Sanseacabó

Arturo Robsy


Novela



Españoles en libertad

Nota delantal

Lector amigo: es sorprenderte acabar una novela como Sanseacabó y comprender que se te ha convertido en Novela Histórica, en mi caso por empeoramiento de las circunstancias que rodean la acción y conforman buena parte de las reacciones de los personajes. No se ha quedado antigua, porque nada que haga referencia a España pierde actualidad. Ponga velocidad de crucero y eche un vistazo al ayer mismo. O al mañana.

Crónica de una noche en España

Después de aquel derroche de día, el amarillo sol se lavó las manos en el mar de poniente, marcó en el reloj de salida y dejó que un crepúsculo largo y tibio corriera con los últimos minutos de la representación.

Más tarde los humanos fueron imitándole, dejando sus puestos de trabajo y de paro y poniéndose frente al televisor que, bueno o malo, es pasatiempo gratuito y siempre se puede apagarlo o decirle barbaridades al locutor domesticado que lee, impasible, la increíble estadística y el ¡hurra! a Europa.

Un poco más adelante se dará cumplida noticia de José Luis y de Chop, pero ahora basta con decir que José Luis y Chop se habían separado hacía ya tiempo. El Español, recio y rubio, jugaba al parchís con sus hijos, en busca de emociones fuertes pero aptas para todos los públicos.

José Luis era, sobre todo, padre y le encantaba ejercer, con la esperanza de ser un día añorado y recordado con cariño. Chop también era padre, pues disponía de tan buenas glándulas como el que más, pero no ejercía: no tajo a su familia a España ya que sus hijos estaban demasiado tiernos para espectáculos de la Natura, como el de los españoles en su sarcástica vida en libertad y el de los depravados organizados en tribus exhibicionistas. Chop era, sin duda, hombre tolerante, aunque menos que cualquier español, y, sabía que tolerar no es siempre aplaudir las cosas desagradables de la vida, que era lo que oficialmente se hacía en España como símbolo de libertad alcanzada. España, se parecía al arte de Almodóvar, y eso sí que no.

El luxemburgués, con el televisor en marcha, ya escribía, para sus lectores del Luxemburger Wort, la crónica del primero de mayo español. Les contaba que la víspera el presidente se había aparecido en la tele para no tener que comparecer en las calles al día siguiente. Les contaba que, pese a la primavera, las manifestaciones seguían descendiendo en asistencia, pues parecían haberse convertido en una especie de rito, en un trámite obligatorio de adhesión inquebrantable. Les contaba que los sindicatos, a pesar del mucho dinero que manejaban y de la última y voceada Huelga General, estaban, como ciertos patos de las Tablas de Daimiel, a punto de extinguirse.

¿Por qué los españoles, después de clamar durante cuarenta años por sindicatos libres y partidos variados, no hacían ahora cola ante sus puertas pidiendo una localidad? Aquel —insistía para sus lectores más lentos de entendederas— era uno de los habituales misterios españoles, de la misma especie que eso de haber vendido la Seat pagando a la Volkswagen ciento ochenta mil millones para que se la quedara, o que cambiar todas las vías férreas españolas para poder comprar cuatro trenes rápidos con que ir a Sevilla. Los españoles eran, en opinión del corresponsal Jacques Schopenhauer, personas tremendamente distraídas que venían al mundo sólo con el equipo imprescindible para enterarse de lo que les sucedía sólo a ellos. Lo que afectaba al vecino, les importaba un rábano, si no se trataba de algo bueno.

Chop consultó la hora: era la de atender al televisor.

El Vicepresidente y los seguidores hicieron lo mismo: pura solidaridad de clase. Muchos españoles, casi todos legítimamente representados en el Parlamento y hasta en el Senado, algo aburridos además, hacían muestras de pachones a la pantalla..

La buena gente, que hizo una novena de la que luego se hablará, se puso a mirarlo como un sacrifico más que ofrecer, aunque con la esperanza de que el jefe del Ejecutivo hiciera referencia a la proyección en tele de Je vous salue, Marie, y a ellos mismos.

Puede decirse, sin miedo a errar, que Pedro atendía al televisor, y Cosme y Jordi y Jon y Agapito y hasta el párroco de San Atanasio, donde se celebrara la novena.

Para resumir y, de paso, ahorrar cientos de páginas, veintisiete millones de españoles, sin contar ni a niños ni a militares sin graduación, atendían al televisor. Los unos, por interés; los otros, por costumbre; los más, porque no tenían nada mejor que hacer y eran amantes del teatro, viniera de donde viniera, incluida La Moncloa.

Terminó, pues, el programa de turno y apareció la locutora; la vieja, no: la joven y feúcha. «Señoras y señores —dijo poniendo cara de prólogo pequeño— Ante la importante conmemoración del primero de mayo, que mañana celebrarán cientos de millones de trabajadores de todo el mundo civilizado, el presidente del gobierno se dirige a la nación. Con ustedes el presi...»

Y, al llegar aquí, las pantallas, todas las pantallas de todos los televisores, se quedaron blancas, llenas de rayas y puntos y las palabras, igual. Por el momento, sólo un puñado de hombres y de mujeres sintió que el corazón les brincaba en el pecho: se habían pasado nueve días rezando y creían en milagros.

Los demás españoles, en cumplimiento de la tradición, pulsaron el zapeador para cambiar de canal. Pérdida de tiempo.

* * * * *

El día que terminaba se había llamado, a propósito, Treinta de Abril, San Pío V, y, encima, Jueves, que es como el dedo corazón de la semana. Con estos elementos a su disposición, el sol se había portado como un hombre desde muy temprano y había insolado con primor, llenando calles y jardines de aire dorado, para que nadie olvidara el prodigio de la Primavera y que, además, era víspera de Primero de Mayo, o sea, de Fiesta de Guardar a la Bartola.

Los gorrioncillos y las palomas habían hecho un buen negocio, en grano y migas, con el gentío que fue a los parques a contemplar la primavera: aquel año era como una señora rubia con el pelo largo y la piel muy fresca. Los mirones habían mirado; los escuchones habían oído trinos de avecillas y arrullos de novios o cosa por el estilo; la legión de mal pensados había pensado mal, según sus hábitos, y un tipo con cresta verde y roja, llamado Mateo, se tiró desnudo al estanque del Retiro, presionado, sin duda, por el calor que le frió los sesos.

Como aquel que dice, el mundo, además de girar sobre su eje, era bello. La gente lo cruzaba, cada uno por su acera, o lo corría, casi todos por su carril, gracias a los agentes de tráfico. Los guardias tocaban el pito como si lo hubieran estudiado en el Conservatorio; los trenes seguían llegando, indiferentes al esfuerzo que hacían la Renfe y sus empleados para que sucediera todo lo contrario. Los aviones mariposeaban de nube en nube, sin miedo a la leyenda negra de Barajas. Los niños pedían helados en cumplimiento de sus ritos primaverales y las parejitas se cogían por los hombros y de las manos, tal como harían canarios y palomas, de tener hombros y manos. Como dijo el poeta, había rumor de besos por el aire, pero también de otros manejos más sustanciosos.

Desde los transistores gorgoriteaban alegres locutores; jubilosas noticias llenaban las páginas de los diarios: todo iba bien; todo el mundo era bueno y muy especialmente los santos varones del gobierno. Una nube, por detrás de los Nuevos Ministerios, tuvo forma de botijo a las cuatro menos cuarto, y otra, encima de Las Ventas, a las dos y diez, fue exactamente igual que un bólido marca Toyota: la Naturaleza pasaba por un rapto de generosidad y hacía las maravillas propias del caso.

Los huelguistas profesionales de las diferentes regiones y nacionalidades, tentados por el apacible y tibio aire, habían pospuesto parte de sus sacrosantos deberes, y convirtieron sus algaradas en merendolas, con el espíritu en paz y los ojos soñadores.

Los terroristas, sin duda influidos por el tiempo bonancible, no habían tenido corazón para petar ni una mala bomba y decidieron, de consuno, aguardar al próximo día de perros para reanudar sus habituales y celebradas perrerías. Además, había una cuidadosa jugada en marcha que exigía silencio y discreción, pero eso sólo lo sabían los destinados a la plana mayor.

Los políticos, que son otro elemento climático digno de tenerse en cuenta, andaban distraídos con los cánticos de los pajarillos y con la mente puesta en las futuras elecciones. La campaña empezaba el próximo día Dos de Mayo y ellos, según su naturaleza, aprovechaban para dar los últimos repasos a sus argumentos: ¿tenían o no tenían dinero suficiente para empapelar todas las autonomías, amablemente cedido por los democráticos banqueros? Y, en caso negativo, ¿era preferible olvidarse de las Canarias, de la autonomía Murciana o de La Rioja?

Los hombres de buena fe, tan escasos en los últimos tiempos, tendían a pensar, bajo la benefactora influencia de la primavera, que todo se arreglaría en adelante. Las mujeres, con la ropa que venía al caso, eran una bendición de Dios después de tantos meses de no dejarse ver más que la piel de la cara. Los patos municipales nadaban con la fruición de un turista en agosto, y algunos irredentos optimistas se sentían inducidos a pensar, una vez más, «soy español: casi na», tal era el efecto embriagador del día.

Como correspondía a la víspera de la Fiesta Democrática del Primero de Mayo, España se había convertido en una balsa de aceite. En Chile podían estar todo lo mal que quisieran, pero ya en democracia; cabía que alguna bomba estallara en Francia, por el aquello de que los gabachos tienen también derecho a su cupo, lo mismo que en Irlanda. Nicaragua podía inundarse de curas pacifistas y de pacifistas seglares dispuestos a echar la zancadilla a la presidenta por sufragio universal y Suráfrica podía seguir siendo una feroz dictadura en opinión de Rusia, de España y hasta de Gadaffi; en cada avalancha del metro de Tokio podían resultar hasta trescientos contusionados, pero en España, de orden del Señor Presidente, todo iba tan bien que ni la sangre se alteraba con la primavera, pues, posiblemente, no resultara manejo progresista.

Tanto la Tele como la prensa habían informado de que el jefe del Ejecutivo y de todo lo demás se dirigiría a la nación aquella tarde, sobre las ocho y media, antes del segundo telediario, para dar su opinión sobre el festejo del Primero de Mayo, al que no asistiría más que de corazón, porque él, que no era menos que Su Majestad, era el Presidente de todos los españoles y no iba a enfangarse apoyando con su presencia al mejor de los sindicatos que, por si no se notaba, era la UGT, a pesar de la faena de las Huelgas Generales. Al menos no se había unido con los comunistas de Comisiones.

De pasada hablaría sobre los últimos atentados terroristas sufridos en Madrid y de esa noticia recién dada en la primera edición del telediario, por la que se advertía a la madrileñada que se temía un nuevo acto terrorista de gran estilo, lo que venía a demostrar, una vez más, que el terrorismo estaba francamente acorralado por el gobierno, que no dudaría en asestarle un golpe de gracia definitivo con la inminente detención del Comando España en cuanto el tal se descuidara un instante.

Legiones de españolitos, no muy bien pagados, pegaban carteles en las paredes, convocando a las cuatro diferentes manifestaciones obreras, cada una más obrera que la otra, más proletaria, con callos. Casi verbenas serían aquel año, con reparto de refrescos y de bocadillos. Otros españolitos, tampoco pagados con arreglo a sus méritos, rotulaban pancartas con aleluyas dignas de las Mil Mejores Poesías. Y otros más, también pecuniariamente infravalorados, decoraban con farolillos y cintas de colorines los lugares donde se juntaría el obreraje a reclamar jornadas de siete horas semanales con media diaria para el bocadillo, y un nuevo reparto del patrimonio sindical.

* * * * *

Si el lector pudiera, por un momento, llamarse Paco y ser el tabernero—propietario de «La Patata Brava» (en las proximidades de la calle de la Victoria, comida casera, menú del día: 480 ptas..), con sólo mirar en dirección noroeste del mostrador, vería, de hacerlo a las dos y diez y por detrás de la cuarta frasca de vino tinto, a una pareja de hombres luchando contra dos cañas, un pincho de tortilla y un platito de boquerones en vinagre.

Sólo con que Paco, en lugar de pegar gritos de buenos días informando de que «al fondo hay más sitio», se hubiera puesto a escuchar, hubiera tenido la oportunidad de hacerse una culturita y de enterarse de varios descubrimientos que, aquí, suministramos gratis al lector (si es que no es Paco): dos hombres dispares y, como aquel que dice, chocantes, nutrían su organismo en tanto su alma emitía palabras. Mientras uno era madrileño y olía suavemente a alcanfor, el otro hablaba con la ge, del modo en que puede hacerlo cualquier luxemburgués que trate de acostumbrar su lengua a la prosodia española después de pasarse los primeros cuarenta años de vida con esa misma lengua sumergida, como un somormujo, en el alemán.

Uno era alto, con el pelo de un rubio mantecoso y la voz grave; el otro era del tamaño de las muestras comerciales, reducido, algo esférico, moreno, con la frente despejada hasta la coronilla y relucientes gafas sin montura. Eran maestro y discípulo y, además, extraños amigos. El español, hijo de Madrid, tenía familia alemana, amigos alemanes y estudios de alemán, además de aquel libro, famoso en tiempos, sobre la historia del III Reich. Confesaba, en los momentos de brutal sinceridad, cantar Lilí Marlen algo peor que la Dietrich, pero, a cambio, no se afeitaba un sólo día sin deslumbrar a sus vecinos con gorjeos wagnerianos o con una aceptable imitación del Horst Werschel Lied, que le salía con un considerable acento pomerano, caprichos de su garganta sin estudios.

El español, pues, hablaba en alemán y, con sólo ponerle un uniforme, hubiera parecido un alemán. El luxemburgués, casi por las mismas razones y por una justísima admiración hacia la Verbena de la Paloma, hablaba en español, de modo que era una conversación bilingüe, sí, pero con engaño, con los idiomas cambiados y con los aspectos cambiados; una especie de billar a cuatro bandas que hubiera chocado a Paco, tabernero de La Patata Brava, sólo con que hubiera prestado más atención a los clientes en vez de pasarse el tiempo pegando voces y pensando en la bonoloto.

El español germanófilo se refería a su interlocutor llamándole Chop o, al menos, producía un chapoteo semejante al enredarse con la cerveza y la jugosa tortilla. El luxemburgués hablaba, por los indicios recogidos, con un tal «Gosé Luis». Mientras uno parrafeaba, el otro, disciplinadamente, aguardaba turno de réplica con la boca llena de boquerones, atreviéndose a pronunciar, todo lo más, algún «ja, ja» taciturno, para estimular los razonamientos del compinche.

Chop se llamaba en realidad Jacques Schopenhauer, se reía con la «ji», tenía grasienta pinta de barbero siciliano y era políglota, que es mucho ser dentro de una tasca y enfrentado a boquerones en vinagre con ilustraciones de ajo picado y perejil. Era adicto a España y, del mismo modo que José Luis olía a alcanfor y era germanófilo además de boticario, él se las daba de hispanista y aspiraba a convertirse en el Ian Gibson luxemburgués gracias a las crónicas que enviaba al Luxemburger Wort—La Voix de Luxemburg, al enchufe que tenía como secretario de uno de los representantes de los aceros de Solingen que estaban invadiendo el mercado carpetovetónico, y al libro genial que llevaba dos años escribiendo: «España Explicada A Los Españoles.»

«España Explicada A Los Españoles» iba a ser una obra monumental sobre lo que «Gosé Luis» había tenido a bien contarle de España, superando, eso sí, la pandereta, aunque con algunas fijaciones en la castañuela. El español, por ejemplo, no amaba a los toros, no en vano los mataba a estoconazos. El español, por ejemplo, era el inventor de la democracia, desde los tiempos de Indíbil y Mandonio, que emplumaron a los romanos con pactos y contrapactos, sólo que el español no quería elegir presidentes de gobierno sino caudillos, y siempre con la condición de rebanarles legalmente el pescuezo, caso de no cumplir. El Español, en suma, había descubierto América, pero seguía incapacitado para descubrir Europa por estar A), poco dotado para los idiomas, y B), convencido de que el afán del resto de los europeos era venderle un tranvía.

Mientras Chop terminaba el libro a base de tan inteligentes deducciones y de no poca protección de la providencia, también procuraba explicarse España, a sí mismo y a la masa de los luxemburgueses, con la ayuda de «Gose Luis», con la de ciertas tabernas especializadas en mus y en palabra soez, y con la mejor voluntad del mundo en el centro de su extraño espíritu, híbrido de sajón y de francés, que no tenía ningún fichero preparado donde meter la tremenda cantidad de contradicciones con las que se manejaban los españoles que, contra todo pronóstico, conseguían entenderse.

La primavera la sangre altera, le había dicho el 21 de Marzo su amigo José Luis. Tuvo, a continuación, que advertirle que el refrán no se refería a la sangre de verdad, en cuanto notó que el luxemburgués empezaba a buscar gente con navajas y puñales para hacerla correr, caudalosa y alterada, junto a los bordillos.

—Se trata del espíritu. L'esprit. Y del amor, der liebe. Los abejorros y las flores; las palomas y las minifaldas. Todas esas cosas que uno suele llamar la renovación de la Naturaleza. Eurídice, para que me entiendas.

Chop había escrito, una vez más, en su cuadernito: «¿Por qué el español nunca dice lo que dice? De una comida buena dice que está podrida, «está pocha». A un viejo le llama joven, «guayabo». En invierno a veces se saludan gritándose ¡vaya calor!, y en verano juran morirse de frío mientras se guiñan el ojo. La sangre no es sangre aquí, sino, quizá, el alma. Y, para colmo, el alma puede ser de cántaro (o botijo), lo que añade considerable misterio a su religión. Por otro lado, es imposible escribir con sus máquinas, pues se obstinan en tener la zeta en el lugar de la y griega y en añadir la eñe al teclado.»

Chop era así y no tenía remedio si no era fundiéndolo y vertiéndolo en otro molde más a propósito para la vida en Madrid. No es que estuviera enfermo de la parte alta de su europea encarnadura, sino que era extranjero de la peor especie: de los que tratan de entender desde sus ideas, de los que comparan la catedral de Burgos con la de su pueblo, de los que necesitan un marco para poder mirar un cuadro. Y marcos para España no había, por lo menos desde que Argantonio se puso a comerciar y consiguió sacarles los cuartos a fenicios y judíos. Chop era extranjero hasta el lóbulo de las orejas.

José Luis le solía instruir, combinando una paciencia de santo y ese afán que lleva a todos los españoles a tomar el pelo al forastero. Soplar es soplar, pero también es beber, o sea, casi lo contrario. Charlar por los codos no tiene que ver con los codos sino con la lengua. Cuando te digan abre la boca y cierra los ojos, mira atentamente. Cuando te cedan el paso, no pases, ni se te ocurra: cédelo tú también; pero si no te lo ceden, pasa el primero, no se crean que te sientes inferior. Cosas como éstas pensaba Chop explicarles a los españoles, de los que imaginó, al principio, que estaban colectivamente locos, algo así como un rebaño de cabras empeñadas en que el pastor pastara con ellas. Luego, con observación y estudio, llegó a la conclusión de que todos competían por demostrar quién era el más listo. Pero los españoles, por mucho que les doliera, no eran listos sino que fingían serlo: despreciaban, en lo hondo de su primitivo corazón, a la lógica, a Aristóteles, a Descartes y a Kant.

—Listo —le desmoronó la teoría José Luis— a veces quiere decir tonto. Y listillo no es un hombre sólo un poco listo, sino un aprovechado.

Los dos amigos celebraban aquel día de paz en La Patata Brava, que no sólo estaba cerca de las casas de ambos, sino que olía a España con salsa picante por los cuatro costados. A Chop le estremecía pensar que, al día siguiente, algunos o muchos de aquellos sonrientes comedores de patatas, mejillones, boquerones y tortillas, pedirían justicia, romperían algún escaparate y acabarían liándose a mamporros con los guardias o con los transeúntes.

Hoy descansaban, sin duda para reponer fuerzas, pero si Chop y José Luis rascaran el barniz de cualquiera de ellos, seguro que les salía un vociferante pidiendo justicia, que es la obsesión de todos los españoles.

—Nuestros políticos ahora quieren acostumbrarnos a que pidamos libertad e igualdad, —informó José Luis al respecto— pero eso lleva también a pedir fraternidad, y cualquier español se moriría de vergüenza si tuviera que pedir fraternidad a gritos por la calle, delante de sus vecinos. Le llamarían de marica para arriba. Cuando veas a un español que no se sienta víctima de la injusticia y que no pida justicia para él, seguramente es un luxemburgués, empezando por nuestro Presidente.

—Pueblo exuberante. —murmuró Chop, recordando la obsesión de Don Quijote por desfacer entuertos. El truco, por lo visto, estaba en facerlos y en desfacerlos, todo a la vez, y el que no se enterara, que se fuera.— Tal vez tenga que escribir, para los europeos, un «Arte de vivir a la Española»: se parecería enteramente a una novela de misterio. Y, sin embargo, vivís, o hacéis algo que se le parece bastante.

—Casi siempre que no morimos, lo que nos suele suceder una vez en la vida, estamos vivitos y coleando.

— ¿Colear es señal de alegría, como en los perros?

Colear era, más o menos, vivir en democracia, o sea, cada uno por su lado, haciendo, a ser posible, su santa voluntad. La voluntad suele ser santa —añadió José Luis para poner una nota antropológica—, como las madres, porque cada uno tiene la suya y no se parece a la de los demás, hecha a mano por un Dios artesano, de encargo, para que la usen a su capricho Pepe, Paco, Santiago o Juan.

Colear es acumulativo. Por ejemplo, sumar que el lunes vio Chop una persecución de policías y ladrones por La Castellana: seguro que después de tantos sudores, atrapados por fin, los habían soltado para poder echarse otra carrera el viernes o el sábado. Sumar que José Luis vio que la gente abucheaba a dos guardias por detener a un atracador que se echó a llorar como una magdalena, también el lunes. Sumar que el martes unos mínimos huelguistas habían cortado Alcalá por la mañana y, por la tarde, unos Maricones Orgullosos se habían puesto en porretas en la glorieta de Quevedo. Sumar que el miércoles, o sea, ayer, unos jornaleros andaluces se habían manifestado chocando, en su recorrido, con unos Jóvenes Agricultores, que se manifestaban con vacas, ovejas, alguna boina y muchos cayados. Sumar, luego, la tasca de hoy, las tapas y los chistes y el hecho de no tener ni idea de lo que podría suceder mañana.

—Eso es, más o menos, colear y vivir.

Hoy, jueves, la gente descansaba de colear, aunque no de vivir. Corrían, bajo las escasas nubes y la carbonilla, extrañas noticias, como lo de prepararse todos a hacer frente a un magno atentado terrorista. ¿Veía Chop a la gente asustada? ¿Veía a centenares de guardias preocupados patrullando por las calles? Muy sencillo: si el gobierno decía que podía haber un atentado, lo más seguro es que no fuera así, primero porque el gobierno soltaba mentiras más gordas que mihuras por exigencias de su culto pagano, y segundo porque los terroristas, para fastidiar al gobierno, dejarían correr la cosa para unos días después.

— ¿Y si no les creéis, por qué les votáis? —preguntaba Chop, admirado de la profundidad del alma española.

—Nosotros no elegimos a los nuestros, sino a los que más puedan fastidiar a nuestros enemigos: cosa que, si lo analizas bien, verás que es muy razonable. Además, la noticia del atentado terrorista puede ser sólo para boicotear el primero de mayo: desde la falsa última Huelga General, el gobierno se la tiene jurada a los sindicatos. Mira: siguiendo nuestras viejas tradiciones, el socialismo hace ahora la revolución burguesa y la derecha, cuando gobierne, hará la proletaria. Con que nosotros nos entendamos, basta.

— ¿Por qué boicotear el Primero de Mayo? ¿No es su fiesta? —se admiraba Chop.

—Por eso precisamente: porque es suya y la quieren para ellos. El Gobierno, de poder, haría manifestaciones como las de Educación y Descanso en el Bernabeu.

—Además —había puntualizado un añadido próximo que se dedicaba a las albóndigas—, el uno de mayo lo bueno es manifestarse contra el gobierno, que es el que tiene la culpa. Y si el gobierno se arremanga y se manifiesta contra él mismo, como ha hecho en alguna ocasión, hace el tonto. Pero si no se manifiesta, ni es socialista ni es nada. Esta tarde hablará el presidente y, como se le entiende así de bien, nos volveremos a quedar todos con la duda.

— ¿Se entiende muy bien al presidente? —había preguntado el infeliz de Chop— ¿O también es todo lo contrario?

—Siempre es todo lo contrario. —le respondieron.

— ¿Lo contrario de qué?

—De lo contrario, leche. ¿De qué iba a ser?

* * * * *

Aunque en extinción, como cuantos no supieron politizarse a tiempo, ciertos españoles se preocupaban por la fe que sus mayores les dejaron en herencia. Llevaban quince días removiendo Roma con Santiago: desde que se enteraron del proyecto de televisión de emitir aquella cosa entre blasfema y tonta que se llamaba «Je vous salue, Marie», la historia gabacha de un taxista y su esposa, más o menos en la clave del Nuevo Testamento.

Televisión, cuyo progresismo la había llevado a convertirse en la agencia de publicidad del gobierno, ponía toda su fantasía en la confección de los informativos, en la loa del preboste y en el desprecio de cualquier tiempo pasado, excepción hecha del paréntesis entre el 31 y el 36. El resto de la programación, como los largometrajes, había caído en manos de cerebros poco especializados, más empeñados en aburrir en aras del realismo socialista que en facilitar instructivo esparcimiento.

Una de las tales mentes, que sufría endémicos cortes de fluido, se acordó, durante una consigna que les soltaba el director, de aquella película que en su día fue piedra de escándalo: ¿De Godard, no? Puesto que se burlaba relativamente de la religión, podía considerársela un típico filme obrero, clasista como la sociedad de las abejas: lo más oportuno para anestesiar los ánimos en la víspera de la celebración de San Proletario, uno de mayo.

La cosa tuvo buena crítica y, los ya mencionados españoles preocupados por la fe de sus mayores, después de peregrinar por varios despachos y después de recibir comprensivas palmadas del católico defensor del pueblo elegido por el gobierno, no tuvieron más alternativa con posibilidades de éxito que rezar una novena por si el buen Dios se decidía a tomar cartas en el asunto e iluminaba las mentes oscuras de ciertos políticos o, mejor todavía, lanzaba un bonito chorro de fuego de los que tan buenos resultados dieron en Sodoma.

No obstante, su fe no debía ser tan grande porque siguieron insistiendo en otras mundanas argumentaciones y, el mismo día treinta de abril, a pocas horas de la proyección, una comisión de los mejores había estado charlando con el diputado García, que pertenecía al Consejo de RTVE y era, según sus compañeros de ideología progresista, un meapilas en su más amplia acepción y un chupacirios en estado casi puro.

De todos modos, el diputado García, de derechas de toda la vida, menos cuando fue del Seu, había dicho que no contaran con él: ¿Qué podía hacer, pobre solitario, contra la prepotencia blasfematoria de la mayoría? Había rezado una media de tres rosarios y cuarto al día, pidiendo una inspiración. Había escrito — ¿lo recordaban?— un bonito artículo en el ABC, explicando que un Estado Laico no tenía por qué actuar como un Estado Blasfemo. Sabía que al Cardenal le había gustado mucho. Pero, ¿qué más podía hacer él, espíritu encarcelado en carne mortal y en hemiciclo?

—Estas cosas —añadió— sólo se pueden arreglar ganando las próximas elecciones. Entonces, hasta podremos hacer un serial sobre la vida disipada de Marx, un cazadotes, oigan, y hasta un reportaje sobre todo el patrimonio cultural que quemó el Psoe en la anterior ocasión que anduvo gobernando.

El diputado García invitaba a todos aquellos seres piadosos a unirse a los avatares de la próxima campaña electoral. Si echaban a los socialistas, nunca más habría películas malvadas en televisión, ni directoras generales que distrajeran millones y se dejaran pillar. Por otro lado, pondrían los programas religiosos en las horas de mayor audiencia, volvería a rezarse el Angelus y, si era viable, Radio Nacional retransmitiría todos los días un rosario desde algún santuario mariano.

Pero la única forma de conseguir aquellas maravillas era, obviamente, votando al diputado García y a otros elementos de extraordinaria valía que llevaban cuatro y ocho años trabajando denodadamente desde su escaño, venga de apretar el botón del no o de abstenerse. Un martirio.

* * * * *

La ciudad, por lo demás, bullía como de costumbre, sólo dos grados por debajo de cien. Como Chop había escrito a sus pacientes lectores, un día fue la cabeza de un Imperio y ahora era la cabeza de la Democracia Avanzada: una gran ciudad llena, eso sí, de ciudadanos extraños que se lanzaban a la calle con el solo objetivo de llevar la contraria a los demás.

La Naturaleza, en su sabiduría, había puesto a Madrid en el centro no sólo para posibilitar el centralismo, lo que sería mala entraña por parte de la Naturaleza, sino para que estuviera a mitad de camino de cualquier parte. A mitad de camino de la pobreza; a mitad de camino de la alegría y, también, a mitad de camino de las invasiones.

Quien trinca Madrid, parecen pensar todos los sabios del mundo, tiene a España con una argolla en la nariz. Sin embargo a los franceses no les salió, y el proscrito Franco se las arregló para ganar aquel «encuentro de culturas» desde Salamanca y Burgos. Con esto se demuestra que Madrid es, gracias a la Naturaleza sapientísima, más punto de llegada que punto de salida, y a eso se atenía la primavera este jueves, treinta de abril, San Pío V, llegándose victoriosa a Madrid y preparando el incomparable marco del primero de mayo.

Y era un buen fastidio, porque en La Moncloa más de uno, y más de ciento, hubieran preferido un día de perros, de perros de aguas, de perros de vientos fríos, de aquellos que sólo son buenos para destetar a hijos de eso. La primavera, con toda la sangre alterada y un hermoso sol, llenaría las subversivas manifestaciones obreras y proletarias, en las que se acabaría gritando, como si lo viera el Jefe del Ejecutivo, eso de «se nota, se siente, nos falta el Presidente», o aquello de «Presidente, banquero, no estás con los obreros.»

Bien sabía el presidente, sumergido cómodamente en la dulce tarde primaveral, que estaba con el obrero sólo de boquilla, pero tampoco había que pregonarlo ahora que se acercaban las elecciones y que se había olvidado el golpetazo de la última Huelga General. Porque el dilema, según sus expertos, no estaba en ir o en no ir a una manifestación proletaria, sino en que las elecciones se acercaban y, como seguía necesitando los votos de toda la izquierda, si se iba con los suyos, la UGT, se ponía, velis nolis, en contra de los demás obreros sindicados, y eso equivalía a perder votos municipales y autonómicos. Votos de segunda, si bien se mira, pero que le serv__edan para colocar a muchísimos fieles que no le habían cabido en los cargos que facilitaban las elecciones generales.

Una buena lluvia, una buena granizada, le ahorrarían muchos problemas políticos el primero de mayo, pero el presidente dudaba de que la Providencia estuviera dispuesta a trabajar en su favor. Por eso, y porque había consultado en secreto a los servicios meteorológicos de los americanos, había grabado el discurso que, Dios mediante, la tele derramaría sobre la ciudadanada toda.

En él contaba el Presidente que el Primero de Mayo era, por si no se habían enterado los burgueses, una fiesta irrenunciable, o sea, de todos los españoles, y que por ella habían luchado generaciones y generaciones de machotes (unos a favor y otros en contra, pero eso no tenía por qué airearlo). Siendo de todos la fiesta y él, ético hasta las agallas, al presidente no le parecía oportuno «instrumentalizar» desde el poder tan entrañable evento para hacer con él la fácil demagogia que la derecha, sin duda, tacharía de electorera y de electoralista.

Por eso, como paradigma ético y de honestidad, aquel presidentote que era él renunciaba a hacer caso de su corazón obrero, de su alma proletaria, de sus ampollas de trabajador de la política y, en vez de salir descamisado a las calles como en el pasado, reivindicando a todo reivindicar, se aguantaría, pondría la Razón de Estado por encima de sus sentimientos y, sintiéndolo mucho, se quedaría en casa, o sea, en Palacio.

Sus cerebros pensantes, que habían medido, pesado y maquillado cada palabra, opinaban que colaría, que la gente siempre está dispuesta a creer en los idealistas que se aguantan y en los mártires que no llegan al martirio completo, pero gimen desolados. Además, como la meteorología no prometía ninguna ayudita, ya habían ellos soltado lo de «Madrid, amenazada por la posibilidad de un nuevo atentado terrorista.»

—Pues como siempre, ¿no?

—Como siempre, no, porque no lo decimos todos los días y lo que cuenta es lo que se dice.

No quedarían mal además, porque en el primer telediario del uno de mayo los manifestantes tendrían que ceder minutos del desfile y caer en el olvido ante las formidables noticias que se producirían, según los expertos, aquella tarde mismo, a las cinco, como los toros de antes, y que serían el éxito necesario para callar a los sindicatos, a los militares y a la oposición, si es que la oposición, en un descuido, se decidía a hablar, porque algo muda se había quedado después de la última de sus divisiones.

—Cosa fina, presidente. Encaje de bolillos. Maquiavelo no tendría más remedio que apuntarnos un diez y César Borgia no dudaría en matricularse como alumno de primero.

El presidente no sentía ya las emociones de los primeros días de mandato. En el fondo las cosas eran facilísimas: entre los cerebros pensantes y lo que la internacional le mandaba por teléfono, la verdad era que, salvo poner la cara, se lo daban todo hecho. Menos mal que los Cohíbas le redimían de ciertos tedios vespertinos. Y cuando los Cohíbas fracasaban, siempre se podía recurrir a los tacos de jamón y al vino fino, sol dorado y embotellado que calentaba por igual tripas y corazón, elementos que tan intercambiables resultaban a veces en su persona.

—El discurso cuela. Cuela, cuela. —le animaban sus secuaces, usando el método de la repetición al que eran adictos.— ¡Vaya que si cuela! Sobre todo antes del telediario, cuando la gente está todavía fresca. Luego, en las noticias, irá un bonito estacazo a la derecha: sacaremos las demostraciones sindicales del Santiago Bernabeu con Fraga presente y, encima, Mandela, que anestesia lo suyo; la Perestroika y Nicaragua, para que nadie crea que nos estamos derechizando. Luego, para remachar el clavo, la película esa a la que hemos hecho tanta publicidad: Je vous salue, Marie. La historia del taxista, o sea, San José, y la Virgen que, claro, no lo es.

El presidente hacía ya un buen rato que se había perdido, flotando, perezoso, entre las volutas del humazo de su puro habano. La democracia, se decía, es tanto más complicada cuanto uno tiene la obligación de no dejar que otros se la quiten de las manos. Sinceramente, sinceramente, el jefe de la oposición, si es que no lo cambiaban otra vez de aquí a las elecciones, no sería un buen presidente. Y no porque fuera de origen franquista, que eso era pecado de muchos, sino porque estaba demasiado tierno para soportar ciertos esfuerzos.

— ¿Ye vu salí, Marí? —preguntó, regresando a la realidad.— ¿No hicieron una novena para que no se proyecte en tele?

—Hay gente para todo. Han hecho la novena, presidente. Y han recogido firmas para que no se televisara, diciendo que se trata de una intolerable provocación.

—Esta gente no entiende la democracia: ¿Les impido yo meterse con Alá, con Buda o con Jehová? De todas formas — añadió con una sonrisa burlona—, poco habrán rezado en la novena esa, porque hay una cosa segura: La película se televisa como yo soy presidente.

Tal como exigía el protocolo, todos rieron.

— ¿Qué dicen de eso «las oposiciones»? —preguntó con retintín.

—Ni mentarlo: no quieren parecer católicos, ni ultras, ni exaltados. Ni aunque les des una bofetada se revuelven: son una joya.

—Son todo eso y más, así que, como la novena no les haga el efecto mágico que piden, esta noche se tragan la película.

Los promotores y fieles de la novena a la Virgen, que tan adversas críticas cosechaban en La Moncloa, la verdad era que no pedían milagro alguno, sino que intentaban desagraviar por anticipado a la Madre de Dios, pedirle perdón en nombre de todos por aquellas barbaridades que se hacían por política y, también, por fe. Hace falta un poco de fe incluso para blasfemar. Hace falta bastante fe para, en lugar de ser ateo, ser enemigo de Dios.

—Dios —dijo una señora sin pensarlo mucho— les castigará.

—Pero nosotros —le rectificó un clérigo piadoso— no hemos hecho esta novena para que Dios les castigue, sino para todo lo contrario: para que les perdone porque no saben lo que se hacen. Para que les abra la razón a la fe.

—Que haga todo eso, de acuerdo. Pero que, luego, les castigue, porque sí saben muy bien lo que se hacen, padre. Es un insulto.

— ¿A él o a usted?

Como Dios es un especialista en escribir cosas claras con renglones torcidos, de momento miraba todo aquello y guardaba un pensativo silencio.

* * * * *

El silencio cayó sobre España como el agua de un cubo que se vuelca: de golpe y helado. La sorpresa no fue tal en principio y cada cual creyó que su televisor se había averiado justo en el momento en que la sonriente y algo greñuda locutora informaba que el presidente del gobierno, en su ansia por enredar la madeja, se iba a dirigir a todos los españoles.

El mismo presidente se levantó a hurgar en los botones mientras un acompañante de la bodeguilla, más expeditivo pero menos tecnológico, se puso a dar palmadas sobre el aparato.

Luego empezaron a funcionar los teléfonos, el boca a boca: Oye, ¿funciona tu televisor? No funcionaban, así que debía tratarse, según las zonas, del repetidor correspondiente o del mismísimo Pirulí, que había tenido una falta de fluido. Quizá Retevisión que, pensando en dejar sin transmisión a una privada que se hubiera excedido en sus críticas, había cortado a las cadenas fieles. Para bien o para mal al presidente le había quitado la palabra la técnica más avanzada, que no parecía entender de protocolos.

Como la gente, de todas formas, es desconfiada, dos minutos después estaba bloqueada la centralita de RTVE, de manera que no había forma de obtener información de primera mano, y así echaron a correr las informaciones de segunda. Eran las ocho y cuarto de la tarde cuando España entera tuvo conciencia de que se había quedado, toda ella, sin televisión. Las emisoras autonómicas hubieran podido, quizá, poner en marcha programas de emergencia, pero no contaban con las instrucciones precisas, y cualquiera sacaba los pies del texto.

Un destacado miembro del ala derecha de cualquiera de las miles de «mesas de los conspiradores» que existen en todos los casinos, llamó a un no menos destacado miembro del ala izquierda de la misma mesa y le resumió lo que tantos pensaban en aquel momento:

—Ya. Por fin. Ya se ha dado.

— ¿El qué?

— ¿Qué va a ser, qué va a ser? ¡El golpe! Ya se ha dado el golpe. Siempre he dicho que el gobierno, sin tele, no tenía forma de hacer frente a una emergencia. Ahora la gente pensará por su cuenta. Ya verás, ya.

Eso mismo sospechaban no pocos políticos profesionales. El diputado García, tan atento a las fluctuaciones ideológicas, llamaba al domicilio particular del general Pérez Alegre:

— ¿Qué sucede «mi» general? —recalcó bien aquel mi para que no quedaran dudas sobre su fidelidad a ultranza. El diputado García era de derecha progresista y estaba dispuesto a convertirse en derecha dura en cuanto hiciera falta.

— ¿Qué sucede? —preguntó el general, que se disponía a salir a cenar con otros matrimonios y no había conectado la tele a la hora de los acontecimientos.

—Comprendo, mi general. El teléfono. —arguyó el diputado, que tenía propensión a pasarse de listo.— Ya sabe que puede contar conmigo.

Y colgó, dejando al general lo bastante confuso como para decidirse a llamar a su ayudante.

—Oye, Rodríguez: ¿qué pasa? Me acaba de llamar el diputado García y se ha puesto a mi disposición.

—Debe de ser porque la tele ha dejado de transmitir justo cuando el presidente iba a cometer su discurso, mi general.

—Tú, ¿qué sabes del asunto?. —preguntó el príncipe de la milicia, ya con la mosca detrás de la oreja y lleno de desconfianza: los diputados son gente que olfatea a kilómetros los cadáveres políticos.

—Nada de nada, mi general. Lo cierto es que no hay tele en ninguna parte. He llamado a Baleares, a La Coruña y a Algeciras: no hay tele.

— ¿Crees que puede haber algo en marcha, Rodríguez?

—Después de los últimos ataques terroristas y después de las últimas declaraciones gubernamentales sobre casi todo, puede ser cualquier cosa. En el entierro de Arteche los ánimos estaban muy calientes.

El capitán Arteche era la última víctima militar y los familiares, siguiendo instrucciones del finado, se habían negado a la presencia de políticos y de militares de la «cúpula».

—Ven a recogerme inmediatamente. Te espero.

El general Pérez Alegre comenzó a vestirse de uniforme. En muchos otros lugares, generales, coroneles, militares de todos los empleos, hacían lo mismo mientras trataban de ponerse en contacto con sus gobiernos militares o con sus capitanías. Todos decían no saber nada, pero,¡fíate de la Virgen y no corras!

También La Moncloa se había quedado bloqueada: todo el mundo quería saber lo que sucedía: senadores, diputados, altos cargos, ministros pusilánimes... Los gobernadores civiles llamaban, desconcertados, al ministro del Interior; el ministro al CESID; el presidente al ministro, y todos, en los tiempos muertos, al director general de RTVE, que acababa de incorporarse a su puesto de combate: nunca está de más acumular horas extras para mejor trepar por la resbaladiza nomenclatura.

—No sabemos todavía lo que sucede, Presidente, Ministro, Subsecretario, lo que fuera...

— ¿Hay fuerzas militares en Prado del Rey o en las proximidades del Pirulí?

—No se aprecian.

— ¿Es un sabotaje?

—Puede ser un sabotaje. Sólo durante la huelga general sucedió algo así, y eran los de Navacerrada, pero ésos ya no están allí.

Lo que fuera, sin embargo, no se sabía. Los pocos técnicos que quedaban en la casa, a causa de una huelga intermitente como las tercianas, rastreaban todo tipo de instalaciones. A algunas zonas llegaba la señal, pero a otras, no. Podía tratarse de cualquier cosa: ellos, por el momento, ni se lo imaginaban. Afectaba a la red y tampoco las emisoras privadas transmitían.

—Estos sistemas —decía un ingeniero— son de una tal sofisticación que, cuando algo falla, parece que se venga todo abajo. ¿Alguien ha desenchufado algo? —preguntaba como último recurso— Y, encima, son muchos años de no hacer el mantenimiento adecuado. (Y, si cuela, cuela, añadía para su coleto, pues disponía de un coleto tan desorientado como el de los demás)

Al ministro del Interior pronto le llegó una noticia inquietante: unidades de la PM iban recogiendo a los soldados por todas las calles de España. Los cuarteles llamaban a sus hombres por teléfono e incluso se sacaba a la gente militar de cines y de restaurantes.

Cuando lo supieron en La Moncloa, intentaron evaluar la situación. El ministro de Defensa, en su ministerio, no conseguía respuestas. Al contrario, todo el personal a sus órdenes le acribillaba a preguntas: ¿Qué sucede? ¿Cuales son las órdenes? Mientras, él preguntaba, a su vez, lo mismo, cosa que provocaba miradas conmiserativas entre sus subordinados. El ministro, pensaban, está desbordado. Ha querido mandar en todo, y ahora que todo depende de él por fin, no sabe tomar decisiones.

Era Ministro por segunda vez: tras un breve ascenso a Vicepresidente y un sueño de llegar a heredar al vero Presidente, las tornas habían vuelto a cambiar. El Vice depuesto volvió a su lugar de origen pues, de otro modo, desintegraba el partido, y él no tuvo más remedio que regresar al trato con los militares y otros entes carnívoros. Con el piano.

—Sólo pasa —dijo, por fin, a La Moncloa— que los militares se acuartelan. Es una lógica medida en un momento de confusión.

—Pero, ¿qué órdenes has dado tú al respecto?

—Acabo de convocar a la «cúpula», que me espera ahí al lado. Y he llamado con urgencia a todos los capitanes generales.

— ¿Tú crees que es conveniente dejar las capitanías en manos de los jefes de tropas solamente?

— ¿Qué otra cosa puedo hacer? Los telex ya están cifrados y mandados. Además, desde las capitanías no hacen más que preguntarme qué sucede y qué hacen ellos. Que vengan y miren: si algo sucede de verdad, mejor es tener a la gente localizada, ¿no?

— ¿Y si se acuartelan y, «entonces», sucede algo?

— ¡Diablos!

Los dispositivos generales fallaban un poco por todas partes. La gente encargada de tomar decisiones no las tomaba: trataban de hablar con su inmediato superior, que hacía, a su vez, lo mismo. Llegó así un momento en que cientos de teléfonos amenazaban con fundirse. Desde Presidencia y desde La Moncloa ya no se podía comunicar telefónicamente con parte alguna, y la línea directa no daba abasto.

La mala ocurrencia de poner a la población sobre aviso de un posible atentado terrorista se volvía contra sus promotores. Pensaron que, en vísperas de primero de mayo, cuando el gobierno no quería hacer socialismo callejero puño en alto, ni dejar de hacerlo por quedar bien con las bases, no bastaría una declaración presidencial haciendo votos de fe socialista, pero con corbata. Decidieron disminuir la concurrencia a las manifestaciones con el aviso del riesgo inminente de un atentado: ¿Qué mejor sitio que una manifestación para hacer chicha?, pensarían los presuntos manifestantes antes de salir a la calle?

Pero no había habido el necesario enlace y eran muchos los que pensaban que, en efecto, el terrorismo había atacado a la tele. Sin embargo, muchos más opinaban que se estaba repitiendo el 23—F con otros planteamientos. Tan así era que cientos de curiosos se habían acercado al Parlamento, cabe los leones, para ver si allí también estaba sucediendo algo.

Y sucedía, porque la compañía de policía nacional de servicio en las Cortes, alarmada ante la presencia del público, había acordonado el edificio y, en algún momento, había ordenado a los curiosos que se disolvieran. Esa actitud, con los guardias en la calle, había llevado a algunos locutores a dar la noticia de existir «una nutrida presencia militar en torno al Congreso» y a sospechar, en voz alta y pública, que algo estaba sucediendo allí.

Por su parte Interior, ante la información contradictoria, había enviado nuevos efectivos al Parlamento y había ordenado el acuartelamiento de las fuerzas de seguridad del Estado. Defensa, ante tal actitud, más que sospechosa de involucionismo, había enviado al mismo lugar a una sección de PM, que se quedó quieta y vigilante frente a los guardias.

Así no había forma de convencer a nadie de que no sucedía nada en aquel parlamento ni, por lo tanto, en la nación. Televisión permanecía telefónicamente muda, colapsada, e incluso tenía dificultades en llamar a sus técnicos para que trabajaran a marchas forzadas en la localización de la avería. A las nueve, en una difícil comunicación con La Moncloa, se consiguió dejar sentados dos importantes puntos:

1.—Televisión pedía ayuda a Telefónica y a su avanzada tecnología. Y,

2.— Como dijo el director, nada menos que al presidente, «a pesar de los años transcurridos, el apagón de Nueva York sigue sin estar explicado con claridad. En los sistemas «altamente automatizados» esta clase de averías son remotas, pero posibles.»

Ambos sabían que esa posibilidad aumentaba si a la automatización se le añadía, como era el caso, una más que notable desidia en el entretenimiento, y una selección a carné de los técnicos cualificados. Pero aquel era un sobrentendido en el que no valía la pena entrar.

Mientras tanto, el nerviosismo iba tomando alarmantes proporciones. Los ministros habían acudido a sus puestos en medio de fuertes medidas de protección. Verles pasar era como contemplar el desplazamiento de una nube. Los militares, incorporados a sus unidades, seguían preguntando por lo que sucedía y reclamando órdenes que no llegaban.

—Entonces, ¿nos vamos a casa? —preguntaban los coroneles a los generales.

—No. Eso sí que no.

Luego, los generales se lo preguntaban a las cabeceras, donde la respuesta era que a esperar, que el capitán general se disponía a salir urgentemente para Madrid.

—Luego pasa algo, ¿no?

—No pasa nada y, además, no lo sabemos.—respondía con sarcasmo el de turno.

Frente a algunos cuarteles se empezó a notar una poco discreta vigilancia policial, y algunos oficiales de guardia, ante tan manifiestas desconfianzas, cruzaron la calle para pegar unos cuantos gritos a la policía, y en más de una ocasión gente hubo que llegó a las manos.

Mientras, el vicepresidente perdido y hallado, desconfiado como él solo, había llegado a la conclusión de que era muy raro que el director de Radiotelevisión insistiera en la incapacidad de localizar una avería —a otro perro con ese hueso— y en que, por lo demás, no había novedad alguna.

— ¿Y si le estuvieran apuntando mientras hablaba? Estas cosas —añadió, reflexivo, mientras recordaba algunas películas— se tienen que investigar en directo.

Por supuesto que no pensaba ir en persona, pero, a través del ministro del Interior, consiguió que enviaran al Ente Público a una compañía de la Reserva General, y «que arreglen cualquier cosa que vaya mal.»

Lo malo es que a los cerebros de la misma ideología acaban ocurriéndoseles las mismas viejas ideas, y el ministro de Defensa, que también recordaba el 23—F, tuvo una idea semejante: decidió enviar a investigar a varias unidades de la Guardia Civil. Los terroristas o los golpistas podían tener rehenes y estar facilitando a los políticos contradictorias informaciones. Bien claro le había dicho el presidente que diera órdenes, así que, ni corto ni perezoso, concentró varias unidades en Prado del Rey y junto al Pirulí, con la consigna de enterarle directamente de la situación y de mantener defendidos los puntos neurálgicos de cualquier intento de ocupación. Y allá que se fueron los guardias.

* * * * *

Laurita consistía, sin duda posible, en treinta y dos años de esplendor rociados con alegría de vivir y asomados al mundo por dos ojos como dos luceros. Su marido la tenía por uno de los más preciados adornos de su casa y no pocas veces se valía de su sonrisa para impresionar a un ministro.

Su marido era Alvarez Ardite, diputado profesional situado, por el momento, en los escaños del partido en el poder y con asiento en el Consejo de RTVE. No era todavía un pez gordo, pero mantenía una estricta dieta política que le ayudaría a llegar a serlo. Su habilidad para votar a cuatro patas era un punto a su favor.

Laurita, entretanto, daba al César lo del César y aprovechaba para ello aquella tarde en que Alvarez Ardite, tras la reunión de su Comisión Parlamentaria, iría a una cena política para derramar sobre sus jefes grandes cantidades de jabón. El César a quien Laurita daba lo suyo era César Barrero Gornés, ministro de Administraciones Públicas.

César apenas si salía en la tele; la gente no sabía para qué servía su Ministerio, pero tenía cinco direcciones generales a sus órdenes y una inspección general. Muchos, con menos, no hacían más que presumir. El, en cambio, prefería encerrarse con Laurita en el apartamento amueblado y entregarse a investigaciones psicológicas.

Aquella tarde habían empezado el estudio bastante temprano. César, como en los últimos meses, había insistido en su proyecto de grabar en vídeo los momentos más intensos del trabajo en equipo y esta vez Laurita, tentada por la parte oscura de su alma, había accedido.

No se enteraron del apagón de la televisión porque estaban visionando los resultados de sus experiencias antropológicas:

— ¡Qué guapa eres! —decía César con una sinceridad que reservaba sólo para los íntimos.

Laurita fumaba y se arrepentía de haber accedido a grabar aquel vídeo: temía que César, en un momento de vanidad, se lo pusiera a sus amigos. Igual que el cazador enseña a las visitas las cabezas de los venados colgadas sobre la chimenea.

— ¿No eres feliz, Laurita? —preguntó César, a quien acometía de nuevo el ansia de los grandes hechos.

Laurita nunca era feliz. Nunca se había sentido como esas chicas desnudas que corren por la orilla de la playa, sonrientes y realizadas porque usan un champú maravilloso. Ella, cuanto más gusto daba a su hermoso cuerpo, más rara sentía el alma. No era que le molestara su vida actual; era que no sabía muy bien adónde le conducía.

— ¿No eres feliz? —insistió el ministro, convencido de que hay sitios en que es oportuno hacer cosquillas a una mujer que fuma.

—Sí. —dijo Laurita.

—Pero sigues queriendo que a tu marido le demos un cargo, ¿verdad?

