablar de amor en una cama redonda o cuadrada, queriendo decir precisamente amor y no "meter mano"?
Pues Manolo hablaba del amor universal, que viene a ser lo que hace que los átomos no se vayan cada uno por su lado, una especie de ley general del espíritu que cumplía obligatoriamente la materia. Y, después de decir semejantes cosas, la miraba apaciblemente y prefería tocarle la cara en lugar de cualquier otro lugar, lo que no era poco placentero y desconcertante.
Por otro lado, Manolo jamás pidió algo a Margarita, ni un beso, ni una cita, ni una sonrisa. La mujer tenía la impresión de que si ella dejara de visitarle él jamás intentaría volverla a encontrar, porque Manolo decía ser un lirio del campo decidido a no hilar el destino ni a tejer el tiempo, de manera que aceptaba con humildad lo bueno, con paciencia lo malo y que vivir servía solo para morir, mientras que morir ella era, a lo mejor, un ascenso.
—¿Y a mí me aceptas con humildad o con paciencia? —le había preguntado Margarita algo mosca.
—Me sorprende tu vitalidad y más aún porque vives solo para seguir viviendo.
—Supongo que eso es una especie de insulto, ¿verdad?
—¿Eres feliz? —le había preguntado él sin responder a lo anterior.
¡Feliz! Margarita, como el Grupo Zeta al completo, sustentaba la teoría de que nadie es feliz y que, por lo tanto, ninguna falta hacía serlo. Ver, oír, sentir, gustar y palpar: he ahí la única relación posible con el mundo y con las otras personas. Dentro de este marco, la felicidad podía ser ver, oír, sentir, gustar o palpar lo que más ilusión hacía, y santas pascuas.
Tardó días Margarita en comprender que los serios silencios de Manolo no era una crítica ni un desprecio, sino una especie de ejercicio de humildad. No quería, simplemente, discutir sobre tonterías que, a lo mejor, hasta les separaban. Salían, por ejemplo, al campo, y sentados bajo una encina la dejaba hablar y hablar; solo de vez en cuando la interrumpía para señalarle un insecto o para informarla de que cierta nube de estribor tenía forma de pájaro o de caballo al galope.
—¿Y tú, para qué vives?
—Para ser distinto —respondía Manolo, sorprendente una vez más—. Sí yo, que nací Manolo, muero un día siendo el mismo Manolo, mal asunto, porque no habré hecho nada nuevo.
—Pero tu personalidad...
—¿Cuál? —preguntó él palpándose los bolsillos—. Todo el mundo quiere en este siglo ser él mismo, pero a mí me apetece más ser otro, hacerme a mí mismo según mi capricho. Yo era bastante golfo, ¿sabes? —confesó con un infantil candor.
—¿Tú? —Margarita se rio en sus barbas—. Nadie lo diría.
En tiempos más gloriosos lo había dicho mucha gente, pero Manolo Acán no era hombre de emperrarse en los detalles, así que señaló una planta florida, casi nevada, lleno de admiración:
—Espino albar —telegrafió.
Como no podía ser de otra forma, Manolo actuaba aconchabado con una cuadrilla de esotéricos de mucho cuidado, gente toda que tenía un pie aquí y el otro allá, y que con un ojo tal vez viera la televisión, pero que con el otro intentaba ver ángeles, tronos, dominaciones, potestades y otros representantes del espíritu.
Uno era Miguel, nombre de arcángel, cara de místico hambriento, ojos de un azul desteñido y palabras vibrantes y exaltadas. Funcionario retirado, coleccionaba piedras para acariciarlas; jugaba con péndulos y otras radiestesias como los jubilados de su quinta lo hacían al dominó; y, encima, decía que nuestro mundo era de tercera y que siempre estuvo tan corrompido como el hombre. Como decía ser telépata había que creerle estas cosas bajo palabra.
Otro, franchute, semigabacho españolizado y nacionalizado, se enfangaba ligeramente en el budismo zen, practicaba la escritura automática, cultivaba rosas en su calidad de flores místicas y todas las noches, helara o diluviara, salía a oscuras bajo las estrellas y preguntaba muy bajito: ¿estáis ahí? ¿Estáis ahí? Era un tipo muy rico gracias a afortunadas compraventas de terreno, pero ahora, plantado en los setenta, regalaba a escondidas el dinero por la calle y vivía con más pobreza que un parado sin seguro y sin carné del PSOE.
Los dos eran, claro está, vegetarianos además de parcos. Les angustiaban las propias tripas llenas tanto como distraerse de sus sueños eternos. Correteaban por el campo triscando como pacíficos corderillos y, mientras el uno se encandilaba con las piedras, el otro olfateaba flores y hojas y confesaba a los solitarios riscos que el perfume es el espíritu de las plantas.
El tercero, mucho más joven pero no menos ido, era Manolo, también bucólico, campestre y hasta rupestre: los tres amaban las cuevas, tanto al entrar, que era volver a los orígenes, como al salir, que significaba nacer de nuevo a la luz. Manolo, además, fabricaba bosques; compraba pequeños solares y los sembraba con amor y paciencia de árboles duraderos que eran, ni más ni menos, que una forma que tenía la tierra nutricia de elevarse hacia el cielo. Manolo, además, tenía el vicio de tocar su ocarina de barro al caminar por los montes y los valles, y opinaba que el La sostenido vibraba exactamente igual que el verde intenso de la encina.
Eran heterodoxos hasta la médula, pero, tal como iban las cosas, no pocos curas les tomarían por ortodoxos y vaticanistas a machamartillo, ultracatólicos y otras lindezas democráticas y agiornadas, porque se les daba un ardite de la refriega social, creían, tal vez, que un sindicato era un producto químico, y estaban convencidos de que un político, guste o no, era un pobrete que había vendido el alma no solo al diablo, sino al mundo, a la tierra más estéril y a la carne, tanto a la que se come como a la que se toca y que siempre es soledad.
Manolo los había conocido cuando empezó sus cambios y dio en ser alquimista de su espíritu y se puso a la gran obra para convertir en oro lo que no era más que un joven jaranero y miedoso. Acababa de regresar con Andrés Nilson de su aventura por la Amazonía y traía los ojos llenos de macumba y de salvajes que se ponían un canuto emplumado en salva sea la parte. Un preto, como se dice por allí, un negrote gordo y cano, le había tocado el sonajero alrededor y luego le había dicho: "tú eres señor" y se había negado a aceptar unos cruceiros. Un indio acuático, dueño de una canoa neolítica lo menos, le había llamado hombre viejo.
—Tú —añadió— tienes la edad del bosque. Tú eres un gran árbol que vive de la raíz lejana.
—No hagas caso —le consoló Andrés burlón—. No les basta con reírse mientras nos comen los mosquitos, y encima nos sacuden charadas, gran árbol viejo.
Pero el poeta que era Manuel había comprobado en aquel viaje que las aventuras son una filfa; que en la selva guarrería hay mucha, pero peligro, poco, salvo coger alguna enfermedad con indias o con negras, o con mosquitos, y que la única sorpresa posible es ir a coger el chorizo y descubrir que es una serpiente. Así pues, regresó a España a colgar el salacot en un clavo y a meditar seriamente en otra clase de aventuras; en viajes por su atolondrada cabeza, por ejemplo.
El franchute semigabacho, un refugiado francés de aquellos que seguían a Petain, se había puesto en contacto con un grupo del Perú que se llamaba IPRI (Instituto Peruano de Relaciones Interplanetarias) y con absoluta constancia probaba a hacer escritura automática por ver de contactar con algún guía espiritual, bien de Ganímedes o de Apu. Él mismo se preguntaba si no estaría algo majareta... "Alain —se decía en los descansos— si te contesta un guía será cuando no te lo creas".
Estaba ya en trance de cejar cuando llegó Miguel de refuerzo con un montón de libros de Allan Kardec, en los que no creía, con la historia de un bafumet templario en el pico de un boyero y su amor paciente y desinteresado por las piedras. Juntos volvieron a escribir al Perú para informarse aún más de la Misión Rama (al revés, amar) y su programa de salvación cósmica, vía platillo volante.
Alain consideraba importante rescatar a los humanos elegidos y ponerlos a salvo (en Ganímedes, claro) de las bombas atómicas, de los pantalones vaqueros y de las hamburguesas. Miguel, más optimista, opinaba que nada iría bien hasta que no desapareciera el último hombre, lo que parecía cercano. ¿Acabo no se había extinguido el hombre de las piedras de Ica?
—Hemos de emigrar, sí, pero no en este universo. Hemos de morir y nacer más arriba, más puros y perfectos.
Y, entonces, llegó Manuel decidido a hacerse más puro y perfecto antes de morir. Si uno hacía escritura automática y budismo a la europea y el otro leía a Kardec, padre del espiritismo., sin creer en él y piropeaba a las piedras, Manuel aportó algo de franciscanismo y opinó que para subir había que bajar, imitar al árbol y a la piedra, "porque ésa ya no siente" y ser arena, mar, lluvia y luz, a ver qué pasaba.
Pasó, y a partir de aquí había que creer a Manuel Acán bajo palabra. Y pasó que durante tres noches oyó voces que decían Asmir, Asmir, Asmir y, por si eso no bastara, algo le despertó de madrugada y le llevó hasta una encrucijada en el bosque, donde vio dos figuras con piel y túnicas fosforescentes que levantaron los brazos con las palmas hacia el cielo.
Sueño o realidad, se pegó un susto de muerte del que curó despacio y mal, porque nunca volvió a ser el mismo. En un mundo lleno de brujas y quirománticos, de poltergeist y de fantasmas, de duendes, trasgos, meigas, exorcistas y vampiros, de astrólogos, adivinos y científicos dándole vueltas a la energía psi con las cartas Zenner, y cosas con nombres universitarios pero igualmente mágica, Manolo, que escuchaba voces y veía tipos fosforescentes, dejó de creer en chorradotas mágicas y se puso a rezar en serio y, tal como decía, a bajar para subir, a ponerse en la sencillez, tratando de pensar como lo haría, de poder, un algarrobo, una encina o un pedazo de transparente cuarzo, por ver si comprendiendo lo pequeño le alcanzaba lo grande.
No podía abandonar el mundo de cada día —según le dijo a Margarita— porque no estaban los tiempos para vestir la estameña, pero podía perfectamente no creer en el mundo en que los demás parecían creer, y mirar pacientemente en sus rincones.
Margarita tenía en su Grupo Zeta a varios mágicos, por no decir que todos lo eran un poco, ella misma incluida. Quién más quién menos hablaba del yoga y de la acupuntura, de los libros de Bergier y de las profecías de Nostradamus. La Carme, que era atea convicta y confesa, no pasaba día sin echar cuentas sobre las centurias y pronosticas o la muerte del Papa o la Tercera Guerra Mundial o el fin del mundo para 1996, mes más o menos. Hasta Dino, que era un asno, voluntario siempre para degollar a las gallinas para la mesa, andaba con el I-Ching a cuestas, al que consultaba hasta para rellenar la Lotería Primitiva, que era la que cuadraba su carácter.
Margarita, ¿para qué disimularlo?, era promiscua como una gata, por modernidad unas veces, por costumbre otras y no pocas por pura soledad y pena de sí misma. Se consolaba, pues, con unos y con otros, pero a causa de todo ese jolgorio se le estaba yendo la alegría antes de tiempo y, como tantas pecadoras, pensaba a solas en la eternidad y también en la vejez, y le entraba un miedo de no te menees. Por eso Manolo le gusta, además de por extravagante, por sólido y casi neutral en los miedos humanos. Creía ella que Manolo temía a la muerte no más que a una gripe. Y, encima, no la asediaba, ni tenía como objetivo revolcarse con ella: la trataba como un ser humano, sin hablarle, como los del grupo hacían, de derechos, feminismos y otras zarandajas, pero mirándola y hablándola con humanidad.
Aquella mañana del primer día de primavera, todavía cansada de las fiestas de San José, del pasacalles bien pagado que realizaron sobre zancos tocando tambores y de la obra que representaron durante la cena, había decidido darse un baño de brisa y respirar a la sombra prana en abundancia, energía cósmica como si dijéramos, mientras pensaba, como una maldita burguesa, en abandonar en Grupo Zeta, la granja con sus puercos ibéricos y sus gallinas ecológicas, amén de las tres cabras que daban una leche apestosa y contagiaban su proverbial majadería a los seres humanos. Tenía la tentación de volver al mundo vulgar y apolítico.
Se preguntaba qué haría entonces sin vivir en comuna; si trabajaría, si haría la carrera del matrimonio o si Manuel Acán, a pesar de haber roto ayer mismo, querría tenerla de amiga a cuchillo y tenedor. En esas estaba, hiperventilada, cuando Pedro Gómez se paró ente ella junto al pino, mirándole tanto las partes desnudas como las tapadas y poniendo cara de ir a de paso.
—Vengo buscando al consejero Pablo Casavieja —dijo.
—Bueno —respondió Margarita, que ignoraba si el consejero Casavieja andaría por ahí, adoctrinando a alguien bajo las sábanas o sobre las alfombras. Pablo era casi habitual de aquella granja, tanto por ecológico rematado como por mujeriego y padrino del grupo que, generosamente, usaba para su solaz sin pedir nada a cambio si se exceptúa la compañía despendolada.
—¿Le has visto?
Margarita se sentó de otra forma y consiguió que la blusa le tapara lo más esencial, ya más que ventilado, y volvió a mirar a Pedro Gómez.
—Yo a ti te he visto varias veces. Eres policía municipal o así.
—O así, especialmente. Tengo que darle un recado a Pablo Casavieja si es que le encuentro.
—Si yo fuera él —dijo Margarita con toda sinceridad— procuraría esconderme unos días: después de lo de la noche de San José, que acabó en el mar, y de que les diera los premios a tipos que habían plagiado descaradamente a Manuel Acán, hasta Pablo puede estar avergonzado.
—¿Le conoces?
—La Carme le conoce más —respondió ella señalando hacia la casa y preguntándose por qué un poli andaba detrás de Pablo: lo mismo se había levantado la veda del político y le iba a dar un escarmiento.
—¿Le viste ayer? —siguió Pedro Gómez, aparentemente sin ningún deseo de terminar la instructiva conversación.
—Le suelo ver casi siempre, de modo que ayer seguramente le vi... —hizo memoria y Pablo se le apareció empinando el codo al amor de la lumbre, borrado como un apache de película. Según la Carme, "ni había podido". Por lo visto la mujer se le había escapado, le había dado el salto, como se dice, y esa era una mala noticia, porque se señalaba a Manolo como culpable del follón. Margarita, que no se lo acababa de creer, se lo preguntó más tarde al interesado, que confirmó que la mujer de Pablo había dormido en su casa la noche de San José. No dio más detalles, y ella sintió unos miserables celos a los que estaba poco acostumbrada.
—¿Quieres a esa mujer?
Manolo, como hacía muchas veces, no respondió. Solo se la quedó mirando con expresión ausente, quizá pensando en si la quería o no, con una falta de delicadeza hacia Margarita al menos tan grande como su sinceridad.
—Nunca —dijo al fin— me has preguntado si te quiero. ¿Por qué quieres saber si quiero a otra?
—Porque a mí no me quieres, y eso o sé sin necesidad de que me lo digas.
—Ah —dijo Manolo, perdiendo una ocasión de oro para mentirla y consolarla—. No es bueno querer a las mujeres de otros.
—¿Por qué? ¿Dónde pone que a una mujer solo la puede querer un hombre? ¡Es ilógico!
—Sí, es ilógico —concedió Manolo—. Hay mujeres encantadoras a las que todos pueden querer y mujeres despreciables de las que nadie puede enamorarse. Es ilógico, sí, pero necesario, ¿sabes?
—Para que la sociedad sobreviva y para que el mundo gire, ¿verdad?
—No se me había ocurrido —se estuvo un buen rato callado, exasperando voluntariamente a la chica y, de repente, siguió explicándose—. Solo hay dos manos y, como quien dice, solo se pueden coger dos maletas. Solo hay un corazón o, si lo prefieres, un mecanismo para amar: cuando se ama a la vez, Margarita, no se ama.
—Yo misma quiero a varios hombres.
Manolo se puso más serio todavía:
—Te acuestas con varios hombres —corrigió.
—Contigo, por ejemplo.
Manolo hizo que sí con la cabeza y se levantó para tocarle el pelo suave y las mejillas. No apartaba la vista de sus ojos y Margarita creyó que, por primera vez, iba a requerirla de amores, que sería, más o menos, tanto como declararse tan impuro como el resto del gallinero llamado Mundo. Él, en cambio, se inclinó, la besó y dijo dulcemente:
—Ya no más.
—¿Cómo dices?
—Que tienes razón: que soy uno de lo que se acuestan contigo y que, como no me gusta sentirme así, ya no sucederá más.
¿Cómo iba a ponerse Margarita a pensar en Pablo Casavieja si solo le salía la onda de Manolo diciéndole "ya no más"? Era el primer hombre que la enviaba al cuerno de aquella manera, pero en lugar de estar furiosa se sentía culpable y con ganas de insultar al sol por brillar, a la brisa por anunciar la primavera y al pino que la cobijaba por eso precisamente: por cobijarla siendo solamente árbol y no hombre.
—Ayer le vi, sí —acabó por responder al policía mientras pensaba en las plantas de cannabis del huerto de atrás.
Lo que ni Pedro Gómez ni Margarita sabían era que, desde la ventana, Javier Pons y Pons, el presunto joyero huido, llevaba un rato observando a la pareja. Cuando le llamaron sus esbirros y él mismo escuchó los tiros a través del teléfono, pensó en huir al galope y, ocupado en recoger joyas y otras cosas de provecho, no tuvo ni una maldita neurona libre para ponerla a trabajar en el problema de adónde ir.
En la carretera ya, comprendió que estaba a merced de cualquier pareja de motoricheros, pues llevan radio en las motos, y recordó la finca del Grupo Zeta y el hecho notable de que el tal grupo, además de vivir a su costa en gran medida, y trabajar para su tasca-teatro La Taverna, podía tener muchísimos problemas si cazaban a Javier Pons y Pons, financiero que invertía en droga como otros lo hacen en política, aplicando la más estricta y liberal libertad de mercado.
Así fue como se le apareció a La Carme con las carnes un poco agitadas y sudorosas, y le contó lo poco que sabía del tiroteo, más la súbita inspiración que tuvo, al escucharlo por teléfono, de poner tierra por medio. Quizá los tres tontos que se habían puesto a disparar escaparan por milagro y quizá cerraran el pico al ser detenidos, pero, indudablemente, la policía no ignoraría que aquella casa era suya, y tendría que responder a un montón de preguntas cuyas respuestas legales ignoraba todavía.
La Carme, una vez asimilada la cruda realidad, sacó un paquete de heroína base, todavía sin cortar y, metido en una caja precintada de plástico, lo fondeó en la cisterna interior de la casa. Terminados los urgentes asuntos económicos, pasó a los sociales y dio parte a Javier Pons y Pons de las novedades de la jet-set local:
—Pablo Casavieja ha desaparecido —soltó—. Me llamó primero el Sumo Autónomo Tarsicio y, después, su mujer, por si había hecho aquí parada y fonda. Puede que, buscándole, hayan dado con tus imbéciles, que se pusieron a disparar en lugar de sonreír y de hacerse los suecos.
—Si tú estuvieras pesando cien millones en heroína y llamara la Guardia Civil a tu casa, ¿qué pensarías? —les defendió Javier.
La Carme reconoció que pensaría lo peor, naturalmente, y que quizá la culpa no fuera tanto del hombre como del sistema, frase que sirve lo mismo para un roto que para un descosido. Por otro lado, no había que perder de vista la desaparición de Pablo Casavieja, que podía andar de picos pardos igual que haberse desvanecido rumbo a Suiza o a Latinoamérica, que es la parte de Hispanoamérica adonde huyen los contables apasionados.
—O jugárnosla a todos —abrió Javier una nueva frontera a la especulación filosófica.
La Carme, que en algún lugar ya se ha dicho que era francamente guapa a pesar del pelo corto, le dio nescafé, un bote de leche condensada y un paquete de galletas maría reconvertidas a multinacional norteamericana. Se conoce que seguía la doctrina de que las tripas llenas confortan lo suyo; ella al menos comía a todas horas a causa de la angustia y, para conservar la línea, no hacía ni comidas ni cenas serias: se alimentaba entre horas y, de paso, combatía los nervios.
—Aquí no me buscarán —dijo Javier Pons y Pons, confiado en llevar razón—. Estoy cansado de leer en las novelas que hay que esconderse cerca en vez de lejos, porque la gente se escapa lejos y la policía nunca piensa en mirar bajo sus narices.
—Eso puede que sea en Inglaterra— respondió la Carme, que veía por la ventana como Pedro Gómez se acercaba por el camino central.
Fue así como descubrió que Javier llevaba pistola; el muy burro empezó a gesticular con ella en la mano y a buscar un agujero donde esconderse, exactamente igual que un ratón de campo. La Carme tuvo que recordarle que lo mismo, más o menos, debieron de hacer sus esbirros y nadie sabía aún si estaban ya en el depósito de cadáveres.
—Además —razonó con claridad—, si vinieran a detenerte serían varios, ¿no te parece?
Javier miró por otras ventanas. No vio a nadie, claro, pero el turbio corazón le llenaba la cabeza de fantasmas y estaba seguro de que tarde o temprano llegarían GEOS o algo por el estilo, muy satisfechos de darle al matarile. Y eso era injusto: si no es delito consumir droga, ¿por qué diablos va a serlo venderla?
—Este anda buscando a Pablo, tonto —le tranquilizó la Carme—. Un político perdido importa mucho más que una nube de camellos.
—Yo no soy un camello —respondió Javier, herido en su dignidad profesional. Hablar de la función social del traficante le tranquilizaba—. ¿Te has parado a pensar lo que le pasaría a este país si, de repente, nadie vendiera droga? Estallaría. Te lo digo yo: ¡Bum! Miles de locos saldrían a acuchillar al prójimo y entre ellos irían bastantes políticos conocidos. Te lo digo yo: ni metadona ni leches. La droga es necesaria.
Tal vez a causa del miedo, tal vez porque su propia explicación le había tonificado, se apoyó contra La Carme, que miraba por la ventana, y empezó, como quien dice, a cortejarla "a tergo" y a besuquearle la piel sensible y blanca del pescuezo: los gatos usan el mismo método.
—Se ha puesto a charlar con Margarita —retransmitió entre bocado y bocado—. Menos mal que no me ha visto nadie y que he dejado el coche bien lejos.
—Estás un poquito loco, ¿verdad? —respondió La Carme, rechazando el avance de la tenaza que amenazaba su flanco izquierdo—. ¡Eliges cada momento para ponerte cariñoso!
Javier inició, inasequible al desaliento, otro movimiento envolvente a cargo de sus fuerzas de choque, dando a entender que él se reía de la policía y de la muerte, y que la Carme estaba, en su opinión, de coje pan y moja. Cada uno combate el pavor a su aire y hay estadísticas que demuestran que el miedo, para algunos, es cosa muy erótica: Javier pertenecía a esta escuela, de manera que la Carme, que distinguía lo venéreo de lo policial con meridiana claridad, tuvo que restablecer el frente con varios empujones y explicarle que Pedro Gómez entraría de un momento a otro en la casa:
—Tan pronto como no pueda sacar nada más de Margarita vendrá a preguntarme a mí.
—¿Tú crees? —preguntó Javier enfriándose por momentos y yendo hacia sus maletas por si cabía en alguna de ellas.
—Y tú también lo creerías si no estuvieras asustado. Coge eso y sube. Te encierras, por si las moscas, en el cuarto de baño y no hagas ruido. Te aseguro que viene buscando a Pablo.
—¿Dónde estará el maldito? —se preguntó Javier. Luego, inspirado por algún ángel, añadió—: dile que se ha ido a Libia. Todos saben que ha ido allí tres o cuatro veces y como ahora parece que Gadafi va a necesitar a sus amigos, seguro que te creen.
—¡Eso! Como que Pablo es de los que son amigos de alguien con problemas. Pero no es mala idea, no. Sube, que ya me las arreglaré.
Cuando, poco después, Pedro Gómez entró en la casa preguntando "¿Hay alguien aquí, hay alguien?", la Carme le llamó desde la cocina, donde se había puesto a cortar cebollas, que hace doméstico y poco sospechoso, y a cantar fragmentos escogidos de zarzuela.
La Carme, en efecto, había visto a Pablo Casavieja durante la tarde del día anterior —dijo escogiendo con cuidado las palabras, no tuviera un lapsus—. ¿Que cómo estaba? Pues jodido. El tal Manuel Acán le había soplado a la mujer y le había puesto en ridículo con eso de que los cuatro premios literarios fueran plagios y el de novela una versión psocialista de Romeo y Julieta, pero en cutre.
