Si de Verdad Fuera el Hombre un Tipo Racional Compuesto de Alma y Cuerpo

Arturo Robsy


Cuento


¿Sí? Pero, bueno: es que, después de todo, ¿resulta que no es cierto que el hombre sea...? Verán, hasta el extremo de esta afirmación, no.

—¡Epa!

Alto ahí: antes de seguir adelante es preciso afirmar que no se estoy diciendo nada herético.

—Eso tendrá que demostrarlo.

Y lo haré. Creo que no existen dudas acerca de si el hombre está o no compuesto de cuerpo. Es —para los escépticos— esa especie de colcha blanca y pilosa que nos envuelve, eso que nos cuelga cuando nos sentamos en un sillón. Y para demostrar su existencia no hay más que acudir a un dentista o dejarnos escayolar una pierna. Es en estas manipulaciones cuando el cuerpo se nos hace gloriosamente presente.

Históricamente, los filósofos han negado, por turno, el conocimiento, la realidad, el espíritu y la esencia, pero ninguno, embutido en sus sesenta u ochenta quilos de músculos y adiposidades, se ha atrevido con la presencia (cómoda o ingrata) de su cuerpo.

Respecto al alma, las cosas aparecen menos claras. Nadie ignora que el alma, como elemento integrante de la Creación, ha tenido sus detractores y sus propagandistas. En todo caso puede que el alma no sea lo que unos afirman, ni deje de ser lo que otros niegan. Su presencia, en cambio, se advierte en las manifestaciones humanas y éste sí es un hecho a tener en cuenta.

A los muy convencidos les diré que si el alma está tras un taco de su dueño, tras una calumnia, tras una estafa, tras una mentira o tras un eructo, se trata de un espíritu bastante cochino que ha sido injustamente ensalzado.

A los muy escépticos, lo contrario: si tras el Guernica de Picasso, tras el Apolo de Belvedere, tras la Venus de Botticelli, tras la amistad cerrada en un apretón de manos o al amor establecido en un beso, pero mucho más allá de un beso... Si tras lo justo y lo cierto y lo bueno no hay nada, el hombre es un prodigio de coincidencias. Y me niego a creer tanto en la casualidad; me niego a imaginar que el ser humano es algo más que un bípedo corrientito que va por el mundo a su avío o a lo que salga.

¿Entonces? Si hay cuerpo, si hay alma, ¿por qué demonios decía usted que aquello del principio era falso?

Porque lo es. El hombre no es un ser racional compuesto de Alma y Cuerpo. No, ¿he? No. Porque tiene cuerpo, porque tiene alma, pero no es racional. Y, fallando una de las condiciones de la definición, la definición entera falla.

—Eso tendrá usted que demostrarlo.

—¿De verdad quiere que lo haga?

—De verdad...

—Allá películas. Luego no me venga con que si le he ofendido o si le he insultado. En fin; empiezo.


Si de verdad fuera racional la señora de los lavabos de un establecimiento público (estaciones, aeropuertos, ciertas cafeterías y cines, etc.)

He aquí a nuestra Señora de los Lavabos, que es un alma de la caridad. Puede que, tiempo atrás, no lo haya sido, pero ahora es vieja ya y, además, el espacio de los lavabos no es lo suficientemente grande para llevar a cabo actividades satánicas.

La Señora de los Lavabos acude a su trabajo bien entrada la mañana. Se toma un cafetito en la barra, se viste un mandil muy pulcro y se sienta en la antesala del lavabo, bien cerca de una mesita que sostiene varias revistas, alguna novela de diez pesetas y una bandeja donde las mujeres dejan la propina que les parece (antes, una peseta; ahora, un duro por lo menos).

A su alrededor, los lavabos propiamente dichos: con dos grifos, aunque no funciona el del agua caliente, depósitos de jabón con tuercas en los extremos, toallas cosidas al toallero y espejos que la Señora se esfuerza en mantener limpios. Más allá, algunas puertas convenientemente cerradas, que dan acceso a los lugares precisos para cuando las mujeres acuden allí con algo más que ganas de lavarse las manos, peinarse o retocarse los afeites. Sobre ellas, un letrero comunica a las interesadas: "pida la llave a la encargada".

Este es el decorado y ésta es la pregunta: ¿es racional la Señora de los Lavabos? Si lo fuera, ¿se pasaría la jornada en una silla patibaja? ¿Aguantaría ocho, diez o doce horas leyendo revistas, repartiendo llaves, oyendo tenues o vigorosas corrientes de aguas y oliendo lo que doy por supuesto que se huele en sitios de este calibre? La respuesta es no.

Si fuera racional, la Señora de los Lavabos diría: hete aquí otro día más en este sitio. ¿Es que las mujeres no pueden hacer a solas sus necesidades' En mi casa, pongo por caso, ¿me agradaría tener a una señora contemplando cómo me lavo la cara o me humedezco las muñecas, mirando cómo me doy el carmín de los labios o el azul de los ojos, oyendo los innobles ruidos a que me encadena mi fisiología? No.

