Picasso y las Ranas

Arturo Robsy


Cuento



La soledad tiene un feo nombre: aburrimiento.

—Klag Underwood

I. Picasso

Murió Picasso. Todo un tiempo ha muerto.

Era un ensayo de eternidad. Un andaluz universal cocinado a la francesa con salsas catalanas.

Un viso, quizá, su muerte. Un aviso para todos los que nos habíamos acostumbrado al siempre de Picasso. Cuando yo nací él era ya viejo. Cuando nació mi padre había superado el cubismo. Cuando nació mi abuelo Picasso tenía una mención honorífica en la Exposición Nacional de Bellas Artes de Madrid con "Ciencia y Caridad". Así pues, Picasso era eterno; de ahí el dolor de verle desaparecer llevándose entre sus manos yertas noventa y un años, cinco meses y dieciocho días de arte, recuerdos y enormidad.

No dicen ahora que Picasso era español. Ya lo sabíamos. Hasta él lo supo de siempre. Lástima que España se interesa por el hombre hecho, no por el que se hace y en este sentido, Picasso seguirá del otro lado de la frontera porque si bien se le acabó el metabolismo, su obra continúa en movimiento, repitiendo una y otra vez el volubre genio creador del malagueño éste que se nos ha muerto en Mougins.

Con mi homenaje, la anécdota (sólo que la muerte jamás debiera ser ocasión de aplausos).

Sonaba la televisión en un bar cualquiera. En las mesas cercanas hombres jóvenes jugaban al dominó. Bebían café y coñac y hasta cerveza, según los gustos. El camarero iba y venía por entre el estruendo iba y venía por entre el estruendo de las fichas, golpeando de plano en las mesas, los gritos y las expresiones de júbilo con que los ciudadanos victoriosos celebraban su habilidad.

En la calle, la nada. Pobres gentes corriendo de lugar a lugar con ideas fijas en la mente. Árboles plateados recién vestidos de hojas. El perro callejero de todos los días dormitando junto al bordillo y aguardando la hora de ir a levantar la pata a la cercana esquina. Dos niños recogiendo chapas en las proximidades. Una muchacha sonriéndose en el reflejo del escaparate de un comercio... La nada, por supuesto.

Dentro, al calor del bar, las voces de siempre, el "clin-clin" de los vasos que se chocan, de las tazas que se chocan, de las botellas que se chocan. El estampido mecánico de la caja que se abre y el tintineo de la calderilla al dar el cambio. La máquina tragaperras con sus timbres, sus disparadores y sus muelles. Los ciudadanos sedientos pidiendo a gritos remedios para su sed. Y, por detrás, lejano y opaco, el zumbido aburrido del televisor en marcha sin que nadie lo repare.

La gente juega. Malgasta, como dicen algunos, sus horas de descanso y es que, en general, nosotros, la gente del montón, sólo podemos despilfarrar el tiempo porque andamos escasos en dinero y en virtud.

En eso un locutor se asoma al rectángulo brillante del televisor y nos mira como perplejo o alelado. Parpadea otro poco y se pone a leer un papelito firmemente sujeto en su mano.

"Picasso ha muerto", dice.

En el bar, uno a uno, se van callando los ruidos y nos viene como una melancolía apretada y negra.

"Malagueño como yo" —murmura alguien a mi lado.

"El mejor pintor que ha habido" —explica otro a un vecino que piensa si Picasso será un futbolista.

Por detrás, una voz profunda se pone a echar cuentas: "muchos años tendría. De toda la vida se oye hablar de él".

Y el bar queda en silencio. Las fichas de dominó suspendidas de los dedos que las llevaban, de plano, contra la mesa. Los vasos de cerveza, contra los labios que iban a beberla. Los ojos, sobre el televisor que lentamente pone a la vista los detalles de la tragedia: Picasso ha muerto. Se lo creen o no: quizás les importa. En cualquier caso, callan.

(Fuera, la nada. La niña que espía su silueta en el escaparate. El perro que dormita. Los niños que inician los primeros compases del juego. Los árboles recién vestidos y más desnudos que nunca. Gentes que van de un lugar a otro con ideas prestadas en la cabeza. Alguien nace en el hospital y ya no es lo mismo: el tiempo de Picasso se ha terminado).

Esta historia —lo sé— no tiene un sólido argumento. Moraleja, tampoco. Sólo que, cuando un día me muera, me gustaría que los hombres del bar, los que descansan y beben y juegan, los que no me conocen y los que me ignoran, se quedasen un momento así, en suspense, quietos con la copa en el labio y la mente buscándoles el rincón de los recuerdos. Pocos hombres lo consiguen. Picasso, sí, pero él no era únicamente un hombre. Picasso era, también, época.