—Y borracho.
Hasta aquí todo coincidía con lo que Margarita había dicho bajo el pino. ¿Estaba depresivo Pablo? No, depresivo, no; estaba jo-di-do, que no es exactamente lo mismo. Decía que si la política esto, que si la política lo otro, todo ello asqueroso, y que dichosos los frailes de la trapa que llevan barba sin necesidad de ideología y se las ven con berzas y nabos del huerto en lugar de con calabazones de diferentes ejecutivas.
Aun así —respondió la Carme a otra pregunta específica del policía— Pablo nunca se había preocupado del terrorismo, viniera de donde viniera y, en su opinión, más terroristas habían sido los militantes que no tragaron con el sí a la OTAN y, en lugar de callarse, lo dijeron, los malditos enemigos del pueblo y de la democracia.
—Yo creo —añadió la Carme— que ayer estaba muy desengañado y que a lo mejor se ha ido por ahí a ver si se le pasa.
Pedro le conocía a Pablo el domicilio matrimonial, el piso de la ciudad, el reservado de la tasca-teatro "La Taverna" —con uve catalana— y, también, aquella finca extraña que fue antes de los Planteles de Extensión Agraria. Tenía también un chalé en la playa que ya habían comprobado, pero sospechaba que un fulano como Pablo debía de tener un retiro para él solo por si los veintitrés de febrero o algún otro terremoto social.
—La Carme no lo sospechaba: lo sabía con pelos y detalles y seguramente no era la única. De todas formas, no estaba dispuesta a hablar, no fuera que Pablo apareciera entero y verdadero en lugar de a trozos o que, por una de esas cosas del destino, el consejero se hubiera escondido de verdad y la poli, con el truco de la desaparición, le estuviera dando caza; porque bien sabía la Carme que Pablo Casavieja era un floreciente hombre de negocios. Ante la duda, pensaba ir por la noche a aquel lugar secreto, después de la representación en "La Taverna".
—Además —añadió— ¿qué tengo yo que ver con él? Le he tratado como consejero y, también, como presidente del Patronato de Cultura. Aquí ha venido a charlar con nosotros, como también lo hace Andrés Nilson, el concejal, o Dam Borrán, el secretario del presidente, y hasta "Corín" Tellado. ¿Han desaparecido ellos también?
Pedro Gómez ya levaba anclas sonriendo, y no pensaba discutir mentiras tan gordísimas. Ser había hecho su composición de lugar y a mediodía, después de un montón de entrevistas, ya sabía algo con absoluta certeza: que no tenía ni idea de lo que había sucedido con Pablo Casavieja.
Supuesto táctico
Andrés Nilson, concejal socialista en el paro por rebeldía, hubo un tiempo en que tuvo amistades nada recomendables para un demócrata de toda la vida, marxista por la gracia de Dios y proletario por la gloria de su madre. Entre esas amistades se incluían un farmacéutico suscriptor de "El Alcázar", un funcionario de la Delegación de Cultura que procedía del tenebroso Movimiento Nacional, un tiparraco que llevaba la bandera nacional en un sitio muy visible de su coche y el coronel Sebastián que, recién pasado a la Reserva Activa, en lugar de pedir sangre y guerra, como era su obligación desestabilizadora, leía periódicos y pensaba por su cuenta, quizá con la ilusión de seguir al servicio de España.
Andrés Nilson, cuyo socialismo fue siempre mucho más elemental que el resto de su inteligencia, le había tomado tanta confianza que hasta le pedía consejos sobre el mundo de la cultura, ya que el coronel, en lugar de pedir que fusilaran a los intelectuales tal y como el partido espera que pidan los coroneles, era un intelectual de tomo y lomo, ducho, por ejemplo, en Sartre y en Machado, por poner dos mitos, con la ventaja de que, además, sabía manejar cañones y leer libros de caja sin que se le alterara el pulso.
Tenía, además, un buen sentido del humor, bien entreverado de apolítico amor a España y de político coraje contra separatismos, internacionalismos y diplomáticas bajadas de pantalones en plan comunitario. Por eso, y porque se sentía dicharachero y feliz, Andrés llegó a explicarle como había tundido, garrote en mano, a su querido camarada Pablo y que ahora encendía vela al patrono de los huesos rotos deseando su próximo restablecimiento para poderle mandar otra vez al hospital.
—Aunque ya sé que me pueden acusar de moderado, tengo decidido limitarme a darle una paliza cada cuarenta y cinco días. Ya sé que Pablo es joven aún y que resistiría algo más de acción ruda y deportiva, pero ¿qué quiere usted?, soy de naturaleza perezosa.
El coronel, como el que no quiera la cosa, calculó que Andrés necesitaría un año para darle solo ocho palizas y media, lo cual era, además de una lastimosa pérdida de tiempo, arriesgarse ocho veces para conseguir resultados cada día menos placenteros, porque no le cabía duda de que, sometido a semejante tratamiento, Pablo Casavieja acabaría por echar callo.
—La economía de esfuerzos es básica en el arte de la guerra y, también, no pegar flojo si puedes pegar fuerte o, lo que es lo mismo, que vale más acabar con el enemigo a la primera que a la segunda, no sea que el enemigo, que nunca es tonto, a la segunda te cace como a un palomo.
Nilson manifestó entonces que a él bien que le gustaría matar a Pablo, que tenía que ser, mal comparado, bocatto di cardinale, pero le veía un gravísimo inconveniente, sin menosprecio del noble arte militar: solo podría matarle una vez y eso le parecía poco.
—Creo que estoy haciéndome cargo del problema —dijo el despierto y comprensivo militar, destinado al moho y las telarañas por los desconfiados políticos—. Los gatos tengo entendido que hacen lo mismo con los ratones: los hieren y luego juegan horas con ellos antes de comérselos.
El coronel Sebastián meditó, pensando quizá en los manejos de los corsarios ingleses contra nuestras flotas americanas, tenaz persecución donde las haya, o en los franceses y el Reino de Nápoles, que acabaron poseyendo, vía borbona. Él vivió la guerra de niño; llegó tarde a los tiros de Ifni y no estaba por los alrededores cuando la marcha verde, así que se sentía un coronel sin estrenar, a punto de malgastar sin acción sus estudios, sus cursos y, ¿por qué no?, sus sueños de victoria.
—La venganza —dijo— es una mala motivación, y no entro en valoraciones morales. La venganza atonta, porque es subjetiva, y vencer exige objetividad. Un capitán, pongo por caso, ha de ser apasionado al frente de su compañía. Un general, en cambio, debe pensar, solo pensar, sin emocionarse por nada. Tú eres un buen capitán, pero seguramente un malísimo general.
—¿Y usted? Porque, como aquel que dice, Cogque es un estado mayor algo sui generis. Además, no creo yo que sea meterse en política decime dónde he de dar con el garrote. Ustedes, los militares, como los boxeadores, tienen el puño prohibido.
—Ni el más exigente fiscal podría decir que eso fuera golpismo —confirmó el militar sonriente—. Un supuesto táctico solo es eso, aunque sea bando rojo contra bando rojo, que es poco ortodoxo, aunque tiene su encanto.
—Y si hacen falta bombas, no se preocupe usted, que hay gente que contrabandea con cualquier cosa de valor.
—Sin bombas —puso el coronel sus condiciones—. Sin machetes y hasta sin garrotas. La inteligencia es el arma por excelencia. La inteligencia rápida es la caballería; la inteligencia tenaz es la infantería; la inteligencia explosiva es la artillería; la inteligencia elevada es la aviación.
—¿Qué inteligencia es la marina?
—La inteligencia submarina, que también es necesaria. ¡Mira que ser socialista con tan buenas prendas como tienes! —exclamó al fin.
—Es como un complejo —se chungueó Andrés Nilson, que era todavía concejal con atribuciones—. Me gusta eso de la inteligencia submarina o subterránea: el mundo para las lombrices.
La mayor inteligencia —le dijo el coronel más adelante— está en conseguir ganar la guerra con el menor esfuerzo y, si es posible, que los muertos y los heridos los pongan los otros. La medida, aplicada al compañero Pablo, podría ser cosa fina, hasta de manual, con tal de que la información fuera exacta.
—Tengo toneladas de información. Para empezar, es de sangre A-negativa, lo que explica muchas cosas. Y está operado de fimosis y se afeita con maquinilla eléctrica. También se que se perece por los pepinillos en vinagre. Corre la voz de que alguna vez se ha añadido miel a los huevos fritos, pero puede ser calumnia. Lo que es seguro es que pasó las paperas.
—Convendría algo más específico, Andrés.
—Es un hijo de puta —informó el concejal—. Pero me imagino que usted quiere saber algo de sus negocios y chanchullos, ¿no?
Y lo supo. El militar tenía, de naciencia, una clarísima prevención hacia los políticos, pero, al enterarse de las andanzas de Pablo, no pudo evitar montar en cólera. "¿Cómo es posible?", preguntaba de mal café.
—El poder, que corrompe lo suyo.
—Pero ¿y las leyes?
—Las hacen ellos, mi coronel. Pero no pierda la ecuanimidad, que no ganaremos la guerra.
—Encaje de bolillos voy a hacer con ese amigo tuyo. Encaje de bolillos, ni más ni menos.
—¿Y cuándo lo degollamos? —preguntó Andrés esperanzado.
—Nada de sangre. No sé cómo todavía, pero la inteligencia vencerá al final, como el Séptimo de Caballería. Ya tienes Estado Mayor desde este momento, Andrés. Y, aunque esto no sea hacer política, cuento con tu discreción. Tengo la impresión —añadió, soñador— que no todos comprenderían nuestra buena fe.
—Sí, claro: lo que es yo estoy que reviento de buena fe.
—Toma, y yo.
Víspera primaveral
El veinte de marzo vino, como es habitual, después del día de San José, cosa a la que el calendario obligado hasta a los más demócratas. Solo que aquel veinte de marzo los premios de cuento, poesía, reportaje, investigación y novela, y de la refriega portuaria que tuvieron Pablo y su coche contra Manuel Acán y Aurora.
Así fue el veinte de marzo, más o menos, sin escatimar sol y resacas, hasta las once y media de la mañana, hora en la que el secretario del juzgado, compañero Pepote Arana, se puso a hablar con el Sumo Autónomo Tarsicio, otanista de pro y, en tiempos, también onanista. Había sucedido un contratiempo más o, como aquel que dice, una faena: Manuel Acán y un abogado, ambos sonrientes y relajados, habían presentado denuncia por plagio contra los autores de los trabajos premiados en cuento, poesía, reportaje e investigación, y se habían cachondeado a más y mejor del premio de novela, "Día de días", diciendo que era un plagio cutre y socialista de "Romeo y Julieta".
—¿Quién es Manuel Acán? ¿Cómo han leído la novela? —preguntó el Sumo Autónomo, poniendo apresuradamente en orden su lógica y hasta sus entendederas.
—Un publicitario, pero ¡caray! Tiene el pleito ganado antes de empezar: todo está de alta en la Sociedad General de Autores; trae recibos del Depósito Legal y del ISBN, y cinco ejemplares de cada trabajo: todos fueron publicados entre 1982 y 1986. Reclama el importe de los premios y, además, daños y perjuicios, responsabilidad civil al jurado, al periódico y a los autores. Yo de vosotros iría a un acto de conciliación a toda prisa.
El Sumo Autónomo empezó a comprender que alguien se la había pegado al Patronato de Cultura de su altiva autonomía y que, además, el personal del resto de las nacionalidades se iba a morir de risa a su costa. Golpes así no ayudarían para nada a su reelección, y todo aquello de la credibilidad quedaba desbaratado. Eso le pasaba por rodearse de locos, que es que no se podía dar un paso por el gobierno autónomo sin pisar a un chalado.
Dam Borran, su secretario, fue puesto en antecedentes y aunque los antecedentes en cuestión le llegaron salpicados de tacos y otros giros de gran popularidad entre el extinto gremio de los arrieros, se hizo una idea general del argumento y hasta comprendió que el compañero Tarsicio convocaba al presidente del Patronato y a los cinco genios premiados, cuatro con un cuarto de millón y el quinto con dos millones y medio.
—Y tú —regañó el Sumo Autónomo a su secretario novelista— ¿cómo no te diste cuenta del plagio siendo del jurado? ¿Es que no leíste los trabajos?
—Todos menos el de novela. Lo que de verdad no leo son las cosas que escribe Manuel Acán, que sería más burgués que una avenida si no fuera un loco peligroso, un psicópata y un hijoputa.
¡Para hablar de burguesías estaba el compañero Tarsicio, Sumo Autónomo y capitoste de vocación desde que ascendió, como Don Juan pero en político, por la escala social más gracias a la nómina que a la cuerda o a sus encantos! En la soledad del alma, eso que a veces le sucedía al afeitarse si no ponía la radio, le era difícil olvidar que no era todo lo ético que le hubiera gustado a Pablo Iglesias, pobre inocente.
De los ciento sesenta y tres mil millones que los extranjeros se gastaron en fincas españolas el año anterior, casi ciento ochenta habían ido a parar a sus bolsillos. Cierto que hubo que repartirlos con el compañero Pablo, pero a sus bolsillos, con alguna colaboración de herr Feldman, el gordito alemán que iba y venía de Suiza y de Alemania. Porque vender fincas quiere decir comprarlas y un Sumo Autónomo tiene para ello todas las ventajas menos la de dar la cara.
Por ejemplo, las baterías de costa habían sido un buen negocio: reclamadas primero por los Ayuntamientos o, simplemente, permutadas por otros inmuebles. Tampoco el Sumo Autónomo tenía nada que decir de las revisiones de los Planes Parciales de Ordenación Territorial: primero se declaraba fuera e la ley una urbanización. Si el promotor huía, anonadado, la asunto; pero si se arriesgaba a negociar, pagando en territorios, pues a lo mejor se revisaba el Plan una vez más y alguna Real Estate vendía después con el necesario anonimato tal parcela, tal otra y hasta un bonito chalé que, gracias a Feldmann, se cobraba directamente en origen, en el extranjero ultrapirenaico, y Fisco dónde estás que no te veo.
Indudablemente los momentos de soledad interior, cuando al afeitarse resultaba que el transistor estaba sin pilas, eran un fastidio para el compañero Tarsicio, y la angustia aquella no se le iba hasta que, con lápiz y papel, pasaba revista a su debe y a su haber. El futuro político, como el reinado de Witiza y el de algún otro, siempre es incierto, pero nada hay más sólido e inmutable que el número de cuenta de un banco en Ginebra, cerca de la brisa fresca del lago y de las nieves que siempre anuncian años de bienes.
No era un hombre feliz, pero a cambio era el rey de los cabrones, y eso siempre eleva la moral. Le había costado años de esfuerzo dejar claro que quien se la hacía se la pagaba, y a eso, a devolver pelotas de hasta 1960, dedicaba la mitad de su jornada, pues era hombre de tesón y malévolo, aunque sabía ser amigo de sus amigos mientras le reportara beneficios, y guardaba la palabra empeñada, solo que más en lo malo que en lo bueno.
Aquella mañana, después de las ingratas nuevas del secretario del juzgado, buscaba un culpable para hacérselas pagar todas juntas. En consecuencia, Dam Borrán, animal de pluma y de barba ahora muy rala y corta, le reunión en un Jesús a Corín Tellado, el poeta; a Alfonso Pons, el ganador del reportaje; a Pedro Bueno, el del cuento; a Fernando Carreras, el investigador; y al ínclito Belarmino que, de ayer a hoy, había perdido dos millones y medio, los millones de sus últimas fantasías nocturnas, y andaba de una leche increíble.
Pablo Casavieja, dueño de un resacón combatido exclusivamente con cerveza fresca, llegó algo después: daba la impresión de que los ojos se le iban a caer al suelo de un momento a otro y cuando separaba los labios, con indudable esfuerzo, sonaban como unos platillos golpeados de firme. Alguien inocente, al ver aquella reunión, hubiera exclamado sin titubeos que estaba en presencia de lo mejor de cada casa, letraheridos todos, incluido Dam Borrán que, dicho sea de paso, acusaba a Vázquez Montalbán de haber hecho un Pepe Carvalho más cutre y de andar por casa, más hortera y salido que su famoso detective Repons, que se apareaba a destajo y encajaba guantadas (de los ultras, claro) que era un portento.
Lo que nadie quería explicar era el asunto del plagio, y todos los autores galardonados habían empezado jurando que de plagio nada, que aquello sería, todo lo más, una confusión y, todo lo menos, un malentendido. Volver a preguntar sobre lo mismo sería un detalle de malísima educación por parte del Sumo Autónomo Tarsicio.
—¡Qué coño voy a preguntar! —tomó aire para dejar las cosas claras a pleno pulmón—. Lo afirmo. Cuatro plagios y... —toqueteó la copia de la novela "Día de Días" con la que había entretenido la espera—... un refrito a lo bestia de Romeo y Julieta. Hasta la chica se llama Julieta y el novio que mata el marido, Paris.
El ínclito Belarmino borboteó primero y luego se puso a hervir sin lugar a dudas, con la cara roja y las orejas de un morado-castilla, autonómicas como si dijéramos. De todas formas, no estaba aún decidido a soltar prenda, trabajo que quedó para el más dócil de la cuadrilla, Alfonso Pons, que era el único que, a estas alturas preelectorales, seguía creyendo en la democracia.
A él le había asegurado Andrés Nilson que ganaría el premio de reportaje y, hablando de esto y de lo otro, creyó que se le ocurría libremente investigar sobre el mundo de la prostitución ciudadana. Andrés le había facilitado un catálogo, algunos artículos y hasta se encargó de sacarle las fotocopias necesarias con la máquina del ayuntamiento, corrigiéndole algunos párrafos.
—¡Andrés Nilson! —gruñó el Sumo Autónomo buscando algo de madera que tocar. De todos los locos que infestaban aquella ciudad Andrés era el más peligroso: se le hicieron los sesos agua con la presión del sí en el referéndum—. Pues te copió párrafos enteros de un trabajo semejante publicado en 1983 por Manuel Acán.
—Manuel Acán es amigo mío —se defendió muy mal Alfonso Pons—. Y Andrés. Creo que Andrés se ha desquitado de esa cuestión del referéndum y de que le obligarais a dejar sus competencias de concejal.
Sobre eso no había meditado el Sumo Autónomo Tarsicio, pero no era ni siquiera un misterio:
—¿Qué día presentaste el trabajo, Alfonso?
—El quince de enero. El plazo era hasta el veinte.
—Y Andrés no rompió con nosotros hasta finales de febrero, de manera que el maldito traidor llevaba muchos meses preparando esta jugada.
—Con premeditación y alevosía —certificó Corín Tellado.
Pablo dejó la contemplación de las bolas luminosas y multicolores que le corrían por los ojos como liebres y se esforzó en decir algo.
—Andrés está loco de atar —explicó— pero era un buen socialista.
A Fernando Carreras, el premio de investigación, también le había liado Andrés poco más o menos del mismo modo. No sabía muy bien cómo se habían encontrado hablando de la relación entre el incremento de la mariconería —dijo "homosexualidad"— y el acaparamiento de la primera enseñanza por las mujeres. La idea le había parecido original a Fernando, sobre todo porque pareció ocurrírsele a él, junto con una segunda relación entre el aumento de la mariconería y la libertad política, todo ello explicado en contra del Estado liberal, burgués y decadente que hacía de la injusticia un esquema competitivo.
—Pues te la pegó: esas ideas, según me dicen, las publicó Acán en el ochenta y cuatro, y para una revista ultra hasta las agallas. ¿Cómo es posible que hayáis tenido tan poco seso?
—¿Qué razón teníamos para sospechar de Andrés? —preguntó Pedro Bueno, premio San José de cuento—. El jurado estuvo de acuerdo en premiarnos, ¿verdad?
La nueva línea de pensamiento señalaba, como todas las miradas, hacia Pablo Casavieja que, en efecto, estuvo de acuerdo en repartir los premios entre los conmilitones plumíferos. Andrés le había hecho ver que el prestigio intelectual que se seguiría de ello sería una bonísima palanca electoral. Los autores premiados hablarían en la radio, saldrían en la tele autonómica, harían declaraciones y se someterían a entrevistas. Por otro lado, el detalle les convertiría en incondicionales para toda la vida.
—Tal como tú lo explicas —terminó dirigiéndose al Autónomo Tarsicio— parece que Andrés estaba maquinando el plan desde un principio, y me gustaría saber por qué. No creo que pueda tener queja de nosotros.
Después de tan largo parlamento tuvo Pablo la sensación de que le burbujeaba la cabeza. Había bebido lo suyo durante la cena y más aún después, para quitarse el frío del chapuzón que se pegó con el coche cuando trataba de atropellar a Manuel Acán y Aurora, aunque no por celos literarios precisamente. Más que dormir, había caído, ya de amanecida, en un estado de anestesia total del que iba saliendo a base de cerveza helada.
El ínclito Belarmino se atrevió entonces a explicar el nacimiento de su novela. Parecía —dijo— muy fácil ver, a posteriori, que era un refrito de "Romeo y Julieta", pero el jurado no lo notó en su momento, y allí estaban Dam Borrán y Pablo para darle la razón. Por otro lado, todos sabían, y más desde 1982, que los clásicos están obsoletos y que no hay nada que obligue a un socialista de pro a conocer a Chéspir, que es como se pronuncia realmente esa enormidad de Shakespeare, despilfarro de letras mudas.
—En cualquier caso, mis personajes son mucho más progresistas y modernos —se defendió—. Y la intención antifranquista tampoco es un pirulí de la Habana.
—Pues Acán os demanda a todos, y al periódico y al jurado y, o yo soy tonto, o la oposición aireará la faena lo más posible, y bueno será el cachondeíto "a nivel del Estado".
—España —dijo Alfonso en un lapsus—. Quiero decir que España es muy grande: no creo que trascienda tantísimo, ¿verdad? Total, las provincias, digo las Autonomías...
Alguien le dio una patada disimulada y decidió no meneallo más. Personalmente no estaba especialmente enfadado, pues tenía una larga práctica a la hora de recibir desaires, después de haber participado en más de sesenta premios literarios. ¿Quién no plagia? Cada beso, por ejemplo, por rebuscado que sea, es un puro plagio; lo mismo que cada escena de cama y muchísimos otros detalles, como los nombres propios.
—Lo que interesa, ordenó el Sumo Autónomo— es evitar que Acán siga adelante con la querella. Se le da el dinero y lo que sea, pero que la retire.
—Manolo es un hijo de puta —informó Pablo, que no estaba tan ausente como parecía, y recordaba al examigo abrazando a su mujer y, lo que es peor, arreándole una trompada en la boca—. No seré yo quien hable con él.
—Te corresponde como presidente del jurado y del Patronato de Cultura.
—¡Qué se joda! —le deseó Pablo, dando un puñetazo sobre la mesa—. Me podéis cortar en lonchas, pero os juro que yo con ese no hablo si no es con una pistola por en medio, y solo el tiempo necesario para desearle un feliz aterrizaje en el infierno.
El Sumo Autónomo miró a Dam Borrán pasándole la papeleta a sabiendas de que Borrán también guardaba graves agravios contra Manolo, responsable directo de su menguada barba, antaño florida como la de Carlomagno. Luego siguió desarrollando su pensamiento:
—Hay que averiguar por qué ha hecho esto Andrés Nilson y si tiene pensada alguna otra barbaridad. ¿Anda con malas compañías? —preguntó refiriéndose claramente a la derecha o a la ultraderecha—. Andrés siempre ha creído que la democracia es hablar con todos en lugar de que todos hablen con uno.
Pablo Casavieja no estaba para juegos de pensamiento. Si no fuera porque él tenía tan cogido al partido como el partido le tenía a él, se hubiera puesto a temer por su cargo. Cuando, más tarde, el Sumo Autónomo Tarsicio le indicó que aquel escándalo podía afectar a su carrera política, Pablo tuvo a bien recordarle detalles de sobra conocidos por ambos y "de alguna manera" advertirle que la tierra que se lo tragara a él se tragaría a unos cuantos más.
—Es ese Andrés —disimuló Tarsicio no poco achantado—. Demasiado efervescente. Los culos inquietos son perfectos para hacer la oposición, pero no saben gobernar ni entienden a lo que compromete detentar el poder.
—Ejercer el poder —corrigió Pablo que, a pesar de socialista, tenía un cierto barniz de cultura—. Detentar es ejercerlo contra derecho, Tarsicio.
