Peripecias

Arturo Robsy


Cuento



Uno de los ultimos domingos del verano, seis amigos decidimos salir de excursión, una excursión a la antigua, a base de transportar cada uno parte del condumio, juntarlo todo una vez llegados al lugar y deglutirlo mezclado con reparador vinillo.

Seis éramos, seis. Seis tipos jóvenes, no excesivamente atolondrados ni absolutamente cuerdos. Seis muchachos y un utilitario que debería soportarnos durante algunos quilómetros (pues pensábamos ir a Cala Blanca desde Mahón).

Uno era el encargado del pan. Otro el del vino. Otro llevaría el aceite, el vinagre y la sal; otro más la leche, el tomate y la cebolla para la ensalada. El quinto el fuego y los cacharros de cocina, y el sexto, yo, la comida propiamente dicha. Los huevos y la carne y alguna lata para el aperitivo.

Salimos, por fin, con el retraso previsto. Enfilamos la carretera canturreando sin demasiado éxito. Las canciones entre seis muchachos ni excesivamente atolondrados ni absolutamente cuerdos, pronto degeneran y se vuelven groseras más que picantes. Por ejemplo, aquella que empieza:


"La vaca,
chunda-chún,
del Eleuterio,
chunda-chún,
ha sido sorprendida
en adulterio,
chunda-chún."


No es que nuestros pulcros oídos nos impidiesen escuchar este tipo de canciones, ni que virginal rubor nos invadiera al oírlas. No, qué va. Pero como todos conocíamos muy bien sus argumentos, resultaban un entretenimiento bastante flojo a aquellas alturas.

Terminamos la que estaba empezada:


"Y con eso,
chunda-chún,
de las vacas disipadas,
chunda-chún,
andan los toros a cornadas..."


Entonces voy y propongo que cada uno cuente una historia divertida mientras llegamos. Somo seis y el coche va cargado, pero sabe correr: basta con dejarle floja la rienda y despreocuparse. De esta manera tendremos tiempo de sobra en el camino para contar cada uno nuestro chiste.

Empieza Paco, que va tras de mí y me palmea los hombros siguiendo el ritmo del motor: "parampan-pampan-pá".

El cuento de Paco

Un hombre baja del barco. Viene hambriento y no se conforma en el bar del puerto con un cafetillo con leche y una ensaimada. Quiere más sólido para hacer reverdecer su pálida sonrisa, porque todo lo que almacenó cuidadosamente la noche anterior en su estómago ha servido de pasto a los peces.

—Un bocadillo, por favor —le dice al camarero.

—¿De qué lo quiere? Hay jamón, chorizo, carne con guisantes, lomo...

El hombre en cuestión ve las jugosas tajadas de lomo en el mostrador y siente como la boca se le hace agua:

—De lomo.

Se lo sirven y lo devora bien mojadito con cerveza áspera y resistente. Queda satisfecho y hasta se comería otro de no notar todavía el suelo en movimiento, como si aún navegase por mares procelosos.

—¿Cuánto es el bocadillo de lomo? —pregunta.

—Ciento cincuenta pesetas.

—¡Caray! ¡Ni que fuera de lomo sapiens!


Nos reímos poquito, con cuidado de no ofender a Paco... y es que no era el momento adecuado para hacer juegos de palabras. Él, que lo nota, improvisa otro cuento sobre la marcha.

(El coche, libre de problemas, retoza por la carretera a la altura de la casilla de peones camineros que está más cerca de Alayor...)


Dos chicas de la Sección Femenina —asegura Paco— están en el campo, ayudando como pueden a los labradores en sus tareas. Y, cansadas de hacer quesos, se brindan para algo de más envergadura.

—Bueno —les dice el amo—. Hay que llevar la vaca al toro... Pero quizá es demasiado difícil para vosotras.

—Nada, nada. Eso está hecho.

Le ponen un cabestro a la vaca y se la llevan camino abajo, hacia donde está el toro que tiene que cubrirla. Y así pasan horas, y los campesinos se van preocupando hasta que deciden ir en busca de las dos muchachas, temerosos de que el toro haya podido cornearlas. En eso las ven venir cojeando, sucias, con las ropas llenas de polvo y desgarrones.

—¿Qué os ha pasado? —les dicen—. ¿Os ha embestido el toro?