Lo malo era que nadie sabía exactamente para qué servía Alvarez Ardite. Nadie sabía siquiera cómo había llegado a quedarse con una mujer como Laurita.

—Antes de irnos borraremos ese vídeo, ¿verdad? —dijo ella.

—Naturalmente. ¿Sabes lo que harían las revistas del corazón si llegaran a pillarlo?

* * * * *

Si los políticos estaban desconcertados, la gente de a pie, al contrario, sólo se hallaba sorprendida. Eso de encontrarse la casa vacía de voces, noticias y consignas, no había sucedido nunca, salvo unos pocos minutos a las doce de la noche el día de la Huelga General. Las personas de menos de veinticinco años no recordaba una cena sin televisión ni una velada de ponerse a charlar. Algunos hijos descubrían a sus padres por primera vez; algunos padres, a sus hijos, y se llevaban un disgusto; algunas esposas a sus maridos, después de años de no verlos, y viceversa.

Los videoclubs, para los que no descubrieron el nuevo placer de la familia y de la charla, se dispusieron a hacer horas extras para atender a todo aquel contingente de callados, aburridos, reconcentrados y algo memos ciudadanos.

Chop, el periodista luxemburgués que, además, representaba aceros de Solingen y trabajaba para un conocido trust internacional, llamó por teléfono a su amigo «Gosé Luis», a las ocho y pico, para preguntarle qué sucedía con la televisión.

Como todos, había creído que la avería era del aparato, alquilado a la vez que su apartamento. José Luis, que era un padrazo feliz, estaba jugando con sus cuatro hijos al parchís que, por puro vicio, le parecía emocionante. Su mujer preparaba cenas, de manera que en aquella casa la tele era, sobre todo, un adorno, un mueble sobre el que reposaba, plácida, la foto de bodas con las de los cuatro hijos encajadas en la parte baja del marco.

—Voy a ver. —respondió, conectando el aparato. Le salieron las habituales rayas de aquella tarde y regresó, feliz y divertido, al teléfono:

—No le pasa nada. Hoy sólo trae tonterías mudas.

— ¿Tampoco te funciona?

—O se trata de un teletexto en taquigrafía.

—Algo grave está sucediendo —le dijo el luxemburgués.— ¿Tú recuerdas lo que pasó el 23—F?

—Nada parecido. ¿No me digas que tú crees lo que creo que crees?

— ¿Cómo?

José Luis lo dejó correr: Chop no había sido jamás hombre de sutilezas lingüísticas.

—Voy a ir al Parlamento. —dijo, al cabo, Chop, sintiendo fluir a chorros su sangre de periodista.— ¿Me quieres acompañar, por favor?

José Luis estaba tan, tan seguro de que no sucedía nada de particular, que no temió ni por un instante verse mezclado en una revolución callejera. Se puso la chaqueta, recogió al amigo en las proximidades de Echegaray, y bajaron por la Carrera de San Jerónimo hacia el Congreso. Así fue como, mientras se aproximaba al ombligo político de España, tuvo tiempo para cambiar de opinión: en torno a los leones, policía y PM, más la ciudadanada curiosa, hacían temer lo peor.

—Tienen rehenes ahí dentro. —les informó un curioso.— Dicen que esta vez han pillado ahí al Rey.

—A la tercera va la vencida. —dijo otro, al paso.— Los próximos leones los harán con los sobres de las pagas de los políticos. Prensados, claro.

Los dos amigos estaban asombrados y, desde luego, ignoraban tanto como el resto de la concurrencia. ¿Quiénes habían tomado el Congreso? ¿Los policías nacionales o los soldados? ¿Cuándo? ¿Por qué? Había quien afirmaba que la cosa estaba así desde las cinco y quien desmentía que el Rey o el presidente estuvieran dentro:

—Consiguieron escapar al principio, por una ventana de atrás.

Pero, a pesar de la expectación, los corrillos se formaban y se deshacían muy rápidamente. La gente se detenía un rato, se encogía de hombros y se alejaba charlando. Unos hacían conjeturas sobre quién acabaría mandando. Los más, reanudaban su conversación anterior o se contaban un chiste que más o menos tenía que ver con situaciones así, lo de la tortilla a la Tejero, por ejemplo.

Un diputado conocido, de la Comisión de Defensa precisamente, se asomó a las puertas entre dos ujieres, en lo alto de la escalinata y, en seguida, dos guardias se le acercaron.

— ¿Qué sucede aquí? Quiero irme a casa. —había tardado tres cuartos de hora y veinte llamadas telefónicas en decidirse a salir. Por teléfono le habían dicho que no pasaba nada, pero él veía demasiados uniformes para podérselo creer.

—Mejor será que espere un poco. —le respondió uno de los guardias, que era oficial del cuerpo.— No se sabe bien lo que está sucediendo y aquí dentro están, al menos, custodiados.

Lo de custodia, fuera por resonancias católicas o por una mala información sobre su significado, indignó al parlamentario, que creía amenazada su inmunidad. Ya sabía, a causa del dichoso teléfono, que la televisión había dejado de emitir, y temía que volviera a hacerlo de un momento a otro con marchas militares y con documentales de los desfiles de La Victoria. Si sucedía así, la obligación de un político inteligente era estar desmarcado y no custodiado.

— ¿Y aquéllos? —preguntó, señalando a la policía militar.

—No sabemos. Parece —añadió sensatamente el oficial— que ha habido una duplicación de órdenes.

— ¿También nos custodian?

—Probablemente, su señoría.

— ¡Socorro! —respondió su señoría, lleno de sinceridad.

— ¿Cómo dice?

— ¡Socorro! —gritó, definitivamente partidario de recibir auxilios, mientras los espectadores, al oírlo, sonreían como si el miedo del diputado les supiera a venganza.

—Eso mismo dije yo cuando implantasteis el IVA. —dijo una voz anónima.

El policía nacional, para impedir que su señoría se pusiera en ridículo, quiso llevárselo hacia adentro, y sobrevino un inocente forcejeo. Aquello, por si las moscas, puso en marcha al teniente de la sección de policía militar, que trató de subir con dos hombres la escalinata, siendo interceptado. Policías y soldados sacaron entonces sus porras marrones y blancas y empezaron a apuntar silenciosamente a quién y dónde le darían el primer palo.

— ¡Socorro! —volvió a gritar el diputado, que creyó reconocer en los militares a los leales: aquel ministro catalán había hecho maravillas con el ejército cuando le devolvieron a él.

—Suelte a ese hombre. —ordenó el teniente de la PM.

— ¿Quién coño le agarra? —respondió el oficial de la policía nacional, ya enfadado y a punto de enfurecerse.— ¡Entre de una vez y no haga el ridículo, hombre! Aquí no va a pasar nada.

Varios diputados más asomaban tímidas y agitadas narices desde la puerta. Olfateaban el peligro o, al menos, creían hacerlo.

—Será mejor —comunicó José Luis a Chop— que nos vayamos de aquí, Jacques.

— ¿Están o no están dando un golpe de Estado? —preguntó Schopenhauer, que no se atrevía jamás a interpretar por su cuenta lo que veía hacer a los españoles, pueblo paradójico por excelencia que disfrutaba engañando a los cándidos extranjeros.

— No sé si están dando un golpe de Estado, pero lo que es seguro es que aquí se van a dar golpes de otra clase.

— ¿Was is «otra clase»?

—Al colodrillo. Golpes al colodrillo, Chop. Tú puedes tenerlo cuadrado, duro y germánico, pero el mío es terriblemente sensible.

Se alejaron de allí, pues. El luxemburgués iba excitadísimo, y unas veces se conmiseraba de los políticos, a los que auguraba la guillotina a causa de su formación francófila, y otras recuperaba momentáneamente la razón para insistir en que aquello que estaban viendo no era posible.

—Una revolución sin turbas. —decía—. Sin tanques y sin disparos. No me lo creo. Claro que puede ser un asunto mucho más maquiavélico. —meditó un poco y se puso a preguntar en plan socrático, según subían hacia la plaza de Canalejas:

— ¿Quién manda en la televisión?

—El gobierno. —respondió, paciente, José Luis, haciendo de Fedón, de Protágoras o de cualquier otro por el estilo.

— ¿Quién puede, entonces, dar la orden de suspender los programas?

—El gobierno o, bien mirado, un cañón.

— ¿Te consta?

A José Luis le constaba otra cosa bien distinta: la animación de las calles. A ciertas horas (ya eran las nueve bien dadas) no era habitual en aquellos tiempos oscuros ver a tanta gente de aquí para allá. Los bares aparecían llenos; las aceras, concurridas... La gente callejeaba, paseaba lentamente mirando los escaparates; charlaba al pie de los semáforos.

—Me consta —dijo— que esta noche los atracadores se van a poner las botas.

—Deja eso, deja eso y concéntrate. ¿No crees posible un autogolpe? Yo soy demócrata —seguía Chop— y empiezo a sospechar, después de tantos años, que soy el único que vive en España.

—Todos somos demócratas aquí. —respondió José Luis distraído.— Sólo las estatuas no lo eran, y los nombres de las calles, y dicen que el Caudillo. Los demás, todos. Fíjate en los discos de La Internacional que se han vendido y verás como...

— ¡Mein Gott! Para empezar, comiendo tanto como coméis, y con tan buen vino, no se puede hacer democracia. En segundo lugar, tampoco puede haber democracia con tan poca memoria como tenéis de lo que sucedió ayer. En tercer lugar...

Habían llegado a la plaza de Canalejas y allí varios ciudadanos, de aspecto fiero, le estaban zurrando la badana a un tipo que se tapaba la cabeza con las manos. En una de ellas empuñaba una navaja, pero, o había olvidado tan preciado bien, o su filosofía vital le impedía hacer uso de instrumentos inciso—cortantes. El resto del personal hacía corro y expresaba, a borbotones, su opinión:

—Dejad la cabeza: al estómago, que duele más.

—Dadle una buena patada en los riñones y veréis cómo se queda seco.

—Llamen a un guardia. —decía un pacífico, más que nada para quedar bien con su conciencia, porque él no iba a buscarlo.

—Nada de guardias, que los sueltan. —aconsejaba otro—. A mano y en el morro. Dadle en el morro.

De todas formas, ya había un guardia allí. Se había quitado la gorra y miraba muy interesado la escena. Si intervenía era seguro que se le acaba la diversión y, a lo mejor, le daban a él.

El tipo que recibía, según explicaba una señora que lloraba sobre su media rota, le había pegado un tirón del bolso al bajarse del autobús; pero ella, valiente, no lo había soltado, ni muchísimo menos. Cayó al suelo gritando y se rompió la media.

—Y no es porque llevara algo de valor aquí: calderilla y unos bonos de autobús. Pero es la segunda vez este año y no me ha dado la gana. Esta gente —señalaba a los que zurraban— ha sido muy amable.

—Basta, basta. —decía, de vez en cuando, el apaleado. Apoyado contra un buzón, hacía fuerzas para no caer: tenía sus dudas de que las patadas que recibiría en el suelo llegaran a ser menos dolorosas que los mamporros que le menudeaban estando de pie.

Chop se fijó en que el guardia movía las manos como hace cierto público de los combates de boxeo: ayudaba en espíritu. Extranjero como era, se le acercó en un descuido de José Luis:

—Le van a matar. —comunicó al guardia.

— ¡Qué va! Le van a escarmentar. —respondió el otro, excitado por la lucha.— Al que casi han matado ha sido a uno a la entrada de las Cuevas de Sésamo. Hacía el tonto con una pistola y por poco se la hacen comer.

Luego recordó que era guardia y, sin acercarse mucho al epicentro, empezó a gritar sin demasiada convicción: Ya está bien, ya está bien.

—No, que luego lo soltáis.

— ¿Pero no veis que a éste ya nadie le quita una quincena en el hospital?

—Siendo así... —dijo el más agresivo, tomándose su tiempo para colocar, certera, la última patada en el centro del muslo derecho del maleante.

— ¿Y si nos dedicáramos a irlos cazando por toda la ciudad? —propuso otro, más joven y aventurero, que había entrado en calor y no quería desaprovechar la embalada.

José Luis tiró de Chop y ambos siguieron su camino por las calles extrañamente concurridas. Aquello no era, sin duda, un golpe de Estado, pero seguía siendo algo extraordinario, como una verbena veraniega, pero sin chotis y sin botijos; una manifestación de cultura popular, de aburrimiento popular, de jolgorio popular.

—Sois imprevisibles, los españoles. Nadie sabe lo que ocurre y os echáis a la calle. En mi tierra la gente aguardaría en casa, ordenadamente.

—En tu tierra lo más que puede pasar es que se constipe el Gran Duque. Desde la Segunda Guerra es seguro que no habéis tenido ni una condenada manifestación que terminara a palos, y eso aquí nos sucede todos los días. Además, la gente sale porque, sin tele, los muy borricos se aburren en casa. No sabemos vivir sin escuchar y sin ver a nuestros locutores. No resistimos el silencio sin voces de políticos que nos digan lo que hay que hacer y, entonces, no hacerles caso.

—Vuestra democracia —dijo Chop, formulando un axioma— es la televisión. Sin televisión no hay democracia.

—Luego dirás que no somos modernos, Chop.

Un chavalete vendía periódicos, voceándolos como edición extraordinaria. El País titulaba: «AVERIA EN TELEVISION» y, en tipos menores: «Se desconocen todavía las causas del cese de las emisiones. Cuando el Presidente del Gobierno se disponía a dirigir un mensaje al pueblo español con motivo del Primero de Mayo...la versión del sabotaje no está descartada... tampoco se puede olvidar que ciertos sectores golpistas...»

— ¿Sois un pueblo primitivo? ¿No sois un pueblo primitivo?— Chop quería encontrar una respuesta de confianza.

—Calla y lee, Chop, que tendrás que escribir mañana la crónica de esta noche. Podrás llamarla Otumba, o algo así.

—Los mamelucos, ¿cargaron por la Puerta del Sol? —preguntó el otro, señalando en aquella dirección.— Tengo la impresión de que van a llegar de un momento a otro. El tiempo no existe en Madrid.

José Luis se puso a leer en voz alta: «El Ente Público Radio Televisión española no responde a las llamadas. De fuentes bien informadas hemos sabido, sin embargo, que reina la tranquilidad en las instalaciones... aunque el Director piensa en un posible desalojo por si han sido instaladas bombas por parte de los terroristas que estos días amenazan Madrid, como represalia por las últimas informaciones antiterroristas que ha difundido TVE. La tranquilidad reina, a estas horas, en las calles de Madrid y de las principales ciudades: el pueblo responsable no se dejará manipular por quienes le han llevado a esta situación de desconcierto, procurando...", bla, bla, bla..." y las fuerzas de orden público controlan la situación.»

—Percibo algunas contradicciones. —dijo Chop, continuando el avance.— No menciona, por ejemplo, a los mamelucos.

—Ni a Napoleón ni a Pepe Botella.

— ¿Estamos ya a dos de mayo, Gose Luis?

— ¿Pero tú ves algún motín?

Ruido de tumulto y sombras danzarinas y arremolinadas se percibían en las proximidades de la Puerta del Sol, pero verse, no se veía ningún motín: sólo gente con aire satisfecho o con aire zumbón y, por primera vez en la noche, unos pocos ciudadanos, recién destetados como aquel que dice, en torno a una bandera española que movían como un director su batuta.

* * * * *

La buena gente de Dios, esa gente de cada día, no estaba, en los umbrales de mayo, para muchos trotes, casi a un año de las últimas elecciones y abocada urgentemente a las próximas, en las que los partidos internacionales volverían a copar la oferta.

La buena gente de siempre, vieja y joven, hacía como se hace en España: esperar que un día, por fin, trajera novedades que lo fueran. Un día sin delitos, por ejemplo; un día sin terrorismo; un día sin pobreza vergonzosa. De repente el Buen Dios les había dado una tarde sin discursos, una tarde de vacación, de jueves sin colegio, y muchas esperanzas habían quedado colmadas.

Como aquel que dice, todos habían sido relevados de ir a comprar a Galerías o a Alcampo, de abrillantar con esto otro, de conducir coches a toda pastilla con mujeres hermosísimas dentro. Nadie les obligaba a recordar que debían comprar tales fascículos ni usar tales jabones ni pringarse de colonias con aire de familia. Esto era, de por sí, todo un descanso.

Pero librarse de los programas culturales también era una bendición. Y, más aún, el lujo de perderse los telediarios de fantasía, sin declaraciones, sin justificaciones, sin solemnidades, sin tartamudeos y sin promesas chiquitas que se llevaban las ondas a otra dimensión.

Un español en su sano juicio, y aprovechando que el día había sido primaveral, podía hacer —he hizo— tres cosas, por separado o a la vez: echarse a la calle y descubrir otra vez la ciudad, tomando copitas en las cafeterías, paseando y cenando fuera. Hacer provisión de películas para el vídeo y, por último, encontrar otra vez la compañía en casa y fuera de casa.

Un apagón de luz en Nueva York había elevado la natalidad. Un apagón de tele en Madrid podría llenar las maternidades si, como era de esperar, a falta de pantalla los hombrecitos se ponían a mirar otras cosas que, además, se podían tocar y estaban sabiamente bendecidas por la clerecía.

O sea, que las calles tenían buenas razones para aparecer tan llenas. Un millón de madrileños eligió el paseo instructivo y barato. Medio optó por los vídeos y las compras; medio más, por los restaurantes y las cenas. Otro millón, entero y verdadero, hizo un poco de todo, entreteniendo el tiempo hasta la hora de ponerse a procrear como en los buenos viejos tiempos, sin planificaciones ni calendarios ni termómetros: a lo romántico primitivo, aquí te pillo, aquí te mato.

Los taxistas creían llegada la Navidad. Los comercios, también. Los guardias urbanos, en cambio, creían llegado el fin del mundo, porque las calles se embotellaban como el vino: automáticamente. Autobuses y metros parecían suplementos y anexos de las latas de sardinas, y las aceras eran ríos de cabezas, cada una con dos o tres pensamientos dentro, casi todos festivos.

Madrid —como se decía mucho sin ser verdad en otras ocasiones— era una fiesta, un hormiguero de hombres y de mujeres que, terminado el trabajo, recuperaban en masa la ciudad después de muchos años de aprender a huir en masa de sus calles. Los profesionales de la noche, sin embargo, empezaron a prometérselas felices y afilaron, satisfechos, sus navajas en los bordillos: dame la plata. Dame la plata: con aquella fórmula mágica y con horas extras ante la acumulación de clientes potenciales, podrían labrarse un porvenir de pacháes.

Sólo que la gente estaba demasiado alegre por haber recuperado un poco de tiempo libre y un poco de su ciudad, en medio de aquel día de apacible primavera, y se fastidiaba muchísimo cuando la interrumpían con banales atracos, puesto que lo que deseaba era retozar y nomadear, en paz con el mundo. Por estas razones se resistía más de la cuenta, a pesar de las navajas afiladas y del arte bien ejercido por los profesionales.

El Yonki Felipe había sido, una vez, un proyecto de hombre, pero se había quedado en silbido, en magro esqueleto con greñas, heroinómano hasta las cachas y con un hígado como un colador de salsa de tomate. Su madre era una de las pocas personas que seguía pensando que era un buen chico a los diecinueve años de haber sido presentados.

El Yonki Felipe acababa de conseguir su dosis y, como no estaba para prólogos, se sentó en un portal a ponerse el pico, como solía hacer casi siempre, ajeno a quienes pudieran contemplarle. Pero esta tarde—noche, cuando acababa de cargar la jeringuilla mugrienta, una mano se la tiró al suelo y un pie, gordo como una apisonadora, se la aplastó.

— ¿No te da vergüenza, desgraciado? —le dijo un señor cincuentón y gordito.

El Yonki Felipe no era de trato fácil y Dios no le había concedido ni amplitud de miras ni un decente sentido del humor, así que se puso a blasfemar por aquella bocota sucia y a rebuscarse un pincho entre las ropas. Pero, como estaba sentado, aquellos manejos le entretuvieron demasiado y el hombre rellenito le dio un cachete que, anémico como estaba, por poco le separa las diferentes secciones.

—No le hagas daño, Manolo. —dijo una mujer que llevaba un bonito camafeo colgado del cuello.

Un yonki es, evidentemente, un estúpido, pero ni le faltan cualidades de observación ni carece de cierto talento para los negocios de urgencia. Abandonó el proyecto de venganza y brincó como una gacela, mano por delante, por la joya y su cadena. Sólo que la señora le recibió con un bolsazo en la cara y el tal Manolo le dio un capón que le amputó tres o cuatro de sus ideas más queridas.

Mucha más gente se había detenido y, sin duda, toda ella pensaba en lo tonto que había sido tener miedo a tipos como el Yonki Felipe y encerrarse en sus hogares para evitarles. Constatado esto, le empezaron a dar sus sinceras opiniones con no menos sinceras pataditas en las espinillas y con algún puñetazo.

El Yonki Felipe probó a gritar que ojo, que él, sin droga, era un diablo, pero no hay diablo que se resista a un buen tratamiento callejero y emprendió la huida, perseguido por varios paseantes aburridos que, de repente, descubrían un nuevo deporte a su costa: el yonki no tuvo más remedio que correr como un ñandú hasta encontrar una comisaría donde refugiarse. Otros muchos de su catadura habían hecho lo mismo y allí estaban, pues, como en familia, pidiendo a gritos, eso sí, un poco de heroína o, si no, de metadona.

—Mirad que nos ponemos muy malos.

—Pues os jodéis. —les decía, de tanto en tanto, un guardia que no había hecho cursillo alguno de psicología.

* * * * *

El Camello Cipriano, madrileño castizo a causa del nombre, vendía su mercancía a la puerta de La Sardina Alegre. Era como su oficina y Ramón, el camarero, solía sacarle allí mismo, durante el buen tiempo, la cervecita o el chato y le sostenía el plato hasta que al Camello Cipriano se le antojaba comerse el boquerón o las aceitunas.

Siempre le había funcionado bien aquella esquina, aunque no se hubiera instalado un rótulo luminoso de anuncio. Los habituales le llegaban de uno en uno. Los nuevos venían presentados por un habitual y, entonces, el Camello Cipriano con una mano se cogía la Astra nueve corto y con la otra entregaba la papelina, siempre dispuesto a entablar una discusión de negocios.

Tampoco prestó mucha atención a la multitud que iba y que venía. A fin de cuentas él era un profesional y no debían influirle las circunstancias ajenas a su trabajo. El caso es que, en una distracción, dos jóvenes le habían cogido por el cuello y le enumeraban una serie de menús que pretendían servirle mientras le informaban de que un tercer hermano era una mierda a causa del Camello Cipriano y de su mercancía blanca.

Cipriano también empezó a gritar por el aquello de impresionar al personal, pero no pudo bajar la mano al bolsillo de la pistola, así que fingió aplacarse mientras esperaba su oportunidad. En vano: aquellos desalmados le estaban quitando las papelinas y pisoteándolas, mientras un grupo numeroso decía «ahí, ahí» o «que se las trague todas a ver si revienta.»

Deslumbrados por la idea, los hermanos le pinzaron la nariz y le empezaron a echar polvos al fondo de la garganta.

—Más no, que me matáis. —dijo tosiendo y jadeando.

— ¿No lo vendes? ¿No te gusta? Pues traga. Y le volvieron a echar al abismo un montón más de papelinas.

— ¡Una ambulancia! —empezó a gritar, y, en cuanto le soltaron, huyó hasta el próximo guardia para explicarle que le habían hecho tragar la mercancía y necesitaba ayuda: si no, se moría seguro. Por favor, que le detuvieran con urgencia y que se lo llevaran a un hospital.

* * * * *

Jenaro se las daba de parado pero no pasaba de golfo maleante. En verano reventaba pisos desocupados y, fuera de temporada, se ayudaba con atracos a punta de navaja. A veces le detenían y a veces, no; pero si le cogían solía volver al lugar de los hechos y pinchar a quien se había chivado en lugar de dejarse robar de un modo civilizado y, como aquel que dice, democrático, pues también los bandoleros tienen derecho al honor y a la intimidad.

Jenaro se colaba en las casas y, por talento o por parapsicológicos poderes, solía acertar con pisos de menguada guarnición o con superabundancia de niños, que le iban de maravilla como rehenes. Llamaba con el ritmo de «una—copita—de—ojén» que, por lo visto, causaba confianza en las futuras víctimas, y, hala, a desvalijar después de proferir algunas metódicas y bien aprendidas amenazas.

A calles llenas, se dijo, pisos desguarnecidos, y se puso en marcha con la precisión de una compañía de la Guardia Real. Exploró las escaleras, descansó en los descansillos, que para eso están. Por fin llamó en el lugar más oportuno (una—copita—de—ojén), de donde le salió una señora tristona y ojerosa con la que se hubiera podido pintar un cuadro de La Muerte Antes de Ponerse El Maquillaje.

—Más vale que calles, hermana. —dijo en su mejor estilo de Hollywood, jugueteando con el pincho como si fuera una estilográfica.

Pero la mujer esquelética debía de ser dura de oído, porque empezó a dar unas voces que parecía imposible que le pasaran por un cuello tan delgado. El retén que, por unas cosas u otras, se había quedado en las casas, asomó por todas las puertas que daban a las escaleras, con la esperanza de entretenerse un poco y, en suma, cuando Jenaro llegó a la planta baja iba convenientemente señalado y dolorido.

—Me soltarán. Me soltarán enseguida y volveré por vosotros. —amenazaba.

—No, hombre. Si nosotros no te llevamos a la comisaría. —dijo un joven quinceañero que formaba parte de la escuadra que había rechazado el ataque.

Antes de que se diera cuenta, le bajaron los pantalones y, tris, tras, le hicieron una profunda cruz en cada glúteo; la cruz roja, como si dijéramos. Uno, más exaltado, también le quería cortar la cara pero, tras una breve discusión, la asamblea decidió hincharle los dos ojos y tirarle al arroyo para que, en soledad, meditara en los trastornos que produce la vida fácil.

Jenaro tuvo que estrujarse de lo lindo el magín para explicar en la casa de socorro las cruces culeras y, aún así, no pudo evitar que todos sospecharan que aquel era un arreglo entre invertidos con un amargo sentido del humor.

* * * * *

Había una tasca llamada La Paloma, cerca de Espíritu Santo, puritito barrio de Malasaña, en donde un tiempo hubo justa fama de comerse una sangre la mar de buena. En La Paloma, que no era la picasiana, solía reunirse lo más granado de la jet—set hampona y drogota del lugar. Eran matones a causa de una deficiente educación, superior en ocasiones, y, sobre todo, a causa del número. Dos o tres de ellos, apoyados en el quicio de la puerta, solían insultar y amenazar por turno a quienes pasaban por allí, sobre todo si eran mujeres: a grandes voces les exigían «la bolsa o una dormida.»

Era gente que de la tele veía, todo lo más, «tocata» o «a—uan—ba—buluba—balán—bambú», que venía a ser un resumen de su filosofía de la vida. Por lo tanto, no se sentían especialmente influidos por el apagón televisivo.

Sólo les había surgido una duda: si era una avería, como había dicho un ministro por no se sabía qué radio, pues muy bien. Pero si era un golpe de Estado, como había comentado más de uno, los militares no se andarían con chiquitas: ellos eran, sin género de dudas, la vera inseguridad ciudadana con patas; una inseguridad algo piojosa, pero la mejor descubierta hasta entonces, y bien podía suceder que se dedicaran a cazarlos, que es manía que aqueja a todos los totalitarios.

De todas formas, empezaron a emborracharse y a cantar para espantar sus males, y cómo lo harían que hasta el tabernero, que estaba asustado desde años atrás, puso reparos. Para castigar su grave indisciplina, empezaron a romperle el mobiliario y las botellas. De paso, le sacudieron a él con una frasca en la cabeza y le rasgaron las ropas a una cuñada.

El hombre, herido y algo resentido por el trato, salió dando voces y, como la calle estaba concurrida, un vecino aportó una escopeta y largó los dos cartuchos hacia el interior sin hacer más preguntas.

Más gente llegó y, gracias a eso, empezaron a darse cuenta de que tenían acorralados a los matones. Comenzaron, pues, a pedir escobas y a aprovechar las patas de las sillas que los bárbaros habían tirado por las ventanas. Armados convenientemente, dieron una carga que ni la Legión en Badajoz. La primera línea de defensa de los hampones fue rebasada al instante, y los supervivientes, refugiados tras el mostrador, no tardaron en ceder el campo con grandes quebrantos.

El barrio, humilde y largamente sangrado, se estremeció con los ruidos de la batalla. Vecinos excitados empezaron a hacer levas masivas de voluntarios. Con la boca llena del sabor de la primera victoria, enardecidos, empezaron a recorrer tascas y tugurios como un ejército justiciero. Alguien, más soliviantado, daba el toque de ataque con su armónica.

Como entre el enemigo había corrido la voz y se procedía a reunir a las unidades dispersas, se acabó dando una batalla campal cabe las puertas del cuartel de Monteleón, en la Plaza del Dos de Mayo, quedando el campo cubierto de contusionados con y sin cresta. Pasado el ardor del combate, el vecindario se puso a recorrerlo para reconocer, entre las víctimas, a los más odiados. Si esto sucedía, no era raro que el reconocido se ganara alguna patada de propina, práctica poco caballeresca, pero, sin duda, muy útil para escarmentar definitivamente a los sinvergüenzas.

* * * * *

La policía que, aunque acuartelada, seguía sin ser tonta, había enviado a algunos escuchas y transmitido, por el conducto reglamentario, que había disturbios callejeros, jarana de arte mayor, jolgorio quizá sangriento: pura tradición centenaria tratándose del barrio del que se trataba.

Los conductos reglamentarios, a medida que se hacían más altos, más noticias así tenían: la gente, sin tele, parecía mucho menos dispuesta a aguantar según qué cosas y, si la policía no volvía a las calles con urgencia, las escaramuzas podían convertirse en motín, cuando no en puro Calatañazor lleno de Almanzores tocando tambores.

—El ministro está enterado. —decían los últimos escalones de aquellos conductos reglamentarios— El ministro lo sabe. Sin embargo, no conviene diseminar la fuerza, dados los últimos acontecimientos.

— ¿Hay últimos acontecimientos? —los últimos acontecimientos, ya se sabe, se llaman así porque suelen ser los más graves.

Por ejemplo, los diputados de las comisiones de las Cortes, tras largo aquelarre, habían decidido forzar la centinela y salir «a como hubiera lugar», con tal de que el lugar fuera la calle libre. Los policías, que tenían el deber de impedirlo, lo habían evitado con algún mal modo, pues temían que los soldados estuvieran allí con el decidido objetivo de secuestrar a una buena parte de la soberanía popular hecha carne.

El teniente de la PM, al ver los tirones, pensó que eran los policías nacionales los que, como sospechó desde un principio, tenían retenidos con fines golpistas a los diputados. Henchido de fervor constitucional, dio la voz de carga y allí comenzó la batalla de porrazos: porras color cuero contra porras blancas; gorras contra cascos. Y, en medio, diputados que cacareaban y corrían con rumbos erráticos entre los contendientes. El público, al comprender que no estaba en peligro, aplaudía o silbaba según las preferencias de cada cual.

Un guardia semipesado, lento pero de buen material, había pillado a un diputado por el faldón de la chaqueta y, en el tumulto, vengaba secretos agravios y, quizá, algunas discrepancias ideológicas. Junto a una columna, el capitán de la policía y el teniente de la PM parlamentaban a gritos: ambos defendían a los diputados de un presunto secuestro, pero sus señorías se estaban llevando una soba de palos como no recordaban los anales desde Viriato.

Sargentos, desde los coches respectivos, hablaban con las respectivas bases. Tendían a retransmitir el conflicto como un partido de fútbol: «Al Primero Carro le dan en la cara. ¿Le han dado? Sí: parece que escupe un diente. De momento nadie hace uso de las armas de fuego.»

* * * * *

Donde sí empezaron los tiros fue en Prado del Rey, cuando llegó la columna de policía después de que la guardia civil hubiera tomado posiciones. Unos y otros tenían el deber de defender la tele, pero eso, claro, no lo sabían los unos de los otros, así que abrieron fuego poniendo ritmo de tambor a la noche primaveral.

Como se tiraban desde lejos y a oscuras, tras el primer encuentro no hubo siquiera heridos, y ambas fuerzas aprovecharon para interpelarse por los megáfonos:

—Entréguense. —se decían mutuamente. —Cualquier intento por su parte está condenado al fracaso.

Más tarde ya se hablaban de tú:

— ¿Quiénes sois?

—La guardia civil.

—Pues cuidado, que las carga el diablo. ¿Qué hacéis aquí?

—Tenemos orden de defender televisión de cualquier intento de ocupación.

—Nosotros también. Del ministro. Vamos a acercarnos.

—Y una leche. —todo el mundo sabe que los golpistas pueden mentir al amparo de la noche.

Tiraron unos y otros al aire. No se querían hacer daño en realidad: allá los ministros con sus órdenes, pero los guardias civiles jurarían que los que les llegaban eran golpistas, y los policías, igual. Así se lo comunicaron ambos a sus respectivas bases. La guardia civil ha ocupado televisión, dijeron unos. La policía nacional está intentando ocupar la televisión, fue la versión de los otros.

Mientras esto duraba, los técnicos que buscaban la avería se refugiaron en el bar, donde ya estaba el resto del personal tomando copas y aprovechando las vacaciones inesperadas. No estaban asustados y, sólo unos pocos, preocupados. Fuese lo que fuese aquello, por la mañana algunos perderían sus cargos y, si por casualidad era un golpe de Estado, entonces la cosa sería muy grave para un buen puñado de caciques, empezando por el director y su consejo de comisarios.

A todo eso, el director consiguió hablar con La Moncloa. Las centrales estaban aún bloqueadas por las llamadas, pero la línea directa que instaló el vicepresidente en su anterior ocupación del poder todavía funcionaba como en los viejos tiempos:

—Es cuestión de vida o muerte arreglar esa avería. La gente está extraña y empieza a haber tumultos callejeros. Es urgente explicar a la nación que no pasa nada.

— ¿De verdad no pasa nada? —el director, con varios años de contaminación política, tampoco confiaba en sus mandos y consideraba, además, que aquella era una actitud salutífera.— Aquí fuera dos grupos se están disparando y mi gente no se atreve a trabajar mientras hay tiros.

— ¿Han ocupado ya las instalaciones?

— ¿Quiénes tienen que ocuparlas? —preguntó el alto cargo, a lo gallego.

—La verdad es que no lo sé. Tengo entendido que os enviaban una guardia. Puede tratarse de una confusión.

—Seguro, pero disparan.

* * * * *

El ministro de defensa se había reunido con los Jefes de Estado Mayor y procuraba analizar la situación. El Ejército, según le avisaban, permanecía, disciplinado y fiel, en los cuarteles, listo para intervenir si hacía falta.

— ¿Hace falta? —preguntaba el ministro a sus generales y a su conciencia.

La situación era sencilla, si se la analizaba bien: se había apagado la tele, cosa que hizo dispararse el síndrome de Tejero. Los políticos miraron debajo de las camas y por encima del hombro. Los militares, como un solo hombre, acudieron a los cuarteles, por si las moscas. A fin de cuentas, una nación no se queda sin televisión por las buenas.

—Televisión sigue sosteniendo que se trata de una avería.—repitió el ministro una vez más.

—Pero en estos momentos se dispara en Prado del Rey. —le advirtió el Prejujem.— Nuestros hombres han rechazado a una unidad de la policía nacional que pretendía ocupar las instalaciones.

— ¿Qué pasa en el resto de España?

—La gente ha acudido a sus unidades y aguarda. Parece ser que en Barcelona se está emitiendo ya por el Canal 3; barbaridades separatistas, claro. Hay algo de tumulto en las calles.

En Barcelona, como en Madrid y en tantísimos otros sitios, la gente había salido a recuperar las calles y había rescatado Las Ramblas a costa, eso sí, de algún enfrentamiento que otro. Algunos habían ido a pegar gritos frente a la Generalidad y otros se habían adentrado por Conde de Asalto, hacia el corazón del Barrio Chino, escarmentando a los hampones con ciertos métodos eficaces.

En los estudios de Televisión Catalana no había ninguna avería, de manera que prepararon los programas grabados para el día siguiente y ofrecieron a Madrid emitirlos para llenar el hueco nacional. Madrid, por tozudez o por desconfianza, se había negado, de manera que quedaron sólo con su TV3, que no satisfacía más que a los socios con carné de Convergencia y Unión.

En la Generalidad, como en otros lugares importantes, se seguía con cuidado la crisis, porque crisis era. Sociólogos catalanes habían sido llamados a consulta por el Gran Autónomo y se habían puesto a hablar largo y tendido, en autonómico—normalizado, de los mass—media, en su lenguaje más o menos críptico de cátedros infatuados.

—Peró deixem la te ria: qué pot passar aviat?. —preguntó el presidente, llenándose la boca con el acento de su tierra natal.

Muy sencillo: aquellos doctos varones, criados con butifarra y mongetes desde su más tierna edad para que pudieran ser depositarios de la cultura catalana, dijeron que el Estado Central era un trípode que se sostenía, exclusivamente, en la información, en los partidos internacionales y en el dinero, o sea, las pelas.

—El taburete, oi,—resumió el catedrático que se llamaba Tututau y cargaba con su cruz como un hombre.— ha perdido una pata: la información masiva. Y se cae, apa.

Al «President» le gustaba la idea. Comprendía muy bien que sin dinero no se podía hacer nada, pero, si sus técnicos le decían que tampoco sin información, su cándido corazoncillo se mostraba dispuesto a creerlo.

—Los gobiernos modernos —le dijo otro— no son carismáticos. La gente se acostumbra a ellos, pero no los sostiene: los alimenta.Si la gente deja de creérselos a causa de que la televisión no funciona, recupera la libertad y el criterio y, entonces, puf

«Puf», según el contexto de la frase, quería decir que el gobierno se desvanecía en el aire como el conejo de un prestidigitador.

Los más exaltados hacían fuerza para que el Sumo Autónomo, cual Maciá redivivo, proclamara L'Estat Catalá. Ahora o nunca, porque el gobierno central, sin tele, ya no era gobierno: había caído víctima de un golpe de Estado tecnológico, de una avería electrónica. Al «president» le gustaba oír estas cosas mientras acariciaba con una mano sueños imperiales hermosísimos, casi napoleónicos, y con la otra, la calva, recalentada por su fricción con tan importantes ideas.

Los correspondientes espías habían avisado ya al Delegado del Gobierno y Virrey de Cataluña de lo que se guisaba en aquella olla que era la cabeza del «president». El delegado había transmitido su preocupación a Interior e Interior a La Moncloa, donde la situación empezaba a hacerse muy difícil: el Tío Pepe estaba a punto de acabarse y el jamón recién empezado había salido más salado de la cuenta.

—Oye, tú: eso de que el Estado es un taburete, ¿crees que es verdad? —preguntaba el presidente, ansioso por mejorar su cultura.

—Estos catalanes tienen vista de águila. Si dicen que es un taburete, sus motivos tendrán.

—Y se le ha quebrado la pata de la información. ¿Qué pasa que no arreglan de una vez la tele?

—El director de RTVE dice que sus técnicos han dejado de trabajar, si es que lo hacían, a causa de los disparos. Piden ser evacuados, porque son personal civil.

—Cobardes, gallinas. Son capaces de quedarse quietos mientras el taburete se tambalea. —dijo el presidente mientras su hermosa cabeza correteaba, como la bola de una ruleta, por todas las desagradables noticias: Cataluña, las Cortes, los motines, Prado del Rey...

— ¿Y qué coño hacen los vascos? Porque si esos se enteran de la teoría del taburete, aquí se lía una muy gorda. ¿Por qué demonios no hay, entre todos, un técnico que entienda donde está la avería?

Aquella era una pregunta que tenía muchas respuestas; partidistas algunas; tecnológicas otras, y ya no era tiempo de llorar sobre la leche derramada, sino de tomar decisiones en lugar de rábanos por las hojas.

* * * * *

Al capitán general de Cataluña también le habían informado sus correspondientes espías de la teoría del taburete que corría por la Generalidad. Ciertamente, sin información trucada, ¿quién se sostiene en la silla de mandar? Por eso estaba reunido con el general jefe de tropas y con el estado mayor en pleno:

—La cosa es como sigue: El ministro me llama a Madrid, se ve que no le basta con jorobar a la «cúpula». El «president» anda pensando en proclamar el «estat catalá», porque su televisión autonómica sí funciona y eso, mañana o pasado, cuando pite la de Madrid, puede costar sangre. Hay disturbios callejeros y el delegado del gobierno ha retirado a la policía de la calle, salvo ese grupo que vigila Capitanía, detrás de las palmeras de enfrente. Se creen, como en todas partes, que los militares nos hemos embarcado en un golpe...

—Golpe de timón. —le corrigió el jefe de estado mayor, para evitar que mentara a la bicha del golpe de Estado.

— ¿Conviene que deje la región? —planteó el capitán general.

Resumió él mismo la cuestión:

—Si la dejo y se proclama el loco «estat catalá», ¿quién será el responsable de lo que venga después?

Era casi evidente que el capitán general no sólo no debía irse, sino cercar la plaza de San Jaime, con el gobierno autónomo dentro, y hacer que se olvidaran todos de la teoría del taburete.

—Un poco fuerte, ¿no? Luego serán los de Madrid los que nos corten la cabeza.

—Tanto si voy como si no voy, la tengo en el aire. — gruñó el capitán general.— Creo que Primo de Rivera tuvo un dilema parecido aquí mismo.

—Sí. —dijeron todos.— Parecido y, también, sin televisión.

* * * * *

Desde que se apagaron los televisores había división de opiniones en las centrales sindicales. UGT pensaba, sin apenas fisuras que no pudieran acallarse, que la reacción se había puesto en marcha. Apagar las teles, ahora que las teles eran propicias, había equivalido a callar la voz del pueblo, la voz de los doscientos mil militantes de UGT—Psoe, que eran más representativos que nadie.

Los más radicales, esos que acusaban al PSOE de ser de derechas y de estar en manos de burgueses, banqueros y multinacionales, opinaban que el gobierno mismo había dado a la clavija de desconectar el Pirulí para boicotear la festividad del uno de mayo. Pero pronto tuvieron que callarse ante este argumento contundente:

— ¿Y si así fuera, qué? Es el único socialismo que tenemos, con paro o sin uno de mayo. Nuestra obligación es apoyarle si no queremos que ganen las derechas. Hagamos una manifestación contra el golpismo.

— ¿Ahora?

— ¿Estás loco? ¿Ahora que no sabemos si hay golpismo de verdad? Dentro de tres o cuatro días, cuando todo haya pasado. Ahora nuestra gente no se echa a la calle, salvo los de pago.

—Claro: por si las moscas.

—Moscas, o tanques.

* * * * *

En Comisiones, en cambio, las cosas no rodaban de la misma manera y, a causa del discriminadísimo reparto del patrimonio sindical, de las conversaciones bufas después de la Huelga General, de los embargos de sus cuentas corrientes por deudas y de las trampas en las últimas elecciones sindicales, en la sede central nadie dudaba de que el gobierno, después de haber descubierto a un primo lejano del Movimiento, perseguía cargarse la fiesta obrera del primero de mayo y optaba por silenciarla con su pseudo—avería de tele para no cargar directamente con las responsabilidades.

—Primero nos dicen que el terrorismo prepara algo gordo y, luego, nos desenchufan la tele: aquí paz y después, gloria.

Lo del golpismo, en el que algunos habían pensado, no se lo tomaba nadie en serio. Los golpistas, de haberlos, estarían echando proclamas y hablando de salvar a la Patria. ¡A otro perro con el hueso! Así que, con toda urgencia, decidieron aprovechar al personal pegacarteles y pintapancartas, usar el teléfono sin miedo a las facturas, y manifestarse.

— ¿Dónde?

—En la Puerta del Sol, primero; y, luego, a La Moncloa, a ver si se preocupan cuando sepan que les hemos descubierto.

Por eso cuando Chop, el corresponsal del Luxemburger Wort— La Voix de Luxemburg, llegó con José Luis a las inmediaciones de la Puerta del Sol, se encontró con la manifestación que se estaba formando y que ya gritaba enardecida: «Dimite, embustero, te vemos el plumero». «Psoe, ladrón, es nuestra celebración». Y lo de «Socialistas, burgueses, os quedan pocos meses».

Los paseantes se reían mucho y aplaudían según qué gritos. El ambiente era de felicidad hasta que pasaron por allí cinco vehículos militares camino de las Cortes, donde se estaba ya repartiendo estopa.

Frente a ellos se despertó el ramalazo pacifista de Comisiones, cuyos manifestantes decidieron no dejarles pasar y, para colmo, se subieron a los camiones.

Chop vio como el oficial titubeaba tras el parabrisas del primer coche: no debía querer usar la fuerza, pero, si no lo hacía en aquel momento, quizá no pudiera más tarde. Una papeleta que Chop no quisiera tener que resolver. El oficial salió, por fin, y se subió a la cabina, sólidamente asentado sobre sus piernas abiertas:

—La policía nacional —gritó— está atacando el Congreso. Dejadnos pasar, porque vamos a salvar a la Democracia.

—Nosotros también. —dijeron los manifestantes. Y todos partieron calle abajo.

—Esto es una revolución, Gosé Luis. —dijo Chop

— ¡Qué va! Ni llega a algarada. Cada día suceden cosas así en España.

— ¡Viva el Ejército! —gritaba la turba enardecida mientras el oficial, sentado sobre la cabina, daba la orden de marcha.

No era una noche de San Bartolomé, porque nunca hubo suficientes hugonotes en España, pero, de todas formas, era una noche de bigote.

* * * * *

Mucho antes de que la televisión se desconectase, en un discreto pisito de Madrid se habían reunido Txema, Jon, Kepa, Patxi y Amaya, muy dolidos y escamados por la descarada «instrumentalización» que había hecho la tele de su arriesgada situación. Según ellos, no era justo que se les usara para asustar a la gente: ¡Que viene el Comando Madrid! ¡Que viene el lobo! Como si ellos estuvieran allí por gusto y no cumpliendo una misión de guerra, de guerra total contra el opresor maketo.

Sabían de sobra los cinco que las conversaciones estaban llegando a un punto positivo. Que se cedería, por goteo, en toda la Alternativa KAS: de lo contrario no se les habría ordenado suspender las acciones en curso. Pero nadie les había avisado de que se fuera a hacer pública burla de ellos para fortalecer la postura del gobierno, que pretendía presentar la cesión al KAS como un éxito antiterrorista.

Ellos eran gente de acción, los terceros del Comando Madrid, quizá los últimos de la gloriosa unidad. Se atenían a las órdenes por pura disciplina, aunque ello significaba servir de mofa y hacer de asustaniños. ¡Vaya bazofia!

Lo que no habían sabido, hasta que llegó Kepa herido en una pata y en sus nobles sentimientos después de recorrer más de cuatrocientos kilómetros, era que la noticia de temerse un atentado terrorista en Madrid era mucho más que eso. Kepa se jugó la piel y se llevó un tiro en el muslo por ponerles sobre aviso: el gobierno, que ya había retirado a bastantes unidades de Vascongadas, permitiría la autodeterminación por referéndum si primero ganaba las elecciones y si, después, el referéndum vasco consagraba la unidad en la corona, aunque eso equivaliera a la independencia de facto, sin represalias. Pero exigía también, para enfrentar las elecciones, que el Comando Madrid cayera en sus manos al inicio de la campaña: una cabellera que lucir como trofeo.

Kepa se enteró de ello en la última reunión: el gobierno diría por televisión que se temía un atentado y horas después ellos, el comando en pleno, caerían en sus manos. El Consejo Ejecutivo de Eta había considerado positivo el canje y, a las cinco de la tarde, la policía caería sobre ellos. Les habían vendido.

Kepa, jugándose la piel, llegó a tiempo para avisarles, de modo que el anuncio del atentado que se esperaba les había pillado ya en el piso de Amaya, que no estaba encuadrada en ETA aunque colaboraba. En él no podrían ser localizados.

Rabiosos, frustrados, desengañados y asqueados, de todos modos habían enviado a Patxi para que vigilara los alrededores de su anterior escondite: les costaba mucho creer que los suyos mismos les hubieran traicionado de una manera tan vil. Patxi, para su desgracia, vio cómo la policía llegaba a las cercanías del piso, cómo tomaba posiciones y cómo, a las cinco, hora a la que el comando tenía órdenes de esperar allí una llamada telefónica, la poli entraba con todos sus efectivos.

El hecho de haber burlado una vez más, quizá, a la muerte, no les produjo alegría. En Eta se había sobrevivido hasta entonces en virtud de un serio código de honor, que los jefes habían roto por puros motivos prácticos. Así que ellos, libres de sus juramentos por incumplimiento de la otra parte contratante, se decidieron a tomar justa venganza.

Tenían varios proyectos perfectamente estudiados, capaces de ser realizados con la conocida precisión de los relojes suizos, pero se trataba, más que nada, de fastidiar los acuerdos a los que hubieran podido llegar Eta y el gobierno, así que decidieron combatir personalmente. Fue entonces cuando descubrieron que la tele había dejado de emitir.

— ¿Cómo podríamos desestabilizar de verdad la democracia? —dijeron. Y se pusieron, por primera vez, a pensar en ello y a escuchar atentamente las emisoras de la policía, enterándose de cómo se iban acuartelando y de que se temía un golpe de Estado por parte del Ejército.

Mientras esto sucedía y la tierra, impasible, daba vueltas sobre su eje, sólo los gorriones de los parques habían decidido irse a dormir. Lo demás acontecía con arreglo al juego del dominó, cuando cada ficha hace caer a la siguiente. La gente, tras sus escaramuzas con hampones, drogadictos, atracadores y matasietes, sin telediarios que llevarse al ojo avizor, tenía la sensación de haber hallado una libertad largamente perdida. Respiraba mejor y estaba convencida de que algo maravilloso e inesperado iba a suceder de un momento a otro. ¡Vaya que sí!

* * * * *

Los capitanes generales, que habían recibido idéntica orden de ir a Madrid a despachar con el ministro urgentemente, se llamaron entre sí para cambiar impresiones. En todas las cabeceras la gente había reaccionado extraordinariamente; había ocupado las calles con alegría, y los cines y las cafeterías y los restaurantes. Se podía decir que era lo más aproximado a un día feliz, mientras que los delincuentes, después de los primeros descalabros, se habían ocultado tras las puertas de seguridad de sus casas, o habían pedido asilo en las comisarías.

El personal militar, tan pronto como comprendió que sucedía algo desacostumbrado, fue presentándose de uniforme en sus destinos, y allí estaba, esperando explicaciones u órdenes. Los urgentes estados de opinión, indicaban que los militares, como la gente que paseaba por las calles, esperaban lo inesperado de un momento a otro.

El mismo automatismo de acudir a los cuarteles indicaba que todos, sin apenas excepciones, consideraron esclarecedor el silencio televisivo, quizá porque todos, desde el 23—F, habían comprendido que TVE era uno de los centros neurálgicos de la vida política española y, por lo tanto, un objetivo de primera magnitud. Mindundis existían que sólo habían llegado a ser algo gracias a la tele y, además, mucho buen español de a pie seguía considerando verdad revelada lo que veía y oía en ella.

Comprendieron que sin televisión el Sistema estaba más inerme que nunca lo estuvo, y sospecharon (bien que en silencio, por pura precaución) que aquello no era casual, no podía ser casual, sino obra de una mente bien ordenada. Así que se presentaron en cuarteles y dependencias por si estaba sucediendo lo que se imaginaban y podían ayudar a que sucediera.

Los capitanes generales tenían a su gente donde su gente debía estar; pero la tenían, también, desinformada y no poco impaciente, llamando cada dos por tres y no del todo conformes con permanecer mano sobre mano. Les habían comunicado la versión oficial de la «avería», si bien les constaba que en Madrid tampoco se la acababan de creer quienes la facilitaban.

Llegaron luego las noticias de los enfrentamientos en la puerta del Congreso y las del tiroteo en Prado del Rey, de modo que las cosas acabaron de enturbiarse y los capitanes generales se preguntaban unos a otros: ¿Irás a la reunión urgente con el ministro? A ninguno se le ocultaba que aquel era un medio fácil de descabezar a las regiones militares, y ninguno confiaba, para nada, en lo que pudiera estar tramando el poder político en su propia defensa.

—En Barcelona —se justificaba el interesado— los separatistas están revueltos.

—Pues en Sevilla los sindicatos del campo están de algarada.

—En Valencia... en Burgos... en Palma... en La Coruña... En...

