Retrato de Navidad

Arturo Robsy


Cuento


(A las tantas de la tarde del día veinticuatro o día de Nochebuena. Por las calles húmedas viene y va la gente. "Esta noche es Nochebuena y mañana Navidad". "Dame la bota, María, que me voy a emborrachar". "Y al Niño recién nacido los pañales le han robado". Esta gente es, según su piel, blanca, sonrosada y atezada. Según su vestido, gris, negra, verde, ocre, marrón y azul. Según su pelo, negra, dorada, roja y marrón. Y, así, todos los colores acaban por cernerse sobre cada persona, según sus ojos, sus uñas, sus ilusiones y sus miserias).

Por estas calles sin cielo (porque el cielo amenaza lluvia y ruina de alegrías) los amigos catalogan escaparates y jovencitas; aspiran con glotonería el olor a refrito que sube de las bodegas y que revolotea en torno a los bares; hablan de Navidades ya desvanecidas donde hubo aventuras, trasnochos vinosos y canciones que tiritaban en el alba fría.

A esos amigos me acerco precisamente. Mañana tal vez necesitarán tisanas para despejar las ideas, pero hoy, en mitad de la tarde que termina, están lúcidos y poseen todos los rincones de sus ilustres cabezas.

—Encuesta Pública: ¿Qué es la Navidad? —pregunto.

—Págate un vino y tendrás respuestas.

(Así pues, bajamos al calorcillo de una bodega y nos instalamos en mitad de ese tufo a gente, de los humos conjugados del aceite y del tabaco, y nos ponemos a beber a tragos cortos, que es como se bebe de verdad).

—La Navidad —me dice Miguel— es un pretexto.

—¿Para qué?

(Miguel abre los brazos como un viejo Cristo velazqueño).

—Para todo. Para bebe, como ahora nosotros. Para gastar. Para cantar. Para hacer regalos. Para alegrarse. Para vender...

(Vicente interviene sonriéndose para adentro).

—Hay una teoría: que se celebra el nacimiento de un Dios, del Dios Hijo. Pero sólo es una teoría.

—¿Por qué? —vuelo a preguntar.

—Porque la Misa del Gallo es poca cosa al lado de los negocios de estas fiestas, y la gente va hoy al negocio: a vender botellas y bolas de cristal para árboles de plástico, y juguetes de todos los colores y turrón y fruta escarchada y cenar en los restaurantes, y pollos, pavos y capones, y...

—Pero...

(Seriamente Dino me golpea el hombro con dos dedos y me acerca la boca).

—Jesús por mucho menos se lió una vez a cintarazos con los tipos que profanaban el tempo. Ahora los mismos tíos comercian con su cumpleaños y seguramente no sabe cómo reaccionar. Las felicitaciones postales son una bonita costumbre, además de buen negocio. Los pavos son nutritivos y alguna vez se tienen que vender: ¿porqué no ahora? El turrón es bien agradable, y un arbolito lleno de bolas de cristal y de luces, decora la casa y da calor familiar...

—Seguramente —interrumpe Vicente— no hace nada porque tardía demasiado tiempo en dar un vergajazo a cada uno de los que explotan su nombre y su fecha. Además, tiene que seguir yendo gente al infierno, ¿no? Pues que comercien con las cosas de Dios.


* * *


(Noche del día veinticuatro, en casa, frente al televisor)

Un caballero al que no conozco se asoma al rectángulo luminoso del televisor, que es la puerta más difícil de cerrar de toda mi casa.

—Compre usted estas camisas que vienen en cajas de plata —me dice.

—No me da la gana.

No importa, claro. El siguiente desconocido hace su aparición y me guiña un ojo:

—Hace frío, ¿verdad?

—Claro. Es el tiempo.

—Y, además, siendo fiesta se nota más, porque pasa usted más tiempo en casa.

—Posiblemente.

—Pues no se fastidie más y cómpreme esta estufa, que es una cálida manera de ahorrar.

