Primeras Notas para la Historia de Menorca en 1973

Testamento a largo plazo

Arturo Robsy


Artículo, crónica



Estoy seguro de que dentro de 100 años seremos unos desconocidos. Los futuros menorquines de entonces no habrán visto de nosotros más que retratos descoloridos o, con suerte, nuestros rostros viejos antes de morir.

Las fotografías que tan alegremente nos sacamos con nuestras máquinas de plástico y que tan caras nos resultan, serán cartulinas apenas sin color en el interior de los pocos álbumes que por esas épocas sobrevivan. Alguien dirá señalando la foto de un muchacho que hoy tiene dieciocho años:

—¿Y éste? ¿Quién es?

El heredero del álbum, joven dentro de 100 años, hará memoria:

—Un bisabuelo, creo.

—¿Y cómo se llamaba?

Y lo más probable es que el joven no lo sepa y tenga que consultar a su padre, o a la fecha escrita detrás del cartoncito.

Como sabemos todo esto, es obligación nuestra dejar a esos descendientes (que en este momento a lo mejor leen el cuento) un relato fidedigno de nuestra Menorca de 1973, con todo lo que esto significa.

Aquí queda, pues, este trabajo para los historiadores de lo porvenir.

Menorca era, a finales de 1973, una isla de tantos kilómetros cuadrados, menos tantos otros que pertenecían a extranjeros. Su población ya no se contaba en "almas" como en los viejos libros de geografía, seguramente por la dificultad de sacarlas a flote: se hacía por censos, consumo per cápita de kilovatios-hora, número de teléfonos y número de televisores.

La gente, como siempre, iba y venía de acá para allá, sólo que, últimamente, en lugar de ir a merendar bajo un pino y engrasarse bien los dedos con tortilla de patatas y cebolla, prefería comer al amparo del cemento de restaurantes donde, en ocasiones, alcanzaba a hacerlo tan bien como en su casa.

Las mujeres, como casi siempre; ya sabes: siguiendo la moda. Los hombres —y en contra de algunas autorizadas opiniones— trabajando más y más y partiéndose el pecho para pagar letras de neveras, coches, batidoras, aspiradores y descorchadores mecánicos sin los que pasaron perfectamente sus abuelos. Y los niños sirviendo a experimentos educativos sobre cuya bondad sólo existen leves cálculos teoréticos. Los niños, también, cada vez más lejos de la calle y del aire limpio, y del silencio y de los juegos esos en los que el infante descubre el mundo en sí mismo y empieza a comulgar con el universo.

La prensa, por las mismas fechas (hace una semana), daba a entender en bonitos anuncios que con un voto se soluciona el problema del alumbrado o el de las necesidades del vecindario, y con ese voto se descolgaban mil imposibles responsabilidad sobre dos de los cuatro hombres que ya habían sido elegidos, pero no por el vecindario.

Los precios seguían subiendo sin cesar y la gente mayor que vivía de sus pocas rentas andaba con bastante miedo en el cuerpo.

Lorenz compartía un Premio Nobel de Medicina por hacer que patitos recién nacidos le tomasen por su madre y, en general, todo el mundo se preguntaba, como hace siglos: "¿adónde iremos a parar?". Y, como hace siglos, no encontraban respuestas definitivas.

La gente

Ignoro como será (o es) la gente en las edades futuras. Sí sé que, para que estas líneas se puedan leer dentro de cien años, tendrá que haber cambiado mucho, mucho.

Hoy en día, por ejemplo, hay más vocaciones que profesiones y, por otro lado, empleos que no requieren vocación de ningún tipo. De esta forma los hombres son desgraciados, y este es un asunto que —se confiese o no— preocupa a la mayoría.

Todavía acostumbramos a preguntar a los niños: "¿qué serás de mayor?". Y los niños se hacen ilusiones: algunos quieren ser médicos; otros, soldados... pero también despiertan vocaciones destinadas al fracaso desde un principio. Yo, de pequeño, quería ser centurión, de esos que van en las procesiones. Nada más (¡y nada menos!). Y siempre que algún cenizo advertía a mis cinco petulantes años que "los centuriones no ganan dinero".

Hay quien también desea ser jinete (a secas), o caballo (que es aún más difícil). Las niñas he oído que estarían locas por hacerse "arcoíris" o "muñeca".

Esto es lo imposible. Pero también existen vocaciones lógicas, al alcance de la mano, que se quedan en vagos sueños de adolescencia y que al recordarlas no son más que un calambre (tenue, pero doloroso) en el pensamiento.

En general, Hombres de lo Futuro, no somos lo que deseamos ser: nos quedamos a mitad de camino o, simplemente, no lo empezamos nunca. Encontramos, claro está, buenas disculpas para estos fracasos: la exigente supervivencia o el sustento de la familia o lo porvenir de los hijos... Pero son excusas. Maravillosas excusas que somos los primeros en crear.