Entonces, ¿por qué estoy aquí? Aún más: ¿por qué me aceptan y me pagan estas buenas mujeres que a la fuerza comparecen en mi presencia? ¿Se han parado ellas a pensar que esto es absurdo? ¿Y yo? ¿Por qué me paso yo el día entre los orines de mujeres desconocidas?

Por dinero. Claro que sí, pero, ¿por cuánto? Cuatro perras, desde luego. Las mujeres, mientras les es posible, evitan ir a los lavabos públicos, y bien que hacen. Entonces, ¿por qué tengo este oficio?

La Señora de los Lavabos que fuera racional pensaría así y, lógicamente, dejaría el trabajo al día siguiente. Pero no lo es, el país está plagado de Señoras de los Lavabos y es prácticamente imposible circular sin tropezarse con ellas, en las estaciones, los aeropuertos, las cafeterías, los casinos y los bancos. Dato curioso: lo primero que hace una Señora de los Lavabos al perder su empleo es volverse a colocar en otros lavabos. Esto ya es una prueba de la irracionalidad de la especie. ¿O no?


Si fuera racional un Catedrático de universidad

Pero, vamos, ¿ése tampoco lo es? ¿Para qué sirven las oposiciones? Para ser Catedrático, no para ser racional, mientras no se demuestre lo contrario. Si de verdad lo fuera, el Señor Catedrático soliloquiaría de esta guisa:

¿Y, ahora, qué? ¿Quién es el macho que se va a atrever a dar clases? Claro que, por otro lado, esto no me incumbe demasiado. Por las mañanas me voy al Ministerio y por las tardes al Consejo Superior. La política (o lo que sea) es más divertida que la enseñanza. Pero, vamos a ver: ¿por qué me hice yo catedrático? ¿Por qué fui lo suficientemente majadero para desperdiciar así mi juventud? Total, no doy clases (aunque cobro, claro, y eso es ya un punto a favor de la cátedra).

Pero, lo justo es lo justo y, si sabía que no iba a dar clase, ¿para qué diablos me empantané en las oposiciones? Y, además, el follón que se nos viene encima: la selectividad. ¿Pues no nos ponemos a hacer selectividad desde dentro, a nuestro aire? En justicia, tendríamos que seleccionarnos nosotros primero, porque ya está bien de decir lo que cuesta un estudiante al señor que paga los impuestos, y callarnos lo que le costamos nosotros, que ni siquiera enseñamos cómo se hace la o con un canuto.

Claro que, en la tarjeta de visita, queda muy bien lo de "Catedrático de ...".

Y, sin embargo, el mundo está lleno de catedráticos que hacen de todo y, excepcionalmente, hasta de catedráticos. No son ni más ni menos racionales que el resto de la especie y, para demostrarlo, está el hecho de que, a pesar de las contradicciones, solo abandonan su cargo por jubilación o por muerte, lo cual indica su constancia.

Si fuera racional el obrero de una máquina

Se expondría claramente el problema: ¿qué hago yo aquí sentado? Mi trabajo consiste en colocar esta laminita de metal sobre esta pieza de la máquina, quitar las manos, apretar el pedar y retirar la laminita troquelada. Así, una y otra vez, de siete a una y de dos en adelante.

Hasta aquí, bien. Pero vamos la cosa con calma: ¿qué gano yo, si en lugar de hacer cinco mil piezas hago cinco mil cincuenta y siete? Nada: no trabajo a destajo. Debo hacer cinco mil y no cuatro mil novecientas ochenta y dos o cinco mil cincuenta y siete.

Debe meter las láminas de una en una, no de dos en dos, con lo cual sufre el libre albedrío que me reconoce Dios. ¿Dónde está mi libertad? ¿Por qué tengo que hacer todas las piezas iguales? ¿No sería mejor hacer unas de un modo y otras de otro? ¿No sería más divertido fabricar unas con un agujero, otras con dos, otras con tres y otras sin ninguno? Pero a mí me pagan por hacerlas iguales. ¿Por qué? Porque unos señores las quieren iguales. ¿Y les importa que a mi me aburra el que salgan todas repetidas? No: me pagan para eso mismo.

En justicia, ¿manejar esta máquina, hacer cinco mil piezas diarias semejantes, me ayuda a resolver los problemas más urgentes de mi personalidad? ¿Me satisface psicológicamente? ¿Me empuja a comprender mejor el mundo en que vivo? ¿Me acerca a la verdad o a Dios?

Razonemos: ¿es que no hay otra forma de ganarse la vida? Por supuesto. ¿Algo me impide ser cazador furtivo, que me divertiría más? ¿O contrabandista o domador de fieras o mecánico o marinero? ¿Por qué he de renunciar a las aventuras cuando el mundo está repleto de ellas? ¿Por qué he de pasar ocho, diez horas al día aburriéndome forzosamente? ¿Dios me hizo a su imagen y semejanza para estarme la vida agarrado a la máquina?

Pero no es racional y sigue allí, metiendo la lámina, apretando el pedal y retirando la pieza. Y lo más terrible es que, cuando le llega la vejez y, con ella, el retiro, este hombre se lleva un disgusto de muerte y sufre porque le dejan en la calle, al sol, cerca de los niños y los pájaros y la yerba, libre para ir y venir, para pescar o escribir cartas al director del periódico, lejos, en suma, de la máquina que le sorbió los días y las horas, la vida.