Vamos, que no querían irse a Madrid. Sólo que aquello significaba rebelión, por más excusas que se le pusieran. Para paliarlo en lo posible, acordaron todos enviar a sus generales de estado mayor, con el encargo expreso de contactar con el ejército de Madrid y averiguar qué sucedía de verdad y qué parte de estos sucesos se habían planificado en el cajón de arena, porque ellos estaban tan sorprendidos y tan suspicaces como cualquier otro hijo de vecino.

En Vascongadas, según acababa de saber el capitán general de Burgos, también habían descubierto la teoría del taburete y echaban las patas por alto. Nacionalistas y abertzales, separatistas unidos, se habían echado a la calle mientras la policía, tan indecisa como sus respectivos gobernadores civiles, procuraba inhibirse bien inhibida y cedía el dominio de las calles a presuntos ciudadanos que más parecían hermanos de los pintores de Altamira, pero sin brocha.

De un momento a otro la gente avisada temía que se declarara el Estado Vasco, lo que equivaldría, durante horas o días, o para siempre, según, a la dictadura de la metralleta y del clérigo, a la extorsión convertida en Hacienda Pública y a un Nüremberg sumarísimo que podría despoblar bastantes barrios.

Siempre según el capitán general de la VI Región, parecía que el separatismo actuaba bajo el supuesto de un golpe de Estado indeciso aún en Madrid, y pretendía sacar una ventajosa postura de salida, un «fet accompli», el viejo truco del que da primero, que las da todas.

Contaban con el ejército inmovilizado, viéndolas venir o preocupándose de controlar la capital. Contaban, también, con una policía enfrentada al ejército o, como él, tratando de apostar por el vencedor. En ambos casos se consideraban los separatistas dueños del campo y andaban excitando a las turbas. Habían atacado ya las sedes de los «partidos estatales» y, dato importantísimo, se concentraban frente a Araca o al Garellano, gritando cosas de «invasores» y «fuera de aquí.»

— ¿Lo sabe el ministro?

—He hablado con Pérez Alegre, que me ha insistido en que no pasa nada, que se trata de una avería, una simple avería en televisión, y que nada ha cambiado. Hay que pasar esta noche y mañana, con la luz, todo volverá a estar calmado o, al menos, como de costumbre.

—Seguro, seguro... Pero que sepas que en Prado del Rey se han tiroteado guardias civiles y policías nacionales.

— ¿Quién es entonces el que se ha pronunciado? —preguntó el capitán general.

—No sabemos nada. Nadie dice nada. Quizá todo es un error.

—Pues si atacan uno de mis cuarteles, les voy a hacer probar una vieja medicina que me sé.

—Calla, que lo más probable es que te estén grabando.

—También se comerán las cintas si me empeño en ello.

* * * * *

En la Puerta de Sol Chop y José Luis se habían quedado de piedra ante la actuación de los manifestantes después de que el oficial, subido a la cabina y bien plantado sobre sus firmes piernas abiertas, proclamara ir a salvar a la democracia y a defender el Congreso de los Diputados. Casi sin quererlo, siguieron a la multitud como muchos otros espectadores.

Tenían miedo, ¡vaya que sí!. La inteligencia les avisaba de lo inconveniente que puede ser mezclarse en las algaradas, pero una fuerza misteriosa tiraba de ellos. Querían, sorprendidos de sí mismos, salvar también a la democracia, y eso que uno era extranjero y el otro, boticario apolítico—costumbrista, mucho más amigo del ácido acetilsalicílico que de la constitución como remedio de los males de la humanidad.

—Esto es la famosa psicología de masas. —dijo José Luis en un rapto de lucidez.— La multitud es femenina y nos estamos portando como mujeres al irnos tras de los uniformes.

—No sé tú. Yo soy corresponsal acreditado del Luxemburger Wort. —se justificó el luxemburgués.— Los periodistas nos hemos de arriesgar. Somos los novios de la muerte en las revoluciones.

José Luis se le quedó mirando, muy burlón. Chop apenas tenía cuarto de bofetada y, además, el muy asno se olvidaba de que no estaba en el Gran Ducado, ese sitio que aclamaba a los alemanes o a los aliados, según les liberaran unos u otros. Para él los españoles eran un pueblo amable y sonriente, alegre aunque un poco primitivo, y, según sospechaba, la supuesta fiereza del español era un mito: como el de Don Quijote, pero sin caballo.

En opinión del luxemburgués los españoles eran bebedores de vino, contadores de chistes, campeones de hablar al revés, por el placer de ser contrarios, y sin separar las palabras para que cada cual las entendiera a su gusto. Según las lunas, preferían ser el reverso: trágicos, directos frisando en la grosería y arrepentidos. Pero incapaces de hacer una revolución o de hacer media, por falta de constancia: estaba seguro de que una revolución les aburriría mucho antes de llegar a cuando hay que cortar cabezas.

José Luis seguía también a la turba, pero mucho menos tranquilo acerca del carácter colectivo de sus compatriotas. O él había leído mal la historia o esas alegrías vitivinícolas y esos sarcasmos venían entreverados de crueldad, que puede ser la maldad de los volubles, la maldad de quien no es malo de corazón pero, de todas formas, es un exagerado.

La marcha aceleró en los últimos doscientos metros, cuesta abajo, de manera que todos llegaron corriendo al Congreso, donde guardias y PM estaban ya desganados, a punto de dejar correr el lío y dejar correr a los diputados, que buscaban la salvación en la huida. Al ir lanzadas, y con tanta inercia, las primeras líneas de manifestantes se llevaron algunos porrazos no destinados a ellos y, como cuando llueve, llueve para todos, se añadieron a la refriega justo cuando los primeros combatientes estaban ya cansados. Esto hizo que, en un Jesús, rebasaran las débiles defensas y se colaran en el llamado Palacio de Las Cortes, uno de cuyos presidentes históricos había dicho que era la casa del pueblo en una especie de visión profética.

El pueblo, pues, entró en su casa pegando gritos, tiró algún mobiliario, la estatua de Isabel II y alguna cosilla histórica más y, enseguida, dio con el hemiciclo. ¡Qué placer poner el culo proletario o mediopensionista en donde lo ponían sus legítimos representantes!

Cuando José Luis y Chop consiguieron entrar allí, más de setecientas personas tenían escaño y casi mil se repartían entre los escalones, las tribunas y las barandillas. Un tipo, colocado tras el atril de los oradores, hacía reverencias a otro que, en el lugar del presidente, aporreaba la mesa con el martillo a ritmo de mambo.

—Propongo a sus señorías —empezó a decir— que bajemos los impuestos, la gasolina, el pan, el vino y las putas finas.

(Aclamaciones variadas con algún chiste de urgencia)

—Y, también, que el presidente se meta el martillo donde le quepa.

(Unanimidad, aplausos, pataleos y berridos)

—También propongo, si no es mucho pedir, que declaremos que el tabaco es cojonudo para la salud, y que vendamos este casón y nos repartamos los cuartos. El patrimonio sindical, para los sindicatos, pero el patrimonio político, para los votantes.

Los soldados de casco blanco habían empezado a asomarse por los laterales, pero venían pacíficos y como dispuestos a atender al discurso chusco: en la medida en que eran pueblo, sentían por el estilo. El teniente golpeado de la primera sección de PM le confesaba al capitán recién llegado con los refuerzos:

—Podía haber sido mucho peor, ¿no?

—Además —dijo el segundo—, el pueblo ha ocupado el Parlamento y ni aquí ni en Roma podrán decir que no es democrático eso.

—Sí, pero habrá que esperar a que se cansen y se vayan. Si empezamos a repartir ahora, se caen las paredes. Aquí nos matamos todos.

Uno de los dos salió para dar las novedades por radio. El otro se apoyó en la pared y se puso a fumar con toda su santa paciencia.

—Periodista. —le dijo Chop sin poder reprimirse.— ¿Qué piensan hacer ustedes, los militares?

El capitán le miró, dudando entre enfadarse o reírse:

—Esperar a que termine la película, apagar las luces y cerrar la puerta.

—Ah. —respondió Chop, sinceramente admirado por la filosofía castrense. Con aquel espíritu los españoles habían conquistado medio mundo: algo tendría que a él se le escapaba.

—Propongo —decía un diputado popular desde su escaño— que las sesiones de los jueves, como hoy, se abran con bailarinas.

—Bailarinas, bailaoras, bayaderas y coristas.— concedió la presidencia.

—Y media botella de moriles para cada uno.

* * * * *

José Luis consiguió, por fin, llevarse a Chop de allí. En las escaleras, y junto a los leones, ciudadanos de paisano y de uniforme se lamían las heridas. La cara de uno de ellos, despeinado y con un ojo algo descolocado, les chocó. Chop, siempre periodista, le preguntó si era Rodríguez del Pombollo, diputado socialista.

— ¡Chis! —hizo el diputado. Luego pareció recordar el acento extranjero de Jacques Schopenhauer de alguna otra ocasión, y dio rienda suelta a su curiosidad:— ¿Qué ha pasado? ¿Quién va ganando?

José Luis hubiera querido decirle los resultados de los últimos partidos de fútbol, pero se contuvo al comprender que aquel pobre diablo andaba lejos de cualquier tipo de interés deportivo: no sabía qué demonios pasaba. Claro que él tampoco y, encima, se había metido en medio del fregado. Chop también tenía dificultades para responder a la pregunta, así que dijo cuanto sabía, sin adornos:

—Se han apagado los televisores.

Rodríguez del Pombollo se hizo cargo de la situación con rapidez:

— ¿Y quién gana?

—No se sabe todavía. —respondió José Luis.

—Pues este cura no va a quedarse para averiguarlo. — prometió el diputado, disolviéndose en la noche. Sólo una mano volvió a materializarse por un instante y dejó caer una tarjeta: era el carné del partido. A partir de aquel momento, en cualquier dimensión en la que estuviera, aquel Rodríguez había roto con el pasado y, seguramente, empezaba a aplicar su entendimiento en la búsqueda de la mejor fórmula para hacerse transparente.

Era muy temprano. Condenadamente temprano para la de cosas que habían sucedido a la carrera. Chop se dio cuenta de que todavía estaba a tiempo de transmitir, con su telefax, una crónica de urgencia a su periódico centroeuropeo, bilingüe y de semi—derecha.

José Luis, que era hombre familiar, quería regresar con los suyos, atrancar, quizá, la puerta, y esperar el amanecer. Como primera experiencia revolucionaria, tenía bastante; y, aunque todo iba resolviéndose con chichones y abolladuras sin importancia, en algún momento podrían empezar los tiros, porque España llevaba dieciséis años embotellada, acumulando gas como el champán. Pero no quiso dejar solo a su cándido extranjero, que seguía viendo el follón desde la barrera, sin comprender que también estaba en el ruedo, de manera que hizo de lazarillo y le acompañó a su casa.

Pero no estaba escrito que se dijeran adiós todavía. So pretexto de un trago medicinal, para pasarse las emociones del corazón a las tripas, acabó escuchando con Chop el contestador automático que convocaba a Jacques Schopenhauer, corresponsal de Luxemburger Wort, a una rueda de prensa urgente que tendría lugar en La Moncloa a las diez y media, o sea, a las veintidós treinta.

El gobierno, que también había comprendido que al Estado Taburete se le había partido la pata de la televisión, quería encolarla con el uso masivo de la prensa y de la radio. Lo malo —pensó José Luis— era que la gente seguía zascandileando por la calle sin oír la radio y que, hasta por la mañana, a nadie le daría por comprar periódicos. Quedaba toda la noche en blanco y podía dar mucho de sí.

Los pensamientos de Chop iban por otro camino. El pico de su robusta nariz de sanguíneo brillaba como un semáforo: la emoción, pese al coñac, era cada vez más intensa. Escribía en un impreso de su periódico una acreditación de fotógrafo para José Luis: quería pagarle todos los favores recibidos durante su estancia en España, desde que le conoció al ir a comprar un laxante, y le facilitaba una invitación oficial para un verdadero evento histórico.

—Será —dijo, redondeando su opinión— como hacerle una entrevista a Luis XVI.

—No seas bárbaro.

— ¿Acaso no acabas de ver cómo se tomaban las Tullerías o cómo se proclamaba la Asamblea.?

José Luis, había visto, sobre todo, unos clásicos rasgos de la vena sarcástica y bufa de los españoles, pero a un semi—alemán es difícil explicarle lo que es humor y lo que no es broma. Ir a La Moncloa no era una broma. Reconocía, porque no había más remedio, que el gobierno tenía un mal día, pero que muy malo: debía tratarse del mal fario que venía persiguiéndole desde el principio de la transición.

Una vez que razonó que, ante el gafe del gobierno, lo mejor que podía hacer era irse a casa y esperar, acabó tomando la acreditación de fotógrafo del Luxemburger Wort —que casi sonaba a tienda de hamburguesas— y la máquina fotográfica de Chop. Cuando dispusiera de todo un equipo de nietecillos, los iría sentando, por turno, sobre las rodillas, y les explicaría: «Aquella noche yo estuve en La Moncloa: por aquí me entró la bala».

* * * * *

El diputado Alvarez Ardite, el marido de Laurita, consiguió salir con bien de la Batalla del Congreso. Un guardia le había perseguido por las escaleras durante breves segundos, con la luz de la locura brillando en sus ojos, pero Alvarez Ardite, en un quiebro, consiguió mezclarse con la multitud que contemplaba la refriega.

—Por poco. —le dijo la multitud cuando se confundió con ella.

—Por poco. —confirmó Alvarez Ardite tirándose del cuello de la camisa.— ¿Qué sucede exactamente?

La multitud más próxima se encogió de hombros, manifestando que le importada un ardite, aquel mismo, la causa profunda de los sucesos. Ella estaba allí para ver cómo los diputados padecían las excelencias del sistema que se habían dado a sí mismos.

Pero Alvarez Ardite tenía sus propias sospechas: sabía que la televisión había enmudecido y sabía que las policías, nacionales y militares, estaban dirimiendo una cuestión de importancia, ambas fuerzas empeñadas en controlar el Parlamento.

En estas circunstancias, un diputado que ha votado una y otra vez los presupuestos generales, sabe que el pueblo puede sentir involucionismos y, equivocadamente, sacudirse dieciséis años de transición y convivencia.

Dotado de los reflejos imprescindibles para su profesión, se desprendió de la corbata, se convirtió en pueblo llano y empezó a buscar un taxi libre. Podía acudir a Radio Televisión, donde estaba su puesto de combate, y podía encaminarse a casa, donde estaban sus maletas, sus talonarios de cheques, sus tarjetas de crédito y Laurita.

— ¿Dónde está la señora? —preguntó a la chacha.

—Salió de compras.

Alvarez Ardite podía haberlo sospechado: siempre que regresaba a casa antes de tiempo Laurita había salido de compras. Las mujeres son así: saben mantenerse al margen de la política pero no lejos de los escaparates. Lo mejor de la igualdad de los sexos es que no existe; lo peor, la propensión a las rebajas.

El diputado llamó a La Moncloa, aquel refugio de pecadores:

— ¿Qué sucede?

— ¿Quién es usted?

—Alvarez Ardite.

—Sí, pero, ¿quién es usted?

—El Diputado Alvarez Ardite, del Consejo de Radio Televisión.

Aquello iluminó a la mente telefónica de La Moncloa:

—Hombre, bien: ¿Qué sucede en Televisión?

—Estoy en casa. No sé nada.

—Pues hemos oído que hay tiros allí. Vaya y entérese. Luego nos lo cuenta.

Alvarez Ardite, ligeramente congelado, colgó. ¿Dónde había dejado él las maletas grandes?

* * * * *

El general Pérez Alegre iba absorbiendo información con la precisión de un notario y, aunque toda ella era muy grave, canturreaba in mente, con una sonrisa en los labios. La tonadilla que más se le venía a la cabeza era retreta, por alguno de esos misterios psicológicos que hay que llevar barba para descifrar: Ta,ti, roriro, ta, tiroriro, titi, titi, ta, tararata, titi, titi, ta...

Con la información en cuestión, sólo una cosa quedaba absolutamente clara: la casi perfecta desorganización del Estado de las Autonomías, que crujía y se tambaleaba al primer airecillo. Tendía el general a creer que, en efecto, lo de la televisión había sido una complicada avería que, como todo en aquella tierra de esperpentos, se politizó rápidamente. La nube de mentiras podía mantener la inquietud golpista. El hecho de ser víspera de fiesta marxista y la alerta pública sobre el terrorismo, habían tenido (junto con diecisiete o dieciocho años de despiste administrativo) la culpa de que las cosas llegaran tan lejos.

De todas formas, una noche sin televisión había hecho más estragos que la Brunete con todo el material en la calle, pero no sobre la población, sino sobre la aristocracia administrativa que había ocupado el Estado. El, quizá, pudiera deshacer el enredo con sólo interpretar la información, pero la interpretación incluía hacer una severa crítica al gobierno, lo que le valdría el cargo y alguna cosilla más.

Podía, también, inhibirse, que es palabra de éxito democrático, y dejar que el sino se cumpliera, cualquiera que fuera su final previsto. Por último, podía ordenar la información y pasarla en su momento, gota a gota, en un crescendo, a ver qué tal resistían las sorpresas el ministro y el resto del gobierno, que estaban pasando, pobretes, un mal trago.

Cuando le dijo al ministro que PM y policía nacional se estaban enfrentando en el Congreso, el político ordenó que llamaran al secretario de Estado para la Defensa, pues sintió la urgente necesidad de derramar algunas lágrimas sobre un hombro amigo; pero ni el teléfono de su casa ni el de su chalé contestaban: o estaba de parranda como el resto de los españoles, o no le daba la gana de escuchar malas noticias.

Cuando Pérez Alegre regresó para comunicar el infructuoso resultado, aprovechó para informarle escuetamente de que guardia civil y policía nacional se habían tiroteado en Prado del Rey, aunque todavía no se conocía el parte de bajas. El ministro dejó correr una mirada vagabunda por la Jujem en pleno y, a pesar de las gafas centelleantes, se le notó en los ojos que no se fiaba de los cuatro generales de la cúpula y tampoco del que le daba la noticia.

—Que venga inmediatamente el subsecretario. Localícelo. —el ministro ya no estaba en absoluto seguro de tener bajo control a su propio ministerio. Quizá, se decía, las bufandas no habían sido lo bastante sustanciosas. Quizá alguno de aquellos, —pero,¿cuál?— se había enterado del pacto con la Eta. Quizá, simplemente, se habían dado demasiada prisa en las reformas, o demasiado poca en la depuración. No lo sabía.

Pérez Alegre volvió a entrar poco después. El subsecretario estaba también ilocalizable, pero lo más grave era otra cosa: le alcanzó unos télex descifrados ya. El capitán general de Cataluña no puede venir, pues observa intentos desestabilizadores por parte de la Generalidad. Algo por el estilo dice el capitán general de Burgos. Hay grupos amenazadores en Araca, frente al Garellano, y los ya habituales delante del gobierno militar de San Sebastián.

Apenas el ministro había tomado contacto con aquellos papeles cuando el general ya volvía a entrar con otros nuevos: el resto de los capitanes generales aducían excusas de peso para no acudir a la llamada del ministro. Para cada uno de ellos, la grave situación en sus regiones militares hacía desaconsejable el abandono del despacho.

O sea, que se le estaban plantando. Las razones que daban podían ser verdaderas, pero no eran la verdad. Se le plantaban en conjunto, pero después de haber hablado entre ellos largo y tendido. Y lo peor era que él no tenía ningún medio para forzarles. Si tiraba demasiado de la cuerda podía romperse: ya había visto algunas miradas difíciles en el Prejujem, y el general que le acababa de dar la noticia le contemplaba como si el político fuera una pieza de museo depositada en una vitrina.

Ladino como era, el ministro disimuló y dio por buenas las excusas. Encima, probó a sonreír y, aunque el resultado fue una mala imitación, intentó bromear sobre los riesgos de la libertad y sobre el pueblo español, que aprovechaba cualquier resquicio para hacer su santa voluntad, incluso en contra de sus intereses. Luego, aun sin calarse el chambergo ni requerir la espada, fuese y no hubo nada. El ministro se metía en su cubil a lamerse heridas morales y a comunicar con su principal:

—Algo —le explicó—, todavía no sé qué, está fuera de control. —era una apreciación subjetiva, sí, pero ¿qué no es subjetivo desde que Einstein inventó la relatividad? Ni la cotización del dólar.

— ¿Está revuelta la Jujem?

Ahí estaba lo malo. Nadie estaba revuelto en el ministerio. Todo iba bien. Podría decirse que el ejército se comportaba como una máquina bien engrasada, sin un chirrido siquiera: las unidades se habían acuartelado y pedían, todo lo más, información y órdenes.

—Dáselas entonces, alma de cántaro.

El ministro, que era catalán y, por lo tanto, práctico, no podía dar órdenes, según explicó, mientras no supiera lo que pasaba, y no lo sabía. Había algo, un qué se yo, una evanescente sensación, si es que el presidente sabía a lo que se refería.

—Como cuando sabes que te van a doler las muelas pero aún no sientes nada, ¿verdad?

—Eso mismo. —confirmó el ministro, satisfecho de que le hubieran captado el complicado pensamiento.— Un pálpito. Si me pongo a dar órdenes, me puedo equivocar. Es más: este es el mejor momento para que me equivoque.

—A los «cerebros» —le informó el Presidente— se les ha ocurrido un plan que no es para contarse por teléfono. ¿Quién sabe cuántas orejas mojan en lo que decimos? El Cesid husmea, como es su obligación. Pero tú tienes que dar un buen puñado de órdenes para que las unidades tengan en qué entretenerse.

Al ministro, salvo mandar que le trajeran otro café, no se le ocurría, al pronto, ninguna orden que valiera la pena y tampoco podía mandar que los regimientos se pusieran a hacer gimnasia. Se diría la imagen de un Hamlet al que Yorik comunicara que no quedaban bocadillos de calamares en la cantina de Elsinor. Dudaba. Dar órdenes podía ser equivocado, pero, efectivamente, era mucho más peligroso quedarse quieto. El curso de los acontecimientos sucedía con la fatalidad de una tragedia griega, por así decir: Edipo terminaría sacándose los ojos si no le cortaban las manos a tiempo, del mismo modo que la Jujem terminaría por darle una patada si no les suministraba pronto un buen hueso qué roer.

Aunque en sus viejos círculos conspiradores era fama que los militares, por plenilunio y en los aniversarios de grandes batallas, se entregaban a los sacrificios humanos, el ministro volvió a encerrarse, valeroso, con los cuatro generales de la Jujem y trató de verlos con ojos de hombre tranquilo. Ellos, probablemente, también le tenían miedo detrás de sus rostros de piedra.

—Señores. —dijo como haciendo tiempo, y aguardó a que la Banda de los Cuatro enderezara las orejas.

—Es del todo necesario que las dos brigadas de la Brunete salgan hacia Badajoz. La brigada de Burgos ha de subir urgentemente hacia Vitoria. La Urgel debe encaminarse a Gabá, y la Maestrazgo, de Valencia hacia Tarragona. La situación se presenta difícil.

Los cuatro generales, después de evitar milagrosamente que se les saltaran los ojos de las órbitas, guardaron un silencio que podía cortarse hasta con el cacillo de un cuchillo. Se miraron entre ellos y, luego, al ministro, pero el ministro ya se había parapetado tras la barba y dejaba que sus gafas centelleasen como las de Groucho Marx en Sopa de Ganso. Así dispuesto, aprovechaba el tiempo para maquinar nuevos y estratégicos movimientos de tropas que alucinarían a Napoleón y a Aníbal juntos.

—Es un considerable movimiento. —dijo el Jeme.

—Los aprovisionamientos, a estas horas... —añadió otro, por compañerismo.

— ¿Cuál es la misión? —preguntó un tercero.

—Disuasión, disuasión. —explicó el ministro, confiando en que la palabra fuera lo bastante mágica. Algún efecto debió de hacer, porque la Banda de los Cuatro salió disciplinadamente.

Ya en la antesala, uno de ellos, cuyo cargo callaremos para no deshonrarle ante la historia, hizo lo que los experimentados intelectuales catalanes califican como «la butifarra», especie de higa mayúscula que, según los antropólogos, consiste en doblar el brazo izquierdo por el codo, apoyar la mano derecha en el bíceps del miembro así flexionado, y balancear el conjunto hacia adelante y hacia atrás.

—El tipo este quiere desguarnecer a media España.

— ¿Se habrán levantado Valencia, Burgos y Badajoz?

—Nanay: pretende que no se levanten ni ellos ni Madrid. Y, encima, nos ha tomado por tontos de baba.

El general Pérez Alegre se acercó al Presidente de la Junta con su cara impasible en la que brillaban unos ojos como de acero inoxidable:

—Mi general: al teléfono el director general de policía.

—Será para el ministro.

—No, mi general: ha dejado muy claro que quiere hablar con usted.

—Será por lo del Congreso y lo de Prado del Rey.

— ¿A que no?

—Será —dijo Pérez Alegre con todo respeto— porque ya está todo lleno de gente ansiosa por bajarse de barco.

El almirante allí presente sonrió. Tampoco él se encontraba nada a gusto abordo. Iban sin radar ni serviolas, en plena niebla y con el timonel borracho.

* * * * *

Aunque no hable muy bien de las cantidades de fósforo que absorbieron durante la semana, hay que decir sin miedo que los pensadores profesionales de La Moncloa tardaron sus buenas dos horas en salir del letargo en que se habían sumido desde las últimas elecciones. Eran tipos alimentados con cuidado, a base de espinacas y otros menús ricos en aminoácidos, purasangres racionalistas que lo mismo resolvían una charada que encontraban una palabra de trece letras que significara «ave zancuda y semipalmípeda del lago Titicaca, que pone huevos cada tres primaveras y cuyo canto recuerda al del urogallo europeo.»

En La Moncloa reinaba un área de bajas presiones, una borrasca, un nublado espeso como el puré. Algunos de sus más acreditados y bulliciosos rincones parecían haberse convertido en una sucursal del Muro de las Lamentaciones, y era difícil andar por ellos sin chapotear en los charcos que formaron las abundantes lágrimas de cocodrilo.

El pasillo de la derecha, cuando uno ha superado las primeras escaleras, estaba afortunadamente seco. Por él se iba hacia la madriguera vespertina del presidente, aquel moderno Beau Brumel, que estaba otra vez vestido de punta en blanco y con el pálido rostro recubierto por una abundante mano de maquillaje.

No deben pensar los mal pensados que era el mismo que usó el día anterior para grabar el discurso no emitido: aquél había sido lavado muchas horas antes con agüita caliente. Se trataba de un maquillaje nuevo, sin brillo, y, todavía, sin una condenada cuarteadura. Le daba un moreno atractivo, de Hijo del Caíd al que hubieran sustituido el veloz camello por una poltrona.

Pero, ¿por qué el presidente obrero andaba por palacio como una starlette por el estudio, maquillado, retocado, peripuesto y, como si dijéramos, vertido en el interior de un lujoso traje de seda italiana? ¿Era un capricho proletario para comer tacos de jamón con aire distinguido? ¿Era una manía equiparable a la filatelia o la macrobiótica a base de alfalfa? No. El presidente, por consejo de sus pensadores, ganaba tiempo en lugar de entretenerlo.

Una vez que el director de RTVE hubo jurado siete veces siete que era una avería, que sí, que sólo una avería, los servicios monclovitas habían estado enviando, por teléfono, cuantos técnicos electrónicos fueron capaces de encontrar en los ministerios y en Telefónica. Pidieron también auxilio al personal disponible en IBM, Rank Xerox, NCR y otras industrias de alta tecnología: urgía reparar las cadenas precisamente porque eran eso: cadenas.

—La gente —le dijeron al presidente cuando se empezó a saber la aglomeración de las calles, los disturbios en el Congreso, en Prado del Rey y en las autonomías— cree que algo sucede y eso la intranquiliza. No concibe la avería. Un repetidor se puede desenchufar; puede apagarse la luz, pero, con luz y con repetidores, —dicen— si la tele no emite es porque alguien lo impide.

—Tantas vueltas para decir que creen que se está dando un golpe de Estado. —gruñó el presidente, que tampoco tenía el aspecto de un chico al que fueran a llevar al circo: con que bajaran unos dedos más, las ojeras se le meterían en los bolsillos.

—No creemos que lleguen a tanto. Más bien, como se les dijo lo del posible atentado terrorista...

Todos ellos sabían lo que había detrás de la información aquella, así que no tenían motivos para tranquilizarse con ello. Los del Comando España—Madrid, que debían de ser listos como ardillas, se las habían apañado para burlar a la policía que fue a buscarles o, quizá, el estado mayor de la Eta les había vuelto a tomar el pelo.

—Nosotros sabemos que no han sido los terroristas. — dijeron los cerebros.— Pero ellos, no. No ha sido nadie. Una avería.

—La casualidad. —añadió otro de los cerebros después de concentrarse.

—Acuérdese del apagón de Nueva York.—insistió otro más.

—De aquí a nueve meses, una nueva hornada de españolitos para Hacienda. —siguieron todos, aplicándole al presidente la clase de rueda que se hace a los toros con media estocada más o menos bien puesta.

El presidente no podía decir hasta qué punto daba crédito a esa versión tranquilizadora, porque bastante nerviosos andaban todos; lamentándose por los pasillos. El personal miraba por encima del hombro sin poderlo evitar, y cada vez que alguien arrastraba una silla, algún otro pensaba que se trataba de las cadenas de los tanques.

El presidente, pues, no lo podía decir, pero no se fiaba en absoluto de aquella avería de Televisión. La historia estaba llena de confiados que salieron malparados. Atila, sin ir más lejos, cuando creyó al Papa; Napoleón, que confió en que Waterloo era una batalla. El mismo Príamo, el patriarca bíblico, que derribó una muralla para que entrara el caballo de Troya precisamente en Troya.

No podía decir que, hasta la fecha, siete ministros aún no habían comunicado con él, tal vez por sobrecarga de la línea, pero tal vez porque no deja de ser incómodo correr a ciento cincuenta por hora y llamar por teléfono: sólo Chiqui parecía haber logrado la proeza. Treinta subsecretarios estaban ilocalizables, lo mismo que doce gobernadores civiles, veintidós miembros de la ejecutiva federal e innumerables secretarios regionales, provinciales y locales.

Los cerebros le propusieron, mientras la avería se localizaba y se arreglaba, que grabara un nuevo mensaje al pueblo español y de ahí que el presidente volviera a estar maquillado y vestido con un precioso traje de entretiempo.

—En cuanto se restablezcan las emisiones la gente debe saber lo que ha pasado.

—No se creerán lo de la avería, de todas formas. —murmuró, pesimista, el presidente.

Los pensadores, que peores ideas habían tenido, reconocieron que sí, que los sindicalistas creerían que había sido un boicot al primero de mayo. Los demás seguirían hablando durante meses de un golpe de Estado que el Gobierno, por sus razones, no había querido explicar.

—Si partimos de la base de que más del cincuenta por ciento del populacho creerá, de todas formas, que se ha dado un golpe...

—Y, como es inútil esforzarse en convencer a los mal pensados, que son legión, —siguió otro pensador— a nosotros se nos ha ocurrido...

—Que puede haber, verdaderamente, un golpe. —terminó un tercero. Habían demostrado ser un equipo bien conjuntado.

Lo más fácil, informativamente hablando, sería un poco, sólo un poquito de demagogia, convenientemente descafeinada por supuesto. Tantas horas de falta de información hacían imposible negar la versión golpista en la que la gente, de modo instintivo, había empezado a creer

— ¡Qué me vais a decir a mí!

—Pues el presidente se dirige a la nación en la primera edición y dice que sí, que ha habido un golpe de Estado pero que, gracias a que la democracia ya es un sentimiento arraigado entre los españoles...

—Incardinado en el sentir español. —corrigió el pensador literario, que conocía al dedillo, el idioma constitucional para usos políticos.

—Eso: que gracias al pueblo, y a las madres del pueblo, y gracias a todos aquellos a los que nos convenga dar jabón, ha sido controlado, dominado, sofocado y, por fin, aplastado.

—Así damos la razón al pueblo y nos apuntamos todos un tanto.

Quedaba, como pronto descubrió la afiladísima mente del presidente, el detalle de los culpables, de los golpistas. La gente querría verles para cortarles la cabeza, llenos de entusiasmo democrático, como cuando el 23—F. Al que gana, se le aclama; al que pierde, se le insulta. Con aquella mente que tenía el presidente se podían cortar pelos en el aire.

—Pues ahí le duele. —respondieron los genios, que movían los rabos como perros a punto de desenterrar un formidable hueso.

¿Acaso los capitanes generales no se habían negado a venir a Madrid? ¿Acaso la guardia civil no se había liado a tiros en Prado del Rey? Ahí estaban los culpables: se les arrestaba y se les organizaba un bonito juicio por sedición y por lo que hiciera falta. La Jujem también había sido desobedecida. Y, por si fuera pequeña la jugada, se aumentaba exitosamente la campaña contra el ejército y la guardia civil.

La democracia, a poco que uno la mirara desde el debido ángulo, podía salir fortalecida de aquella noche de final de abril. El primero de mayo, en lugar de poner las calles a merced de los costrosos sindicalistas, permitiría que las llenaran ellos con una «espontánea» y fervorosa manifestación de apoyo a la democracia. Las multinacionales y las internacionales quedarían encantadas con tan perfecta solución que, de un golpe, silenciaba al obreraje revuelto, decapitaba al ejército díscolo, profundizaba en la democracia avanzada y, de seguro, hacía ganar las próximas elecciones.

—Ma—quia—véee—li—co. —pronunció uno de los genios, como si fuera un peluquero extasiado ante su último peinado de moda.

—No está mal traído, no, salvo que...

Salvo que, de verdad, hubiera un golpe de Estado en marcha.

— ¿Por qué no han tomado entonces La Moncloa, eh? —le argumentaron aquellos implacables lógicos.

Podía haber muchas respuestas, como que La Moncloa, en silencio y con las líneas sobrecargadas, no era Moncloa ni nada: sólo un palacio más. Pero la gente no estaba para recrearse con los pesimismos: bastante de eso había en los pasillos, como ya se ha explicado antes.

Las medidas necesarias se adoptaron al vuelo: el presidente se vestiría y se maquillaría mientras la cuadrilla de genios preparaba el discurso que grabaría ante las cámaras. Si, por casualidad, tardaban un poco más de la cuenta, siempre podría el jefe del Ejecutivo evacuar alguna consulta con la Internacional y, como quien no quiere la cosa, dejarla patidifusa con la brillante solución a la crisis nocturna. Además, el portavoz del gobierno convocaría a todos los medios a una conferencia de prensa.

—El portavoz del gobierno no está en casa. —dijo el vicepresidente, que sí era bastante leal: no en vano era el segundo de a bordo por segunda vez, tanto si el barco navegaba como si decidía irse a pique con él cantando la Internacional sobre cubierta para regocijo de descamisados.

—Pues un subsecretario cualquiera de cultura. O un ordenanza. El caso es que venga aquí la prensa y, sobre todo, la radio.

Eran las nueve menos ocho minutos. A la diez y media la gente convocada podía estar allí para enterarse del frustrado golpe de Estado. Y aquí, paz, y mañana, gloria.

* * * * *

Laurita era una mujer muy sensual, pero el ministro César lo era más. Al ministro le gustaba que, en los entreactos, Laurita se moviera por la habitación: los gestos femeninos más mínimos ejercían un fuerte influjo sobre su alma viril. Le gustaba ver como ella se cepillaba el pelo doblando el cuello suavemente hacia la izquierda. Le llenaba de emoción contemplar como ella se ponía las prendas íntimas como si él no estuviera presente. Le fascinaban esos movimientos automáticos de la mujer a solas. Le daba la impresión de estar mirando por el agujero de un lavabo.

Laurita se sometía a ello porque era excitante ser admirada con tanta devoción. El ministro César no la quería, pero reventaba de admiración por ella.

—Es tan misterioso lo que hacéis las mujeres a solas. Quizá yo sea un machista, pero tengo la impresión de que las mujeres procedéis de otro planeta.

Y algo había de eso: el mundo de las mujeres era para César más inaccesible que el dossier sobre el asunto de Carrero Blanco.

—Laurita, ¿tú me quieres?

—Sí.

— ¿Por qué?

—Porque eres ministro y, además, porque mi marido, desde que descubrió la erótica del poder, se ha vuelto un tonto.

— ¿Vemos el vídeo otra vez?

Ella no respondió: se había dado cuenta de que el vídeo, para César, era una especie de cuerno de rinoceronte: un poderoso afrodisiaco. Y le gustaban los hombres bajo los efectos de los afrodisiacos porque no daban descanso a la fantasía: eran como adolescentes con la mente anegada en testosterona.

Puso en marcha el televisor con el vídeo apagado y, antes de conectarlo, César comprobó que no salían imágenes en las cadenas. Tenía que haber algún programa anestesiante, pero no: la pantalla permanecía blanca y algo temblorosa.

— ¿Qué sucede? —preguntó el ministro a sus fantasmas interiores.

—Será la antena.

Pero el ministro, aunque desconocido, era depositario de las virtudes de su gremio y llamó a su propia casa, a su mujer:

—Paquita: ¿se ve en casa la tele?

— ¿Dónde estás? —dijo Paquita, partidaria de no dar información sin recibirla.

—En una reunión. —César creía que las mentiras, cuantos más detalles aportaban, colaban mejor.— Estamos estudiando un hueco de dieciséis mil millones en un presupuesto de la Generalidad. Un follón, porque la Generalidad dice que son gastos reservados.

Paquita, se lo creyera o no, condescendió en informar a su marido, satisfecha por tener la oportunidad de alarmarle:

—Hace dos horas que todas las cadenas han dejado de emitir. La gente dice que ya no hay «cadenas» y tengo entendido que han asaltado el Congreso de los Diputados. Desde La Moncloa te han llamado bastante, y me extraña que no te localizaran en el Ministerio.

El ministro César colgó. Las hormonas masculinas, tan bien distribuidas por su organismo, empezaron a disiparse. Laurita, todavía desnuda, hizo un par de posturas por ver de restablecer la situación anterior.

—Estate quieta, guapa. Esto no es una broma.

Llamó a González Piña, director general de Cooperación Territorial. Un hombre cooperante.

—El señor González Piña ha salido de viaje hace una hora. A Francia, creo.

— ¡Adiós! —dijo César después de colgar el teléfono. Acababa de ser alcanzado, inesperadamente, por el síndrome de Tejero.

—Llama a La Moncloa. —le indicó Laurita, con una lógica excesivamente femenina.

— ¿Y si me ordenan que vaya allí, tonta? Primero hay que saber lo que pasa.

Calculó un poco sus posibilidades:

—Llama tú. Di que eres mi secretaria y que me buscas. De paso, que te expliquen.

— ¿Y luego?

—Tengo el coche abajo. —dijo César— Y he puesto gasolina esta misma tarde.

* * * * *

El alma se estremece y tiembla cuando piensa que Hernán Cortés fue un día la tenaz oposición de Moctezuma, y no tiene más remedio que reconocer no sólo que los tiempos han cambiado, sino que la oposición ha perdido casta y trapío, aunque sólo sea por haber declarado obsoletos los arcabuces. La oposición, en el Siglo XX, no hunde sus naves y se moja. De la jungla ha pasado a vivaquear en los escaños y, cuando desea insultar, dice cosas como «mi ilustre adversario es un pelín deslenguado», y se sonroja frente al propio atrevimiento.

Pero no por ello deja de ser oposición y de aspirar a ser césar en lugar del césar. Y justo es que se preocupe cuando no sólo es el césar antiguo sino el imperio todo el que se tambalea y baila como un trompo que perdiera fuerza. La oposición, llevada por sus instintos carniceros, desea acabar ella misma con el césar, pero suda y se amilana cuando sospecha que es una mano distinta a la de Bruto la que empuña la daga.

Y así queda resumido el ambiente que reinaba en el aquelarre de urgencia que la oposición había convocado en su Casa Madre, en torno a la larguísima mesa de abebay plastificado, donde todos los sillones, además de ser comodísimos, giraban a derecha e izquierda, como siempre hicieron las veletas, los taburetes de piano y los políticos democráticos del régimen de Franco.

De las otras oposiciones se sabía ya que unas habían buscado cálidas madrigueras donde esperar a que escampara, y otras, veloces aviones para, volando como espíritus, preservar la libertad del pueblo y de sus legítimos representantes. El aquelarre conocía, además, los enfrentamientos surgidos en Prado del Rey y en el Congreso, así como las últimas órdenes de movimientos de tropas dadas por el ministro.

La oposición, aunque algunos de sus miembros hubieran corrido varios kilómetros sin apenas poner los pies en el suelo, había conseguido reunirse para valorar la situación y decidir los pasos o los galopes que debían darse en las horas sucesivas. Partían de la base de que las televisiones públicas no dejan de emitir más que si lo decide el gobierno o si lo deciden los carros de combate. Sobre tan sólido axioma, optimistas y pesimistas se repartían las opciones:

O el gobierno, incapaz de enderezar la desastrosa gestión pública, estaba dando un autogolpe del que salir beneficiado y sin oposición en las próximas elecciones, o alguien le estaba dando un golpe al gobierno, en cuyo caso haría falta, muy pronto, otro en España. Un gobierno que, necesariamente, tendría que contar con ellos, con la oposición, para exhibir un cierto aspecto democrático.

Según el señor que ocupaba la tercera plaza a partir del fondo a la derecha y se llamaba Antonio, el golpe tenía que venir desde que se descubrió que por las urnas no se vencería jamás al socialismo, que tenía los ordenadores y los técnicos en informática, además de aquel rostro. Ellos —había que decirlo en aquella noche terrible— más que oposición habían sido una tapadera democrática, una especie de protectorado del gobierno.

La democracia, en opinión de otro muy original, estaba en peligro.

—Como casi siempre, ¿no?

Pero, quizá, pudiera ser salvada. Los militares, si eran los militares los responsables de todo aquello, tenían un problema gravísimo: tras el golpe habría que presentar un gobierno de civiles, un gobierno de salvación nacional o, de lo contrario, el mundo civilizado se les echaría encima.

—Es lógico suponer que nos necesiten. Nosotros podemos defender nuestra pureza democrática y quedarnos al margen, o aceptar, formar parte de un gobierno de salvación y, una vez pasada la borrasca, convocar nuevas elecciones libres manteniendo el control de los ordenadores y de la tele. Todos sabemos lo poco que entienden de política los militares, y las muchas ventajas que podemos sacar convocando elecciones desde el gobierno en lugar que desde las catacumbas.

Aquella era gente realista y no tuvo dificultad en convencerse de que era lícito transigir con el golpe siempre que tuvieran la intención de regresar a la democracia tan pronto como fuera posible, o sea, en cuanto se descuidaran los golpistas. Era, además, justo: no hay nada tan de derechas como la democracia liberal y, encima, coronada. Nadie como ellos la entendía y la verdad era que la habían traído a España. Se les escapó de las manos en el 82 por algún misterio que todavía no habían conseguido aclarar, pero, moralmente, la democracia les pertenecía más que a nadie. Y al pueblo, por supuesto.

El sector pesimista estaba encabezado por un gordito de voz engolada a quien la sabia naturaleza había dotado con tres barbillas, voz de mulo resabiado y unas gafas de concha. Ni sus más íntimos habían conseguido saber si era conservador, liberal, cristiano o ultraderecho, si bien sus enemigos insistían en que sólo era de la langosta a la termidor y de la guía de restaurantes.

Este gordito, tan demócrata como el que más, hacía ver al cónclave que todos cuantos tenían un amigo militar le habían llamado y que en ningún caso habían recibido más que una carcajada o una cortés negativa a hablar del asunto.

—La carcajada puede ser sospechosa, no lo discuto, pero me inclino a creer que, o los militares tampoco cuentan con nosotros, o bien no saben nada. Excuso decir que, si se trata de esto último, es el gobierno el responsable de esta situación, en cuyo caso me pregunto: ¿es conveniente dejarnos embolsar en Madrid, como les pasó a algunos indecisos en el Treinta y Seis.?

Varios creyeron que les leían el pensamiento y dejaron volar la imaginación hacia sus atareadas mujeres que, en casa, preparaban sucintos equipajes y quemaban resmas de tontos e inoportunos papeles. Lo que no acababan de ver era si convenía Portugal o Francia, carretera o avión, suponiendo que el aeropuerto no estuviera más cerrado que de costumbre.

El gordito, pues, proponía una serie de confusas medidas retóricas que, traducidas, equivalían a quedarse al pairo, no mojarse y, en todo caso, establecer conversaciones de plena colaboración con los dos presuntos bandos.

Para trabajo tan sencillo, una comisión permanente de cinco o seis bastaría, mientras los demás allí presentes volvían a sus casas para meditar, en soledad perfecta, sobre el futuro. Se comprometían, eso sí, a comunicarse inmediatamente con la comisión en el improbable caso de que se les ocurriera una idea.

Además, y sólo como medida cautelar, convenía poner a salvo los archivos y los documentos más significativos, mientras la comisión permanente no dispusiera de datos más precisos sobre los benditos sucesos de aquella noche.

Llegar a una conclusión no era, por desgracia, tan sencillo. La Moncloa, por ejemplo tenía las líneas colapsadas. En el ministerio de Defensa les había respondido un general sin importancia, para comunicarles que «no sucedía nada de particular». El director general de la policía, sencillamente, no había querido ponerse al aparato, y el capitán general de Madrid, que sí habló con ellos pues habían sido presentados y era un hombre correcto, les explicó que sus labios estaban sellados, aunque no hubiera nada de lo que preocuparse.

—Ya sabe, mi general, que nosotros estamos a su entera disposición.

— ¿Eh? ¿Y por qué están ustedes a mi disposición?

No supieron explicárselo exactamente sin traicionar su sospecha de que se estaba dando un golpe de Estado o que, al menos, el Estado parecía estar dándose un golpe.

—No había oído nada semejante. —dijo el general, que había servido mucho en Galicia.— Ténganme informado.

Luego les llamaron a ellos desde una emisora, pidiéndoles una valoración de la situación:

— ¿Qué situación? —respondió la oposición, consciente de estar en el aire en varios sentidos.— El hecho de que la televisión haya sufrido una semejante avería sólo quiere decir lo mucho que la ha descuidado su actual equipo directivo.

— ¿Qué consecuencias políticas puede tener este hecho?

—Estudiamos la posibilidad de presentar, la semana próxima, una moción de censura o, quizá, varias preguntas al gobierno. Es él quien tiene la obligación de dar explicaciones al resto de los españoles.

Respondieron, eso sí, atragantándose con las palabras. ¿Habían dicho algo que pudiera interpretarse como apoyo a la rebelión? Y lo que es peor, ¿habían dicho algo que pudiera entenderse como descalificación de esa presunta rebelión? Cuando se tiene el alma en un puño, no siempre se piensa con claridad.

—No obstante —dijo el jefe de la oposición a sus incondicionales—, nadie debe esperar nuestra colaboración por menos de cuatro ministerios: Interior, Economía y Hacienda, Justicia y Cultura.

— ¿Defensa no?

El jefe miró a aquel pobre hombre como si se acabara de encontrar a un gusano comiéndosele el acta de diputado:

— ¿Crees que los militares son tan asnos?

Y, aunque algunos lo creían, prefirieron guardar un respetuoso silencio.

* * * * *

Alvarez Ardite tenía llenas las maletas y miraba la hora con ira. Laurita era una mujer de bandera, pero había sido un despilfarro regalarle aquel reloj de oro: ella lo consideraba una pulsera y no hacía caso de las agujas.

Alvarez Ardite había llegado a la conclusión de que las mujeres, al ser como eran y tener una idea tan nebulosa de la política, no corrían peligro en las revoluciones: flotaban sobre ellas. El, en cambio, era miembro de un partido que se tambaleaba.

Dejó de mirar la hora y se concentró en las maletas. A Laurita no le pasaría nada si se quedaba en Madrid. El, en cambio, tenía un deber que cumplir, porque seguramente sería útil para ayudar a formar un gobierno en el exilio. El legítimo presidente necesitaría el apoyo de todos sus diputados leales.

¡Leales! Alvarez Ardite se daba cuenta de que las cosas estaban sucediendo a un ritmo tal que no tenía tiempo de dejar de ser leal. No conocía a ningún militar importante y, en su última intervención en la Comisión, se había reído de la oposición: «En Televisión, les había dicho, a ustedes les faltan, a la vez, votos e ideas».

Desde Francia, cuando las cosas amainaran, podría llamar a Laurita. Un día u otro regresarían a España en olor de multitud y todos los periodistas querrían saber lo que pensaba de los generales y de la dictadura. Si, además, escribía algunos libros, se los editarían a buen precio.

Tranquilizada su conciencia, tomó las llaves del coche y llamó al portero y a la chacha:

—Bájenme el equipaje.

— ¿Qué le digo a la señora?

—Que la llamaré. Sí: tengo una misión urgente en el Mercado Común.

Hacía, se dijo, lo mejor para Laurita y lo mejor para él: hubiera sido una locura exponerla a los peligros de viajar por una España amotinada. Alvarez Ardite, una vez más, estaba presto a sacrificarse por los demás.

* * * * *

Si uno pretende profundizar en la democracia y, en la última noche de abril, cuando todo le hace pensar que se ha llevado el gato al agua, descubre que se ha quedado sin tele, que los militares se acuartelan, que la oposición hace llamadas y que las calles, antaño fieles aunque inseguras, andan atiborradas de individuos a punto de convertirse en masas, lo mejor que aconsejan los manuales es «interrumpir la maniobra, virar ciento ochenta grados a estribor y meter motores al aire.»

No es que el ministro del Interior hubiera consultado tales manuales, pero algo le decía, en lo hondo del corazón, que el poder es a veces una entelequia y dura en tanto la gente no sospecha que ese poder no existe ya. ¿Tenía él, por ventura, un pelotón de alabarderos dispuestos a entrar en liza? ¿Había conseguido, siquiera, reunir a sus colaboradores más cercanos? Ya su mujer le había advertido en varias ocasiones:

—Tal vez pisáis demasiado el acelerador, cariño.

Con la televisión en la mano uno puede meter la directa y hacer diabluras en la seguridad de que la gente acaba creyendo que el mundo es la tele y no lo que sucede abajo, en la calle. Pero nadie podía sospechar que la tele se desvanecería un día y que él se encontraría a solas en el ministerio, con el peso de su autoridad machacándole los riñones y con la horrible duda de si aquello era un accidente o de si se trataba, más bien, de un proyecto.

Consciente de estar dotado de un dispositivo a propósito para la tarea, el ministro del Interior se puso a pensar bajo la mirada esperanzada de su escaso séquito. No todos los de su camarilla personal se habían mostrado dispuestos a hacer horas extraordinarias en medio del desconcierto general.

Pero el ministro no se arredraba así como así, de manera que siguió pensando con intensidad, que para eso era un alto cargo. El personal, mientras, iba rodeándole con los cientos de telex que se recibían y que, de ser leídos, sólo hubieran conseguido aumentar la confusión en que se debatía:

Por toda España se venían repitiendo graves actos de vandalismo. La gente, sin televisión, había decidido echarse a la calle a horas en que, normalmente, la calle estaba acotada para maleantes, drogadictos, busconas, buscones y gatos sin hogar. A causa del aburrimiento, la tal gente había decidido tomarse la justicia por su mano y eran cientos las personas de mal vivir que estaban siendo atendidas o almacenadas en los hospitales, algunos incluso bajo los efectos de fuertes crisis nerviosas.

Como todo el mundo sabe, un Estado de Derecho, y más si es de izquierdas y nutre las urnas con el voto de la población marginal, no puede permitir los desahogos colectivos sin pagar un alto precio: los apaleados, zarandeados y coceados no podrían menos que sentir una cierta decepción ante el partido del poder que así les había abandonado y, en consecuencia, quizá se abstuvieran en las próximas elecciones. Cientos de miles de delincuentes, se quiera o no, son una fuerza electoral que no debe de estar hospitalizada a la hora de votar a la izquierda.

Por otro lado andaban los comunistas, que habían adelantado las manifestaciones del primero de mayo e iban, los tíos, pegando gritos por las calles, coreando aleluyas y añadiendo su granito de arena al jolgorio general.

Lo del Congreso era ya indecible: guardias y policía militar dándose porrazos ante testigos y, luego, permitiendo que el populacho tomase el palacio de la Carrera de San Jerónimo y protagonizara una especie de pleno negro, un simulacro sacrílego en el templo de la democracia avanzada.

