Radical

Arturo Robsy


Cuento


Aunque es penoso decirlo, cuando Remigio descubrió que su mujer "también era adúltera" y que, encima, aquello no era motivo para divorciarse y que, si se divorciaba a pesar de todo, la otra pedía la mitad de cualquier cosa de Remigio, incluida la finca heredada de sus padres, se encontró en la tesitura de ser un permanente cornudo o destruir elmundo.

Puede que usted, que lee esta historia, piensa que hay otras opciones intermedias, de centro como quien dice, pero eso tendría que explicárselo a Remigio, cuyo remedio a mitad de camino no era otro que pegarle un tiro a la susodicha y pasarse entre quince y treinta años de huésped del Estado, salvo amnistías.

Así que el riesgo de perder quince o más años de su vida justificaba, para Remigio, la necesidad de destruir el mundo para quedar en paz con la zorra de su mujer y, de paso, cobrarse unos cuantos piquillos que le debían todos los seres humanos a coro.

Claro que entre tomar la decisión de destruir el mundo y estar en situación de hacerlo, hay un largo camino que tiene que andarse con imaginación o, como diría algún lapidario, "con la vvista puesta en lo grande y la confianza, en Dios."

Naturalmente que Remigio tenía sus dudas acerca de lo que Dios opinaría de este asunto. A fin de cuentas el Buen Dios había hecho el mundo, y, por bueno que fuese no era imaginable que se lo tomara como una broma inocente. Destruir una ciudad era cosa más que gorda ya, pero había sucedido. Y hasta naciones enteras perecieron por la espada o por el hambre, pero todo un mundo... Para eso haría falta un archicriminal — y Remigio no lo era — o un manitas.

Lo fácil, lo realmente fácil, que se le ocurrió a Remigio apenas con un parpadeo, era cepillarse a la ciudad entera. Uno asalta los depósitos del agua, que en su pueblo no tienen vigilancia ni de día ni de noche, y echa en ellos varios sacos de cianuro o, en su defecto, matarratas y abonos. Bebe la gente, y listo. También, y a ya en plan preciosista, se puede interrumpir el suministro de cloro y echar en el agua potable cultivos de tifus o de cólera morbo, o de cualquier otra porquería, y luego, en plena epidemia, píllame si puedes.

Pero una ciudad, aunque en ella viviera la tipeja que le había coronado, poco era para la ira de Remigio. Trabajando mucho, muchísimo, y con suerte, podía despachar a la provincia entera con el mismo método, pero no el mundo; jamás el mundo.

Venían después los explosivos que, sin duda, podría fabricar, pero necesitaría toda una vida de esfuerzo para conseguir los suficientes con que dinamitar la ciudad. Tampoco el mundo se liquidaría por ahí y, en cuanto a bombas atómicas, aún suponiendo que tuviera maña suficiente y uranio bastante, y cohetes y aviones para lanzarlas, Remigio estaba decidido a sobrevivir a la destrucción del mundo, de manera que no había ni que hablar de venganzas radiactivas.

Remigio, como se ve, no era un tonto, sino un pobre hombre trastornado por unas faldas locas, como tantos hay sobre la faz de la tierra. Prefería echar la culpa de las traiciones a todos antes que aceptar que él la tuviera. Y, ante la duda, un hombre que quiere destruir el mundo puede ser la mar de razonable en las otras cosas.

La química, además de los venenos y de los explosivos, le ofrecía otros panoramas. La píldora anticonceptiva, por ejemplo, había transformado la sociedad; ya ven: un poco de levonorgestrel (por decir una substancia) y los países ricos se volvían viejos y decadentes, invadidos por una creciente población de estériles barraganas. Pero, claro, la famosa píldora acabaría con un mundo, no con EL mundo, y, además, muy lentamente.

Unas cuantas ideas, bien escogidas e infestadas, también podían ser una herramienta terrible, y se usaban de hecho para destruir el mundo, pero sólo un cierto mundo, como con la píldora. El Evolucionismo de Darwin, que florecía, junto con la ambición de ser hijos de una mona, en marxismos y fascismos y en millones de muertos. Freud, con sus asuntos sexuales elevados a la cabeza, también le había pegado un buen estoconazo tanto al mundo del espíritu como al de los conservadores de entonces. Pero el hombre se sobrepone a todo y ni una legión de Atilas trabajando a destajo harían una mella considerable en los seis o siete mil millones de seres humanos, implumes bípedos.

Entonces, ¿puede o no puede uno destruir el mundo? Supongamos que dispusiera de una máquina del tiempo y matara al primer primate, retatarabuelo de todos los tontos: ¿y si luego resultaba que, como siempre, tenía razón la Biblia y al hombre le hizo un Buen y Eterno Alfarero? Supongamos... No era Remigio hombre de suposiciones y, aún con su ración humana de sueños, prefería realidades sólidas a la hora de acometer empresas serias.