—Me importa un carajo —resumió el otro—. Lo detento, y listo. Cuando nombramos a Andrés para la mesa del referéndum sabíamos que en 1982 había escrito y hablado contra la OTAN. Tú también lo hiciste, y yo mismo. Pero el muy puta no dijo nada de tener reparos y accedió a ser de la mesa a favor de la OTAN. Lo tenía todo pensado.
En efecto: en febrero, cuando el jefe Felipe decidió cumplir la promesa haciendo un referéndum para seguir en lugar de uno para largarse, la ejecutiva regional había nombrado a diez incondicionales para distribuir la propaganda del partido y para dar mítines, conferencias y otros espiches en favor de las consignas. Andrés, como concejal de cultura y tipo eficaz y charlatán, había sido el coordinador y, como tal, decidió hacer un mitin monstruo en el Teatro Principal, que era propiedad del Ayuntamiento, y retransmitirlo en directo por la emisora local.
En la calle, mientras entraban los invitados, incluidos el gobernador, el Sumo Autónomo y el excelentísimo alcalde, el Grupo Zeta, con cascos de plástico y metralletas de juguete, interpretó un supuesto táctico que dejaba claro que, con la OTAN, por fin los americanos harían el ansiado Go Home y España sería libre de españolear y luchar por la paz y la palomica bajo la exclusiva dirección de las internacionales europeas.
Luego varios cantautores de medio pelo canturrearon sobre el Occidente libre de americanos, que era enemigos hasta de la OTSAN y extendían el SIDA; un poeta leyó cuatro estrofas enrevesadas —el poeta era Corín Tellado, nerudiano de pro— sobre el "si vis pacem para bellum, pero no demasiado". La cosa iba de éxito. La militancia más adicta, sin miedo a futuras ampollas, aplaudía a rabiar. Dam Borrán habló del descubrimiento de Europa, atribuyéndoselo a Billy Brandt, e insistiendo en que era más importante que el descubrimiento de América lo fue en su tiempo, pues de América nos venían sextas flotas y bombas atómicas, mientras que de Europa nos llegaban cultura, civilización, socialismo, arte y turistas.
Era una tenida de las mejores. La mesa de oradores, cada uno con su botella de agua mineral, brillaba bajo los focos, y cualquier observador podía imaginarse que, gracias a la OTAN, el mundo alcanzaría la paz y los políticos la credibilidad. Tan honrados eran ellos, dijo el tercer orador, que no temían reconocer en público que se habían equivocado.
—E-qui-vo-ca-do —recalcó—. O, mejor, nos hizo equivocar la UCD, puro franquismo enmascarado. Pero como trabajamos por España y no por nuestra vanidad, aceptamos y racionalizamos nuestros errores en lugar de empecinarnos en ellos. Afortunadamente no somos la derecha.
Por las filas de butacas corrían vientos de delirio al grito de "¡coherencia, coherencia!". Muy pocos no aplaudían y, los que no, procuraban no aplaudir de tapadillo. El servicio de orden, aprovechándose de que estaba en pie, pataleaba con entusiástica adhesión. Tarsicio le decía al alcalde que aquello estaba en el bote y el alcalde le comunicaba al gobernador que "joé qué tíos somos".
Tantísimos aplausos eran como una lluvia torrencial que no dejaba ver, en un palco esquinado, al coronel Sebastián, miembro de la reserva activa, que tomaba nota de todas las histerias y vigilaba el cumplimiento de sus órdenes, ni a Manuel Acán, que se entristecía ante una estupidez tan sórdida como aquella. É, que precisamente perseguía al hombre nuevo, veía con claridad lo viejísimos, cavernarios y cromagnones que eran los enfervorizados del patio de butacas. Un apolítico de raza nunca comprende por qué cuanto más necias son las palabras, más encienden, ni cómo la gente no se desbanda cuando la echan encima tres lugares comunes por minuto.
Para aquellas fechas Manuel Acán había terminado ya su tarea guerrillera: había escrito la versión política de "Romeo y Julieta", de la que Andrés y un lápiz rojo habían borrado las trazas de su talento. Había redactado una obra de teatro titulada "Pólvora Mojada"; había registrado en la Sociedad General de Autores sus otras obras publicadas en prensa y, encima, había hecho seria penitencia cuaresmal por meterse en políticas, que son emanación del alma vegetativa, del alma del estómago si Aristóteles no miente.
Le quedaba por resolver el asunto de Aurora, que se había vuelto a meter en su vida y que, pese a quererle a él estando casada, era una buena chica. Jamás había sido infiel a su infiel marido y tampoco lo era ahora más que con el pensamiento, pecado venial en democracia, si bien se mira. La imaginación y la curiosidad, los recuerdos y la mala vida se habían aliado para que Aurora creyera amar a Manuel Acán, que encontraba aquello agradable y desagradable y, en el fondo, tenía miedo de volver a ser un hombre normal y de portarse como él había decidido que no se portan los hombres. Pero es que Aurora era blandita y elástica al tacto; tenía algo de almohada perfumada y de música suave en soledad. Olía a viejos tiempos, a paseos por el claro de luna, a aula de instituto y a primeras emociones.
Por el otro lado estaba Margarita, la carne pura e impura recién conocida, la tentación de Fausto, la juventud pervertida pero excitante. Era la mujer más consciente de su cuerpo en el mundo y, a la vez, una mujer inteligente, apenas sentimental, práctica pero capaz de entender el arte. Toda una pecadora, clase A, y hasta a los tipos con nombre cósmico como Manolo es llenaba de pulsos la oscuridad femenina y misteriosa de la tierra hecha mujer y sonrisa.
Con todo esto a cuestas, ¿cómo pensar en el referéndum? y, lo que es peor, ¿qué atractivo ver en las urnas cuando se duda —o hesita— entre otras urnas más propicias a la elección? Manolo no era tan espumoso como Andrés, que últimamente gozaba fingiéndose el Coyote; durante el día el concejal César de Echagüe y durante la noche el vengador del pueblo contra los invasores socialistas yanquis. Andrés era aventurero aún y Manolo había dejado de serlo para embarcarse en la aventura de vivir-para, como diría el camarada Heidegger, de ser-hacia. No hacia la muerte, malditos fueran los sesos existencialistas, sino hacia la vida ligera, hacia el estado de gracia que, si uno tenía que creer al hermano Francisco, era como la heroína, pero sin síndrome de abstinencia.
El último oradora favor de permanecer en la OTAN según-y-cómo era Andrés, que sonreía beatíficamente desde el centro de la larga mesa, justo donde el mantel rojo llevaba prendido el capullito estrangulado por una mano feroz y sin duda obrera. Por dentro llevaba el alma en un grito, de puro miedo a la multitud y al cisco que se iba a armar. Por fuera, en cambio, la máscara de César de Echagüe dispuesto a desenfundar el sable o el látigo y transfigurarse en el Coyote a la vista de todos. Como el miedo es un placer para los aventureros, el compañero Andrés Nilson, concejal de Cultura, Deporte y Juventud, disfrutaba anticipadamente del revuelo.
—Compañeros —dijo al fin, y observó como varios enfermos de fervorín se codeaban, convencidos de haber llegado a la apoteosis fanática—: Yo, al igual que el presidente Felipe, el vicepresidente Guerra y todos los aquí presentes, me opuse a la OTAN. OTAN, dije, de entrada, no.
Hizo una bonita pausa para que todos recordaran los noes, los nons, lo nanayes y aquella gloriosa movida antimilitar. Luego sonrió, convencido de que la gente aguardaba la declaración típica y tópica de haberse equivocado. Y no les defraudó:
—Hoy me toca confesar lo mucho que me equivoqué y lo dispuesto que estoy a compensar mi error.
"Perfecto, perfecto", pensaron a la vez el Sumo Autónomo y el coronel Sebastián, el gobernador y Manolo, cada uno por razones distintas. Las demás cabezas del aforo prefirieron seguir escuchando en lugar de malgastar el tiempo con pensamientos.
—Hoy el partido ha descubierto otra Europa y yo he descubierto otro otro partido que me exige renunciar y contradecirme: si lo hace el jefe, ¿por qué no este concejal que soy?
"Canastos", pensaron, también a la vez, un buen puñado de atentos escuchas.
—Me equivoqué entonces —siguió Andrés aumentando el suspense o la intriga— porque la política, al contrario de lo que dicen los políticos, es el arte de lo imposible, de la transformación y, por lo tanto, de la nada. El partido se equivocó al no querer entrar en la OTAN y hoy, cuando reconoce su error, yo también confieso casi lo mismo.
"Recojones", pensó el excelentísimo alcalde, que no tenía por qué ser delicado en la intimidad de su pensamiento.
—Yo —siguió Andrés, al que le temblaban las piernas pero le sonreían los labios y ojos— me equivoqué de partido. Y me equivoqué de jefes, y me equivoqué de ética y de siglo de honradez.
El revuelo empezó con timidez. La gente no sabía aún si estaba frente a una argucia dialéctica que daría luego una vuelta para proclamar el sí rotundo, o ante un loco que se obstinaba en decir la verdad, lo cual es una deshonestidad política.
Manolo, muy quieto, admiraba el valor de Andrés y se dolía del desconcierto: el público tarde en comprender que le están diciendo lo contrario de lo que espera. Un vecino de butaca, medio anestesiado, inició unas palmas que corearon aquí y allá otros anestesiados de la claque oficial. En general, salvo el coronel, que sonreía y Manuel Acán que percibía miedo a su alrededor, los mitineros se habían quedado en suspenso, vacíos, lelos.
—Reconozco haberme equivocado de partido —insistió Andrés en su idea general aprovechándose del silencio concentrado como un buen consomé—. Y, como los demás aquí presentes pueden hacer, voy a reparar mi error a la inversa: me niego a rectificar; sigo contra la OTAN y, además, me pongo contra el partido por tres razones: por dignidad, por lógica y, sobre todo, porque me da la real gana.
La gente decidió entonces ponerse a gritar: unos de pie y otros desde las butacas, a grito limpio contra lo que, quisieran o no, pensaban todos. Algunos viejos del sector histórico aplaudían con olés, y algunos jóvenes, del sector novato, aplaudían también, mayormente para fastidiar. Andrés, convencido de que ya no se le oiría, exhibió el carné y lo fue rompiendo lentamente. Las piernas le flaquaban, el estómago se le encabritaba y las manos sudorosas le vibraban como el parche de un tambor, pero de todas formas gozaba viendo a la militancia en ebullición, rabiosa porque le habían endiñado la verdad y airada porque todos habían tragado, con aquellas tragaderas suyas de cobardes exitosos.
—Mal asunto —dijo aún por el micro— cuando un partido no resiste que le digan la verdad. Mal...
Alguna mano ortodoxa desconectó la megafonía y el resto de sus palabras se perdieron para la posteridad. Los compañeros de mesa, inmóviles, miraban obstinadamente hacia las candilejas, pero cuando les acertaron varias monedas de diez duros hicieron una retirada estratégica. Andrés, no: de pie, sonreía y de tanto en tanto hacía la uve de la victoria a los vociferantes. Una moneda le acertó en la frente, pero de plano; varias en el pecho a continuación y, por último, un zapato le rozó el cuello. Ni los más viejos de la militancia recordaban semejante espectáculo de europeidad y, decididamente, lo gozaban.
El servicio de orden ya empujaba al aprisco excitado que pretendía escalar el escenario. Cuatro jóvenes se empezaron a zurrar con los del brazalete puñetero y un viejo exilado, subido a su butaca, gritaba monótonamente "OTAN no, bases fuera" y, por la fuerza de la costumbre, muchos empezaron a corearle. El Sumo Autónomo, anonadado o, mejor, agonadado, veía ante sus ojos unos titulares: "Escándalo en el Teatro Principal. Los socialistas se tiran los trastos a la cabeza". Y, sin embargo, nadie gritaba nada que no se hubiera gritado ya en las felices épocas de la oposición.
Andrés, que aguantaba su miedo y algunos zapatazos, había dejado de hacer la uve de la victoria y saludaba con el puño cerrado, sí, pero en el típico gesto francés o italiano de "idos a tomar por ahí". Algún alma piadosa corrió los cortinajes entonces, y la enervada socialería acabó por salir a la calle, todavía acompañada por los cánticos antiotánicos y el restallar de alguna que otra torta.
El coronel Sebastián aguardó algunos minutos antes de salir, no fuera que se le calentara el puño con la felicidad de la gresca y acabara en Figueras o en La Palma. La Fase A se había cumplido a la perfección en una clásica maniobra de diversión que había desbaratado, sin bajas, el despliegue de tropas del enemigo. La Fase B sería, como aquel que dice, el ataque frontal pero con envolvimiento vertical, y la Fase C, si todo salía según lo previsto, la explotación del éxito, que coincidiría, por el aquello de la simbología, con el día en que volviera a reír la primavera, 21 de marzo según los astrónomos.
Manuel Acán, indiferente, se quedó quieto en la butaca, dando tiempo al tiempo, y de allí lo fue a pescar Margarita, la actriz del Grupo Zeta, quizá para protegerle del tumulto convencida como estaba de que Manolo era inútil en sociedad, o quizá para vivirlo juntos con amor.
—Siéntate, estás en tu casa —le dijo Manuel a la mujer—. ¿No crees que esto es teatro popular del bueno?
Ella se le cogió de la mano. Veía en los ojos de Acán lo poquísimo que le importaba todo aquello. El hombre era un poeta silencioso, observador, cada día más encerrado en sí mismo y más imposibilitado para compartir su vida o su pensamiento. Se iba pareciendo a un carro de combate: acorazado y con cadenas.
—¿Por qué habrá hecho esto Andrés? —preguntó ella al fin. Margarita quería a Andrés, que era hombre listísimo y tozudo y, antes de quererle así, lo había hecho de otro modo más íntimo pero menos trascendente. Amor de carne, como dijo un poeta local y joven después de leer a Omar Kayam y de practicarlo con el auxilio de una poetisa algo analfabeta, pero dúctil.
—Andrés —dijo despacio Manuel Acán— quiere arreglar el mundo.
—Y no tiene arreglo, claro. Ya te conozco, Manolo.
—Solo el hombre tiene arreglo —respondió él—. Pero para eso hay que llegar a hombre, no quedarse en militante.
No pretendía ser sarcástico y ése era uno de sus encantos: no pretendía ser nada. No quería convencer a nadie. Miraba, pensaba y buscaba a solas, y solo de tarde en tarde, bajaba al mundo de todos los días, al mundo indiferente y mecánico, para comprender que el mundo era ni más ni menos que una broma cósmica, una canica en el firmamento. El hombre, afirmaba, era mucho mayor que su mundo.
—Es muy de Andrés romper la baraja —dijo Margarita.
—Es muy poco de Andrés —respondió Manuel Acán que le conocía mejor—. Andrés es de los que disfrutan hundiéndose con su barco, y de los que se apuntan a las causas perdidas.
—No le gusta perder, te equivocas.
—Lo que no le gusta es dar su brazo a torcer. Por eso pone siempre el brazo y se echa pulsos hasta con las estrellas. Pero no tiene ambición.
—Tampoco tú, Manolo.
—¿Que yo no tengo ambición?
Él, que quería con todas sus fuerzas ser un hombre mejor, más perfecto, más universal, y, de ser posible, hasta levitar como San Francisco, tenía por eso más ambición que cualquier político, solo que de otra clase. Y más vanidad, aunque su vanidad le llevará al silencio y, también, al vegetarianismo, amén de a renunciar a los sueños hermosos que un día le tuvieron, contra el consejo de Kipling, esclavizado.
—En un mundo que se mueve —dijo de improviso— la única forma de luchar consiste en quedarse quieto.
Y quieto estaba, del otro lado del telón, Andrés Nilson, tomándose su tiempo para asimilar la que había armado. Él, sí no se engañaba, llevaba siete años viviendo de la política y en unos minutos, por el gusto de malmeter, había quedado cesante y condenado, como ya le advirtió el Génesis cuando lo leyó de niño, a volverse a ganar el pan con el sudor de su cuerpo serrano. Pero el alegrón que llevaba encima no se lo quitaría nadie. Una alegría serena, como la que tiene el excursionista cuando se libra de la mochila que ha cargado a lo largo de veinte kilómetros. ¿Quién no se ha quitado un peso de encima alguna vez? Placer de dioses.
No solo se sentía ligero, sino seguro, dispuesto a cantar como un jilguero en su rama. Su inmovilidad, tras el telón, no se parecía a la de Manolo, sino a la del atleta que se concentra antes de la proeza, antes del brinco que se apunta en los anales, antes de la carrera explosiva que le convierte en primero, puro viento contra la cara y músculo consciente.
Apenas dos días antes había hecho su última jugarreta infantil que casi le costó una regañina de su amigo militar, porque uno no se puede jugar el éxito de una operación por un capricho. Tres cuartos de hora antes del Pleno, un viejo cromosoma Neanderthal se le removió en la masa de la sangre mientras contemplaba una caja de sobres vacía, de manera que la envolvió con papel de estraza y la pegó, a escondidas, en el respaldo del sillón del alcalde usando sencillo precinto autoadhesivo de color marrón.
Si la inseguridad era un invento desestabilizador, sus amigos concejales y el mismísimo compañero excelentísimo alcalde estaban desestabilizados hasta la médula, como demostró la orden de desalojar el edificio, afuera con las secretarias, las máquinas de escribir y el calvito que cobraba el impuesto de la circulación. Los guardias municipales, también, que no estaba el horno para bollos, y todos estuvieron de tertulia en la plaza, distribuyéndose en bancos y tascas, hasta que los artificieros salieron con el paquete vacío y la frente llena de malos pensamientos. Tal vez aguardaron para expresarlos hasta estar de regreso en el cuartel, pero sin duda que cualquier moderno filólogo haría con sus comentarios un bonito diccionario de palabras malsonantes. Había un sargento que, impaciente por desahogarse, rebufaba como un lanzallamas, que ya es furia.
El Pleno, de todas formas, aprobó un presupuesto extraordinario de 287.621 pesetas para dos únicas representaciones, bien culturales, de la conocidísima obra de Rendtweiss "Pólvora Mojada", alarde teatral que representaría el Grupo Zeta en tarde y noche para deleite gratuito del populacho.
La oposición conocía al tal Rendtweiss tan poco como la socialada, con lo que todos estuvieron de acuerdo en dar vivas a la cultura europea y en que el "pan y teatro" era cosa buena cuando se les ocurría a ellos, aunque éste no era el caso, pues "Pólvora Mojada" la había enseñado La Carme, del Grupo Zeta, a los jerarcas y era un magnífico, expresivo, progre y turbulento ataque a Norteamérica.
En una base de la OTAN, en Alemania, claro, los oficiales europeos descubren que los misiles americanos llevan un dispositivo de radio que emite, en varias longitudes de onda, la música de "Yankee Doodle" desde el momento en que son lanzados. Los europeos, al principio ofendidos por el feo de bombardear al enemigo mientras suena una marcha USA, roban una bomba de aquellas y descubren, después de profundos análisis, que las ondas de aquella canción emiten unos ultrasonidos que son capaces de esterilizar a todos los varones. Surgen así gravísimos problemas de conciencia militar, porque una cosa es matar de un bombazo y otra dejar capones a millones de comunistas pacíficos y laboriosos.
Así es como la OTAN europea se enfrenta, por puro humanitarismo, con la OTAN americana y la obra termina cuando en el despacho del presidente Reagan, que abre una cigarrera regalo del presidente Felipe, empieza a sonar "Yankee Doodle". Reagan reconoce la música, pero ya es tarde: Washington está esterilizado y Europa recupera sus destinos gracias precisamente a que España dijo sí el 12 de marzo.
Rendtweiss, imaginativo comediógrafo, no era otro que Manuel Acán, sabiamente inspirado por Andrés, y "Pólvora Mojada", un burdo fleco de la campaña por el sí, pero tan burdo que, en efecto, cuando se representó días después del episodio del teatro Principal, la gente pitó y se carcajeó, sobre todo en la escena en que Gorbachov, Felipe y Mitterrand echaban al suelo un misil norteamericano y, sentados sobre él, proclamaban que la OTAN era tan pacífica como el Pacto de Varsovia y la paloma de Picasso, y se ponían a cantar la Internacional mientras repicaban campanas a lo lejos.
Porqué el Patronato de Cultura no supo ver la malísima intención de la obra contra la opción que parecía defender, se debió a que, con el revuelo de la bomba primero y con el mitin fracasado después, nadie se sintió con ganas de leer el libreto y, fiados en el nombre alemán, brandtiano casi del autor, creyeron que sería tan buena comedia como buenos eran los coches Mercedes o la óptica Zeiss, por poner un ejemplo.
Pero desde el día del mitin en que Andrés rompió públicamente su carné de obrero político, el concejal dejó de improvisar y se atuvo al plan de acción previa y sabiamente meditado por su Estado Mayor, que incluso le recomendó no salir del teatro después de la faena hasta que los acomodadores se hubieran ido a casa, precaución que bien podía ahorrarle un chichón.
Por eso pudo escuchar voces tras el telón, del lado del patio de butacas y, a la simple inspección ocular, descubrió a Manolo, el amigo perdido y hallado en el tiempo, y a Margarita, la amiga perdida y por recuperar, y así supo de quién eran aquellas píldoras encontradas en el cajón de la casa de Acán, lo que no se acabó de gustar. Margarita, cuando no iba disfrazada de giganta, de cabezuda o de progre, era guapa: usaba faldas casi de niña de colegio religioso y calcetines calados; había en ella, además, un aire de inocencia encantador que escondía —o justificaba— un temperamento mandón y no poco tozudo.
A Andrés no le gustó que la pareja estuviera cogida de la mano, no solo por asuntos personales, sino porque tenía especial interés en hacer de alcahuete y juntar a Aurora, la mujer de Pablo Casavieja, con aquel poeta que se había vuelto despacioso por no decir lelo y santurrón.
Así que decidió aparecérseles, con un pañuelo atado a la cabeza y un tapete al cuello como capa. Volvía a ser el Coyote en lugar de César de Echagüe, aunque no sabía muy bien que entuerto, agravio o injusticia debería remediar a sus dos amigos. Saltó al patio de butacas en un limpio y corto vuelo:
—Por cien concejales tuertos y un consejero patapalo —exclamó, metiéndose en algún lejano papel de Hollywood—. Lo que darían algunos fabricantes por conseguir un desodorante que abandonara tan poco como vosotros. Gracias por haberos quedado para comprobar si había que avisar al médico o al cura. ¿Veis bien? —dijo exhibiendo ambos perfiles—. Entero y verdadero, en una sola pieza.
Margarita se echó a reír. Manolo se echó a pensar y Andrés, soliviantado por la reciente refriega, se echó a tararear algo que podía tomarse, con buena voluntad, por un pariente lejano del "Cara al Sol".
—He roto amarras —comunicó apenas llegado a la parte que suena ta-rará-ra-ra-rarí-raraaaara—. He cometido mi primera traición política, así que ya soy un demócrata homologado. No lo comentéis todavía, pero ante mí se abre el camino hacia un ministerio por lo menos.
—No sabía que os conocierais —añadió, mucho menos en broma y con los ojos bien atentos Manuel.
—Aquí don Andrés Nilson; aquí un conocimiento —les presentó ella, que no tenía especiales noticias de que la vieja amistad entre los dos hombres volviera a ser reciente.
—Hola, tito —saludó Andrés.
Manolo, fastidiado, movió ligeramente los labios y se puso a vigilar a Margarita.
—No sabía que os conocierais tanto como para trataros de "tito" —dijo ella entonces.
—Es como un problema de lógica —suspiró Manolo, que seguramente estaba celoso—. Tal vez nos conocemos los tres en grupos de dos o tal vez no nos conocemos en absoluto.
—No le hagas caso, Margarita: dice cosas así para presumir. Leo en su alma como en una pantalla de ordenador encendida. Te lo dice el Coyote.
Se sentía feliz Andrés, porque aquel era el primer acto de su tragedia particular. El telón volvería a levantarse el 19 de marzo, San José, y, según su Estado Mayor, el 21, día de la primavera astronómica. Mientras lo recordaba se encontró canturreando otra vez el "Cara al Sol": fijaciones rebeldes serían.
—Es bueno pasarse al enemigo —dijo aprovechando un tiempo de espera entre "escuadras a vencer" y "que en España empieza a amanecer"—. Si no fueras apolítico como un pato, Manolo, entenderías estos sanos placeres.
Manolo miraba de Margarita a Andrés y de Andrés a Margarita. Sabía que había habido algo entre ellos, porque había habido algo entre Margarita y casi todo el mundo. Él mismo accedió a ella, si puede expresarse así, solamente por atropellarla mientras una traca estallaba sobre sus cabezas y corrían ambos como gallinas al escuchar la bocina de un coche. No sabía si tener celos o pena de sí mismo, pero sí que debía romper con la actriz lo antes posible para ahorrarse miserias.