—No me sale de las narices. Una señorita finge brindar conmigo. En la mano le brilla una copa de champán más o menos apetitoso.

—¿No le parece que estas fiestas tienen una categoría especial? —me dice—. Pues emborráchese estos días con un vino también especial y criado en cava. ¿De acuerdo?

—¡No!

La señorita se va mohína y otra, vestida de pieles, llega a la pantalla a probar suerte:

—¿Qué me dice de la cena? —pregunta—. ¿Es posible una Navidad sin turrón?

—Y cien.

—Dejemos eso. El turrón es lo tradicional.

—Como la mayonesa o las patatas.

—¿Qué le parece éste? ¿Eh? Pura almendra y pura miel. ¿Lo compra?

Me encojo de hombros: ya tengo turrón y no me interesa más cantidad. La muchacha desaparece y otro caballero viene a hacerme insoportable compañía y a rogarme que no gaste.

—Su dinero merece todos nuestros respetos —¡qué frase repulsiva! "su dinero" y no "usted"—. Inviértalo en estos bonos que tengo aquí y ya verá qué de beneficios y ventajas.

—¡Largo!

—Bueno, bueno: no se ponga usted así.

Apago el televisor pero alguien protesta a mis espaldas, de manera que tengo que salir de la habitación a causa de los desconocidos que me la invaden sin respetar nuestra intimidad.

¿Quién fue el último hombre que consiguió pasar en silencio la Navidad? Hace mucho de semejante prodigio. Hoy, por ejemplo, la radio y la tele te atacan despiadadamente. La cosa es así: hay unos tipos que pagan para que otros te den la lata más que nunca en estas fiestas... y lo malo es que estás indefenso ante esta desfachatez.

Como estás indefenso ante la dolorosa luz de las calles engalanas y ante las cien músicas distintas, a todo volumen, que salen de las tiendas como reclamos. Como lo estás ante los niños que ofrecen papeletas para tal o cual rifa o ante los fulanos que se emborrachan y se ponen a conducir sus peligrosos automóviles.


* * *


Llaman a la puerta, y la abro, claro está.

—Buenas.

—Buenas tardes.

(Tengo delante a un señor de edad y puedo jurar que se trata de un desconocido. Él, por supuesto, tampoco sabe mi nombre).

—¿Qué quiere usted? —le digo.

Y él, un poco cortado, solo acierta a alargarme un impreso y a murmurar un "Felices Navidades" opaco y poco convincente. El impreso en cuestión es una tarjeta de felicitación que tiene escritos unos cuantos catastróficos versos.

¿Y ahora, qué? Puedo, por ejemplo, preguntarle al buen hombre que porqué me entrega aquello, o puedo decirle que qué diablos quiere a cambio de semejante papelucho. No lo hago, claro está, porque él tampoco tiene toda la culpa, aunque se lo merecería por pedirme dinero en nombre de la Navidad que, por supuesto, no le pertenece. Por eso echo mano al bolsillo y le doy cinco duros.

Veinticinco pesetas, que equivalen al precio del almanaque del D.D.T., que, además, es lectura mucho más agradable que los versos estos. ¡Ay! Nos hemos acostumbrado a esto, pero pedir de casa en casa, aunque sea al amparo de una tarjeta impresa, sigue siendo mendicidad y esto es tan penoso para el que da como para el que recibe.


* * *


Salgo a la calle. La lluvia cae pulverizada y fina y llena el pelo de pequeñas perlas multicolores. No decrece el trasiego de gente por las aceras. Como siempre que llueve, los coches corren más por la calzada y ceden menos el paso a los que esperan para atravesar. Otros automovilistas se divierten pisando charcos y salpicando al público. Otros, en cambio, aminoran la velocidad, pero es inútil, porque el peatón está tan aperreado que ya no hace caso de las consideraciones que le guardan algunos todavía.


