Tírese Después de Usar

Cuento de consumo

Arturo Robsy


Cuento


A no es siempre A (salgo en algunos momentos).

C no es A (hasta que se demuestre lo contrario).

B coincide siempre con A y con C.

Éste es el cuento: un imposible lógico.

(Recuerden: A no es no-A. Si C no es A, B=A no puede coincidir con C. B no puede ser más que B).

Y, sin embargo, uno puede ilustrar el cuento anterior a fin de que la lógica clásica (tan "clásica" como la trirreme) medite largamente.

Imaginen el Buen Hombre que se casó a los veintiocho años, justo en cuanto tuvo apañadito lo porvenir. De eso, por supuesto, hace ya otro veinte. Procedente de un pueblo urbano, sus alternativas estaban entre la "industria" y los "servicios". En la industria, jamás hubiese llegado a gerente; ni siquiera a segundo contable. Y eso lo sabía él. En la industria no se asciende (casi nunca) a las oficinas desde las máquinas. El siervo del acero, como recompensa, cambia de aparato y su escala va desde los más simples e incómodos, casi manuales, a los automáticos y semi-perfectos artilugios que sólo por compromiso tienen a un hombre delante. Después se interrumpe el escalafón. Y, sin máquina ya, uno se convierte en encargado, jefe de sección, de taller o capataz. No más. No queda, por cierto, el tiempo suficiente.

En los servicios, las cosas van de otro modo. Existe realmente una posibilidad de promoción. Existe un escalafón más o menos rígido y ésta es la tabla de náufrago de muchos que, en otras condiciones, hubiesen sido devorados por la máquina.

Y el Buen Hombre, que no por eso era tonto, eligió su destino a los quince años: la banca. Y fue botones bastante tiempo mientras estudiaba, noche a noche, contabilidad, intereses y balances. Así ascendió un peldaño. Otro después y pronto estuvo tras una ventanilla. Se casó —eran sus veintiocho años— y, robándole noches a su mujer y días al descanso, estudió y progresó; progresó y estudió (cuestión de reciprocidad y exigencias).

Este señor es A. Es A todos los días (a sus cuarenta y ocho años) desde las ocho de la mañana hasta las cinco de la tarde (ya sin horas extra). Después se le terminaba la obligación y la fatiga le escarmienta lo bastante como para no seguir pensando hasta el momento de acostarse.

Sube en coche hasta su casa. Besa a su mujer sin verla. Se olvida de cumpleaños y aniversarios. Cree en el progreso y en la diferencia de clases: él, por ejemplo, es un self-made-man que, traducido a nuestra circunstancia, quiere decir "hombre que lleva muchos años haciendo el juego a otros, para bien o para mal". Es liberal, puesto que sabe que existen protestantes y budistas y hasta comunistas, aunque no comprende cómo hay gente que puede vivir de forma tan diferente a la suya. No es conservador, pues cambia de coche cada cuatro años, pero suele decir que lo importante es la seguridad y que su trabajo exige muchos sacrificios.

Este Buen Hombre que, de ocho a cinco, es A, a partir de entonces se convierte en otra cosa. No es A, desde luego, y, en su papel desmitificador, olvida o finge olvidar sus últimos expedientes y se involucra en el nuevo mundo por la puerta de la televisión. Cena a las nueve. Ve la sesión de noche y se acuesta en una enorme cama de matrimonio, fría ya de veinte años. Cuando se despierta, entre el reloj y su mujer, es A de nuevo.

(Queda, pues, demostrado como A puede ser y no ser A al mismo tiempo).

¡Argumentación falaz!, que diría algún purista.

C es otro Buen Hombre de los que hoy en día abundan en el mercado. Si A es un self-made-man, C es un producto manufacturado. A él le hicieron desde un principio y le hicieron a conciencia. Cumplió con todos los rigorosos planes que la familia y el Estado tienen para los niños bien construidos y, así, a los dos años, mucho antes de tener conciencia de sí mismo, ocupaba su plaza en una mesita paticorta y se aplicaba (con la misma aplicación de que sigue haciendo gala) en los palotes.

