Padre Adán

Arturo Robsy


Cuento


Mi querido profesor es un asno, pero cuenta con la ayuda de otros muchos asnos, de manera que todos le llaman El Gran Léligo, ilustre catedrático, afortunado arqueólogo, cuando en realidad es un mediocre excavador, con sangre de topo y cierto abuelo pocero, del que le viene, sin duda, la afición.

Léligo se quedó en Momnsen, si es que estuvo en él alguna vez, y, desde que vio por primera vez la película "En busca del Arca perdida", ha entrado en ebullición, reciclado a través de Hollywood, y obliga a leer la Biblia a todos sus alumnos de Historia Antigua.

Y es cierto que Léligo es famoso y considerado a pesar de no haber toocado un pico en su vida. También es cierto que ha encontrado tres o cuatro muelas de simio que, según él, es un retatarabuelo de la humanidad católica, y que en las enciclopedias aparece la foto de un hueso viejísimo con la leyenda "el mentón de Léligo". Pero se oculta cuidadosamente que es un rematado asno, que tiene el seso licuado, que pertenece a la categoría de los modorros (según Quevedo) y que jura haber sido perseguido — campo a través — por un OVNI.

Decía que Léligo, después de los hallazgos de molares y mentón, vivía en una especie de cómodo sopor, muy de acuerdo con su carácter, dedicando las campañas de verano a la excavación de una villa romana en la que sospechaba, ¡cosas suyas!, que vivió hasta la muerte Herodes, después de que Augusto le dijera que no quería volverlo a ver por Palestina.

— El mismo Herodes que vistió de loco a Jesucristo, ése, tuvo que refugiarse en Hispania, a orillas del Mare Nostrum, y yo sospecho que vivió en esta villa. Como este reyezuelo y Poncio Pilatos, también retirado en España, se conocían bien, es posible que el uno fuera huésped del otro, o viceversa.

Es muy duro hablar así del propio catedrático, pero Léligo andaba a la caza de las tumbas de Poncio Pilatos y Herodes, a los que el destino — opinaba — había unido en la divina tragedia, en el exilio español y, posiblemente, en la redención de la muerte.

Pero todo esto se alteró después de ver las aventuras de Indiana Jones en el cine, pues la película le sedujo hasta el punto de llevarnos a todos los alumnos tres veces seguidas a contemplarla, con cargo al presupuesto de su próxima campaña.

— Señores — dijo cuando nos supuso impuestos en el tema — La Biblia es el primer y más importante manual para el arqueólogo, como ya dijo Ceram.

Y las innovaciones llegaron en Julio cuando, a base de intrigas, consiguió abandonar las excavaciones de la villa romana, supuesto escondrijo de Herodes y Pilatos, y condujo a todos sus voluntario, estudiantes y licenciados recientes, a picar en el antiguo Tartesos.

Se había comprado un salacof de corcho y un pañuelo con topos que se anudaba al cuello. También lucía pantalones con bolsillos enormes sobre el muslo, y una gran brújula colgada al cuello.

Durante aquel primer mes de julio supimos que, espoleado por los molares de Léligo, por el mentón de Léligo, por Indiana Jones y por la Santa Biblia, había decidido excavar la sepultura de Adán, en un lugar llamado La Dana, donde efectivamente se encontraban rastros megalíticos de la cultura del Argar.

Era mi último año de facultad, pero eso significaba solamente que, si quería optar a penene, tenía que desplegar toda mi seducción y toda mi habilidad de pelotillero, nada fácil dadas las circunstancias: yo soy un joven radical y Léligo, como advertí al principio de mi historia, un asno resabiado. En la profesión lo sabíamos todos: compañeros y discípulos; pero las cátedras son vitalicias y basta un momento de relativa lucidez en las oposiciones, o la distracción de un indolente tribunal, para que los asnos sienten cátedra en tanto Dios les conserve la vida.

Por eso, y sólo por eso, Léligo pudo reunirnos a todos tan pronto como se montaron las tiendas y el campamento quedó instalado, y contarnos el resumen de sus últimas alucinaciones arqueológicas, una mano en la Biblia y otra en el vaso de ginebra.

— Adeán murió cuando Lamec — padre de Noé si la Biblia no miente — era un jovencito de unos ochenta años. Murió seguramente rodeado por Lamec y su padre Matusalén, más o menos por las fechas en que Enoc, padre de Matusalén, fue trasladado a los cielos.

Para resumir: Léligo se hacía y nos hacía la pregunta clave: ¿Noé cargó o no los huesos del Primer Hombre en el Arca Sagrada? Los ocultistas, la tradición esotérica, afirmaban que sí y Léligo había seguido el rastro de los memorables huesos hasta Túbal, hijo de Jafet, y Tarsis, nieto de Jafet, de los que nuestra historia elemental afirmaba que fueron los primeros pobladores de España.