II. Las ranas

Desde hace unos días estoy fuera de Mahón, en un hospital, a cuestas con mi cuerpo y cierta fiebre que se obstina en ser mi compañera.

La vida de hospital es como la vida de familia, la vida de cuartel, la vida de colegio o cualquier otra y, en definitiva, tiene el mismo inconveniente: acostumbrarse a ella. Pero, por otro lado, hay algo nuevo en esto: la tranquilidad, el silencio, el tiempo para solar y pensar, para pensar y leer, para leer y comenzar de nuevo los sueños.

Nuestra civilización parece tener algo contra la ensoñación y, así, solemos creer que las horas en las que nos echamos vistazos por el interior, leemos el último libro que pescamos en el anaquel de la librería o nos ponemos a imaginar imposibles puntiagudos de puro alto y algodonosos de puro grato, son horas muertas. Y es que tenemos la absoluta y errónea certeza de que el tiempo que no rinde utilidad es tiempo perdido.

Y aquí estoy, en el hospital, sin exigir al día más luz ni a la noche más que sombra. Leo. Fumo. Repaso periódicos y revistas atrasadas y me someto a los beneficiosos caprichos del ciudadano médico sobre el que cae la responsabilidad de ordenar las piezas sueltas de mi maquinaria.

Y, luego, atiendo a las visitas. Es impresionante la cantidad de gente inesperada que recibes en el hospital: el vecino con el que apenas cambiabas un "buenos días" mañana y tarde. El amigo de ocasión sobre el que nunca tuviste especiales designios. Aquel otro camarada que hizo la secundaria un curso por delante de ti. El dueño del bar al que eres adicto que, de repente, se ha dicho: "¿y si pasase a ver cómo sigue fulanito?". El compañero de ilusiones y el compañero de trabajo. La niña simpática con quien siempre te llevaste bien...

Uno de ellos —cualquiera— al rato de estar en mi habitación ha tenido las orejas hacia la ventana:

—¿Oyes?

—Sí, son ranas.

Ranas, en efecto. A un tiro de piedra, en un lugar indeterminado del jardín se ha establecido una magnífica coral de gordas y navidosas ranas. No se ven desde la habitación, pero, en cambio, las oigo perfectamente. La visita no enfoca el problema desde el mismo ángulo y apenas se reprime un rubor escandalizado. ¡Ranas! ¡En un hospital! Le explico que peor sería tener cocodrilos o buitres, pero para él las ranas tiene un especial significado: su croar.

—¡Pero no podrás dormir! —me dice—. ¡Meten un ruido espantoso!

(Entre nosotros: nunca me detuve a calificar el ruido de las ranas, pero si tuviera que hacerlo, no lo llamaría espantoso, sino monótono. Las pobrecitas agotan bien pronto su repertorio y, como algunos individuos, prefieren repetirse a correr el albur de ensayar algo nuevo).

Pero sí puedo dormir, éste es el caso. Las ranas son sedantes y tan pronto como se las conoce bien puede confiarles alegremente los nervios. Las ranas ganan con el trato y hasta se pueden convertir en excelentes compañeras del enfermo. Son feúchas, eso sí, pero buenas chicas.

Naturalmente el visitante cree que bromeo y vuelve a insistir en el asunto: buenas o malas, meten ruido. Los enfermos necesitan paz, ergo las ranas son un latazo. Y queda en proporcionarme tapones para los oídos o, cuando menos, un paquete de algobón hidrófilo. Definitivamente no hay comprendido el quid de la cuestión.

Como enfermo soy un verdadero desastre. No soy capaz de guardar cama (como no soy capaz de guardar dinero); la radio me aburre intensamente. La televisión me solivianta. Como lector no puedo hacer gran cosa ya que me gusta, al contrario de algunos escritores, la buena literatura. Las visitas (entre nosotros) cansan a los diez minutos y, por supuesto, en los hospitales no se puede practicar el deporte de la vela, la equitación o las carreras de relevos. Por consiguiente solo me quedan las ranas.

Las vengo observando desde hace días. Al principio de ingresar ni siquiera reparé en ellas puesto que venía con los oídos llenos de civlización es decir de motores, de tocadiscos, de pitos de automóvil y guardia urbano de televisión, de gentío deportista y de timbres de despertador.

