Primer Cuento Sobre la Esclavitud

o cómo se escribe un cuento

Arturo Robsy


Cuento


—¿Puede escribirse un cuento de cualquier cosa?

—De cualquier cosa, no. De casi todas, sí.

—¿Hasta un cuento de la verdad?

—Hay verdades que, aún sin escritor, son cuentos, y muy divertidos. Hay otras que son tan verdad que parecen mentira, y por fin, de las que se pueden decir cosas interesantes: este es el caso de los sacacorchos, por ejemplo.

—¿De mí podrías escribir un cuento?

—Supongo que muchos.

—¿Cómo?

—Di tu nombre. Preséntate.

—Me llamo Pedro Martínez. Nací, según me dicen, el doce de agosto de 1948. Fui al colegio de los Hermanos: estudié hasta cuarto de bachillerato y ahora trabajo como oficial administrativo en...

—¡Chis! No importa el nombre de la empresa.

—¿No? Bueno: ¿me haces el cuento?

—De acuerdo: ¿qué hiciste el domingo pasado?

—Dormí un buen rato, para desquitarme de la semana. Luego me lavé bien, me vestí y me fui de paseo.

—¿Adónde?

—¿Adónde va a ser? A la calle. Di una vuelta solo y me encontré después con Juan: así otra vuelta acompañado. Tomamos un aperitivo en la bodega y, como no nos venía el hambre del todo, nos calzamos otro en un bar. Anduvimos un rato más y nos fuimos a comer.

—¿Y por la tarde?

—Hombre: miré la tele y me fumé unos cigarrillos. Arreglé un enchufe que daba calambre y me fui al cine de las siete.

—¿Solo?

—Solo.

—¿No tienes amigos?

—Claro que sí, pero ellos, además, tienen novia.

—Y tú, ¿por qué no?

—¿Qué quieres? Esto de las novias tiene sus más y sus menos. Cuando te enamoras de una, pues, a lo mejor, nada, te entra el miedo. En cambio cuando no lo piensas, ¡zas!, ya estás cogido.

—Pero, ¿por qué no tienes novia?

—Porque no la encuentro.

—¿Y por qué no la encuentras?

—Porque no la busco.

—¿Y por qué no la buscas?

—¡Porras! ¡Porque no tengo tiempo!

—¡Ajá! No tienes tiempo. ¿Por qué?


(Tómatelo con calma —le había dicho el encargado— Hoy, con el inventario, hasta las diez no creo que se despeje el trabajo).
 

—Hay que trabajar, ¿no? En casa no somos ricos. No creo que lo seamos en bastante tiempo. Y los garbanzos cuestan dinero y los huevos y la leche. Y, a pesar de lo caros que son, no sabes nunca si son buenos de verdad con esto de los fraudes. Hay que trabajar.

—Estamos de acuerdo. ¿Para qué lo haces tú?

—¡Para sacar provecho, vaya! Entrego mil semanales en casa y lo que sobra es para mí. De ello fumo y tomo los aperitivos y voy al cine y me compro los periódicos. Además ahorro para un coche.

—¿Y es bueno el trabajo?

—Muchas horas: desde las ocho a la una y media, y desde las cuatro a las ocho... Pero iré ascendiendo poco a poco y me subirán el suelo. Así cuando me case no tendré tantos problemas.

—¿Y cuándo te casarás?

—Cuando encuentre novia.

—¿Y cuándo la encontrarás?

—Cuando tenga tiempo.

—¿Y cuándo tendrás tiempo?

—¡Vete a la porra! ¿No me ibas a hacer un cuento?

—Es lo que estoy haciendo. Te darás cuenta cuando lo hayamos terminado.


(A las nueve ya se había acabado el paquete de tabaco y la ceniza se le salía del cenicero y le ensuciaba algunos papeles de la mesa. La espalda le dolía, pero lo malo no era ese dolor, sino el que le vendría al ponerse de pie o el que sentiría al acostarse.

A partir de esa hora se fumó los cigarrillos de su compañero de la derecha y dejó de preocuparse por el cenicero lleno. Cuando se acostara le dolería el pecho de fumar. Pero, ¿qué quieres? Tanto tiempo metido en una habitación enciende la sangre).
 