—¿Por qué has hecho esto del mitin, Andrés?
—Me dejo llevar por mi talento teatral. Es como un don. Estaba yo en la mesa de oradores, escuchando lo que todos hemos oído al Guerra, pongo por caso, cuando me dije, digo: Atila, Gengis Khan, Napo, ¿tragarían con una cosa así? ¿Por qué vas a ser tú menos, pedazo de concejal electo?
—Pero se vengarán de ti: te echarán del cargo o algo peor.
—Pensando así, ¿hubieran subido en globo los Montgolfier? Por cierto —añadió mirando al fondo del patio de butacas— que no me vendría mal un globo en estos momentos.
Tres tipos del servicio de orden, tíos supuestamente rudos y piqueteros de la UGT, avanzaban por el pasillo con pasos extraordinariamente precavidos. Llevaban un cuarto de hora fuera, aguardando en la oscuridad de la noche sin estrellas, viendo el resplandor apagado de las gafas de Dam Borrán como toda polar, y estaban, como aquel que dice, ansiosos de entrar en calor. Ellos eran hombres de acción y no intelectuales gafitas como Borrán, que les había reclutado a la salida del teatro para explicarles que el Sumo Autónomo vería con buenos ojos que le hincharan la cara al díscolo Andrés que, además de estar en contra de la OTAN, afirmaba que el himno de la UGT era aquella canción de Aguilé: "Soy currante / y tiro p'alante. / Lo que como / me lo gano con el lomo..." y sucesivamente.
Y, como al cuarto de hora de emboscada, el Mahoma no se decidió a llegar a la montaña de músculos, los músculos se desentumecieron y se propusieron hacer buena la segunda parte del refrán.
—Creo —dijo Andrés viendo su avance— que me quieren dar un cursillo acelerado de democracia avanzada. Inconvenientes de ser un concejal de acción. ¿Recuerdas en Brasil, Manolo? Aquel jodío negrote por poco se queda con una de mis orejas.
Manolo, sin levantarse, se había vuelto tan despacio como era su costumbre, para ver el avance de los bárbaros. Uno de ellos, el más chiquitín y patilludo, daba de tacón a cada asiento, al rebasarlos, para dejarlos levantados. Metía un ruido de todos los diablos, confiando en que tuviera el mismo efecto psicológico que los tambores de guerra.
—Ha sido un placer, Manolo; a tus pies, Margarita. He recordado que tengo un par de cosas urgentes por hacer —suspiró de buen humor Andrés.
Dicho esto, voló a lo alto del escenario como un palomo mensajero de regreso al hogar. Como Coyote posiblemente echaba en falta el látigo o hasta la plebeya pistola. Como concejal iba pensando en la madre de los tres hombres del servicio de orden y también en la de quien se los había azuzado.
—Retirada estratégica —explicó con una sonrisa, y se zambulló tras las cortinas.
Los otros ya corrían hacia el escenario, envalentonados por la huida de Andrés.
Manolo, todavía sentado, pensaba en su nombre cósmico y en todo eso de ser mejor, de subir alto en un vuelo del alma, pero, al menos en aquel momento, le fallaba la concentración. "Ser poeta" —le decía una voz interior— "y hasta ser un esotérico no es ser un gilipollas". Margarita se le había cogido muy fuerte del brazo y le había susurrado: "le van a matar".
No le iban a matar, claro, aunque merecido se lo tenía. Le iban, simplemente, a calentar bien calentado, para satisfacción de la jerarquía y por el aquello de que Roma ni la Moncloa pagan traidores.
Con esa idea más o menos el primer hombre saltó al escenario, apoyando su peso en un brazo, como hacen los toreros con la barrera en los momentos de apuro. Este tipo de salto lateral tiene un inconveniente: se aterriza desequilibrado y se pierde un tiempo precioso en ponerse en pie: justo el tiempo que necesitó Andrés para sacar una pierna de entre el cortinaje, la derecha en señal de conversión, y cocear. El de seguridad se vino abajo de mala manera, tocado en el plexo solar. Una voz, por detrás del telón, dio las novedades:
—Nos atacan los comanches, mi sargento.
Los otros dos comanches, ya arriba del escenario, avanzaban hacia los laterales bien separados del telón y escuchando lo mejor posible. Por fin arremetieron y Manolo y Margarita les perdieron de vista. Oían solamente sus pasos y sus palabrotas, pero ningún zafarrancho de lucha. El tercero se estaba poniendo de pie otra vez en el patio de butacas: con una mano se palpaba la boca del estómago y con la otra, muy pulcro, se sacudía el fondillo de los pantalones.
Andrés parecía haberse quitado de en medio con sabiduría y humildad, lo que, bien mirado, era extraño en él. Manolo se dijo que su medio amigo, si no había cambiado mucho, debía de estar algo molesto con los agresores, y eso siempre era malo para alguien.
Los del escenario habían dado con el motor y habían corrido las cortinas, y ahora paseaban, moscas, sobre las tablas, aguardando al tercero, que volvía a subir, con más cuidado esta vez. En el momento en que los demás miraron la trabajosa operación de su amigo, Andrés salió de detrás de la mesa, justo por debajo del puño y la rosa, empuñando el pie metálico del micro de los oradores y gritando como un samurai que ha rezado a sus antepasados antes de servirse una generosa ración de sake.
La segunda escaramuza volvió a serle propicia y e; que subía volvió a rodar al patio de butacas, mientras que los otros dos, pillados por la espalda, saltaron abajo voluntariamente.
—La guardia muere, pero no se rinde —les informó Andrés desde arriba, muy simpático y dicharachero—. Lo dijo Cambrone, que era casi tan cambrón como vosotros.
Los otros respondieron unas cuantas ordinarieces propias del caso y volvieron a ponerse en movimiento: eran un ejército que no consideraba perdida la guerra hasta perder la última batalla. Andrés, del que el Sumo Autónomo decía que estaba loco, se había puesto a recitarles, mal pero con voz muy clara, un trozo de "La Vida es Sueño":
Nace el pez, que no respira,
aborto de ovas y lamas,
y apenas bajel de escamas
sobre las ondas se mira,
cuando, etcétera, etcétera —resumió para poder llegar a la clave de su parlamento a la vez que a su salida por pies—
¿Y yo, con más albedrío, tengo menos libertad?
Los tres tipos salieron tras él dando gritos de cacería, y pronto solo se oyó un lejano trote por los pasillos. Manolo, por fin, se puso en pie y se estiró cuidadosamente.
—Estoy avergonzado —telegrafió.
Margarita creyó que Manuel Acán, especie de poeta aletargado, pensaba en irse del teatro e interpretó que le daba, pese a todo, vergüenza abandonar miserablemente el campo a los matones. Pero Manolo saltó, por una vez rápido y ligerísimo, al escenario; levantó una silla y empezó a machacar con ella las mesas empalmadas tras las que se habían sentado los oradores. Lo hizo tan metódicamente que, tras un último forcejeo, se quedó con una pata de cuatro palmos en la mano.
Al ruidito acudió uno de los tres matones y se le quedó mirando sorprendido: tal vez ni se hubieran dado cuenta antes de su presencia, cegados por el resplandor dialéctico de Andrés.
—Largo de aquí —ordenó el digno representante del servicio de orden.
Pero Manolo, que era, a pura voluntad, hombre de pocas palabras, embistió al galope con la pata en alto y la boca bien cerrada, y aunque el esbirro anduvo vivo y brincó de lado, recibió un garrotazo en el hombro que lo derribó. Manolo resoplaba como un caballo de batalla mientras el hombre en el suelo, en postura fetal, procuraba cubrirse de la paliza que pensaba que le caería encima.
—¡Chis! —le hizo Manolo, dejando claro que no se sacudiría si se mostraba lacónico y sufría en silencio.
—¿Qué era eso? —dijo otra voz que venía del pasillo de plateas.
—Cucú —hizo entonces la inconfundible garganta de Andrés, que volvía a estar en escenario—. Uno para todo y todos para uno, ¿eh, silencioso Manolo?
—Ahora vendrán aquí —le respondió Manuel Acán.
—Pues eso es lo que queremos, ¿no?
—¿Sabes el tiempo que hace que no me peleo, asno?
—Segundos —dijo Andrés, dándole pataditas cariñosas al esbirro caído que, ante la distracción, se puso en pie y gritó a sus amigos que entraron casi en el acto.
—Déjamelos —pidió Manolo.
—Olfateas la sangre, ¿eh? Mi amigo —explicó a los otros mientras Manolo los miraba con ojos de estatua— odia perder el tiempo.
—Déjate de chuladas y...
Demasiado tarde: Manuel Acán se les había echado encima en dos trancos y movía la pata de la mesa con la facilidad de una batuta. Tiraba, a pesar de la emoción, a piernas y brazos, que debía suponer menos duros que las cabezas. Andrés, sonriente siempre, sacó de fumar y le confesó a Margarita:
—Una fiera. Lo malo es que mañana le dará por hacer penitencia.
—Ayúdale.
—¿Para que me sacuda a mí, niña loca?
Manolo desarrollaba el trabajo de tres o cuatro tigres a los que se ha despertado con malos modos de una agradable siesta. Los tipos procuraban irse del escenario, pero siempre se encontraban con un Manolo en su camino, silencioso, serio y metódico. Y así siguió hasta que los otros pidieron la paz, bajaron las manos y confiaron en el honor de su enemigo. Grave error: su enemigo había entrado en calor con el ejercicio y, con una velocidad de máquina registradora, les repartió un puñetazo y una patada por barba. Aún hubiera seguido con su exhibición de cates de precisión si Andrés no le hubiera abrazado por la espalda.
—Largaos, que éste os mata. Nunca ha sabido parar.
No perdieron el tiempo los interesados y Manolo, fastidiado como un niño al que le muerden a traición su polo de menta, tiró la pata de la mesa hacia una de las arañas del techo, marrándola por centímetros.
Andrés fumaba sonriente. Margarita miraba con ojos incrédulos, pero enamorados, a Manuel Acán, y Manuel, silencioso e impasible, comprendía que le gustaba haber conseguido esa mirada de Margarita: mal asunto su carácter y mucho peor descubrir que la violencia le seguía gustando más que la paella.
—Fray Manuel, ahí donde le ves. Chico: me preguntaba si serías capaz de perderte una trifulca como ésta. Si llegas a quedarte sentado, hubiera sido el primero en ir a Roma a pedir que te canonizaran.
—No ha sido tanto. Tú jugabas al escondite y se hacía tarde.
—Pues has dejado alucinadita a la compañera Margarita. Seguro que no te conocía haciendo expresión corporal de la alta escuela.
—¿Quién te los ha echado encima, Andrés? —preguntó Manolo yendo a lo objetivo.
—Dam Borrán, por la gloria de mi madre.
Manuel saltó del escenario: no parecía pesar los mismos ochenta quilos que cuando se sentaba en la butaca y miraba con ojos quietos a los tres militantes, gloria de los piquetes.
—Vamos —dijo después de tomar tierra. Algo así diría el Barón Rojo después de haberse desayunado seis o siete biplanos ingleses.
Los demás le siguieron. Manolo, tan silencioso y aparentemente apático, se había convertido de repente en un jefe. Entrecerrando los ojos se le podían ver estrellas en los hombros. Era, en efecto, su momento estelar y parecía estar dispuesto a cumplir una "apretada agenda de trabajo".
Apenas una hora después Borrán fue pillado por el cuello tan pronto como tuvo la mala ocurrencia de salir del coche delante de su casa, donde Manuel Acán se había apostado con la paciencia de un indio bravo y casi con las mismas intenciones por lo que se vio después.
Borrán era un tipo menudo, feo, con redonda cara de fauno enmarcada por los dobles rizos de las greñas y de las barbas. Consideraba, en su limbo intelectual, que podía enviar hombres a golpear enemigos sin que los enemigos, caso de sobrevivir, intentaran aplicarle el mismo método que, si se mira bien, también puede ser un fenómeno cultural. Catilina, si Salustio no miente, hacía por el estilo y se sentaba la mar de sonriente en el senado después de una noche de matanza.
—Le vas a imprimir las huellas digitales en el cuello —dijo la voz de Andrés Nilson en la oscuridad—. No seas tan despreocupado con las pruebas, hombre.
Manolo, siempre razonable, soltó el cuello y arrastró al semipoeta Borrán por la barba. Le arrimó a un árbol, posiblemente un sauce llorón, y, sin parlamentos previos, le clavó el índice seis dedos por encima del ombligo, el sitio que los japoneses llaman hara.
Sin aire y con miedo, Borrán no prestó mucha atención a las circunstancias hasta que comprendió vagamente que le acababan de atar las manos por detrás del árbol. Protagonizó entonces un conato de protesta que le valió un delicado golpe en la nuez: pese a administrárselo en una dosis inocua, tuvo la sensación de habérsela tragado. Por eso cuando le arrebataron las gafas prefirió no decir esta boca es mía.
Ris, ras, ris, ras, Manolo le cortó la mitad de la barba y la mitad de la pelambrera: por babor, si alguien le mirara de perfil a causa de un capricho, parecía el mismo Borrán de siempre; pero por estribor nadie le hubiera distinguido de un borrego recién esquilado.
—Y ahora que estás tan guapo —le dijo Andrés la mar de moderado— este señor te va a cortar una oreja de recuerdo. La colgará encima de su chimenea, o sea que pasarás a la posteridad.
Borrán intentó expresar democráticamente su opinión al respecto, pero de nuevo se encontró tragándose su propia nuez y angustiosamente taponado su agujero de ventilación. Como entre sueños oyó que Andrés comentaba poco favorablemente su nueva imagen: de ser un clásico perro de lanas se había quedado en un simple foxterrier de pelo duro.
—Esto —añadió Andrés cuando calculó que Dam Borrán volvía a tener conciencia del mundo de los vivos— es para que pierdas la fea costumbre de azuzar sindicalistas. Por tu culpa este señor de tu izquierda ha pecado gravemente y ha acumulado karma bastante para reencarnarse en mofeta.
—No digas tonterías —avisó Manuel Acán.
—Bueno, pues en caballo. El caso es que debiera partirte algún hueso para compensar, pero es así de generoso y se ha conformado con tu cabellera. Por si no se te ha ocurrido, no tienes testigos para presentar una denuncia, o sea que olvida venganzas de gusano. Y más aún: si mañana intentas algo comprobarás lo mala que ha sido la reforma de la Seguridad Social: pegan los huesos con engrudo.
Le soltaron del árbol y Andrés, obsequioso, le sacudió la lana que se le había quedado adherida a hombros y pechera.
—Servicio completo. Ahora, paga.
—¿Cómo?
—La cartera, chato. ¿Te crees que trabajamos gratis, nosotros los barberos amateurs? A fin de cuentas, la barba y todo lo demás te volverá a crecer y nuestro objetivo es dejarte un imborrable recuerdo. Afloja la mosca.
Andrés conocía la costumbre de Dam Borrán de no salir con menos de cincuenta mil pesetas en el bolsillo, de manera que le vació la cartera cantando algo semejante al "Montañas Nevadas" y le entregó el dinero al compañero Manolo. Este se puso a hacer añicos billete por billete.
—No ama el arte —le disculpó Andrés—. Además, su Majestad no salió favorecido en esos billetes.
—Pero, pero... —prefirió callarse por si volvían a acariciarle la nuez. Con cada uno de los billetes de cinco mil se le iba un año de vida. Además, aquel loco los rompía en trozos tan pequeños que no había ni que pensar en recomponerlos.
—Vil metal —seguía filosofando Andrés—. Tú me dirás, lo sé, que es papel, porque tienes una cabezota racionalista y torpe, pero insisto en que es vil metal, ¿o no?
—El dinero no da la felicidad —comunicó Manuel Acán una vez rematada la faena—. Míralo así: tú pierdes, pero el Estado se ahorra un pico; ayudas a combatir la inflación.
Aquella noche Borrán se recortó, bien que con pena, el resto del pelo y de la barba: le dolía como desprenderse de un hijo, pero no podía andar a medio esquilar por el Palacio del Gobierno Autónomo sin dar embarazosas explicaciones.
Aquella noche también, Andrés durmió como un cachorro y no movió el rabo entre sueños por pura imposibilidad anatómica, pero se sentía feliz y pensaba en las caras que vería por la mañana cuando, a primera hora, se dejara caer por el Ayuntamiento, inocente como un corderillo y lleno de amor hacia sus prójimos.
Aquella noche Margarita se obstinó en pasarla con Manolo, en quien había distinguido inesperadamente a un bárbaro sin amaestrar, a un hombre, como aquel que dice, pariente de Jano Bifronte: con una cara miraba a la eternidad y con la otra tomaba puntería para no desperdiciar garrotazos. Según su femenina experiencia todos los hombres eran extraños animales, pero Manolo, poeta de combate, se había colocado en cabeza del ranking cuando, a media noche, se puso a explicarle que el ser humano no vivía en la tierra más que con una parte de su ser. La otra, si uno disponía de ella, estaba arriba, siempre arriba, y no solo era clarividente, sino también heredera del Tiempo.
Novedades
Cuando Pedro Gómez llegó al despacho de su amado comisario a la hora de las tapas, había algunas novedades más en torno a la desaparición y rastreo del compañero Pablo Casavieja. Para empezar, la mujer del consejero de Cultura se había eclipsado también: desde que Pedro charló con ella no la habían vuelto a ver ni compañeras ni vecinas, ni padre, ni madre, ni perrito que hubiera tenido para ladrarla.
Podía haberse ido con el marido, siempre que el marido estuviera vivo y se hubiera puesto en contacto con ella. La podían haber secuestrado también si es que lo de Pablo era un secuestro, o se podía haber ido con Manuel Acán a celebrar la recién adquirida libertad, tomando champán a la antigua o compartiendo catre, a la moderna.
—Pero Acán no ha salido de su despacho hasta hace un cuarto de hora —suspiró el comisario— y está chateando con Nilson aquí cerca.
Andrés, concejal a medio degradar, era otro punto, felipista hasta hacia bien poco. Parecía que la tarde anterior anduvo con Pablo por algunos bares, pubs y bebederos más modestos. Alguien había oído a Pablo llamarle, además de traidor, hijo de algo; no por la vieja cuestión otánica, sino por los premios San José. Aún así habían seguido soplando juntos como buenos camaradas y nadie podía decir cómo ni a qué hora había terminado su ronda báquica.
La Guardia Civil había encontrado en la habitación del hotel árabe, donde supuestamente estaba Pablo de cuerpo presente, una especie de tertulia femenil con videos muy crudos además de guarros, y un servicio de camareros para casi todo. La señora Suma Autónoma estaba allí, bien ventilada y no poco acalorada, junto con algunos otros altos cargos, entregada a democráticos desenfrenos. Mejor correr un tupido velo: el de Isis, no fuera a desestabilizarse aún más la democracia, despeñada desde algún monte de Venus excesivamente selvático y primaveral.
También habían continuado los avisos. Alguien usaba la ausencia de Pablo Casavieja para remover el albañal e incordiar de lo lindo, pero, a pesar de las quejas del gobernador, no podían dejar de comprobar cada pista. Ninguna era falsa, aunque ninguna conducía a Pablo, sino a una floresta varia de asuntos oscuros de los que la policía tomaba buena nota. Tras aquel día de primavera, el juez para la democracia tendría un trabajo de todos los diablos procesando aquí y allá, concediendo libertades con fianza o sin ella o, simplemente, tapándose los oídos. Según.
El Padre Brown, caso de meter la cuchara en el asunto de "El Hombre que fue Primavera", hubiera visto claro, miope y todo, en una acumulación tal de pistas, y pronto la policía hubiera echado el guante al Flambeau de turno. Pero el curita Brown no estaba disponible, y tanto el Comisario como Pedro Gómez se encontraban con: A) un consejero autonómico desaparecido después de dejar charcos de sangre por todas partes y un coche tiroteado. B) Un contrabandista de divisas que vivía cerca de un zapato abandonado. C) Varios contrabandistas de drogas en las proximidades del coche. D) Una habitación de un hotel relacionado con Pablo, dedicada, como quien dice, al erotismo; y E), la mujer del consejero desaparecida también.
¿Qué se podía hacer con todo ello? Pero había más aún. Otra carta, aparecida en la mismísima comisaria, afirmaba que Pablo estaba durmiendo la mona en casa de Dam Borrán, compañero de fatigas autonómicas y de culturas políticas. Personada la policía, tal y como la prensa llegaría a decir quizá, no encontró trazas del compañero Casavieja pero sí una pistola que, por casualidad, resultó ser la misma que disparó contra el coche de Pablo. Borrán juraba que se la había encontrado, de mañana, bajo la alfombra y que la había dejado, inocentemente, sobre el aparador sin verle las manchas de sangre. La verdad es que Dam Borrán, sin sus lanas, perdía empaque y credibilidad.
—¿Pero será Borrán? —preguntó Pedro Gómez—. Ya sé que discutieron no hace mucho por esa tal Carme y que Dam apareció recientemente afeitado y con el labio partido, pero se me hace cuesta arriba pensar que...
—De momento, se trata de tenencia ilícita de armas, que no es poco. Pero juraría que Borrán, por una vez, dice la verdad y que sabe de esto tanto como nosotros.
Otra carta, escrita con recortes de prensa al más puro estilo de Hollywood, denunciaba a Andrés Nilson, que ya eran ganas de denunciar, como secuestrador del compañero Pablo. Se señalaba su chaletito playero como escondrijo y allí tuvo que ir la policía. Pablo, claro, no estaba allí. Si llegara a aparecer ya no se lo creerían, porque Pablo estaba cogiendo fama de ubicuo e invisible entre los guardias. Lo que sí encontraron fue otra pistola, una automática del 22 que, tras una cortísima gestión, había resultado legal y provista de su correspondiente licencia. También tenía Andrés un bote de pintura roja a medio usar, pero a la policía le constaba que las manchas eran de sangre verdadera, A y negativa. Alguien seguía jugando con ellos y con la clase política de la ciudad.
—De todas formas —meditó Pedro— estoy seguro de que Andrés Nilson anda mezclado en esto. Lleva dos meses muy levantisco y respondón. Creo que el divorcio le desequilibró algo y tiene justo el carácter para organizar una trastada como ésta.
—Pero el carácter no es una prueba. Además, las cartas entregadas a mano y las llamadas se han hecho a horas en que Andrés estaba localizado sin lugar a dudas. Puede que algo sepa, pero él no es.
—Entonces nos queda Manuel Acán. ¿O también le han denunciado los anónimos?
—No descartes al Sumo Autónomo Tarsicio, que anda pringado con lo de las divisas. Ni a la Carme, que es, más o menos, la querindonga oficial, y ya sabes lo esquinado de trato que es Pablo.
—¿Alguna otra cosa para ver si me desoriento mejor?
La había, lo que sucede es que es imposible hablar de todo a la vez. Un nuevo papelín daba la noticia de que el vero Pablo estaba encerrado en un chalé y que, el que fuera, había observado que a las doce y media no quedaba nadie en él, y que era, pues, la hora para ir a meter la nariz.
—Huele a encerrona, a trampa saducea, jefe: si Pablo desapareció ayer, ¿cómo la carta y cómo el horario de los raptores?
—Bueno, pues no había nadie. No lo ha habido en varias semanas, pero hemos encontrado papelotes de ETA y un escondrijo entre el garaje y la cocina. También alguna camiseta con la ikurriña, dos radioteléfonos... parece un piso franco de veraneo, uno de esos sitios a que van a descansar los asesinos cuando tienen fatiga de combate. Ya sabes que en sitios así se guardan muy mucho de hacer tropelías. El chalé, por si te interesa, es propiedad del alcalde y lo alquila la Estate Agency de Feldmann. Casualidad será.
—¿Sabe, señor comisario, que hemos destapado un pozo negro?
—No, Pedro: hemos chocado con un avispero, y vamos a necesitar mucha suerte. El que haya raptado a Pablo Casavieja, o Pablo Casavieja mismo, está muy enterado y creo comprender que buscaba, más que el rapto, sacar a la luz tantísimos secretos.
—¿Para qué? ¿Una venganza? Pero contra quién: ¿contra las personas, contra el partido o contra la autonomía?
El consejero debía de aparecer en las próximas horas. El gobernador lo había ordenado así, antes de que la noticia llegara a la prensa y al populacho. El periódico local, por ejemplo, había recibido también un comunicado exigiendo la publicación de un manifiesto de ETA a cambio de la pelleja de Pablo Casavieja; un manifiesto que llamaba al PSOE antiguo aliado en la lucha revolucionaria. Pero el periódico guardaría el secreto, no en vano Ataúlfo era un dócil paniaguado.