Dale que te pego, el ministro pensaba a no menos de cuatro mil revoluciones y con el motor algo adelantado de chispa. A pesar de tener un corazón tan poco profundo que flotaba como un tapón en el fregadero, sentía intensas emociones que llegaron a concretarse en esta apreciación:

—Hemos de hacer algo.

La cuadrilla de observadores se manifestó inmediatamente de acuerdo. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? No en vano al ministro le habían hecho ministro: tenía mano y estaba en todo.

— ¿Y qué es lo que hay que hacer? —preguntó, por si alguien le soplaba una idea.

Pero cuando uno es jefe absoluto de la policía puede permitirse el lujo de no tenerlas, porque el uso ha consagrado una serie de medidas de general aceptación, válidas para las derechas, las izquierdas e incluso para el centro: sencillamente, se quita la trabilla a los guardias y se dice: «andad con ellos.» Poco más o menos.

De acuerdo que en Reinosa, vila morena, no salió muy bien la cosa, ni en Sevilla, ni en casi ningún lado en los últimos tiempos, pero había que tener en cuenta que las circunstancias eran distintas: no se cargaría contra obrerotes con palos y tirachinas de tuercas y rodamientos, sino contra callejeros nocturnos en víspera de fiesta. A poca maña que se dieran los mandos naturales, las tribus se dispersarían y correrían a esconderse en las montañas.

—Hay que despejar el Congreso. —dijo, lleno de burbujeante efervescencia.— Hay que despejar la Puerta del Sol.

¿Para qué andarse con detalles especificando esto y lo otro?

—Hay que despejarlo todo, qué diablos. Puede que no haya televisión pero, desde luego, va a haber orden.

Los asistentes a la escena se apresuraron en felicitarle y volvieron a admirarse de que algo tan expeditivo y sencillo no se les hubiera ocurrido a ellos, que para eso estaban. Admirable: ¡Hacer que la policía disolviera a los alborotadores! ¿Quién lo hubiera podido decir sin prolongadas reflexiones previas?

— ¿Y los militares? ¿Qué se hace con los militares? — preguntó uno que presumía de tener la cabeza sobre los hombros sin apenas sentir su peso.— Rondan por el Congreso. Además, no hacen otra cosa que acuartelarse, que ya son ganas de escoger placeres exóticos.

Al ministro, su homónimo de Defensa ya le había explicado que existió una desafortunada duplicidad de órdenes, pero tan poca cosa no bastaba para quitarle la mosca de detrás de la oreja. Aquello de que sólo era una avería de televisión le hacía una malísima impresión.

Recordó la pregunta de ritual en los consejos de ministros: ¿Y qué harán los militares? Con la reforma de la reserva activa, con la estafa de Isfas, con los sondeos sobre la cesión de Ceuta y Melilla, con el tumulto de Dudú, curioso asesor donde los haya; con las destituciones de varios generales... Dieciséis años llevaba la politicada tratando de imaginar lo que pasaba por los sesos de la milicia: no acababan de creer que no hubiera nada en ellos.

Cuanto más disciplinado era el comportamiento del ejército, más sospechoso se hacía. Dicen que sí a todo, pero algo traman. Ya se sabía que no podían menos que tramar a toda presión, siempre con su cajón de arena bajo el brazo y venga con sus temas tácticos arriba y abajo. ¿Acaso no seguían haciendo estudios sobre cómo sofocar un movimiento revolucionario a pesar de que los revolucionarios socialistas eran los que mandaban? ¿Y acaso no solucionaban el asunto metiendo a los líderes políticos en campos de fútbol y plazas de toros? Que no le vinieran con cuentos, que él había visto una de tales muestras de ingenio castrense.

O sea, que siempre cabía la posibilidad de que hubiera algo en marcha: el que no domina a su ejército corre peligro de ser dominado por él. Tales pensamientos empañaban ligeramente la paz de su espíritu, pero apañado estaría si tuviera que pedir permiso a los generales para soltar a la policía de sus acuartelamientos y enviarla a correr aventuras sin cuento.

* * * * *

El general Pérez Alegre, que era un hombre temerario a causa de una úlcera de estómago mal curada, salió un momento en su coche, Castellana abajo, para reconocer el teatro de operaciones. El ministro, tras dar las curiosísimas órdenes de movimiento de tropas, había caído en una especie de trance místico y, encerrado en su despacho, se debía ocupar en la perfección de su alma inmortal o en la añoranza de su piano, dejando para los demás la dura tarea de poner en movimiento a más de veinte mil hombres en una hora.

Cabía, además, la posibilidad de que alguien se plantara, arguyendo que las nueve y pico de la noche, casi las diez de una víspera de fiesta, no es momento para irse a vagar por las carreteras como el alma en pena de un motorista de tráfico'

Por eso, y porque los muros aislantes del ministerio podían engañarle acerca de la situación, tiró de coche y bajó por La Castellana hacia el Cuartel General del Ejército de Tierra. Aquella zona de Madrid estaba en paz. Cientos de personas iban y venían, miraban los escasos escaparates o paseaban, tan contentas, por el centro de la avenida, bajo los árboles que echaban las primeras hojas de la temporada.

Empezó a apreciar movimientos serios a la altura de la calle Génova. Una multitud de presuntos electores de las cercanías había intentado instalarse frente a la sede de A.P., donde los sabios varones que constituían la comisión permanente de urgencia, auxiliados por un puñado de voluntarios, se esforzaba denodadamente en verlas venir.

La masa miraba hacia los balcones en espera de una voz amiga que le explicara lo que estaba sucediendo y a santo de qué sus legítimos representantes le habían facilitado una noche tan feliz, o sea, sin tele, sin tabarras políticas. Miraban, especialmente, hacia el balcón desde el que solía despedirse el Presidente Nacional Honorario cada vez que se iba para no volver.

Pero los dirigentes, lejos de hablar de lo que desconocían como en otras ocasiones, imaginaron que un pueblo, con el celo democrático excitado por la sangre de delincuente apaleado, es una fuerza ciega de la Naturaleza. Ya sabían que las turbas habían tomado el Congreso, como antaño sus parientes el Palacio de Invierno, de manera que pidieron auxilio a la policía y se pusieron a salvar los archivos: también las hormigas, cuando hay peligro, corren a salvar sus huevos. Hay que tener en cuenta que, desde las ventanas, es muy difícil distinguir si la horda es de derechas o de izquierdas, y más si ha roto a gritar «AP, AP, apéate.»

Llenos de buenos sentimientos hacia la politicada profesional, habían acudido los policías, dispuestos a separar el grano de la paja con procedimientos rutinarios y poco tecnológicos: majando el conjunto. Lo que el general Pérez Alegre vio fueron los flecos de la desbandada desembocando en La Castellana, todavía perseguidos de cerca por aquellos de los guardias que eran capaces de hacer los 100 metros en 10" gracias a su clara concepción de las batallas urbanas.

Sólo un poco antes del Cuartel general del Ejército, antiguo ministerio, también pudo contemplar como un puñado de heroicos travestís, perdidas varias pelucas, se defendía bravamente de un enemigo muy superior que cargaba contra ellos al grito de «maricones, maricones y sidosos.»

El grueso de aquellas huestes derrotadas y en fuga había sido aniquilado en los alrededores de la calle del Barquillo, siendo chaperos la mayoría de sus bajas. Los travestís que el general vio libraban su último combate como numantinos antes de arrojarse a las llamas. Pese a todos sus defectos, no se rendían: creían firmemente en que «antes muerto que sin plumas.»

En el Cuartel general todos estaban, más o menos, en sus puestos, menos el personal civil burócrata, decidido partidario de la jornada de ocho horas. En el bunker bajo La Cibeles, se mantenían alerta todos los sistemas, con los mapas electrónicos encendidos, si bien no había nada que señalar en ellos.

Pérez Alegre trató de explicarse con la misma precisión de las guías Michelin: su gente estaba ansiosa de conocimientos y a él le tocaba confortarla en el seno de aquella noche triste, pues el Jeme, por el momento, se quedaba varado en el ministerio, en cumplimiento de sus relaciones diplomáticas con el ministro.

—En cuanto a la alarma y sus motivos —siguió, prescindiendo de toda literatura previa—, no hay nada de nada. El apagón de la televisión ha sido una avería. Ni siquiera sabemos si en Navacerrada, en el Pirulí o en Prado del Rey. Puede ser debida a un sabotaje del personal en huelga, pero tardaremos en averiguarlo.

Notó el general cierto desencanto entre los rostros próximos. Bajo el bolsillo izquierdo de la guerrera, quien más y quien menos lleva su corazoncito, y es humano hacerse ilusiones y construir castillos a partir de las fantasías. Pérez Alegre procuró ignorarlo y siguió informando de la situación en Vascongadas y en Cataluña, donde alguien parecía haber soplado sobre el independentismo. A continuación, y para quitar el mal efecto de las noticias, comentó:

—Se están cometiendo gravísimos errores. Queda demostrado que el enorme aparato burocrático creado por este gobierno no funciona. Carece de iniciativas, conexiones, flexibilidad y rapidez. Nadie toma decisiones por el momento y, aunque no lo digan, la mayor parte de los políticos opera bajo la creencia de que se está dando un golpe de Estado.

Su buena gente sonrió, relajada. Creían en él y aceptaban de buena fe su palabra. No había intentona pero, al menos, los Padres de la Patria se estaban llevando un buen susto a causa de sus propios fantasmas y de su turbia conciencia.

—Tanto es así que nuestro ministro acaba de ordenar vastos movimientos de tropas con la idea de desguarnecer Madrid y algunas capitanías de las que no debe de fiarse.

Explicó detalladamente las órdenes y la buena gente volvió a sonreír: se imaginaban a los generales y coroneles encargados de cumplirlas haciendo sabrosos comentarios al amparo de la noche.

—Las cosas —siguió el general— no tienen por qué ir a más. Nerviosismo de los políticos y de la gente de la calle, que está alborotando. En cuanto amanezca, todo habrá pasado y empezarán a buscar responsables a los que cargar con el muerto de su miedo. conque absténganse de hacer comentarios que puedan ser grabados.

Años de contacto con políticos profesionales habían endurecido sus nervios hasta ponerlos en condiciones de igualdad con el titanio. Meditando en aquella galerna hecha con el solo auxilio de un vaso de agua, se dijo que nunca acabaría de resolver la duda de si es más peligroso un tonto que un listo, en el caso de que ambos practiquen la misma ideología. Ahí estaba, para demostrarlo, una España alborotada y timorata a causa de una avería: los tiempos cambian, pero los hombres, no.

* * * * *

Aunque se sabe con certeza que el separatismo es una enfermedad, la medicina moderna no ha dado todavía con su cura. Las glándulas más vitales languidecen; los cerebros más sólidos alumbran quimeras o se entregan a visiones psicóticas, y el enfermo, además de sentirse perseguido, cae en la adoración de los trapos y en una irrefrenable necesidad de lamentarse.

Tal era el mal que había hecho estragos en ciertas clases acomodadas de Cataluña y muy especialmente entre las que se nutrían de los presupuestos municipales y autonómicos. Encima, se había agravado desde que se tuvo noticia de que la televisión «centralista» había dejado de emitir, evidentemente por causas ajenas a su voluntad.

Si catalán es quien come de Cataluña, como afirman algunos, L'Honorable President era el más catalán de los mortales y ahora le había llegado el momento de demostrarlo, tal como hiciera Companys en el suyo. El sueño del Estat Catalá, que le acompañaba desde sus días de universidad, cuando vagabundeaba por los márgenes de la ley fingiendo que estudiaba medicina, empezaba a estar al alcance de su mano. El President, ya se sabe, tendía a agarrar cuanto se le ponía a tiro.

Enterado por sus expertos —Dios se los conservara— de la teoría del taburete, se debatía, entre las reducidas dimensiones de su cabeza, en la busca de una excusa, de una espoleta que reventara el explosivo nacionalista que había ido acumulando pacientemente en Barcelona. Sin la tele centralista sería mucho más fácil entregarse al boato de los más místicos ritos de la democracia autonómica.

La radio —Radio Nacional de España— había negado que se estuvieran enfrentando a un golpe, claro que, ¡apa!, todos eran políticos en aquel juego y se entendían lo suficiente: L'Honorable, a causa de sus experiencias en la competitiva empresa privada y en la administración autonómica, sólo sabía reconocer la verdad cuando se la suministraban disfrazada de cualquier otra cosa: tan graves estragos causa la deformación profesional en un corazón antaño puro.

— ¿Tú que t'ho pots creurer? —preguntaba a sus allegados.

Y en efecto, sus allegados, por solidaridad, tampoco se lo podían creer. Vivían todos en la fábula del pastor y el lobo: si un gobierno centralista decía que no había golpe, lo había, y viceversa. Si hubiera alguien capaz de decir la verdad, sería rechazado en las pruebas de admisión en cualquier partido serio.

—Somos hombres y no niños, nosotros. ¿Hay que hacer las cosas prácticas o no?

Era tan fácil, o sea, «f cil» dejar de cultivar sus propias penas con su poquito de estiércol y mucha agua... Bastaría con salir al balcón de la Generalidad y hablar a todos aquellos chalados que estaban allá abajo, en la plaza de «Sant Jaume», removiendo las banderas.

—Tindré que sortir al balcó. —se decía en autonómico para convencerse mejor.

—El que pots fer millor es trucar en el Lehendakari para veurer qué pensa fer ell. No ho trobas?. —le dijo uno de sus consejeros de sangre sefardí y ladina— Si ho feis tot—dos a la vegada, pot sortir un pla molt bonic.

—Be, aleshores.

O sea que, traducido al constitucional, el Honorable se puso en contacto con el Lendakari y, valiéndose del bárbaro lenguaje centralista y enemigo de Europa, se interrogaron sobre sus sueños y miserias:

—Si es un golpe de Estado —se dijeron ambos varias veces para darse los ánimos que les faltaban por defecto de fabricación—, hay que levantarse en defensa de la democracia contra el involucionismo, el fascismo y todas esas cosas.

Ambos eran fascistas y de derechas, pero no lo hubieran confesado ni bajo tortura: sólo ante el riesgo de nacionalización de la banca.

— ¿Y si no lo es? —se preguntaban luego, dándose mutuamente la de arena— La verdad es que lo de televisión ha demostrado que este Estado está quebrado. Si se tambalea con una avería, ¿podrá hacer frente a una declaración unilateral de independencia?

—A dos. corrigió el otro.

—A tres, quizá. ¿Qué dicen los gallegos?

—Que ya verán. Si un día se declaran independientes, no se enterará nadie hasta veinte años después: les conozco. ¿Qué dicen los valencianos?

—Que son socialistas con o sin televisión. Y los de «les nostres illes», o sea, las Baleares, que hay que andarse con cuidado, no se vayan a espantar los turistas. A esos me los conozco yo: mucho presumir de catalanes, pero son colonias de Castilla desde el Siglo XVI lo menos.

Eran parciales como historiadores democráticos, pero no les faltaba un punto de razón: estaban solos en aquella aventura. El Lendakari, al menos, llevaba la ventaja de tener al capitán general en Burgos, pero el Honorable lo tenía a menos de mil metros en línea recta.

—Pero, si son los militares —dijo el vasco con agudeza desacostumbrada entre los de su raza—, estarán tan atareados controlando Madrid que no podrán reaccionar contra nosotros.

— ¡President, President! —le comunicó, alborozado, uno de sus incondicionales— Escolti la radio hara maiteix. Son notici s molt importants.

—Oye, Lehendakari: que pongas la radio. Por lo visto es grave.

En efecto: Radio Nacional de España estaba diciendo, poco más o menos, que la intentona militar había fracasado y estaba siendo dominada sin problemas.

Los dos prohombres, cada uno en su lengua y usando su acento propio, dijeron un par de barbaridades indignas de ser traducidas. Usaban un idioma que era cultura viva, como el rock and roll, y se entregaban al abuso inmoderado de su sintaxis normalizada.

La emoción que sentían era tan espesa como el engrudo de pegar carteles electorales, y en ella iban incluidos, por el mismo precio, alegría, miedo y desconfianza. A ambos se les había inflamado tanto el alma que tuvieron que beberse un vaso de agua por vía de urgencia: aquellos viejos radiadores, sometidos al desgaste político, tenían leves fallos en los termostatos.

* * * * *

Cienfuegos, víctima de su belicoso apellido, era guardia desde los veintidós, y ya contaba treinta, más quince o veinte canas en las patillas, todas ellas a causa de los últimos meses empleados en reprimir manifestaciones. Digan lo que digan, algunos guardias son seres humanos y, posiblemente, disponen de un corazón entre los elementos de su maquinaria interna. Hasta ese corazón llegan los sufrimientos morales, porque no siempre uno goza al comprender que la democracia es ir arreando candela por aceras y calzadas y mirar el mundo a través de la transparencia de un escudo de plástico.

Aquella misma noche el guardia Cienfuegos se había batido como los buenos, arriba y abajo por las escaleras del Congreso. A los veinte hubiera sido un juego de niños, pero a los treinta, y contra soldaditos de diecinueve, no dejaba de tener su mérito. Los PM, además, la gozaban a causa de su sangre inexperta y sacudían con un brío digno de los Tercios de Flandes, del Saco de Roma o de la guerra de los Treinta Años.

Luego les acuartelaron y el guardia Cienfuegos creyó haberse ganado el reposo del guerrero. Al día siguiente habrían escampado los nubarrones, la tele anestesiaría de nuevo a las multitudes, y los políticos, agotados por una noche de vela, dormirían, contribuyendo así a que el mundo fuera un poco mejor y más apacible.

Así soliloquiaba su alma inocente, reflexión tras reflexión, cuando el teniente empezó a meter prisa al sargento y el sargento, vengativo, a ellos. Los Padres de la Patria esperaban que volvieran a cargar con todo el material antidisturbios y que, inasequibles al desaliento, disolvieran cuanto hubiera de soluble por esas calles.

La compañía de Cienfuegos, impasible por fuera y apesadumbrada por dentro, cargó contra los grupos que en Génova gritaban «AP,AP, Apéate». Luego intervino, como mediadora, en una especie de batalla campal en la calle del Barquillo y, por último, fue trasladada con sirenas y banda, hasta la mismísima plaza del Callao, donde un grupo de sindicalistas había cortado la Gran Vía y dedicaba su más escogido griterío a la salud del Presidente del Gobierno.

Saltaron de las furgonetas, siempre azuzados por sus mandos naturales, y se pusieron a mirar con el ceño fruncido a los manifestantes: a veces mirar así daba sus frutos y las turbas se disolvían solas, sin especiales gastos de combustible.

Desde el anochecer habían intervenido en tres refriegas y, ahora, se les conducía a la cuarta. Total, para mañana leer en la prensa lo salvajes y asesinos que eran. Lo cual, complicado con las agujetas en los hombros, les produciría los tormentos de Tántalo, fuera quien fuera Tántalo y sirviera en la bandera que sirviera. Los guardias, a aquellas alturas, trabajaban ya mecánicamente y sin ningún interés por hacer las cosas con arte y originalidad.

La gente de la manifestación parecía tan feliz como el resto de Madrid, que brillaba como una joya oriental, bien iluminada gracias a los desvelos de Hidroeléctrica. Las calles estaban llenas de gentes y de sonrisas, las unas y las otras con la errónea impresión de inaugurar una nueva etapa de la historia, como cuando en el 31, al proclamarse la República, o en el 39, al desproclamarse la misma.

Algunas tiendas seguían abiertas, tratando de cazar a tanto consumidor como flotaba en el ambiente. También flotaba en el ambiente, mezclada con la carbonilla y los ya citados consumidores, la idea de que las cosas estaban cambiando. La gente llevaba años viviendo angustiada, como el paciente de un dentista, por los atracos, por las drogas, por las manifestaciones, por las batallas callejeras y por el cinismo político.

En su opinión, como la tele era la voz de los jerarcas y la tele había enmudecido, los tales jerarcas podían volver, mudos, a sus puntos de origen, y dejar en paz al personal. A partir del acontecimiento, quizá resultara que alguien se dedicase a hacer las cosas bien hechas de verdad, en lugar de parlotear y prometer.

Cómo flotaría la cosa en el ambiente que el guardia Cienfuegos y sus compañeros lo percibieron a través del casco con el parabrisas bajado. Aparte del cansancio, la verdad era que no tenían corazón para seguir dispersando a un populacho tan feliz y extrovertido. Algo les dolía y hubieran jurado que era la conciencia, ya de antes resentida por los pies que las botas militares estrujaban.

Aunque para ser guardia es menester no entender de política para evitar el riesgo de tener que sacudir a los conmilitones, entendían algo del pueblo. Aquellos eran manifestantes domésticos y dóciles que iban por la vida sin ningún Marcelino al frente y ni arrojaban materiales contundentes, ni perdían el tiempo insultando a la parentela de los allí presentes.

Por eso, cuando les dieron la orden de cargar, empezaron a hacerse los remolones. No está bien que luche el pueblo contra el pueblo, como están cansados de decir los políticos. En fin: aunque la presión arterial del teniente más cercano alcanzó las tres atmósferas por centímetro cuadrado, no llegó a pasar nada irreparable cuando enfundaron las porras y dijeron que no con la cabeza, que a otro perro.

Luego, de regreso al cuartel, supieron que otras unidades también habían sido víctimas de sus buenos sentimientos. No hubiera sido positivo para su imagen coger fama de ir apaleando por ahí cada vez que la tele se apagaba. Tampoco era bueno hacer el trabajo sucio de la democracia. No es cierto que Dios hiciera al policía compuesto de casco y bote de humo: lo hizo hombre con todas sus consecuencias y puso en su corazón un hálito de bondad que ya quisieran para sí muchos especímenes de filántropo.

Sin embargo, mucha gente ya se había tomado con poca deportividad las incursiones de la policía por calles y plazas. A los contusionados les dolían, en buena lógica, las contusiones y andaban por las esquinas soliviantando a todo soliviantar: había que hacer algo para que no se repitieran aquellas cacerías de pueblo, antes de que el pueblo llegara a ser una especie a extinguir.

Y, como no hay placer mayor que gritar donde a uno le puedan oír, muchos ciudadanos con buena voz se iban reuniendo, como orfeones, a las puertas de los más conocidos ministerios y frente a la sede de los socialistas, en Ferraz, donde un puñado de diligentes afiliados preparaban cajones de documentos que debían salvarse de la presumible quema. Mientras, pedían auxilio por teléfono, convencidos de haber llegado a los umbrales de la revolución haciendo el papel de aristócratas altivos.

Para descifrar el alma española —a decir de Chop— hacen falta centenares de criptógrafos profesionales, pues de todos es sabido que existen caimanes con el espíritu más amable.

* * * * *

Laurita, echada sobre la cama en combinación, sostenía frente a su rostro un espejo de mano y trataba de encontrar un sentido a la expresión de su cara. Era guapa y estaba muy atractiva ahora, con la luz dándole de lleno en el lado derecho y sombreándole misteriosamente las facciones.

Sus ojos, en cambio, aparecían demasiado pensativos, casi tristes. Cada día que pasaba se le agravaba aquella expresión reconcentrada. ¿Por qué? Ella podía ser feliz, pero no lo conseguía. Ella podía tenerlo casi todo, pero estaba sola.

El ministro César había partido con rumbo desconocido, alegando graves compromisos políticos:

—Tengo que estar al pie del cañón, querida.

Y eso era ella: una querida.

Había llamado a su casa. Su marido, Alvarez Ardite, regresó antes de lo previsto pero volvió a salir con bastante equipaje. La chacha decía que le habían reclamado del Mercado Común.

Laurita, en la cama, con el pelo desplegado sobre la almohada, se miraba: unas veces estaba satisfecha con su belleza innegable y otras se autocompadecía en silencio: sentía unas irresistibles ganas de sublevarse, de gritar. De llorar.

El espejo le enseñó una lágrima que salía, muy despacio, por la comisura del ojo, hacia la oreja.

Tiró el espejo. Cogió el cartucho de vídeo abandonado por el ministro, le arrancó parte de la cinta y quemó todo en la chimenea. Se maquilló de prisa; se vistió en silencio y salió a la calle, donde se encontró con el extraordinario ambiente de fiesta.

¿De qué le servía disponer de treinta y dos años de esplendor si la habían abandonado? ¿De qué le servía la alegría callejera si la suya se había perdido? ¿De qué le servía llevar mucho dinero encima, si no le apetecía entrar en ninguna parte a gastarlo?

Un grupo de gente sonriente y vocinglera pasó por su lado. Se manifestaban contra casi todo: «Políticos: hacédselo a los vuestros». —decían— «Justicia, Libertad y Verdad». Laurita, sin apenas darse cuenta, les siguió. Ella no necesitaba ni justicia ni libertad; ni siquiera verdad. Pero sí estaba necesitada de algo: no sabía bien de qué.

«Se nota, se siente: España es de la gente», gritaron aquellos manifestantes.

Se nota, se siente: España es de la gente, gritó Laurita. De repente quería gritar. Incluso hubiera preferido usar palabras de mayor calibre: las que pensaba.

— ¿Te diviertes? —le preguntó un joven a su lado.

— ¿Por qué?

— ¿No te parece bueno no estar callada un minuto más?

— «Se nota, se siente: España es de la gente». —dijo Laurita. Y probó a sonreír.

* * * * *

No cabe duda de que España va a la cabeza de la producción mundial de emociones primarias, unas veces a causa de su misma naturaleza y otras, gracias a los esfuerzos de personas especializadas: hay políticos de extraordinaria preparación intelectual que hasta aciertan a pronunciar «un tigre, dos tigres, tres trigues» sin que les tiemble la mano ni les vacile la voz.

Justo de semejantes ejemplares se nutría la cuadrilla de cerebros pensantes que, aislados en el complejo de La Moncloa, trataban de reconducir, o cualquier otra cosa por el estilo, la situación. Eran gente con amplios estudios en desinformación, empapados de los mejores libros norteamericanos y rusos.

Si uno se podía fiar de los datos que llegaban, las masas estaban intranquilas, como el ganado que presiente una tormenta, y aquellos genios de la incomunicación, superado su primer momento de miedo, comprendieron que no hay mal que por bien no venga: ¿Que las masas en cuestión, crédulas como un elector socialista, pensaban que se estaba dando un golpe de Estado? Pues negárselo sólo serviría para aumentar su desconfianza y su intranquilidad, teniendo en cuenta que era ganado con poca doma democrática.

Mejor sería darles la razón. Sí, hombres, sí. Todo un golpe de Estado había empezado, pero ya estaba desarticulado o desconvocado, o cualquier cosa empezada por «des», como descuartizado. En los días siguientes se explotaría el pavor a la tiranía, ya desde la tele, y las urnas se llenarían a rebosar otra vez.

Pero ésta, con ser de peso y hasta obesa, no era la razón fundamental. Aquellos cerebros, prácticos y cultos como un militante de élite, funcionaban con modelos y habían recurrido a su propia experiencia: ¿qué pasó el 23—F mientras estuvo claro que había un golpe en marcha? ¿Salieron las turbas a la calle? ¿Asaltaron las hordas el Congreso? No: todos se estuvieron quietos en sus casas, cómodamente embrujados por la esperanza y por el miedo.

Si ahora, como entonces, se disipaban las dudas y se permitía creer oficialmente en lo que todos creían extraoficialmente, se volverían a sus casas y aguardarían, quietecitos, para ver cómo terminaba el episodio nacional.

La noticia había sido dada ya por Radio Nacional y ellos estaban a la espera de las siguientes reacciones, muy satisfechos de sus agudísimos caletres: como pensar es indoloro, uno puede entregarse al vicio cuantas veces le apetezca. Mucho se tiene que repetir para coger el hábito y convertirse en esclavo de las ideas.

Tan pronto como llegaran los periodistas, el presidente ampliaría, gustoso, los detalles mientras les ofrecía un buen vaso de ética con aceituna, para que se tragaran mejor aquel cuento monclovita.

Aquellos genios del malabarismo no suponían siquiera que, a pocos metros de ellos, el personal de la guardia civil que custodiaba el complejo con seguridad y paciencia, había captado la emisión de Radio Nacional. Ingenuos como espectadores de televisión, todos habían creído en el honor del locutor y habían dado por buenas sus palabras. Mientras unos creían ser el dique que separaba al presidente de la barbarie, otros meditaban sobre el futuro al amparo de sus tricornios: lo encontraban poco halagüeño y plagado de considerables dificultades.

* * * * *

En los cuarteles generales de los ejércitos, en las capitanías, en los cuarteles a secas, auténticas nubes de oficiales generales y de oficiales particulares habían escuchado las nuevas transmitidas por Radio Nacional y se habían abismado en un desconcierto de alta graduación.

El teniente miraba de reojo a su coronel y le recriminaba, silenciosamente, no haberle pasado información de ley. El coronel pensaba en su general inmediato y, poco más o menos,le embargaban los mismos sentimientos que al teniente. El general ponía su lúcida mente en su capitán general y sentía un pulso de decepción recorriendo las hojas de laurel de su gorra de plato:¿Acaso no habían contado con él? ¿Acaso él se merecía tamaña desconfianza?

Semejante estado de ánimo recorría, como un calambre, a todo el escalafón. Los capitanes generales llamaban a Madrid, al ministerio, y se llamaban entre ellos: ¿Quién era el flamenco que andaba trasteando con España? ¿Quién se había puesto en secreto la pintura de guerra? Se demostraba, una vez más, que en las noches de golpe de Estado la mayor parte de los golpistas no suelen estar al tanto: se apuntan luego.

El general Pérez Alegre, lúcido como un gallo al alba, creyó comprender la jugada política en el acto. El estaba seguro de que nada sucedía. Los datos a su alcance sólo demostraban un absoluto descontrol de los diferentes elementos burocráticos que componían el Estado, y una acongojante incapacidad para tomar decisiones acertadas.

Desde el punto de vista del general, esta vez los políticos habían ido demasiado lejos en su afán electoral de embaucar a los pobres españoles, que se estaban ganando el cielo sólo por vivir en esta tierra, si es que seguía siendo válida la bienaventuranza referida a los pobres de espíritu y aquella otra dedicada a los que sufrían persecución a causa de la justicia.

Estar al servicio de ideas del siglo XIX tiene sus inconvenientes cuando uno intenta enterarse de lo que pasa a finales del XX: este era el caso de la politicada. Pero, aún así, Pérez Alegre no estaba dispuesto a disculpar el agravio gratuito de usar al ejército como quien llama al lobo para que se asusten las ovejas. Además, le dejaban con el culo al aire por cuanto acababa de explicar a sus subordinados que no pasaba nada.

Mientras daba tiempo a que se le pasara el primer hervor, deshizo de nuevo el camino hasta el ministerio, donde la Banda de los Cuatro, y otros altos cargos adyacentes, sostenían intensas y vívidas conversaciones telefónicas con los capitanes generales. Eran conversaciones como cartas a los Reyes Magos y en ellas se pedía de todo: tranquilidad, paciencia, disciplina, información y, si no era exagerar, que moderaran el lenguaje.

Aunque los generales eran tan apolíticos que hasta creían en La Patria, y no sólo a efectos didácticos, esta vez andaban hondamente preocupados: volvían a ser el chivo expiatorio nacional, y mucha oficialidad estaba revuelta y con ganas de tirar bocados, dijera lo que dijera el orden constituido.

Por otro lado, si los políticos se habían atrevido a proclamar que había un golpe de Estado, hasta la Caballería comprendería que, tarde o temprano, señalarían a los presuntos responsables y les someterían a juicio: ¿Quiénes caerían? ¿De qué excusas deshonrosas se servirían?

— ¿Qué dice el ministro? —preguntó Pérez Alegre.

—Que no sabe nada. Le creo. Está en su despacho y juraría que no se va de aquí porque no se atreve a pasar entre nosotros.

Sí: hay momentos en que hasta los altos cargos comprenden que navegar por la vida no es una regata de lujo, y dudan de si es cierto que los generales, hoy en día, asciendan ya sin pantalones para agilizar los trámites.

El ministro, a solas con su barba y con las restantes piezas de su persona, acababa de hablar con La Moncloa para ver si conseguía llorar sobre el hombro de algún amigo. Esas cosas —les había comentado— no se dicen mientras hay un compañero encerrado entre generales, como Daniel en el pozo de los leones.

Desde La Moncloa le respondían que tenían toda la con fianza en sus acreditadas virtudes hipnóticas. El ministro no tendría más que mirarles a los ojos, balanceándose sobre su cola, y decir cuatro cosillas suaves y bien impregnadas con la misma vaselina con que les metió todas aquellas leyes militares.

Pero al ministro, turbado, se le escapaban las posibles sutilezas de las que echar mano. Podía tratar de hacer promesas, pero estaba demasiado ocupado intentando imaginárselas. Si hubiera dependido sólo de su ingenio para sobrevivir, sería uno más de las turbas famélicas. A partir de aquella, Hernán Cortés perdería, sin duda, el record de las noches tristes.

—Entretenles hasta mañana. —le aconsejaron.— Que jueguen a los soldaditos. Envía unidades al campo, de picnic. Invéntate unas maniobras urgentes o di que Portugal ha invadido Orense, por decir algo. Mañana todo esto estará olvidado. Si, mientras, alguno se te desmanda, apúntalo, porque mañana lo degradamos a cabo furriel. Además, tú mejor que nadie debes de saber que el ejército es un manso: todo lo más, escarba con las pezuñas en la arena.

—... —el ministro respondió, pero no se le entendió nada: no balaba con claridad y pureza de dicción. ¿Es que en La Moncloa no comprendían que podían estar escuchando la conversación los militares y tomárselo a mal? Acorralado, sólo podía apelar a su grandeza de espíritu, pero, si disponía de ella, de momento no había conseguido localizarla en el almacén de sus virtudes.

— ¿Qué es la muerte? —se dijo al fin, como un personaje de leyenda cuando está seguro de que va a llegar vivo al último capítulo. Luego, dejó de hacerse confidencias, porque llamaban a la puerta: terminaba la noche de los políticos y empezaba la de los generales.

Como un solo hombre, la Jujem avanzaba. Abría la marcha el Prejujem y al político le pareció que llevaba los bolsillos llenos de oscuros designios y de alguna pistola.

—Ministro —le dijeron—: las unidades necesitan que les aclaremos inmediatamente la situación.

—Todo es tan confuso...— aventuró él.

—Sabemos que no existe tal levantamiento. Es preciso desmentir esa información.— dijo el Prejujem, hasta cierto punto comedido, pues le constaba que aquel hombre, hoy deshinchado y con apariencia de estropajo, mañana resurgiría de sus cenizas, con el corazón pidiéndole revanchas y cabelleras de teniente general para adornar la entrada de su despacho.

—En La Moncloa —dijo apelando a todo el desparpajo de su experiencia parlamentaria— no saben nada. Alguien ha creído ver un platillo volante o algo así. Quiero decir que algún periodista ha lanzado esta vil noticia sin ningún fundamento.

Se trataba de una buena actuación, aunque habría que esperar a que se publicaran las críticas. Los generales, claro, no le creyeron, pero podían caer fulminados por el golpe psicológico que les producía aquel alarde de cinismo.

No sucedió así porque, con la credulidad de los allí reunidos difícilmente se llenaría una copa de jerez. Gracias a ello pudieron contraatacar con prontitud:

—Convendría —le dijeron llenos de admirable inocencia— llamar inmediatamente a Radio Nacional para que usted mismo desmintiera la noticia.

Otro general, con el teléfono ya levantado, encargaba a la centralita que le comunicaran con la emisora.

—De parte del ministro de Defensa.

— ¿Y no contribuirá esto a crear aún más confusión? — preguntó el ministro suavemente. Sus riñones, aun a costa de un considerable esfuerzo, filtraban hasta las peores situaciones.— Total, ustedes y yo sabemos que no es verdad y, por ese lado, podemos estar tranquilos.

Bendijo a su madre que, desde pequeño, le había criado con alimentos vitaminados en la esperanza de dotarle de una inteligencia moderna y de unos nervios como vigas de hormigón armado. Así pues, se agarró a los brazos del sillón para soportar mejor el dolor moral y recordó, para su capote, que en política decir es contradecirse. Les tocaba mover a los generales y él aguardaba la jugada, silencioso como un berberecho en su agujero.

—Si no se desmiente la noticia —le indicaron con exquisitos modales— puede provocarse una verdadera situación de peligro.

Para peligro, peligro, el que el ministro creía correr, así que mejor que no le vinieran con historias.

—Volveré a llamar a La Moncloa. —dijo sonriendo con inocencia.— Tal vez allí hayan tomado ya las medidas oportunas.

—Tengo al aparato al director de la emisora. —dijo el general telefónico, que no desistía así como así de sus más queridos proyectos.

El político, impasible como si no se estuviera derritiendo por dentro y el nivel de bilis no le llegara ya a las amígdalas, cogió el teléfono y lo miró con curiosidad, como si acabara de descubrir una nueva maravilla del progreso.

— ¿Director? ¿Oiga, hablo con el director?

Escuchó con atención mientras evacuaba grandes cantidades de saliva que podían perjudicar su esmerada dicción.

—Sí. Usted es el director. —siguió— Es sobre una noticia que hemos oído.

Había llegado la hora de demostrar hasta qué punto uno que llega a ministro es un artista: cogió el teléfono y lo agitó como un sonajero. Se lo puso en el oído:

— ¿Director? —preguntó.— ¿Está ahí, director?

Rápido como el rayo, colgó el aparato y se quedó mirando inocentemente a sus generales:

—Se ha cortado la comunicación. —dijo, apesadumbrado.

Esta vez sí consiguió que aquellos hombres, curtidos en las altas esferas, quedaran estupefactos. Uno de ellos hasta había sobrevivido a tres encuentros con distintos inspectores de Hacienda, pero, aún así, les faltaron las palabras. Giraron sobre su eje unos ciento ochenta grados y salieron de allí cabizcaídos, no sin dar un buen e importante portazo. El ministro había vencido en la primera batalla, pero la suerte de la guerra estaba aún por decidirse.

Este, sin embargo, suspiró satisfecho de conservar la piel. Tal como él veía las cosas, debía sostenerse en aquella cota hasta el amanecer y, como acababa de demostrar, hacían falta más de cuatro generales para desalojarle de sus posiciones.

Luego, orgulloso de su valor acreditado, se puso a pensar en las musarañas, aunque él prefería llamarlas «graves asuntos de Estado.»

* * * * *

No en todas partes se había encajado la respuesta difundida por Radio Nacional con la misma amplitud de miras y espíritu de tolerancia que en el Ministerio de Defensa.

Quienquiera que fuera el responsable, había traído a España la democracia, pero había olvidado su manual de instrucciones, por lo que no pocos militantes democráticos seguían teniendo la impresión de vivir en precario, siempre con el fantasma del golpismo apareciéndoseles por las esquinas. No era raro que, tras varias horas de sospechar la verdad y de no querer creérsela, la confirmación que hizo la emisora gubernamental de sus miedos dejara su corazón a varios grados por debajo de cero, listo para instalar en él una colonia de pingüinos.

No pocos de aquellos últimos paladines de la libertad llegaban a esta noche heridos por aquella otra del 23—F. Los más sagaces se habían ausentado, por labores impropias de su sexo, nada más saberse del apagón televisivo. Otros habían buscado la seguridad de sus hogares, tanto encima como de bajo de la cama. Pero los más leales, a causa de la nómina y de otros compromisos, habían acudido a las casas del pueblo o a las sedes donde se incardinaba su militancia, dispuestos a dar ejemplos variados de serenidad y valor mientras confiaban en que fuera verdad aquello de la avería.

Ahora, en cambio, la noticia se había desplomado sobre los diferentes viveros de militantes heroicos, con todo el ruido de un tejado que se viene abajo.

A veces, para aprovechar las largas noches de invierno más que por pura necesidad, se había hablado de lo que hacer en momentos así: quemar papeles, poner a salvo ficheros y listas, deshacerse de cualquier arma u objeto comprometedor, cargar con los cuartos de caja y todas esas otras cosas que se les ocurren a las desconfiadas mentes españolas que han leído historias distintas a las que la televisión difunde.

En general, la variante conservadora mantenía un mejor nivel de coherencia. Habían hablado con militares de casi todas las graduaciones, no precisamente para ofrecerse como ayudantes de salvadores de la Patria —pues la suerte no estaba definitivamente echada—, sino para asegurarles que seguían los acontecimientos con el mayor interés.

El, por el momento, jefe de la oposición en aquella temporada, valiéndose de su cargo y de algunas falsedades bien dosificadas, consiguió ponerse en contacto con el, también por el momento, presidente del Ejecutivo.

Ambos eran personas de experiencia que sabían que la obligación de un gobernante, venga de donde venga, es ser contrario de todas las revoluciones, excepción hecha de la industrial y de la sexual, autorizadas por la costumbre y la moda.

—Si la situación es grave —dijo al fin el liberal—conservador y, quizá, demócrata cristiano— es necesario un consenso entre todas las fuerzas políticas.

Se ofrecía elegantemente para formar parte de un gobierno de coalición que salvara la crisis. Como neutral que era, se brindaba como presidente o como vice, no en vano todos decían que él era un hombre del futuro y que el Estado, como a su antecesor, le cabría en la cabeza con que se lo empujaran un poco al entrárselo. Mientras, el auténtico presidente, amparándose en que no podía ser visto a través del hilo telefónico, ponía cara de guasa: si el derechista se había tragado la trola del golpe militar, ¿qué no se habría creído el populacho?

—Agradezco su ofrecimiento —respondió con estilo de oficio—. La situación es grave, pero no insostenible, y espero que la democracia salga fortalecida de todo este lamentable asunto.

Ambos eran heterodoxos como herejes, pero procuraban que no se les notara. El uno gobernaba y el otro quería gobernar: fieles a una vieja tradición de la clase dirigente, ponían sus propios intereses por encima de los del otro. No obstante, y como el secreto del éxito es dar que hablar hablando poco, la conversación ya no se prolongó más.

En la sede del partido del gobierno, en Ferraz, tan pronto como se supo que los mílites volvían a la carga, empezaron los trabajos urgentes al grito de «las mujeres y los niños primero.» Sólo quien haya visto la película del hundimiento del Titanic y recuerde el barullo trágico que se organiza al subirse a los botes, puede hacerse una idea aproximada de las incidencias de la jornada: una imagen vale más que mil palabras de mitin electoral.

Lo que más intranquilizaba en aquella casa era el hecho de que, en lugar de vérselas con un iceberg, cabía la posibilidad de chocar con los carros de combate. Aquellos honrados militantes, en su ingenuidad, no podían imaginar a un militar sin su tanque debajo, pidiendo grandes vasos de sangre de obrero para refrescarse el gaznate: eran víctimas de su propia propaganda.

Sin embargo, tras otear los reducidos horizontes de la calle de Ferraz, los serviolas especializados no vieron tanques, pero advirtieron que una buena porción de amado pueblo, de electores anónimos, aguardaba en aceras y calzada. Por un capricho de su conciencia reluciente, ni se les ocurrió pensar que aquel gentío acudiera allí a dar testimonio de solidaridad y socialismo.

Al contrario, conocedores de las angustias del alma española y de las últimas estadísticas sobre el paro y los precios, dieron en imaginar que iban por ellos, dispuestos a cometer algún acto de execrable venganza popular. Cosas así se leían en los libros revolucionarios y les pasaban continuamente a las clases explotadoras.

Dichosos los verde—comunistas que, al no ser gobierno, habían podido largarse de puntillas, sin más testigos que la luna y los serenos. Ellos cargaban, en cambio, con un prestigio que podían pagar a buen precio, o a malo, según desde donde se mirara: desde la calle o desde arriba.

Habría un momento, bien lo sabían, en que quienes bajaran los archivos a la furgoneta quedarían a merced de los moderados espectadores, y ese momento, precisamente, llenaba de tinieblas el ánimo de aquellos esforzados librepensadores. Así que llamaron a Calixto.

Calixto, no era de buena cuna, pero había sido criado con piensos de efectos mágicos sobre el desarrollo glandular. Tenía un cuerpo desnatado y bajo en calorías, donde el músculo ocupaba todo el espacio disponible. Calixto, cogido a una buena garrota, podía mirar de frente a emperadores y reyes.

—Tú saldrás el primero. —le dijeron sus compañeros, llenos de ilusión por el futuro.— Nadie debe tocar ni los ficheros ni los fondos.

—Nadie menos nosotros. —se apresuraron a advertirle los que le conocían bien.

* * * * *

Txema, Jon, Kepa, Patxi y Amaya, después de digerir el amargo sabor de la traición de que habían sido objeto y de disponer su sofisticado material del modo más conveniente para que Madrid aquella noche pareciera una falla valenciana, habían intentado seguir bien informados, según los deberes de todo buen ciudadano.

Fue así como se enteraron de la confirmación de sus sospechas: un golpe de Estado estaba en marcha. Como lo daban militares y no políticos, aquello significaba que la Alternativa Kas y la soñada independencia quedarían pospuestas indefinidamente. Los soldados estaban más que dispuestos a caer en la trampa sobre la que el ministro del interior les prevenía constantemente, y a repartir estopa con perseverancia.

La Edad de Oro, si uno se fijaba bien, estaba a punto de terminar, y era momento de abandonar las preocupaciones mundanas y de esforzarse en pasar a la historia. Generaciones enteras deberían recordar aquella noche del treinta de abril, cuando la Eta dio, de verdad, los últimos coletazos y armó tantísimo ruido.

La mente de todos ellos había sido víctima de la EGB en la tierna infancia y ya nunca se restablecerían del todo. Por esta razón y porque algo malo había en sus raciales cromosomas, echaron mano de todo el material disponible y salieron a la calle dispuestos a enviar al paraíso a millares de maketos y, de ser posible, trabarse en noble lid con aquellos militares que, una vez más, se disponían a aplastar al pueblo vasco.

No sabían, los infelices, que a aquella misma hora su padre espiritual, desde el santuario de Ajuriaenea, aventaba urbi et orbi la firme decisión que tenía el pueblo vasco de defender con la mayor firmeza la democracia y el estatuto. En virtud de tan nobles aspiraciones, y fiado en el inalienable derecho de autodeterminación de los pueblos que usaban la ka con preferencia a la cu, proclamaba el estado Vasco, en suspenso desde 1937.

Los siglos venideros, si sabían lo que les convenía, no hablarían ya del Alcalde de Móstoles, sino del Lendakari de Gasteiz, que también sabía lo suyo de declarar guerras santas y patrióticas.

—Desde ahora —dijo a las juventudes exaltadas y algo musolinianas que bramaban de excitación patriótica.— asumimos la responsabilidad de nuestro destino. ¡Gora Euzkadi Askatuta!

Aquellas teorías eran una pieza de museo que habría alcanzado un buen precio en una subasta frecuentada por anticuarios muy profesionales. Pero, si Cataluña no hacía honor a su tradición política y no se rendía a la primera, los pueblos del Estado español tendrían de nuevo su oportunidad de ser libres.

* * * * *

Como si hubieran sincronizado sus relojes además de sus pensamientos levantiscos, también L'Honorable President estaba en aquellos momentos en la balconada del Palacio de la Generalidad, cometiendo uno de sus mejores discursos. Lo dejaba caer sobre la multitud adicta, ebria de catalanismo decimonónico y convencida de que hablar en catalán y tener el Liceo allí mismo, en las Ramblas, lleno de óperas cultísimas, eran motivos más que suficientes para constituirse en Estado Independiente.

En el interior del Honorable, aunque reducido, cabía cierta grandeza, que podía ser atribuida tanto al alma fenicia del Mediterráneo como a alguna enfermedad de la infancia que no fuera curada con pericia: las paperas quizá.

Companys, su antepasado espiritual, había hecho de las suyas desde aquel mismo balcón. Y, aún antes, Cambó, durante la Semana Trágica, no se había quedado atrás. Contaba, pues, con dos o tres paternales fantasmas para hacerle compañía en aquellas horas de prueba; porque miedo, lo que se dice miedo, tenía para llenar varios capazos y negociarlos en la lonja como mercancía de calidad.

Dios había hecho, sin ir más lejos, libres a los americanos y con derecho a buscar la felicidad, si uno creía a Thomas Jefferson. ¿Por qué no también a los catalanes? ¿Eh? Se trataba de dos grandes pueblos, y eso que los americanos no disponían de idioma propio, como no fuera del sioux o del comanche, hoy en desuso entre los pobladores de las grandes praderas. Allí en cambio, a sus pies, uno podía ir a las Garrigas, al Pallars o a cualquier otro lugar remoto, y comprobaría que todavía se hablaba catalán con fluidez.

Hora era, pues, de poner las cosas en su sitio. Ciudadanos: el Estado español se disolvía víctima de las izquierdas y, también, de no haber hecho un Nüremberg a tiempo. Los militares, amado pueblo, habían dado un golpe de Estado y ellos, los catalanes ausentes y presentes, eran demócratas y, por lo tanto, se aprestaban a salvar la democracia en Cataluña.

—El Conseller Casasnovas nos contempla. —dijo para causar emocionados fervorines. La mención de Casasnovas nunca le fallaba; ni la del milenario catalán.— Y Prat de la Riba y Maciá y Cambó y Companys... Todos están aquí. Mil años nos empujan.

Hubiera quedado muy propio rematar la faena con una tanda de naturales y gritar aquello tan impresionante de Libertad o Muerte, pero no le pareció de buen gusto mentar la soga en casa del futuro ahorcado.

—Desde ahora los Mozos de Escuadra son el Ejército Nacional de Cataluña. ¡Catalanes! ¡Sois libres!

Trastornado por su propia oratoria, vio partir de la plaza de San Jaime a la primera columna de salvadores de la Patria. Con los Mozos al frente, salían hacia Colón con la loca idea de conminar al capitán general a que se rindiera como jefe del ejército de ocupación. Se cumplirían estrictamente en su persona todas las formalidades que especificaba la Convención de Ginebra, pero si hacía armas contra el pueblo soberano... Mejor, ni pensarlo: L'Honorable suponía que un general de hoy en día, ablandado por los sobres y por los reglamentos tácticos, vacilaría a la hora de provocar una matanza. No todos iban a seguir el ejemplo de los Yugoeslavos.

Por otro lado, la mayor parte de las tropas catalanas estaban nutridas por contingentes catalanes gracias al catalán ministro de Defensa, y ya estaban las emisoras de radio invitándoles a volver sus armas contra la oficialidad castellana antes que usarlas contra su propio pueblo.

—Esperemos —dijo al meterse en palacio desde el balcón para acomodar sus preocupadas partes nobles sobre un sillón de terciopelo— que los vascos no hagan honor a su tradición de entregar las armas y estén dale que te pego.

Tenía una vasta cultura que le permitía entender las cotizaciones de bolsa en cualquier idioma constitucional, y hasta los recibos de la luz y los artículos del Avui. Gracias a ella sabía que, cuando la sublevación contra Felipe III, Richelieu había promovido, a la vez, los levantamientos en Cataluña y en Portugal. El no era menos que aquel cardenal europeo y podía tener casi el mismo éxito.

No en vano llevaba años practicando una política tan contagiosa como las paperas y disponía de millares de hombrecillos convencidos de que un idioma es una nación, posiblemente a causa de una deficiencia en la asimilación de la vitamina A. Con gente aún menos especializada, César se había atrevido a pasar el Rubicón y a decir que la cosa estaba en el bote.

Unos días más y en Cataluña brotarían, como hongos, monumentos a su persona. El, además de ser Jefe de Estado, quedaría empatado en la historia con aquel genial Guifred el Pilós.

—Veiem. —dijo, rescatando su alma de la contemplación de tan hermosas vistas futuras.

Uno de sus siete sectarios secretarios levantó las orejas, bajó respetuosamente la mirada y se dispuso a ser útil a la causa.

—Veiem. —repitió el Honorable.— Tenim d'escriure a l'Onu, reclamant el dret inalienable de aseurer—nos a l'Assamblea General.

Y se puso a dictar telegramas en catalán homologado a sus cofrades, los demás Jefes de Estado Europeos, y también a algunos extranjeros.

Sin que él se percatara, algún carterista le debía de haber robado el «seny» en el último pleno del parlamento catalán: no había otra explicación para sus desvaríos.

* * * * *

La noche seguía siendo todavía joven e inexperta, toda llena de ideas alocadas, cuando llegaron al ministerio de Defensa las primeras noticias de las jugarretas que hacían, al alimón, el Lendakari y el Honorable.

Los acontecimientos no hacían más que confirmar que algo les hacen a los políticos al darles el poder. Su brujo debe de llevarles a la cueva y, entre calaveras, apartar el velo del secreto: «esto hay». Nunca vuelven a ser los mismos. Casi todos encanecen y alguno hay que pierde el pelo a causa del remordimiento.