— Muchachuelos: Adán yace en España, en Sefarad, en Spán, y está a nuestros pies, en La Dana, un topónimo bien fácil de desentrañar. — se puso lírico — Cuando mañana el sol raye la aurora y haga Venus su último guiño, emprenderemos la más grande aventura de la arqueología: rescatar al Viejo Padre, al Primer Hombre y, con él, la memoria larga de nuestra estirpe.

Claro está que nada sucedió en aquella campaña ni en la del año siguiente. El trabajo languidecía cerniendo tierra vieja al sol ardiente de julio, separando la cerámica de la piedra y cepillando bronces verdes medio desintegrados.

La Dana había sido un extraño lugar: un poblado reducido y una gran necrópolis. Dos tipos clarísimos de tumbas nos habían entretenido: los sepulcros de corredor, con una falsa cúpula, clásicos de la cultura del Argar, violados todos en edades remotas, y los hipogeos, cuevas artificiales de aspecto púnico, también expoliados a los largo de los milenios.

Léligo, sin embargo, no descansaba. Es decir, que no nos permitía descansar. Adán estaba allí, y hacia el poniente, cuidadosamente escondido por gentes de su propia familia. ¿Y qué era Adán? ¿Un pitecántropo mutado? ¿El descubridor del fuego o el descubridor de la cachiporra?

Hacia el final de la tercera campaña, al tercer año de la inspiración de Léligo, dimos con un hipogeo cuya entrada estaba en el piso de otro. Casos así se habían preentado en el Valle de los Reyes, donde los Grandes Egipcios discurrieron todos los trucos para burlar a los ladrones de tumbas que nacerían a lo largo de los milenios, de los que nosotros, arqueólogos, somos los últimos y más científicos, pues se nos exigen cinco años de univerdad, tesina y absoluta falta de respeto a las creencias de los antiquísimos difuntos.

Léligo, el grna asno, brincaba como un onagro presuroso el día en que se hizo el hallazgo. En contra de toda precaución científica no hacía más que explicar su pálpito: Adán estaba allí. Adán acudía a la cita de la Universidad y todas esas otras cosas que le habían hecho famoso entre los historiadores.

He de reconocer que también nosotros estábamos excitados. Todo indicaba que el nuevo hipogeo estaba intacto. Por otro lado, tanto el tipo de tumba como el sistema utlizado para esconderla, era nuevos en España, atípicos, si es que significa aún algo esta palabra. También contaba, claro, que en el sur y en Julio es mi veces mejor trabajar dentro de una cueva que andar llevando y vaciando carretillas en la superficie.

Para forzar la losa que suponíamos enterrada, tuvimos que recurrir a la goma—dos. Vino un artificiero custodiado por la Guardia Civil y colocó tres cargas pequeñas que hiceron su labor: cuando el polvo se posó d enuevo, nuestros faroles alumbraron una escalera tallada en la roca viva, descendiendo hacia la matriz pétrea. Léligo se zambulló en ella como un cormorán tras su sardina, pero retrocedió casi al instante:

— ¡Hay luz! — nos gritó. — ¡Luz!

En los últimos tres años el Gran Léligo nos había obligado a leer libros de misterios y de platillos, de templarios y de alquimistas, no muy científicos, de acuerdo, pero llenos, todos ellos, de piedras que flotan en los aires, vírgenes negras y, por supuesto, lámparas eternas, en las que Léligo creía porque sí y yo fingía creer por si las moscas.

— Esta luz — añadió el profesor — lleva brillando milenios en las entrañas de la tierra.

Tiró de mí ofreciéndome el honor de acompañarle, si bien a condición de ir en primer lugar. Y, en efecto, tras bajar catorce peldaños, vi brillar una luz amarillenta y turbia al fondo de una larga galería. Las paredes eran, al principio, de piedra rugoso y en ella permanecían las huellas de las herramientas que la cortaron.

En el suelo se acumulaban varios centímetros de polvo ocre finísimo que se levantaba a cada paso. No se veía, salvo a lo lejos la luz, ninguna ornamentación, ninguna señal, ningún resto. Léligo, como un cachorro de elefante, se me había cogido del faldón de la camisa y se dejaba arrastrar. Sólo había hecho una objeción:

— ¿No sería mejor pedirle el subfusil a un guardia?

— ¿Cree usted que hay posibilidades de que Adán nos reciba de mal humor, profesor?

— Jé, jé. — respondió él.