—Dime una cosa: ¿qué haces cuando no trabajas?

—Comer y lavarme. Bueno, exagero: me sobra bastante tiempo, lo malo es que a unas horas molestas. Mira: a la una y media toda la gente se va a comer y no queda nadie por la calle, de modo que ni ganas tengo de darme una vuelta o tomarme una copa.

—¿Y después de comer?

—Me tomo un café sentado a la mesa y miro la televisión: ¡vaya programas! Se creen que a esas horas solo las mujeres pueden atender y te hablan de actrices y de películas y de modas y de enfermedades. Así me estoy hasta las cuatro menos diez. A veces leo alguna revista o el periódico o hago un solitario.

—¿Dónde lo aprendiste?

—En la mili, que también tienes tiempo muerto.

—¿Y por la tarde?

—Salgo a las ocho, de noche ya. ¿No ves qué color de cadáver se me ha puesto? Pero, ¿qué le voy a hacer? ¿Comer en el tejado para que me dé el aire?

—Decías que sales a las ocho...

—Oye, tú: ¿me vas a hacer el cuento de una vez? No paras de preguntarme las tonterías de cada día y eso, por mucha labia que le eches, no tiene nada de particular.

—De acuerdo. Sales a las ocho: ¿qué te gustaría hacer entonces?

—¡Ay! Echarle mano a una... Supongo que estas cosas no se pueden decir en un cuento, ¿verdad?

—Depende de hasta donde digas.

—Bueno, pues me gustaría encontrar a alguna chica con la que sentarme a hablar en un banco oscuro, o con la que ir al cine de sesión continua. ¿Está así bien dicho? Resulta que en las películas de la tele y en los anuncios y en las revistas, todo son mujeres guapas en camisón y bragas, y tú lo ves y te tienes que aguantar.

—Y te aguantas.

—Sí, claro. Pero es como meter carburo en una botella de agua y tapar. Al principio no pasa nada, pero, después, o salta el tapón o salta la botella. De niños hacíamos cosas así. No es cierto que los niños sean medio tontos.

—Creo que te entiendo: te enseñan cosas bonitas y no te las dejan probar.

—Ni elegir. Tendrían que prohibir que a uno le pongan los dientes largos para explotarlo. ¿Verdad?

—¿Y qué te gustaría hacer a partir de las ocho?

—Ir al campo, si hiciera sol. ¿Sabes cuánto tiempo hace que no he estado en el campo?

—No. ¿Dos semanas?

—¡Ja! Más de dos meses. Y eso que se ve desde la azotea de mi casa. Desde la ventana de la oficina (desde una de ellas) también se ve, pero ni por esas. A las ocho no me apetece, con tanta oscuridad. Y a la una y media, con el hambre que llevo... Además, no tengo coche y me faltaría tiempo.

—¿Y los domingos?

—Los domingos, duermes y bebes y vas al cine, que para eso están. Un domingo me fui a otra ciudad y, claro, por la carretera, vi el campo y los pájaros y las vacas, pero no lo pisé. Fíjate: ni lo pisé. Y de eso hace más de dos meses. ¿La carretera es el campo, tú?

—No, pero sígueme diciendo lo que harías a las ocho.

—Hombre, no lo sé. Tal vez trasnochase si a la mañana siguiente tuviera libre. Así, no, porque el sueño es cosa mala para un tipo que trabaja sentado. También me iría al baile...

—¿No vas nunca?

—Alguna vez he ido, pero solo. Y, allí, como está oscuro y lleno de ruidos, ¿con quién bailas? ¿A quién conoces? De manera que me aburro como un mochuelo, me tomo un copazo (¡y vaya precio, vaya!) y me vuelvo.

—¿No bailas?

—Verás: a veces todo el mundo está en la pista saltando y yo me añado y brinco a mi manera, pero no es una solución, porque, a la larga, se dan cuenta de que estoy desparejado y hago el ridículo.

—¿Siempre así?

—¡No! Una vez, haciendo esto, conocí a una chica y luego bailó conmigo. Eso sí: a un metro de distancia, porque no era música para el agarrado. Pedimos limonadas y charlamos un buen rato. A las diez me entró sueño, pero me aguanté. A las once ella me dijo que dentro de un momento aquello se empezaría a animar, y a las doce me fui.