La Junta de Jefes de Estado Mayor quedó impresionada por los hechos que se estaban desatando en Vascongadas y en Cataluña, pero no excesivamente sorprendida, por ser la naturaleza humana como es y conocer de antiguo cómo suceden las cosas en España: grita una vieja frente a palacio, y estalla una guerra. Se apaga la televisión y se amotinan las tribus. Dios hizo a España con mucha pimienta y con una cabeza de artista trastornado por el ajenjo

El Estado de las Autonomías se estaba disolviendo ante sus ojos como un fantasma al amanecer.

—El cretino que tuvo la idea de decir que el ejército estaba dando un golpe de Estado, bien pudo pensar que esto sucedería. —dijo amargamente uno de los generales. Un feo pensamiento penetró en su cabeza por el conducto habitual:— ¿Quedará alguien capaz de tomar decisiones?

No era una pregunta baladí si se formulaba en el contexto del Estado Partitocrático y partido. Quien conoce los hábitos de la procesionaria, conoce los métodos de la Administración: todo consiste en seguir al de delante mirándose los pies, mientras se piensa sólo en la comida.

Pero los capitanes generales afectados por la revuelta pedían instrucciones, poco dispuestos esta vez a cerrar los ojos y abrir la boca. Si la Constitución no mentía, según sus hábitos, aquel era un problema que debía resolver el ejército. Pero la misma Constitución capciosa daba todo el poder decisorio al presidente del gobierno.

La situación era tan chocante como una autoridad socialista vestida de chaqué. Vientos de Fronda corrían libremente por los pasillos del ministerio. Pensamientos escasamente constitucionales iban y venían por los mejores cerebros allí estacionados, pero nadie osaba saltarse la legalidad vigente y tomar una decisión, una sola. Trienios y trienios de férrea disciplina provocan angustiosas parálisis.

El ministro, confinado en su despacho por una debilidad de su psicología, cuando vio entrar a la Banda de los Cuatro clavó los cuartos traseros en el suelo y se dispuso a no ceder un palmo de terreno: a los mulos solía darles resultado aquel método. Aquella noche le había dado tantos vuelcos el corazón que había terminado por naufragar y lo que llevaba en el pecho era un pecio atrapado en el Mar de los Sargazos.

¿Vendrían por él esos hombres nerviosos? La fugaz idea acabó siendo extirpada por su sentido común y el ministro se atrincheró tras una sonrisa inocente y afectuosa, la misma que usaba para advertir a su mujer de que iba a empezar a tocar la Internacional al piano.

—Ministro: —le dijeron aquellos hombres con aspecto de andar buscando el cuerpo a cuerpo.— Cataluña y Vascongadas se han sublevado y se han declarado Estados independientes.

Luego se callaron y se pusieron a escrutarle con unas miradas tan complicadas como un acertijo: tenían la esperanza de conseguir valiosas observaciones psicológicas.

—Vaya. —dijo el ministro después de consultar con su ahogado corazón. Sabía que un político no debe creer así como así en todo lo que se le cuenta.—Esto va a generar una dinámica peligrosa.

Siempre se queda bien diciendo que alguna cosa va a generar una dinámica: los auditorios más selectos se aplacan con frases así y eso ayuda a dar la sensación de que el mundo de un ministro es más complejo que algunos manuales de cocina.

—Los capitanes generales piden instrucciones desde Burgos y Barcelona. —dijeron aquellos altos cargos, profundamente decepcionados por la reacción: ellos esperaban algo mucho más vivo y colorido.

El ministro, todavía tras su pánfila sonrisa, bombeaba ideas usando los mecanismos más dispares. Cada cual tiene su código y el suyo se parecía a un brazo de gitano con muchísimo merengue, de manera que le interesaba bastante más llegar al amanecer de ministro que tomar medidas precipitadas que pudieran convertirse en una molestia para el Lendakari y el Honorable. La política, como todo el mundo sabe, es como las mareas: sube y baja, y las cárceles están llenas de hombres cuyos proyectos fueron mal elaborados.

— ¿Se ha comprobado esa información? —preguntó, pausado y modoso.

Los generales siempre supieron que hay algo equívoco en el carácter de los ministros de Defensa: la desconfianza y un enfermizo amor a las consignas son su rasgo distintivo. Sin embargo, habían confiado en provocar reacciones algo más contundentes y pasionales que aliviaran, en parte, la angustia de su inútil disciplina. A fin de cuentas, hacía cincuenta y tantos años que la Patria no se desmembraba y aquella noche se convertía, por varios motivos, en efemérides notable.

Sólo que aquel ministro estaba construido con sólidos materiales terrenales y los valores espirituales de la Patria le impresionaban tanto como la contemplación de un botijo. Tal como aconseja Kipling en «If», los sueños no le había hecho su esclavo: que le cortaran en rodajas si él había soñado una sola vez, despierto o dormido, después de cumplidos los quince. Gracias a Dios era un hombre práctico que permanecía bien sujeto a las cosas que se podían tocar o comer.

—Debe tratarse de una reacción emocional. —siguió el jerarca, convencido de que aquel era el mejor momento para pronunciar un ensayo.— Frente al desconcierto de esta noche habrán querido tomar la iniciativa: no hay que olvidar que ellos piensan que se está dando un golpe de Estado.

En décimas de segundo las palabras recorrían todas las curvas peligrosas de su cerebro, se llenaban de profundo significado y fluían por su boca como un chorro de agua clara: algo así de hábil hacen las culebras con los pajarillos, aunque hipnotizar a cuatro tenientes generales tiene más mérito.

—De tomar la iniciativa se trata, ministro.— dijo el Prejujem, sustrayéndose al maléfico influjo.— Es la última oportunidad que tenemos para hacerlo.

Los otros tres dijeron que sí varias veces e hicieron gestos disciplinados, pero impacientes.

—Hay masas frente a las capitanías y frente a los cuarteles. A los delegados del gobierno en Vitoria y en Barcelona se les ha corrido como en una montería. Las emisoras regionales invitan a los soldados autóctonos a tirar las armas y a entonar coplas aldeanas. Váyase metiendo usted en la cabeza que las guarniciones reaccionarán inevitablemente.

El ministro, obediente, probó a metérselo en la cabeza, pero las compuertas debían ser demasiado estrechas para algo tan gordo, y de nuevo afianzó sus cuartos traseros en el suelo y pensó, fugitivamente, en aquel cántico de su juventud: «¡No, no, no nos moverán!»

— ¿Qué es preferible? —le preguntó el general con claros fines didácticos— ¿Dar desde aquí las órdenes oportunas, manteniendo el principio de autoridad, o que la situación se nos vaya completamente de las manos?

Para el ministro no existía el menor riesgo de que algo se le fuera de las manos: era catalán y no soltaba así como así. Además, varios años de cargo le habían convencido de que los españoles, de paisano o de uniforme, pasaban por todo sin excesivos traumas. Mañana, a la luz del día, los fantasmas se disiparían como el rocío, y dos horas de uso masivo de la televisión restablecerían, como aquel que dice, los valores habituales de todos los parámetros.

Otra cosa era lo que pudiera pasar aquella noche en aquel despacho. Tenía instintos de árbitro de fútbol y vigilaba de reojo las cercanías: hasta su cogote se había vuelto sensible a las miradas. Además, al influjo de los últimos acontecimientos, algo se agitaba en lo profundo de su estómago: un fuego dormido. Había devorado grandes cantidades de política de lata y andaba resentido por el exceso.

—Estoy de acuerdo con ustedes. —dijo, celoso de su integridad personal.— Hay que reaccionar eficazmente. Pero yo no tengo autoridad suficiente. Voy a llamar al presidente. Mientras, vayan ustedes elaborando un plan: hay que hacerse con el control de esas nacionalidades, ¿eh?, pero sin provocar un baño de sangre.

Ser un pez gordo exige comer, muy a menudo, peces chicos, aunque lleven estrellas de cuatro puntas. Los generales vibraron: era, de nuevo, una larga cambiada. Quizá porque no habían traído consigo los útiles de degollar, quizá porque habían decidido actuar saltándose al ministro, volvieron grupas ostentosamente y salieron dando el portazo de reglamento.

* * * * *

El joven que había conocido Laurita se llamaba Felipe y, cuando la policía cargó sobre ellos, se preocupó de hacerla entrar en una cafetería. Pidieron de beber para aprovechar la ocasión y se pusieron a charlar.

Felipe creía en muchas cosas. Creía de un modo ferviente y emocionado que dejaba a Laurita boquiabierta. Los hombres con los que ella acostumbraba a tratar tenían intereses y no creencias. Eran calculadores con mayor o menor fortuna, pero todos ellos ignoraban que tuvieran un corazón en el centro del pecho, o pensaban que era un residuo de la evolución. Felipe, no.

En su opinión, era necesario hacer un mundo mejor. No más igual ni más democrático: sencillamente mejor. Y el hombre era algo maravilloso, gigantesco. ¿Sabía Laurita que el hombre podía cambiar el universo? ¿Sabía Laurita que una idea, una sola, era capaz de alterar la historia?

La mujer seguía sorprendida: había olvidado cómo era la calle y cómo era la gente de la calle. Felipe llevaba más de media hora hablando y no había mencionado ni el dinero ni el trabajo ni sus proyectos de ascender en la escala social.

—Y tú, Laurita, ¿por qué estabas en la calle?

—Todo esto me cogió en medio.

—Pero yo te he oído gritar «se nota, se siente: España es de la gente».

—De la gente que yo me sé. —dijo ella con sarcasmo.

El, en lugar de comentar eso, prefirió mirarla con simpatía:

— ¡Se pueden hacer tantas cosas, Laurita! Y no hablo de carreteras o de presas o de hospitales. Se puede, por ejemplo, creer que tienes un destino que cumplir. También es posible ir por la calle sonriendo a todo el mundo o tratar de imaginar cómo serán los ángeles. El caso es que la vida no tiene que servir necesariamente para buscar dinero o placer.

— ¿Qué tienes tú contra el placer?

Felipe se echó a reir, muy seguro de sí mismo:

—Nada. Pero tampoco estoy dispuesto a pasarme veinticuatro horas al día persiguiéndolo. Me saldría demasiado caro.

O sea, que quedaba gente así, se decía Laurita. Gente que no sólo no tenía smoking sino que no estaba dispuesta a hacérselo. Gente que extraía de la vida algo más que dinero y ambiciones.

—Creo que ya ha pasado el tumulto. —dijo Felipe pagando al camarero.— ¿Seguimos?

—Seguimos, ¿qué?

—Paseando, coreando aleluyas, diciéndonos cosas. Tú eres una mujer muy guapa: podríamos hablar de eso.

— ¿Sí?

—Claro. Estoy convencido de que una mujer guapa ve el mundo mucho más desorganizado todavía. La belleza es equilibrio, ¿sabes? Y el mundo, en cambio, es desequilibrio.

Laurita no se creyó lo del equilibrio, porque se conocía. Charlaron sin embargo.

* * * * *

El taxista había conducido a José Luis y a Chop de muy mala gana. Entre sus recuerdos figuraba haber llevado una vez a La Moncloa a un señor que le dijo que esperara, y a los tres minutos fue identificado, cacheado y obligado a circular.

— ¿Sabe usted? —decía el taxista, rencoroso— A uno le tratan como si acabara de asesinar a un ministro. ¿Sabe usted? No hay confianza hoy en día y a nadie le gusta que le traten como a un presunto.— meditó someramente— ¡Mucho peor que a un presunto! Sólo se sospecha de la buena gente, y, a la mala, ¡hala!, cargo al canto.

A la puerta de la Moncloa Chop y José Luis desembarcaron como la infantería de marina ante el enemigo fortificado: si hubiera habido tanta gente en las playas de Normandía los angloamericanos no lo hubieran tenido tan fácil. En aquellas soledades comprendieron, sin esfuerzo, por qué la entrada de La Moncloa no es una región cantada por los poetas.

Chop, que miraba a España desde un burladero, arrancó hacia los vigilantes fiado en su sonrisa y en su acento: suponía que los guardias, si están bien alimentados, jamás atacan al extranjero de noche, circunstancia que no le constaba a José Luis con la misma claridad. Sólo le confortaba saber que, al no ser los primeros en llegar, la tropa debía estar ya ahíta de carne de periodista. En efecto: tuvieron su oportunidad para identificarse.

A pesar de ser un complejo, en La Moncloa todavía quedaba alguien con la facultad de pensar, y los guardias disponían de una lista extensa en la que figuraba Chop: Corresponsal del Luxemburger Wort, Don...Jacques Schopenhauer. Los carnés y las acreditaciones hicieron el resto y ellos, después de pasar por un detector como el de los aeropuertos, se encontraron en los jardines, libres e indemnes, cortésmente acompañados al lugar del aquelarre.

El palacio estaba limpio. Los charcos de lágrimas habían sido cuidadosamente enjugados por las señoras de la limpieza y los barrenderos habían recogido de los rincones a las víctimas de los diferentes infartos. Aguzando la vista, incluso vieron a lo lejos sonreir a uno que correteaba sobre la alfombra.

Los informadores habían sido estabulados en un hermoso salón con cuadros de firma y con dorados en las paredes: lujo decadente, pero democrático. Tras una cortina de humo de tabaco, hervían como un hormiguero y adoptaban posturas irrespetuosas que servían para recordar al estudioso olvidadizo que el hombre es una criatura del cuaternario.

Al fondo, casi en la línea del horizonte, había un podio con su atril dotado de micrófono y lamparita: tal vez se lo hubiera dejado olvidado el presidente de los Estados Unidos en su última visita. Secretarios y domésticos iban y venían por sus proximidades, y un hombre con la apariencia de un trasatlántico navegaba entre las oleadas de periodistas, repartiendo recado de soplar con la misma precaución del empleado del zoológico al echar la carne a los leones.

La entera clase periodística bullía en aquella sala ante los asombrados ojos de Chop. Puede que allá, a lo lejos, tras las tapias de palacio, estuviera sucediendo una revolución, pero las plumas más rápidas de España, cuyos poderosos cerebros podían trabajar incluso en el vacío —como demostraba la experiencia—, se entregaban al copeo, a la charla intranscendente y al chiste fácil.

—No parecen comprender que la situación es crítica. —dijo Chop, hondamente preocupado y casi escandalizado.

José Luis hizo un gesto ambiguo con la máquina fotográfica:

—Así revienten. —era un hombre lleno de sinceros sentimientos y amante de la verdad.

—Aquel —siguió Chop, súbitamente interesado por la realidad— ¿no es el corresponsal del Vogue?

Iba a expresar la impresión que le causaba ver a corresponsales de revistas de modas en aquella conferencia, el aire de frivolidad que aportaban a la concurrencia, cuando un consejero de Estado mal planchado se puso a aullar como un coyote en el desierto:

— ¡Señores! ¡El Presidente Del Gobierno Español!

Naturalmente, su voz fue devorada por los ruidos de fondo, y los periodistas siguieron dale que te pego con su charla y con sus vasos. El protocolo solemne no había salido bien, de manera que el consejero de Estado empezó a dar golpes con la uña sobre el micro y a decir «uno, dos, uno, dos», que es cosa que siempre les dicen a los micros los imaginativos que les rascan con la uña.

— ¡Señores! —repitió, haciendo que vacilaran algunos tímpanos— ¡El Presidente Del Gobierno.!

Tenían previsto hacer sonar algunos acordes del himno nacional, pero, a última hora, les pareció cargar la mano demasiado, así que el vero presidente, a cuerpo limpio como un torero de clase, avanzó, con todo el trapo desplegado y sonriendo, en dirección norte—sur. Años de descansar sobre los laureles le habían dado cierta apariencia de asado frío.

El gentío, disciplinado en parte, tragó los restos de sus vasos y fue tomando asiento, sin duda impresionado por las ojeras del presidente, negras y profundas como la noche. Eso debía de ayudarle a presentar una apariencia obrera a pesar de vestir la corbata propia del hombre civilizado. Ni Blancanieves hubiera puesto una cara más inocente.

Aunque un político es un ser que mira poco hacia los lados y nada hacia adelante, aquel presidente disponía de un feroz autodominio y, firme como la pata de un elefante, se plantó tras el atril meditando algo como «allá voy, Eternidad», y se puso a contar su historia.

La historia en cuestión había quemado casi todo el fósforo de que disponía su gabinete, que se alimentaba casi exclusivamente con sardinas los días de crisis. Se trataba de explicar que las cosas iban mal a causa de los inevitables poderes fácticos, pero no demasiado mal. También los militares, que eran tan demócratas como las hienas, habían dado un golpe, pero pequeño. Cómo sería de pequeño que ya lo tenían sofocado los elementos fieles.

Tenía tal habilidad verbal que hubiera sido capaz de pronunciar «síndrome de inmunodeficiencia adquirida» en menos de un minuto, así que no le arredró meterse en todas aquellas prolijas explicaciones: conectó el motor auxiliar y se dispuso a dar lo mejor de su oratoria en aquella hora de tribulación.

Como el manual de instrucciones no decía nada de lo que hay que hacer cuando la tele deja de funcionar a traición, él y todos sus muchachos habían tenido que crear doctrina en el espacio de poquísimas horas. Aquellos hombres, entrenados para dar buena cuenta de cualquier voto que acertara a pasarles cerca, tardaron en tener la primera idea, pero, una vez que dieron con ella, la desarrollaron con increíble pericia.

¿La gente creía que había golpe? Pues le daban uno para que disfrutase con él: para ser un buen político hay que saber rebajar la propia mentalidad al nivel de la de un alcalde algo despierto, y ver así las cosas con los mismos ojos que el presunto elector medio, capaz de creer en las promesas electorales y en que le tocará la Primitiva la semana que viene.

A partir de estas premisas el plan salió tan perfecto como si lo hubiese elaborado el mismísimo César Borgia con el asesoramiento técnico de su hermana Lucrecia. Los militares tenían la culpa, como siempre; y los gobernantes, que estaban cargados de razón, habían conseguido un nuevo éxito contra la involución. Como aquel que dice, habían vuelto a salvar a España de un destino peor que la muerte, se lo decía él, que amaba la libertad como el que más y, por eso, ya lo veían, andaba con aquellas ojeras de sufrimiento.

Le constaba —pero eso no lo diría desde su atril— que se estaban haciendo mal algunas cosas. Su buen ministro, martillo de golpistas, había dado órdenes para descongestionar de soldados la capital, pero ahora se sostenía a duras penas, parapetado en su despacho, frente al acoso de una nube de generales que exigían un rotundo desmentido del supuesto alzamiento militar. ¡Para cosas rotundas estaban los tiempos!

La policía, cansada de aporrear ciudadanos sin pluses extras, se había plantado en muchos lugares y, encima, no había sido capaz de detener a los etarras que necesitaban para la próxima campaña electoral. Nubes de auténticos Honorables y Lendakaris andaban proclamando en provincias la autodeterminación y bailando paganas danzas regionales, dispuestos a hacerse con un Estado antes de su jubilación. Y, para colmo, la tele seguía sin funcionar, permitiendo así que muchos ciudadanos salieran de la hipnosis endémica en que se les había sumido a costa de esfuerzos sin cuento y de gastos que superaban el rescate de un rey.

Pero, a pesar de las adversidades, se hallaba en paz consigo mismo y satisfecho de sus habilidades. ¿Qué es lo más grande de Madrid? ¿Acaso un edificio? ¿El Santiago Bernabeu? No: aquel corazón esforzado que flotaba por encima de las dudas como el Arca por encima del Ararat, montaña bíblica. Quedaba demostrado que un político en apuros puede convertirse en un ser extremadamente sensible y apto para la supervivencia. Tanto, que más de un estudioso hubiera dado una mano por poder exhibir sus restos, cuando lo fueran, en un museo antropológico: aquel cráneo, con tan notables arcos superciliares, era una joya sólo comparable con algunos especímenes hallados en el Valle de Neanderthal.

Chop atendía a las explicaciones como si la vida le fuera en ello. No las entendía, pero estaba lleno de admiración: cuando aquel hombre empezaba a hablar, acreditaba disponer de unas amígdalas extraordinariamente resistentes, pilar de su oratoria obrera. La mente luxemburguesa, por lo que se ve, es un dispositivo de alta precisión que se pierde cuando le suministran más de tres vaguedades en menos de cinco minutos.

—Me había alarmado por nada. —confesó a José Luis tras siete minutos de soportar aquel tratamiento anestésico.

—Los políticos españoles —le advirtió su amigo— son omnívoros: lo devoran todo entre cánticos de amor al pueblo.

—Lo que no entiendo —dijo Chop, empeñado en ser lógico en una tierra gobernada por partidos— es por qué dijeron que no había golpe si en realidad lo había.

—Se trata de una vieja costumbre española: engañar al que se deja. —le informó José Luis, dispuesto a darle otra lección sobre la psicología hispana.— En España las tradiciones son más espesas que la goma arábiga: aquí seguimos apedreando a los trenes, como en las mejores épocas del maquinismo; seguimos intentando restaurar la Primera República, sin escatimarnos cantones; y a los toros de las pinturas rupestres los toreamos todos los domingos a las cinco de la tarde.

Chop estaba admirado: los españoles están tan bien adaptados a un medio hostil que sobreviven incluso a la mordedura de un Secretario General y soportan varias campañas electorales al año sin caer gravemente enfermos de convulsiones

El presidente había hecho una pausa por la pura necesidad de felicitarse por lo bien que le estaba quedando el pastel. Varias toneladas de carne periodística, armadas con micrófonos, atendían a sus palabras, ya casi insensibilizados al dolor. Mientras tomaba aire para iniciar un nuevo período, relajó sus músculos para mejor hablar. Afortunadamente no necesitaba poner la mente en blanco porque la tenía así desde muchísimo antes. Arrancó en primera y fue acelerando:

Aunque no le creyera su auditorio —dijo como recurso oratorio— a él no le gustaba hacer juicios temerarios ni precipitados, pero las cosas iban ligeramente bien, incluso para un pesimista de la oposición. Aquí todo el mundo estaba dando los últimos coletazos: los terroristas por un lado, los militares por el otro. Ya sabían todos los presentes, por haberlo oído y creído durante años, que en España el que alborota lo hace precisamente porque va de capa caída, porque está en el cepo.

— ¿Es verdad eso? —preguntó Chop

—Indudablemente: es vieja costumbre española armar un zafarrancho cuando uno cae en el cepo y descubre que las urnas le han excomulgado. Fíjate en el presidente.

—Ah. —Chop comprendía verdades de a kilo en compañía del guía nativo. Aquella costumbre debía ser una reminiscencia del viejo hidalgo que, cuanto menos comía, más se hurgaba los dientes con el palillo. Cuando uno es un escritor luxemburgués, es un espécimen de jardín zoológico: el buey almizclero, el tigre siberiano, el escritor luxemburgués.

Marrullero y taimado, el orador se había metido en honduras con la intención de trabar las neuronas de su auditorio, y explicaba que el partido de los pobres, o sea, él mismo a pesar del reloj de pulsera de oro, estaba allí para arreglar el entuerto y conducir a su amado populacho por la senda de la libertad, que no, que no era de rosas, pero sí el único camino.

Entonces, como si los dioses burlones hubieran decidido tomar venganza, sonó la primera explosión. Algunos corazones, esófago arriba, se encaramaron hasta la garganta. Litros y litros de sangre corrieron como chiquillos por venas y arterias de vieja estirpe visigótica. Algunas plumas cayeron de las hábiles manos que las manejaban y un silencio corto, pero intenso, se hizo el amo de la reunión.

Casi enseguida, la segunda explosión vino a dar qué pensar a los oídos sin trabajo. Y la tercera. Y la cuarta. Así, hasta veinticuatro.

Alguien, entre la segunda y la tercera, tuvo un rasgo de sarcasmo:

— ¡Y decía que lo tenía todo sofocado! ¡Menudo carrerón lleva!

* * * * *

Como todo el mundo sabe —y, si no lo sabe, ahora quedará colmada su curiosidad—, el Goloso está al norte de Madrid y la carretera de Extremadura sale del suroeste, pasa por Campamento y se pierde en Castilla La Nueva. Cuando unos regimientos de infantería acorazada, como el Alcázar de Toledo, o de infantería mecanizada, tal el Asturias 31, pretenden ir a Extremadura para satisfacer así las órdenes de un ministro diligente, tienen la posibilidad de dar fatigosos rodeos por El Pardo y otros parajes, expuestos a perderse y, sobre todo, a perder unas horas preciosas. Pero también pueden, con arreglo a la urgencia, tirar por la calle de en medio, aunque se trate de una calle madrileña de tanto empaque como la Castellana, que ahí está, ancha, recta y bien iluminada, ideal para que los viejos y entrañables carros hagan una buena media horaria.

Cierto que a nadie se le ocultaba que atravesar Madrid en tanque tiene sus inconvenientes y es hacer oposiciones a tener graves diferencias con los guardias de tráfico. pero poner a las unidades en orden de marcha se había llevado más tiempo del previsto y, a aquellas alturas, el ministro y sus seres más queridos debían suponerles en Aranjuez, tomando contacto con la caballería del Pavía, mientras ellos estaban, como aquel que dice, todavía sin vender una escoba.

Las órdenes no podía ser más urgentes: todos pa Extremadura, como los pastores. Y, por lo que decían las radios, no era noche aquella para entretenerse: pasaban cosas gordas, se creyera en ello o no, y lo mismo acababan defendiendo al Estado de Derecho, o a cualquier otra ilusión óptica, en el plazo de unas horas.

—Además —dijo un coronel muy sarcástico—, ya va siendo hora de que el pueblo nos vea en todo nuestro esplendor.

Estas eran las palabras y los argumentos, pero no las verdaderas ideas. Muchos, si no todos, pensaban que jamás tendrían una excusa mejor para incordiar. Atravesarían Madrid de Norte a Sur metiendo un ruido de todos los diablos y, al día siguiente, una nube de diputados de todos los colores presentarían sabe Dios cuántas preguntas en el Congreso.

—Ordenes de su excelencia el ministro. —les responderían— Razones de Estado tan coherentes como un discurso de investidura. Los carros iban nada menos que a sofocar un involucionismo en las dehesas.

Imbuidas de semejante espíritu deportivo, y con la alegría propia de las excursiones al campo, las unidades enfilaron, por fin, la carretera de Colmenar Viejo, cruzaron Herrera Oria por debajo de uno de los tirabuzones, y en un santiamén, dejando La Paz a su derecha, se encontraron en lo alto de la Castellana, con la calle más ancha de Madrid a su disposición para demostrar cuánto puede sacársele a un AMX—30 sobre un firme de calidad.

Los carros de combate son ingenios mecánicos poco confortables, y sus constructores renuncian, invariablemente, a dotarles de buenos silenciosos: así que aquella larga columna, avanzando con la ciega determinación de un político hacia el sobre de la nómina, entonaba una ruidosa canción de guerra.

No es de extrañar que los buenos madrileños se pararan en las aceras, estimulada su curiosidad, o se asomaran a las ventanas a contemplar a las columnas que bajaban con el aire feroz de un hincha del atlético vencido en el Bernabeu. Todos habían nacido después de la caída del Imperio Romano y no sabían cuánto llega a abultar un movimiento de pueblos.

Las mujeres miraban a las máquinas, impresionadas por la virilidad que se desprendía de ellas. Los hombres, según su credo y doctrina, sonreían o temblaban. Los automovilistas procuraban apartarse, llenos de amor hacia la chapa de sus coches. Los semáforos, progresistas como el que más, se ponían en rojo inútilmente. En fin: nadie que viera aquella procesión de acero dudaba de las noticias de la radio. No había demostración mejor de que las cosas iban en serio, y no pocos empezaban a pensar en cómo denunciar al vecino aquel que leía Mundo Obrero. La cosa hubiera sido grotesca si el vecino en cuestión no estuviera ya buscando sus viejos papeles del Movimiento o del Sindicato Vertical. Al día siguiente Madrid padecería una de las más implacables invasiones de resistentes y quintacolumnistas, liberados, por fin, de un sistema con el que fingían colaborar.

Como no podía por menos que suceder, al cabo de algún tiempo de avanzar, la unidades acorazadas no tuvieron más remedio que pasar por delante del Ministerio de Defensa: los millares de cristales del edificio vibraron de emoción y compañerismo, pero no tanto como una buena porción de los seres humanos que lo poblaban a aquellas horas.

El mismo Prejujem, víctima de la presión arterial, se puso a barritar como un Gran Macho en la sabana. Opinaba, a gritos, que había una gran cantidad de descerebrados destinados en el norte de Madrid. ¿Cabía, acaso, en alguna cabeza hecha a las gorras de plato, que se podía atravesar en tanque, en muchos tanques, la capital de una nación en la que la radio acaba de decir que el ejército está dando un golpe de Estado?

Pero, en la mitad de su ira, se puso a pensar en la cara que debía estar poniendo el ministro y no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción. ¿No dijo él que a Extremadura y corriendo? Pues allí estaban los carros, corriendo como los buenos, caminito de Extremadura en línea recta.

El ministro, atraído por el ruido bélico, se había asomado a la ventana de su despacho. Firme sobre sus nudosas patas, estudiaba calladamente la situación para poder recordarla en los días de su vejez. Como dice J.P. Donleavy, era un cuerpo blanco con una cabeza negra, y aquella cabeza, endurecida como una bellota vieja, empezaba a vacilar y a sentir calambres.

Aunque su ética quisquillosa murió muy joven, la conciencia le roía la mayor parte de aquella esponja que él siempre creyó que era su alma. Se imaginaba al buen presidente leyéndole la cartilla: «¿Quién dio la orden de que las unidades acorazadas salieran para Extremadura? ¿Quién no se percató de que, entre Extremadura y el Goloso había una especie de nudo de carreteras gordo llamado Madrid?» Podía llegar a ser una desagradable experiencia.

Buena se le había caído encima. Por los pasillos adyacentes rondaban hordas de primitivos generales, dispuestos a caer sobre él exigiéndole órdenes para Cataluña y Vascongadas. La Moncloa le había abandonado, como antaño su desodorante. Y, para redondear el lote, centenares de carros de combate correteaban por la Castellana. Y, todo hay que decirlo, no hay persona, por más que frunza el ceño, que pueda llegar a poner tan mala cara como la que pone un tanque cuando avanza por un paseo.

El problema, así definido, se abrió paso a duras penas hasta la parte más lúcida de su mente, que se hallaba en un lugar apartado y poco ventilado. Horrorizado, quiso decir algo para la posteridad, pero, o tenía un nudo en la garganta o se le habían soldado las amígdalas. Esforzándose, sólo consiguió sufrir una especie de ataque de chirridos que hacía juego con el ruido de fondo de las cadenas.

Tras unos tumbos por el despacho, maltratando la alfombra, se hizo con el control de puente de mando, fijó el rumbo, izó todo el trapo y salió en busca de personal cualificado. A veces el propio cuerpo nos humilla: uno quiere correr a cien y sólo consigue sacarle unos miserables veinte por hora. Pero, aún así, tardó poco en dar con la Banda de los Cuatro.

Los tenientes generales, que tenían un corazón tallado en granito, le vieron llegar con cierta aprensión, pues no siempre se observa a un alma en pena con barbas que suena como un esqueleto batiendo palmas.

— ¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —decía la aparición.

—Carros, ministro. —le respondieron con absoluto respeto a la verdad.

— ¿Adónde van? ¿De dónde vienen? —preguntó como un filósofo que se interrogara sobre el significado de la vida.

—Son las fuerzas que usted mandó salir hacia Extremadura.

Eso mismo se temía él. «Ministro —le diría alguien—: su ejército se está cargando el pavimento de Madrid.» Lo de hoy era inevitable, pero tenía que pensar en el mañana, cuando el Dios Padre del gobierno le preguntara: ¿qué has hecho con el saco de poder que te di, hijo mío? ¿Taponar con carros el paseo más largo y ancho de la capital? ¿Se te presentan a menudo estos caprichos? En opinión del ministro, Extremadura podía esperar:

—Que regresen inmediatamente a los cuarteles. —dijo tras una honda reflexión. Esperaba ver a los generales corriendo entre las máquinas y gritando ¡Media vuelta!. No comprendía las complicaciones de la guerra moderna.

—Eso no se puede hacer así como así. —le informó el Jeme.— Hay que llamar por radio al jefe de la brigada y, luego...En fin, que tardaremos algún tiempo y la cabeza de la columna puede estar ya en Cibeles.

La noche era estrellada y, para colmo de desdichas, tiritaban, azules, los astros a lo lejos. Brillaban también las estrellas de los uniformes con su habitual fulgor dorado y hasta centelleaban las gafas del ministro, sin duda más transparentes que su alma atribulada. La luna, en su celeste cuadrante, descabezaba un pálido sueño. Lorca hubiera tenido algo hermoso que decir sobre aquella luna, pero desde el Ministerio de Defensa no todos la contemplaban con indulgencia. Los carros, en la distancia, piafaban. Bueno, no exactamente: sus carburadores daban lugar a falsas explosiones y a algún relincho que otro. El mundo, antaño plácido y aficionado a los placeres intelectuales, estaba a punto de ser internado en un manicomio.

Y entonces, como para romper la tensión que acongojaba a la cúpula de los ejércitos, se oyeron dos explosiones de bastante consideración y un rápido tableteo de armas ligeras.

—Ya se lió. —dijo alguien, imbuido de cierto fatalismo oriental.

—Ahora lo que suena es una ametralladora pesada. —retransmitió otro.

El ministro sintió como su amplitud de miras se reducía por momentos. Estaba de cuerpo presente, pero su alma volaba lejos, en lo alto, libre y pura. Como siempre que se abismaba, se puso a tararear su repertorio de sardanas. Mañana, si Madrid aún continuaba en pie, millones de ciudadanos serían testigos de sus últimos minutos como jugador estrella del consejo de ministros.

Regresó a la realidad tan bruscamente que por poco se le desprende el cuerpo astral:

—Disparan —dijo—. ¿Por qué disparan? ¿Es que en España no se puede apagar la televisión sin que se hunda el mundo?

No hacía más que trasladar al lenguaje oral una de las más notables incógnitas que planteaba aquella noche, llena hasta el borde de mundanales ruidos. ¿Qué más quisieran los presentes que saber por qué oscuros motivos habían decidido disparar los turbulentos ocupantes de los carros? Las ametralladoras, como sabían muy bien los profesionales de las armas, son seres tartamudos y pasionales.

El ministro, que había llegado al cargo después de ordeñar a una gran ciudad desde la alcaldía, volvía a sentir las más angustiosas dudas sobre la fidelidad de sus condecorados colaboradores. Aquellos hombres, a pesar de los sobrios uniformes, podían poseer exuberantes imaginaciones y andar metidos en una extraordinaria partida de caza en la que, si se descuidaba, él haría de liebre.

De momento —se dijo, recapitulando los hechos con todo detalle— disponían de varias excusas de buen material para intervenir en la dulce Cataluña y en la ondulada Euzkadi; el Congreso había sido tomado por turbas borrachas de sarcasmo y, encima, la Castellana parecía un fragmento de Sin Novedad En El Frente. ¿Era o no para escamarse?

—Hay que acabar con esto. —dijo, estremeciéndose bajo la impresión de unas nuevas ráfagas. Cualquier antropófago que lo catara hubiera notado que era hombre de carne tierna. Su alma, en cambio, era un enigma.

—Estamos tratando de comunicarnos con ellos. —le respondió uno de los generales.— También queda el asunto de los capitanes generales de Burgos y de Barcelona: dicen que los separatistas endémicos apedrean los cuarteles. ¿Qué hacemos?

El tiroteo había cauterizado parte de sus terminales nerviosas y le costaba concentrarse en más de una cosa a la vez. La idea que en estos momentos ocupaba su espacio interior era de las más elementales: no sabía cómo salir del atolladero y pensaba en la conveniencia de huir a La Moncloa a llorar sobre el hombro del presidente. «Por lo que más quieras —le diría enseguida—, dame Hacienda. Desplumar a nueve millones de contribuyentes al año es más descansado que iluminar las mentes de un puñado de generales.»

—Cada cosa, a su hora. —dijo al fin— Lo urgente es que cese el tiroteo y regresen los tanques a sus cuarteles. A esos dos capitanes generales comuníquenles que no quiero ni un solo incidente. —reunió sus desperdigados gramos de valor y los hizo trabajar al límite de sus posibilidades.— Ni uno solo. Que las fuerzas se mantengan alerta, pero sin moverse.

Sintió como su corazón alado no hacía más que empujar, buscando una salida de aquel pecho entristecido y semiahogado. Luego, ya con experiencia, se tambaleó por el pasillo de regreso a su buitrera. Se había tambaleado por pasillos más hermosos, pero siempre era una actividad desagradable.

* * * * *

Tal como ya se ha advertido, la noche era estrellada. Mientras los astros tiritaban y hacían otras cosas de su exclusiva competencia, los traicionados hombres y mujeres del Comando España, sensibles y decepcionados, se pusieron en marcha para dar la batalla a la noche más larga, para morir matando, que es frase que inflama; para escribir la última de las páginas épicas de la historia de España.

A la pálida luz de las farolas centralistas sintonizaron sus relojes y se estrecharon las manos: se despedían hasta dentro de unas horas, en su guarida o en el infierno, imbuidos de un alto sentido de la tragedia griega. No sólo les empujaba un hado fatal, sino el convencimiento de no pertenecer ya a este mundo traidor.

Kepa y Jon fueron los primeros en partir. Jon, en todos aquellos años de lucha, sólo había conseguido un duodeno agujereado por causa de la excitante vida moderna; Kepa, un tiro en una pata. No eran, pues, unos triunfadores, pero sabían hacer su trabajo rutinario con exactitud y modestia. Por eso atravesaban Madrid rumbo a La Moncloa: ¡Qué maravilloso coto, con la caza nada escopeteada!

Cuando a uno le esperan en algún sitio —y en el palacio solían esperarse casi cualquier cosa—, lo mejor es no ir: enviar un alado mensajero. Precisamente para casos así se inventó en la antigüedad remota, y se perfeccionó con tesón e ingenio, un tubo de acero que cabe entre las piernas y que, en su talla mediana, recibe el nombre de mortero del 81. Se le apoya en alguna superficie de confianza y, mediante unos sencillos cálculos, se consigue regar con granadas a cualquier desgraciado que esté dando una rueda de prensa a dos o tres mil metros de distancia.

De noche, y a lo bestia, sólo los virtuosos del instrumento cuelan el proyectil por una chimenea, pero, aún sin esta precisión, no cabe duda de que el mortero es lo más a propósito para esquivar cinturones de seguridad, cuerpos de guardia y perros policía ansiosos de morder gargantas vascas.

Kepa era un recién llegado, un invitado del norte, pero Jon disponía de largos estudios y de observaciones del natural que le permitieron escoger un punto seguro, relativamente solitario: un lugar de la carretera de El Pardo, en frente de la Hípica del Club de Campo, pero al otro lado del río. Allí basta con detener el coche en el arcén y apoyar el instrumento para estar en condiciones de llevar sorpresas sin cuento a la cúpula del gobierno.

Salvo su conciencia, todo iba bien para los dos hombres. Dispusieron la caja de granadas al lado del mortero; tomaron la longitud y la latitud contemplando el firmamento y comprobaron que la hora coincidía con la que las emisoras habían anunciado como la de la celebración de la rueda de prensa. Con un poco de suerte, la voz de la Eta se oiría también en toda España con un terrible acento de trilita.

Conectaron la radio del coche para hacer las cosas bien hechas, como los políticos, y atendieron al discurso del presidente, que iba cogiendo carrerilla segundo a segundo: Jon y Kepa se atrevían a todo porque ya se sabe que los españoles, con o sin sangre gótica en las venas, venían de raza de exploradores y de frailes.

El jefe de Ejecutivo, después de pasar por un enrevesado pasaje en el que habló de profetas desarmados que se armaban para cumplir no se sabía qué profecías de paz, embocó en la vieja cuestión del partido de los pobres, que iba a seguir arreglando las cosas, poniéndolas en su sitio para que pronto hubiera libertad. Aquel faro del progresismo emitía hermosas palabras, sin duda.

—Los enemigos de la democracia se han vuelto a equivocar. Han sido ya dominados todos los focos de rebeldía y todo ha sucedido sin que sonaran las armas. Creo que el pueblo español está dando pruebas magníficas de moderación y de pacífica convivencia.

Jon y Kepa comprendieron, a la vez, que no dispondrían de un momento tan a propósito como aquel. Jon besó a la primera granada antes de dejarla caer por el tubo: «saludos a la afición», le dijo. Kepa, emocionado como un niño, tiró de la cuerda del disparador y el proyectil partió dejando tras sí una raya de fuego del infierno. El mundanal ruido, al contrario que a Fray Luis, a ellos les pareció progreso de alta calidad.

En menos de siete minutos enviaron veinticuatro mensajes de libertad por correo urgente. Con quince o veinte muertos se darían por satisfechos, dada la dificultad del blanco: no tenían instintos sanguinarios. Su único interés había sido que España entera, y la afición euscalduna, oyeran cómo era bombardeada La Moncloa, el lugar más protegido del Estado español.

Cuando arrancaron el coche, la llama del idealismo brillaba en sus ojos, confundiéndose con las brasas de sus pitillos recién encendidos.

* * * * *

Txema, Patxi y Amaya, afortunados propietarios de un lanzagranadas Instalaza, se dirigieron hacia el ministerio del Interior, cargados de oscuras sorpresas. Cualquier terrorista con sentido común abriga en su pecho sentimientos desagradables contra Interior, aquel nido de policías, chivatos y soplones. De allí había salido la traición que acabó con sus más nobles ideales, y justo era allí donde la partida pensaba dejar, como Don Juan, recuerdo amargo.

Txema, ligeramente impregnado en moriles, conducía. Patxi y Amaya, con el cristal bajado, repasaban el plan, que era un prodigio de sencillez: llegar por Amador de los Ríos, abrir fuego contra la puerta y, luego, contra varias ventanas, para perderse, a continuación, en la noche con el corazón cantando de júbilo.

Pero al pasar por el elevado de Raimundo Fernández Villaverde, y cruzarse con la columna acorazada, se dieron cuenta de que el destino les ponía la gloria al alcance de la mano. ¿No era mil veces mejor destruir uno o dos carros que abrir unos cuantos boquetes en un ministerio cerrado y prácticamente deshabitado? ¿Acaso no valía más un tanque que un puñado de funcionarios? Y dos tanques, placer de dioses, tenían un precio que nunca llegaría a alcanzar un ministro del Interior por mucho caviar que se embutiera.

Se desviaron urgentemente por la plaza de la República Argentina, doblaron aquí y acullá,, y, a la postre, consiguieron quedar al acecho en un paraje que los nativos conocen como glorieta de Emilio Castelar, justo detrás de la embajada americana. Si algún proyectil se perdía y le arreaba a un yanqui, los terroristas alcanzarían el éxtasis y morirían, además de con las botas puestas, con la satisfacción del deber cumplido.

Cuando uno se pone a acechar con un lanzagranadas al hombro, los electores y ciudadanos de las cercanías suelen acabar por percatarse. La gente capitalina está muy escamada y curtida por los engaños: ve mujeres que son hombres, políticos travestidos de filántropos, trotamundos habilitados de oradores, punks con crestas que dicen ser intelectuales o revolucionarios, según les peta; jóvenes envejecidos; viejos rejuvenecidos; bandoleros de todos los pelajes disimulados entre los cargos públicos y, de vez en cuando, persecuciones de policías y ladrones con la sirena a gritos, como en Hollywood, por no decir nada de las apariciones televisivas de Ruiz Giménez, con su dicción cristalina.

O sea, que la tal gente procura no dar crédito a sus ojos a la primera. Mira para otra parte, se encoge de hombros y evita que la tomen por simple, por mirona de baja estofa, por paleta. Así y todo, hay que decir que la escasa concurrencia se apartó de Txema, que podía ser cualquier cosa, y de su artefacto, que era, sin duda ya, lo que parecía: un bazooka capaz de organizar ruidosos fuegos de artificio.

Tras una corta espera Txema vio llegar a los carros rechinantes, o sea, retxinantes. Condenadamente seguros de sí mismos. Les hizo una mueca impropia de un caballero y, valiéndose del visor, eligió a su primera víctima. Canturreó a sus dioses lares una especie de marcha fúnebre, aspiró cuatro litros y medio de aire primaveral, cerró los ojos para soportar mejor el estruendo, y apretó el gatillo.

Dice Pierre Daninos que los combatientes hacen hablar al cañón mientras que los historiadores son los que hacen hablar a los combatientes, para que frases sólidas entren en la historia. Ciertamente, tras la primera explosión, los carros mismos parecieron sufrir un hipo, seguido de un breve ataque de sordomudez. Máquinas y soldados se quedaron atónitos, convencidos de estar viviendo una alucinación, colectiva pero imposible. En La Castellana y, menos, en la Glorieta de Castelar, no estallan granadas contracarro a la luz de la luna.

Pero, pasados los primeros momentos, los combatientes hablan, diga lo que diga Pierre Daninos. Hablan, sobre todo, en los tiempos muertos que quedan entre los gritos y los rugidos, si bien no suelen atender a su misión histórica y rara vez emiten frases inspiradas que puedan repetir, fervorosamente, los niños víctimas de la LOGSE. He aquí algunos ejemplos que demuestran el uso coloquial que del lenguaje hicieron aquellos combatientes:

— ¿De dónde ha venido eso, si puede saberse?

— ¿A qué animal de bellota se le ha disparado el cañón?

—Alto, alto. Que se detengan los vehículos.

Afortunadamente Txema, entre la luz escasa de las farolas y el feo vicio de cerrar los ojos por miedo al ruido, no había hecho un buen blanco, limitándose a abrir un boquete en el asfalto y a tronchar un plátano que estaba en la flor de la vida. Pero, aún así, su disparo había demostrado que cincuenta años de paz llenan de herrumbre los reflejos de los ejércitos: acaban teniendo del fuego real una especie de visión bucólica.

En el 36, cualquier carro cañoneado, perteneciera al bando que perteneciera, no hubiera tardado ni treinta segundos en responder a la agresión con métodos de probado pragmatismo. Ahora, en cambio, corría entre las filas la opinión de que estaba sucediendo algo increíble.

Gracias a ello Amaya pudo introducir un nuevo proyectil en el tubo y recomendar a Txema que dejara en paz la ideología y no se desviara tanto a la izquierda en el próximo tiro: cualquier observador que mirase a Amaya a la pálida luz de las farolas, convendría en que la naturaleza es sabia: a la mujer que tiene que ser militante la hace fea para que pueda ejercer su misión con dedicación exclusiva.

La segunda granada de carga hueca voló alegremente unos cuantos metros, rozó el suelo y se llevó varios palmos de la cadena del primer carro. Pero, gracias a Dios y a Darwin, el mundo está hecho para que sobrevivan los más fuertes y el tanque, después de sonar y gruñir, aguantó la prueba.

La sorpresa es siempre un mal enemigo, aunque dispare con los ojos cerrados como Txema. Pero, en honor a la verdad, hay que decir que nadie pensó en asustarse ante el fuego enemigo: la virtud y la honra quedaron a salvo a pesar de que muchos soldados estaban minados por los discursos políticos, por las campañas electorales y por la contemplación consuetudinaria de su ministro.

El rebufo del lanzagranadas había revelado la posición de los atacantes y, pese a las dificultades antes descritas, una ametralladora de toda confianza empezó a responder al desconsiderado ataque: «¿Qué os habéis creído? —canturreó llena de ira.— Estas no son horas de andar fastidiando a la gente. ¿Dónde estáis, condenados?»

Patxi tiró de subfusil. También éste tenía cosas qué decir con su voz de tenor:«Estamos aquí. Venid por nosotros si sois hombres. ¡Viva la autodeterminación, la alternativa Kas y el cinturón de hierro!» Aquel fusil podía haberse educado en una ikastola.

En cuestión de segundos el tiroteo se generalizó y ninguno de los terroristas se vio con ánimos de asomar por detrás de la esquina que les protegía. Acababan de pasar sus primeros tres minutos bajo el fuego. Habían disfrutado de una experiencia reservada a muy pocos, y no tenían intención de estropearse la noche con una desgracia personal.

Parapetados, oyeron cómo un carro se volvía a poner en movimiento: de un momento a otro podía atacarles algún coronel loco, lleno de ansias de hacerse un tambor con su pellejo. Decidieron, pues, que aquel era uno de los mejores momentos para levantar el campo y, con la ligereza de sus pocos años, salieron hacia el automóvil. Patxi corría adelantando el mentón y con el belfo tembloroso: no era un defecto vasco, sino hábito sacado de la contemplación de los buenos caballos en la recta final. Txema, con el lanzagranadas al hombro y quince kilos de sobrecarga, navegaba con la línea de flotación hundida bajo su cinturón.

Así y todo hicieron una buena media y, cuando el carro se asomó a la esquina, aquellos norteños belicosos se habían perdido ya en lontananza, teniendo en cuenta que la lontananza, en Madrid, siempre está relativamente cerca.

* * * * *

En palacio las cosas se habían puesto desagradables. Es difícil continuar con un discurso triunfalista y democrático mientras algún chalado deja caer encima del techo centenares de bombas. Pero no sólo las granadas habían interrumpido al presidente: los periodistas, cansados de ejercer la profesión más peligrosa del mundo en horas extraordinarias, iniciaron una estampida, asolando sillas y ceniceros.

La opinión más generalizada sostenía que las bombas buscaban al presidente, y todos los metros que los plumíferos pudieran poner entre él y sus humildes personas, les parecían metros bien empleados.

El «staff» político, por su parte, también evidenciaba cierta tendencia al desorden y a la desbandada. Aun hechos a las críticas demoledoras, la trilita les parecía excesivamente brusca y lenguaraz. Presas de la impaciencia, un puñado de consejeros de Estado se obstinaban en ganar la salida a través de un periodista gordo. Los secretarios evolucionaban en orden cerrado, dispuestos a conquistar una puerta: los secretarios, de todas formas, son gente poco montaraz que rehuye el cuerpo a cuerpo. Un individuo descortés se abría paso a trompadas: portarse como un gorila furibundo siempre da ventajas en una sociedad competitiva.

Los que conservaban algunos restos de sentido común aullaban «no corráis, que es peor». Aquella humanidad efervescente podía resultar más peligrosa que las bombas. Por eso la vieja guardia, con el vicepresidente a la cabeza, había rodeado al presidente y miraba, escamada, hacia el techo, como si temiera que entrara por él algún arcángel con espada flamígera.

El jefe del Ejecutivo, silencioso, meditaba sobre lo transitoria que es la felicidad. Pocos hombres salidos de una bodega consiguen presentar un aspecto tan triste. El consumo masivo de campañas electorales debía haber oscurecido su inteligencia, porque no acertaba a comprender lo que estaba pasando en España aquella noche.

Todos los informes coincidían en afirmar que nada sucedía y, sin embargo, en cuestión de horas el Parlamento había sido tomado por las turbas, Cataluña y Vascongadas cometían sus tradicionales y periódicas secesiones, los tanques se ponían a corretear por Madrid a tiro limpio y a él le daban una ducha con proyectiles de mortero.

¿Era posible que alguien, sin duda corrompido por la sociedad de consumo, le estuviera engañando? ¿Era posible que, de engaño en engaño, se pretendiera coparle en La Moncloa y, cuando ya no quedaran rutas de escape, trincarle bien trincado y hacerle pagar, de un golpe, la reforma fiscal progresiva, el IVA y los tres millones y picos de parados?

Abrumado por aquellos pensamientos y por las explosiones, se tocaba reiteradamente la frente: ¿Salían de allí todas esas fantásticas ideas sobre la Democracia Avanzada y sobre el Rodillo? Aquella cosa dolorida y preocupada había recibido, en otro tiempo, el noble nombre de cabeza, pero ahora sólo le servía para dudar y para mirar el mundo con creciente desconfianza.

Los escoltas, llamados también gorilas por gentes sin corazón, permanecían en su puesto. Habían rechazado ya a seis periodistas desbandados que huían en dirección al podio del presidente, y habían interceptado, por medios convencionales, el vuelo de un consejero, ansioso por resguardarse bajo los faldones presidenciales. A medida que seguían cayendo las bombas se enrarecía el ambiente y, ante el doble riesgo de los periodistas enloquecidos por la tormenta y de las granadas, decidieron llevarse a su jefe.

Para llegar hasta la puerta tuvieron que sortear a varios seres erráticos que por allí galopaban y, luego, arrancar el tapón humano que trataba, inútilmente, de evacuarse por la abertura. A los gorilas no se les ocurrió otra cosa que hacer varios disparos al aire.

