Qué Difícil Es Ser Dios

Arturo Robsy


Cuento


Sólo los que se aferran a la vida más de lo reglamentario creen que se les puede hacer una biopsia de puro trámite cuando se quejan de que un catarro no se les cura. Y, cuando en vez de una aspirina, les recetan veinte sesiones bajo el acelerador lineal, sólo los de piel de rinoceronte siguen creyendo que las cosas marchan bien.

Eduardo Libre, que soportaba desde niño las desventajas de un espíritu burlón, sonrió, de cara al médico:

—¿Y, a pesar de esto, cree que me curaré?

—Naturalmente.

Libre, que era de otra escuela de pensamiento más propensa a la acción, salió directamente hacia el banco y pidió un cartucho de monedas de cincuenta pesetas. Lo pagó y, con él en el puño, dio un formidable golpe en el mentón del guardia se seguridad de aquella desventurada sucursal. Ya tenía pistola y un total de veinticinco balas.

Cuando, además de cáncer, se tiene un arma de fuego con alguna munición, sobreviene un momento de optimismo. Aguzando el oído se oyen cánticos de aves. Quizá es pasajero, pero alivia la tensión.

De haberse enterado su médico, hombre de escasa psicología y de nómina profunda, hubiera pensado que los últimos manejos perseguían el fin de dotar a Eduardo de un pasaporte a la eternidad: rápido aunque ruidoso. Por eso se hubiera extrañado al ver como su cliente, lejos de perforarse el cráneo, se acomodaba en el escritorio e invertía su valioso tiempo en sumirse en los recuerdos.

Aspiraba a escribir en un blanco papel los nombres de quienes le hubieran perjudicado gravemente, para remitirlos al más allá como avanzadilla. Tenía la impresión de que su cáncer no era más que el resultado del cúmulo de injusticias sufridas y, católico ligeramente heterodoxo, pensaba hacer de Dios durante unos días, decidiendo sobre el destino de ciertos elementos perjudiciales para la salud.

—Juan Valls. —escribió.

Examinara como examinara su historia, Juan Valls no podía evitar ocupar la primera candidatura. En tiempos su mejor amigo y padrino de su hijo, un día lo encontró con su mujer. Tumbados. Sin duda un fallo en las medidas de seguridad.

Eduardo, todavía influido por la moral natural y por el miedo a dar en la cárcel, sólo había hinchado dos ojos: uno a cada uno. El adulterio, aunque no existiera para los jueces, seguía afectando a los maridos. Quizá contener las ganas de actuaciones de mayor peso específico había sido la causa desencadenante de su cáncer.

Preguntándose si veinticinco balas serían suficientes, se echó al bolsillo el revólver y salió en busca de Juan, cuyos hábitos serpentiformes conocía: tomaba ginebra en todos los bebederos desplegados desde el trabajo hasta su casa.

Convenientemente disimulado tras una máquina tragaperras, le aguardó en uno de aquellos lugares. Los extractores de humo del lugar achicarían pronto el olor de la pólvora.

Pero, visto de cerca, Juan estaba ojeroso, mal afeitado y cargado de arrugas. Era fácil ver cómo le temblaba el pulso al levantar la copa de ginebra y el estremecimiento de asco que sufría al acariciarle el alcohol la úvula.

Un alcohólico más, ¿qué importaba al mundo? Pero el detalle impresionó a Eduardo Libre. Se suponía que Juan había cometido su traición para ser feliz. De hecho, cuando los ojos se deshincharon, Juan y su ex—mujer empezaron a vivir juntos.

Tras la separación religiosa del matrimonio, la vieja esposa había pedido el divorcio. Dos años después, refractaria al escarmiento, se había casado con Juan, siempre persiguiendo la felicidad, que es elemento fugitivo.

A juzgar por el aspecto del traidor, algo importante había fallado en sus planes. No sólo era desgraciado sino que trataba de aliviarse con ginebra, bebedizo que quema las neuronas.

Pegándole un tiro, Libre corría el peligro de hacerle un favor al librarle de los mil gusanos locos y alcohólicos que debían correrle el cuerpo y la mente a velocidades prohibidas por la ley.

Regresó a su casa y tachó el nombre. Tampoco necesitó pensar para escribir el del segundo candidato: Marta, la mujer infiel. Aunque de género femenino, era un bicho: tras la separación, quizá un año más tarde, había ido a casa de Eduardo, a seducirle. A Marta no parecía satisfacerle un hombre sólo. Quizá tampoco dos.

Además, pese a los ojos azules y el aspecto etéreo, tenía propensión hacia los sólidos bienes materiales y la habilidad de procurárselos firmando letras que caían sobre el hombre de sus sueños. Seguramente Juan se anegaba en ginebra para olvidar los regulares protestos del banco.

Marta había envejecido también, no sin antes cargarse con veinticinco kilos suplementarios y unas gafas de miope. Vivir con un alcohólico no debía resultarle fácil: estaban las vomitonas y, entre una y otra, los gritos que acababan en golpes.

Pese al maquillaje, Eduardo descubrió un tono lívido por debajo del pómulo izquierdo. Aquella liviana, entre la gordura, las gafas, las zurras regulares y las varices de su circulación de obesa, había dejado de ser una potencia de la traición: cualquier hombre al que tratara de seducir se desataría en risas o prorrumpiría en un amargo llanto.

Cuando, además, la descubrió solicitando ginebra en vaso alto, comprendió que había adoptado los hábitos de Juan para combatir la dureza de la vida en común. Disparar sobre ella sería, sin duda, malgastar una bala: la vida se estaba encargando muy bien de tomar venganza.

Tachó, pues, el segundo nombre de la lista y volvió a repasar sus agravios. Tenía algo, de menor importancia, contra su alcalde y otro poco respecto a la grúa municipal, ser inanimado. Le quedaba, sólo, el tercer responsable de sus calamidades, el hombre que corrió por la vida como un viento ciego hasta que, armado con una pistola, se imaginó que era posible mejorar la justicia con ella.

Con instinto de lo teatral aprendido de «Fígaro», se puso ante el espejo y ensayó la postura más precisa para quitarse la vida. El cañón en la sien era poco original; en la boca, escasamente higiénico; en el corazón... había leído que no solía estar donde se lo suponían los suicidas, que acababan pasto de los médicos de urgencias.

La vida, terminó diciéndose, se había encargado de él también, sin embrutecerlo con el alcohol y sin convertirlo en un comedor impulsivo. Quizá le hubiera condenado a morir y no a vivir por ser el menos culpable.

Abandonó su contemplación de la muerte y guardó la negra pistola en un cajón. Las armas son inútiles cuando la Providencia media.

Sonrió, según su costumbre, y miró en torno. Le hubiera gustado ver en algún rincón la cara del Dios al que quiso usurpar el trabajo justiciero. Por fin, eligió el aire transparente y en penumbra y sopló suavemente en él, para despertarlo:

—Gracias. —dijo. Creyó que convenía añadir la razón:— Gracias por no ser como creía.

Al día siguiente fue a darse la primera sesión de radiación en el acelerador lineal.

—Dicen —comunicó a la enfermera— que es un catarrito mal curado.

Y, mientras ella le miraba a los ojos, tratando de discernir si se burlaba o creía en tal memez, Eduardo le dio un pellizco.

La figura, no, porque ya se encargarían de ella los médicos con sus medidas y, después, con la autopsia, pero el genio bajaría con él hasta la sepultura. Ya arrearían quienes se quedaran atrás.


Publicado el 12 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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