Y, mientras tanto, en este año nuestro aún queda gente mayor que llama "escaufapanxas" a las chimeneas; gente joven que cree en la libertad aunque no la practica y que se partiría el pecho por cuestiones tan abstractas como lo justo, lo verdadero o lo bueno; gente mediana que espera milagros, que se llaman ahora quinielas y lotería; y, en general, muchísimos individuos cuyo nivel de aspiraciones no va mucho más allá del simple libro de caja, con el debe a un lado y el haber al otro, y un saldo positivo en el activo.

Y no es que los hombres tengan que cambiar: no lo han hecho durante siglos. Deben, simplemente, aprender a desear; aprender a tener aspiraciones de hombre o de mujer, no de contable, no de caja registradora; les va la vida en ello.

La contaminación y el descontento

Se habla mucho últimamente de la contaminación. Los más la llaman polución, por más que nada tiene que ver con ciertos desahogos nocturnos e involuntarios.

Esta contaminación consiste en que el mundo se nos queda pequeño mientras que el consumo nos viene muy grande ya: nos amenazan, pues, los desperdicios, nuestras basuras que, en buena parte, son venenosas.

La vida, así, se deteriora en todos sus aspectos. Bosques enteros caen diariamente para que los periódicos salgan a la calle. Tierras fecundas se vuelven estériles a causa de serios errores de quienes no pueden tenerlos. Con el aire respiramos mucho veneno que previamente hemos fabricado nosotros mismos. En el agua bebemos cloro y en la leche, insecticidas que ya están en la grasa de los niños de seis meses. El mar, en fin, se va a hacer puñetas, y la lluvia, tan limpia y clara, nos cae a menudo con partículas de tritio: nadie sabe lo que la radiactividad será capaz se hacer con nuestros hijos.

Y no nos ponemos de acuerdo. ¿Por qué? Porque la vida no significa lo mismo para todos. No se trata ya de la vieja cuestión del trabajo por un lado y de la molicie por el otro. Hay individuos que sacrifican a los demás, a sus hijos y a ellos mismos por determinados lujos. Los hay que se niegan a pensar en el asunto: "hasta ahora —dicen— nunca se ha acabado el mundo". Y es que, hasta ahora, nunca estuvimos tan cerca de conseguirlo. A los más, nadie les da vela en este entierro y asisten, silenciosos, a este proceso imparable, a esta carrera por el consumo, sin tener más solución (¡así está la vida!) que colaborar en ella.

Y he aquí el descontento: imaginamos que nada se puede hacer por uno mismo. Todos echan la culpa al vecino o, lo que es igual, a las autoridades o a los fabricantes. Olvidan, por supuesto, su libre albedrío y siguen usando lo que es perjudicial para todos, y siguen enguarrando el campo y echando humazo a la atmósfera y consumiendo, en fin, aquello de lo que podrían prescindir muy bien.

Todos, además, echan la culpa al "hombre", ese ente abstracto que carga con vicios y pecados particulares que a nosotros nos parecería feo exhibir: "el hombre es un lobo —dicen— (pero yo, no)", "el hombre es envidioso (pero yo, no)", "el hombre es agresivo (pero yo, no)". Y entre ser y no ser, la agresividad se condensa, la mala uva aflora en las relaciones callejeras casuales, y existe, cada vez mayor, una desproporción entre lo que se quisiera ser y lo que oscuramente, calladamente, desgraciadamente se es en el fondo de la conciencia de cada uno.

Y el hombre, lectores de un futuro, no tiene culpa alguna. El hombre es también parte (y no pequeña) de esta Naturaleza que algunos hombres alegremente se cepillas. Y, para que esté claro de una vez, el hombre es el éxito más notable de la evolución zoológica: un éxito tan grande y tan sin precedentes, que algunas grandes compañías (infernales, sin duda) le han comprado la patente para retirarlo de la circulación y evitar competencias demasiado fuertes.

He aquí por qué el hombre está contaminado ahora: no porque se encuentran partículas radiactivas en sus huesos o dedeté (léase D.D.T.) en su grasa, sino porque sus pensamientos andan como sucios, como perdidos en un mar de estímulos e ideas contradictorias: porque, más o menos, "ha perdido el norte".

En cualquier caso, el hombre contaminado sólo sabe contaminar, y éste es el problema.

Si verdaderamente se acabara la gasolina

Leo en un libro fechado en 1816:

"Tout est ainsi, parce que tout est ainsi", que, traducido viene a decir que todo es así, porque es así. Es, quizá, la última explicación pesimista del mundo que nos rodea y, por supuesto, podría haber sido escrita en 1973, donde nos acostumbramos a refugiar repetidamente en lo irracional.