A los seis cambió los párvulos por una escuela más seria. A los siete hizo la primera comunión y a los nueve aprobó su ingreso en el bachillerato. A los quince lo terminó y soportó, como mejor pudo, la guerra. ("Nosotros —dice—, los hombres de la guerra..."). A los veintidós, en fin, abandonó su licenciatura por falta de interés y se aplicó, como cuando los palotes, en ganarse la vida.

Tuvo un primer trabajo y otro más casi enseguida. Los dejaba porque era un joven-con-ideas, rebelde a su modo y, desde luego de mentalidad moderna e incompatible con los viejales y carcas que por aquel entonces creían estar manejando el mundo. Tuvo también dos novias, pero fueron ellas las que le dejaron en esta ocasión: además de pedante, era demasiado voluble e inconstante. Inseguro. No estaba "colocado" para siempre.

Y vino a parar al banco. Un buen puesto en una sucursal; a continuación, un puesto mediano en la central. Luego, subdirector de filiales de poca monta. Le nacieron tres hijos, uno por cada traslado. Ahora a sus cincuenta "largos" (como dice él), es director de una sucursal de medio pelaje. El subordinado más inmediato de C es A.

C desprecia a A puesto que no tiene una cultura como la suya. Hay otro motivo para este desprecio, aunque la gente clara le llama envidia: A se ha ganado a pulso su lugar en el mundo y, por si fuera poco, es bastante espabilado y aspira al cargo de C, con lo que el actual director quedaría en una desairada situación. C, sin embargo, es siempre C (al contrario de A). Lo es mientras se cepilla los dientes; lo es cuando paga la cuenta del restaurante dominguero; lo es desde que se pone los calcetines hasta que le dobla el sueño, porque C, al ser "todo un señor", lleva las apariencias hasta el límite permitido por la ley.

Gasta, por ejemplo, coche de un modelo más caro que el de A. Fuma cigarrillos más especiales (y caros) que los de A. Mira dentro de un televisor más moderno que el de A, y regala a su mujer pieles de más categoría que las que A le da a su mujer. Además, tiene un chalé más cerca del mar que el de A; y un perro de una raza más aristocrática que el de A; y guantes de gamuza auténtica, mientras que A se conforma con unos de imitación; y colonia más de "hombre triunfador" que la de A... Y, así, sucesivamente.

En cualquier caso, A es la medida de la prosperidad de C. Mientras la ostentación de C esté por encima de la de A, las cosas seguirán en su sitio y A dejará de serlo al terminar la oficina, mientras que C se obstinará en su papel (rol, se dice ahora) hasta en sueños. He aquí por qué en el esquema inicial hemos determinado que A y C son esencialmente distintos aunque existe, y bien real, la posibilidad de que A se convierta, escalando la dirección, en un C cualquiera.

Nos queda el último detalle: B, ese ser amorfo (tiene que serlo) capaz de coincidir con A y con C (que son distintos), no siendo ninguno de los dos. (¿Difícil? ¡Ay, esa lógica se cae a pedazos!).

Imaginen a un muchacho reposado, lo suficientemente listo como para no querer pasar por ignorante, y lo necesariamente burgués para aspirar a una posicioncita desahogada y fácil. Él nació hace poco, de la "generación del plástico", y su vida no ha tenido las mismas duras "experiencias" de los hombres de la guerra o de los hombres del estraperlo. Tuvo las suyas, las de los Hombres de los Plásticos, que tampoco son mancas. No es feliz por la sencilla razón de que nadie lo es. Cree, sin embargo, en el deporte institucionalizado; en el turismo como contacto más cultural que anatómico; en la supervivencia de los mejor dotados, en Freud y en los crímenes de guerra (sobre los que ha leído un interesante libro de Sir Bertrand Russell).