Tanto al comisario como a Pedro Gómez se les hacía muy difícil creer en un rapto o en un atentado. Había exceso de pistas y les constaba que, quien fuera el responsable, había organizado así las cosas precisamente para embarullar lo que, de otra forma, quedaría a lo mejor demasiado claro. También podía ser lo contrario: últimamente ETA no firmaba sus golpes o lo hacía de forma tal que su nombre inducía a sospecha. Por cualquier razón secreta esa organización de asesinos podía tener interés en hacer saltar esta particular autonomía.
—O la ultraderecha —dijo Pedro Gómez, que sabía que acabaría siendo nombrada—. Lo que estamos manejando es una puñalada al sistema, ¿no?
El comisario se ponía nervioso con aquella palabra, porque en la ultraderecha se tendía a incluir a cualquiera que hubiera tenido cargo en tiempos de Franco y no se hubiera vuelto político profesional. Así las cosas, él era ultraderecho, lo mismo que algunos guardias municipales y hasta el conserje del casino, guardia civil retirado. Cada día que pasaba más tenía la sensación de estar sumergido en una piscina de aceite, frenado en los movimientos y turbia la visión. España, en su humilde opinión, había cogido una buena borrachera —si es que alguna vez estuvo serena— y cuando llegara la resaca descubriría que le habían robado la cartera además de violarla.
—Estamos todos locos. Enfermos de política —resumió su filosófica profundización.
—Y Pablo Casavieja, raptado —añadió Pedro—. ¿Quiere que le diga algo poco policial? El mundo, sin Casavieja, puede ser un poquito mejor. Si cada día se nos llevaran a uno por el estilo estaríamos en el camino de la libertado. ¿Eso es subversivo?
—No sé. Puede que sea anticonstitucional. Por si las moscas, encuentra a Pablo, mételo en una bolsa y llévaselo al gobernador. Y si está entero, que siempre es posible una desgracia, llévaselo al juez, porque va a tener que dar muchísimas explicaciones.
—¿Vigilan a Manuel Acán?
—Sí, y a Andrés Nilson e incluso a esa especie de jardinero municipal, gangoso él, que atendía por Cogque y que le hacía a Andrés las veces de perro faldero. Si por la noche no habían dado con el vicepresidente autonómico, la cosa acabaría pasando a la información nacional y todos tendrían más problemas de los necesarios.
—Aunque... con la cantidad de cartas que van y vienen hoy, ¿te extrañaría mucho que los principales periódicos y emisoras supieran ya lo que ha sucedido?
—Ni un pelo, señor comisario. Es más: no me sorprendería que hubieran recibido la noticia antes de producirse, porque estamos delante de un plan muy bien traído.
Cierto: cuanta más gente se mezclaba en aquel asunto, menos se sabía de Pablo Casavieja.
Cosas domésticas
Andrés Nilson había jurado por su padre siete veces seguidas en los últimos cinco minutos, todavía en el bar donde tomaba el aperitivo con Manuel Acán, claro que callaba que su padre, hombre de orden, lo tenía a medio excomulgar desde la primera vez que candidado psocialista, pues era como confesar que había fracasado al intentar hacer de Andrés un hombre de provecho.
Por si fuera poco, la madre, apolítica de nacimiento y mamá por convicción, había votado a la felipada llena de ilusión, ella que se había educado con monjas y que todavía conservaba su carné de Sección Femenina: pero el amor materno es el más ciego de los amores, lo cual ya es decir, y la mente se abisma con solo intuir que hasta D. Alfonso Guerra tiene una madre que, lógicamente, quiere a su muchacho.
Así que Andrés Nilson podía, más o menos, jurar por su padre sin afectar gran cosa a la estructura lógica del universo por cuanto ni el padre lo engendró socialista ni el universo tuvo nada que ver con la resurrección del PSOE a los cuarenta años de cadáver insepulto.
Manolo seguía convencido de que Andrés le había hecho un juego de manos al consejero Casavieja y lo tenía oculto en alguna chistera, pues ya sabía que el efervescente concejal había hecho de alcahuete en su reencuentro con Aurora, con la malvadísima intención de convertir a Pablo en cornudo. Tampoco ignoraba que, previamente, le había apaleado y pegado fuego a su coche. En resumidas cuentas, Andrés seguí siendo un buen chico para su madre, la pobre, pero para nadie más.
Lo que Manolo conservaba de su viaje sangre aventurera que le llevó a la Amazonía, le hacía apreciar el empeño levantisco de su amigo. Lo que tenía de Quijote trasegado a la cola del siglo XX, le ponía en contra de las intrigas, por bien tramadas que estuvieran. Y lo que tenía de hombre que rendía culto a la voluntad le empantanaba entre la admiración y la repulsa.
Había estado dispuesto a colaborar en la gran carcajada en que se estaban convirtiendo los premios San José. Hasta había sacudido de buena gana a los tres sindicalistas amarillos y rapado con placer a Dam Borrán. También agradecía a Andrés la oportunidad de volver a tratar con Aurora y vencerse en la tarea de no ser un vulgar adúltero, pero le molestaba que el concejal-Coyote se fingiera inocente con los ojos bien abiertos y se negara a contarle lo que había hecho con Pablo Casavieja, que no debía de ser nada bueno. No creía que lo hubiera matado: el único que, quizá, fuera capaz de matar era Pablo y, obviamente, estaba fuera de servicio: pero Andrés sí que era capaz de tenerlo amarrado a algún árbol, en la profundidad de los bosques hiperbóreos, esperando a que pillara una buena pulmonía o, al menos, un reuma de no te menees.
Manolo, desde la noche de los premios, antes de ayer, aunque pareciera tan lejana, había vuelto a reconsiderar su apartamiento del mundo. El mundo, por supuesto, le seguía importando tres pitos, pero quizá se equivocaba en mirar solamente hacia la eternidad. Sus amigos esotéricos se preparaban el viaje al más allá entre otras cosas porque eran ya viejos, pero antes se habían casado, habían tenido hijos y, seguramente, se habían enfangado alegremente en cosas banales.
Él, en cambio, estaba dejando de lado los días y las horas y quizá no fuera esa su misión. El hombrecillo aquel de la Misión Rama, del Perú, le había confirmado su nombre cósmico, Asmir; le había enseñado a pronunciarlo como un mantra y le explicó que aquel nombre verdadero le abriría la puerta del tiempo. Del tiempo, sí, y, por lo tanto, Manolo debía de volver a entre en el tiempo. Y el tiempo tenía, entre otras cosas, políticos, familias, mujeres, dolor, alegrías y hasta carne de ternera, que no es poca tentación para un vegetariano en régimen ovo-lácteo.
En el guateque organizado por Gil Gil (con el patrocinio del Exmo. Ayto., es decir, de Andrés) Aurora había vuelto a entrar en su tiempo y, angustiada por su mal matrimonio, se había puesto a su merced. Seguramente que se lanzó a confundir sus recuerdos con la realidad y, en fin, no fue de extrañar que ella fuera la que le sacó a bailar a él cuando se puso el disco de "mis manos en tu cintura", que Adamo decía en francés, "sus tes anches", lo cual cae un poco más hacia abajo. Era, exactamente, como si no hubieran pasado esos once o doce años, y Manolo se encontró de pronto en un rincón acariciando a una mujer casada que suspiraba y le hablaba con una voz bajita y suave, como cuando hacían experimentos de amor en las escaleras de la casa de sus padres.
Qué fácil puede llegar a parecer lo imposible. Romper once calendarios, once agendas con sus apuntes diarios y empezar donde se terminó ayer mismo en la memoria, con los besos de costumbre, con los abrazos de costumbre, con las caricias de costumbre. Magreos: fea palabra. Pensarla le había ayudado a reaccionar.
No solo la palabra: también aquella cuadrilla de condiscípulo, todavía no muy envejecidos, pero ya sometidos al engorde de la edad y la pereza. Pedro Gómez, el policía, parecía más policía que nunca con su cara triste y una mujer pequeñita, lejana, posiblemente acomplejada, a quien nadie conocía. Gil Gil, saturado de ginebra, como de costumbre, empeñado en imitar a Eugenio: "¿Sabes aquell que diu...?". Ramírez, médico atrapado todavía en la cuestión de sustituciones y en la ropa interior de una enfermera, que se había llevado allí para que le ayudara, también, a bailar...
Entonces supo cuánto necesitaba saber de Aurora: que se le había perdido en la resaca de los años. Él la había recordado siempre como parte de su estética poética. Lo dijera o no, estaba convencido de que el poeta ha de tener un gran amor y tenerlo contrariado para mejor sufrir. Pero cuando ese gran amor lleva años y años acostándose con un político —aunque sea por la iglesia— algo queda roto en él para siempre: quizá la angustia de no poder borrar de la hermosa cabeza las memorias carnales.
Así es que en el guateque, cuando descubrió que Aurora tenía deseos como cualquier otra, se le deshizo el encanto. A Manuel Acán le parecía que las mujeres no debían de tener deseos ni debían sentir la premura de lo sensual. Sabía de sobra que, fantasiosas como son, las mujeres tienen sexo y lo usan y, encima, le encuentran su encanto, pero no por eso le parecía bien en Aurora. A ella la prefería estatua de mármol, pura presencia sin más complicaciones y, de hecho, cada vez que una mujer le decía que sí a él, se le mezclaba la alegría de la conquista con el desengaño de la impureza.
Nilson no podía saber que las cosas habían tomado ese extraño rumbo en la cabeza de Manuel Acán y estaba la mar de contento viéndoles juntos, apartados de la masa, fingiendo que bailaban pero, en realidad, achuchándose como si tuvieran dieciocho años. Tampoco Aurora sabía lo que bullía en la cabezota poética de su amigo, y se entregaba más y más al abrazo y al toqueteo. Había llegado al guateque con su marido Pablo, que tenía algo que hacer inmediatamente, así que la había dejado abandonada entre el humo, la música y la concurrencia, con un Andrés todavía socialista y de fiar, que muy pronto la llevó hasta Manuel Acán, con el que se pusieron a decir lo de "cuánto tiempo", "qué tal" y "estás igual", hasta que se quedaron mudos y algo avergonzados de hablarse a distancia, como si no fueran los mismos de las viejas intimidades. Según Manolo, no lo eran; según Aurora, lo eran más.
Al final habían salido juntos muy pronto del guateque bajo la celestina y sonriente mirada de Andrés. Iban, cada uno por sus razones, algo acalorados y acabaron llegando a un banco sobre el mar, en un solitario y oscuro mirador ajardinado. El banco no era el mismo pero sí el lugar: allí se habían besado por primera vez, más o menos al principio del Terciario, y Manuel Acán, con manos temblorosas, había tentado los pechos de Aurora, convencido de penetrar en misterios irresolubles además de incomprensibles.
Después habían vuelto allí cada anochecer durante mucho tiempo, a repetir siempre la misma obra: unas palabras para prologar unos beses. Tras ellos, un ataque frontal que Aurora repelía tres o cuatro veces, hasta que dejaba que Manolo le soltara dos o tres botones. Más adelante las expediciones manuales habían ido variando de objetivos, superando también tímidas y no muy sinceras resistencias. Todo, en aquel lugar; todo, en el banco viejo, de madera, que había sido sustituido por uno de cemento democrático y, evidentemente, mucho más duro para la carne enamorada.
Ella, como entonces, volvía a tener miedo, pero era otro miedo. Él, al contrario que entonces, la deseaba más por mujer que por Aurora o, en otras palabras, más por la costumbre que por la necesidad. Con otra —se dijo— me pasaría igual en esta noche, con este calor y con estos recuerdos siempre jóvenes. Cualquier que fuera el secreto del universo, ése que le había llevado a recitar en secreto su nombre cósmico y a atiborrarse de germen de trigo y acelgas, no estaba ya en las tetas ni en ninguna otra parte de Aurora.
Estaba, en cambio, en el aire quieto de la noche que agujereaban los luceros y, quizá, en él sí sabía ser el hombre que quería, lo que tampoco estaba muy claro, ni lo estuvo cuando ella le puso la cabeza sobre el pecho y le obligó a oler su pelo. Olía, como siempre, a limpio, sin trazas de perfume o de colonia. Aurora, sin duda, seguía otra línea argumental que la conducía directamente al desenlace moderno: cambiar de hombre y a ver si Dios, por una vez, repartía suerte.
Se lo explicó, más o menos, en aquella posición sentimental de amor adolescente. Y añadió que lo estaba reviviendo todo: que lo recordaba todo, todo, recalcó con una clarísima intención, como si ayer mismo se hubieran despedido al borde de su cama de enferma. Manolo, a propósito coriáceo, dijo que no había sido anoche ni antes de anoche, y que por el mundo correteaban millones de recuerdos sin remedio.
Ella levantó la cara entonces. Otras veces los luceros habían andado ilusionados por sus ojos, solo que en aquellas ocasiones estaban Manuel y ella a solas, mientras que ahora les hacían compañía once años diferentes por cabeza y el mismísimo Pablo Casavieja, malísima carabina aún en recuerdo. De todas formas había que besar, que para eso era el banco, y besaron ambos: la una a sus esperanzas, como quien dice hola; pero el otro a sus olvidos, como quien dice adiós.
Luego la mujer condujo la mano de Manolo hacia sus pechos, como por casualidad, y él no pudo menos que comprobar que eran mayores mientras se decía que había llegado, por fin, al campo de batalla: para ganarse la medalla no tenía más que retirar la mano, pero prefirió aguardar por el momento.
—Estás casada —dijo después de tantísimo silencio, pero ella no quiso responder: le miraba a los ojos y daba la impresión de suspirar. Al rato fue el quien la abrazó sin decir palabra.
—¿Crees de verdad que eso importa? —respondió Aurora por fin, mientras se volvía pequeña en los brazos de él.
—A mí, sí —dijo Manolo sin abandonar las posiciones alcanzadas con tan escaso esfuerzo—. No sé lo que esperasen la vida, pero me imagino que ser feliz. Toda esta maldita época quiere desesperadamente ser feliz, aunque no sepa el significado de la palabra, y casi todos creen que besando, abrazando, susurrando y fornicando se puede conseguir, pero eso no es cierto, Aurora —pero no le soltaba los tibios lugares el poeta—. Todos queremos que llegue otra persona que nos haga felices porque ya hemos comprobado que nosotros solos no sabemos. Pues los otros, menos, Aurora. Yo, que no puedo ser feliz, menos podré hacértelo a ti.
—Nunca se sabe —susurró ella, y el susurro en la noche era enervante como un jadeo.
—Siempre se sabe. Siempre. Tú estás acostumbrada a la compañía, aunque sea mala. Yo estoy hecho a la soledad, aunque sea buena. Lo que piensas ahora, que es lo mismo que pienso yo como debes de notar por mis manos, quizá sirviera para la próxima hora, pero mañana te sentirías peor que ahora.
—No me importa.
Lo demostró. Nadie hubiera podido decir que aquella rubia nocturna fuera una maestra, una educadora decente, una buena chica algo asustada, y Manolo sabía que era desesperación más que amor lo que desataba.
"Ahora nunca", pensó mientras ese mismo pensamiento empezaba a acariciar alegremente el "nunca".
—No —dijo—. No, Aurora.
—¿Qué te pasa?
Él le frotó el pelo como se hace con los perros amigos y con los niños. Le daba pena por ella, y aún más por él, que debía de ser tonto por obstinarse en vivir como una antigüedad de museo. Cualquier amigo se lo hubiera dicho con la misma crudeza: una dejada es una perdida, gilipollas.
Aurora, entre la noche, era tan joven y tan limpia como siempre lo fue en su memoria, pero el mundo no sigue girando ni gracias a las máquinas ni gracias a los hombres maquinales que se conforman con lo que se les viene a las manos. El mundo sigue girando, protegido del diluvio, porque también hay hombres que hacen lo que no les da la gana, lo incómodo: locos o poetas o místicos o, sencillamente, gilipollas. Pero ahí están.
—¿Qué te pasa, Manolo? —volvió a preguntar ella con uno de sus susurros afrodisíacos.
Y él volvió a frotarle el pelo como al perro o como al niño y soltó las manos para exponerlas, blancas, a la luz de las estrellas:
—¿Y a ti? —dijo—. ¿Estás segura de que sabes lo que te pasa?
Mucho después, cuando andaban por las calles de la mano, regresando muy despacio, como si en realidad no regresaran, ella dijo de repente:
—Eres un hombre muy bueno.
Manolo no era partidario de la versión, pero prefirió no hacer comentarios. Él no era más que un hombre metido en su caparazón, y eso le resultaba casi siempre muy molesto.
Cuando se despidió de Andrés y llegó a su casa, con la cabeza aún turbia de estos recuerdos y de los de las dos noches anteriores, se encontró con la mujer dormida sobre su cama, sosteniendo contra el pecho su pijama, el rostro más infantil que nunca, limpio y adorable. A Manolo le impresionaba siempre ver a una mujer dormida, cerrada en su mundo inaccesible. Pero, aun así, le afectaba más la sorpresa de su presencia inesperada justo el día en que su marido había desaparecido dejando tras sí charcos de sangre y un coche tiroteado. Comprendía vagamente que, sola y asustada, había buscado refugio donde creyó tenerlo y él, que estaba dispuesto a ampararla, no lo estaba, sin embargo, a seguir arrastrando aquella historia de amor que solo podía llegar a ser nostalgia, ni a tirar por la borda su tenacidad frente al adulterio por mucho que no fuera ya delito y sí práctica progresista y, por lo tanto, democrática. Manolo ni hurtaba, ni mataba, ni robaba mujeres del prójimo, aunque el prójimo fuera como Pablo. En breve tampoco cometería actos impuros, si es que la naturaleza le daba un poco más de aguante, que estaba por ver.
Él quería una mujer como Aurora, dulce y dócil, con la edad y la alegría de Margarita y sin ninguno de los problemas de ambas: mitad mármol, mitad silencio, lejana presencia y, en ocasiones, almohada en la que apoyar la frente cargada de nobles pensamientos; trampolín para soñar y blanda paz a la que abrazar. Sabía de sobra que no existía, del mismo modo que comprendía que, aun encontrándosela, jamás le diría algo ni la invitaría a compartir una vida tan silenciosa y tozuda como la suya. La mejor mujer tendría reparos graves en convertirse en un mueble de estilo, del mismo modo que él los tendría en dar a la mujer la parte de sí mismo que correspondiera a la mujer: él era un Manolo de una pieza, compacto e indivisible.
De todas maneras, le gustaba mirar a Aurora dormida y reparar con detalle en la ligerísima sombra de los ojos, en el carmín tenue de los labios y en las uñas limpias, sin color, rematando unas manos todavía jóvenes y que en otro tiempo habían sabido arrebatarle. Era como mirar llamas en el hogar: algo que le llevaba lejos del tiempo aquel de hoy; lejos de él.
Como jugando, pero convencido de que era un juego peligroso, se echó a su lado y trató de llenar diez años de soledad con aquella postura. Podían, por ejemplo, haberse casado. Aquella podía ser su casa en lugar de la guarida de un tipo que iba volviéndose huraño. Podían incluso decidirse a empezar sin errores: Pablo, desaparecido o resurrecto, podía irse a la porra y Aurora y Manolo construirse una vida así, como estar echados juntos, como dormir.
Cuando volvió a la realidad se encontró con los ojos despiertos de Aurora, que sonreían tranquilos como lagos.
—Me he escondido aquí —le dijo, y él la notó nerviosa—. ¿Cuándo has llegado?
Le gustaba despertar y haberle encontrado a su lado, muy cerca, aunque posiblemente igual de inaccesible.
—Hace un instante. Pensaba. Pensaba en ti. ¿Lo estás pasando mal con todo este lío?
—No. Cuando me he dormido, también yo pensaba, Manolo. Me gustaría vivir contigo. ¿Por qué no decirlo, al menos? Tú y yo juntos seríamos muy especiales.
"¿Durante cuánto tiempo?". A él hasta le daba miedo pensar en todo aquello porque parecía demasiado fácil decidirse; porque el fantasma de la felicidad le empezaba a parecer cierto. Además, si Pablo hubiera muerto de verdad... Bueno: pues, aún muerto, aquella no sería una buena historia. De todas formas, nada dijo: le pasó un brazo por debajo de la cabeza y la atrajo hacia sí. Definitivamente no era un santo ni quería serlo al lado de aquella mujer que de verdad le quería: a Manolo nadie le había querido desde hacía mucho y Aurora podía ser amante y hermana.
Ella, en silencio, percibía los titubeos del poeta y sabía ya antes que él lo que iba a pasar: con ello echaría definitivamente a Pablo Casavieja de su vida y sería como nacer o como morir: cambiar de mundo. Además, Manolo la atraía profundamente y sentía la necesidad de descansar en él, de ser para él y cerrar al fin los ojos llena de paz.
Ambos creían recordar el cuerpo del otro aún mejor que el carácter del otro, y descubrirlos de nuevo era como volver al lugar de los juegos de la infancia y creer en las cosas maravillosas en las que alguna vez creyeron. Solo que, para eso, Manolo tenía que dejar también algunas de las cosas en las que ahora creía, como la norma justa, que debe de estar por encima del capricho, por encima de la excusa personal que todo lo justifica. Una mierda de mundo donde todo lo que te pasa a ti es justo si te gusta; una mierda de mundo en que lo más verdadero es la comodidad propia.
No. Igual que con la OTAN: no. Manolo, en el último instante, se apartó de Aurora, dejándose en ella, quizá, lo que le quedaba de corazón, que nunca fue gran cosa, pero con la voluntad de acero otra vez despierta: él no estaba hecho para hacer lo injusto y no lo haría.
—Lo comprendes, ¿verdad?
¡Qué iba a comprender! Aurora también llevaba varios meses desorientada y en plena contradicción. Tampoco ella consideraba justa la vida, pero, la verdad, daba menos importancia que Manolo a sus promesas matrimoniales.
—No son tus promesas —dijo él—. Es que volveríamos a repetir la misma historia. Mira.
Fue, medio desnudo aún, hasta un cajón de la cómoda y lo volcó sobre la cama: cayeron un montón de prendas femeninas de todo tipo pero de escaso tamaño y Aurora se las quedó mirando sin comprender. La mente deformada por tanta psicología de revista la llevó primero a pensar en el fetichismo que en lo más evidente: Manolo se las tenía con alguna otra mujer.
—¡Qué tonta soy! —dijo al fin. Tendió inconscientemente la mano hacia las ropas, pero la retiró medio avergonzada.
—Todas las cosas han sucedido ya, ¿verdad? —añadió pensando en el episodio de su hermana y Manolo—. Siempre es tarde.
Manuel Acán miraba la habitación con ojos de director de escena: le había quedado demasiado teatral y pensaba que solo faltaría que se presentase Margarita a decir sus líneas, en cuyo caso podía convertirse todo en una comedia de "boulevard". Afortunadamente no sucedió así y ellos dos pudieron quedarse un rato quietos y callados, ella tumbada, él sentado, cogidos por la derecha, pensativos.
—Además —dijo Manolo al fin— lo que nos ha sucedido lo ha ido provocando Andrés. Tu marido le engañó con su mujer y él ha hecho todo lo posible para que tú y yo nos viéramos. Ha querido vengarse de Pablo a través de nosotros, y yo no estoy hecho para esas cosas.
Aurora pensó en como Andrés, efectivamente, había ido mezclándose en todas las cosas, con una excusa o con otra, pero no se sintió indignada.
—No me importa —dijo—. Tampoco me importa Pablo. Si me importa creer que he hecho el ridículo delante de ti. ¿Te he perseguido?
—¡Qué cosas se te ocurren! —él le apretó aún más fuerte la mano y sonrió amistosamente—. Tú y yo siempre seremos de los mejores y no debes avergonzarte de nada que me digas. ¿No confías en mí?
Ella se había tapado los pechos con la sábana y la verdad era que ya no confiaba en nadie. Todo aquello de ahora Manolo se lo pudo haber contado mucho antes. También empezaba a comprender que el suyo era un problema de amargura y no de amor: entonces había vuelto a encontrar a Manolo y le pareció un camino más fácil y esperanzador. A pesar de aquella ropa extendida sobre la cama, seguía inclinada a pensarlo.
Basta con pensar en la noche de San José, cuando se hubieron entregado los premios y ellos salieron juntos a la calle, él insistiendo aún en llevarla a casa de sus padres y ella decidida a ir a la de Manolo, no solo para evitar las meditaciones de papá y mamá sobre el matrimonio, sino para sentirse protegida por un hombre en el que se podía confiar.
