Penúltima Historia

Arturo Robsy


Cuento


El viejo Zeus, desde lo alto del Olimpo, miraba pensativo el universo y recordaba con nostalgia aquellos viejos tiempos en los que era llamado el padre-de-los-Dioses-y-los-Hombres... ¡Inútiles cosas cuando sólo el dorado Olimpo prevalecía el caos! Y, además, Zeus se sentía demasiado viejo para volver a empezar de nuevo; por eso una lagrimita plateada se le descolgaba a intervalos de los pesados párpados y, por los surcos de las mejillas, se le perdía en la venerable barba.

—El padre Zeus está triste —decía en el Olimpo—. ¿Qué le pasará al padre Zeus?

Él, que fue tan alegre y dicharachero; él, cuyas disputas con Hera fueron el regocijo de todos; él, en fin, famoso mujeriego y renombrado juerguista... El dios con más parentela (legítima) que recuerdan las crónicas... ¡Pobre Zeus triste! ¡Pobre dios sumergido en sus angustias! Y es que se encuentra sólo; es que está asistiendo al fracaso de toda su obra, al hundimiento de la creación ésa donde había puesto sus mejores ilusiones y sus mayores esperanzas.

El Olimpo entero se hace lenguas del tenebroso talante del padre Zeus:

—El padre Zeus está triste —dicen—. El padre Zeus llora.

Temen, quizá, por su salud. La cara agrietada se le oscurece y sus barbas eternamente jóvenes son ahora canas. El padre Zeus es viejo, de acuerdo, pero siempre lo ha sido y sin embargo nunca se dejó vencer por el peso de la edad y el dolor del tiempo. Y es que el padre Zeus, después de tanta lucha, saborea su fracaso y nota el sabor de la desdicha sobre sus labios.

En esto llega hasta él Apolo, el guapo hijo que le nació de Leto hace milenios. Apolo, como todos, ha perdido el encanto de la juventud. El pelo, que fue rubio, pinta ya borrascosas nieves, y la esbelta línea de su cintura se ha espesado y retorcido. También, a la nueva usanza del Olimpo, gasta bigote caído y lacio que le marca el rostro con un indefinible aire de pena.

Toca la barba del padre Zeus y le habla con las mejores palabras que conoce (no en vano él fue poeta). Quiere, sin duda, levantarle el ánimo y llevarle, por un momento, la ilusión de que nada ha cambiado y aún existe alegría. No es posible, claro, porque Apolo ha olvidado sus mejores frases y porque contrariamente a lo que se cree, él fue poeta, pero no lo es ya.

El padre Zeus sonríe por lo bajo, agradece el esfuerzo de su hijo pero, al mismo tiempo, lo encuentra ya fuera de lugar.

—Nada tiene solución —dice con razón y en el cielo, como antaño, serpentea el relámpago y estalla el trueno del viejo dios triste.

Apolo, asustado, mueve las nubes, oculta la nada blanca que envuelve el Olimpo para que su padre no la contemple más, pero Zeus le interrumpe con su formidable brazo y le impide continuar.

—Es inútil —dice—. Es inútil, hijo mío. Nos falta el hombre.

Apolo se estremece. Hasta ahora todos en el Olimpo habían evitado cuidadosamente este conversación. Desde hace mucho, desde que sucedió, han intentado vivir como ignorando la realidad, como si el hombre aún correteara por el mundo, pero, por fin, ha sido el mismo Zeus quien ha roto el silencio. Los demás dioses, entonces, se acercan al balcón desde donde Zeus contempla la nada blanca que rodea las nubes y rompen a llorar.

—¡Qué solos estamos! —gritan— ¡Qué silencio tan terrible el de las obras muertas! ¡Qué pequeños somos!

Zeus es el primero: se ha roto las vestiduras y deja que las lágrimas le caigan en torrentes por el Olimpo abajo. En otro tiempo estas mismas lágrimas, como substancia divina que son, hubieran puesto en marcha el mundo de nuevo, pero ahora la vitalidad del padre Zeus está muy disminuida y, también, abajo solo esperan tierras carcomidas y mares infecundos: queda ya muy poca vida en el universo.

—¿Recordáis? —dice el padre de todos los dioses— Ha pasado una eternidad desde entonces y, sin embargo, lo tengo muy presente en la memoria... Para que fue ayer cuando el viejo Prometeo subió a pedirme el fuego para los hombres. Se lo negué, naturalmente, porque no es bueno que la criatura conozca la fuerza de su creador. Él, sin embargo, robó el fuego y lo extendió por toda la tierra para que los hombres fueran más felices. Y, ¿lo fueron?