Tiene una novia, muy decente y dócil, que le permite un determinado cupo de infidelidades al año; y se casará con ella porque anda desquiciado con tanta negativa de pasar a mayores. Sabe que el mundo es redondo y que Einsten era un sabio alemán que se hizo famoso por escribir "E=M c2"; él, sin tanto bombo, también sabe escribirlo, aunque comprende que fue cuestión de oportunidad y no de caligrafía. Considera que el pelo corto es cosa de viejos, pero no frecuenta a jóvenes melenudos; se corta, pues, el cabello en un discreto término medio.

Come mucho. Bebe moderadamente. Chapurrea vagas ideas en inglés y en francés y escucha Radio Montecarlo, con lo que espera perfeccionar su italiano. Considera que el hombre -él- se casa por amor y la mujer por lo que queda una vez que el amor se ha ido a hacer gárgaras. Estudia revolucionarios métodos para educar a sus hijos futuros y, los domingos por la tarde, gusta de ver el partido de fútbol televisado. Antes, cuando su noviazgo era más reciente, prefería irse al cine, pero los gustos, como los automóviles y los cocineros, cambian constantemente.

Es un "chico instruido". Estudió todos y cada uno de los escalones de la enseñanza primara y, en la secundaria, se tituló como Bachiller Elemental. Fue entonces, con su primer título curvado en las manos, cuando empezó a codiciar el mundo y deseó vivir su vida.

Como para vivir la vida —la de quien sea— hace falta una elemental cantidad de dinero, aceptó trabajar. Esto, además, le daría cierto tono, cierta categoría de la que había carecido hasta entonces. Por si fuera poco, su título le permitiría trabajar "de corbata", su gran aspiración en el tiempo en que los ingenieros no suelen desdeñar el "mono". Y laborando como un castor se compraría su primer automóvil junto con las primeras prostitutas. (¡Oh, la experiencia!). Y, además, alcanzaría la envidiable posición de "colocado". Resolvería, en suma, su vida.

Y trabajó.

B es ahora una especie de secretario en la banca, a las órdenes directas de C y de A. Procura llegar antes que ellos todas las mañanas para que, al darles los buenos días, reparen en él y consideren cómo cumple.

Siempre que fuma en presencia de alguno de los otros dos, les invita a su tabaco rubio y aromático a sabiendas de que se lo rechazan invariablemente. Pero, con este gesto, les obliga a fumar y entonces, con golpe triunfal, enciende su mechero moderno y pulido, y sirve fuego del mismo modo que los antiguos, en las ventas, servían vino.

Cuando surge alguna cuestión, él se ofrece a resolverla (incluso trabajando en casa) después de haber comprobando que no existe ni la más remota posibilidad de que le acepten su buena intención. Y, en fin, B es tantas cosas como ninguna y no siente necesidad de echarse un vistazo por el interior para ver cómo le anda de sucia el alma.

En estas circunstancias, B tiene siempre la opinión de C y admite pensar del mismo modo. Incluso llega a creérselo él mismo y, a la salida, su empaque es digno de admiración. Pero como A también pesa lo suyo en la empresa, B aprovecha todas las ocasiones para asentir a sus palabras, ya con el gesto, ya de viva voz.

He aquí, pues, cómo queda demostrado el cuento del principio:

A no es siempre A (salvo en algunos momentos).

C no es A (hasta que se demuestre lo contrario).

B es la misma cosa que A y que C.

He aquí el cuento de consumo, el cuento modular que sólo presenta las facetas semejantes del problema: basta un esquema, una raíz por la que alimentar la imaginación... Hoy, como es el primero, se lo he explicado. No haré lo mismo con el segundo aunque, quizá, no lo haya.

Ya veremos.


Publicado en el Diario Menorca el 24 de abril de 1973.


Publicado el 18 de julio de 2021 por Edu Robsy.
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