España entera y buena parte del «país» oían en directo el tumulto. Un locutor, con gran presencia de ánimo, retransmitía el episodio desde una esquina de la chimenea de mármol, a salvo de las hordas aterrorizadas que infestaban el salón: «fulano, de tal periódico —decía—, corre en dirección al podio, tropieza en una silla, hace una tijera y...¡derriba a nuestro compañero Gómez! ¡Qué derribo, señores!»

— ¿Qué es lo que acabamos de oír? Disparos, señores. Alguien ha abierto fuego.

Y los radioescuchas se estremecían. Unos de angustia y otros de risa. Desde la dorada época de los seriales, jamás hubo en antena un programa más lleno de crudas emociones y de sentimientos sin cuento.

Jacques Schopenhauer, alias Chop, herido en su sensibilidad por la primera explosión, echó a correr, arrollando al corresponsal del Paris Match. Consideraba, humildemente, que el viejo dicho de que quien ama la aventura perece en ella era una verdad indiscutible, y su débil carne operaba bajo el axioma de quitarse de en medio, viniera de donde viniera aquello.

Cuando reemprendía el vuelo, tratando de remontarse por encima de los restos del corresponsal del Paris Match, José Luis le atrapó de los faldones y le devolvió a tierra, para resguardarse ambos en un rincón. Los cristales de dos ventanas saltaron hechos pedazos y los presentes, al ver los jardines iluminados por la luz de la trilita, redoblaron en su lucha por salir.

Por fin cesó el fuego. Sobre el suelo, tendidos y en desorden, quedaban sillas y caparazones de periodistas, más un número impreciso de cadáveres políticos. Los seres humanos habían desaparecido. Chop, a la vista de tales maravillas, no hacía más que preguntarse, mientras su nuez se convulsionaba: ¿Cómo es posible ser español? Aquella noche se convulsionaban hasta las nueces más valerosas.

Chop, por milagro de algún santo protector de luxemburgueses y presidentes del gobierno, había escapado de aquello sin lesiones cerebrales demasiado evidentes. En años sucesivos, cuando se hablara de España, él podría decir que estuvo allí, en el centro mismo, donde hacían estallar las bombas los golpistas más entrenados del mundo.

José Luis, siempre en su papel de guía nativo, le explicaba lo que acababan de vivir para que su evolucionado cerebro de la llanura europea fuera capaz de asimilarlo:

—No hay quien pueda con las leyes de Mendel. El cambio, junto con las quinielas, es una de las principales ocupaciones de los españoles. Cambiar de vida, pero, también, de Patria, de Historia, de método. El cambio aquí es el verdadero nombre de la revolución. Como las quinielas antes citadas, no llega nunca, pero siempre hay gente que se deja arrastrar por el prestigio del mito.

—El español —añadió por si Chop no lo percibía— es un ser superior. Se siente más importante que sus autoridades. Especialmente más listo y, por supuesto, repleto de verdad hasta los bordes. Estando él en posesión de los más importantes secretos del universo, no se fía de nadie, sobre todo de los jueces, de los alcaldes, de los árbitros de fútbol y de las octavillas de los partidos. Mañana todo el mundo estará a favor del que salga vivo de esta noche, pero, pasado, empezarán a quejarse y a piar por otro cambio.

Chop, como siempre que profundizaba en el carácter español, se admiraba como un buen turista. Jamás entendería cómo la gente se iba a Africa para ver animales extraordinarios, teniendo a España muchísimo más cerca.

Fuera, tras los muros de palacio, torrentes de guardias civiles corrían por todas las veredas, encaminándose a sus posiciones con las armas en la mano. Si algún malvado trataba de forzar la centinela con intención de pasar a cuchillo al jefe del Ejecutivo, obtendría una clara demostración del legendario espíritu del cuerpo.

En otro lugar retirado varios hombres se reponían del disgusto en torno a su presidente. Este, libaba de un vaso de güisqui con la intención de restablecer sus constantes vitales. No tenía nada en contra de la horchata, pero prefería emociones palatinas más fuertes y más peligrosas para el hígado. Su alma inmortal había abandonado su escondrijo y llamaba a las puertas de su conciencia: experimentaba dolor de sus pecados y propósito de enmienda, que son emociones prohibidas en los más selectos círculos políticos.

— ¿Qué está sucediendo en realidad? —preguntó después de varios relinchos.— ¿Por qué se nos está yendo de las manos?

—Creo que esto no tiene la menor importancia. —dijo el vice: era un hombre optimista y le gustaba acreditarlo.

— ¿Quién ha disparado contra nosotros? —insistió el presidente, rencoroso: odiaba los mecanismos ruidosos, tales como los diputados de la oposición, las críticas de las emisoras privadas y las granadas de mortero.— No podemos seguir sin saber lo que sucede.

Comió unas cuantas olivitas, arrancadas para él del Arbol de la Ciencia, y se dolió. Aquel pobre hígado suyo no podía seguir destilando más bilis sin pagarlo cruelmente.

—Supongamos, como método de trabajo, que esto no es casual. —siguió, dispuesto a obsequiar a la concurrencia con unos cuantos minutos instructivos y pedagógicos.— La concatenación de los hechos habla más de un método que de una eventualidad.

El auditorio, boquiabierto, intentaba pescar algunos gramos de contenido en las aguas de aquella sintaxis constitucional. Un político en apuros puede convertirse en un ser extraordinariamente críptico.

Antes de continuar, el presidente ejecutó una maniobra envolvente sobre la cota ocupada por el jamón, cumpliendo sobradamente sus objetivos fundamentales. Desde que se le empezó a poner cara de político de derechas, no se escatimaba ciertos inocentes placeres.

—En otras palabras —dijo con la esperanza de ser comprendido.—: ¿no es posible que nos encontremos, de verdad, frente a un nuevo modelo de golpe? La técnica del mosqueo: no pasa nada, nadie se mueve,pero, ¡zas!, ahí queda eso. Una especie de no, pero sí.

A todos se les había ocurrido aquello varias veces a lo largo de la noche, pero achacaron las desconfiadas ideas al inconsciente colectivo. Un político suele ser víctima de tal inconsciente y de la incomprensión de sus enemigos. Si era verdad la sospecha, a sus pies se abría un abismo y el fondo de ese abismo estaba lleno de cocodrilos.

Como esta vez la idea la exponía el presidente, les pareció más realista y se apresuraron a decir que sí, que aquélla podía ser la explicación perfecta para una noche tan movida y agitada. Con tal excusa rellenaron las copas: todo menos que baje la tensión.

Mediante un complicado proceso mental que no puede describirse aquí, llegaron a convencerse de que estaban sitiados en el Alcázar de Toledo y que, de un momento a otro, el jefe de los milicianos les iba a llamar por teléfono exigiendo su rendición incondicional. La grave responsabilidad de regir al partido de los pobres les había hecho el blanco favorito de los terribilísimos poderes fácticos que navegaban, como pescadillas, por todos sus discursos.

—Seguro que, cuando me llamaron los de la oposición, estaban enterados de que algo sucedía, pero, ¿qué?

Como un solo hombre, cinco de sus acompañantes se abalanzaron sobre los teléfonos ante la sugestión. Había que averiguar, sobre la marcha, cuántos aborígenes hostiles avanzaban hacia La Moncloa.

Al ministro del Interior los guardias se le habían plantado aún más al grito de basta de horas extras, el que quiera un porrazo, que lo pague. Y, ahora, los problemas se tendrían que resolver en una mesa con los distintos sindicatos, pero podía tratarse de una añagaza.

La Casa Madre de la oposición estaba casi desierta. Tras mucha insistencia, alguien cogió el teléfono:

—Mi querido amigo. —le dijo el presidente.

—No soy su querido amigo. Soy el conserje y ni siquiera soy amigo de nadie: nos han roto un montón de cristales. Llame usted mañana, porque la gente de aquí ha ido a esconderse.

En la sede del propio partido estuvieron más comunicativos:

—No os preocupéis, compañeros: ya hemos empaquetado todo y lo estamos bajando a la furgoneta. No nos cogerán. —les dijeron, llenos de amor a la causa.— Estamos dispuestos a combatir en la clandestinidad. Por cierto, ¿salimos por Portugal o por Francia? Lo mejor, claro, sería disponer de un avión. ¿Quién controla el aeropuerto?

En palacio palidecieron todos a efectos de tal parrafada.

— ¿Hay fuerzas militares ahí?

—Todavía, no. Hemos oído explosiones a lo lejos y dice la radio que os han cañoneado. ¿Resistís bien?

—Sí, sí. Tranquilos.

—Aquí abajo lo que hay es mucho personal parado. Miran hacia las ventanas y mueven los puños, pero ya hemos puesto a Calixto cerca de la puerta y no hay peligro de que entren.

En eso oyeron un gran estallido y vivieron momentos de gran tensión con la oreja pegada a los auriculares:

— ¿Qué sucede, qué sucede? ¿Son tanques?

— No sé lo que son. Le han pegado a la furgoneta, que estaba casi cargada. Todo está desparramado por el suelo. Si os parece, compañeros, nos veremos en Lisboa.

El ministro de Defensa levantó el teléfono y baló suavemente: aquella noche estaba destruyendo la fe que siempre tuvo en sus semejantes, si es que existía algún semejante suyo. Como sus compañeros, no hacía otra cosa que temblar a solas en el interior de su cargo.

—Aquí todos afirman ser leales o, por lo menos, no ser rebeldes, pero tendríais que ver las miradas que me echan. Digan lo que digan, lo cierto es que aquí delante hay una fila de carros que se pierde en el infinito,y hace un momento se ha escuchado un tiroteo por allá abajo.

A preguntas de sus superiores, manifestó no haber recibido ningún ultimátum, pero, por el bien de la causa, estaba considerando el irse muy dignamente hacia La Moncloa para solidarizarse con sus compañeros y compartir las penalidades de la noche. Estar allí, solo y seguro en su despacho ministerial, era como una cobardía, así que se pondría en camino entonces mismo.

—Aunque a lo mejor es demasiado tarde: están llamando a la puerta.

Oía golpes, con seguridad provocados por algún general con síndrome de abstinencia y decidido a procurarse el cuartillo de sangre que precisaba para alimentar su drogodependencia.

—Me parece —dijo el presidente, lleno de razón— que pintan bastos.

Un secretario de Estado asintió. Su fundamental trabajo consistía en asentir a todo lo que su principal decía, sospechaba, creía o recordaba, para darle apoyo moral. En tal profesión se había elevado a cimas increíbles.

El resto, aun sin obligación profesional, también asintió. Eran todos conscientes de haber empaquetado demasiados billones de las mejores pesetas del electorado, lo que les impedía mirar el futuro sin aprensión. Su corazón, además de aurículas y ventrículos, escondía terribles secretos.

Adoptado, pues, el punto de vista presidencial de que pintaban bastos, y mientras llegaba el comandante de la casa militar con la lista de bajas y las novedades, el presidente expresó el sentir de la mayoría, como era inveterada costumbre en él:

—Habrá que tomar una decisión urgente.

«Por favor —pensó uno a quien respetamos el anonimato.— que no sea una decisión numantina. Que se acuerde de la Casa de la Moneda en Chile y que mande llamar al helicóptero.»

* * * * *

El coronel Caño Huerta no era de estado mayor y había oído en los mentideros que sólo los que tuvieran tal diploma, además de unas buenas agarraderas, ascenderían en adelante a generales.

Además, mandaba el Regimiento de Transmisiones de El Pardo, de glorioso comportamiento golpista el 18 de Julio de 1936, lo que no dejaba de ser otro obstáculo entre él y el fajín rojo. El Pardo mismo, de tan franquistas resonancias, era una mala recomendación: siempre puede haber cretinos en la administración que crean que los lugares contagian el espíritu.

Caño Huerta, pues, estaba bajo de moral aquel treinta de abril y, cuando se enteró de lo que venía sucediendo, se dijo: o generalato o muerte. Y, para el generalato, debía tomar partido: o los golpistas o el gobierno legítimo.

Como no era tonto, fue de los coroneles que más gastaron en teléfono desde las ocho de la tarde, y tanto insistió en Capitanía y en el Ministerio que acabaron hablándole en plata:

—Que no sucede nada, coño. Deja de llamar. —le dijeron con toda sinceridad.— Estos políticos se han desconcertado. Han hecho una burocracia mal conectada y ahora no saben dónde tienen el pie izquierdo. Pero no hay nada por nuestra parte.

— ¿Palabra? Ya sabéis que soy de confianza.

Como todos los que no lo eran, Caño Huerta se imaginaba que nadie le tenía calado. No obstante, le dieron la palabra que pedía: Nada.

Así que cuando Caño Huerta oyó el bombardeo de La Moncloa por la radio, creyó llegada su oportunidad. En su opinión, sólo podía tratarse de un bombardeo extraoficial, seguramente llevado a cabo por terroristas alegres que aprovechaban en su favor, de modo egoísta, aquellos momentos de confusión y de debilidad del Estado.

—O fajín o muerte. —se dijo una vez más para reforzar sus ideales, y llamó al comandante ayudante:

— ¡A los camiones! —ordenó. Era hora de que los camiones demostraran su patriotismo democrático en lugar de estar mano sobre mano en las cocheras.

Llegaría con su vehículo de mando, al frente de su regimiento, y se desplegaría en torno al Complejo de La Moncloa. Aún antes de bajar del coche el presidente estaría besándole las manos y diciéndole «mi salvador».

—Nada, nada, presidente. En cuanto oí los zambombazos he venido, perdiendo el culo, a protegerle. Ea, ea: todo ha pasado ya. Relájese y duerma como un niño, porque los ingenieros velamos por usted.

Luego, pasados unos días, el Diario Oficial diría que Caño Huerta había sido promovido al empleo de general, y sus oficiales, aprovechando que estarían todavía a primeros de mes, le regalarían un hermoso fajín rojo.

Los que valen para general saben aferrarse a las oportunidades y no vacilan a la hora de hacer subir a su tropa a los camiones para enfrentarse con los terribles golpistas que no existen. La inteligencia es un don de Dios, pero, aún así, uno ha de saber emplearla cuando las circunstancias son favorables.

* * * * *

La puerta del despacho del ministro, una vez aporreada, se abrió con suavidad y por ella penetró la Banda de los Cuatro, según apelativo íntimo con que la distinguía el ministro en el lenguaje familiar que usaba en las reuniones del Consejo.

Avanzaron en orden cerrado, hombro con hombro. Se reparaba en que pisaban fuerte con el pie derecho, lo que podía ser un presagio de males mayores. Era como presenciar la invasión de los bárbaros desde una lujosa villa romana.

—Ministro. —empezaron a decir.

Pero el ministro, que era observador y estudioso, había aprendido aquello de que la mejor defensa es el ataque y se puso a experimentar con sus conocimientos personales:

— ¡Ya era hora! —exclamó, procurando que le centellearan las gafas de cólera.— ¿A qué se debían las explosiones y los disparos? ¿Quién mandaba la columna? ¿Han empezado a regresar a los acuartelamientos? ¿Quién tomó la iniciativa de atravesar Madrid con la fuerza? ¿Ha habido algún herido? ¿Contra quién se ha disparado?

Siguió así sus buenos cinco minutos, rogando para que no le fallase el fuelle ni se le agotara la imaginación. Hacer preguntas y preguntas sobre un asunto en concreto es una tarea difícil de la que sólo triunfan algunos confesores con estudios sobre la psicología del pecador.

Sólo que esta vez la partida de generales parecía haber tomado una decisión colegiada y no habría truco sucio ministril que, como en veces anteriores, les apartara de sus objetivos. Los capitanes generales de Cataluña y Vascongadas, apenas a dos palmos de la neurastenia, habían exigido, ex—i—gi—do, unas cuantas arrobas de seriedad. Había unidades sitiadas en cuarteles por turbas malhabladas que invitaban a la soldadesca a tirar las armas y a verter la sangre de sus mandos proclamando, siempre en idioma autonómico, que ser independientes era el sueño dorado de sus vidas. La idea general era copiar la rebelión de los cipayos de la India, pero sin turbante ni lanceros bengalíes.

Los soldaditos, hasta la fecha, estaban haciendo gala de un sentido común poco habitual en las Españas autonómicas. Eran hombres de veinte años y las cuestiones políticas no diferían, en su imaginación, del estudio de ciertos fósiles de cámbrico. Por otro lado, algunos sargentos de verbo cálido ejercían una notable fascinación sobre su ánimo: cuando se está en la mili suele pesar más una palabra de sargento que un discurso de Honorable y hasta de Lendakari.

O sea, que nadie había vertido sangre española pese a las invitaciones del exterior y a aquella canción tan hermosa que cantaban las turbas de Barcelona: «Amb la sang dels castellans ens farem tinta vermella».

Pero Araca estaba cercado, lo mismo que el Garellano y la Capitanía de Barcelona, y los gobiernos militares de Bilbao, San Sebastián y Vitoria: Bilbo, Donosti y Gasteiz según los organizadores.

— ¿Qué dicen los presidentes de las comunidades? —preguntaron desde el ministerio.

—Que no nos preocupemos, que se trata de salvar a la democracia y a la libertad, y que a nosotros no nos hacen responsables del golpe de Estado en Madrid. Si nos rendimos, nos escoltarán hasta la «frontera» y allá nos las compondremos.

—Sí. —decía el burgalés.— A mí me invitan a mandar que se retiren con urgencia las unidades, dejando el material en manos de la ertzaina, la ertxantxa, la erchancha... que cualquiera sabe. Lo tienen todo estudiado y me pintan un futuro color de rosa.

Conque ya lo sabía el ministro: había secesiones por un lado y, por el otro, el ejército. Y el ejército se había leído la Constitución varias veces, por aquella parte que decía lo de salvaguardar la integridad territorial, la unidad y la soberanía de la Patria. A una noche como aquella debían de haberse referido los Padres Constituyentes, ¿verdad?

—Están sucediendo graves acontecimientos. ¿Saben ustedes que La Moncloa ha sido cañoneada? —cuando estuvieran en el exilio nadie podría decir que aquel ministro no luchó hasta el final, tratando de bloquear las reacciones de aquel ejército temperamental que se preocupaba por cosas tan obsoletas como la Patria y la Constitución mientras se rompían en pedazos las poltronas. Todo el mundo tendría que reconocer que él aguantó hasta el final antes de huir.

Los generales, en efecto, habían oído lo de La Moncloa. Incluso habían hablado con el comandante de la guardia civil, que quería saber quién le había atacado, porque él y sus hombres no pensaban hacer armas contra sus compañeros. El Prejujem, según el comandante, no tenía más que decir una palabrita para que aquellos aguerridos mílites confinaran a los políticos en algún cuarto,a falta de lóbrega mazmorra.

—Lo de La Moncloa no es urgente, ministro. Lo de las autonomías, sí. Por eso, y porque consideramos que la inexperiencia, a lo mejor, no le permite enfrentarse a todos los ángulos del problema, hemos cursado ya las órdenes oportunas.

«Adiós», se dijo el ministro. Ya habían pasado el Rubicón y se le plantaban. Con todo respeto, pero se le plantaban. A partir de ahí los ágiles ojos del político vivieron sólo para buscar un hueco por el que colar el resto de su encarnación mortal. Los capitanes se hunden con su barco; los ministros, no, ni falta que les hace. Como dicen los heroicos italianos, soldado que huye, sirve para otra guerra, y todo hacía prever que habría un gran trabajo para los diplomados en subversión y en otras ciencias marxistas.

Una vez dado el paso aquellos generales no retrocederían así como así. La Naturaleza seguiría su curso y, en cuanto hubieran sofocado las sublevaciones, se les ocurriría que era más fácil sofocar también a los políticos que cargar con una regañina. Además, ¿quién había hecho entrar los carros en Madrid y quién había bombardeado La Moncloa?

El buen hombre sabía que no había existido, hasta aquel momento, ninguna conspiración, pero se apresuraría en confirmarla en cuanto le preguntaran por ella. A lo mejor otras Capitanías se lo tragaban y les daba por defender al conocido Estado de Derecho de Izquierdas. Cuando no, mejor eso que reconocer que se estaban cayendo del burro ellos solos, a causa de sus errores.

—Ténganme informado. —dijo para no perder del todo la iniciativa— Yo me voy a La Moncloa a interesarme por los sucesos de allí. Ya saben —dijo emitiendo una última consigna para que figurara en los libros que le exculpasen diez años después—: la unidad de España es intangible.

Mientras la Banda de los Cuatro sonreía, el ministro se deslizó por un resquicio de la formación de generales, demostrando, una vez más, su artístico talento. Fueran cuales fueran las tétricas ideas de aquellos militares, de nuevo había conseguido sobrevivir a ellas.

* * * * *

El President, o sea, L'Honorable, no había perdido el tiempo, porque la suerte suele acompañar a los industriosos. Había, pues, nombrado un gobierno provisional y redactado un jubiloso telegrama en catalán—inglés, catalán—francés y, sucesivamente, hasta catalán—swahili, para comunicar a las atónitas cancillerías de este perro mundo que Catalunya, además de ser una nación de toda la vida, era ya un Estado y se disponía a ocupar su sitio entre los pueblos libres.

Con la misma arrancada, había leído un inflamado discurso de investidura y jurado dar la piel por aquella Patria indivisible que seguiría, sobre el azul del mar, el caminar del sol. Y, como una Patria que se precie ha de tener colonias o emporios comerciales, se había puesto al habla con el President Valenciá y con el Honorable Uniprovincial de «Les Nostres Illes», o sea, las Baleares.

Les hizo ver, iluminando las perspectivas con su racial acento barcelonés, las ventajas de integrarse en la Gran Cataluña, bajo su mando, claro. Debían sublevarse también, ahora que en Madrid no se aclaraban. Si daban aquel paso un buen número de autonomías y nacionalidades, el ejército centralista y español no podría acudir a todas partes con la manguera de apagar independentismos inflamados.

¡Buenos eran los otros, que recordaban el caso yugoslavo! Deseaban al Honorable éxito; le recomendaban cautela y le prometían, de hombre a hombre, estudiar con calma aquellas admirables propuestas que les hacía. El que más y el que menos llevaba tiempo chapoteando por las mejores cloacas del poder, y no estaba dispuesto a jugarse a una sola carta sus años de bicoca presidencial.

Los Mossos d'Escuadra, en rigurosa alpargata y con chistera, no ofrecían una estampa nada castrense, pero, aun conscientes de su ridícula imagen, habían celebrado una parada militar en la plaza de San Jaime, bajo su balcón, rondándole como a una mozuela. Le habían vitoreado hasta conseguir que el Honorable empezara a creerse sus propias fantasías y telefoneara al Presidente de las naciones Unidas:

—Soc L'Honorable President de Catalunya. —le dijo.

—Perdone, que no le entiendo. ¿En qué idioma me habla usted?.— El de la ONU le repitió la pregunta en inglés y en francés. El Honorable condescendió en explicarse en francés, una nación europea y culta, casi tan carolingia como Cataluña.

—Je suis Monsieur Le President de la Catalonne.

— ¿Catalón? —preguntó aquel sudamericano, hijo y nieto de opresores castellanos.— No sé dónde está eso: espere que mire en el mapamundi.

— ¡Vest'en a pendre pel.. —respondió el Honorable en barcelonés barriobajero un momento antes de colgar el aparato.

Bien cierto es que, a los que Dios quiere perder, les incita a hablar sólo en catalán, que es un idioma con poco éxito en las cancillerías.

A pesar de su febril actividad, se mantenía perfectamente informado de los acontecimientos en Madrid y, así, escuchó el combate en La Moncloa, lo que le produjo un profundo júbilo. No descartaba, para años sucesivos, la posibilidad de invadir Madrid; demoler el Santiago Bernabeu, por ejemplo, y disolver al Real. Quizá no hubiera libertad para los pueblos del Estado español mientras existiera ese equipo, símbolo del centralismo feroz.

Poco después le telefoneó el capitán general. En opinión del ilustre militar el Honorable, si de verdad lo era, debiera deponer su actitud, volver al redil, no fuera a salir trasquilado pastando por los prados del independentismo.

El Honorable respondió en catalán—independiente, lengua imperial donde las haya: Ya le había explicado —dijo— que estaba intentando defender la democracia en aquella hora de prueba y desconcierto. Si el general tenía algún dedo de frente no ocupado por la gorra, convendría con él en que la libertad es un derecho de los pueblos.

— ¡Un derecho! —insistió en español. Nadie pronunciaba las ches de forma tan resbaladiza como él.

Para el militar estaba claro que el Honorable era un clásico ejemplo del político en decadencia, a causa de la fatiga o de la ambición:

—Estas tonterías se han terminado. No sé cómo España ha ido cayendo en manos de locos de atar. Se corregirá.

Al presidente aquellas hirientes frases le dejaron preocupado. No obstante, pensó que deshacerse de él no sería empresa fácil: a sus antepasados ya les quisieron echar nada menos que los Reyes Católicos, y ahí estaba él: la rama fina cede, pero no se quiebra.

Sin embargo el mílite no había hablado a humo de pajas, y bien pronto uno de sus secretarios empezó a darle noticias estremecedoras: ni el Conseller Casasnovas, en el Corpus de Sangre, escuchó nuevas tan terribles:

Dos compañías de policía militar, esos de casco y porra blancos, habían cargado contra los que vociferaban frente a Capitanía y al Gobierno Militar. No debían ser contingentes catalanes, porque arreaban a los patriotas unos porrazos que ondulaban el pelo. Hasta Colón, desde lo alto de su columna, miraba de reojo la reyerta, y Colón era un tipo apolítico.

El Honorable se puso a digerir esto con la inestimable ayuda de unos buches de güisqui. ¿Qué hacer? Tenía un baúl lleno de cánticos de sirena, sobrantes de las anteriores elecciones, y, armado con ellos, podía apelar al patriotismo, embaucar a los que se dejaran y lanzarlos a las calles como una harca. Sólo que harían falta muchas harcas para vencer a dos compañías de PM: la policía militar escogía mozos grandotes y raciales.

También podía llamar al gobernador civil y meter en el ajo a la policía nacional, pero sospechaba que el tal gobernador, dados los acontecimientos de Madrid, estaría ilocalizable, alcanzado ya Le Pertus y respirando los democráticos aires de Francia.

Le quedaban, claro está, los mozos de escuadra con sus chisteras, sus chaquetas apingüinadas y sus inefables alpargatas de gala. Algo le decía en el corazón que un hombre así vestido no puede dar lo mejor de sí mismo y empezar una guerra de independencia. Así que el ejército, por lo que se imaginaba, haría todo lo posible para que su clientela sublevada recibiera un esmerado servicio.

Uno de sus secretarios más catalanes, que atendía por Oriol, oropéndola en castellano—centralista, entró muy excitado. La emoción empañaba el brillo natural de su sintaxis normalizada pero, aún así, se le entendía bien: traía un cáliz lleno de heces para que el Honorable las apurara a placer en la intimidad de su despacho:

La caballería del Numancia, cansada de la soledad de sus cuarteles, había irrumpido en la ciudad, dispuesta a fraternizar con la población civil. La Caballería tiene a gala la velocidad de sus maniobras y se enorgullece de ir más de prisa que nadie a cualquier sitio, de manera que Oriol—oropéndola se lo comunicaba porque todo hacía sospechar que venían a la plaza de San Jaime, a rondar al Honorable.

Tan frío se quedó el hombrecillo, congelado de angustia en mitad de sus delirios de gloria, que la temperatura de su güisqui descendió varios grados.

«He aquí un bonito ideal —se dijo con su talento práctico—: evitar las atenciones de los que te buscan, quién sabe con cuántos agravios en la faltriquera.»

Una porción de Honorable lloraba como Boabdil; la otra trazaba proyectos con los pies sólidamente puestos en la más grosera realidad. Un día u otro la historia le haría justicia, pero no el regimiento Numancia, con el que seguramente compartiría muy pocos puntos de vista, empezando por el espíritu de su nombre: el Honorable no veía ventaja alguna en portarse como un numantino ni en averiguar la causa de su defunción leyendo el informe técnico del forense desde la eternidad.

Con ese pragmatismo que hacía que no todos los que le habían confiado su cartera guardaran buenos recuerdos de él, y con su mente puesta en el ejemplo del ex—Honorable Tarradellas, se hizo con cuantos valores negociables había en palacio. Era como un ángel vengador yendo de caja en caja, sin respetar ninguna.

Derramó una lagrimita ante el retrato del heroico Conseller Casasnovas, que también sobrevivió a un ataque castellano. Encomendó a San Jorge su alma catalana nutrida con mongetes, y bien pronto quedó demostrado que no es cierto que el leopardo sea el animal que más corre. Desde aquella noche el record lo ostentaría un Honorable en coche, al menos en el trayecto Ramblas— Aeropuerto del Prat, yendo por la Zona Franca. ¿De qué sirve a un Honorable ganar Cataluña, si pierde su cuerpo.?

* * * * *

La noche vasca, poblada de aullidos de abertzales en libertad, cubría como una mortaja a la hermosa Vitoria. A lo lejos se oía, intermitente, el canto del Lendakari macho, excitado por la luna. Ajuria Enea relucía en la oscuridad a causa de la concentración de las casacas rojas de la ertxantxa, y por las calles navegaban comparsas de mozos celebrando el nacimiento de una nación y haciendo sinfonías a la independencia mediante el uso abusivo del chistu y del tamboril.

La luna asomaba la nariz por detrás de una nube y se deleitaba con las estampas regionales que se ofrecían a su vista. En opinión de la luna, que disponía de un observatorio privilegiado, en España estaba sucediendo algo fuera de lo corriente y tenía la esperanza de que acabaran soltando toros que se enamoraran de su reflejo en el río.

Como su colega catalán, el Lendakari había tratado de excitar el celo independentista del presidente navarro y del asturiano, para los que resultó que no significaba nada la frase de libertad o muerte. También había derramado por el mundo hermosos telegramas euscaldunes y, tocado de oscuros vicios literarios, había redactado una declaración de independencia que dejaba chiquita a la norteamericana: «Con los pies sobre la tierra de mis antepasados y con Dios en la cabeza...» A pesar de que hablaba con notables faltas de sintaxis y con mucho follón en las concordancias, escribir, escribía bien.

Aquí y allá algunos bárbaros habían hecho correr la pólvora, la gelignita, el amonal o cualquier otra maravilla de la técnica del siglo XX, pero, en general, reinaba la pax vasca por doquier y los militares, sin duda impresionados por la grandeza del alma de aquel pueblo oprimido, permanecían al resguardo de sus cuarteles, los cobardes. El Lendakari era partidario de extraerles de ellos con métodos directos y, por lo tanto, viriles. El jefe de la Ertxantxa, recién ascendido a general, parecía un comisario de la Policía Montada del Canadá que se hubiera puesto boina para resguardar sus sesos de una nevisca. Pero, en lo tocante a táctica, se mostraba más cauto y partidario del arma psicológica.

En su opinión, no era del todo razonable intentar entrar a tiros en Araca, no fuera que respondieran. Había instalado fuera unos altavoces para que los guripas oyeran el verbo apasionado del Lendakari explicándoles alegremente que todo se desvanecía a su alrededor, que el gobierno centralista y opresor había naufragado y que, sólo con que tuvieran la inteligencia de un conejo, no debían dudar en arrojar las armas y marcharse a casa. El Lendakari, como presidente de aquella nación, declaraba disueltos los vínculos de cada soldado con el Estado de Madrid y, como acto de buena voluntad, les devolvía la libertad.

Luego, al enterarse del bombardeo de La Moncloa, tuvo unas sentidas palabras recordando a Guernica y convidó a champán a la concurrencia, acompañado por un tentempié preparado por un chef y no menos de tres cocineros. Aquel hombre no pensaba siempre en la comida, no, pero, cuando comía, no sabía pensar en otra cosa, por lo que la conversación decayó notablemente mientras las más voluntariosas mandíbulas se ocupaban en los asuntos del cuerpo que, bien mirado, es otra Patria. Al menos comían sólidos alimentos tradicionales y no zumos de ética bien helada con lonchas de pagarés del tesoro, como otros.

Como su idea sobre la clase más digna para gobernar difería notablemente de la de K. Marx, los allí reunidos se divertían como concejales imaginando la expresión del ex—presidente del ex—gobierno ex—español. Una corriente de opinión apostaba ciegamente porque su cara sería, toda ella, una ojera, con un ligero brillo de inteligencia en el sector norte. Otra, más soñadora, suponía que se batiría hasta el final contra los carros de combate, como Allende, para entrar en la historia del único modo acorde con sus merecimientos: como un muerto glorioso.

Pero lo mejor era lo del ejército: tan infiltrado de políticos había llegado a estar que, en un momento de confusión, no acertaba a reaccionar. Toda la disciplina del mundo sólo le había servido para permanecer acuartelado mientras los que fueran intentaban su golpe de Estado.

Pero el reciente presidente que, aunque Lendakari desde años atrás, no era tonto, sostenía la versión oficial de la esperanza vasca, o sea, el dogma: de aquella pugna entre instituciones opresoras confiaba que se alzara vencedor el Ejecutivo. Con los ojos hinchados, con los puños magullados, pero vencedor. Un gobierno tan duramente golpeado no tendría más remedio que aceptar los hechos, tragar grandes dosis de quina y disertar sobre alguna mancomunidad británica de los pueblos ibéricos.

El Honorable y él lo acababan de hablar: si los militares ganaban la pendencia, apañados estaban y, por ende, condenados a ser reinas por un día. En cambio, el gobierno legítimo no tendría agallas para someterles por la fuerza: ¿acaso se atrevería a usar un ejército que estaría en trance de depuración? No, no: la jugada de aquellos políticos con los carburantes trucados era, sin duda, maestra, de libro. Lenin, de vivir, se pondría verde de envidia. Aquella era la trama de la antigua farsa: o ser centurión o ser crucificado.

Por eso, por creer firmemente en sus ilusiones convertidas en presagio, se sorprendió muchísimo cuando un secretario con acento de Irún osó avisarle de que el coronel Contreras, del regimiento de infantería Flandes, estaba al aparato exigiendo, ex—i—gien—do, que el Lendakari interrumpiera su ágape triunfal y se pusiera al teléfono.

El coronel Contreras había tragado, a lo largo de las últimas dos horas, dosis masivas de ira rodeado de abertzales aulladores. Tenía, pues, el estómago lleno de café y de bicarbonato y la boca atestada de palabras ofensivas, casi todas acabadas en ón, que sonaban como disparos en un túnel.

El Lendakari se lo notó en el acto y se preguntó qué estaría pasando. ¿Había ganado el ejército y, ansioso de pura sangre vasca, se volvía contra ellos? ¿Se trataba de una iniciativa particular, a nivel de regimiento?

—Tengo la satisfacción de informarle —dijo el coronel con voz muy dominada—, pedazo de maricón, que es usted un grandísimo hijo de la gran puta.

«Mal empezamos», se dijo el Lendakari, que tenía sus conocimientos sobre el alma humana. Seguramente Pepe Botella, en algún momento de su vida, se hizo las mismas reflexiones.

El coronel Contreras era el encargado de comunicar estos secretos de la Naturaleza al Lendakari, puesto que algunos barbarotes habían cortado el teléfono del gobierno militar, privando al gobernador del placer. Por orden del mismo gobernador, el coronel tenía el gusto de conminar al Lendakari a rendirse sin más y, por supuesto, a que difundiera un comunicado ordenando a los abertzales que volvieran a sus manicomios de origen.

—Si por casualidad desoye este ultimátum, gran c***, le aseguro que esta noche dormirá en el peor calabozo que podamos encontrar.

El Lendakari siempre sospechó que en Zaragoza no se facilitaba a los futuros militares una buena educación. Pero la estirpe del Lendakari era tan antigua que descendía del primer árbol y la gente con tanto abolengo no puede permitir que se la amenace. La soberbia, pues, pudo a los tres o cuatro palmos de sentido común heredado de sus mayores. ¿Cómo hubiera reaccionado Napoleonchu Aguirre? ¿Hacia adónde hubiera corrido Sabino Arana?

—No le tolero imposiciones. —dijo.— El Pueblo Soberano de Euzkadi defenderá su libertad.

Una especie de jubiloso graznido le llegó rebotando por el interior del hilo telefónico. La digna respuesta, por lo visto, había sido del agrado del coronel.

—No sabe cuánto se lo agradezco. Si usted se hubiera rendido a la primera, hubiera tenido problemas con mis oficiales, que llevan toda la noche dándoles a los sables con la piedra de afilar. Lo del saco de Roma no será nada al lado del saco de Ajuria Enea. No se vaya muy lejos que enseguida estamos con usted.

El Lendakari, embebido en malos presagios, recorrió con la vista su despacho. Miró por la ventana las calles maravillosas. Contempló la anglófila ikurriña, izada en su mástil, dormida a causa de la hora y de la falta de viento. Boabdil miraba así Granada y La Alhambra la mañana del doce de octubre, pero vestido de moro.

Si no había comprendido mal, aquellos maketos invasores se morían de ganas de humillarle y, posiblemente, de arrancarle la piel a tiras, a despecho de estar concluyendo el Siglo XX. No querían atender a las más nobles aspiraciones de su pueblo.

El reciente general de la ertxantxa, con la cara tan roja como la guerrera, vino a sacarle de sus meditaciones: estaba conectado por radio con sus valerosas huestes y, en su modesta opinión, todo se había perdido, incluido el honor: sólo Dios sabía la de tropa que estaba saliendo de Araca al grito de ¡duro con ellos!

Simultáneamente, sus espías le informaban de que el Garellano, con pinturas de guerra, se había echado a la calle y ya ardía algún Buru Batzar que otro. En San Sebastián, los ingenieros y un batallón de cazadores de montaña hacían lo mismo.

Parecía que la guardia civil y la policía nacional, en vez de defender al pueblo constitucional, habían hecho causa común con los soldados y se dedicaban a ocupar los cuarteles de la ertxantxa que, para evitar efusión de sangre, no ofrecía resistencia. Como aquel que dice, un clamor subía de los caseríos al cielo. Los rabillos de las boinas, antaño erguidos y orgullosos, se habían amustiado, llenos de pesar. El pueblo lloraba a lágrima viva por el fracaso de sus aspiraciones, defendidas heroicamente durante tantos años frente a los políticos maketos.

El Lendakari guardó unos segundos de silencio por no hablar de las cosas terribles que pensaba. Intentó, luego, decir algo muy gordo, pero enmudeció: una palabra puntiaguda se le había clavado en la garganta. Consideró, por unos momentos, la posibilidad de hacer algo glorioso, pero, puesto que la historia la escriben los vencedores, calculó que todo sacrificio sería silenciado por el enemigo: mejor retirarse estratégicamente y, a salvo ya, contar el catálogo de sus heroicidades.

Fiado en las excelentes facultades de su raza, salió de sus elucubraciones, puso los pies en el suelo y corrió como una luz cegadora, seguido de cerca por su fiel general, que sólo aspiraba a seguir la suerte de su amo no quedándose atrás en la desbandada. Era empresa difícil seguirle, porque el Lendakari aprovechaba la forma fusiforme de su cabeza para cortar el aire y mejorar su media.

Los consejeros y demás comensales, como estaban atentos, consiguieron ver a las dos sombras cruzar ante ellos: los cadáveres políticos alcanzan fácilmente velocidades superiores a los cien por hora cuando la prudencia les aconseja abandonar el cargo. Qué cierto es que las palabras, tal vez, convencen, pero que los ejemplos arrastran: aquellas personas fueron, sin duda, arrastradas, víctimas de la emoción que Alfonso López Gradolí, el poeta risueño, describió con maestría: «Yo he visto la armadura que llevaste en otro tiempo y construyo el mismo edificio de las penosas realidades.» Purísimos sentimientos los de todos.

En cualquier caso, el coronel Contreras se salió con la suya. El Lendakari y todos sus esforzados fugitivos fueron atrapados a las afueras de Vitoria por unos motoristas de la guardia civil que habían llegado del Condado de Treviño. Ni más ni menos que por exceso de velocidad.

—Vaya, vaya, a quién tenemos aquí. —dijeron los motoristas con un refinado sarcasmo.

Y aquella noche, como habían predicho las escrituras más notables, el Lendakari empezó a dormir en un calabozo, acusado de múltiples traiciones. Para un hombre de sus centímetros cúbicos y con su relación de compresión, había hecho más camino del recomendable. Hay pueblos guerreros condenados a no concretarse en Estado jamás.

* * * * *

Amaya, Txema, Jon, Kepa y Patxi, toda la cuadrilla, se encontraron, como tenían previsto, cerca de la sede del partido del gobierno, en la calle de Ferraz. Tenían que representar el acto final de su tragedia vasca, culminar su venganza. Si, encima, les salía tan bien como hasta ahora, se repartirían después los fondos de maniobra, venderían el material en el mercado negro o a cualquiera de los grupos subversivos que surgirían tras el golpe de Estado, y vivirían en paz el resto de su vida, a salvo de las veleidades políticas, convertidos en ciudadanos de pro y, posiblemente, de derechas.

Frente a la sede sucedían cosas inesperadas. Un grupo de ciudadanos acechaba con los puños cerrados: tanto podían ser simpatizantes como parte de esos abundantes seres vengativos que, aprovechando el desconcierto, quisieran cobrarse en especie los impuestos y algunos otros agravios.

Quien prefiera un descripción más profunda, que acuda al poeta Marcelo Arroita—Jáuregui justo donde dice: «me imagino tu tierra como un caos ordenado.»

Calixto, el hombre fuerte del partido a causa de sus músculos, iba y venía de la furgoneta, cargándola con cajas y más cajas. Probablemente los espectadores seguían manteniéndose a distancia gracias a su sólida presencia: ya se ha dicho que en Calixto el músculo ocupaba todo el espacio disponible. La naturaleza sólo había reservado un pequeño hueco para alojar las más elementales funciones intelectuales, y aun aquel hueco era un lujo para las necesidades de Calixto.

Tan evidentes eran sus virtudes que las masas exteriores, a pesar de los crujidos de dientes, no estaban dispuestas a discutir con aquel coloso que cargaba alegremente la furgoneta. El tipo era demasiado robusto y daba la impresión de disponer de tracción a las cuatro ruedas: un auténtico todoterreno, muy útil para resolver cualquier duda política.

Calixto, aunque hubiera sido difícil explicarle el por qué, había llevado a la furgoneta los discos de ordenador donde se mantenían al día los ficheros de militantes, y una serie de documentos sobre las empresas en las que el partido era socio capitalista. Los últimos viajes los empleó en transportar varias cajas repletas de dinero: se trataba de efectivo de variadas procedencias y que sería una pena abandonar a la voracidad de los golpistas.

El bueno de Cristóbal, suavemente entonado por el aire primaveral y el tinto, había llegado allí con su saquete al hombro. Era uno de esos semi—traperos, hundidos en la miseria hasta las cejas, que malvivía hurgando en las basuras y fiando la vida a la caridad del prójimo, tan escasa.

Aquella era una noche maravillosa, llena de corros, y había descubierto que bastaba acercarse a ellos y mirarles con sus ojos llorosos de anciano para que empezaran a darle algún dinero. Burla burlando, en pocas horas había recogido tantas monedas que su peso le dificultaba el andar.

Ajeno a por qué aquellas gentes aguardaban a la intemperie, se puso entre ellas, recaudó una buena cosecha y se felicitó por su buena fortuna. Fue entonces, al elevar sus ojos en acción de gracias, cuando reparó en Calixto y le pareció una buena idea aproximarse a él: tenía aspecto de poseer un corazón de grandes dimensiones, y Cristóbal apostaba a que se desprendería con facilidad de veinte duritos.

Arrancó, pues, con paso corto pero ligero. Calixto, terminado su último viaje, se había apostado junto a la puerta y vigilaba a la multitud con aire desafiante. No le habían explicado nada, pero él hacía sus cuentas y estaba seguro de tener que repartir estopa antes de que finalizara la noche. El anciano, con su saquete a la espalda y sus andares tambaleantes, llegó hasta la furgoneta y empezó a sonreírle: pensaba recorrer así los últimos metros, agitando la sonrisa como una bandera blanca.

Justo entonces todo estalló. Los terroristas, tras un coche, habían vuelto a usar el lanzagranadas. Suponían que la furgoneta escondía importantes secretos y decidieron empezar por ella. Luego dispararon una vez más contra una ventana, fallando y abriendo un hueco en la fachada. Por último huyeron de allí con la satisfacción del deber cumplido, convencidos de haberse ganado el famoso descanso del guerrero.

Quizá pensando en Calixto, quizá pensando en la politicada toda, el mismo poeta de antes, Marcelo Arroita—Jáuregui, hombre precavido, había escrito: «Es peligroso que los intelectuales jueguen con cerillas.» En efecto: Calixto no era fácil de distinguir de un trozo de cualquier carbón. Humeaba suavemente, sentado en el suelo, y contemplaba la calle de Ferraz bajo una nueva perspectiva. La furgoneta, antaño blanca, se había fraccionado en unidades heterogéneas. Encima, ardía. La gente, vagamente petrificada, contemplaba el panorama y, sobre todo, el cuerpo pequeño y quieto de Cristóbal, que subió a los cielos con un saco al hombro y una sonrisa en su cara sufrida.

Consciente de su deber, Calixto se abalanzó al vehículo y pudo arrojar lejos varias cajas antes de que el fuego acabara con ellas. Fueron a romperse justo a los pies de los mirones y su contenido se desparramó: era el dinero.

—Huían con la pasta. —dijo una voz anónima pero extraordinariamente clara.

Calixto no prestó atención. Se había acercado al viejo y gastado cuerpo de Cristóbal y lo estaba retirando de las proximidades del fuego. No tenía conocimientos especializados para juzgar el estado de aquel hombre, pero estaba seguro de que una cosita tan frágil no podía haber salido bien parada de aquella explosión. Con un cuidado impensable en un hombre de sus características, dejó al anciano sentado y recostado en el escalón de un portal. Le miró un momento la cara inmóvil y, suavemente, le pasó la mano por la calva: era el adiós más cariñoso a que Cristóbal podía aspirar.

Luego Calixto se reincorporó al mundo de los vivos, que se agitaba en plena tempestad. La gente, con democrática celeridad, estaba metiendo mano al dinero. Alados billetes, juguetes de la brisa, revoloteaban sobre las cabezas. También sobre las cabezas caían algunos puños, pues no todo el mundo alcanzaba a pertenecer al círculo de privilegiados que rodeaban las cajas desparramadas.

Sus compañeros, atraídos por las explosiones, habían salido a la calle después de comprobar que no se repetían. Permanecían fosilizados junto a las puertas. Si los hubieran abierto más, los ojos se les hubieran caído al suelo inevitablemente: la contemplación de aquellos dineros cambiando rápidamente de dueño era una de esas experiencias frustrantes que perjudican hasta a las personalidades con mayor amplitud de miras.

—Eso sí que no. —se decían los unos a los otros con claros acentos de clase dominante. Los tiranos, como Nerón, solían arrojar monedas al populacho, pero ellos eran demócratas y constituía un atentado contra la dignidad humana obligar al amado pueblo a agacharse a recoger del suelo el vil dinero.— Eso sí que no.

Llamaron a Calixto y trataron de explicarle en detalle lo que se esperaba de él: primero, una carga de caballería para romper el cerco. Segundo, y una vez subido al montón de dinero sobreviviente, defenderlo con la vida. Y tercero, no escatimar ese material antidisturbios que él llevaba en los puños.

Calixto miró hacia el tumulto, a la furgoneta despedazada, a Cristóbal, sentado y muerto en un portal, y a sus compañeros: algo olía a cerdo en Dinamarca. ¿O era en España y el olor era a podrido? Se necesitaba algo más que la oscuridad de la noche para ocultar las intenciones de aquella cuadrilla, y Calixto, por primera vez en su agitada historia de militante, vaciló a la hora de meterse en una refriega.

Su alma diminuta libraba una batalla. Su ganglio nervioso, sobrecargado de consignas, luchaba contra sus sentimientos ennoblecidos por el sufrimiento y por el susto de la explosión, mientras en su atlético pecho se iban formando, con aire puro y rabia, unas pocas y sentidas palabras:

— ¿Adónde os llevabais ese dinero?

La urgencia no permitía perder unas horas valiosísimas explicando a Calixto lo que es una retirada estratégica, así que, cantando himnos de guerra, aquellos hombres embistieron contra la masa: el que más y el que menos, a causa de su actividad política, tenía cierta experiencia en arrancar el dinero de las manos del pueblo, y aquella era la ocasión de ejercitar sus habilidades.

La calle de Ferraz resonaba. Hombres de ideologías surtidas pugnaban violentamente por el dinero fácil, como suele suceder en una sociedad corrompida por el consumismo y por los discursos. Calixto, silencioso, volvía la espalda al deber y se alejaba, rumbo a Moncloa, para tomar el metro. Cristóbal, silencioso y muerto, aguardaba la eternidad sentadito en un portal, paciente, impasible, carne de hombre camino del polvo.

El amanecer, cualquier amanecer, estaba todavía lejano, inalcanzable como las estrellas. Madrid, sin televisión, bullía. Los madrileños se frotaban las antenas y se contaban las increíbles noticias de la jornada, todas a base de explosiones, carros de combate y motines. Aguardaban con ilusión al día siguiente para mirar los muros de la Patria suya, hasta ayer mismo tela metálica de un enorme gallinero.

* * * * *

Laurita y Felipe bajaron a la Plaza de España desde lo alto de la calle de Ferraz. Acababan de ver los restos calcinados de la furgoneta y a un anciano dormido en un portal muy cerca de ellos. Toda la noche había estado llena de prodigios.

— ¿Sabes que nunca había gritado contra el gobierno? —dijo Laurita, muy satisfecha con su rebeldía.

—Tampoco yo suelo hacerlo. ¿Quién necesita prestar atención a todo eso?

Laurita, por contagio, imaginaba que la gente vivía pendiente de la política. Los periódicos no hablaban más que de ella y del fútbol. La televisión, más aún.

—Pero mi panadero, no. A él le basta con saber lo que no le gusta. Ni la portera de mi casa; ni el acomodador de mi cine. Ni el que me alquila los vídeos...

—La política —añadió unos pasos después— es uno de los mejores modos para perder tu alma. Acaban creyendo que el mundo es su lucha por el poder o que el mundo es la sociedad. Se olvidan de que son hombres. No sueñan. Al menos, eso creo.

Iban de la mano cuando se sentaron en uno de los bancos de la Plaza de España. Era muy tarde ya y, pese a la noche agitada, la plaza estaba vacía.

—Me gustas. —dijo Laurita.— Eres una persona.

—Como todos.

—No: como todos, no. Conozco a muchos que no son personas.

— ¿Y qué hacen? —se admiró Felipe.

—No sé. El animal, quizá. Tratan de coger lo que quieren, aunque tengan que quitárselo a alguien. Y se aburren... Yo tampoco soy una persona.

— ¡No me digas!

Laurita estuvo a punto de hacerle confidencias, pero era demasiado reservada incluso en una noche de liberación. Se limitó a hacer una pregunta clave:

— ¿Tú eres feliz, Felipe?

El hombre se echó a reir:

—Esas cosas no se preguntan así. Se hace de otro modo: ¿Sabes en qué consiste la felicidad? ¿Es un collar? ¿Es un amor? ¿Es una cuenta en Suiza? ¿Es el poder?

— ¿Sabes en qué consiste la felicidad? —preguntó Laurita, obediente.

—En no tener miedo.

Felipe, al decirlo, se había quedado serio y miraba a los ojos de Laurita.

—La gente hoy parecía feliz y estaba en la calle porque, de repente, tuvo menos miedo a las cosas, al futuro... Si no tienes miedo, tienes esperanza. ¿Es muy complicado todo esto?

—No, pero, ¿cómo se hace para no tener miedo?

Felipe se lo dijo:

—No haciendo nada de lo que tengas que arrepentirte.

—Todo eso está muy bien, pero no se puede. —Laurita pensaba en el ministro César, en el vídeo, en su marido para el que quería un cargo y en otras muchas cosas más.

—Claro que se puede. Lo que sucede es que, a veces, no es provechoso.

* * * * *

El alcalde sabía más por alcalde que por diablo, según sus propias y humorísticas palabras. Había sido últimamente fiel a un conglomerado de siglas en cuyo nombre alcaldeaba y, como tenía la suerte de no pertenecer al partido de la mayoría, atisbaba el futuro con razonables esperanzas.

Tras las últimas elecciones el mapa político español se había convertido en una especie de tumulto multicolor y él, en consecuencia, era tan multicolor como el resto, versátil y hasta anfibio, tan capaz de correr por carretera como de navegar por cualquier noche movida.