* * *


Carlos regresa del trabajo. Va por las orillas, al resguardo de la lluvia, para que no se le moje una caja que lleva bajo el brazo:

—Es un regalo de empresa —me dice—. Dos tabletas de turrón y cuatro botellas. Nos lo da el patrón.

—¿A todos? —pregunto con cierta candidez.

—Claro, pero según el empleo. A algunos les toca más, a otros, menos... Ya se sabe.

—¿Qué es lo que ya se sabe?

—Que esto va según el puesto.

—Pues tendría que ir según la estatura y el hambre y la familia de cada uno.

Carlos se encoje de hombros:

—¡Tonterías! —dice— Esto ya se sabe.

¡Claro que sí! Al menos la persistente llovizna cae por igual sobre todos... O, mejor dicho, sobre todos los que no van en coche de un lado para otro, que no es lo mismo.


* * *


Son las cuatro. He cenado bien: el rescoldo del vino me mantiene despierto en la cama, pero sin ganas de leer o meditar. Contemplo las manchas de las oscuridad, las sombras espesas del armario y de las cortinas. Con una mano recorro los bordados del embozo y con la otra me busco el sitio exacto donde me pica la espalda.

Por fuera siguen pasando algunos coches extraviados que no encuentra aún su establo. El silencio se altera con los bruscos acelerones y los chapoteos de las ruedas sobre los charcos. A intervalos pasan grupos de cantarines con las bocas llenas de canciones con hermosas letras:


La Nochebuena se viene,

la Nochebuena se va,

y nosotros nos iremos

y no volveremos más...


Me quedo dormido pensando en ello: ¿para qué lo estropeamos tanto, si no es nuestro para siempre lo que se celebra? Pertenece a todos, no sólo a los que lo venden, como el sol o el aire puro, o el cielo.


* * *


(El día de Navidad, por la mañana)

Ha amanecido oscuro y, a intervalos, llueve lentamente. Hoy es Navidad y, sin embargo, después de anoche, parece que todo haya concluido. Las calles desiertas hablan de los trasnochos y de los sueños de la gente. Los coches descansan arrimados a las aceras. Los pocos transeúntes andan despacio, serios, en silencio.

Las músicas de los comercios están calladas, porque hoy se cierra todo y la música y la alegría no tendrían objeto sin nada que vender a su cobijo.

Atraviesan la ciudad pequeños grupos de gente que se dirigen a visitar a sus familiares. En las casas se les recibe alegremente y se les invita a beber y a comer golosinas. Las amas de casa, en cambio, llevan toda la mañana trasteando en la cocina, porque la comida de Navidad es tradición de gula y de número y nada hay comparable a una mesa bien llena y a unos invitados comiendo a dos carrillos, bebiendo champán y explicándose las cosas de casi todo un año de verse apenas.


* * *


El periódico. No lo hay hoy, pero se lee el de ayer. Un conocido me señala el anuncio de un restaurante:

—¿Ves? Aquí estuvimos anoche.

Y con su dedo marrón de nicotina presiona sobre el menú que debe moverme a admiración: filetes de lenguado, pato a la naranja, etc; y, sobre todo, el precio, que está bien a la vista y me suministra una clara idea de la capacidad adquisitiva de mi conocido.


* * *


—Estas fiestas —dice mi novia— me ponen triste.

—¿Por qué?

—No lo sé.

Y es verdad: son fiestas tristes. Quizá, a causa de que nos empeñamos en ser felices porque sí, por las buenas. Nos sonreímos por encima de las copas, con las manos sucias de turrón de Jijona, con los estómagos demasiado llenos... y, después, nos quedamos tristes, doloridos, cansados. Entonces nos acomete el vómito del vino, el vértigo del tiempo que a traición se nos escapa. Los jóvenes descubrimos que este tiempo no se repite ya como siempre, sino que acelera más y más. Los viejos meditan un poco sorprendidos, porque parece que era ayer cuando celebraron las Navidades pasadas.