El pasillo era realmente largo. Olía a moho, que es el olor del tiempo y de las cuevas. Nuestros pasos, gracias al polvo, no hacían ningún ruido, y, aún sin quererlo, uno se sentía inmerso en el universo fantasmal de las alucinaciones de Léligo. Tanto fue así que empecé a creer por primera vez que aquella era la tumba del Padre Adán y hasta consideré posible que algún tipo de secta subterránea permaneciera de guardia eterna junto a sus restos.

Por fin llegué a la habitación iluminada, en cuyo suelo reposaban tres esqueletos mondos, sin ajuar, señalando con sus brazos hacia otra puerta más lejana, sobre cuyo dintel se veía esculpido un sol radiante, muy al gusto egipcio.

Léligo opinaba que, para ser el primer día, ya estaba bien. Convenía regresar a charlar un poco y a tomar buena ginebra. A la jornada siguiente volveríamos con el equipo, el tomavistas y todo lo demás.

— Ya que estamos aquí, profesor, no nos cuesta nada asomarnos a esa puerta.

— Sólo un momentito — concedió mi buen maestro, que no retrocedía por su cuenta a la salida porque no era capaz a esas alturas de quedarse solo.

— ¿Cree usted que ésta es una sepultura?

No respondió, lo que venía a indicar que pensaba como yo: no era una tumba aquel lugar, concebido como corredor, como pasillo, como tránsito hacia algún sitio quizá terrible.

También la habitación siguiente estaba iluminada, esta vez con un resplandor azul en el que nada hacía una sombra definida. Era una sala de tamaño considerable, abovedada y sin columnas centrales, porque el centro lo ocupaban dos curiosas estatuas: un perro echado, con el hocico entre las patas delanteras, y un ser negro, vagamente humano, sentado en un poyo, sosteniendo el mentón en la palma de su mano.

— Esto pudo inspirar a Rodín, — dije, refiriéndome al aspecto pensativo de la figura.

Y, entonces, sucedieron tres cosas: el perro abrió los ojos, el pensador levantó la cabeza y Léligo se cayó al suelo y allí se quedó, procurando hacer tan poco bulto como le fue posible.

El ser oscuro se puso en pié y lentamente empezó a brillar con las mismas tonalidades azules de la habitación. El perro dio un paso hacia adelante para enseñarme de cerca los cuatro colmillos como cuatro puñales que la naturaleza la había dado.

— Buenas — dijo yo, tratando de espantar el miedo del silencio.

El hombre oscuro no parecía menos sorprendido que yo, y me miraba con los ojos bien abiertos y una expresión de indefinida estupidez en la cara.

— ¿Se da usted cuenta, profesor? Están vivos. Completamente vivos. Tiene que haber otra entrada.

— ¿Es que no lo entiendes? — me respondió mi maestro desde el suelo todavía — Esta no es la tumba de Adán, ésta es una de las entradas al infierno.

A todo esto, el misterioso personaje escuchaba en absoluta inmovilidad.

— ¿No ves al perro? Es Cancerbero.

— Profesor: no creo que sea oportuno hablar de entradas al infierno en nuestra época. Esas son leyendas, mitos literarios...

Y, entonces, el hombre oscuro volvió a moverse: apenas dio un paso hacia nosotros cuando habló por fin:

— Tienes razón — dijo — esta no es una entrada al Infierno. Es una salida.

— ¿Salen por aquí los diablos? — preguntó Léligo.

— No, no: — corrigió el ser, levantando una negra espada que empezó a llamear — Por aquí no les dejamos salir.

Tanto Léligo como yo les hemos dicho a los demás que la tumba se trata de una antigua mina abandonada, llena de gas sulfuroso y, como nadie insistió en entrar, hemos vuelto a poner la losa sobre la cripta.

Ahora todo va bien. Soy adjunto de mi profesor y, venturosamente, ya no nos dedicamos a buscar tumbas, ni nadie menciona a Adán, a Pilatos y a Herodes. A los dos, de repente, nos interesan mucho más los siglos del románico, con sus durísimas piedras y sus pinturas eternamente quietas.

Léligo sigue siendo un asno y, a veces, inconscientemente se palpa las posaderas: se diría que teme que le salga un rabo. Yo soy más discreto y sonrío con estoicismo cuando, en la mitad de la noche, mi mujer me pregunta:

— ¿Eres feliz?

Nunca respondo a semejante barbaridad, y ella suele insistir:

— ¿En qué piensas?

— Pienso en cómo salir de este infierno.

Pero desde aquella vez, al sur y en Julio, soy un hombre triste, porque ciertamente conozco los nuevos mapas del Infierno.


Publicado el 14 de abril de 2017 por Edu Robsy.
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