—No, no. Qué va —explican ellas—. Todo ha ido muy bien. El toro no nos ha hecho nada. Lo difícil ha sido tumbar a la vaca en el suelo.


Esta vez sí nos reímos hasta que Juan nos hizo callar con un grito.

El cuento de Juan

—Yo pensaba —dice Juan— contaros uno que había recordado, pero con éste de la vaca me ha venido a la memoria otro del mismo estilo.

—Cuéntanos los dos.

—Bueno —suspira—. Pero luego no os quejéis.


Un cura de un pueblecito pequeño, uno de esos curas que conocen vida y milagros de cada uno de sus feligreses, va paseando por una trocha, en el egido.

En eso, ve venir a lo lejos a una niña de siete años que lleva a la vaca al toro. Y el buen cura se pone a pensar para su caletre:

"La niña es demasiado pequeña para hacer este trabajo. Los niños tienen derecho a ser inocentes, y un padre como dios manda no debiera enviarles a llevar la vaca al toro, que es un espectáculo procaz".

Y cuando se cruzan, el sacerdote detiene a la niña:

—Hola, Mariví.

—Buenos días, padre.

—¿Adónde vas?

—¡Ya ve usted! ¡A llevar la vaca al toro!

El cura menea la cabeza tristemente:

—¿Y no podría tu padre, o tu tío...?

—No, no —contesta la niña asombrada—. Tiene que ser el toro.


Aplaudimos. Yo, que llevo las manos en el volante, toco el pito y río. Atravesamos "Es Plans" en esos momentos y hasta el coche tira mejor porque el cuento tiene gracia. Pero Juan se ha lanzado ya por el segundo:


—¿Sabes el chiste de la electricidad? —me pregunta.

—No.

—¡Es muy corriente!

Nos empezamos a sonreír:

—¿Lo has cogido? —dice.

—Claro. Por supuesto.

—Pues suéltalo que da calambre.

El cuento de Antonio

Antonio nos hace callar y piensa un poquito en lo que va a decirnos.

—¡Uf! —exclama—. Por poco se me olvida con tanto jolgorio.


Hace una noche de perros. Un viajero de una carretera provincial comprende que no puede seguir porque la lluvia arrecia y la visibilidad es casi nula. Se detiene ante unas luces que hay a la derecha del camino y comprueba con satisfacción que se trata de una posada.

—¿Tienen ustedes habitaciones libres? —pregunta al posadero.

—Sólo hay una con dos camas —dice éste tristemente—, pero duerme en ella un hombre que ronca de una forma espantosa.

—Da igual. Me la quedo.

—Quiero ser honrado con usted —explica el posadero—. Tres viajeros han intentado dormir allí esta noche, y los tres han tenido que continuar viaje porque el tipo ese parece todo un desfile con sus ronquidos.

—No importa —dice el cliente—. Me la quedo. Vengan esas llaves.

Y durante toda la noche no pasa nada. Ni siquiera se oye un sólo ronquido, de manera que, a la mañana siguiente, cuando bajó el viajero con cara de haber dormido espléndidamente, el posadero le pregunta admirado:

—¿Ha dormido bien?

—De perlas.

—¿Cómo lo ha conseguido?

—¡Muy fácil! —explica— Entré en la habitación. Me fui derecho al tipo de los ronquidos y le di un beso en la boca. Y é se ha pasado la noche callado, con los ojos desorbitados...


Nos echamos a reír. El cochecillo, a la altura de Ferrerías, trisca alegremente por el asfalto y mete ruiditos de complacencia: se divierte.

El cuento de Ramón

Ramón, en cambio, no se ríe ni tantito así, y se mantiene pensativo y serio.

—¿Y, a ti, qué? ¿No te ha hecho gracia? —le dice Antonio, amostazado.

—Sí, pero no me río para evitar que se me olvide el mío, que es muy complicado.

—Pues cuéntalo.

Y lo cuenta:


Maud, la mujer de John, un soldado americano prisionero en el Vietnam, recibe una carta de su marido:

"Querida Maud —dice al papel—:

No puedes ni imaginarte lo bien que estamos aquí. El campo de concentración es un lugar delicioso, amplio, con jardines enormes, instalaciones insuperables. Bastará decirte que cada prisionero tiene una habitación para él solo, con cuarto de baño y calefacción.