Ha habido una guerra. Todavía no se sabe a estas horas si ha terminado o no, pero la ha habido. Una guerra de razas, como en los viejos tiempos, aunque haya divergencia de opiniones a este respecto: unos dicen que las razas eran judíos contra árabes, y otros que dólares contra petróleo.

Dólares contra petróleo: lo artificial (el dinero, que es un concepto abstracto) contra lo natural (el petróleo, que es podredumbre milenaria que se inflama). La batalla, sea cual fuere su resultado político, está ganada de antemano por el dólar, moneda con que se compra y se vende el petróleo.

Y, a la larga, el mismo petróleo valdrá más dólares, pero en dólares se seguirá midiendo.

Entretanto, aquí en Menorca, podemos permitirnos soñar: la gasolina se ha terminado, y he aquí que las máquinas tienen que tomar otro camino. Las eléctricas, no tanto, porque todavía funcionan centrales hidroeléctricas y atómicas. Las otras, las de motor de explosión incorporado, sí.

Y mientras se ponen al día los motores de agua y de carburo y de X, que las grandes industrias y las compañías vendedoras de petróleo han retirado, los automóviles se detienen: miles de obreros quedan sin trabajo. Cada semana son doscientos los hombres que continúan viviendo en España; millares en el mundo. Los niños, sin peligro ya, salen a las calles y juegan y dejan de atontarse con la televisión, con lo que se hacen más sanos y más listos.

Muchos productos extraños e innecesarios dejan de fabricarse, y más gente se queda sin trabajo. El campo, sin la ayuda de las máquinas, da cosechas más reducidas. Con las restricciones de combustible, se empobrece el comercio marítimo y terrestre, y aumenta el hambre. También, con los apagones, la natalidad: muchos hombres que normalmente morían en accidentes de coches y de aviones y en guerras (que, sin gasolina, son difíciles de hacer), viven y crían... El mundo, entonces, se va a hacer puñetas y nosotros con él.

Por lo tanto: adelante con el petróleo, ya se pague en dólares o en dinares; adelante con los accidentes y con las guerras, y adelante con esta cadena que nadie sabe cómo empezó, pero que está ahí y nos arrastra.

De una cosa no cabe duda: desde Cristo hasta hoy el hombre ha sobrevivido diecinueve siglos (¡19!) sin aviones, sin automóviles y casi sin petróleo, y sólo uno con ellos. ¿Por qué, entonces, ya no es posible prescindir de esas máquinas?

El tiempo y las personas raras

Todavía es otoño, aunque se haya metido ya muy hondo en el frío. Y este frío, además de espantarnos moscas y mosquitos, se nos ha llevado a los turistas. En realidad nos quedan algunos aún, pero muy pocos, sin verdadera unión y, por lo tanto, resto decimal despreciable a la hora de los grandes números.

En verano, sobre todo en los días nublados, nuestras menorquinas calles eran un zoológico divertido y recargado. Muchos niños y algunos ancianos tuvieron entonces ocasión de ver al natural a su primer japonés, a su primer chino y a su primer negro. También a su primer "no-se-sabe-qué", raza extraña, peluda, que pasó por la isla sin mostrar su pasaporte.

Las calles eran a veces divertidas, sí, y a veces agobiantes. Más de uno se sintió "fuera", por detrás de la tramoya; menos menorquín seguramente; algo invadido quizá (al contemplar rótulos y anuncios en desconocidos idiomas que, por lo tanto, no se referían a él y a sus costumbres); tal vez ajeno, extraño al asunto que en sus calles de siempre se trataba.

Pero a las diez de la noche las calles burbujeaban todavía, y entre los extranjeros, quieras que no, algún menorquín prolongaba su callejear y paseaba a turistas de todas las medidas o se contentaban con entretener los ojos y hasta el gaznate en algún bebedero bien iluminado.

Hoy, en cambio, es otoño, y se han ido las personas raras. Quedamos los menorquines y los que en Menorca viven. ¿Y qué? Pues el gran descubrimiento: las calles están desiertas a partir de las ocho. Los establecimientos sociales (bares, cafés, casinos) cierran a las diez, en su mayoría por falta de clientela. Los cines se llenan en domingo y se vacían entre semana, y hombres, mujeres y niños, tras el trabajo o la escuela, se encierran entre el cemento y se pone a ver la tele.

Cuando la televisión cierra, los hombres cierran y se van a dormir. Eso es todo. Y ese todo (con muchos excepciones, claro, pero no con las suficientes) dice bien poco de la elasticidad de nuestra sociedad, de su juventud, de su dinámica.

Nuestra sociedad, sin su fachada turística, tiene arteriosclerosis televisiva, señores. O, si lo prefieren en otras palabras, existe más aburrimiento del que el hombre normal puede soportar. ¿Y bien? ¿Por qué lo hace?

Sic transit gloria mundi.


Publicado en el Diario Menorca el 20 de noviembre de 1973.


Publicado el 11 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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