Desde que empezaron a suceder aquellas maravillosas insensateces, él se mantuvo ilocalizable, ya que las turbas, imprevisibles, tienen tendencia a cargarles las culpas a los alcaldes. Con ayuda de una pizarra fue llevando el tanteo con diligente precisión: el Congreso, la retirada de policías, la cacería de delincuentes y drogadictos, los carros en la calle, las explosiones en La Moncloa, en La Castellana y en Ferraz, los cirios autonómicos y cualquier otro detalle digno de pasar a los anales.

Luego, y gracias a que sabía sumar de antiguo, la conclusión más lógica se impuso: el gobierno perdía por goleada. Doce o trece años pasados por las urnas agonizaban tras cruel persecución por las calles, y era aquel uno de los mejores momentos para recorrer el camino de Damasco y ver la luz, la nueva luz.

Cualquiera que fuese la nueva España que se alumbrase al amanecer, necesitaría de la experiencia de hombres honrados como él, siempre que aquellos hombres hubiesen apostado, desde el principio, por el cambio que estaba sucediendo.

Pero en política las apuestas se pagan caras y a uno le condenan al ostracismo en cuanto comete un desliz: el mundo es así y todavía no se ha comercializado la píldora que evite los embarazos políticos.

Sin bucear demasiado en la historia, recordaba lo que el gobierno, la oposición y la tele le habían hecho a Arespacochaga por ir a Chile a decir que el plebiscito es pura democracia directa y que, a veces, los partidos no dejan trabajar por el bien común.

La verdad es un mal aliado del hombre público, si es que el hombre público tiene especial empeño en seguir siéndolo. Por eso tahures y políticos descubrieron, en los albores de la historia, la ciencia de jugar a dos paños. Así que el alcalde, iniciado en los conocimientos secretos de su profesión, sabía que tenía que estar con el gobierno si ganaba el gobierno y con los golpistas si ganaban los golpistas.

Aunque experimentaba el dulce sentimiento que embarga a los políticos al contemplar el cadáver de su adversario, dejó para más tarde sus placeres secretos y llamó al general Pérez Alegre, con el que una vez había compartido manteles:

—Quiero que sepa —dijo— que Madrid en pleno les respalda. Hoy, afortunadamente, empieza una nueva Historia de España.

El segundo jefe del Jeme había recibido ya demasiadas llamadas como aquella. Las primeras hicieron tambalearse su fe en el ser humano, pero, a estas alturas, ya había aprendido a tomárselas con humor y a no tratar de explicar que el ejército no sabía nada de nada: no le creían.

—Le garantizo personalmente el orden público de la ciudad. —siguió el alcalde.

El general respondió que le parecía estupendo que hubiera orden público, faltaría más.

—La policía nacional se ha retirado a sus cuarteles en huelga de celo. —siguió— Pero yo le garantizo que controlaré a los elementos subversivos.

Pérez Alegre, cargado de sabiduría popular, había decidido dejar que las cosas sucedieran como buenamente pudieran. Si alcaldes bravíos se lanzaban a garantizar el orden público y a controlar a los elementos subversivos, él no pensaba estropearles las ilusiones.

—España —le dijo confidencialmente el alcalde— necesitaba esto desde hacía años. Era necesario volver al sentido común.

Igual pensaba el general: jamás creyó que las reservas de sentido común estuvieran tan agotadas. Pero, en lugar de descender a explicaciones, se limitó a desear las buenas noches a sabiendas de que el alcalde se quedaba bajo la falsa impresión de estar colaborando en un levantamiento. La libre incompetencia, se dijo, es la ley que rige el mercado político.

Lo que no podía suponerse era que el alcalde, una vez presuntamente uncido al carro del vencedor, fuera corriendo a tirar de otro carro mucho más pesado:

—En momentos así —dijo al vicepresidente cuando éste se puso al aparato desde La Moncloa—, ante los intereses de la democracia, hay que deponer toda mira personal.

— ¿Eh? —dijo el vice. La frase le sonaba, pero las recientes explosiones podían haberle dañado las entendederas y ser aquello una alucinación auditiva.— ¿Qué dice del personal?

—Que hoy estamos todos contra los que atentan contra la democracia.

El vicepresidente creyó haber sido sorprendido en sus pensamientos más íntimos, pues su opinión sobre la democracia había bajado varias brazas:

— ¿Está usted contra nosotros?

El alcalde titubeó: seguramente la emoción del momento hacía que no se expresara con la oportuna claridad:

—Estoy a favor. Completamente a favor. Ustedes son el gobierno legítimo. Y, a pesar de ser de otro partido, les ofrezco mi absoluta colaboración.

— ¿Y quién es usted? —preguntó el vice, rellenando una laguna en su información.

—El alcalde de Madrid. ¿Cómo dice?

El vice había dicho una barbaridad, pero no sería político repetirla:

—Habrá sido una interferencia. —se disculpó— ¿Qué tal por el Ayuntamiento?

—Muy mal. —confesó el Excmo. Sr. Alcalde.— Muy mal.

— ¿Bombas?

—Bombas políticas. Hay quien opina —confesó escandalizado— que la democracia ha muerto.

— ¿Y ha muerto? —quiso saber el vice por la parte que le tocaba.

—No. Definitivamente, no.

El vice respiró con más soltura. El ayuntamiento resistía, aunque maldito para lo que servía un ayuntamiento a quien ha perdido un reino.

¿Qué podía hacer aquel alcalde devoto de la libertad? Puesto que la policía nacional se había retirado a sus cuarteles, ¿qué tal si dispersaba a las turbas con furiosas cargas de guardias municipales?

—De acuerdo. —dijo el vice, que tenía ganas de que las turbas participaran de su propio malestar.

El alcalde no había esperado que se aceptara su primera propuesta, destinada a manifestar sus inquebrantables adhesiones. Puso marcha atrás y apretó firmemente el acelerador:

—Pero quizá será mejor que use a los guardias para proteger puntos vitales: había pensado en poner una guardia en su piso, señor vicepresidente. No estaría nada bien que lo destrozaran.

El vice estuvo de acuerdo: no estaría nada bien aquello.

—Y también quiero proteger los domicilios del presidente, de los ministros, de los diputados, de los subsecretarios... Temo al pillaje.

El vice, también. En la profundidad de la angustia nocturna dos almas gemelas se estaban descubriendo. No era un buen momento para ello, pero los sentimientos de los dos hombres se unían por encima de la distancia kilométrica que les separaba.

— ¿Le parece que proteja todos esos domicilios particulares?

—Sí, si. —ordenó el vice. —Y, ya que va, compruebe que mi colección de monedas sigue en el cajón derecho de mi «bureau».

—Ajá. —dijo el alcalde.— Suerte.

—Y que nadie abra el cajón izquierdo.

—Coronel —mandó el Excmo. Sr. en cuanto el coronel jefe de su policía municipal respondió a su llamada.—: aquí tiene esta lista de domicilios. Vigílelos todos. Si están vacíos, busque discretamente cuantos documentos pueda encontrar. Si están llenos, diga que van a protegerlos, pero no les deje salir. Ya sabe, mucha mano izquierda.

—Ah —añadió.— : en la casa del vicepresidente eche un vistazo al cajón izquierdo de su «bureau». Tiene que estar lleno de cosas comprometedoras.

* * * * *

El pueblo soberano, en uso de sus derechos constitucionales y, además, de su real gana, seguía infestando las calles y atisbando el horizonte en busca de salvadores de la Patria a quienes aplaudir. Al pueblo de Madrid se le dan bien estas cosas y sólo hay que recordar las acogidas a Fernando VII, a Alfonso XII y, sin ir tan lejos, a Francisco Franco.

El pueblo soberano, también en uso de sus derechos y de sus oídos, se había ido informando por las emisoras de radio. Había oído al presidente declarar que se estaba dando un golpe y, a continuación, había escuchado el redoble del cañón. Parte del mismo pueblo había visto auténticos carros de combate zumbando Castellana abajo e incluso disparando en mitad de la calle, cosa que no hacen los tanques más que disponiendo de muy sólidas razones que lo justifiquen.

El pueblo soberano, en uso de su imaginación, soñaba con los ojos abiertos y daba en pensar que ahora, libre de la plaga de los políticos, quizá volviera a haber trabajo para todos. Quizá se terminaran la delincuencia, la droga, el terrorismo, el IVA, la mariconería, el sida y los malos programas de televisión. Como diría Jacques Schopenhauer, los españoles siempre esperan lo mejor, y así les va.

Algunos entusiastas se habían concentrado en la Puerta del Sol, que es donde se hace la historia de España, mezclándose con otras tres o cuatro manifestaciones: la que pedía una muerte súbita, pero dolorosa, para todos los fascistas; la que exigía las cabelleras del gobierno por tratar de engañar a la clase obrera apagando la tele en vísperas del uno de mayo; la que pedía pena de muerte para el Lendakari y el Honorable, por traidores; y la que propugnaba que el pueblo en masa, aprovechando la transitoria libertad, ocupara los hospitales y llevara a cabo una matanza de médicos, en justa reciprocidad por las variadas matanzas de pacientes que venían sucediéndose en la Seguridad Social.

Como expresión del entusiasmo anarquista carpetovetónico, aquello estaba bien: una vez más la Puerta del Sol era, además, la puerta por donde entraban la jarana y el follón en España. La tradición, pues, estaba a salvo.

Pero no la lógica: pasaban los minutos y hasta las horas y allí estaban los miles de españoles como unos pasmarotes, mirando al reloj como en la noche de San Silvestre.

¿Tenía objeto estar allí, gritando y rebullendo, si allí no había nadie para escucharles, ni un mal gobernador civil? ¿Tenía sentido agotar aquellas benditas gargantas lejos de las orejas que deberían atender las quejas del pueblo y, de paso, aletear y enrojecer?

Venancio, que era aprendiz de líder y se la tenía guardada al gobierno desde que éste, tras la huelga general, aprobó el Plan de Empleo Juvenil como si nada, fue de los primeros en comprender la ilógica situación:

—Nosotros aquí y ellos allí. —se dijo, contemplando al oso y al madroño con una luz de inteligencia en sus ojos.

Pidió ayuda a Pepe y a Ramón y, tras algún forcejeo, se subió al monumento, aupado por los amigos. Ramón le pasó el megáfono:

—Nosotros aquí y ellos allí. —gritó. La frase era lo bastante gráfica como para no necesitar cambios notables. Todo lo más, algo de aliteración:— Ellos allí y nosotros aquí.

— ¿Eh? —dijeron las tres o cuatro manifestaciones, percatándose de aquella verdad y sintiéndose algo imbéciles. ¿Pues no le estaban gritando a un reloj centenario que sólo servía para hacer comer de prisa las uvas?

Junto a la del oso, la cabeza de Venancio resplandecía iluminada por la luz de la inteligencia. Había sido capaz de pronunciar los dos adverbios que la gente necesitaba: aquí y allí. La Naturaleza, si de verdad era sabia, obraría el resto.

Y, en efecto, la Naturaleza, algo sonrojada, obró y, para empezar, se adueñó de algunas bocas:

—Allí. —dijeron las bocas completamente de acuerdo—. Vamos allí. Las verdades, a domicilio.

El locutor que, micro en mano, ejercía de notario de urgencia, dio fe de aquel movimiento de pueblos:

—Van hacia La Moncloa. Desde nuestra posición podemos ver como tirios y troyanos tratan de girar sus pancartas. Si van a pie tardarán hora y media en llegar. Si van en coche, menos de media.

El presidente que, en aquellos momentos, era un fiel radioescucha, miró su reloj: de él salió una mano de hierro y, si no se mueve velozmente, le estruja el corazón sin piedad.

* * * * *

Desde La Moncloa la noche es negra, muy negra, aunque la luna sea blanca, muy blanca. Y, encima, de todas las criaturas de la noche, el hombre angustiado es la más sombría: casi todas sus maldades las fragua al amparo de la oscuridad; pero también es de noche cuando más ataca el sufrimiento y millones de ciudadanos se retuercen víctimas del insomnio: si echaran a su conciencia un buen detergente se ahorrarían un pico en somníferos y en güisqui.

Precisamente esa conciencia a la que hacemos referencia llevaba el peso de las operaciones en aquellos momentos: mordía y remordía en unas almas que, aunque endurecidas, no dejaban de tener su tendón de Aquiles y hasta su caballo de Troya.

Estaban reunidos con la intención de invocar la presencia del espíritu: si había un colectivo necesitado de iluminación era precisamente aquél, después de las últimas noticias telefónicas y de haber oído, en directo, cómo estaba siendo bombardeada la sede de Ferraz. El vicepresidente, con aquella cara de líder de la Segunda República, miraba lleno de aprensión hacia los rincones, incapaz de poner en circulación alguna frase feliz y relajante. Los diferentes secretarios de Estado, unidos por su fuerte espíritu de clase, meditaban sobre lo contingente: su alma, como el eslabón perdido, era un considerable misterio científico.

Estaba claro que un presidente sin televisión es como Sansón recién esquilado por Dalila: teme que miles de filisteos se le echen encima de un momento a otro. En aquel trance, no conseguía más que llenarse un vasito de vino generoso para usarlo con fines medicinales.

En su opinión, España entera acechaba en la espesura: llevaba muchos años sin devorar presidente y aquella podía ser su oportunidad. Estremecido, coincidía con sus otros silenciosos compañeros: aquel bombardeo hubiera sido un duro golpe contra su dignidad, de disponer de dignidad sobre la que descargar duros golpes.

— ¡Esta sí que es buena! —dijo al fin, resumiendo los puntos fundamentales de su análisis de la situación.

Los presentes no tuvieron nada que objetar: aquélla sí que era buena, en efecto, y se limitaban a hacer cola frente a la botella para ver de restaurar su confianza en el destino.

— ¿No habíamos quedado —siguió el presidente, mirando con resentimiento a sus cerebros pensantes— que el golpe de Estado era un recurso dialéctico?

Estaba mal mentar aquella soga en aquel palacio.

— ¿Quién ha disparado? —interrogaba, sin duda a los fantasmas de su subconsciente.— ¿Es posible que, a fin de cuentas, lo de la televisión y todo lo demás sea un plan y que nos hayan engañado?

— ¡Qué plan ni qué plan! —dijo el vice, recién salido del estupor con más bríos que nunca.— Seguimos siendo el gobierno; tenemos todo bajo control. Si hubiera algo en marcha, nos hubiéramos enterado hace semanas, que para eso está el Cesid.

—No obstante —insistió el presidente—, ¿quién ha disparado?

— ¿Qué sé yo? Estoy pasmado. Puede haber sido algún grupo de ultras que se creyera lo que dijimos por radio. Puede haber sido la Eta... Pero no deja de ser una anécdota.

También en él se cumplía el principio de Arquímedes: todo pensamiento sumergido en vino experimenta un empuje tal que echa a volar entre canciones. Sus ojos se habían iluminado a causa de la electricidad estática acumulada por el organismo durante la carrera y las canciones, sin duda, estaban ya almacenadas junto a sus labios, prestas a brotar como un manantial.

Sin embargo no brotaron porque entonces llegó la llamada del ministro de Defensa, aquel ente derrotado que se sostenía, como Daniel en su foso, en mitad de un aquelarre de generales. El ministro, además de interesarse de nuevo por la salud de sus compañeros, tenía el disgusto de comunicar que los carros de combate seguían infestando la Castellana, aunque ya no se escuchaban disparos.

—Han pretendido hacerme creer —añadió para cubrir sus débiles espaldas— que sólo atravesaban la ciudad para salir hacia Extremadura en cumplimiento de mis órdenes, pero esa teoría no se tiene en pie: yo, por ejemplo, no les mandé que dispararan. No obstante, ahora voy con vosotros y os lo explico en detalle.

Al influjo de las últimas noticias, los pensamientos del presidente dieron un hervor: cualquier cosa que estuviera en su cabeza quedó cocida instantáneamente y lista para comer. El ministro de Defensa debió de oír cómo algo se achicharraba, porque preguntó enseguida:

— ¿Te sucede algo?

El estadista había caído en la contemplación del futuro y estaba a punto de comunicarse con el fantasma de Allende, por si le facilitaba algún consejo contrastado por la experiencia.

—Oiga, oiga. —decía el ministro, sospechando que algún malvado general le había cortado la comunicación.— ¿Estás ahí?

—De cuerpo presente. —las palabras brotaron de su boca balando dulcemente: el lado arábigo de su personalidad aceptaba lo fatal.

—Te decía —siguió el ministro, insensible— que será mejor que vaya con vosotros. Después de la última entrevista no me fío. —era un hombre enteramente fabricado para ser de derechas: sólo el oportunismo había conseguido desviarle hacia las barbas y las corbatas rojas.

El vice, hombre práctico y escatológico, intervino desde su propio supletorio. A pesar de cargar con aquella cara, poseía una cierta sagacidad y dominaba las cuatro reglas. Ello le hacía el hombre mejor dotado para hacerse cargo de la situación:

— ¿Qué c*** dicen esos j*** militares, tú? —dijo con su peculiar estilo de hombre pragmático.— ¿Te han dado algún ultimátum? ¿Se sonríen a tus espaldas?

El ministro había visto los carros con sus propios ojos, con el de babor y con el de estribor, ambos cuidados por un buen oculista, pero los generales, el Prejujem, el Jeme, el Ajema y el Jemea, por citar lo más florido de la colección de jotas, seguían negando las evidencias.

—Insisten en que no saben nada, aunque ya han dado órdenes sin mi permiso para sofocar lo de las autonomías. Y ahí están, mirándome como en mi velatorio. Me acabo de escapar de ellos.

* * * * *

Mientras el ministro de Defensa se disponía a hendir la distancia, rumbo a La Moncloa, sus inquilinos oyeron por la radio la retransmisión del tumulto de la Puerta del Sol: Nosotros aquí y ellos allí, decían las masas, haciendo un incómodo descubrimiento.

«Van hacia La Moncloa. —comentó el locutor.— Desde nuestra posición podemos ver cómo tirios y troyanos tratan de girar sus pancartas. Si van a pie tardaran hora y media en llegar a la residencia del presidente del gobierno. Si van en coche, menos de media hora.»

El presidente estaba seguro que de todo aquello podía extraerse una enseñanza ética, pero no daba con ella. Siempre pensó que quien traga ruedas de molino y lleva años oxidándose entre discursos anestesiantes, pierde la capacidad de reacción. Y que le colgaran si ése no era, hasta horas antes, el estado del pueblo español.

Iba a decir de nuevo «esta sí que es buena» cuando recordó, a tiempo, que ya había emitido aquella potente idea. No obstante, sus próximos esperaban algo de él:

—Mañana mismo —dijo con optimismo— tendremos que hacernos una autocrítica.

—O un harakiri —suspiró el vice, optimista también.

—Lo cierto es que esta situación ha revelado la auténtica sensación de inseguridad en que vivimos, y no podemos seguir temiendo, permanentemente, que se nos levanten. Hemos de acostumbrarnos a ser lo que somos: los elegidos del pueblo y, por lo tanto, los únicos legítimos.

La concurrencia dijo que sí, que siempre se sintieron ilegítimos y casi bastardos; provisionales y en precario. Algo, en los decretos y en las leyes de los últimos años, les había hecho creer que pudiera llegar el día en que alguien quisiera echarles. Era, sin duda, una falsa impresión, dado lo legítimos que eran, pero existía.

—Hay que pensar que, gracias al Ministro de Defensa, el ejército hoy no es el de Franco. —siguió el presidente, dándose ánimos.— Tengo entendido que nuestro amigo, para entretenerse, hace que los militares salten por un aro metálico. No obstante, mañana mismo cesamos a toda la Jujem y a todos los capitanes generales.

Como aquel que dice, es deber de los justos apretar las tuercas de los inicuos. Y estaba claro que ellos eran los justos, acosados hoy por las fuerzas oscuras de la historia: un edificio se caía, víctima de las termitas, y ellos estaban dentro.

El presidente iba a decir lo que pensaba de las fuerzas oscuras de la historia, algo muy cruel y realista, cuando le pasaron otra llamada urgente:

— ¿Todavía puede haber peores noticias?

Era Monsieur Le President de la vecina República Francesa, un gabacho donde los hubiera, siempre dispuesto a meter la cuchara en la sopera española, según costumbre que empezó a arraigar con Luis XIV y que se consagró durante la presidencia española del Mercado Común, que fue, en realidad, la presidencia francesa.

No hay gabacho a quien no interesen las camorras familiares entre españoles: el instinto le dice que siempre puede venderles armas de segunda mano o restos editoriales de la Enciclopedia que corroan los pensamientos más sólidos.

Aquel laureado animal político, informado por sus chivatos de la embajada y por el revuelo de los primeros fugitivos de postín que empezaban a filtrarse por las fronteras, se ofrecía para lo que gustara el presidente español. ¿Necesitaba, por ventura, una brigada de paracaidistas que le pusieran en orden el gallinero? Eran unos tipos que habían dado sorprendentes resultados en el Chad, y Monsieur Le President, en su candor racionalista, calculaba que quien maneja negros con destreza, puede vérselas con españoles, aunque lleven navaja en la liga.

El presidente apenas empezaba a tomar en consideración el ofrecimiento cuando el franchute, sospechando que pudiera aceptárselo, pasó a la segunda parte del mensaje:

—Pero, como calculo que usted no estará deseoso de derramar sangre española...

No lo estaba, le aseguró el presidente. Monsieur podía apostar a que ninguno de los allí reunidos quería que se derramara su sangre española: disponían de pocos litros en total y estaban dispuestos a conservarlos en sus envases de origen.

—Decía —siguió el francés— que como no querrán iniciar una guerra civil contra la bestia fascista, Francia es una tradicional tierra de asilo. Los valores que traigan serán protegidos y custodiados por la República Francesa.

—C***. —fue el sencillo comentario del vice sobre la propuesta.

—Comment? —dijo Le President, que no sabía que le escuchaban también por un supletorio. La psicología del español y la del cangrejo escapaban a todo intento de clasificación científica, pero la palabra aquella no le había sonado bien, como si fuera una de esas cosas que dicen los matadores para desanimar a los toros antes de estoquearles.

—Ha sido un cruce de líneas, Monsieur Le. Lo cierto es que la situación no es tan grave como usted supone. Se ha producido algún tiroteo, pero todo está bajo estricto control. No obstante, le agradezco su filantrópico ofrecimiento.

El presidente era un gran hombre que se sobreponía con dignidad a los avatares del destino: cuando él se refugiara en Francia no dejaría que la República le custodiara un sólo valor, pues tenía la experiencia de los exilados de 1939. Por otro lado, se negaba a lavar los trapos sucios ante los ojos del extranjero. Otros grandes hombres habían pasado por trances difíciles para escribir la historia: Hitler se vio encerrado en un bunker y Mussolini fue rescatado de las montañas por un avión. Atila tuvo momentos de impotencia ante un clérigo barbudo y a Calígula le acogotaron sus pretorianos. La historia es maestra de la vida.

—Espero poderle saludar en mi próximo viaje oficial. —terminó, manteniendo el tipo.

El francés, desconcertado, acabó colgando: él daba por hecha la caída del gobierno español. Se confirmaba una vez más su opinión: España era una especie de ilusión óptica.

No obstante, su llamada había enfriado aún más los ánimos de aquellos hombres que ya estaban bajo cero: vieron en ella la confirmación de sus más negros presagios. El presidente iba a comentar lo que pensaba del francés, a pesar de ser un correligionario, cuando un ruido de motores y de gente atareada entró por las ventanas rotas.

Sus orejas, suspicaces y vibrátiles, se estremecieron. No podía saber que el coronel Caño Huerta llegaba con su regimiento de transmisiones, dispuesto a salvar la democracia y a ganarse el fajín de general, apostando sin riesgos por el ganador.

— ¿Qué es esto? —gritó el ganador en cuestión, ignorante de ir el primero en la quiniela de Caño Huerta.— ¿Es que todavía hay más?

El comandante de la guardia civil dio una escueta versión de los hechos:

—Una unidad de ingenieros está acordonando el Complejo, señor presidente.

— ¿Para qué? —preguntó éste, temiendo que le dieran la respuesta más lógica en noche de golpe de Estado.

—Lo ignoro.

—Manténgame informado y, sobre todo, no deje entrar a nadie.

Los presentes, anonadados, se miraron entre sí tan pronto como salió el comandante. Se habían quitado las caretas y dejaban que sus rostros fueran espejos de sus almas: un duro espectáculo.

—No sé lo que pasa —dijo el presidente después de una breve reflexión empleada en sumar dos y dos y sacar factor común—, pero no me gusta un pelo.

Coincidían: a ninguno le gustaba la tanda de acontecimientos que el destino había derramado en abundancia sobre ellos. Hasta que algún periodista publicara un libro sobre aquella noche, tendrían que aguardar unos meses para enterarse de los hechos.

—Habrá que largarse. —dijo al fin el presidente, expresando una opinión sensata sobre la que existía amplio consenso.— Suceda lo que suceda, que no nos pille debajo.

Eran los últimos depositarios de la democracia española y, en tanto que tales, sus vidas eran sagradas.

* * * * *

Jacques Schopenhauer y José Luis, agachados bajo la ventana rota, aguardaron filosóficamente hasta que esparciera. Enloquecidos por los truenos, periodistas y funcionarios habían iniciado una peligrosa estampida que asolaba salas y pasillos: quien no quisiera perecer bajo sus pezuñas, haría muy bien en seguir el ejemplo de Chop, quien se entretuvo meditando en que la Naturaleza espera de España sol y toros, pero la nación anda siempre pensando en el motín perfecto, como si ése fuera el sueño de su vida.

Además, Chop no estaba lo bastante loco como para salir al jardín, que era donde estallaban los pepinos. Con mucho cuidado, había asomado por la ventana el objetivo de la máquina y tomado varias instantáneas con el flash, a lo que algún guardia, sin duda nervioso por los acontecimientos, replicó con una ráfaga.

—Ay, Gosé Luis: las revoluciones sólo son bonitas en los libros de historia. Allí ponen las hermosas ideas por las que suceden y los muertos parecen una especie de monumento a la libertad.

José Luis, empapado de cultura española romántica, mató el tiempo recitando los últimos versos del Canto a Teresa, a modo de jaculatoria, y terminó, fatalista, con aquello de «truéquese en risa mi dolor profundo...Que haya un cadáver más, ¿qué importa al mundo?» A lo que Chop repuso que Espronceda no sabía lo que se decía con eso: no hay nada tan desagradable como tener que hacer el papel de muerto para que el mundo se encoja de hombros siguiendo los consejos del poeta. Eso tenía de malo el español medio: su proclividad por las frases sin sentido le impedía alcanzar la perfección.

Cesaron las explosiones y fue apagándose el ruido de cientos de hombres al galope. Aunque la estructura atómica de su cuerpo le impedía ciertas proezas, Chop estiró el cuello como pudo y se puso a mirar por la ventana:

— ¡Gott Himmel! —dijo, excitado— Me tienes que sacar una foto en medio de esta desolación. En Luxemburgo no me creerán cuando yo sonría con suficiencia y les diga: Estuve allí. ¡Chicos!

Sacada la foto, siguieron observando el jardín ahumado, por el que las sombras se movían con el misterioso encanto de esos vehículos, mayormente trenes, de los problemas de bachillerato, que siempre están saliendo, a la vez, de inverosímiles lugares y no hay forma de saber adónde acabarán llegando ni dónde se cruzarán con otro de su especie.

Las sombras eran guardias, cazando a los informadores que se habían desparramado por todo el complejo, esquivos y resentidos. En opinión de los periodistas, no se les podía convocar a una rueda de prensa y darles, en su lugar, un bombardeo: hay cosas que un hombre no digiere con facilidad y las granadas de mortero figuran a la cabeza de la lista.

Los guardias, sin duda para protegerles de ellos mismos, les atrapaban de uno en uno y se los llevaban a algún oscuro cuerpo de guardia entre grandes manifestaciones de ira y múltiples exhibiciones de los carnés acreditativos.

Chop, el muy infeliz, gozaba del espectáculo: después de aquello dispondría de las suficientes observaciones psicológicas para terminar su libro «España explicada a los españoles.» Para empezar, estaba claro que los españoles nunca sabían lo que pasaba, pero se entregaban a ello con singular entusiasmo. Otra cosa que estaba clarísima era que el español, a pesar de las castañuelas y de las batas de cola agitadas entre guitarras, es un ser triste y grave, propenso a la desesperanza y a no admitir críticas de ningún tipo, sean de palabra o de bomba. ¿Por dignidad? Quizá, pero Chop se inclinaba a creer que la razón estaba en que un español normalmente constituido sabe que él es el único hijo de Dios sobre el planeta.

Pero meditar en aquellos momentos sobre el entramado maestro del alma española, aunque interesante, suponía perderse uno de los instantes estelares del alma en cuestión, que se había desatado y corría libre por Madrid y sus alrededores, unas veces metida en el cuerpo de periodistas sumamente esquivos, y otras, en el interior de guardias especialmente dispuestos a hacer las cosas con las manos.

Dice Vatsyayana, y dice bien porque se trata de un hindú extraordinariamente dispuesto, que el tiempo no existe para el hombre que disfruta, y Chop disfrutaba tanto y tanto acechaba por la ventana rota, que olvidó que también él era un informador y, por lo tanto, uno de los corzos acosados en aquella cacería.

La súbita entrada de dos guardias en la desierta sala de conferencias se lo recordó debidamente. Se produjo un ruido chirriante: eran sus quijadas trabajando en el vacío mientras sus ojos, hipnotizados, estaban prendidos de la pareja de hombres armados que, antes de pasar a mayores, practicaban lanzándoles una abrumadora mirada.

Menos mal que José Luis estaba allí, cargado de conocimientos típicamente españoles y de ese sentido práctico que había llevado a sus antepasados al otro lado del Atlántico, buscando sabiduría y especias. Por muy buena pasta que se usara para confeccionar a un luxemburgués, no había modo de incorporar a su estructura un método sencillo para escurrir el bulto, y eso era, justamente, lo que hacía falta allí.

José Luis, con un formidable sentido del tiempo vital, esperó los primeros síntomas de que los guardias fueran a abrir la boca, que es cuando sus defensas quedan más desprotegidas, como todo el mundo sabe. Y, en ese instante de intenso contenido psicológico, atacó:

— ¿Cuántos han conseguido reunir? —dijo con la seguridad que sólo podía atribuirse a un secretario de secretario.

Los guardias titubearon y echaron un vistazo a los alrededores antes de concluir que José Luis se estaba dirigiendo a ellos.

—Uno, —siguió el serenísimo José Luis— acaba de entrar por esta misma ventana. ¿Le han interceptado en el pasillo?

No. No habían dado con él. Había que reunir a toda aquella gente desperdigada y facturarla hacia sus redacciones, siempre y cuando los mandos naturales consideraran que se podía informar sobre tan delicados acontecimientos.

—Lo que importa —advirtió José Luis— es que no suban arriba. El presidente ha insistido mucho en esto porque el ruido de las carreras no le deja concentrarse.

Los guardias estaban a punto de ser vencidos por el aplomo de aquel farmacéutico, hecho a descifrar recetas y a hurtar el cuerpo a drogadictos que intentaban extraerle, gratis, sustancias estupefacientes o dinero.

—Estoy intranquilo —explicó, francamente condescendiente con los guardias— por ese que se ha colado por la ventana. Mejor será que nos acompañen a buscarlo.

Mientras lo hacían, los guardias pagaron la condescendencia de su superior comentando que había sido una vergüenza liarse a morterazos con aquel palacio tan bonito. Hay formas y formas de hacer las cosas, si es que José Luis sabía a lo que se estaban refiriendo.

José Luis lo sabía.

También había carros pegando tiros en la Castellana, y en la Castellana sólo hay dos sitios que puedan cañonear los tanques con plena justificación, si uno no cuenta los Nuevos Ministerios ni la Biblioteca Nacional: O el ministerio de Defensa o el del Interior.

Chop, disimuladamente, tomaba nota de aquellos detalles. Tenía ya el párrafo para su crónica: « me enteré por unos guardias civiles de que los carros de combate avanzaban, imparables, por el centro de la capital: desde el último desfile de la Victoria nada igual se había visto.» Las amplias mentalidades tienen visiones de conjunto; miran el mundo como quien echa un vistazo a una postal, y Chop veía en aquellos momentos una auténtica batalla de carros ensangrentando las calles.

Pero eso no era todo en opinión de los guardias: una manifestación extraordinaria se encaminaba hacia allí.

—Que si La Moncloa está por allí y ellos están por allá. —insistieron, comunicando la consigna de los manifestantes.

Como José Luis podía comprender, a ninguno de aquellos dos números les hacía ilusión resistir la carga de un pueblo cegado por los adverbios. No es que les infundiera miedo, no. Sus problemas eran de índole moral: no se puede masacrar al pueblo. Por el buen nombre del cuerpo, más que nada.

* * * * *

Habían llegado al pie de una amplia escalera sin conseguir encontrar al informador que saltaba por las ventanas y José Luis andaba imaginando cómo desandar el camino y salir definitivamente de la zona de peligro. Con tanques y populachos en movimiento, convergiendo sobre La Moncloa, la sensatez exigía abandonar tan gratas compañías.

Pero alguien, sin duda importante, se asomó a lo alto de la escalera y puso en marcha una garganta acostumbrada a mandar:

—Subid aquí. —dijo con el clásico tuteo de los amigos del pueblo.— El presidente os necesita.

Arriba ya, les pusieron unas cajas en los brazos: había que llevarlas al helipuerto, o sea, a la explanadita de la derecha. Los guardias, testigos silenciosos, se sonrieron: aún sin ser mal pensados, les entraban unas deplorables ganas de sonreir. Sólo los humildes empleados del Estado son capaces de sobrevivir a los cambios con una sonrisa en los labios y con un chiste en la cabeza, bajo el tricornio.

Chop, muerto de curiosidad, consiguió asomarse a la sala de juntas. «Pude ver por un momento al presidente. Parecía invertir el tiempo de espera mascullando oscuros ruidos, posiblemente extraídos de un libro de conjuros gitanos.» Le saldría una crónica espectacular. En años sucesivos, los historiadores no tendrían más remedio que recurrir a ella.

El presidente, ocupadísimo, no percibía que un observador imparcial, tal que M. Jacques Schopenhauer, le echaba visuales con fines estrictamente históricos. Con la mano rompía papeles, pero la mente la tenía puesta en la última de sus geniales estrategias: deslizarse, al amparo de las tinieblas, hasta el punto de aterrizaje de los helicópteros y desde allí, con su colaboración, echarse a volar bajo la luna.

Acababa de pedir, de exigir, tres Chinooks a la Unidad de Helicópteros de Colmenar, bichos feos pero con capacidad para una sección. Su única inquietud consistía en saber si la Unidad de Helicópteros del Ejército de Tierra se había sublevado o si, por el contrario, la inercia de la disciplina seguía activa como en los mejores tiempos.

Todo lo que deseaban él y los suyos era alejarse de los lugares que habían sido testigos de su felicidad, tomar el DC—8 presidencial hasta París, formar un bonito gobierno en el exilio que hiciera declaraciones a L'Humanite y a Le Figaro, y sufrir como fakires lejos del mundanal ruido.

Como diría Fray Luis, todo el truco estaba en seguir la apartada senda que la Naturaleza enseña sólo a los sabios. Según las más recientes estadísticas, de cada cien prohombres que se sienten acosados por carros adversos, el siete por cien huye a pie, dependiendo su velocidad de si va por camino o campo a través. El trece por cien prefiere el automóvil blindado con chófer oficial. El setenta y nueve se inclina por el avión reactor, y sólo un uno por ciento se queda a recibir a los carros revoltosos con una sonrisa amable en los labios.

Chop tuvo que dejar de hacer, a su pesar, literatura centroeuropea porque alguien le puso en los brazos un paquete de mediano tonelaje:

—Hala, para abajo. —le aconsejaron—. Y vuelve enseguida, que queda mucho por trasladar.

* * * * *

Madrid, aplastada por el meridiano que lleva su nombre y por una noche rica en experiencias, yacía patas arriba en aquella ardiente oscuridad, meditando, en latín, sobre el poco original tema que podría titularse «Sic transit gloria mundi». La noche, consciente de su importancia, se movía mayestáticamente, a pasos cortos, para desesperación de cuantos vigilaban sus relojes.

Políticos de todas las corrientes y graduaciones taponaban las salidas de la ciudad, dándole un aire de tarde de fútbol. Alegres ciudadanadas medían las calles con gritos y con carreritas, ansiosas de atisbar militares para arrojar sobre ellos pétalos y, de paso, montarse en los carros para cantar a la libertad.

En lugares techados y discretos, se estudiaban futuros gobiernos de salvación que serían presentados a los militares con las primeras luces del alba, bajo el lema de «Europa puede hacérnoslo pagar caro.» Estos estrategas confiaban en la patente buena fe política de los generales, a los que pensaban manejar con el solo recurso de incluir la palabra España en cada frase.

Confiaban en hacerles ver que era urgente salvar la cara democrática del nuevo régimen con un gobierno de civiles que convocara a Cortes Constituyentes, que controlara la televisión y que garantizara el libre funcionamiento de los partidos. Rockefeller y otros califas podían tomárselo a mal de no ser así y temer por sus inversiones. Entonces... ¿querría alguien ver a España maltratada como un Chile cualquiera?

Ponerse de acuerdo en los nombres que formarían ese gobierno de salvación era otra cuestión. Tenía que haber, al menos, un socialista y un comunista, por la cuestión de la credibilidad. Y un sindicalista que vistiera de jersey. Luego, gente de orden que entendiera de finanzas y, qué remedio, un militar al frente de Defensa. ¡Ah! Los buenos idealistas son los que consiguen comer de sus ideas

El ministerio de Defensa había dejado ya de albergar al buen ministro, súbitamente interesado por los cambios de aires. Sin aquella su presencia fuerte y silenciosa, el peso de la noche histórica se había desplomado sobre las cabezas del Prejujem y de los otros tres jefes de los estados mayores de los tres ejércitos, que no sabían muy bien cómo tomarse aquello.

En años venideros, hasta el fin de los tiempos, serían conocidos como los «Golpistas de Mayo» o algo así. No querían ni pensar en las barbaridades que dirían de ellos el New York Times o Der Spiegel. Tampoco querían hacerlo en la portada que les dedicaría el ABC al día siguiente, aunque sus espías les habían confirmado que sus rostros formarían una especie de guirnalda en torno a la frase «España, Salvada.»

¿Quién creería, a partir de entonces, que no se habían levantado? Seguían tan sometidos al poder civil como al principio, y no era culpa suya que el poder civil se hubiera hecho un lío y hubiera dado la espantada. Preveían, en cambio, que les tocaría lidiar con una serie de salvadores aficionados y, lo que es peor, tratar de arreglar todas las cosas que funcionaban mal, y eso sí que les daba miedo.

Como la situación era ya inevitable, se sentaron a estudiar cómo hacerse más llevadera la cruz que les imponía, insensatamente, el gobierno fugitivo: ¿Una Junta Militar o un Gobierno Provisional? No se les ocultaba que, si fracasaban, se encontrarían sentados en el banquillo tan pronto como a algún sinvergüenza se le ocurriera restablecer la democracia y decidiera que necesitaba a unos cuantos dictadores para representar la comedia. ¡Valiente porvenir!

Sobre todas las cosas echaban de menos la inocencia de los coroneles, todavía no corrompidos ni por el peso de la púrpura ni por el contacto estrecho con los políticos. Sólo el que se ha visto obligado a comer helados con dolor de muelas comprende el profundo significado de la palabra disciplina en el contexto de una democracia avanzada.

A punto estaban de concluir estos graves ejercicios de autocompasión cuando uno de los ayudantes, cariacontecido, llegó con el chisme de que desde La Moncloa se pedían tres Chinooks a la Unidad de Helicópteros. El ayudante se preguntaba si la soberanía popular regía todavía o ya se había vuelto a la vieja y sólida cadena de mando, esa que no dejaba a los políticos malmeter con el material caro.

Los generales volvieron a reflexionar: si dejaban partir al gobierno, su suerte quedaría echada y tendrían que asumir la responsabilidad de reconstruir España con dignidad y decencia. Un tremendo sacrificio, quedando España como se quedaba. Pero, por otro lado, la única autoridad seguía residiendo en aquellos cabezas de chorlito.

—Envíeselos. —dijo el Prejujem, aceptando su destino.— A fin de cuentas, ellos son el pueblo soberano y tienen derecho a ir adonde quieran.

—A enemigo que huye, puente de plata. —abundó el Jeme, aceptando también su sino.

El almirante, que era gallego, se mostró entonces menos preocupado por el enemigo que huía que por el que se quedaba en casa, escondido tras reposteros colgados de ventanas y balcones.

—Seguro que algunos cientos de estadistas están conspirando ya. Dudo que sepan contra quién, pero conspiran.

—Contra nosotros, ya ves. —dijo el aviador— Según las emisoras bien informadas, resulta que somos los hombres fuertes.

Cada cual pensó en su artrosis, en su hígado maligno o en su lumbago: su tragedia era demasiado personal para ser comunicada a oídos humanos. Luego, volvieron a enfrentarse con la realidad:

—Tres helicópteros Chinook quieren decir carga. Se van a Barajas. Se van de España. —resumió el Jeme, acongojado: no quería ser el hombre fuerte de ningún lado.

—Van a agarrar el DC—8 «de luxe». —dijo el teniente general de aviación, clarividente.

—El teléfono. —exigió.— Creo que es el momento de advertir al personal de vuelo del DC—8 que lo tengan a punto. Seamos disciplinados hasta el final.

—Sí. —dijo el Prejujem.— Pero daría un brazo por que no quisieran irse: ahora sí que se liará una buena.

* * * * *

La porción de noche que había sido asignada a los jardines de palacio hacía lo posible por envolver maternalmente al cupo de humanos que se afanaban, cargadísimos, confundidos entre las fanerógamas y las criptógamas. Aquello que vagaba entre las sombras, por ejemplo, podía ser un presidente o podía ser un espectro. Sólo la metódica observación disiparía las dudas, pero la noche no quería descender a detalles y se conformaba con gozar de la panorámica.

El vicepresidente tenía un buen aspecto: la palidez de la luna le daba un aire intelectual y sus ojos, en trance de desorbitarse, indicaban un alma despierta. Cuando la noche le echó el ojo, trotaba con buen ritmo, víctima de una apretada agenda y de un corazón lleno de esperanzas. Su cuerpo enteco se cimbreaba bajo el peso de una maleta de regulares dimensiones, mientras que las rayas de su frente ondulaban bajo la presión de secretas cuitas.

La noche, cómodamente instalada sobre las copas de los árboles más altos, seguía atentamente los acontecimientos. El consejero de Estado Rodríguez, por ejemplo, estaba demostrando ser uno de los ejecutivos más veloces de su partido. Aquello que flotaba a baja cota había sido, en el cercano pasado, el ministro de Defensa, recién llegado de su ministerio con el equilibrio emocional que no hacía más que caérsele por los suelos, como los bultos que transportaba. En general, todos los presentes parecían salir directamente de un anuncio de seguros: los felices asegurados después de merecerse cobrar la póliza por siniestro total.

El presidente, silencioso, meditaba entre las ya mencionadas fanerógamas y criptógamas: no estaba seguro de si eran unas u otras porque todo lo que sabía de botánica lo había aprendido contemplando la cabeza del vicepresidente. Pero el caso era que meditaba dolorosamente sobre las complicadas cosas de este mundo material.

Las alas de su pensamiento no eran mayores que las de un abejorro, pero hacían su papel mientras él fermentaba calladamente. Se daba cuenta, por ejemplo, de que la Constitución había olvidado dotar al presidente de la facultad de hablar Ex Cathedra y, de aquellos polvos, estos lodos. Si alguna vez volvía a ver a mil simpatizantes reunidos, les cogería y les besaría uno por uno, como un francés.

También el vice, descargado de su maleta, había caído en una actitud contemplativa. Como en aquel momento no tenía ninguna gana de echar una miradita hacia su alma, ya que reflexionar no siempre ayuda a ensanchar las tragaderas, tendía las desarrolladas orejas hacia el cielo, sólo atento a captar el primer ruido de los helicópteros. Cualquiera convendría con el vice en que amar al pueblo no significa dejarse atrapar por él.

De los luxemburgueses que se ven obligados a soportar varios minutos de fuego de mortero y, luego, deben hacer viajes cargados con cajas llenas de secretos políticos, no existen estadísticas, pero todo indica que no valoran la experiencia en lo que vale. La opinión que Chop se había ido formando sobre La Moncloa y su noble estilo arquitectónico era mediana: el arte no se saborea si, tan pronto como dejan de lanzarle bombas a uno, le llenan los brazos de bultos y le dicen, arre, extranjero.

Ya ni siquiera le alegraba la posibilidad de escribir el mejor artículo sobre la transición española y sobre su final: imaginaba que nadie le creería si se decidía a relatar el episodio del jardín, lleno de políticos rezando por el advenimiento del helicóptero. También, claro, imaginaba que con la llegada de los aparatos podían repetirse los morterazos, de manera que su espíritu yacía desparramado por los suelos y le entraban unas deplorables ganas de gemir como un paseante de la Santa Compaña.

Para Job había sido tan fácil aguantar mecha porque nunca trató con españoles. Los granos, las pústulas o las llagas son poca cosa al lado de una nochecita movida en la que el pueblo español decide cambiar de vida.

El ruido de los motores le impidió seguir escuchando sus profundos pensamientos pesimistas. Los ansiados helicópteros se aproximaban rugiendo, causando, de paso, gran sensación entre la concurrencia.

Dice Schwertfuger, conocido psicólogo luxemburgués, que todo hombre sometido a una gran tensión adquiere una trayectoria errática. Incluso entre españoles, ¡qué gran verdad contenía aquella frase! Una ola de auténticas trayectorias erráticas rompió sobre los circunstantes: unos se alejaban para dejar sitio a las máquinas mientras otros se aproximaban para tener el honor de ser los primeros en trepar por ellas. Algunos levantaban del suelo los bultos, mientras que otros los dejaban en él para aguzar mejor la vista.

Los ojos hundidos del presidente, tan perfectamente adaptados para lanzar miradas resbaladizas, resbalaron por fin sobre los fuselajes caquis de los aparatos que descendían tambaleándose como un político bajo una moción de censura.

Los helicópteros tocaron el suelo por fin. Chop nunca había visto a un presidente del gobierno trepar por uno de aquellos artilugios: el cargo debía aportar una increíble flexibilidad a las articulaciones, porque la oscuridad quedó hendida por su fulgurante trayectoria. Un momento antes estaba abajo, mirando el aterrizaje, y uno después se sentaba al lado del piloto.

Para entonces muchos otros hombres de buena fe iban llenando con cuerpos e impedimentas los aparatos. Nadie podía dudar de que en el manual de instrucciones del político hay un largo capítulo dedicado a informar sobre cómo abordar helicópteros en las noches de golpe de Estado: algunos movimientos, a imagen de los del presidente, eran más rápidos que la vista.

El piloto, aun sorprendido, cumplía con el papeleo y entregaba al presidente su orden de vuelo con la pretensión de obtener una firma que legalizara democráticamente la excursión. Aquel pobre esclavo del reglamento no sabía con quién trataba:

—Déjese de papeleo y esté atento para despegar lo antes posible, capitán. —el estadista tenía muy presente que la tinta es uno de los grandes enemigos de la humanidad: no conviene poner nada por escrito, y menos cuando se abandonan los parajes amados. Los cementerios están llenos de incautos que no aplicaron el método.

Chop, seguido por José Luis, se plantó a la puerta del helicóptero con sus paquetes al frente. Su sangre de periodista bravo había vuelto a hervir y estaba decidido a seguir la aventura hasta el final, confundido entre los políticos de tercera fila. En Luxemburgo no se da el Pullitzer de periodismo, pero se pagan bien en francos las informaciones de primera mano.

El capitán del helicóptero, decepcionado ante la falta de cooperación del presidente, volvió a guardar la tableta donde iban los papeles sujetos por una pinza. A pesar del engorroso casco de vuelo, pensaba cosas que, expresadas con mejor sintaxis y con menos interjecciones, serían un acabado alegato contra el parlamentarismo. Pero callaba. Callar lo es todo en esta vida cuando se transportan presidentes. Si se iban, mejor, pero, ¿y si se quedaban?

El vice se añadió a la escena, sentándose, según el protocolo, a la diestra de su jefe:

—Todo está cargado. —confesó como quien dice «todo está consumado». Si alguien se le asomara por la boca, distinguiría al momento, en lo profundo, un corazón dolorido pero entero aún.

—En marcha. —dijo el presidente al capitán piloto con el mismo tono que usaba John Wayne al frente del Séptimo de Caballería cuando veía que los indios se le echaban encima.

El piloto requirió el colector y le aplicó una serie de pases magnéticos, a cuyo influjo el helicóptero se levantó tambaleante y lleno de toses bronquíticas.

Los pasajeros se cogieron unos a otros como liberales del Siglo XIX antes de ser fusilados:

— ¿Funciona bien esto?

—Claro, claro. —dijo el capitán quitando importancia al asunto y tratando de elevar la moral del pasaje:— Casi todos nosotros nos matamos dándonos contra los tendidos eléctricos: nunca al despegar.

* * * * *

La expedición desembarcó en las pistas, al lado mismo del DC—8 «de luxe», como decía el Jemea. Mientras los políticos de inferior categoría se entendían con los bultos, la élite se dirigió al avión, firmemente decidida a hacerse con los mejores asientos.

Un momento después el corazón les hizo un rehúso y se negó a saltar de alegría, como era su obligación: uno de los solidísimos motores estaba sin la capota y varios operarios con mono y escalera le dirigían aviesas miradas. Un oficial, posiblemente el piloto, miraba plácidamente la escena.

El vicepresidente avanzó, hendiendo el aire con su afilado rostro, fiel al lema de las avispas: siempre a punto para picar.

— ¿Qué sucede? —no era una frase brillante pero, al menos, tenía lógica.

—Hace tres cuartos de hora —dijo el presunto piloto pasando un mal trago— recibimos orden del ministerio de preparar el avión para un viaje. Se le está haciendo una revisión de rutina. No suponíamos que llegarían ustedes tan pronto.

El vice y el presidente miraron hacia las pistas, sospechando un complot inexistente. Las órdenes del ministerio habían sido terminantes: aquellos individuos eran el poder en España. Eran legítimos. Pero, si se querían ausentar, sólo debían encontrar facilidades por parte del Ejército del Aire.

El presunto piloto estaba perplejo: en todos sus años de servicio jamás había visto emprender un viaje oficial a una hora tan intempestiva, ni llegar a los viajeros sin su corte de despedidores oficiales con bandera y banda.

Como cualquier militar, había seguido los acontecimientos de la noche y, a la vista de la triste comitiva, se le ocurrió que el gobierno en pleno huía de España atemorizado por una situación que había escapado a su control.

—Diablos. —se dijo.— Y a mí sólo se me ha ocurrido mandar una revisión del avión. ¡Vaya forma de meter la pata! Si quieren irse, hay que ponerles todas las facilidades.

—Terminaremos enseguida. —dijo lleno de amabilidad.—Suspenderemos la revisión, pondremos todas las cosas en su sitio, y a volar.

— ¿Cuánto tardarán? —preguntó el presidente pensando que el tiempo también vuela y, con él, quizá los rebeldes, que podían estar a menos de una nariz de sus talones.

—Pueden esperar en la cabina. —respondió el aviador a la gallega. No deseaba que los prohombres se arrepintieran: si se subían al avión, ya no se le escaparían y él, en un Jesús, les sacaría de España como querían.

—Pero, ¿cuánto tardarán?

—Casi una hora. Menos de una hora. —se corrigió— Sólo un momentito. En la cabina hay revistas y vídeos. El tiempo se les irá volando.

El tiempo se les había ido ya: nadie sabía de cuántos minutos disponían todavía, pero no estaban dispuestos a averiguarlo. Una hora era un plazo más que suficiente para que les alcanzaran las fuerzas de la reacción y les hicieran objeto de humillaciones y sevicias.

Se oyó un ruido sordo: eran los corazones de los presentes cayéndose al suelo y retorciéndose allí. Si el rayo hubiera descargado sobre la altiva nariz del presidente, éste no hubiera quedado más electrizado.

—Cojamos otro avión. —dijo. Cuando a uno le pisan los talones, las buenas ideas fluyen a la cabeza como por arte de magia.

El piloto se resistió, sin saber que eso llenaba aún más el saco de las sospechas gubernamentales:

—Serán demasiadas molestias. Con que aguarden un poco éste estará a punto. Pondremos a más gente en ello.