A media tarde, cuando el día y yo nos serenamos, aparecieron las ranas. Fueron primero un murmullo sordo, indescifrable, sin dirección ni significado. Después, buceando en la memoria, las reconocí: recordé los inefables días en que andaba de caza por las charcas con mis pantalones cortos y las caras de mi madre cuando me descubría el bote oxidado donde guardaba dos o tres de esos animalitos. Desde menos distanciia me vino también su imagen: la misma —coregida y aumentada— que los ciudadanos de Mahón puedne ver en la fuente de la Plaza de Colón.

Mira por donde —y al primera intento— las ranas me devolvieron la casi olvidada infancia, las charcas donde yo me solía meter hasta las rodillas con los zapatos puestos, las mñanas domingueras en las que, por una u otra razón, mi familia me sacaba al campo; el grupo de amigos en nuestras correrías por Sant Juan el Talayot de Trepucó.

A la mañana siguiente presté aún más atención a mis nuevas compañeras. Al amanecer el tener de la cofradía (de ranas, por supuesto) entonó un solemne y espiritual canto al sol. En solitario, hinchada de poesía su viscosa papada. Ya saben: "croac, croac, croac". A continuación intervino el coro con unos aires campestres de todo mi agrado. El barítono, una rana macho de gran envergadura, lo que traducido, viene a ser como el famoso poema del ruso Vladimir Nikov:


La mañana iba por su mitad;
estábamos en primavera
y era el amor quien cantaba.


Ignoro si las ranas (y los ranos) se enamoran a la usanza de los adolescentes pero yo noté en aquel croar la fuerza entera del universo, no un romanticismo decadentte y débil, sino toda la alegría de estar vivos mientras el sol calienta y abundan los mosquitos que revolotean sobre la charca. (Juzguen ustedes: "¡Croacroac-Croac-Croacroac!"). Llegué a la hora de la comida mientras el coro en pleno interpretaba unos movidos bailables, seguramente para enardecerse antes de la cacería de moscas.

Por la tarde durmieron la siesta. En realidad fui yo quien lo hice y prefiero creer que ellas también, porque sentiría haberme perdido algo de su concierto. Sobre las cuatro, el tenor y la "mezzo-soprano" se lanzaron con unos arias populares llenos de inspiración (Cro-ac; Cro-ac; Cro-ac) y,

de nuevo el barítono que, con la caída de la tarde, volvía a encontrar su genio lírico y apasionado. El barítono, si lo entendí bien, decía lo siguiente: Croa-cro-ac; Croac; Croac; Croacroac. Lo que, traducido, viene a ser como el famoso poema del ruso Vladimir Nikov:


"La canción del amor entre la tarde.
La canción de la tarde entre el amor.
El amor y la tarde en la canción".


Siguió al barítono el orfeón que estuvo retozando hasta la oscuridad. Luego, un coro de trasnochadores. Más tarde, las ranas mamás cantándoles nanas a sus pequeños. Suspiros de enamorados solitarios sobre las diez. Y a las once, antes de la soberbia quietud de la noche donde sólo acostumbran a cantar las estrellas y las lechuzas, el tenor que se despide del día y hace ofrendas para su pronto regreso.

He aquí las cosas que he sacado de estas cantarinas y ruidosas compañeras.

Y más que nada, me han librado de la soledad que, según me explican, es la mitad de la enfermedad que nos duele. Mi visitante, por supuesto, no fue capaz de mirar a las ranas por mi mismo cristal y siguió opinando que el mundo no es lo bastante amplio para que coexistan ranas y hospitales.

Tuve, por fin, que decírselo de otro modo:

—Yo vivo —le expliqué— en la carretera de Villacarlos. Cerca de mí, las máquinas de un taller me despiertan a las seis y media. Luego, mientras trabajo, enormes camiones se pasean bajo mi ventana y rápidas motos pasan acelerando. Por último, cuando la noche me dobla y siento la necesidad del sueño, los automóviles van y vienen a tal bar o de tal discoteca y hasta la gente de a pie siente las ganas de cantar. Así pues, me quedo con las ranas.

Una cosa tiene de buno esta explicación, y es que la visita se marcha. Y se marcha ofendida porque, de un modo u otro, las ranas salen ganando siempre que se las compara con los hombres y los cacharros de los hombres. Esto humilla.

Por ciierto: ¿hace mucho tiempo que no han oído ustedes el croar de las ranas? Repito que es más eficaz sedante que cualquier bebedizo de boticario. ¡Pruébenlo!


Publicado en el Diario Menorca el 1 de mayo de 1973.


Publicado el 11 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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