Por las mañanas, si el día está un poco nublado y triste, nos suben el desayuno a la cama: café con leche, ensaimada, tostadas, mermelada y mantequilla.

Después, en el bar, jugamos al *pim-pon*, al ajedrez o a las cartas mientras bebemos gratis estupendos combinados. Y, si el tiempo lo permite, salimos a jugar al tenis. Si no, vamos a la piscina cubierta y climatizada, y nadamos hasta la hora de comer.

Comemos servidos por camareras con guantes blancos, que nos traen verdaderas golosinas: langosta a la *termidor* una vez por semana; perdices estofadas; lenguado, salmón, jabalí, caviar... Y de sobremesa nos obsequian con café, copa y puro. Y el que no fuma puros puede pedir un paquete de cigarrillos turcos *labiados*.

Después de la siesta nos vamos a dar una vuelta por el pueblo, donde la gente nos aprecia mucho y nos regala caramelos y juguetes para que nos entretengamos. Y hasta nos organizan bailes una vez cada cinco días.

Ya te puedes imaginar qué clase de vida llevamos. No cabe duda de que ha sido una suerte para mí esto de caer prisionero. Verás: al regresar del pueblo hay cine para quien lo desee y, si no, bailamos en una discoteca que nos han instalado: nos sirven de parejas las muchachas del comedor y algunas oficiales vietnamitas.

Cuando los días son largos, podemos también jugar al golf o practicar la equitación. En suma, esto es un paraíso. Bien quisiera vivir así cuando me liberten.

Por la noche ya, cena de gala y juegos de salón hasta la hora que nos apetece. La biblioteca del campo de concentración está abierta siempre y muchos vamos a leer allí o nos llevamos los libros para hacerlo en la cama en nuestras habitaciones.

Ya ves que no tienes por qué preocuparte de mí, porque no he podido caer en mejores manos.

Besos.

John.

Post data: dile a Agatha que a Robert, su marido, le fusilaron ayer por no querer escribir una carta como esta.


(Estábamos ya a la altura de la Naveta des Tudons, y se adivinaban ya los campanarios de Ciudadela por detrás de la colina. Pedro aprovechó la oportunidad para contar su quinta historia).

El cuento de Pedro

—Será corto —dijo— porque ya no falta mucho para llegar:


Dos hombres, el uno alto y el otro bajo, llegan a la ventanilla donde se despachaban los billetes del tren. El más alto es el que lleva la voz cantante.

(Y, mientras, pasamos por la "contramorada" al trote largo).

—Oiga —dice el taquillero— ¿Tienen billetes para Viloria?

El taquillero, que es nuevo, no sabe donde cae Villoria y lo busca en una guía de ferrocarriles, pero sin éxito.

—Esperen un momento, por favor —les dice y se lo consulta a un compañero que lleva ya muchos años de servicio.

—¿Para Villoria? Lo siento. No sé donde está ese pueblo, pero seguro que el tren no pasa por él.

El taquillero se vuelve al hombre alto que aguarda acodado en la ventanilla.

—No hay billetes para Viloria —le dice.

El largo se vuelve al bajito y exclama:

—¿Lo ves, Viloria? No hay billetes para ti.


(El coche ha pasado ya de la altura de Santandría, y mis cinco compañeros se miran esperando mi última historia. Yo, sin embargo, he recordado algo mucho más triste, y empiezo así):

—Una vez seis jovencitos, no excesivamente atolondrados, ni absolutamente cuerdos, fueron a hacer una excursión.

—¿Cómo nosotros?

—Como nosotros, sí. Y cuando llegaron a la playa, nadaron y se pusieron debajo de un pino a comer.

—¿Como nosotros?

—Sí. ¿Y sabéis lo que comieron? Pues pan con aceite y sal, y pan con tomate. Nada más.

—¿Por qué?

—Os vais a reír mucho: porque me he olvidado la comida en casa. Por eso.

Pero mis cinco compañeros no tienen sentido del humor y se abstienen de reír mientras me miran con sus ojos amenazadores. En eso, Cala Blanca aparece con sus aguas transparentes y todos pensamos en el mucho tiempo que hace que no hemos comido pan con tomate.


Publicado en el Diario Menorca el 9 de octubre de 1973.


Publicado el 18 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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