Pablo, que definitivamente estaba algo logo, les acechaba subido a su coche. Cuando el concejal sin cartera y mantenedor, tras la entrega de trofeos, diplomas y artísticos cheques, empezó a entonar el canto del cisne de aquella noche, Pablo Casavieja se eclipsó con singular habilidad: un momento antes estaba allí aplaudiendo, y uno después en su sitio quedaba apenas una corriente de aire.
Materializado de nuevo tras el volante de su coche, allí se estuvo sin pensar en nada, como una peña sin ojos, dejando que el quorum se fuera deshaciendo. Verdaderamente estaba vacío, pues todo lo pensable lo pensó durante la cena y hasta alumbró un sencillo plan de acción al que ahora pensaba entregarse: poner el coche en marcha cuando Aurora y Manolo pasaran por delante, apuntar cuidadosamente y confiar en hacer un buen blanco. Conducción temeraria, como todo el mundo sabe, no es asesinato y, además, cualquier juez en sus cabales, es decir, demócrata, distingue entre un simple elector y un vicepresidente autonómico al que el coche se le ha desmandado. Con las ventanillas abiertas, lo tenía todo previsto para caer él también al agua y abandonar por ellas el barco. "El barco se hunde y yo estoy dispuesto a partir": he aquí el verso con el que terminaba "Los Escándalos de Crome", de Huxley, que había acudido a su mente como justificación literaria en una noche dedicada a la literatura.
Tras un tiempo indefinido y cuando el grueso de los comensales había desfilado ya, salieron Aurora y Manolo. Les dejó alejarse veinte o treinta metros, arrancó sin encender las luces, y cargó, al galope de sus mecánicos caballos, exactamente igual que el séptimo de caballería o, al menos, como Prim en Los Castillejos.
Los dos traidores caminaban juntos, pero no cogidos, por la orilla del mar que ronroneaba como un negro gato dormido. La noche se iba volviendo desapacible; las estrellas, que antes despuntaban, habían sido barridas por las nubes. Aurora se estremecía en silencio y Manolo percibía sin mirarla los ligeros temblores: podía ser el fresco húmedo como podía ser la pena negra. Y ahí estaba él, bajo la misma noche, mezclado en una historia de mal amor que no era la suya; metido en las esquinas de un matrimonio que se rompía; puesto entre la mujer y el loco o entre la loca y el marido.
Por el rabillo del ojo vio Manolo como el coche que oía acelerar se les venía encima con las luces apagadas. Recordó el premeditado puñetazo de Pablo al cristal del Club Marítimo, y no tuvo ninguna duda. Sin tiempo para dar explicaciones, tiró de Aurora y fueron los dos al mar, que estaba frío, pero no tanto como podía suponerse. El coche, descontrolado, pasó por encima de sus cabezas y se zambulló con gran estrépito.
Manolo hizo subir a tierra a la mujer por una escalerilla de las que se usan para las embarcaciones y, cuando comprobó que el burro de Pablo Casavieja no salía a flote, nadó hacia donde había caído el coche. Buceó y, al tacto, comprobó que a Pablo se le había enredado un pie en el volante: el resto del cuerpo lo tenía ya fuera del coche naufragado, pero aquel maldito pie se negaba a seguir el destino del resto. Manolo ayudó a tirar y por fin salieron los dos a la superficie. Pablo no nadaba ya, y haría falta toda una colección de medidas de capacidad para averiguar cuánto océano se le había metido en el cuerpo.
Lo embarrancó, a empujones, en un varadero por donde subían y bajaban embarcaciones con chigre y lo fue arrastrando hacia arriba cogido por el cuello de la chaqueta. Ya en seco, le apretó el costillar varias veces y lo sacudió con variedad, pues maldito si estaba dispuesto a aplicarle la respiración boca a boca.
No lo haría tan mal, pues Pablo revivió al poco. Volvió al mundo de tan mal café como había partido con el añadido del frío y de una carraspera que no le permitía ventilar el negro interior a su entera satisfacción. También otra gente volvía del lejano estacionamiento atraída por el estruendo: un coche que pega contra el mar suena como el aplauso de un gigante.
—Canalla —le dijo Pablo a Manolo en prueba de agradecimiento—. ¿Dónde está mi mujer?
—Viva, pero mojada —respondió el salvavidas con una sonrisa cristiana.
—Os mataré a los dos, tenlo por seguro —susurró el político entre dos toses y algo de agua salada.
—¿Llamo a la ambulancia? —preguntó el hermano Manolo, que amaba a su prójimo más allá del reglamento.
—Ya me puedo poner en pie —Pablo Casavieja lo demostró. Sentada en un noray y cubierta con una manta que alguien había sacado de un bote, estaba Aurora tiritando. Pablo, al divisarla, también tuvo un alegre obsequio para ella: —Mala puta.
No era un tipo por cuyo regreso a la vida se pudieran encender cohetes, no. Aunque nadie le preguntó, siguió dando detalles sobre su estado:
—No ha sido nada. Me encuentro bien.
—¿Seguro?
—Como nuevo —afirmó, creyendo, equivocadamente, que el interés de Manolo era puramente cortés, cuando Manolo se estaba asegurando de que Pablo pudiera resistir sin muchos traumas el segundo acto de la obra.
Cuando se levantó el telón para los espectadores Pablo afirmaba estar bien y Manolo quería cerciorarse: "¿Seguro?". "Como nuevo", insistió Pablo y ahí se terminaba el diálogo. El resto era pura acción y hay que tener en cuenta que Manolo medía sus buenos 187 centímetros y nunca bajaba de los ochenta y cuatro kilos. Se explica el detalle para dar una idea de la contundencia del trallazo que le soltó al presidente del Patronato de Cultura tan pronto como estuvo seguro de que se había recuperado y se encontraba en condiciones de replicar si era su capricho. Manolo, como los osos polares, no permitía que su mirada avisara de lo que pasaba por su cabeza y era lo bastante católico para que su mano izquierda fuera la última en enterarse de lo que hacía su derecha.
El caso es que no hubo turno de réplica, puesto que ochenta y cuatro kilos metidos en un puño silencioso dan bastante de sí cuando se meten en dialéctica. Pablo Casavieja volvió al agua negra de la noche algo desorientado y, cuando por fin le tendieron un bichero y salió como Venus de las espumas, Manolo y Aurora se habían marchado a la casa del poeta, donde pusieron a secar las ropas delante de la chimenea, y la mujer comprobó que se las veía con un caballero que le prestó pijama y batín y aún una bufanda que no quedó claro para qué debía usar la mujer.
Manolo se obstinó entonces en no mirar a Aurora a pesar de ir esta más vestida que en otras ocasiones de su vida pública. En el mundo de Acán funcionaban vedas variadas que incluían corbatas de lazo, tirantes, armas de fuego, revistas pornográficas, carnes de partidos y mujeres del prójimo, no ya por el aquello de compartir lo incompartible, sino por el puro egoísmo de no andarse con tapujos ni mentiras.
La verdad sea dicha, tampoco Aurora sentía aquella noche ganas de seducir a nadie mientras se le caía encima, y a pedazos, su matrimonio. Agradecía la compañía voluntariamente fraternal de Manolo y ambos comprendían, en masculino y en femenino, que, caso de traicionar Aurora a su marido en aquel momento, sería más una cuestión de venganza que de amor.
Pablo Casavieja había llamado por teléfono más tarde, insistiendo en describir las cosas medievales que le haría a Aurora antes de quemarla y aventar sus cenizas. Juraba que les estaba viendo a través de la ventana con visillos y que iba a mandar a la policía a detener a alguien.
Por fin la tensión le reventó a Aurora a través de los ojos porque —por si Manolo no lo sabía— era la mujer más desgraciada de la tierra, con ganas de morir y morir para siempre, asqueada de una vida que no le había salido con arreglo a los cánones de las novelas rosa ni de sus sueños de niña. Había sido años —añadió— de sentirse vejada, ignorada, utilizada y almacenada en el cuarto de los trastos. Años de no ser, y de miedo, existencial y del otro. Por eso lloraba y quería seguir llorando la mayor parte de la noche. Por eso y por no pensar, porque todavía no se sabe de nadie que piense mientras llora o de que llore a la luz de la razón.
Dicho lo cual Aurora se quedó rápidamente dormida en el sofá y Manolo, que era más antiguo que un punk y más moderno que un existencialista o un tipo del mayo francés, la llevó en brazos hasta la cama y la arropó pensando en hermosas nostalgias que no hacían referencia al sexo. En las mejillas de la mujer dormida había quedado la huella húmeda de las últimas lágrimas, y él la borró con el pulgar mientras se regañaba por no compartirlas, por no estar apenado siquiera. Estaba, sencillamente, fastidiado y casi arrepentido de haber intervenido en aquella historia guerrillera y cruel urdida por el Coyote-concejal. Andrés Nilson para el censo.
Dieron las tantas
Dieron las tantas y, algo después, las tantas y pico. A Pedro Gómez el día se le había ido en búsquedas, apenas con tiempo para comer en casa. Otros, al menos, habían estrenado primavera tiroteándose por esos mundos con contrabandistas de droga, o registrando lugares misteriosos donde encontraban pistolas o papelotes no menos cargados. Él, con eso de ser de la ciudad y conocer a todos, había navegado de pregunta en pregunta, confiando en dar con el desaparecido Pablo Casavieja antes de la medianoche, órdenes del gobernador, porque los políticos se iban poniendo nerviosos y esquinándose.
El Sumo Autónomo y el contrabando de divisas. El mismo Pablo-Desaparecido, socio del importador de droga. El alcalde metido en chanchullos urbanísticos con el mismo Tarsicio y, junto a ellos, infinidad de caza menor, secretarios y concejalillos... Si no salía pronto a la luz Pablo Casavieja, de donde quiera que estuviera depositado, la polvareda sería huracán, simún mejor, y seguramente se llevaría al comisario y a él de cabeza a las Vascongadas, para que aprendieran a brujulear.
Pedro Gómez no sentía ninguna simpatía por Pablo, y más desde la noche de San José, en que le había ido a ver tardísimo para exigirle que detuviera a Manuel Acán y a su propia mujer que, por lo que se maliciaba, estaban poniéndole los cuernos tan ricamente.
—Pues habrá que volver a penalizar el adulterio —le respondió Pedro—. Hasta entonces no puedo hacer nada.
Igual le dio: se obstinó en poner denuncia contra su mujer por abandono del hogar, y de nada sirvió que Pedro, como viejo amigo, tratara de disuadirle explicándole que aquello era, en primer lugar, enfangarse en la cabronada y, en segundo, asunto de juzgado y no de comisaría. Afortunadamente Pedro Gómez no volvió a ver a Pablo, aunque daría algo por tropezárselo. A lo largo del día muchos creyeron dar con él por confiar en los anónimos. También se habían recibido tres peticiones de rescata y, con tanto revuelo de cartas, aquel se estaba convirtiendo en un caso con exceso de pistas, como si lo hubiera llevado a cabo un novelista especializado en el género policíaco.
En el bar-teatro "La Taverna" Pedro se había encontrado con el Grupo Zeta al completo representando algo que les exigía vestir de mamarrachos y espantapájaros, como solía ser norma en ellos. Entre el público, el gobernador, el excelentísimo alcalde y el Sumo Autónomo, se conoce que en funciones de detectives: los tres se olían algo relacionado con "La Taverna" o con la Carme, que más tarde se quejó a Pedro de haber sido interrogada por semejante trío de autoridades. ¿Era aquello anticonstitucional?
—Según hayas votado, Carme. Si son tus representantes, o sea que te los has dado a ti misma, es cosa de pensar que actúan en tu beneficio.
La Carme prefirió guardar un silencio precavido: corría la voz de que Pedro, en la intimidad de su hogar, se entregaba a secretos cultos franquistas y a subrepticias lecturas de "El Alcázar".
—Todo el mundo busca a Pablo en voz baja —añadió—. Pablo es un hombre muy raro y hace lo que le da la gana.
—El caso es saber dónde ha ido a hacerlo. ¿Dónde suele, Carme?
—¿Y yo que sé? —mintió ella con facilidad—. Aquí mismo, por ejemplo. A veces se ponía a tocar la guitarra y a cantar cosas de Paco Ibáñez: don-di, don-di, don, don, don, don dinero, ya sabes.
No sacó nada más ni de la Carme ni del travestido que hacía de gerente y afirmaba ser el dueño. Cuando Pedro le informó que era secreto a voces que los propietarios al alimón eran Pablo y Javier Pons y Pons, se escandalizó y dijo que no había que hacer caso de las murmuraciones y que, por si las moscas, no sabía nada de ambos.
—Es curioso que hayan desaparecido los dos a la vez ¿eh?
Quizá lo fuera. A aquellas alturas de la noche Pedro Gómez no juraría con una mano en el corazón, pues lo mismo andaban ya los dos por Francia, franco en mano, corriéndose una juerga a la salud de quienes les buscaban. El mundo agusanado que generaba Javieres y Pablos, Cármenes y travestidos, bien podía permitirse el lujo de trasvasar canallas de una a otra nación sin que pestañearan las estructuras democráticas y financieras.
No hizo caso Pedro a las miradas alertas, parecidas a ondas de radar, que las tres autoridades —gobernador, sumo autónomo y alcalde— le lanzaban sin descanso. Por lo menos dos de ellas debían de temer que se acercara a la mesa y les pusiera las esposas. La tercera, o sea el gobernador, caso de que estuviera in albis de los tejemanejes, temía que levantara el faldón del escenario y sacara a Pablo, bien cadáver ya, como saca un prestidigitador un conejo de su chistera.
Aquel fue, más o menos, el momento elegido por Andrés Nilson para infestar aquellos contornos. Llegaba visiblemente a medios pelos, convenientemente apuntalado por el esbirro Cogque que, ciertas noches tumultuosas y populistas, le hacía de claque y de guardaespaldas.
—Bien, bien, bien —saludó—. ¿No dimos aún con el cadáver? Hazme caso y vigila las albóndigas, Pedro, que hay por ahí mucho desaprensivo.
Pedro Gómez, en el fondo de su limpio corazón, intuía que Andrés estaba metido en el ajo, pero que no había forma de comprobarlo por ahora. Tampoco creía que con Andrés Nilson fuera bueno aquello de "in vino veritas", mayormente porque Andrés olía a ginebra, y "ginebra para dos" pidió en la barra.
—Y paga mi cegveza —dijo Jorge, dejando muy claro que Andrés valía por dos a la hora de quemarse el gaznate.
—Si yo fuera locutor de televisión —siguió Andrés— no dudaría en afirmar que la ciudad está tomada policialmente. Por menos de eso se afirma de Santiago de Chile. Cada vez que voy a tomar una inocente copa, con estrictos fines digestivos ya sabes, tengo que sacar de dentro a un policía.
—Ya será menos.
—Pues medio policía. Mira: te autorizo a que mires en mis bolsillos, Watson, y terminemos de una vez. Cualquier sacrificio antes de que sospechéis que me he guardado a Pablo. La carne de los pablos no es comestible, ¿verdad, Jorge?
—Zí —dijo "Cogque" soplando en su cerveza—. No tenemos a Pablo.
Pedro, tras los ojos achispados de Andrés, veía una burla que no tenía nada de alcohólica. Si Nilson se había dado cuenta de la vigilancia era evidente que rondaría de aquí para allá, inquieto y dicharachero como un gorrión al amanecer, sin desenterrar a Pablo, si es que era él quien lo había liquidado. Otro candidato, ausente por el momento, era Manolo Acán, pues todo era posible si Pablo Casavieja le había provocado lo suficiente.
—¿Sabes lo que pienso de todo este asunto? —le preguntó retóricamente a Andrés—. Pienso que tú no terminaste de hacer cosas el día del mitin de la OTAN.
—Elemental, elemental —dijo Andrés guiñando el ojo a la camarera "top-less" y preguntándole, en un aparte, de dónde se había sacado aquella floración pectoral—. Ayer mismo se lo dije a Pablo mientras nos vivificábamos con espíritu de vino: Pablo, muchacho: aún no he dicho la última palabra. ¿Verdad, Jorge?
—Zí —confirmó "Cogque", que no tenía ningún interés en mentir.
—Y él me dijo: Andrés, déjalo estar: los cohetes americanos son tan malos como los rusos. Y lo le respondí; pero alcanzan más lejos. ¿Crees que alcanzan más lejos, Pedro? A mí, personalmente, me tiene sin cuidado que le peguen un cohetazo a Vladivostok y menos aún a Nijniy Novgorod: qué mala leche de nombre.
—No hagas cuento conmigo, que no estás tan soplado.
—Claro que no. O sea que debe de ser culpa de la humedad este atontamiento, porque atontado sí debéis creer que estoy para rodearme de policías y confiar en que no me percate o entere —meditó al respecto mirando a Pedro Gómez con unos ojos fríos y lúcidos que no quedaban enmascarados por la expresión general de cansancio—. Aquel de allí lo mismo pretende pasar la noche debajo de mi cama.
—¿Sabes, al menos, donde está Aurora?
—¿También ha desaparecido? ¡Esto no es un día, es una sesión de magia! De un momento a otro se apagará la luz y ya no estaremos.
Por supuesto que Andrés se imaginaba adónde podía haber ido a a parar Aurora, pues no se había acabado de creer la solemne declaración de Manuel Acán, dos noches atrás, de que Aurora y él no eran amantes. Hay cosas que son imposibles de tragar en democracia: el cuento aquel y la ginebra de "La Taverna".
—¿Y si se ha reconciliado con su marido? —preguntó, súbitamente inspirado—. Como si les viera en su nidito de amor, junto al fuego, diciéndose ternezas. ¿Tendrías corazón para romper un momento así?
—Zí —dijo "Cogque", metiendo baza inesperadamente.
—Yo sé lo que te hizo Pablo a ti —advirtió Pedro.
Pero Andrés tenía ojos de cocodrilo y no se le inmutaron para nada. Podía ser que Pedro supiera lo que sucedió entre Pablo y su ex, pero no sabía nada más, y así convenía que siguiera.
—Pablo, en cambio, no sabía que tú lo supieras.
—Repite eso, que he sentido como un chasquido en las meninges —se guaseó el concejal—. No sabía que yo supiera que él sabia... Ginebra para dos —resumió para los efectos de la economía de mercado.
—Paga mi cegveza —insinuó "Cogque".
—Pídeme un bocadillo de pan solo —le ordenó su amito, que miraba a las tres autoridades entre zumbón y "malcafetado", si es que sirve esta palabra para indicar la mala lecha específica que ponía Andrés en sus miradas. Luego explicó algo de su filosofía abisal al policía:
—No me gusta este perro mundo, Pedro. Fíjate en todo el estiércol que ha salido de un solo jardín, un manzano y un hombre que no supo decir que no. Apenas seis mil y pico años —según el Esquire Guthrie— y se nos ha llenado de diputados, autonómicos y alcaldes con sueldo. Tú dirás que habla por mi boca un concejal en paro, pero te equivocas: quien habla es un ciudadano en paro que no tiene un mendrugo de soberanía con que quitarse el hambre de independencia.
—Eso te ha salido muy propio, Andrés.
—Debí de leerlo en "Fuerza Nueva" o en "El Alcázar" —se disculpó Andrés mientras recibía de su esbirro el panecillo encargado. Rompió un par de trozos y se los tiró alegremente al sumo autónomo, al alcalde y al gobernador—. Pitas, pitas...
—¿Qué haces, loco? —dijo Pedro, atrapándole la mano.
—¿Ves lo que te digo? Ya ni practicar el Evangelio deja la policía. Dar pan al paniaguado. ¿O no es así? Algo de dar pan sí que dice el Evangelio, pero no me acuerdo de a quién hay que tirárselo.
Las autoridades se habían puesto de pie y, sonriendo como auténticos demócratas, iniciaban una retirada estratégica por el foro. Ante la huida, Andrés hizo un simulacro bien logrado de cacareo, a cuyos sones acudieron la Carme y Margarita, vestidas aún de los mismos mamarrachos que durante la representación.
—Si no sabes beber, no bebas —le informó la Carme, que también había soplado de lo lindo a causa de haber tenido escondido en la finca a Javier Pons y Pons durante todo el día: al caer la noche había emprendido la huida hacia el aeropuerto, donde tenía un punto de confianza para intentar huir, aunque fuera con barba, en un vuelo chárter.
Margarita, disfrazada posiblemente de coliflor o de cualquier otra hortaliza parecida, acababa de fingir un colapso amoroso en el escenario, junto a un árbol de hojalata, todo dentro de un amplio espíritu freudiano, pero estaba fría como una brisa marina: todavía no se había sacado de la cabeza la especie de melancólica calabaza final que le había dado Manolo: no era chica a la que se echara de un catre sin caer en negras depresiones.
—Y no alborotes —puntualizó los consejos de la Carme.
—No sois nada democráticas —argumentó Andrés en puro estilo parlamentario—. A fin de cuentas, estoy en una casa el pueblo, en una casa pública.
—Mira lo que dices —avisó la Carme.
—He dicho casa pública: nada de mujer públicas, ni de policías públicos, ni de concejal privado... Creo —añadió meditabundo— que escribiré un libro sobre el marketing político: "Cómo hacerse concejal en diez lecciones, con algunos ejemplos tomados de la realidad". Tomás López, por ejemplo, se acostaba con la hija de un socialista histórico y, en el revuelo de la unión con los renovados felipistas, pues se encontró en la lista y pidiéndole a la chica que le enseñara a canturrear la Internacional. Agapito —que ya son ganas de llamarse— pegó el braguetazo, dejó su empleo de número de la Guardia Civil y pagó un año de alquiler de la Casa del Pueblo, generoso el tío. ¡Zas! Concejal.
Pedro Gómez atendía con los oídos, pero olfateaba como un pachón. Acababa de ver entrar a Manuel Acán, serio y sólido como siempre, y se decía que eran muchas las personas relacionadas con la desaparición de Pablo Casavieja las que, repentinamente, tomaban tierra en "La Taverna". Las mujeres, no, claro, porque trabajaban allí. Pero las autoridades, Andrés y su esbirro, Manuel Acán... ¿Y si Pablo estuviera en algún rincón del edificio, tapado con un decorado o debajo de una alfombra? Porque en alguna parte estaría Pablo almacenado. Pablo o lo que quedara de él.
Sin embargo, Margarita le había visto antes y, aún embarazada por su disfraz de coliflor, estuvo a su lado casi inmediatamente. Quería desafiar a Manolo con malas artes de mujer, a que le repitiera que "todo había terminado". Solo que el poeta esotérico, asilvestrado por la guerrilla política, no tenía ganas de hablar de asuntos personales. Quería enseñarle a Andrés un periódico, gubernamental y madrileño, que comentaba que "Un escritor de la Extrema Derecha engaña a todo un jurado".
—¿Por qué lo hiciste? —le regañó Margarita.
—Yo, ¿qué hice? Me plagiaron a mí: hay leyes que me protegen a mí. Y, encima, soy apolítico por motivos de salud.
—Pero el periódico, no, tonto. Arrastrará tu nombre por el fango: hoy eres ultraderecho y mañana puedes ser católico y pariente de Mussolini por parte de tía... ¿Quién sabe?
Pedro ya se había acercado, justo a tiempo para oír el argumento del drama:
—¿Crees que es un insulto ser de extrema derecha?
—Creo que es un insulto no decir la verdad. Tú, como policía, debes saber que en esta condenada tierra nadie la dice. ¿Alguno de los que has interrogado hoy se ha atrevido a decirte lo que de verdad es Pablo Casavieja?
Andrés, que había echado un vistazo al periódico y estaba la mar de satisfecho de lo publicado, levantó el brazo, como cuando le pasaban lista en clase:
—Servidor. Y, con todo, me he dejado muchas cosas en el tintero, o en el buche, según se mire. Pablo, por ejemplo, es uno de los dueños de esta casa de putas disimulada. ¿Lo sabías, Pedro? Carme, cariño, juega al bonito juego de la sinceridad con el compañero policía, trabajador de la sinceridad. ¿Fuiste o no fuiste con Pablo a Trípoli? ¿Tiene o no tiene acciones en los hoteles de la ex-Rumasa?
La Carme, que temía preguntas aún más comprometidas, prefirió decir con mucha psicología de revista que Pablo era un hombre a medias traumatizado, y con alguna rareza.
—¿Le has visto alguna vez las venas del brazo? —siguió Andrés, dando a entender problemas de droga, que la Carme sabía posibles aunque no probables—. ¿Sabes, compañero policía, que a Pablo solo le gustan las mujeres casadas? Le puedes rodear de jóvenes huríes solteras y apenas pestañeará si es que no tienen novio, pero las mujeres de los otros le encienden la sangre; pero no es amor, sino codicia, ¿verdad que cualquiera diría que Pablo es una joya, queridas comadres?