Los otros dioses suspiran con los ojos perdidos en las nubes de la nada: tienen los pensamientos en la mayor distancia que el tiempo les permite y se se sienten repentinamente acabados, huérfanos de alma en medio de esta desmoronada soledad.

—¿Lo fueron? —repite Apolo.

Verdaderamente nunca antes se hicieron esta pregunta: ¿eran felices los hombres¿ No, seguramente; pero los dioses pretendieron siempre ignorarlo para no descubrir por la infelicidad ajena la suya propia.

—¡Y tuvieron el fuego! —suspira el padre Zeus—. Creyeron dominarlo al fin y llenaron con él el interior de sus hogares y de nuestros templos; lo convirtieron en arma y se mataron con él. Sólo entonces, cuando causaron las primeras víctimas y vieron que era terrible, dijeron lo que se iba a convertir en la más terrible muletilla de nuestra historia: "hemos vencido a la naturaleza. He aquí que ya no existe la noche, porque tenemos con nosotros los rayos de sol del fuego. He aquí que no existe el frío, porque tenemos el calor de sol del fuego. He aquí que no existe el miedo, porque tenemos la luz de sol del fuego. ¡Hemos vencido a la naturaleza!". No era verdad, hijos, pero ¡qué triste ver el orgullo del hombre y comprender, por él, que era nuestro propio orgullo quien hablaba.

Afrodita sonreía: siempre que en el Olimpo se menciona el orgullo los dioses la contemplan con rostros burlones; sin embargo es ella, la diosa del amor, la que ha provocado más cálidas y modestas intimidades, de manera que no se siente responsable de nada de lo sucedido. Es más, jamás sospechó que el hombre pudiera llegar tan lejos, ni siquiera cuando los poetas empezaron a escribir versos llenos de rencor y angustia: "Dejar que se muera la luna" —enseñaba uno de ellos; y otro— "¿Morir? En ningún lugar se nos podrá tratar peor". Cuando ella le preguntaba a Apolo sobre este asunto él se limitada a guiñar un ojo:

—Estos poetas —decía— sienten la necesidad de hacerse los trágicos.

El padre Zeus, en pie, se enjuga las lágrimas con un trozo de su manto rasgado y señala con los labios el universo muerto:

—¿Fue nuestra la culpa? Nadie queda vivo para echárnosla, pero no por eso somos menos inocentes. Yo, por ejemplo, siempre sospeché lo que podría suceder y, sin embargo, cerré los ojos ante cada nueva locura. ¿Recordáis cuando el hombre inventó la rueda¿ Lo celebró con mil fiestas... incluso nos dio las gracias y, para alegrarnos, nos repetía en los templos y en las ciudades: "¡Por fin hemos vencido a la naturaleza!".

Hefaistos, el gran inventor cojo, contiene un hipido de rabia:

—¡Vencer a la naturaleza! Esa fue siempre la meta del hombre, como si la naturaleza le amenazase de algún modo. ¡Al contrario! La naturaleza odiada era aire para respirar y agua para beber y alimentos para comer, y perfumes y colores y ruidos para el descanso. Pero había que vencerla; de algún modo el hombre debía sentirse superior, porque envidiaba la vida de los dioses pero no su sabiduría.

Hefaistos, el gran inventor cojo, aprieta sus sólidos puños y marcha hacia su taller murmurando despropósitos. A Zeus, antes de salir del balcón desde donde se domina la nada envuelta por las nubes, le dice:

—Esto no puede seguir así: voy a buscar un remedio, aunque sea el último.

Los otros dioses sonríen porque, por desgracia, saben que no existe ningún remedio que haga reversible el tiempo.

Y Zeus, con el alma apretada en los recuerdos, sigue exhibiendo los destrozados pedazos de su memoria ante el silencio triste de todos los dioses.

Hubo más aún, naturalmente: la pólvora... El hombre creyó de nuevo haber dominado a la naturaleza y poder disponer de la fuerza del cosmos comprimida. Con ella en las mano glorificó a la muerte como jamás y empezó, por primera vez, a buscar excusas para la vida. Pero tampoco había vencido a la naturaleza, porque ella era inmensa y muy sabia y conocía ya, después de tanto tiempo, el modo mejor de tratar a sus hijos. Sin embargo, como todas las cosas, la naturaleza envejecía poco a poco.

Ares, el viejo general, se muestra entonces petulante. Muchos, en secreto, le hacen responsable de cuanto pasó, pero las guerras, por desgracia, no son frutos de un solo pensamiento o una sola voluntad.

—Son estados morbosos —ha dicho en más de una ocasión—. Son las crisis de los hombres con miedo.