Algún anciano murmura en mitad de la comida: "todo esto se va a consumir", y no mira hacia los alimentos, sino a los comensales, a la familia reunida, a las golosas sonrisas infantiles, a los arrumacos amorosos de los novios tiernos. "Todo esto se va a consumir".

Así, en este plan, son unas fiestas bien tristes.


* * *


Se acerca la temprana noche y me dejo caer cuesta abajo, a pasos cortos, en busca de gente y compañía. En tal sitio bebo con uno. En tal con otro distinto. Tomo el fresco. Me peso en una báscula callejera y descubro que no he ganado nada con las comilonas.

Un tipo pasa por mi lado completamente ebrio y, desde lejos, otros cuantos se burlan de él y le insultan a despecho de que hoy celebran el nacimiento del Dios que mejor habló de la piedad, el amor y la comprensión. "El que esté libre de lo-que-sea, que tire la primera piedra". Que grite el que no haya bebido una maldita copa de vino. Que ría el que no haya comida más de lo que su apetito le pedía. Que eche a volar el que no haya concebido este día pensamientos libidinosos, oscuros, envidiosos, turbios.

El borracho se aleja canturreando y los paseantes le abren camino con asco. El Filósofo —un amigo— intenta darme una explicación general del día y de la noche que hemos pasado:

—Depende todo de que se pierda o no la relación de causa a efecto. Depende de que sepamos o no por qué hacemos las cosas.

—¿Y lo sabemos? —pregunto.

—Bueno: si uno bebe es que tiene sed. Si come, tiene hambre. Si compra, tiene dinero. Si regala, tiene amigos. Hasta aquí está claro todo. Si reza, tiene fe.

—Tiene fe —murmuro.

—Claro; pero algo se nos escapa: tenemos sed y hambre y dinero y amigos y fe porque estamos vivos. Y tenemos vida en primer lugar porque la recibimos y, en segundo, porque la conservamos.

—¿Y por qué la recibimos? ¿Por qué la conservamos?

—Por casualidad. Es puro milagro que tú (TÚ, fíjate) nacieras en lugar de otro cualquiera. Es puro milagro que tú (TÚ, fíjate) continúes vivo a través de una química y un mecanismo tan admirablemente complejos.

—Un milagro.

—Claro. Por eso es por lo que en días como estos nos alegramos. Por eso somos capaces de celebrar que, a partir de hoy, un hombre nos dijo cómo entender este milagro, cómo respetarlo y cómo continuarlo.

—Esto es lo que se olvida —digo.

Y él se encoge de hombros:

—¿Qué más da que se olvide, si es así?

Yo le imito el gesto, pero cambio la pregunta:

—¿Qué más da que sea así, si se olvida?


* * *


Por la noche subo a la terraza pero no hay estrellas. Sólo tres o cuatro brillan a levante. A mis pies, en cambio, sobre la tierra, el hombre ha puesto sus luces y, con ellas, los problemas de las restricciones.

Mi ángel de la guarda me da una palmada en el hombro:

—Ea, ea: no es tan malo esto.

—No, claro.

Hay que mirarlo bien, nada más.

Y me lo explica: hace años, muchos años, la tierra, los hombres, el mundo, necesitaban algo más. Alguien rezó y apareció una estrella en el cielo y nació el Hombre-Dios preciso. Ahora el mundo, la tierra y el hombre necesitan más aún, porque muchas cosas se nos han olvidado ya: paz, acuerdo, ser conscientes con nosotros mismos. Somos sabios ya y por eso encendemos luces y más luces para que se vean desde muy alto, muy alto, y nos sirvan de mensaje. Lástima que esas mismas luces nos deslumbran y no nos dejan ver quizá la respuesta e estos gritos nuestros.

Y en poniente, firmemente, vi como brillaba el Cometa. Un cometa que hoy lleva el nombre de un hombre, que que es una respuesta más a esta Navidad de nuestros pecados y de nuestras injusticias.


Publicado en el Diario Menorca el 8 de enero de 1974.


Publicado el 7 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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