Teléfonos y Conquistadores

Arturo Robsy


Cuento


"Me he enterado de que llevas vida de desenfreno y que tocas la guitarra".

—Carta de un padre del siglo XIII a su hijo que estudiaba en Orleans.
 

El teléfono es un horrible artefacto lleno de maldad. Bueno: quizá el aparato sea perfectamente neutro, pero no cabe duda de que quienes lo usan llevan, a veces, perversas intenciones en la cabeza.

Y, ya que está empezado el tema telefónico, quisiera contarles la aventura de uno de mis amigos. Quizá fue trastada más que aventura, claro y, en todo caso, una broma de pésimo gusto.

Sucedió en Madrid, ciudad enorme y tentacular que se presta a muchos líos. Eran los verdes años de la vida estudiantil, que se pasan entre las paredes de las aulas y las de las pensiones, y que justifican, por lo tanto, la tendencia bohemia que algunos jóvenes venimos a manifestar.

Por entonces no era raro que prolongásemos la velada hasta las dos de la madrugada en alguna entrañable tasca, que nos reuniésemos en el piso de cualquier amigo a bailar con la música de moda, o que nos sorprendiera el alba devorando chocolate con churros o engullendo sopa de cebolla en cualquier figón.

Tampoco nos era extraño despertar con zumbidos en la cabeza, escalofríos y malestar general a causa de los alegres trasiegos de la noche, o con borrones en la memoria, borrones que nos impedían recordar dónde nos dieron tal tarjeta que guardábamos en la cartera, o en qué lugar nos desollamos los nudillos de la derecha.

Compruebo que estoy tratando de disculparnos antes incluso de explicar lo que pasó. Y lo triste es que no hay más excusa que ésta: nuestra condenada afición al juergueteo, a las discusiones del alba, al noctambulismo y a ese néctar opalino de efectos milagrosos que, en Madrid, suele llamarse Valdepeñas blanco o Blanco simplemente.

Eran apenas las nueve y media y nos aburríamos en los sillones de la casa que tres amigos, estudiantes también, alquilaron amueblada por un precio razonable, ya que no estrictamente justo. Desde las siete habíamos pasado revista a los problemas más urgentes de esta sociedad de nuestros pecados y nuestras glorias:

—Que si la represión (Repre, familiarmente) tanto intelectual como sexual.

—Que si la Contracultura y la pérdida de peso específico de los valores, digamos inmutables.

—Que si el asunto de "La Feria del Muslo", o larga exhibición de primaverales piernas que las chicas llevaban a cabo en los bares de los alrededores de la Universitaria.

—Que si los grises y sus porras y sus perros en el campus, a sabiendas de que, en este plan, no saldrían nuevos Ramones y Cajales o Menéndez de Pidales de la Universidad.

Uno de los bravos muchachos nos había enseñado ya un álbum donde coleccionaba recortes de prensa con las noticias de las algaradas estudiantiles (¡un pesado cuaderno de cien páginas!) y otro había interpretado a la guitarra el Romance Anónimo, pieza muy del gusto de todos los principiantes.

A fuerza de idas y venidas, habíamos dejado exhausta la nevera, descorchadas las botellas, rebosantes los ceniceros, polvorientos los suelos y enrojecidos los ojos. Se nos había secado también el caudal de los chistes. El último fue aquel tan gracioso que juega con el viejo lenguaje medieval:


Dos caballeros se cruzan en las desiertas llanuras castellanas. Es primavera. El uno va solo, aunque armado de punta en blanco. El otro lleva una doncella a la grupa de su caballo. Se paran frente a frente, aprovechando el solecillo agradecido, y se ponen a charlar:

—¿Adónde vais, el caballero, con tan fermosa doncella?—pregunta el solitario.

—A godella, caballero.

—¿A Godella, de Valencia?

—No, no—contesta el otro muy serio—; A godella, de ultrajalla.
 

De una forma u otra, eran las nueve y media dadas y nos aburríamos con ese aburrimiento prosaico y triste que viene de estar todos de acuerdo en lo particular y disconformes en lo esencial, después de haber fumado cuatro paquetes de cigarrillos y haber vaciado tres botellas de tinto.

—¿Y si llamamos a Pedro?—dijo uno con aire risueño.

—¿A Pedro? ¡Ése es un cenizo! Seguro que nos enseña la foto de su novia y se pone a contarnos la última juerga que imagina que se ha corrido.