Pero nadie cree a Ares, el viejo general de uniforme rojo cuyos amigos inventaron la pólvora.

Zeus abraza a Hera y le pide perdón por sus antiguas infidelidades:

—No sospeché —dice— que el hombre me fuera a arrebatar la creación y por eso dilapidé mi energía en absurdas aventuras. Es ya demasiado tarde para todo salvo para que me perdones.

—El hombre —continúa al rato— descubrió muy pronto que la naturaleza aún era más fuerte que él y que sus leyes también eran más poderosas que las que él escribía en sus libros de justicia. Descubrió que la naturaleza le encadenaba a la distancia y suprimió las distancias (pero no la naturaleza) y gritó que la había vencido. Descubrió que la naturaleza le negaba el dominio del cielo y echó a volar una y otra vez hasta gritar, ebrio de soberbia, que la había vencido. Descubrió que la naturaleza le abandonaba a sus débiles fuerzas, y cambiaron de lugar las montañas y los mares hasta imaginar que, por fin, la había vencido. No era así... Nunca fue así porque la naturaleza era, como mi propia mano y yo la alimentaba con lo mejor de mi vitalidad, pero ella y yo envejecíamos a la vez. Lentamente, sí, pero también irrevocablemente. Por fin el hombre buscó, harto ya, el corazón mismo de la naturaleza y dominó su fuerza arrancando cada átomo de su lugar eterno. Creyó haberla vencido al final y así lo pregonó mientras los poetas lo celebraban o lo maldecían, pero ya era la mano de la naturaleza y ella no estaba todavía vencida...

Los dioses se estremecen de vergüenza porque se saben responsables de la loca historia que Zeus va desgranando. Se preguntan, asustados, por los motivos del hombre y por sus ideales. ¿Qué pensaban aquellos héroes muertos? ¿Qué imaginaban aquellos minúsculos gigantes al enfrentarse, casi desnudos, al poderoso universo? ¿Tuvieron alguna vez miedo? ¿A qué? ¿Era, quizá, la rabia la que les empujaba más y más lejos? Quisieron ser como dioses y lo fueros, pero al revés: si se les había negado el poder de crear, ellos conquistaron el de destruir y, al exhibirlo, lo consumieron todo.

Los dioses ya no lloran. Simplemente miran la nada y se preguntan por lo que el futuro les reserva. Eternamente dioses y eternamente solos, con el fracaso y la vergüenza gravitándoles en el centro de su alma. Los dioses ya no tienen ilusiones y están encadenados al miedo de saberse responsables de su propia infelicidad.

—Yo os engendré —dice seriamente el padre Zeus con la cabeza ardiendo—. Yo os engendré lo mismo que a los hombres, y veo que desearíais pareceros a ellos. ¡Qué errores! Hombres que quisieron ser como dioses y dioses que sueñan en ser hombres. ¿Tendré que reconocer, a mi edad, que me he equivocado en todo? Y lo peor es que no puedo sentir compasión por mi mismo, como no la sentí tampoco cuando los hombres, después de tantos fracasos, hablaron de la antimateria y gritaron que habían vencido a la naturaleza. Y aquella vez fue verdad y la vencieron definitivamente. Salieron triunfantes de ella a costa de sí mismos. Si escribiéramos su historia no tendríamos más remedio que apuntar en la última página: el hombre ha sido un éxito.

(El padre Zeus se echa a llorar como un niño asustado, y los demás dioses sienten una angustia inexplicable mientras se les clava en el alma la certeza de haber perdido miserablemente el tiempo).

—¡Seremos, pues, como hombres! —grita Apolo.

Por el pasillo viene entonces Hefaistos, el ingeniero cojo, cargado con un artefacto reluciente y pasado. Suda Hefaistos a cuestas con su ingenio y canta una cancioncilla de su juventud:

—Dejad que la luna se muera mientras lo ignora el sol...

Los dioses, rodeando al ingeniero cojo, corean el verso:

—...mientras lo ignora el sol.

Inexplicablemente se sientes felices y ríen de nuevo.

—¡Seremos como los hombres! —grita Apolo.

—Lo seremos —responde Hefaistos, siempre pensativo.

Los demás dioses, mientras tanto, continúan con la canción:

—Dejad que venga la noche mientras lo ignora el sol.

—Hazlo funcionar —dice Zeus soplándose el bigote.

Y ya ni hubo Olimpo entre la nada blanca que las nubes envuelven.


El viejo Hesíodo, el beocio, hizo una descripción de Zeus a la que remitimos al curioso lector.


Publicado en el Diario Menorca el 13 de febrero de 1973.


Publicado el 24 de abril de 2022 por Edu Robsy.
Leído 10 veces.