Pedro, sin querer, había vislumbrado un regimiento de maridos que afilaban hachas y otros elementos útiles. ¿Podía pensar en algo así como explicación para la complicada desaparición de Pablo Casavieja? ¿Y su mujer, entonces?
A hablar de ella había ido Manolo. Estaba seguro de que Andrés le había gastado a Pablo alguna pésima broma y quería comunicarle que Aurora había ido a anidar a su piso. Él no rehuía los problemas, pero, al contrario que Pablo, no quería saber nada de mujeres casadas: por alguna oscura razón de su inconsciente, las casadas, por hermosas que fueran, le parecían viejos artefactos, sellos usados, letras picudas de antiquísimas cartas. ¿Haría el favor Andrés de deshacer los entuertos necesarios y dejar que las aguas y Pablo volvieran a su cauce?
Pedro, por fin, se fue o fingió hacerlo. En la puerta charló con otro policía que merodeaba por allí: buscar de madrugada les parecía, en principio, inútil a los dos: a pleno sol no habían dado con el consejero Pablo, de manera que difícilmente lo harían a oscuras. Rondarían algo más, sí, para cubrir el expediente, y el nuevo día les encontraría dispuestos a hallar a Pablo si es que, por casualidad, quedaba algo de él.
La Carme y Margarita habían ido a quitarse los disfraces teatrales y a sustituir el maquillaje de teatro por el de calle. La Carme se había pasado acompañada todo el día desde que se enteró de la desaparición de Pablo, y pensaba aprovechar la soledad final de la noche para hacer una visita misteriosa. No sabía si la movía el miedo o la curiosidad, pero el caso es que sería incapaz de dormir si no iba al apartamento secreto de Pablo. Estaba alquilado a nombre de uno de esos extraños socios que iban y venían con recados y comisiones, del que la Carme no sabía si era compañero de partido o solamente de oscuridades económicas.
La Carme, a los veintinueve, empezaba a moderarse y, por el camino de las mancias, la astrología y la metempsícosis, estaba volviendo a creer en Jesús. Decía Jesús y nunca Cristo ni Dios y, encima, era un Jesús de andar por casa, no poco acomodaticio, hippie, liberal y tolerante con las cosas de cintura para abajo, pero aun así su voz ya la advertía contra las malas compañías, no solo de cama sino de conciencia. Ya era hora: un aborto ilegal, dos gonorreas y una sífilis debieran ser aviso bastante para cambiar de vida, todo ello unido a una hepatitis con secuelas, una gastritis ya crónica, un incipiente alcoholismo y visitas cada dos por tres a un neurólogo que hacía las veces de psiquiatra y era quien le facilitaba el Valium para los momentos en que el mundo asqueroso se le caía encima, que eran muchos y desagradables.
La Carme, desde el principio, no vio claro en la desaparición de Pablo Casavieja. Pablo estaba a medias loco y tenía extraños caprichos amorosos, pero no había llegado a ninguna chaladura capaz de hacerle perder de vista sus propios intereses. No creía que le hubieran raptado: no en vano era socialista. Tampoco creía que hubiera huido a causa de algún lío fracasado, así que lo más probable era que estuviera refugiado digiriendo la pataleta de los premios San José y de su mujer huida, en la amable compañía de un bidón de güisqui. Las altas miras de Pablo y su tierno corazón no incluían el abandono de la furia: ya había intentado atropellar a Manuel Acán y a Aurora, y lo más probable era que, con la excusa de no estar o de haber sido raptado, intentara pegarles un tiro. Tenía una herramienta belga para el caso, negra y pesada, con la que una vez se empeñó en recorrer el cuerpo asustado de la actriz. La Carme pensaba que era muy capaz de usarla.
Algo así se le había ocurrido a Pedro Gómez tan pronto como salió de "La Taverna". En un momento no entendía nada y, al siguiente, calibrada la esquinada psicología del consejero autonómico, creyó ver la luz deslumbrante de la verdad: Pablo Casavieja era perfectamente capaz de estar preparándose una noche de San Bartolomé y era lo bastante inteligente como para haber urdido una serie de locuras que incluso le acusaran de prevaricación y otras lindezas para que nadie dudara de que su desaparición era forzosa. Luego, a lo bestia, según su estilo, despacharía a Manuel Acán y a Aurora, lo que podía haber sucedido ya en el caso de la mujer, y a otra cosa, mariposa.
—¿Será posible? —se preguntó en las proximidades del coche.
Andrés, que oteaba el horizonte como un serviola profesional desde la esquina de una ventana, tomó nota del titubeo de su amigo policía. Hay que decir en honor de Andrés Nilson que no tenía un pelo de tonto y que, a pesar de ello, interpretó mal la duda metódica de Poligómez. Según su forma de ver el asunto e incluso según la "filosofía de la operación", el poli solo podía titubear por una razón: irse, o vigilar a cualquiera de los presentes: Manolo, Jorge o él mismo, sin contar a la tropa del grupo Zeta.
Sabía de sobra el concejal que la Carme, con repetido acceso a la intimidad negra de Pablo Casavieja, conocía de sobra el piso secreto, e intuía que la mujer aprovecharía la oscuridad y el sueño de la ciudad para hacer una descubierta en aquella dirección. Si para entonces Pedro y su otro compañero seguían infestando los alrededores, se pondrían tras la pista, alegres y saltarines como podencos a los que la liebre les brinca a un palmo del hocico.
Nadie, por la apariencia relajada de sus labios y por la quietud de sus ojos hubiera podido adivinar que Andrés cavilaba. Pero lo hacía, y era casi seguro que la presión que soportaban sus meninges superaba ya las tres atmósferas: en los próximos segundos alumbraría una idea o se le fundiría alguna biela.
—Así que tienes a Aurora en tu casa —dijo como quien se pone a hablar del tiempo—. De eso no me sorprende más que el que te resulte fastidioso tenerla contigo. Es una mujer que vale la pena.
—Sí: las mujeres me persiguen —afirmó Manolo con seriedad escéptica—. Es como una maldición: para ellas verme es desearme. Ejerzo un atractivo fatal.
—Será el olor —aventuró Andrés, haciendo señas al compañero "Cogque", que estaba por allí para lo que le mandaran—. Por otro lado, eres un maldito remilgado, Manolo.
—A nadie le amarga un dulce y todo eso, ¿verdad? A mí tampoco, Andrés, pero últimamente me da por recuperar mi propia estima. Y mi propia estima dice que las casadas se sientan mal. Dice más cosas, claro, pero ese es el resumen.
—O síntesis —veía como la pareja de policías se habían puesto a fumar apoyados en el capó de un coche. Si salía la Carme con rumbo al piso secreto, la seguirían sin duda—. Oye, Jorge.
—¿Qué quieguez?
—Sería muy largo de explicar, pero me gustaría que salieras, le pegaras una pedrada a cualquier escaparate y echaras a correr como un ñandú, si es que sabes a lo que me refiero. Dos policías te perseguirán, pero confío en que la vida de jardinero te habrá ensanchado los pulmones.
—No tengo ninguna piedga por aquí —objetó "Cogque", que no encontraba otros reparos al plan.
Andrés le entregó una botella abandonada en la mesa cercana:
—No te dejes pillar. Que nadie pueda decir que un Jorge tiene algo que envidiar a la jaca aquella que galopaba y cortaba el viento yendo para Jerez.
Manolo nunca supo si Jorge entendía el humor de Andrés o si caía en trance con la acumulación de palabras. Él mismo apenas había sido capaz de asumir el extraño capricho de su amigo, que pretendía que Jorge, a altas horas de la madrugada, se hiciera perseguir por la policía.
—Verás —le explicó Andrés, abandonado a Jorge y a su botella cerca de la puerta y llevándose a Manolo en otra dirección—. Esos policías de ahí fuera tienen dos soluciones: o e siguen a ti o me siguen a mí.
—O a los dos —advirtió Manolo—. Uno a cada uno.
—Quizá, quizá —concedió Andrés, al que no le apetecía discutir—. Pero te aseguro que hay una cosa a la que no pueden resistirse: a perseguir dos contra uno a un gamberro que rompe un escaparate en sus barbas.
—¿Y por qué no quieres que te sigan, si no es molestia?
—A mí me pueden seguir hasta el fin del mundo: da asco lo inocente que soy y la poca sangre de justo que cae sobre mi cabeza. No quiero que sigan a la Carme porque, como soy de natural intuitivo, me imagino adónde va a ir al salir de aquí.
—¿Adónde? —preguntó Manolo, a quien ni un día lleno de sorpresas aligeraba la lengua.
Andrés se encogió de hombros y le contó a Manolo su inquebrantable decisión de que el Coyote resolviera "El Extraño Caso del Consejero Ensangrentado". Por si el pedazo de poeta, dado a las musarañas y otras pequeñeces, no se había percatado, la Carme y Pablo Casavieja habían tenido un romance, lío, rollo o apaño, a elegir, y era presumible la existencia de un secreto y coquetón nido de amor.
—Como de verdad Pablo parece haberse esfumado, lo más probable es que la Carme se dé un bonito paseo hasta allí y prefiero seguirla yo a que lo haga la policía. ¿Crees que la Carme sola puede enterrar a un occiso, suponiendo que haya suerte y esté occiso el compañero Pablo? ¿Crees que puede reanimar, con su sola inspiración, a un trúpita que haya dedicado veinticuatro horas al güisqui? Definitivamente, no.
Aunque Manolo no lo confesara, le gustaba recuperar el gusto por lo inesperado, la sensación de aventura, el trabajo nocturno aunque fuera policial y hasta peliculero.
—Puedes ser Starsky o Hutch; claro que tampoco ten vendría mal adoptar temporalmente la personalidad de Nero Wolfe para tomarnos una cerveza escondidos por allá abajo: la Carme debe de haberse quitado ya el traje de mamarracho constitucional, y es hora de que el compañero Jorge dé trabajo a los cristaleros.
Se instalaron donde solo se sentaban las parejas ardientes, y, como quien dice, enemigas de Volta, de Marconi y de la electricidad en general. Desde allí mismo azuzaron a "Cogque" para que cumpliera como los buenos. Ambos ignoraban cómo suena una luna cuando la envían con sus antepasados: talmente como dos coches que se embisten. Ante semejante esplendor dodecafónico no ha nacido policía que se resista, conque Jorge en cabeza y los otros dos luchando tenazmente por el éxito, se perdieron en la oscuridad, dedicándose gritos de aliento y de camaradería.
Muy poquito después salieron la Carme y Margarita: habían sustituido sus disfraces teatrales por los de andar por la calle y, una vez comprobado que la reunión anterior se había disuelto, se subieron a un seiscientos capaz de admirar a empedernidos arqueólogos. Con mucho ruido de lata se entregaron a la vorágine de la noche.
Andrés empujó a Manolo Acán al interior de su R-11, recuerdo de cuando era concejal con dedicación exclusiva, y se puso a conducir haciendo con la boca ruidos de sirena y de frenazos: trataba, sin duda, de dar al asunto un aspecto de persecución por las cuestas de San Francisco, que siempre hace bonito.
Salieron de la ciudad para entrar en el anexo, un lugar pensado como zona residencial y reconvertido después en almacén de jóvenes matrimonios de la clase media-media, eventuales votantes del PSOE, agobiados por las letras de los primeros muebles y los gastos de los primeros hijos. Las mujeres pararon frente a un edificio de apartamentos que dormía entre las sombras proyectadas por dos farolas enanas y amarillentas plantadas sobre un simulacro de jardín delantero.
Andrés también detuvo el coche, enfocando las luces largas sobre las actrices del Grupo Zeta y, muy serio, les gritó por la ventanilla:
—Salgan con los brazos en alto y el carné de identidad en la boca.
Como ellas titubeaban, tomándose las cosas en serio, apagó los faros y añadió:
—Si no fuera por el compañero Jorge, seríamos policías de verdad. ¿Qué hacéis aquí?
Manuel Acán, todavía sentado, analizaba metódicamente la escena: las dos mujeres creyeron posible que la policía les echara el alto. Andrés parecía haber acertado en las suposiciones sobre el visiteo de la Carme y, por otro lado, no daba la sensación de estar haciendo cuento, claro que Andrés Nilson tenía madera de actor, como demostró muy bien en el Teatro Principal, cuando el mitin a favor de la OTAN.
Las mujeres, como si no hubiera evidencias, preguntaban a coro que si las habían seguido, y Andrés insistía en averiguar por qué habían ido hasta allí tan de madrugada.
—¿No será que tenéis el cadáver de Pablo metido en algún congelador de por aquí?
A eso iban ellas precisamente: la Carme había recordado, de creer en su versión, que Pablo habló una vez de aquel sitio y venía a ver si por casualidad el consejero autonómico se había refugiado allí para rumiar a solas su amargura. De oídas también, la Carme sabía el piso y el número del apartamento y, otra vez de oídas, debía de haberle llegado el llavín al bolso extraño que le colgaba del hombro como un murciélago.
Tan pronto como se abrió la puerta el mal olor les advirtió de su hallazgo: ningún muerto puede oler tan mal, con ese tufo de las habitaciones en las que la noche antes ha habido crápula y el vino se ha ido evaporando del culo de las copas.
—Bingo —dijo Andrés—. Aquí no solo está el cadáver de Pablo, sino la momia de Akenatón y dos docenas de perros muertos.
Manolo no se detuvo a hacer comentarios humorísticos y una tras otra abrió todas las puertas a su alcance hasta encontrarse a Pablo, pacífico y desnudo como un bebé, dormido o desmayado sobre una cama que había sido testigo de escenas más regocijantes que la actual. El político roncaba, lo cual suele ser terminante prueba clínica de que hay indicios de vida; aletargada, sí, pero vida al fin y al cabo, por más que aquella roncante carne política apestara a alcohol, sudor y orines.
Las mujeres no se atrevían a pasar de la puerta, seguramente no por pudor: miraban, al parecer no del todo convencidas por los ronquidos. Una y otra se habían ido haciendo a la secreta idea de un Pablo Casavieja fiambre, y no se decidían a abandonarla. Andrés, sonriente, saboreaba la escena con alma de artista o con algo por el estilo.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Llamamos a la policía? ¿Llamamos al médico? ¿Llamamos al sumo autónomo Tarsicio? ¡Cielos! ¡Cuántas dudas! Lo seguro es que ya han pasado los camiones de la basura y hay que abandonar la idea de deshacernos del compañero Pablo.
—Presente —dijo Manolo en un rasgo de supuesto humor—. En algún momento de hoy este hombre ha vuelto a libar como un abejorro ansioso, y todavía le ha quedado resistencia para esto.
Señalaba una jeringuilla hipodérmica abandonada al lado de una cucharilla sucia y de un mechero de usar y tirar. En ambos brazos del durmiente se veían picaduras, pero no hacía falta ser un genio para comprender que todas ellas eran recientes. Si se había inyectado droga por todos los agujeros, aquel Pablo era lo más parecido a una plantación de adormidera.
—¿La heroína hace dormir? —preguntó Manolo, confesándose ignorante.
—Depende —murmuró la Carme, a la que le constaba que Pablo no era adicto y, más aún, que despreciaba a los que se picaban, de los que afirmaba que eran cobardes y gilipollas, además de tontos de capirote.
—Creo que no mucho —aventuró Andrés, que se había acercado para ver de cerca los utensilios—. ¿Y la goma? ¿No se usa goma hemostática?
—A veces sí y a veces no. Muchos abren y cierran la mano con fuerza y eso basta para que se les pongan las venas como cañerías —informó Margarita, hasta ahora silenciosa: estaba cansada de ver rituales de esa índole.
Andrés volvió sobre el que parecía ser su tema favorito: ¿llamaban a la policía o no? Él, no se fueran a creer, no lo hacía por mala uva, sino porque estaba cansado de figurar como sospechoso de un secuestro que, a la vista estaba, solo era un jumera colosal.
—Yo estaba convencido de que lo habías hecho tú —confesó Manolo Acán lleno de honradez, pero con un punto de sospecha en el alma todavía.
—El ser humano es débil —le disculpó Andrés con generosidad zumbona—. Comprendo que llevamos ya once años de democracia y el que más y el que menos ha aprendido a no fiarse de nadie. Además, ¿a que tengo cara de sospechoso?
Al menos la tenía de sinvergüenza redomado. Era guapito de cara, pero en versión achulada, y prometía convertirse, con los años y la comida, en un pícnico de todo y lomo. No era tan alto como Manolo, ni tan silencioso, ni tan reconcentrado, pero probablemente era más inteligente por más que lo disimulara con su palabrería ligera y su admiración por el Coyote, Don César de Echagüe. Con su tela un sastre adecuado podría cortar un buen traje de líder; solo que Andrés había catado el gustito de operar por libre, al margen de un partido, y nunca más se sometería a una disciplina por las buenas.
—Llama a la policía —opinó Manuel Acán.
—No —dijo la Carme—. Creo que si le coge ahora la policía no habrá forma de evitar el escándalo. Por lo visto han encontrado papeles muy comprometidos en su casa.
Andrés tenía los ojos ardiendo, tal vez de furia, tal vez de placer, pero sonreía tranquilo y juguetón como un gatito:
—No me digas más: a la policía de cabeza, ¿verdad, Manolo? No hay nada tan democrático y popular como un buen escándalo.
—Quieres que le encierren, ¿no?
—Y que le pongan grilletes, que le cubran de cadenas y que, de cinco a seis, le zurren la badana con un gato de siete colas lo menos, todos los días de los próximos cien años.
—¿Le odias? —preguntó Margarita, con el aire de decir "por mí, adelante".
—¡Dios me libre! ¿Odiar yo? Digamos que es una sana competición política. A la policía con él: lo mismo tiene también una trama golpista en el bolsillo y un capuchón de etarra en el armario.
—Será mejor que avisemos a Tarsicio. Él sabrá cómo arreglar las cosas.
Discutieron un poco más y al final la Carme se encargó de hablar con el sumo autónomo mientras Andrés mantenía la oreja pegada al auricular: gozaba de cada una de las interjecciones democráticas del compañero Tarsicio, que las utilizaba sin ningún talante ahorrativo.
Margarita, cansada pero tozuda, había maniobrado hasta llevarse a Manolo hasta el salón-comedor-estar. No era mujer de anclarse en sentimientos antiguos, pero Manolo, por su carácter de pieza de museo, le parecía un hombre por el que se podía despilfarrar un poco de saliva y otro poco de orgullo. Tenía, eso sí, la mentalidad de un funcionario de ventanilla, la indiferencia de un camarero de chiringuito y el estilo de un caballo de picadero: estaba resabiado, pero eran cosas de la edad, que no perdona, y de los sueños importantes que hinchan el alma como un globo sonda. Pero le gustaba precisamente así, cargado de altos pensamientos, a medias caballeresco, y siempre a punto de vestirse la estameña y largarse a la Tebaida a sentar plaza de eremita. Le quería porque tenían un pie en otro mundo y, también, porque no cedía a los caprichos de Margarita ni se le había entregado por completo.
A Manuel Acán le gustaban los ojos de Margarita, y la voz, los pechos, el tacto, la cintura y las piernas de Margarita, pro no le gustaba el conjunto de la mujer, ni el conjunto de sus costumbres, suponiendo que lo fueran. En aquello Aurora era superior, aunque de construcción menos florida y espectacular. Notaba que Margarita, que era un monumento del gótico flamígero, no era sincera; claro que ninguna mujer lo es con un hombre por la cuenta que le trae: la sinceridad mata y remata el amor en sus primeras fases. Él, además, se consideraba malhumorado como un viejo cangrejo y necesitaba mujeres con una personalidad más dócil, con un aire más dulce, que supieran cerrar el pico a la primera mirada y acampar cómodamente en el silencio sepulcral. Lástima que no existieran.
Lo de Margarita y Manuel había durado desde el Carnaval: poco tiempo para dejar huella duradera, pero el suficiente para que ella hubiera hablado ya de vivir juntos, pero, eso sí, cada uno con su independencia, que es cosa que siempre se dice. Vivir junto-a, vivir-con, no le interesaba a Manolo; tampoco quería compartir más que pequeños ocios, minutos vacíos y la parte fastidiosa de la soledad, nunca la parte intensa del silencio y de los sueños ligerísimos. Además, se estaba acostumbrando a Margarita y a su estilo, y era enemigo de cualquier hábito y, por supuesto, de la cultura del adefesio en la que ella militaba. Se lo explicó más suavemente, dejando claro, por caballerosidad, que él era un tipo egoísta y solitario, o solitario y egoísta.
—Si yo hubiera sido virgen, te hubieras enamorado de mí, ¿verdad, Manolo?
—Eso ya está "obsoleto" —mintió él.
—Me desesperas cuando veo lo cuadriculado que eres y la importancia que das a las tonterías.
—Sí —dijo Manolo, dejando en el aire la duda de a qué asentía. Él en realidad pensaba en mujeres limpias como el amanecer, a medias etéreas, como Julieta según la ve Romeo antes de meterse en su habitación; mujeres como las que posiblemente buscaron sus abuelos y sus tatarabuelos en sueños. "Suponiendo que sea verdad lo del eterno femenino" —se decía a menudo— "cualquier modernidad en el asunto es una falsificación".
—¿Qué es lo que te sucede, Manolo?
—Tengo en casa a la mujer de Pablo —respondió con la verdad, sabiendo que sería malinterpretado.
—¿Otra vez? ¿Es eso?
—No es eso, aunque no espero que me creas.
Sí le creyó: Manolo era más que capaz de tratar amistosamente a una mujer.
—¿Qué es entonces?
—Cuando te miro a ti pienso en ella. Cuando la miro a ella pienso en ti —resumió—. Dos no está ni medio bien.
—Dos es mejor que ninguna —respondió Margarita, más para hacer una frase que por pensarlo de verdad, aunque de todas formas no tenía nada en contra de los triángulos como expresión culta del amor de fin de siglo.
Manolo le pasó una mano grande y suave por la frente y le dio un beso que sabía a paciencia y a tranquilidad.
—Una sola, Margarita. No me gusta dudar —añadió—. No me gusta vivir a ciegas. No me gusta nada de lo que te gusta a ti.
—¿Y de Aurora?
—Es como un fantasma.
—¿Nunca más entonces? Nunca es muchísimo tiempo —advirtió, recordando una frase semejante.
—Te asombraría lo de prisa que pasa un nunca, Margarita. Salvo en las canciones, todo se olvida enseguida.
El sumo autónomo Tarsicio hizo honor al lema de eficacia que le había llevado a la poltrona y llegó en poco tiempo al lugar de autos, perfectamente afeitado por si fuera poco. Si había tenido tiempo para acostarse desde que salió de "La Taverna" era uno de tantos misterios por resolver.
Esperaba encontrarse solo con la Carme y los despojos de Pablo, y halló el piso tan concurrido como un parlamento en día de pleno. Ciertamente la presencia de Andrés, que acababa de tirarle mendrugos de pan y de cacarearle, le fastidió lo suyo, pero aún más la de Manolo, que les había puesto pleito y, encima, era ajeno al partido y a sus interioridades.
Para Tarsicio casi toda la humanidad estaba loca, porque no solía comprender a nadie, y el más loco de toda esa humanidad chalada era Manolo, que hablaba siempre del espíritu, seguido muy de cerca por Andrés Nilson: eran gente que no sabía tomar partido por la realidad ni amoldarse a ella. Nilson, por ejemplo, no había sido elástico en la cuestión del sí a la OTAN, lo cual decía bien poco de su cordura. Y el tal Manuel Acán, del que se rumoreaba insistentemente que se había entregado al vegetarianismo, le había afeitado media cabeza y media barba a su querido secretario Dam Borrán, y si eso no es estar como una cabra, que baje el inexistente Dios y lo vea.
Más allá acertó a descubrir a Margarita, también del Grupo Zeta, que lloraba medio sonriente. Otra que tal, Margarita, loca sin remedio, rica por casa, universitaria, y viviendo como una gitana por sus convicciones culturales.
—El velorio —dijo Andrés— es en la habitación de al lado. Lo tenemos aún de cuerpo presente.
—¿Cómo es posible? —preguntó el sumo autónomo después de echar un vistazo a los restos de Pablo—. ¿Está loco, o qué?
Le contaron la cosa: la Carme, después de todo un día de razonar con esfuerzo, supuso que Pablo Casavieja, herido en sus tiernos sentimientos por una serie de áridas cuestiones y el reciente desengaño matrimonial, había acudido al rinconcito secreto a restañar sus heridas con la soledad y el zumo fermentado de la cebada.