Pedro —es preciso avisarlo— era un condenado fantasioso que, de creerlo, había vivido aventura tras aventura desde que se tuvo en pie. En invierno decía ser el favorito de camareras, chachas y compañeras de clase. En verano, un verdadero tiburón que regresaba a los exámenes de septiembre cargado de inaprensibles trofeos: aleves recuerdos de brisas, lunas y perfumes sobre la playa; rumores de olas muertas en la arena con punteo de besos al fondo; exóticos nombres impronunciables; lánguidos estremecimientos y, sobre los labios, aún calientes, las huellas de pieles de melocotón.

Un tipo molesto, Pedro. Todo le recordaba algo de lo ya vivido. Cualquier cosa le traía a la libido a la boca y allí teníamos que oír desbocados amoríos hasta el final.

Y Pedro hubiera sido soportable de no mentir en todas sus hazañas y de no caer en evidentes contradicciones. La sola idea de tenerle con nosotros, por contraste, nos hacía imaginar que nuestro aburrimiento de entonces era franca diversión.

—¡Solo nos falta él para que la juerga sea completa!—exclamó uno de los inquilinos forzando el sarcasmo—¡Que no decaiga!

—¿Quién habla de traerlo aquí?—explicó el que había tenido la idea—. Yo solo he dicho que si le llamamos.

—¿Para qué?

—Tengo un plan —murmuró misteriosamente—. Ya es hora de que Pedro tome alguna medicina para su fantasía.

Y nos lo detalló en pocas palabras: consistía en llamar a Pedro invitándole a una supuesta orgía. Recomendarle que se tomase algo por el camino para llegar "colocado y a punto", y darle luego una dirección al azar.

—Veremos —concluyó— qué tal le sienta llegar a medios pelos, a las diez y pico de la noche, a una casa repleta de gente respetable que analiza el programa de televisión.

Y, por supuesto, le llamamos a la pensión. El diálogo fue como sigue:

—Pedro: ¿tienes algo que hacer?

—¿Ahora? No. Acabo de dejar a Fulanita, porque ya sabes que sus padres la quieren a las diez. Lo que pase antes de esa hora —je, je, je— les tiene sin cuidado a los muy animales.

—Bueno, pues mira: esto va por todo lo alto.

(Nosotros, para demostrarlo, empezamos a reír, a chocar las botellas y a dar gritos de mujer dislocada).

—Están aquí cuatro niñas de campeonato. Gloria, ¿recuerdas? Esa que mueve el caderamen cada vez que te ve. Y Brigitte, la francesita de filosofía...

Aun sin verle, podíamos imaginarnos a Pedro con los ojos brillándole como luceros, la lengua fuera y las manos engarabitadas en torno al teléfono.

—Resulta que nosotros solo somos tres: Paco, Arturo y yo... Y maldita sea, no podemos empezar nada porque nos sobra una y no la vamos a dejar sola mientras.

Pedro, hombre de mundo, comprendió a la primera:

—Claro: a las chicas no les gusta pecar con testigos. O todas, o ninguna: las conozco bien.

—Entonces, te vienes, Pedro. ¡Ah! Casi se nos ha terminado el bebestible, de modo que te traes una botella de lo mejor.

—De acuerdo. Como las balas.

—Y no vendría mal que la probases por el camino. Llevamos toda la tarde pimplando y, si te presentas todo sobrio, te aburrirás como un caracol.

—¡Vaya consejos! Si no cojo un taxi, la botella llegará medio vacía.

(Pedro, claro está, contaba entre sus proezas la de ser un gran bebedor, aunque no estuviera capacitado para distinguir entre un Valdepeñas y un Rioja, o entre un Priorato y un Jumilla).

—¿Dónde es la cosa? —preguntó.

Y aquí estuvo la inspiración del momento: el que le hablaba tenía el ABC sobre el regazo y, ni corto ni perezoso, le dio la dirección que venía al pie de una esquela.

—Ven pronto —añadió—. Y, sobre todo, ya sabes: colocado y con bebida.

—De acuerdo.

A teléfono colgado, nos pusimos a afearle la conducta al que había hablado. No era justo ni decente enviar a un tipo medio trompa a la casa de un muerto haciéndole creer que iba a encontrarse con cuatro chicas ligeras de cascos y de ropas.

—Ya está hecho —respondió—. De acuerdo que será un fastidio para la gente del muerto, pero, de ésta, Pedro saldrá escarmentado y dejará en paz a la gente.

Y Pedro, por salir, salió disparado de la pensión tan pronto como colgó el teléfono de sus engaños. En el bar de abajo se encargó una buena ración de coñac "para llevar puesto", y una botella de ron "para llevar bajo el brazo". Le compró tabaco americano al cerillero apergaminado que lo vendía en un rinconcito del bar, cerca del radiador y de la máquina tragaperras. Pagó y tomó un taxi para evitar que se le vaciase la botella.