Si fuera racional un cajero

Ante sus libros y su máquina, con fajos gruesos de billetes crujientes cerca de su mano, ¿qué se diría un cajero racional?

Lo que son las cosas: toda la vida manejando un dinero que no es mío; miles de pesetas que no sé de dónde vienen ni sé exactamente adónde se van: desde luego, no a mi bolsillo. Hago el trabajo que mi máquina no pueda hacer: contar los billetes, meterlos en sobres, alcanzarlos al que me los pide por la ventanilla...

¿Y para qué me los vienen a coger? ¿Por qué se me dice: "a éste le darás tanto; a éste, tanto menos y a éste, nada"? A fin de cuentas, es papel. Son estampas y, encima, repetidas. Si al menos los billetes fueran distintos, yo podría irlos mirando y analizar lo que representan. Alguno sería un paisaje; otro, un retrato; otros más reproducirían escenas históricas y yo me haría una culturita.

Pero no: tantos para ésta y tantos para aquél. Ni siquiera sé si quien los recibe se va a hacer una casa, se va a comprar un coche, se va a casar o sale de viaje. El dinero va y viene y no me dice jamás dónde ha estado ni qué aventuras ha corrido.

A mí, quizás, me gustaría acompañarle en uno de sus viajes. Ir con él en los bolsillos de un estudiante que se lo gastará en vino y en mujeres; rodar un poco por los burdeles, pasar por las subastas de las grandes obras de arte, subir a los camarotes de lujo de los trasatlánticos, llegar a los hoteles extranjeros y estar en los lugares donde se mendiga a gritos... Pero, en cambio, lo cuento y lo entrego. Apunto sus entradas y sus salidas. Lo palpo y lo uno con gomitas que, a veces, me pillan los dedos...

¿Para qué? Lo racional sería gastarlo. Lo lógico sería usarlo para lo que es o guardarlo o robarlo o regalárselo a un asilo. Además, ¡ya está bien de tanto número! Los libros, la cinta de la máquina, los vales y los recibos... Obviamente, preferiría irme por ahí con una bicicleta o llevar a mis hijos al campo cada mediodía...

Pero no puede ser. ¿Por qué? Porque he de ganarme la vida. Si, pero ¿tengo vocación para esto? No sé. Y, si no, ¿para qué la tengo? Podría, sin duda, vivir trabajando en el campo y así mis hijos se criarían al sol lejos de tanto ruido y de tanto aire viciado. Es posible que fuera más feliz haciendo de camarero, conociendo a la gente cuando se divierte y está alegre, porque, al tratar asuntos de dinero, todos se vuelven serios.

Pero el cajero ése no es racional o, al menos, no lo es por completo y sigue en la brecha, cuenta que te cuenta en espera de un ascenso o de la fortuna en forma de quiniela ganadora. Y, si por casualidad cambia de empleo, se coloca otra vez de cajero. ¿Por qué? Porque le parece que es lo único que sabe hacer y, quizá, hasta lleve razón en ello.

Si fuera racional un escritor

Se sentaría frente a sus cuartillas en blanco y las miraría con malos ojos. Es cierto que un escritor escribe porque le gusta, pero...

Vamos a ver: ¿es que no hay formas más divertidas de hacer algo en el mundo? ¿Qué me importa a mí que el protagonista sea alto o bajo y que su novia le dé calabazas o que su jefe le despida? ¿Eh? Le pase lo que le pase, bueno o malo, yo seguiré sentado aquí y mi brazo, si termino la historia, estará acalambrado y mis cuartillas sucias y llenas de rayas en lugar de blancas, pulcras y hermosas.

Si un día llueve, ¡qué bien quedarse en casa delante de los papeles hilvanando majaderías! Pero si hace sol y por debajo de las nubes van y vienen pájaros alborotados y mujeres hermosas y amigos alegres, ¿qué diablos hago yo a la sombra, encerrado, dejando que la piel se

me ponga pálida y los ojos, rojos, y los sesos, blandos?

Y si doy con un protagonista perfecto, que se hace rico y gusta y tiene una aventura maravillosa, ¿qué gano yo en ello? ¿Es que podremos salir juntos a tomar un aperitivo o a deslumbrar a las extranjeras que se dejen? Nada de eso y, cada tarde, cada mañana, le dejaré en el cajón, plegado, aguardando una edición que tal vez no venga.

¿Y los enemigos que, en algunos momentos, te creas? ¿Y los tipos que guiñan un ojo y comentan: "sí, escritor, claro", y sonría por lo bajo (es un decir)? Y, ¿por qué no decirlo?, a mí, lo que me hubiera gustado ser es centurión en las procesiones de Semana Santa.

Pero, eso es lo tremendo: no somos racionales, pese a nuestro cuerpo, pese a nuestra alma.


Publicado en el Diario Menorca el 9 de abril de 1974.


Publicado el 21 de septiembre de 2020 por Edu Robsy.
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