—Pues buena la ha liado —gruñó el sumo autónomo, pensando en la detención de Feldmann y en otras cosillas con las que la policía se había tropezado—. De todas formas, ¿qué hay de la sangre y del coche tiroteado?
—Quizá tenía pensado suicidarse —aventuró Andrés, que diría el departamento de explicaciones—. Y le parecería buena idea hacerlo espectacularmente y con suspense. Quizá quería fingir su secuestro para luego despachar a Manuel Acán, aquí presente. No se sabe muy bien por qué se le ocurrió la peregrina idea de que Manolo era el amante de su mujer.
El sumo autónomo volvió la vista hacia Manuel Acán y bufó un poco: aquel tipo se la había jugado con lo de los premios San José, y más de tres millones de las mejores pesetas autonómicas pasarían inevitablemente a su bolsillo vegetariano.
Andrés, que no se sabía estar quieto, le puso en las manos una serie de objetos heterogéneos: una pistola, un paquetito de polvos blancos, una jeringuilla y una cuchara sucia:
—Está drogado hasta las cejas —le informó—. Hemos intentado despertarle, pero ni por esas. ¿Llamamos a un médico?
—Carajo —dijo Tarsicio, resumiendo sus delicados sentimientos—. Tú, Carme, podías haberme avisado antes de que Pablo tenía aquí su guarida. Y tú, Andrés, conviene que no digas nada sobre lo que hemos encontrado. Mañana volveremos a hablar de tu concejalía: creo que eres un hombre del que no puede prescindir el partido antes de las próximas elecciones.
Andrés comprendía perfectamente que Tarsicio le quería tapar la boca reconsiderando la cuestión de su dedicación exclusiva. La Carme, en cambio, no hizo caso alguno: fue a sentarse al lado de Margarita, que seguía llorando silenciosamente, con la líquida constancia de un manantial. Manuel Acán miraba a la actriz lacrimosa: el llanto no le dejaba del todo indiferente, pero superaba bien la situación gracias a su conocida firmeza de carácter. Sabía que Margarita lloraba por ella y no por él.
—La policía me ha estado siguiendo: se conoce que tienen una pobre opinión de mi carácter y estaban dispuestos a cargarme este mochuelo —comentó Andrés dando tres o cuatro sonoros cachetes en la insensible y odiada cara de Pablo Casavieja—. Lo mejor será llamarles para que me pidan disculpas.
—¡Ni lo sueñes! Ya te he dicho que eres un hombre importante para el partido. ¿Es que no me entiendes, borrico?
—Hombre, Tarsicio: te será muy difícil deshacer el enredo.
No le sería nada fácil mediando lo de Feldmann, lo del joyero Javier Pons y Pons y otra serie de sutilezas políticas que podían acabar convirtiéndose en sumario, y eso sí que no. Por otro lado, no podían dejar que Pablo apareciera por las buenas, sin haberle instruido en lo que decir.
—Hay que obrar con diplomacia —sentenció tras unos segundos de meditación trascendental—. Lo primero es despertar a Pablo y que se explique. Y, luego, quizá convenga que haga un viajecito.
—Pues no cuentes conmigo. Bastante tarde es como para pasarme aún más horas vigilando los dulces sueños de este majadero —le dio tres o cuatro cachetes más con evidente satisfacción—. No reacciona. Está comatoso, que se dice. Si los cosacos se enteran de su hazaña, no dudarán en hacerle un monumento con toda su admiración.
Para el sumo autónomo Tarsicio aquellas palabras no fueron más que la enésima demostración del escasísimo sentido común de Andrés. Luego las analizó y descubrió que también significaban que el muy sinvergüenza desertaba y pretendía dejarlo solo, cargado con el cuerpo anestesiado de Pablo. Bueno; tampoco Tarsicio tenía intención de volver a admitir a Andrés en el partido; le interesaba su silencio y, luego, cuando descubriera que seguía en la calle, sería demasiado tarde.
—Alguien tiene que quedarse aquí conmigo —ordenó.
La Carme y Margarita le miraban escépticas. Acán no estaba claro cómo le miraba, impasible, con ojos capaces de encender una cerilla a veinte pasos. Y Andrés se reía francamente, sin respecto ninguno. Tarsicio empezaba a comprender aquello de la soledad del mando y, también, que Andrés Nilson se imaginaba tenerlo atrapado. Con todo su importante cargo a cuestas, Tarsicio no tenía forma de hacerse obedecer.
—Las señoras primero —dijo Andrés haciendo una reverencia ante la puerta que acababa de abrir.
—Oye, Andrés... —empezó a contemporizar el sumo autónomo.
—Don Andrés, Tarsicio. Cuando se te despierte el compañero de Cultura, poneos los dos a hacer un análisis marxista de la realidad, si es que la resaca no le ha corroído la materia gris. Descubriréis que el mundo es bello. Por cierto: escóndete la droga, porque probablemente será lo primero que busque: es como un crío.
Fuera la noche bostezaba aburrida de tanta quietud. Los gorriones empezaban a rebullir, cada uno en su confortable nido. Andrés silboteaba, mal afinado, un trozo particularmente evocador de la Internacional. La Carme, sin darse cuenta, buscaba la Polar, pero ya solo brillaba el lucero del alba. Margarita, algo rígida, estaba muy poco satisfecha de ella misma y de su tonto llanto, y Manolo, algo torpe, le apretó las manos para despedirse. Pensaba decir "lo siento" o algo por el estilo, pero no era hombre sentimental, así que se ahorró las palabras. Tampoco dijo nada la actriz, que pensó que la escena sería bonita si no volvieran a verse nunca más, lo que era improbable.
Mañana fue otro día
El sol se asomó, algo achacoso a causa de la humedad, al horizonte del segundo día de primavera, pero en cuanto se hubo desperezado se puso a alumbrar con su habitual constancia, fruto de muchos años de práctica: alguien le habría pasado la información de que hacían falta luz y taquígrafos para las horas siguientes y no entraba en sus cálculos defraudar a su público.
Era un día húmedo, del color del pan recién hecho. De creer a los gorriones que brincaban de aquí para allá, expresando ruidosamente opiniones más sensuales que políticas, aquel era un día como hay pocos. Lo mismo parecía pensar un rosal del parque donde Andrés tenía retenido a Manolo: había abierto subrepticiamente la primera rosa para adornar la mañana, pequeña como una oreja de mujer, y con ella atendía a las explicaciones que Andrés Nilson facilitaba a su amigo del alma y forzado compañero de guerrilla:
—¿Tu dirías que soy una fuerza de la naturaleza?
Manuel Acán estaba cansado, barbudo, soñoliento y con el estómago vacío bajo aquella luz del amanecer, pero no sentía deseos de ir a su casa, donde Aurora tal vez quisiera conducirle a otra tierna escena sentimental. Prefería, con mucho, la charla de Andrés, que estaba más despierto y charlatán que un grillo. A Manolo le gustaba que hablaran los demás: él ahorraba sus pensamientos para invertirlos en cuestiones de superior altura. Por eso mismo no se dignó responder a la pregunta de Andrés.
—Callas, sin duda anonadado —siguió el concejal en paro—. Pero cuando llegues al invierno de tu vida y no sepas qué contar a tus nietecillos, recordarán que estuviste mezclado con una fuerza de la naturaleza y les dirás: "chicos: no os molestéis en odiar: es tiempo perdido después del odio de mi amigo Andrés que, en 1986, podía freír huevos en él de tanto como le quemaba".
—Mala cosa el odio —dijo sin comprometerse.
—¡Y que lo digas! Mala cosa para el que es odiado. ¿Tú dirías que Pablo ha aparecido fruto de la casualidad? Pues no estés tan seguro. Pablo nunca estuvo perdido, mi querido alcornoque: lo tuve todo el tiempo sometido a estricto control.
—Ya lo sé.
—¿Cómo que ya lo sabes? ¿Acaso no lo descubrimos juntos siguiendo a la Carme? ¿Acaso Poligómez no fracasó en su intento de dar con él?
—Fuiste tú. Ni un solo momento he dejado de creerlo. Tú llevas diez meses trabajando como un esclavo para venir a sentarte aquí esta mañana y sonreír por fin. ¿Estás seguro de que te has quitado un peso de encima?
Algo fallaba en opinión de Andrés Nilson.
—Tenías que haber exclamado "¡Cómo!" o algo así —dijo con rencor—. Esta es la escena en que Sherlock siempre deja patidifuso a Watson, la misma que usa Poirot para dejar en ridículo al inspector Japp o algo así, coño. Además, el peso de encima no me lo voy a quitar nunca. Tú, que tienes desarrollada la sensibilidad, conoces la sensual gloria de hinchar el ojo a un enemigo, y eso es bueno mientras te quedan enemigos con ojos deshinchados. ¿Crees que por vengarme soy más feliz? No: cuando uno se venga arregla a su enemigo, pero sigue desgraciado. Me temo que para toda la vida.
—Tú sabrás.
—También tú eres desgraciado, así que no me vengas. Todos somos desgraciados. A mí me da miedo pensar en la cantidad de días que me aguardan. Pienso en mí durmiendo, comiendo, hablando, yendo al bar, saliendo del bar, y me da miedo, si es que sabes a lo que me refiero.
—Creí que eras de naturaleza optimista.
Andrés echó un vistazo a los ojos fríos de Manolo, enrojecidos por la larga noche, y se puso a reír:
—¡Claro que sí! Me quejo de vicio. Estoy orgulloso de mí y de cómo he hecho la puñeta a quien me ha dado la gana.
—Yo incluido.
—¿Lo dices por Aurora? Creí que te la cepillarías, es cierto. Y también creí que eras un romántico sentimentaloide. Me equivoqué en lo de romántico, pero, de todas formas, lo importante es lo que Pablo se creyó y se seguirá creyendo sin remedio. Como concejal te llamo tonto; como el Coyote, te admiro: has sido todo un caballero.
Manolo tampoco gastó saliva esta vez. Se preguntaba, rodeado por el alegre piar de los escandalosos gorriones, si Andrés quería que le diese una torta o si, caso de dársela, convenía apuntar a la nariz o al ojo. Por fin lo dejó correr: en el fondo le caía bien el compañero concejal: no por conspirador ni por marrullero, sino a causa de su tenacidad en la venganza.
—Y ahora —siguió Andrés— te lo voy a contar todo antes de ir a tomar café. Érase que se era un consejero autonómico de Cultura el día después de San José. Y este consejero se había pasado la mañana luchando contra una descomunal resaca a base de cerveza fría y sin un mal amigo sobre el que llorar sus penas.
La historia era larga, incluido el modo que tuvo Andrés, cuando todavía era concejal en activo, de llevarse del hospital municipal, con el pretexto de entregar libros a los enfermos y querer ver las instalaciones, una bolsa de sangre refrigerada y tres ampollas de Largactil. Lo que estaba claro es que el 20 por la noche Pablo Casavieja estaba como una torrija, de manera que no tuvo más que meterlo en la cama y ponerle una inyección de heroína que el mismísimo Pablo tenía en su nidito de amor: a veces las chicas se entregaba a cambio de unos gramos. La heroína le dejó, claro está, suave y flexible como un guante.
Después llevó el coche adonde lo entraron, derramó la sangre, disparó contra las ruedas y el parabrisas y dejó el zapato escondido en el jardín del judío-alemán, además de los últimos goterones de la bolsa de transfusiones. Muy temprano, cuando todavía no se había descubierto nada, volvió al piso de Pablo, le dio güisqui con biberón, le metió más heroína y le inyectó una generosa ración de Largactil que asegurara que se pasara muchísimas horas en el país de los sueños. De anochecida, cuando estuvo seguro de no ser vigilado, repitió la operación, incluido lo del güisqui con biberón.
—Y, así, con el revuelo que has causado y con todo lo que la policía haya averiguado de él, Pablo pasará por una de las aventuras más excitantes de su vida.
—Queda el final. ¿Me crees tan duro de corazón que renuncie a los últimos toques artísticos? —pareció que cambiaba de tema—. Llevo ya dos noches sin dormir, compañero poeta, pero soy tan sensible como siempre si me tomo un cubo de café: ¿vienes a por él?
Cualquiera que se asome al Bar España, que cae a sesenta metros de la comisaría del centro y a ochenta del Gobierno Civil, descubrirá que a las ocho de la mañana jóvenes funcionarios con pistola en el sobaco toman café charlando y miran a la clientela con curiosidad profesional, haciendo prácticas para las investigaciones del día.
Pedro Gómez, que era partidario de este ritual, andaba dándole vueltas a su apretada agenda: solo tenía una cosa que hacer: dar con el condenado Pablo Casavieja. El comisario, a su lado, le explicaba lo que diría el gobernador cuando despachara con él por la mañana, y lo pintaba de tal forma que parecía estar describiendo "El Aquellare" de Goya con algún añadido de Solana.
—Tú y yo sabemos que Pablo es un mierda —le decía— y eso no nos deja comprender que los suyos, con el tiempo, le han cogido cariño y, a la vez, que un vicepresidente autonómico es un tío de peso que no puede perderse así como así. O vivo o muerto, hemos de enseñárselo al gobernador antes del mediodía.
—¿Y al juez no?
—Y al juez. Espero que el fiscal se porte como un hombrecito. Hay suficientes papeles y declaraciones como para encerrar a Pablo, pero ¿has oído de algún político de esta camada que haya ido a la cárcel? —el comisario, precavido, miró a su alrededor—. Esta es la democracia del tupido velo y lo mismo, una vez corrido, resulta que Pablo es un héroe del pueblo, una víctima del amor a la patria o cualquier otra cosa por el estilo.
Los dos dejaron de conversar para prestar atención a la singular pareja que se dirigía hacia ellos: juntos, los dos principales sospechosos: Manuel Acán y Andrés Nilson, con trazas de no haber dormido. Pedro Gómez consideraba que su presencia allí, a la hora del café policial, era extremar el cinismo.
—¿Os ha llamado ya el sumo autónomo? —preguntó Andrés con cara de bueno.
—¿Por qué?
—No le habrá espabilado aún —dijo Andrés a Manolo, que vigilaba de cerca la bandeja de ensaimadas que le quedaba más a mano—. No he visto a un tipo más frito que Pablo.
—¿Quieres explicarte?
—Anoche la Carme, nada más iros los protegidos del Santo Ángel de la Guarda, recordó que Pablo tenía un cubrir, una especie de lugar para la reflexión y la penitencia, y allí nos fuimos todos, llenos de celo popular, muy preocupados por la suerte que podía haber corrido nuestro bienamado vicepresidente, el cultural Pablo Casavieja.
—¿Le habéis encontrado? —preguntó el comisario tan pronto como hubo achicado el café y la ensaimada que le inundaban el gaznate—. ¿Dónde está?
—Con el sumo autónomo Tarsicio, creo. Me extraña que no os haya dado el chivatazo ya. Tal vez esté amortajando a Pablo para que tenga mejor aspecto.
—¿Está muerto?
—¿Qué es la vida? Una sombra, una ficción, ¿verdad, Manolo? Él no lo debe de saber, aunque se calla, porque es vegetariano. No obstante, Pablo respiraba cuando le vimos por última vez. Con ronquidos de borrado, sí, pero respiraba.
—¿Qué le decía yo, señor comisario? Pablo es así: se ha entrompado y ahí queda eso.
—Ahí no queda nada, compañero Poligómez —atajó Andrés—. Cuando me ofrecí a llamaros hace apenas hora y media, el compañero Tarsicio no aceptó mi proposición no de ley. Luego de rumiar esto, mientras echábamos migas a los madrugadores gorriones, me dije, digo: ¿Y si cambian de sitio la envoltura carnal del viejo Pablo? Todo aquello debe de estar llenito de huellas digitales mías.
Manolo, en su habitual silencio que era como una camisa de fuerza, atendía a las sucesivas jugadas. Si no se equivocaba, el sumo autónomo tenía en sus bolsillos una bonita cantidad de heroína y una pistola, seguramente sin guía ni licencia. Por eso el malvado Andrés le estaba echando encima a dos policías ansiosos de terminar un caso que les fastidiaba. Tal vez Tarsicio, que estaría aun tratando de despertar a Pablo del sueño inducido por el Largactil, no aceptara aquello con deportividad. Tal vez su sentido del humor no encajara el evidente cese como presidente autonómico que se le venía encima. Al jefe murciano, socialista también, y paellari que le llamaron, se lo cargaron por mucho menos.
Cuando los policías, tomada ya la dirección de la guarida de Pablo, abandonaron el bar ligeros y corredores con ñandúes, Andrés se puso a hacer guiños a Manuel Acán y cada guiño podía traducirse ora como alea jacta est, ora como vae victis.
—¿Con lecho o solo? —preguntó entonces el camarero.
—Con ensaimada —respondió Manolo.
—El mío con champán en vez de café y con champán en lugar de leche. Ya sé —añadió muy explicativo a Manolo— que es un día laborable y que algún malhablado dirá que nosotros, los socialistas, desayunamos con champán porque el Sr. Reventós es de los nuestros y nos hace rebaja, pero no les hagas caso, Manolito: es que estoy celebrando una verdadera jornada histórica.
—O así.
—Tú lo has dicho: o así. Ahora, para que esto se parezca un poco a Móstoles, que es de lo que se trató desde un principio, solo me queda añadir algo —elevó la voz y la sonrisa—: "españoles: la democracia está en peligro. ¡Acudid a enterrarla!".
Un par de policías retrasados se volvieron a mirarle. Andrés ni les vio. Se abrevaba en champán con singular placer. Manolo, pensativo, se preguntaba si las ensaimadas se parecían más a los laberintos que los celtas grababan en el granito gallego o a un caracol aplastado por un desaprensivo.
Sobre la misma hora, siempre de acuerdo con Greenwich, Aurora decía adiós a la casa de Manolo. Al despertar y no verle había decidido subir al desván de la memoria todos los recuerdos y todos los problemas. A fin de cuentas, ella era maestra, estrenaba primavera y libertad, y no veía razón para no ir a desasnar tranquilamente a sus muchachitos. La vida puede ser muy complicada, pero no hay otra a mano.
Margarita se había dado un baño: no era raro en ella acostarse después de saludar al hermano sol. Nadie podría decir de ella, en épocas sucesivas, que se dejó dominar por el aburrido vaivén de los días y las noches. Dormir no es como soñar: basta con una cama y con dejar que la cabeza se apague poco a poco. Despertaría sin duda ya de noche y eso le ayudaría a disimular que también ella estaba oscura por dentro, sin luz. ¡Pero qué falta hace la luz cuando se vive en sombras! Muy en lontananza se imaginó a Pablo vestido a rayas, como en los tebeos, y con una bola bajo el brazo: se puso a sonreír aún despierta y siguió sonriendo ya dormida, porque era una chica que gozaba de singular buena salud.
Dam Borrán fue desmañanado por su amado jefe, compañero Tarsicio, que le ordenaba acudir con "algo capaz de despertar a una marmota". Parte de Pablo había aparecido sobre una cama, y se trataba de recuperar la otra parte, que aún seguía en el limbo. Pero cuando Dam Borrán se aproximaba a las señas con un termo de café y una bolsita de sal, se encontró con que tres coches de policía le habían tomado la delantera.
Dam Borrán sabía cosas de unos y de otros y que a él le había empapelado por tenencia ilícita de armas, de manera que se puso a pensar si sería conveniente mezclarse otra vez en aquel embrollo, ahora que le estaban volviendo a crecer, pujantes, las lanas perdidas. ¿Acaso Tarsicio no era el vero jefe? Pues que Tarsicio bailara solo, para variar. Así fue como pasó de largo y, deteniéndose junto al mar, se puso a saborear café caliente: era un gusto tomarlo sin mojar en él los pelos del bigote. Una parte secreta de su conciencia daba las gracias, con inaudible voz, al bueno de Manuel Acán, Fígaro algo extremoso pero de buen corazón.
El sumo autónomo Tarsicio acudió a la puerta convencido de que era Dam Borrán quien tocaba al timbre. Cuando se encontró con el comisario y con Poligómez —como le llamaban sus amigos—, la conciencia le pegó un brinco de tres o cuatro palmos, y supo que el maldito Andrés se había chivado, traidor hasta el final.
Pablo seguía ido, quizá feliz, en porretas sobre el centro de la cama. Pedro Gómez llamaba a una ambulancia mientras el sumo autónomo trataba de explicar por qué tenía los bolsillos llenos de heroína, jeringuillas usadas, cucharas sucias y pistolas con los números de serie limados.
—¿No pensará usted, señor comisario, que yo he tenido que ver con la desaparición de mi amigo Pablo?
—Los policías no pensamos. Los jueces, sí. Ya comprenderá usted que no tiene importancia lo que yo crea, sino el hecho de lo que usted lleva encima, y el estado del señor Casavieja.
El comisario, por primera vez en los últimos años, era casi feliz. Si, por casualidad, Pablo se hubiera convertido en un adicto a la heroína, su felicidad sería completa, pero para ello tendría que esperar a que despertara y tuviera un jodido síndrome de abstinencia.
Javier Pons y Pons, con barba casi rubia y un pasaporte facilitado por un compinche del aeropuerto, acababa de fracasar en su intento de colarse como pasajero en un vuelo chárter a Londres. No solo le faltó valor para enfrentarse a la fría mirada del guardia civil que vigilaba el cacharrito que pita, sino que tampoco tuvo corazón para dejar atrás sus maletas llenas de joyas.
De nuevo desbarbado, anduvo tratando de que su amigo del servicio de equipajes le instalara escondido en en la bodega, pero también renunció, porque salir de ella en Londres llamaría no poco la atención. Cuando desesperado, pensaba en retirarse y huir de España por vía marítima, lenta, pero más segura, una mano se posó en su hombro.
—¿El señor Javier Pons y Pons?
Javier se volvió ya con las manos juntas y extendidas, como en las películas. En efecto: como en las películas le pusieron las esposas, solo que no hicieron el mismo ruido; estas sonaron como un ataúd cuando se cierra.
El coronel Sebastián recibió una temprana llamada por la que supo que "se habían cubierto los últimos objetivos guerrilleros y que la guerra, aunque no terminada, iba la mar de mal para el enemigo".
—Yo creo —añadió Andrés— que después de estas prácticas podríamos atrevernos con los ordenadores electorales. ¡Mire que si dieran ganador al Real Madrid y no hubiera más remedio que encargarle que formara Gobierno!
Manuel Acán fue directamente a su oficina. Estaba cansado de la noche sin sueño y, también, de la vida con sueños excesivos, pero no deseaba dormir sino seguir soñando. ¿Qué son treinta y dos años frente a la eternidad? —se preguntó.
Había jugado un poco durante los últimos meses, pero también había descubierto que no era nada bueno ni estar siempre solo ni estar siempre acompañado. Por eso, cuando la secretaria le di los buenos días, probó a mirarla por primera vez las piernas: llevaba pantalones.
—Juana —le dijo— ¿Por qué llevas pantalones en primavera?
—No lo sé. Se me ha ocurrido esta mañana.
Manolo titubeó un poquito y, por fin, se lanzó:
—¿Quieres comer conmigo? No ahora, claro: a las dos.
La chica abrió los ojos muy incrédula: tenía entendido que los vegetarianos comen cosas increíbles.
—Unos buenos filetes —puntualizó Manolo. Si tenía que regresar al mundo, necesitaría echar alimentos consistentes a la caldera.
Andrés tenía una bonita venganza que apuntar en su agenda. Además, ahora se sentía desgraciado de una forma distinta, de la forma en que deben quedarse los grandes guerreros cuando descubren que no tienen enemigos ya. Rebuscó en su memoria y fue incapaz de dar con uno nuevo que le sirviera, así que se fue a buscar a su esbirro Jorge, que a aquellas horas destripaba terrones en la vía de ronda y mojaba con la manguera al inocente césped.
—Jorge —le comunicó—. He pensado que nos vamos a afiliar a Alianza Popular.
—Zí —dijo Jorge con simpatía.
—Mal tendrán que ir las cosas si en las próximas elecciones no conseguimos enredar la madeja.
Meditó un momento con la vista puesta en la gota de agua que brillaba sobre una briza de hierba.
—Por cierto, ¿te pilló la policía anoche?
—¡Que, que! —hizo Jorge, que no había mejorado su forma de pronunciar la jota.
—Es lo que siempre he dicho —terminó Andrés—: tres triste tigres comían trigo en tres tristes trigales o, lo que es igual, ¡qué lástima de planeta!
Por la forma en que Jorge, bajo el alegre sol de la mañana, volvió a empuñar el azadón, cualquiera hubiera podido darse cuenta de que la filosofía de Andrés contaba con todas sus simpatías.
San Fernando preelectoral de 1986.