Por el camino, sin embargo, le dio un par de chupetones largos y colmados, y se atontó, mucho más que con el ron, con su imaginación exaltada, que le representaba, en sesión continua, la película de Brigitte bailando la danza de los siete velos; la de Gloria interpretando la del vientre, y la de las otras dos desconocidas correteando por las habitaciones perseguidas de cerca por él mismo.

Llegó. Era un tercero y no merecía la pena llamar al ascensor y esperar a que bajara. Subió a trancos las escaleras; oprimió el zumbador; empuñó la botella con mano vigorosa, y compuso su más turbadora sonrisa. Pasó un rato demasiado largo y, por fin, la puerta se abrió.

Pedro, sin reparar en nada a causa de su fiebre de amor, agitó la botella y gritó:

—¡Viva la juerga!

Y la "juerga" era una mujer gorda de luto, un caballero que venía por el pasillo con cara de pocos amigos y un silencio tremendo y triste que salía a bocanadas de aquella casa de muerte.

Pedro comprendió muy bien el patinazo y, también, las malas intenciones del señor que se le acercaba peligrosamente. "¡Atiza! ¡Me he colado" —se advirtió.

—Perdón —dijo— ¿No está aquí Paco?

—No —gruñó la señora.

—Pues me dijo por teléfono... ¡En fin! Perdonen... Ha sido una equivocación...

—¡Borracho! —le gritó la mujer.

—¡Gamberro! —le soltó el hombre.

—Perdonen, perdonen... —Pedro, retrocediendo, repitió veinte "perdonen" distintos.

—¡Vicioso! —le gritaba la mujer por la escalera abajo.

—¡Cretino! —le decía el señor.

Fue, sin duda, uno de los trágicos momentos de la vida de Pedro. Una de esas aventuras que hacen encanecer, de la noche a la mañana, a hombres hechos y derechos y tan sólidos como el Guardarrama. Algo por lo que debieran pasar todos los mozos antes de entrar en quinta, para robustecerse el ánimo... Y, quizá, Pedro se mereciera algo así, a pesar de lo molesto que debió ser para aquellos que velaban en paz a su muerto, apartados del bullicio del universo.

Pero, ¿escarmentó Pedro? No, padre. A la mañana siguiente nos tropezamos con él en El Bocho, la tasca que nos servía de campamento base para las expediciones del aperitivo.

—¿Cómo fue la fiesta de ayer? —le preguntó.

La parroquia entera —tabernero incluido— estaba ya enterada de la portentosa burla y se puso a reír a más y mejor. Pedro mantuvo el tipo y fue allí donde comprendí el verdadero sentido del dicho "genio y figura, hasta la sepultura".

—¡Hombre! —dijo— Sí te tengo que dar las gracias.

—¿Si?

—Desde luego, fue una canallada eso de darme la dirección de un fiambre —siguió Pedro gesticulando con la mano de la copa—. Aquellas pobres personas estaban bien tristes y hubieran podido creer que me quería reír de ellas. Me disculpé y lo entendieron muy bien.

—¿Entonces? —intervino otro de nosotros— ¿Por qué nos das las gracias?

—Verás: bajo la escalera y en el piso de abajo me encuentro con un tipo que había salido al rellano a no-sé-qué y había escuchado.

—Vaya chasco —me dice.

—¡Vaya que sí! —le respondo.

El tío me ve la botella y se echa a reír.

—Bueno: no hay más que por bien no venga.

—Claro —le contesto.

—Yo iba a bajar a por bebida —me dice—. Se nos estaba acabando. Pasa.

Y yo paso, y dentro, ¿sabéis lo que me encuentro? Pues con tres chicas impresionantes. Una, la rubia, sin pareja... ¡Uf! De allí vengo ahora y todavía me he tenido que escapar.

¿Qué se puede hacer con un tipo como Pedro? Aguantarse, supongo. Y, además, ¿cómo demostrar que no era cierto lo que nos contaba? ¡Ay, Pedro! ¡Ay, bribón!

—Si vierais... —continuaba el muy rufián—. Resulta que la rubia esa acababa de llegar de...

Pedro había ganado. He aquí por qué afirmo que el teléfono es peligroso: no tiene ojos.


Publicado el 22 de enero de 1974 en el "Diario Menorca".


Publicado el 26 de mayo de 2019 por Edu Robsy.
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