—¿No la volviste a ver?

—¡Ah, sí! Quedamos citados. A las ocho, claro; y ella dijo que era muy tarde. Estaba libre desde las seis: ¿qué haría hasta las ocho? ¿Aburrirse? Por eso a la segunda cita se me desbarató el plan.

—Entonces, ¿qué haces realmente al terminar el trabajo?

—Según. Si estoy de humor, bajo hasta alguna bodega para librarme del tostón de la novela de televisión. Si no, me meto en el Ateneo a ver si hay exposiciones o a mirar alguna revista extranjera (¡hay unos anuncios...!). La mayoría de las veces me quedo en casa y meriendo, porque soy muy tragón y salgo de la "ofi" muerto de hambre, además de cansado. También leo alguna novela, sobre todo para dormirme en la cama, o veo la tele cuando ha acabado la novela.

—¿No tienes ninguna afición?

—Hombre: me gustan las chicas. También me gustan las sandías, pero en este tiempo no las hay. Me divierte el cine y, de poder, iría todos los días.

—¿No coleccionas nada?

—Sí: prospectos de medicamentos. Los guardo en un cajón después de leerlos. Así he aprendido cada palabra que e la dices a un guardia y te encierra. Mira, mira: edema, migraña (¿a que suena a zorra? ¡hijo de migraña!), bacteriostático, pneumococo. Y me sé más todavía.


(A las diez se puso la chaqueta. Tenía la boca pegajosa de fumar y los labios irritados de mordisquearlos distraídamente al escribir. La noche estaba desapacible. De no haber sido por el inventario, hubiera sido tarde a propósito para meterse en el cine y estar calentito. A las diez, después de seis horas de oficina, no le apetecía ya, y menos para estar sentado de nuevo.

Regresó a su casa bien apretado a los lados de la calle para coger menos lluvia y menos viento frío. Sobre la luz de las farolas se le iban dibujando letras y más letras, nombres, números de cuentas de clientes... "Tengo la cabeza hinchada" —pensó—. "Lo extraño es que no se me reviente").
 

—¿Me haces el cuento o no? Se va haciendo tarde y me voy a tener que ir para casa a cenar.

—No seas impaciente. Dime ahora qué te gustaría hacer.

—¿Con una mujer?

—No seas bruto. Tú solo.

—Es fácil de adivinar: me gustaría hacer dinero.

—¿Sí? ¿Solo dinero?

—¡Qué tonterías! Por el dinero te viene lo demás. Por ejemplo, una casa bonita, tiempo libre, viajes, chicas guapas, coche... También me compraría un mechero de oro.

—Pero un hombre debe de aspirar a más.

—¿Qué se puede ser más importante que rico? ¿Por qué todos se parten el espinazo o se pasan siglos estudiando? ¿Por gusto? Por el puñetero dinero, ¿no?

—Hay gente que no.

—Los chalados. Sin dinero vives como un perro. Todos te hacen pagar por una cosa u otra: por la comida, por el estudio, por los impuestos, por las mujeres... Si alguien no quiere el dinero, ya te puedes imaginar cómo tiene la chola.


(La televisión estaba en marcha: había una película de mil novecientos treinta y tantos, de uno de esos ciclos. La cena se iba enfriando sobre la mesa:

—¿Cómo vienes tan tarde? —le preguntó la madre.

—Es que en el trabajo hemos tenido que...

—¡Chis! —hizo la hermana, que todavía estudiaba.

—Había inventario... —continuó él.

—¡Chis! —hizo el padre.

—Anda —dijo la madre—. Cómete la cena antes de que se enfríe del todo.

¡Dios! ¡Cómo le dolió la maldita espalda al sentarse de nuevo!).
 

—Una sola cosa más: ¿estás satisfecho?

—¿Qué más dará? No se puede aspirar a demasiado. Aprende de mí: hay que sacar provecho de la vida. Y me voy. Recuerda que me tienes que sacar un cuento.


Publicado el 19 de febrero de 1974 en el Diario Menorca.


Publicado el 31 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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