Tenía que buscarse un aliado de toda confianza y, aún con reparos, decidió invocar al diablo. Tuvo, claro está, que vérselas con muchos embaucadores, con mujeres que todo lo que hacían era poner los ojos en blanco y quemar azufre en la habitación de al lado, y con chalados, maniáticos, anormales, locos, majaderos, cuentistas y tontos de capirote llamados mediums, pero, porfiando, dió con un auténtico satánico.

El tipo en cuestión no usaba veladores ni cortinas ni oscuridad. Trabajaba gratis, además, porque toda su ilusión era servir al mal y luchar por imponerlo, de modo que, el día fijado, trazaron el pantaclo, recitaron las palabras indicadas y en el centro del círculo, que estaba en el centro del pentágono inscrito en la Estrella de David, apareció un diablo.

Aquí no conviene olvidar que un diablo siempre es un ángel; un ángel soberbio, sí, y hasta un ángel rebelde, pero ángel siempre, de manera de Remigio no se encontró con algo reptilesco, con escamas ni con alas de murciélago, ni siquiera con el reglamentario olor a azufre. Era un simple ángel con taparrabos — tal vez a causa del calor — que sonrería pacíficamente, y tenía aire de joven aplicado.

— Ante todo — dijo el diablo — tengo que preguntarle si cree usted que soy un demonio o si considera que está siendo objeto de una estafa.

También Remigio era hombre metódico y no se sorprendió de que el ritual tuviera sus prólogos. Respondió que estaba convencido de habérselas con un diablo, y más cosas aún, porque el ser aquel parecía estar rellenando alguna clase de impreso.

— Todo está en orden. Ahora nos queda hablar del intercambio. Todo contrato tiene dos partes y debo preguntarle qué me ofrece usted.

— Discúlpeme — dijo Remigio—. Como es la primera vez que intervengo en cosas de estas, me atendré a la tradición: creo que el alma es la moneda con la que ustedes mejor trafican.

El diablo hizo un gesto algo triste, meneando la hermosa cabeza de lado a lado.

— La historia de Fausto nos ha hecho mucho daño — comentó para él —. Y, dígame; ¿qué cree usted que podemos hacer nosotros con su alma?

— Ah, no sé.

— Cuando había pocos hombres en el mundo, un alma podía tener su valor, una cierta utilidad marginal, por usar términos de economía. Pero ahora las hay por miles y miles de millones y no son más que un engorro.

— Entonces, ¿usted dirá qué puedo darles yo?

— ¿Es usted artista? No, ya veo. ¿Científico? ¿Político? ¿Periodista? ¿Clérigo?

Remigio iba diciendo que no. De todas formas se había puesto ya a la defensiva, porque una cosa es ofrecer el alma y otra muy distinta tener que desprenderse de algo más material y sólido.

— Veo que no comprende la naturaleza de nuestro acuerdo — le dijo el diablo. — Eso me hace sospechar que quien me ha llamado no le ha explicado nada.

— Con las prisas... — se disculpó el interesado.

— Así pues, — siguió el joven con paciencia — usted cree en la vieja tradición y en todo lo que el pobre Milton explica: que nos sublevamos contra Dios y que se entabló un terrible combate.

— Sí, sí, eso es lo que saben todos.

— En realidad usted no le llamaría combate, pues se trata de algo extremadamente espiritual, un desafío que no termina. No hubo legiones infernales ni ejército celestial, ni pífanos ni trompetas. Ni siquiera tenemos alas. Imagínese, por un momento, que usted apuesta contra mí a que algo es blanco y que, cuando va a demostrar que lo es, yo hago que el color cambie. Volvemos a iniciar la apuesta y así sucesivamente.

— Ya me lo imagino: trampas.

El diablo se echó a reir muy divertido:

— Y algo más aún: si usted se enfrenta a un Creador, ¿qué es lo que pretenderá demostrarle? ¿Que és usted mejor fontanero o médico o político que él?

Remigio era de rápida comprensión: ya hemos dicho que era un loco racional, un hombre razonable que sólo era irracional en un aspecto: la destrucción del mundo.

— Supongo, — dijo — que convendría competir con él creando algo... Pero, señor demonio, aunque no soy creador puedo ser perfectamente destructor y me siento con empuje suficiente. Por eso he llegado hasta este punto.

El diablo parpadeó y miró por encima de Remigio en dirección al que había trazado el pantaclo y recitado el ritual. Parecía enfadado.

— Destructor... — murmuró. — El impulso destructor requiere una considerable energía, y bien sabemos que toda destrucción genera — crea — otra realidad.

Hizo una pausa, como meditando.