Meditó un poco: también a los pilotos les fluyen las ideas a la cabeza cuando tienen la oportunidad de deshacerse de un gobierno legítimo:

—Si quieren —insistió—, llamo a Getafe y que nos envíen un Myst re. —miró a la comitiva abundante y añadió:— O dos.

—Cojamos uno de Iberia.— insistió el presidente.

El aviador temía que, entre las idas y las venidas, a aquellas democráticas personas se les pasaran las ganas de viajar: los anales de los aeropuertos están llenos de casos así. Y él, como tantos españoles a aquella hora, deseaba como nunca que el gobierno se saliera con la suya.

—Les acompañaré. —dijo en un rapto de espíritu de servicio.— Conozco a la gente de aquí y podré agilizar los trámites.

* * * * *

El próximo vuelo de Iberia, a Tailandia, tenía todas las plazas ocupadas y ya no había otro hasta hora y cuarto después. De todas formas, también tenía las plazas completas.

— ¡Son el presidente y el resto del gobierno español!—dijo el piloto, dispuesto a luchar hasta el final— No pueden quedarse en tierra.

Los interesados se lo agradecieron con una mirada escrutadora pues, pese a la catástrofe política, no habían renunciado a escrutar: ¿El oficial les servía o sólo deseaba librarse de ellos para siempre? Había muchos matices psicológicos que discriminar en el carácter de aquel piloto.

La chica de los pasajes dijo que ella no podía hacer nada, que los pasajeros para Tailandia habían embarcado hacía cinco minutos y que, de todas formas, el próximo avión tenía su salida para una hora y cuarto después. Aunque el gobierno contara con todas sus simpatías, ¿qué podía hacer ella?

¿Qué podía hacer ella? —se preguntaba el gobierno, pesimista. ¿Qué podía hacer él mismo, salvo rezar o patalear y perder la compostura? Los aspirantes a exilado deben atemperar sus espíritu y disponer sus nervios de tal modo que, al agitarse, no pinchen ningún órgano vital: si las cosas venían mal dadas, pues venían mal dadas. Y estaba claro que los ministros caídos juguetes del pueblo son, como escribió un conocido poeta antifascista.

Pero el oficial de aviación era un hombre tenaz que, además, tenía buenas piernas al servicio de su voluntad:

—No se preocupen. —dijo.— Se irán en ese avión.

Se echó a correr, ligero como un antílope, y llegó al vuelo de Tailandia cuando todavía las azafatas contaban al pasaje antes de enseñarle lo que debía hacer si se pegaban el castañazo.

Habló con el capitán. Aquel era un caso de conciencia: ¿Podía alguien, en plenitud de facultades, dejar de ayudar a que el gobierno se exiliara? ¿Sería justo con el pueblo? Y, si uno era oficialista de nacimiento, ¿podía acaso oponerse a los deseos desbocados de un gobierno legítimo?

Pero, ¿y los pasajeros que habían pagado su billete? Se lo explicaron por los altavoces: El gobierno en pleno deseaba salir de España urgentemente: ¿querían los viajeros posponer sus vacaciones en beneficio de los jerarcas?

— ¿Va en serio eso? —preguntó el pasaje como un solo hombre.

—Ahí abajo están, esperando.

— ¿De verdad se van de España para siempre? —volvió a preguntar el pasaje, queriendo cerciorarse de todos los detalles.

—De verdad.

Hubo un gran tumulto: hombres, mujeres y niños, sin distinción de raza o credo, se pusieron de pie y pugnaron por dejar el avión. Todos deseaban hacer sitio y no ser un obstáculo en los destinos de la Patria. El hado es el hado y si uno no puede irse de vacaciones a Tailandia porque la democracia se lo impide, no hay por qué luchar contra lo inevitable.

El oficial de aviación, tras otra jubilosa carrera, depositó las buenas noticias a los pies del presidente: allí fuera les aguardaba un Boeing 727 completamente vacío: los pasajeros, buenos ciudadanos, habían comprendido que a veces un gobierno tiene razones para no apuntarse en las listas de espera.

De aquel piloto hubiera podido decirse lo mismo que del Cid: Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor. A lo mejor, andando el tiempo, lo tenía.

* * * * *

Los pasajeros que tan gentilmente habían abandonado el avión para cedérselo a los apresurados políticos, llegaron, por jornadas ordinarias, a la terminal de Barajas. Aun sin ponerse de acuerdo, se concentraban en las cristaleras para asegurarse de que el gobierno, Dios le bendijera, echaba a volar definitivamente: no podían volarlo de otro modo más civilizado. ¡Ah! Pensaban estar apurando la copa de la felicidad: viniera lo que viniera, no serían aquellos pintorescos viajeros de la noche.

Con independencia del credo político que se practique, un gobierno que huye es un espléndido espectáculo de la Naturaleza, algo que puede figurar en las postales. Pero la madre Naturaleza no suele prodigarse con sus exhibiciones y aquellos viajeros, apiñados tras los cristales, vieron a varios hombres de uniforme corriendo hacia el avión y agitando los brazos.

También les vieron desde el aparato y el avión mismo pareció quedarse unos momentos en suspenso. ¿Qué hacer?, parecía decirse el avión, reflexionando. ¿Levantar el vuelo o dejar que estos militares excitados penetren?

Algo por el estilo pensaba el gobierno, que se había convertido en un ente suspicaz. ¿Eran militares buenos o militares malos? ¿Traían buenas noticias o malas intenciones?

La trampilla de cola se abrió. Descendió la escalera y por ella, tímido, uno de los cerebros pensantes. Le había tocado a suertes y, antes de bajar, le habían adoctrinado bien:

—Que digan lo que tengan que decir, pero que no suban.

El cerebro, a la vista de todos, sin trampa ni cartón, parlamentó, escuchó y, por fin, aleteó con los brazos alegremente.

—Que el DC—8 de la Fuerza Aérea ya está listo. Han trabajado como leones en vez de volvernos la espalda. Unos héroes.

Los políticos fugitivos se miraron con desconfianza: ¿Y si era una trampa para que se bajaran y, entonces, les trincaban los golpistas? Los momentos históricos suelen estar plagados de dudas semejantes: Colón, por ejemplo, estuvo a punto de regresar antes de salirse con la suya.

—El DC—8 —dijo otro cerebro— es más avión. Tiene más autonomía y más lujo. A lo mejor puede ir más lejos.

— ¿Lejos?

Los ex—viajeros de la cristalera vieron bajar a la comitiva. Se trataba de una comitiva bastante cargada y embarazada por los bultos, pero no cabía duda: los políticos volvían a pisar tierra española.

— ¡No se van! —dijo la inocente voz de un niño. Los otros todavía no habían encontrado palabras de consuelo.

—Calla, niño.

— ¡Dios mío! —dijo otra voz, bastante más madura.

Un viento de decepción, norte helado, recorrió las filas de los espectadores. Ellos habían cedido sus asientos sin una queja, alegremente, con la ilusión de ayudar a la libertad. Creyeron que, con su sacrificio, el pueblo se vería libre de... Bueno: se vería libre.

Y he aquí que todo había sido inútil.

—No hay derecho. —dijo la misma voz de antes.

Los demás, aunque callados, le comprendían bien: una vez más los políticos habían defraudado las esperanzas puestas en ellos.

* * * * *

El presidente, al no ir cargado, entró en la terminal con una ventaja de una cabeza y un cuello respecto a su más inmediato seguidor, que era Chop con una maleta y con el empeño de ser testigo de todo. El presidente pensaba que entrar el primero era su obligación ética: si al otro lado de la puerta había soldados dispuestos a trincarles, él daría ejemplo y, al verle correr, los otros podrían ponerse a salvo.

Pero no había soldados, sino un señor con chaqueta azul cruzada, que avanzaba con la mano extendida y una sonrisa protocolaria. Era el director del aeropuerto, sacado de su casa a tales innombrables horas.

— ¡Señor presidente! —decía— No sabía que fuera usted a viajar esta noche.

— ¡Ah! —dijo el presidente. El tampoco lo había sabido hasta bastante tarde.

—Cosas del Mercado Común, ¿verdad?

Política de Mercado en todo caso: la demanda de legítimos y democráticos representantes había descendido alarmantemente durante las últimas horas.

Pero no pronunció tan realistas pensamientos: un grupo de soldados de aviación se aproximaba a la carrera y su avance tenía la virtud de cortarle el habla a él, cuyo legendario don de palabra le convertía en ejemplo de chalanes.

—Señor presidente —le dijo el oficial de aviación que había ido a rescatarle del aparato de Iberia.—: ahora los soldados se encargarán de transportar el equipaje a nuestro avión.

— ¡Ah! —volvió a decir el presidente, notando como el alma, depositada hasta entonces en la garganta, se retiraba a lugares más profundos y confortables.

—Será cuestión de diez minutos y, además, tengo que dar el plan de vuelo. ¿Adónde iremos?

—A París. —respondió el buen político. —Sí, a París

París, se decía,era el sitio ideal para organizar una campaña internacional contra España.

El director del aeropuerto se afianzó en su idea de que el viaje era cosa del Mercado Común: seguramente el presidente francés le llamaba para darle instrucciones o para discutir con él los nuevos precios de la mantequilla.

El director del aeropuerto se había pasado la noche cortejando, por así decir, a una señorita y no tenía idea de que la televisión se hubiera cortado ni de que el pueblo español hubiera hecho ademán de ir a rascarse las pulgas.

— ¿Puedo ofrecerles una copa mientras se ultima todo, señor presidente?

El presidente miró la hora. Las turbas ya debían haber ocupado La Moncloa. Alguien, seguramente sonriendo, debía estar catando su jamón o bailando sobre su mesa de billar... Una copa era lo que necesitaba para combatir los malos pensamientos.

— ¿Whisky?

—Güisqui.

— ¡Ajá! —la desgracia le había devuelto el placer por las expresiones sencillas, de dos sílabas todo lo más.— Vamos.

El director le condujo a su despacho. Encendió las luces, abrió el bar y, víctima de un reflejo condicionado, apretó el interruptor del televisor.

— ¡Vaya! —dijo— ¡Qué tonto! A estas horas no debe haber programas.

—Sí. —suspiró el presidente, mirando con nostalgia hacia la pantalla desde la que había reinado en otro tiempo.

La pantalla, sin duda agradecida, le devolvió su propia imagen emitiendo un chorro de cálidas palabras.

— ¿Eh?

—Una vez más las fuerzas de la reacción se han equivocado al calibrar el arraigo de la democracia en España. —se respondió a sí mismo desde la tele.

— ¿Qué ha sucedido?

—Algunos elementos golpistas —se contestó de nuevo— desconectaron la televisión para provocar el desconcierto entre la población. Ya han sido dominados.

El presidente escuchaba el segundo discurso, el que grabó bajo las directrices de sus cerebros y que, en algún momento, debió de enviarse a Prado del Rey. Lo escuchaba y no daba crédito ni a sus oídos ni a sus ojos:

Ahí estaba él tranquilizando a la plebe y, de paso, tranquilizándose a sí mismo. Creyéndose, porque le hacía falta creer en algo favorable.

El director del aeropuerto, ajeno a este drama íntimo que subía la tensión del presidente por encima de la línea roja, llenaba vasos de güisqui con pericia profesional:

—Siempre es chocante esto de ver a uno aquí y allí. —decía, tratando de expresar las emociones que la tecnología despertaba en su percepción temporal.— Es como si usted estuviera en dos sitios a la vez.

Y lo estuvo. Y lo estaba todavía: en el cielo, por ejemplo, y en el aeropuerto.

—La tele emite. —dijo al fin.

El director dijo que sí, que emitía. Las teles se pasan el tiempo emitiendo.

El presidente iba entrando en calor. Hubo un momento en que hubiera sido imposible distinguirle de un funeral con caballos negros, pero ya había pasado: ni hacía falta irse de Sevilla ni perder su silla. Tal verdad penetraba, paso a paso, en su atribulada cabeza y hacía lo posible por instalarse confortablemente.

Pero instalarse confortablemente en aquella cabeza era, por el momento, imposible: cientos de campanas y cencerros volteaban en el interior, sumiendo a su propietario en una especie de Obertura de 1812, con Chaicowski incluido. El cerebro, empujado por semejante alboroto, rebotaba contra las paredes de su encierro, aumentando la confusión de los pensamientos de última hora.

— ¡Emite! —gritó el presidente.

El director empezó a sospechar que el político era hombre de ideas fijas. Al ser aquel le había dado por las emisiones y, probablemente, se pasaría la noche insistiendo en el asunto. Sin lugar a dudas, el director volvería a votar por Aznar cuando llegara el momento.

Brincando como un saltamontes jubiloso, el presidente se asomó a la puerta del despacho con la intención de pregonar la buena nueva a sus compañeros de infortunio y de gobierno.

—Emite. —les dijo.— La tele emite.

Una increíble avalancha llenó el despacho: sólo la pantalla y los vasos se veían libres de brazos y de piernas. Y, en la pantalla, el vero presidente que sonreía llevando a todos la paz de espíritu.

—El gobierno que presido —decía— ha salido fortalecido de estos últimos coletazos de los enemigos de la democracia y del progreso.

— ¿A qué cargo podemos ascender al director de RTVE? —preguntaba el presidente en directo. Nadie diría jamás que él no fuera agradecido. Si era necesario, crearía un ministerio para el solo o le daría Hacienda para que se entretuviera escamoteando partidas.

* * * * *

La Banda de los Cuatro, la Jujem en pleno, también contemplaba el discurso del presidente. Lo hacían con una singular presencia de ánimo, pues eran conscientes de que, sin su disciplinada conducta, la España democrática hubiera saltado hecha más pedazos.

Uno de los generales hasta respiraba aliviado: acababa de averiguar que el presidente y su séquito no habían llegado a abandonar España, evitando así un ridículo mayúsculo. ¡Menos mal! ¿Qué hubiera sido de ellos, pobres generales inocentes, si todo el poder se les hubiera venido encima por abandono de sus titulares?

¿Qué valiente se hubiera atrevido a enfrentarse con el subsiguiente boicot internacional? ¿Quién hubiera soportado el trabajo de crear una nueva España? ¿Quién hubiera arrostrado el peligro de intentar hacer justicia?

No es bueno que el mundo cambie de golpe —se decían los generales, sorprendidos por sus propios pensamientos conservadores.— ¡Qué de trabajos y qué de angustias se habían ahorrado! Las cosas seguirían, en cambio, como hasta ahora. La gente volvería a sus casas. la gente votaría en las cercanas elecciones, y se conformaría, como hasta la fecha, con lo que le cayera. Lo que tuviera que decir, lo diría en la tasca.

Un día, con los años, España ya no querría cambiar; ya no querría ser distinta ni tomarse libertades en lugar de tenerlas. Y entonces sería Europa, de manera que el mundo giraría mejor sobre su eje y la vida transcurriría despacio y fácil, sin problemas y sin revoluciones. Así, para siempre.

El Prejujem, sin embargo, conservaba alguna mira personal:

—El presidente, en este discurso grabado, confirma lo que dijeron las emisoras: que ha sido un intento de golpe.

Un viento frío corrió, de norte a sur, por aquellos bizarros corazones. Salvada España y salvado su orden constitucional, quizá fuera el momento de salvarse ellos mismos. A ninguno le apetecía acabar sus días en un castillo.

— ¿Quién creéis que será el culpable? —preguntó.

—Nosotros hemos estado sometidos en todo momento a la cadena de mando, salvo cuando dimos órdenes para reprimir lo de las autonomías.

—También los capitanes generales se han negado a viajar a Madrid.

Lo pensaron un rato:

—No: todos teníamos buenas excusas.

Volvieron a pensar profundamente:

—Creo que la culpa de todo la tiene el que metió los carros por la Castellana: él provocó todo lo demás. ¿Cómo se llama?

—Gómez Arnal.

—Pues ése.

—Pero Gómez Arnal no es un golpista.

Volvieron a pensarlo de nuevo. En efecto, Gómez Arnal no era un golpista. Ni ellos tampoco. Pero había habido un golpe. Lo decían por la tele, ¿no? ¿Y el que acordonó La Moncloa? Caño Huerta, el pelota.

—Entonces, de acuerdo: Caño Huerta.

Pérez Alegre les escuchaba en silencio. También él se encontraba sin fuerzas ya para pelear. Sin fuerzas, siquiera, para decir en voz alta lo que pensaba del mundo en que vivía.

—Caño Huerta, no. —gruñó al fin— ¿Por qué no hablamos con el ministro? ¿Por qué no le exigimos seriedad y que no cargue sobre nosotros su propia ineficacia?

Luces de rebeldía se asomaron a todos los ojos. O a casi todos. ¿Eran generales o conejos? Pero, por otro lado, ¿era aconsejable enfrentarse a los políticos?

—A lo mejor —propuso Pérez Alegre— se conforman con nuestra dimisión.

— ¿Y por qué hemos de dimitir nosotros en vez del ministro?

Estaba claro: el ministro había pedido ya la palangana de lavarse las manos. Lo mismo que ellos habían pensado hacer a costa de Gómez Arnal y de Caño Huerta. De todas formas, qué brutos, los tíos.

Se pusieron a pesar de nuevo, hasta que el Prejujem habló, lleno de razón:

—La cosa es como sigue: ¿merece la pena salvarse? ¿Queremos seguir siendo lo que somos?

Los otros le miraron, expectantes y en silencio.

—Yo, no. —dijo.— Yo soy un general.

* * * * *

Habían recogido el coche de Laurita y ahora estaban estacionados frente a la casa de la mujer y del diputado Alvarez Ardite, que continuaba en paradero desconocido. Ella creía haber aprendido mucho durante la noche: había sido como mirarse en el espejo, pero esta vez sin fijarse en lo guapa que era. Era muchas otras cosas.

Felipe, a medida que la noche se acortaba, se había vuelto más reservado, preguntándose adónde le llevaba la compañía de Laurita. Cuando oyó al presidente volviendo a hablar por las teles arregladas, cayó en un largo silencio. Ella le pasó una mano por el pómulo:

— ¿Qué te sucede?

—Los sueños. Mira: a mí no me gusta la política, porque la vida es cambio y la política, conservación. Me había hecho la ilusión de que España cambiaría esta noche para seguir viva mañana. Y ahora resulta que mañana será igual que ayer.

—No entiendo por qué los hombres os preocupáis tanto de estas cosas, Felipe. Vaya como vaya todo eso, tú puedes vivir tu vida, ¿no?

—No.

Era difícil de explicar, pero la vida de uno tenía que ver con la de los demás. Los sociólogos lo explicaban diciendo que interactuaban.

Laurita no escuchaba ya: pensaba que no volvería a ver a Felipe. Se habían conocido por casualidad y mañana volvería cada cual a su vida, probablemente a interactuar con otros. Sólo que con Felipe se había sentido a gusto y con los otros, los de siempre, no tanto.

Felipe se calló y, posiblemente, se puso a pensar en lo mismo. También se preguntó por lo que sucedería si le diera un beso.

— ¿Te puedo dar un beso de despedida?

—Esas cosas no se preguntan.

El joven tuvo un momento de desconcierto mientras trataba de comprender. Pero vio cómo Laurita se había vuelto hacia él y supo que había luz verde.

No fue un beso. Ni siquiera fueron tres o cuatro. La mujer se cogía a él de un modo insospechado. Felipe supuso que se trataba de la mucha soledad que llevaba dentro.

—No te vayas aún. —le suplicó ella. Tomó una de las manos de Felipe y la condujo a sus pechos.— Quédate un poco más.

El aguardó. Pensaba que Laura no le quería; no podía quererle en tan poco tiempo y, además, era una mujer de lujo. Le usaba para tapar alguna clase de herida y, quizá, para rebelarse contra su mundo.

—Si me quedo —preguntó— ¿nos veremos mañana?

Laurita se apartó un poco: mañana las cosas seguirían igual. El mundo, bueno o malo, no había cambiado y ella, que estaba dispuesta a entregarse en el coche, no tenía la menor intención de añadir un problema más a su concupiscencia.

Pero si decía la verdad, aquel hombre se iría y Laurita tendría que subir a su casa sola y sola seguir hasta que Alvarez Ardite regresara del agujero en que se hubiera metido. No era mujer capaz de no salirse con la suya:

—Mañana nos veremos. —prometió, empezando a abatir el asiento y tirando de Felipe hacia ella.

Felipe comprendió que no era así, pero la carne es débil. Aún más de madrugada, y Laurita tenía unos pechos como los que se describen en El Cantar de los Cantares.

* * * * *

De tapadillo, un autobús de Iberia había cargado con toda la mercancía política, y el buen gobierno bajaba por la autopista dispuesto a desembarcar con nuevos bríos en Madrid y hacerle pagar una noche de fiesta.

Pensaban en la cara que pondrían los guardias de La Moncloa al verles regresar. No les dirían que venían de Barajas, sino de Prado del Rey, donde habían solucionado los últimos problemas. Pero, aún así, todos comprendían que no podían seguir con aquella gente: lo más probable era que les hubieran perdido el respeto.

—Desde mañana se les va destinando a otras unidades. ¿Sabes qué? No me merecen confianza. Hubo un momento en que creí que el comandante de la guardia civil iba a decir alguna inconveniencia.

—Desde mañana. —tomó nota el ministro de Defensa.

Pasaron unos minutos más de silencio reconcentrado. Las luces de la autopista, al pasar frente a ellos, iluminaban sus ojos, pero no sus espíritus.

—Y los golpistas... —empezó el presidente.

—Ya os dije que no había golpistas. Pensad en lo bien que se portaron con eso del avión.

El presidente hizo un gesto de cansancio: aquel infeliz no entendía que lo que menos importa es la verdad. Sólo existe lo que conviene, y entonces convenía un buen lote de golpistas.

—Mañana cesas a la «cúpula». Y, pasado, empiezas a cargarte a un capitán general por día. Detén también a todos los oficiales que metieron los carros en Madrid.

—Bueno.

—Y al de los camiones de Ingenieros.

El autobús avanzaba, repleto de hermosos proyectos de futuro. La luna, en lo alto, daba fe de la democracia. La noche, en lo bajo, además de empapar el mundo, se filtraba en algunas almas. Era su costumbre.

* * * * *

Ante la ausencia, por desbandada, de los cerebros pensantes, el director de RTVE puso en marcha el suyo y asumió el mando de los destinos de España. Tras cumplir con el presidente, emitiendo el discurso grabado, hizo que las radios nacionales invitaran a los radioyentes a conectar los televisores.

Hubo que pensar en el locutor más anestesiante, tipo Aberasturi, rescatarlo de su cálido escondrijo en las privadas y darle órdenes detalladas: improvisa o haz lo que quieras, pero que quede claro que el mundo vuelve a estar en orden y que el pueblo se regocija de ello. La Naturaleza, díscola, ha sido metida en cintura. Todos hemos estado a punto de perder la libertad.

—O sea, los cargos. —dijo el locutor, haciéndose una idea.

—La libertad. —insistió el director.— Que no le quepa duda a nadie de que los culpables serán perseguidos hasta el centro de la tierra.

—Se tirará de la manta. —volvió a traducir el locutor el concepto.

—No se tirará de la manta en modo alguno. —suspiró el director, pensativo.— A veces, ciertas cosas tienen que olvidarse para poder ser felices. Como un mal sueño, ¿sabes?

Quiso que el locutor anestésico cogiera bien la onda:

—Esto es cosa más de velos tupidos que de mantas, ¿comprendes? Que nadie dude de que hemos vuelto a la normalidad.

—A la buena, mediocre y adormecida realidad. ¡Basta de realismo! —dijo el locutor, demostrando una vez más que comprendía.

—Sí, pero sin decirlo así. También puedes anunciar que se proyectará «Je vous salue, Marie.» Esos fanáticos de la novena no deben creer, ni por un instante, que sus oraciones han tenido vela en este entierro. Y, después, les pondremos «La última tentación de Cristo.» Ya les espabilaré yo.

— ¿Y los culpables?. —preguntó el locutor.— Lo primero que la gente querrá saber es quiénes han sido los culpables.

El director no se atrevió a tomar una decisión de tanta envergadura:

—Llamaré a La Moncloa y ya te los iré pasando a medida que ellos decidan.

* * * * *

Armando, alcalde de Nubla, se había refugiado con sus concejales adictos en el cuartel de la guardia civil cuando un grupo de vecinos le exigió que enmendara las nuevas revisiones del valor catastral.

—Si quieres lujo, te lo pagas tú. —le habían gritado.

—Yo no toco el catastro.

—Bueno: lo tocaremos nosotros. —dijo el pueblo, que tenía una idea muy vaga de lo que era un golpe de Estado y, por el contrario, una muy precisa de quién era su alcalde.

Aunque sólo por un par de cuellos, el alcalde llegó con ventaja a la casa—cuartel, y el pueblo, compungido pero respetuoso, se plegó ante la mirada seria y comprensiva del sargento.

Sólo mucho después, cuando había meditado y jugado al dominó cuanto podía soportar su cuerpo, el alcalde vio cómo la tele se iluminaba y el presidente, el presidente de antes, o sea, el mismo, ponía las cosas en claro. Como aquel que dice, volvía a sonar la hora de los demócratas.

—Cuidado, Armando. —le advirtieron sus allegados.— No salgas hasta que todos se hayan ido.

—Ya les daré yo catastro. —rugía Armando, de nuevo vencedor.— Mañana les subimos el agua, y las licencias de obras y los rótulos y la vigilancia. ¡Qué leche!

El sargento escuchaba con neutral paciencia, pero el sentido común le hizo intervenir:

— ¿Y si pasado se apaga la tele de nuevo?

El alcalde Armando titubeó, pero dio con la respuesta:

— ¿Y si no se apaga?

* * * * *

Las calles se habían ido vaciando. El tiempo, que todo lo devora, había atenuado el entusiasmo del pueblo en libertad que, tras sus compras y sus expansiones, descubría otra vez que las calles sólo eran calles en vez de libertad.

Además, los pies de la gente sedentaria ya no eran lo que fueron. Quedaban, como en toda fiesta, los que apuran la copa hasta el final: unos pocos gastándoles bromas a los leones de las Cortes y los restos de las manifestaciones que decidieron llegarse a pie hasta La Moncloa: la caminata había rebajado considerablemente su tensión arterial y había evaporado la adrenalina.

La milenaria alma española se imponía sobre sus cuerpos fatigados y ya muchos habían olvidado por qué fueron allí y los motivos de su ira.

Ni los agitadores se sentían con ganas de agitar. En suma: había sido un primero de mayo anticipado y, se mirara como se mirara, ¿qué objeto tenía dar voces en la noche, bajo el relente, si cualquier cambio sería a peor?

Disgregándose estaban, bajo la tranquila mirada de los guardias, cuando llegó el autobús de Iberia cargado con los hombres del ayer, que volvían a ser los hombres del mañana. Ambos colectivos se miraron a través de los cristales: unos tenían la constitución a su favor y los otros tenían el tiempo en contra.

Sólo dos horas antes la multitud se hubiera desgañitado y hasta hubiera intentado zarandear el autobús. En cambio, ahora...

El presidente les miró con sorna: como todo hombre público español sabía que tras la tormenta viene la bonanza. Bien mirado, era una suerte que su pueblo tuviera aquellas válvulas tan flojas: echaba por ellas un poco de vapor, y listo, como si nada.

—Mañana, —dijo al vicepresidente y a los cerebros— manifestación a las cinco. Para festejar a la democracia triunfante.

—Parecerá la procesión del silencio. —comparó el vice, mirando todavía a la chusma.— ¿Mandamos que los dispersen?

Era una idea. Tipos como aquellos le habían dado un susto de los que no se olvidan y la carne de presidente era tan débil como cualquier otra.

Pasaron por la puerta, frente a los guardias cuadrados. El comandante de la guardia civil subió al autobús a dar las novedades: nada desde que ellos salieron en helicóptero.

—En cuanto llegamos a Prado del Rey se arregló todo. —mintió el presidente, muy en su papel.

El guardia no parpadeó. También dos horas antes se las hubiera arreglado para poner una mirada sarcástica, pero no ahora.

— ¿Y esos de fuera?

—Llegaron gritando pero, poco a poco, se han quedado así. Yo creo que están cogiendo anginas.

El presidente miró hacia atrás sin ira, pero muy consciente de lo que vale el principio de autoridad. Y el principio de autoridad tiene un preámbulo: Donde las dan, las toman.

—Dispérselos. —dijo, indiferente. El pueblo, de nuevo había dejado de ser pueblo. Que las porras le enseñaran el camino de retorno a casa.

Los cerebros aprobaron con la cabeza.

* * * * *

Josepe, con un ojo amoratado, vio cómo se restablecía la normalidad. En realidad lo vio con el otro ojo: el presidente diciendo que nada, que todo en orden y que la vida es como es, pero que los golpistas lo tenían claro.

A Josepe le habían arreado en la trifulca de la plaza del Dos de Mayo, cuando el vecindario se engalló y a él le acusaron de indeseable. Lo era, sin duda, pero una persona bien educada se abstiene de decirle a otra las cuatro verdades.

Josepe, a la vista del locutor anestesiante, sonrió: era verdad que todo volvía a sus cauces. Así que sacó su navaja de repuesto y se llegó a la calle en cuatro saltos.

—Tú —dijo al primero que pasó—: vengan los cuartos.

El otro titubeó: un rescoldo de motín ardía en su corazón cansado.

—Venga ya, que estoy ciego. —amenazó Josepe, haciendo brillar la navaja a la pálida luz de las farolas.

El transeúnte, silencioso, aflojó la mosca. No de buena gana, pero, demonios, ¿se podía hacer otra cosa distinta que volver a los viejos hábitos?

Josepe, muy contento, siguió su ronda nocturna por las calles. En realidad el dinero le importaba un pimiento en aquellos momentos: se estaba vengando de un mundo que, por un instante, se había olvidado del progreso y de los derechos humanos.

De sus derechos.

* * * * *

Rodríguez del Pombollo se había parado a tomar café en un bar de carretera. De ser preguntado, estaba dispuesto a jurar que se llamaba Pepe Martínez, viajante de paños de cocina. Los Padres de la Patria, según sus últimas noticias, cotizaban bajo en el mercado.

Desde la aventura sobre la escalinata de las Cortes, cuando fue reconocido por el periodista extranjero, había andado mucho camino: unos trescientos kilómetros. Dentro de un poco más pasaría por Irún: la Internacional, en Francia, no le abandonaría. Ni la banca suiza tampoco.

Tan sumido estaba en sus oscuros pensamientos que no se dio cuenta de algo fundamental: la tele estaba encendida. La tele que hablaba como siempre, con ese aire aburrido y adormecedor.

Rodríguez del Pombollo se estremeció como una hoja en otoño y derribó su taza de café. El camarero de noche, también aburrido, le lanzó una mirada avisadora: ojo con el material.

—Dígame: ¿hace mucho que funciona la tele?

—Una hora, más o menos. Ha hablado el presidente. Por lo visto era un golpe de Estado, aunque yo no sé qué tienen que ver los golpes de Estado con la televisión.

— ¿Era el mismo presidente de ayer?

—Quizá algo más gordo.

El diputado calculó: tenía el tiempo justo para volver grupas y estar temprano en Madrid, diciendo a quien quisiera oírle que él aguantó el chaparrón como los buenos, sin temer ni un solo instante por el destino de la democracia. Cosa sólida la democracia. Cosa sólida el presidente.

Con un gesto llamó al camarero y le pagó generosamente.

—Soy —dijo al irse— Rodríguez del Pombollo.

Casi nada.

* * * * *

Monseñor Ramiro, bajo su bonete, había pasado las últimas horas reflexionando. Los obispos, cuando piensan, reflexionan. No se trataba de una aparición, pero había visto una oreja de la España Eterna, la España de los vuelcos y del péndulo.

La pobre España que, una vez más, iba a perder el tren de Europa, el tren del progreso, el tren de la liberación de los pobres. Aquella oreja que vio Monseñor era amenazante: se diría que le miraba a él con ojos justicieros, justo porque la España eterna siempre tiene alguna cuenta que ajustar con los clérigos.

El silencio de TVE podía haber sido el silencio del evangelio, el fin de aquella experiencia de ser la Iglesia sociedad civil, de alinearse con los pobres o, lo que es lo mismo, con el partido de los pobres.

Pero allí estaba, de nuevo, la vieja tele con sus viejas palabras: el locutor anestesiante, «Je vous salue, Marie», «La última tentación de Cristo»... ¡El pluralismo! Sólo siendo plurales los cristianos podían...En fin, Monseñor no sabía lo que podían los cristianos siendo plurales, pero la frase quedaría bien cuando la completara.

Mañana —se dijo— diré una misa de acción de gracias.

Tomó papel y bolígrafo y se abismó en el futuro sermón, o sea, en la homilía:

«Los pueblos, como los hombres, tienen a veces momentos de arrebato, pero los pueblos, como los hombres, reflexionan y comprenden que el futuro...»

Se detuvo: ¿había algo que comprender sobre el futuro? El futuro, se dijo, era una mala cosa, como un sueño negro. A Monseñor Ramiro sólo le gustaba el futuro cuando no lo era, cuando todos los días eran iguales y pasaban despacito, adormeciendo con su vaivén.

* * * * *

En el periódico no hubo sorpresas. El director, tal como mandan los estatutos de la profesión, se había prevenido. Tenía una portada con las fotos de los generales de la «cúpula» formando como una guirnalda en torno a la frase: España, Salvada.

Tenía también la foto del presidente constitucional, sonriendo y haciendo la uve de la victoria. Bueno, pues iría el presidente con su uve y su sonrisa. El primero de los titulares de ambas portadas servía: España, Salvada.

España siempre se salva. Lo que podía haber sido una resurrección sería un motín. Lo que podía haber sido una fecha histórica sería, sin duda, una fecha democrática. Lo que podía haber pasado, no podría haber pasado: la solidez de las instituciones lo hacía imposible.

¿Algún asno había podido pensar lo contrario? Después de dieciséis años de democracia pacífica, ¿pudo caber en alguna cabeza que existiera otro camino para resolver nuestras diferencias?

Una vocecita, que parecía venir de la puerta, llegó hasta el director:

—Eres un cínico.

— ¿Eh?

Pero la puerta estaba cerrada. El personal de la redacción corregía sus artículos con precisión. Las luces blancas no hacían sombras. Todo estaba en orden.

—Ah. —dijo el periodista. —Habrá sido la conciencia.

A él le gustaba su conciencia porque era una romántica y así, ambos, podían tener hermosas discusiones éticas.

—Las cosas —le respondió— sólo son del color del cristal con que se miran, conciencia. Cuando el presidente caiga, habrá caído, y será un tirano o cualquier otra cosa. Cuando el presidente se mantenga, será un salvador, ¿está claro?

—Clarísimo. —dijo la conciencia, convencida.

* * * * *

En La Moncloa habían puesto a los guardias civiles a descargar el equipaje: era una forma de demostrarles quién seguía mandando. Los demás, la politicada, hinchaba el pecho y respiraba a todo pulmón aquel fresco aire de libertad. El mismo aire de libertad que volvían a respirar los sarasas, los locutores, los drogadictos, los camellos, los navajeros, los subsecretarios, los travestidos, los alcaldes, los proxenetas y los inspectores de Hacienda.

Un aire, si no limpio, al menos confortable. Un aire de familia: esa era la palabra. Europeo, progresista, fervoroso de la diferencia de clases y de la suciedad de consumo.

Vivificado por él, el presidente se plantó tras una de las ventanas rotas y miró, soñador, hacia el Madrid silencioso que iba entrando en vereda. Apenas si se oían ya las carreras que los guardias le pegaban a la porción de pueblo que había llegado a las verjas.

Toda aquella maravilla estuvo en el alero por un momento:

— ¡Coño! —dijo, aliviado.

A veces hay que recurrir a palabras así, populares, para descongestionar los sentimientos viriles lastimados.

—Señor presidente: —dijo Chop por retaguardia, de nuevo convertido en periodista de abordaje.

—Ah, ¿es usted? —tenía idea de que aquel extranjero le había ayudado en las horas de prueba y decidió ser tolerante con él.

Era él, le aseguró Chop. Un testigo de aquella noche endiablada. E iba a escribir un libro con sus experiencias.

—Le demandaré. —aseguró el presidente.

Chop comprendió que usaba una mala estrategia.

—Un libro —aseguró— que dé a conocer la presencia de ánimo de un gran gobernante al que un pueblo, mal aconsejado sin duda, deja de comprender por unos instantes.

—Ah. —volvió a decir el presidente— No olvide que la cosa estuvo, en todo momento, bajo control.

—No lo olvido.

—Y que el golpismo ha muerto definitivamente.

—...definitivamente. —repitió Chop, tomando nota.— Y, dígame, ¿qué sintió usted cuando se bajó del avión?

El presidente miró en detalle a Chop: quería saber si había mala intención en la pregunta.

— ¿Y si no habláramos de los aviones?

José Luis tiró del faldón de la chaqueta de Chop, advirtiéndole que la historia de aquella noche, para poder ser Historia de España, tenía que ser pasada por un filtro. O tamiz.

—Bien. ¿Qué siente ahora, entonces?

El presidente, ya que se lo pedían, volvió a decirlo:

— ¡Coño!

Sus sentimientos seguían presionando.

* * * * *

El Honorable, desde Perpiñán, pudo ver como TVE volvía a la vida. El otro presidente, el que no tenía el título de honorable, inauguraba la nueva época con un discurso en el que prometía justicia y palo para los golpistas.

El Honorable, desde Perpiñán, aquel pedazo de la Cataluña Norte, descubría que veía las cosas con mucha más claridad: los tiempos no habían llegado. Era necesario dejar que España se anestesiara un poco más y que los militares centralistas fueran cayendo en la reserva.

La política, como todo arte, consiste en permitir que la realidad imite a la fantasía. Y un político sin imaginación está perdido, de modo que el Honorable urdió siete planes en el camino que va del salón del Hotel Midi a la cabina telefónica del hall.

Llamó a la TV3 por si no habían llegado hasta ella los militares del Numancia.

— ¿Digui? —preguntó una voz marcadamente autonómica.

—Soc el president.

Cinco minutos después los hombres televisivos sabían exactamente lo que hacer: atacar al golpismo militarista, ensalzar al presidente, al otro, y demostrar que éste, el Honorable, se había alzado contra el golpismo que pretendía volver a esclavizar a la Patria Española.

— ¿Está claro? Hable mucho de España. Llore por ella. Alégrese por ella. España por aquí y España por allá. Y bastante democracia.

—D'acord

La segunda llamada fue para La Moncloa:

—Es el Honorable. —comunicaron al presidente

—Lágrimas de cocodrilo. —comentó, pero cogió el aparato.

— ¡Querido presidente! —dijo.

— ¡Querido presidente! —respondió el catalán. Ambos se querían y todo iba viento en popa: el Estado seguía teniendo tres patas y ya encontraría el modo de quebrarle una. Era cuestión de acechar y de tener un perdigacho que cantara bien frente a su apostadero.

El presidente, el de Madrid, para entendernos, firmaba la paz: olvidaría la jugarreta independentista, aunque ya se encargaría de que la tele contara cómo el catalán salió por piernas, desplazando enormes cantidades de aire caliente.

El presidente, el de Perpiñán, aplazaba temporalmente sus proyectos: necesitaba sembrar sus semillitas durante unos años más, aunque ya se encargaría de que la TV3 aireara cómo un Estado centralista, supuestamente de derecho, se había tambaleado por una simple avería de televisión.

—Mañana —dijo el presidente de Madrid— tenemos manifestación de apoyo a la democracia. Contamos con usted, querido amigo. A las cinco.

Uno y otro colgaron. El vero presidente se volvió hacia los suyos y se lamentó, en voz alta, de que hubieran ya pasado los tiempos en que se podía crucificar a un enemigo sin levantar polvareda alguna.

—El asunto ese de la banca. —dijo, poniendo en juego su memoria—. Mañana me lo resucitáis en prensa y en tele. Y me dais consignas bien claras a los fiscales y a los jueces: acoso y derribo.

El catalán no tenía a quien hacer confidencias, pues había huido solo, pero empezó a escribir en su agenda, bajo el epígrafe «No Olvidar»: El yate Azor, la casa de recreo en Mallorca y el arquitecto enchufado. Los bonsais...

También él tenía una memoria feliz.

* * * * *

En la sede de la oposición la gente había recuperado los colores. La comisión permanente, sola durante unas horas, había recibido ya el refuerzo de los otros directivos que acudían a dar testimonio de inquebrantable vocación democrática.

—Esto es de vergüenza. —se decían los unos a los otros, entre exaltados y doloridos.— Somos el hazmerreir de Europa: desde el 81 ya van tres intentos de golpe de Estado: el 23—F, el 27—O y el 30—A.

—Este país no es serio. Tenemos mucho que aprender. Fijaos en Francia. Fijaos en Inglaterra.

Y se fijaban: nada, ni un golpe de Estado durante siglos. Huelgas y terrorismo, sí, porque así es la democracia, pero ni un golpe de Estado. Porque lo de Petain y lo de Salan y lo de Degaulle no lo fueron. Y la independencia de Irlanda, tampoco.

—Este país no es serio. —repetían.

Y era lástima, porque, de salir bien todo, ellos hubieran entrado en el gobierno tan ricamente, sin las engorrosas elecciones. Las elecciones, ya se sabe, las ganan los guapos y dicharacheros.

Miraban a su presidente y se sentían vejados por la incongruencia de la plebe: ¿es que no estaba claro que tenía toda la razón además del apoyo de una buena parte de la banca?.

De nuevo descolgaron el teléfono para politiquear por cable. Las palabras, separadas de la boca emisora por descargas eléctricas, eran alados mensajeros de un sin fin de parabienes. El jefe de la oposición felicitaba al presidente y se felicitaba a sí mismo: habían sabido conservar a salvo el Estado de Derecho.

—Que nunca la voluntad de una minoría anule las libertades de la mayoría.

El presidente, aunque cansado, conocía el paño político y se sentía juguetón y vengativo. Sabía de sobra que aquel amante de la voluntad popular hubiera enterrado su cadáver político con las manos desnudas y cavando la fosa con sus propios dientes, como un castor:

—Perdón. —dijo— No le he oído.

—Que nunca la voluntad de una minoría anule las libertades de la mayoría. —repitió el otro, disciplinadamente.

— ¿Cómo dice?

—Que nunca la voluntad de la minoría anule las libertades de la mayoría.

— ¿Eh?

En la distancia se oyó el burbujeo que hacía la soberbia del jefe de la oposición al ponerse en contacto con el agua fría.

—Que me alegro.

—No, no: eso de la voluntad de la mayoría.

El jefe de la oposición lo repitió una vez más, dominándose a duras penas. Y el presidente se dio por satisfecho cuando supuso que su interlocutor estaba bien hervido en su propio jugo:

— ¡Mi querido amigo! —dijo— ¡Qué hermoso pensamiento! Es que las bombas me han afectado un poco el tímpano. La vista no. Mire: tiene usted toda la razón: hemos de trabajar juntos para que España siga siendo libre.

Para el jefe de la oposición España no sería libre hasta que mandara él. Para el presidente, España sería libre mientras él siguiera mandando: conceptos semejantes de la libertad, pero no iguales.

—Nos alegramos de que se haya restablecido la normalidad. —dijo el de la oposición, seguro de que hubiera sido más fácil enredar a los militares que ganar unas elecciones.

—Todo estuvo siempre bajo control. —Observó el pícaro presidente.— No obstante, ya sé que en todo momento conté con su apoyo.

Ambos eran cocodrilos del Nilo deportados a Madrid. Y voraces. Muy voraces.

* * * * *

El delegado del gobierno en Euzkadi, recién emergido de su escondrijo, llegó al calabozo donde reposaba el Lendakari de sus fatigas nocturnas. Enarboló una sonrisa de paz, de ésas que anuncian que el tupido velo ha sido tendido, y abrió de par en par las puertas para que la libertad entrara en la mazmorra.

El Lendakari, incomunicado hasta entonces, creyó llegado su último momento, pues los militares, desde la época de Asurbanipal, solían darse baños de sangre enemiga para festejar sus triunfos. ¡Ay! Sólo con que no hubieran rebasado el límite de velocidad, a aquellas horas podía estar en Biarritz, tomando chocolate con churros para aliviar su decaída moral.

—Lendakari —dijo el delegado del gobierno—: el presidente lamenta todas las confusiones originadas. Le presenta sus disculpas y le ruega que acuda mañana a Madrid, a las cinco, a la manifestación por la democracia salvada por él.

— ¿Eh? —dijo el Lendakari. Sabía que a veces, no siempre, las visiones también pueden oírse.

Poco a poco, y con algún gasto de oratoria, se consiguió llevar a su ánimo que nada había sucedido y que todo volvía a ser como antes: Euzkadi era una nacionalidad, sólo una nacionalidad de nuevo, pero él era su Lendakari. La Democracia había prevalecido. La Moncloa se empezaría a restaurar mañana. España estaba cansada, pero en paz, y los españoles levantiscos habían vuelto a sus agujeros y de nuevo se dedicaban a verlas venir.

La calle, pues, era suya. No en sentido absoluto, sino metafórico, ¿eh? No tenía más que coger la puerta, también metafóricamente.

—Hay un tal coronel Contreras... —dijo, recuperando su orgulloso talante.

—Sí, por supuesto. —le respondió el delegado.— No escapará.

—Eso mismo.

* * * * *

Chop, junto con José Luis, había sido depositado en la puerta de La Moncloa y, desde allí, contemplaba lo que quedaba de la noche más larga de su vida: quince o veinte estrellas, una línea pálida por levante y las luces impasibles de Madrid.

—La ciudad duerme. —comentó, receptivo a la poesía del amanecer que se aproximaba.

José Luis miró a su vez y dio fe: la ciudad dormía. Las emociones se habían desvanecido y sólo quedaban varios millones de ciudadanos cansados que estaban convencidos de que mañana sería otro día.

—Pero, ¿lo será, o será el mismo de siempre, repetido hasta la saciedad?

Ambos comenzaron a andar bajo la noche. Habían sido testigos de una España que no figuraba en ninguna ópera, aunque fuera tremendamente tópica.

—No sé cómo voy a explicar todo esto a mis compatriotas. —dijo Chop, al rato.

—No se lo expliques. No te creerían.

—Y tampoco sé cómo voy a explicárselo a los españoles. —insistió Chop pensando en su libro.

—Tampoco te creerían.

—Pero, ¡si lo han vivido!

—La vida es sueño, amigo mío y, en España, mucho más. —José Luis, tan frío siempre, abrió los brazos y abarcó al Madrid dormido con ellos. Iba a concederse un respiro teatral:

«¿Qué os admira? ¿Qué os espanta,

si fue mi maestro un sueño,

y estoy temiendo en mis ansias

que he de dispertar y hallarme

otra vez en mi cerrada

prisión? Y cuando no sea,

el soñarlo sólo basta;

pues así llegué a saber

que toda la dicha humana,

en fin, pasa como un sueño,

y quiero hoy aprovecharla

el tiempo que me durare.»

— ¿García Lorca? —preguntó Chop, influido por la propaganda poética oficial.

—España. —respondió José Luis.— Sólo España.

* * * * *

Como no sólo de sueños se nutría el pueblo, Juan Ardid, propietario de «Ardid», restaurante de cinco o seis tenedores con sus correspondientes cuchillos y cucharas, acababa de alumbrar una idea: crearía las «I» de Imprescindible, o de Institucional o de Insigne.

Sabía que aquella fecha del 30—A, como la del 23—F, daría mucho que hablar: estaría años y años en el candelero, repitiéndose como un serial y sirviendo para asustar a cuantos soñaron, en la intimidad, con un cambio.

Si él, el famoso Ardid, conseguía ligar su restaurante a los acontecimientos, se haría una propaganda por valor de muchos millones. Contemplando la tele se le había ocurrido la idea como si nada:

Mañana o pasado otorgaría la «I» en cuestión al presidente y, también, al Lendakari y al Honorable. A estos dos últimos les podía hacer ver que era la «I» de Independientes. Tamaño oportunismo no dejaría de salir por televisión.

Luego, cuando todo se hubiera suavizado, daría un banquete a los premiados: pocos hombres públicos se resisten a la idea de comer gratis. Les llevaría allí como si fuera el pueblo el que les nombraba «I» de honor, una especie de exaltación de su heroísmo democrático. Quizá «I» de impávidos ante el bombardeo.

Aquello sería un éxito y el restaurante «Ardid» brillaría, por lo menos, a la misma altura que Maite. ¿Por qué no?

* * * * *

La normalidad, gracias a Dios, había regresado. Nada nuevo sucedería ya y, por lo tanto, era hora de que empezaran a suceder las cosas de siempre para que España recuperara su pulso mortecino pero democrático.

Ya de amanecida, cuando el sol se preguntaba si salir a cuerpo o con abrigo y hacía sus últimos minutos de pereza en la cama, las primeras luces de la aurora vieron, sin sorpresa, la explosión de un artefacto.

Los artefactos, ya se sabe, son las bombas que no matan a mucha gente, esas que Eta suele emplear contra las cristaleras de los concesionarios de los productos franceses y que, todo lo más, se llevan por delante a alguna madrugadora señora de la limpieza.

El artefacto, con arreglo a su misión, estalló, y la aurora vio como la explosión se extendía formando círculos concéntricos por España. Ahora ya todos podían estar seguros de haber regresado a la normalidad.

Fue, ni más ni menos, la señal de que había empezado un nuevo día.

Pero no era nuevo. Era lo de siempre.

* * * * *

Alvarez Ardite, enterado de que las tornas habían vuelto a cambiar, se sintió repleto de seguridad y de ciencia infusa: ¿Cómo había podido ocurrírsele que un pueblo tan bueno como el español estuviera dispuesto a sacudirse a sus legítimos representantes?

Decidió regresar a casa y comentar allí los problemas del día con la pobre Laurita. Tal vez ella estuviera un poco molesta porque Alvarez Ardite, con las prisas, la hubiera dejado atrás en su retirada estratégica. Tendría que explicarle, una vez más, que los relojes deben ser vigilados de tanto en tanto, y más intensamente cuando parece que hay revolución.

No pasaría nada. Se tomarían un güisqui y se pondrían a jugar. Lo que el diputado necesitaba para acabar de aplacar sus nervios era que Laurita se dejara querer un poco. Sacarían el despertador de la habitación y harían locuras. Cuantas más, mejor. Laurita era lo bastante estimulante como para que Alvarez Ardite celebrara a la europea la última consolidación de la democracia, hasta el mediodía próximo.

Detuvo el coche frente al portal, sin ganas de meterlo en el garaje. ¡Ah, qué bien olía la libertad en aquel barrio! ¡Qué buena era la fraternidad humana!

—Antonio. —dijo una voz. Alvarez Ardite se llamaba Antonio, de manera que se volvió y buscó entre la oscuridad.

Era Laurita. Estaba al otro lado de la calle, junto a su propio coche y, a la luz de las farolas, el diputado vio que llevaba los pechos al aire, como La Libertad Guiando Al Pueblo.

— ¡Laurita! —dijo, escandalizado.

Le miraba, burlona. Se mantenía quieta, con un brazo alzado hacia las estrellas que desaparecían. Muy guapa.

— ¡Laurita! —volvió a decir su marido. Aquellas tetas tan bonitas, de madrugada, podían perjudicar su reputación.

Ella se carcajeó. Cogió aire y dijo todo lo que tenía que decir:

— ¡Se nota! ¡Se siente! ¡España es de la gente!

* * * * *

Los hombres de la mangarriega municipal bajaban por la calle de Ferraz, barriéndolo todo con sus chorros de agua. Uno de ellos pegó sobre el difunto Cristóbal, el viejo mendigo al que mataron con una granada contracarro los terroristas. Nunca había sido un hombre limpio, pero la muerte se vengaba excesivamente de él.

El cadáver cayó al suelo, pequeño bulto de carne seca y ropas viejas. La calderilla tintineó en sus bolsillos y su rostro delgado y sonriente quedó vuelto hacia el cielo. La primera luz de España bajó, muy despacio, a rozarle la frente mientras los regadores, sorprendidos, se quitaban las gorras respetuosamente.

—Ha sido una noche muy larga. —dijo uno.

El otro miró la calle desierta y luego, despacio, el cielo a medias azul:

—Nadie sabe que existamos. Nadie conoce a este viejo. —dijo.

Pero se equivocaba. Aquella mañana todos eran españoles y en lo alto, el espíritu tranquilo de Cristóbal estaba en paz y limpio, a salvo de una miseria que no fue la suya. La miseria que, justamente, dejaba abajo.

Todos moriremos.


Laus Deo.

FIN


Publicado el 11 de julio de 2016 por Edu Robsy.
Leído 27 veces.