— Deberá disculparme — siguió — pero estamos tan acostumbrados a que nos pidan cosas, bienes y asuntos biológicos, que usted me choca. La gente quiere oro, billetes, dinero, fortuna en general, o palacios, castillos, fincas, reinos, poder. Otros pretenden larga vida o larga juventud, o salud cuando sufren, o placer, cuando son, de por sí, insensibles. ¿Quiere usted alguna de estas cosas? ¿Quiere usted algo para sí?

— No — respondió Remigio inmediatamente. — No quiero nada para mí. Sólo venganza.

— ¿Y sacará de esa venganza algún provecho material?

— No — repitió Remigio con seguridad. — Hasta es posible que saque varios inconvenientes.

— Curioso — comentó el diablo, encongiéndose de hombros. — Siempre puede usted convertirse en un enlace, como este otro señor: la información rápida es elemental en cualquier organización. ¿A qué persona quiere usted destruir?

— A ninguna en particular.

— Afán destructor... Tiene usted alguna clase de monomanía, es decir, un complejo.

— Nada de eso. Tengo sencillo, antiguo, conocido y sólido odio. Nada más que eso.

El diablo volvió a mirar detrás de Remigio, al enlace, como advirtiéndole de la regañina que le esperaba.

— Odiar cosas dice poco acerca de su madurez. Tiene usted un carácter infantil o inestable. Pero, vemos: ¿qué cosa quiere destruir?

— El mundo entero — respondió Remigio con modestia.

El diablo no dijo ¡repámpanos!, pero es la palabra que mejor hubiera acompañado al gesto que hizo. Luego se puso a echar lumbre por los ojos en dirección al tal enlace, que estaba ya sudando tinta.

— Mire, Remigio: el mundo es algo demasiado grande, y usted quiere destruirlo por alguna pataleta. Me niego a creer que tenga una auténtica razón.

Remigio se encogió de hombros.

— Podría decirle que es injusto, mentiroso y venal el mundo. Podŕia decirle también que es incomprensible, absurdo, irreal, tragicómico, descabellado y cruel. Con el debido respeto, este mundo es un infierno — el diablo se puso a sonrería al oír esto último —, pero mis motivos son otros: quiero vengarme de una mujer traidora. Quiero que de ella no quede ni el aire que respiró, ni la luz que alumbró sus infidelidades. Así están las cosas.

— Entonces, y ya que usted enseña sus cartas, permítame que yo continúe contándole una historia que antes interrumpí. Le decía que, en efecto, nosotros nos rebelamos contra el Creador. Si usted lo mira bien, verá que es lo más natural por parte de una criatura: ni todos nacen dispuestos a ser segundones ni nadie está dispuesto a admitir que todo lo que vale la pena está hecho ya.

— Le comprendo muy bien.

— Pues ésta es la soberbia de la que le hablo, que, en sus orígenes, está emparentada con la estupidez, pues en ambas se trata de decidir sin conocer todos los elementos de juicio. Donde cambia la historia es en el desarrollo: el Creador no abrió un infierno a nuestros pies y nos arrojó en él: a fin de cuentas, bastante infierno son la frustración y la impotencia.

Remigio se llevó la mano al bolsillo y preguntó respetuosamente si podía fumar. Prendió el cigarrillo y siguió con atención el relato:

— El mejor castigo, el que aumentaría nuestra frustración y nuestra impotencia, con el refuerzo del fracaso, no era otro que desafiarnos, de manera que nos dejó toda la libertad. "Sed creadores. Demostrádmelo", eso fue cuanto necesitó decir su verbo frente a nuestros parloteos.

— La batalla de los diablos contra Dios no ha terminado y no creo que termine nunca, pero tengo que admitir que la estamos perdiendo. Sabemos que no somos mejores. Sabemos que nos faltan algunos talentos. Y, ahora, podemos pasar a la cuestión que le interesa a usted, Remigio...

— Destruir el mundo. Puede que no sean ustedes unos genios de primera pero no será mal golpe estropear uno de los mundos de Dios.

— No ha comprendido usted, alma de cántaro: éste no es uno de los mundos de Dios, sino uno de los nuestros. Y, maldita sea, ustedes tampoco hacen nada para que vaya mejor.

— Y, entonces, ¿qué hago yo con mi mujer? — preguntó Remigio, al cabo de un buen rato de meditar. — Porque me imagino que no estarán de humor para destruir su propio mundo.

El diablo suspiró pacientemente: al hombre podía haberlo hecho el creador, pero ellos lo habían estropeado y tenían que cargar con las consecuencias:

— Lo peor que se me ocurre para ella — dijo por fin el diablo, que era un tipo más que sabio — es conseguir que se vuelva a casar. Pero esta vez con alguien que no la quiera. Y usted, Remigio, la próxima vez que tenga la idea de destruir el mundo, averigüe primero quién lo ha hecho.


Publicado el 23 de abril de 2017 por Edu Robsy.
Leído 5 veces.