Uno, Dos, Tres, Cuatro, Cinco, Seis, Siete, Ocho, Nueve y Diez

Arturo Robsy


Cuento


¿Cómo? Así de fácil: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez: lo que se tiene que decir en voz alta antes de enfadarse, antes de tomar una decisión importante. Así la ira se toma un respiro y el seso dispone de un poco más de tiempo para restablecer el orden de lo conveniente y de lo inconveniente.

¿Es que nadie le ha dicho a usted que cuente hasta diez antes de enfadarse? Naturalmente: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez.

Esto es, más o menos, lo que cientos de españolitos se repiten en el exilio social y económico en que viven más allá de nuestras fronteras. Es, sin duda, el encantamiento del que se valen (uno, dos, tres, cuatro, etcétera) para pasar, por unas tragaderas bastante anchas ya, insultos e injusticias que reciben en el extranjero solo por ser españoles, solo por haber tenido que emigrar en busca de dinero, ya que no en busca de una vida mejor y más digna.

Existe un catálogo de las cosas que diariamente degluten los españolitos en el extranjero, una lista de insultos y desdenes que se ven obligados a soportar una considerable cantidad de miserias a que les someten sus compadres europeos de los países subdesarrollados. Superdesarrollados —entendámonos— en algunas cosas que nada tienen que ver con la buena educación.

Todo esto —y algo más— se lo decía un hombre de experiencia; un tipo seco, bajito y moreno, con una incipiente calva en el occipucio, superviviente de unas cuantas aventuras emigratorias de las que no volvió ni más rico, ni más culto, ni más rubio, ni más nada... salvo, quizá, más explotado, más decepcionado y, si se me permite decirlo, más cabreado que nunca.

Este hombre está de vuelta ahora. Tiene siete u ocho años más que cuando atravesó la frontera por primera vez y muy poca confianza en los milagros económicos que, según él, se hacen con el sudor y las manos de los obreros importados.

—Cuando uno está en la fábrica y se pasa diez o doce horas callado; cuando uno regresa al tabuco donde vive y se encierra con otros tres o cuatro como el dormir entre las cuatro paredes; cuando uno sacrifica costumbres y vicios por unos duros más, no encuentra gran cosa de provecho en un "Milagro Económico", sea alemán, francés o checo.

No le importa. O, quizá, sí, pero no lo dice. Fuma celtas de nuevo. Dispone de todo un dormitorio para sus únicos sueños. De comida a su gusto; de palabras que le van bien a su oído, comprensibles; y, por supuesto, de una especial libertad, mucho más importante que la que se da en los países "libres", a los ciudadanos de tercera o de cuarta categoría: los emigrantes.

Y este hombre que fuma Celtas y bebe lentamente rojizos vasos de tintorro grueso, me explica algunas aventuras lejanas, que a mí me gusta escuchar y que, quizá, a ustedes les conviene conocer:

—Cuando salí la primera vez iba contratado desde España a través del Instituto Español de Emigración. No me iba a la aventura, sino con un contrato firmado en el bolsillo y una serie de seguridades que me impedían ser el clásico desheredado.

En la frontera, un compañero que volvía por tercera vez me explicó la clave: uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nuevo, diez. Cuenta hasta diez. Aprende a callarte. Aprende a tragarte las protestas, porque, si no, saldrás perdiendo siempre.

Y fui a Strasburgo. Y trabajé bien. ¡Vaya que sí! Como no lo hacen los de aquellas tierras. A pesar de eso, ganaba menos dinero que los naturales de allí, que tenían mi misma categoría. Ellos, claro, eran los amos, los que se limitaban a tolerarnos porque no podían hacer otra cosa. Sin embargo jamás hubieran consentido que nosotros ganáramos lo que ellos. Además, al terminar, ellos se iban a sus bonitas casas calientes, con sus mujeres y sus hijos y yo, en cambio, a un cuartucho frío, lleno de compañeros, que me constaba casi tanto como a ellos, su bonita y moderna casa.

Qué bien, ¿verdad? Un día, cuando yo había aprendido ya un poco de francés, lo justo para enterarme de las cosas, me dijo un tipo:

—Todas las mujeres españolas son unas zorras. Todas las mujeres que hacen este trabajo aquí son españolas.

Yo pensé —como usted hubiera hecho— en mi madre y en mi hermana y en mis primas. Y, claro, conté: uno, dos, tres, cuatro, cinco... Y, cuando terminé, seguía sin gustarme lo que había oído. Otro compañero español me dijo que casi era cierto aquello, que a las españolas con estar solas y haber venido a servir, era fácil tomarles la peluca y colocarlas a hacer esos malos trabajos.

¿Sabe usted? La vergüenza es que ellos nos desprecien tanto y nos usen tanto. La vergüenza es que tapen indignidades suyas con la indignidad de los demás.

Pero, nada: para tragarme aquello, a falta de vino, tuve que contar muchas veces hasta diez. Luego otro obrero, francés él, me quitó piezas terminadas de mi cajón y se las echó al suyo para cobrarlas él en mi lugar. Protesté y todos se rieron de mí. El ladrón el primero: me preguntó, muy serio, que qué era lo que me había creído yo, que no tenía derechos. No quise dejarme robar; total, que me echaron.

Luego fui a Alemania y tuve que vivir en una especie de campo de concentración: eran unos barracones malolientes en el descampado y estaban cercados con alambradas.

Una vez robaron en un bar y la policía por las buenas, nos vino a registrar a todos solo porque éramos extranjeros y, porque no tenían indicios de quien era el verdadero ladrón. Un atropello.

Otra vez, un domingo entré a un restaurante y me senté a la mesa. Allí, el camarero, como me vio con esta pinta y esta barba negra, me preguntó:

—¿Español?

—Sí.

Y, a gritos, para que le oyeran todos los parroquianos y para que yo tuviese aún más vergüenza, me echó de allí y me dijo que ni españoles ni perros podían entrar en aquel sitio. Salí y se lo conté como pude a un policía. ¿Sabe lo que me respondió? Pues que había lugares especiales para gente como yo y que había hecho mal entrando en aquel otro, porque el dueño tenía permiso para rechazar a los extranjeros.

¿Qué quiere? Aún contando muchas veces hasta diez hay cosas que solo se aguantan a fuerza de clavarse las uñas y enclavijar los dientes. Aquellos hombres no solo se creían mejores que yo y más justos y más importantes, sino que, además, me lo hacían notar con todo su desprecio. Si quería comer y trabajar, tenía que callarme y agachar las orejas.

También me negaron la entrada a un cine y me expulsaron, eso sí, que a una manzana de allí había uno para extranjeros, con un programa en italiano y otro en castellano. Y, en otra ocasión, como no me dio la gana de irme a dormir a las diez me puse a pasear por la calle, la policía me detuvo y me encerró durante toda la noche, solo porque les pareció sospechoso que un extranjero anduviera por ahí a aquellas horas.

Esto, señor, en un país donde siempre están hablando de su mundo libre, de los derechos humanos y de otras cosas. En una tierra donde se tiene más cariño al perro que al extranjero y donde descaradamente te niegan lo que sus ciudadanos tiene por derecho propio.

De nosotros les interesan nuestros músculos y nuestras manos, no nuestros sentimientos ni nuestras angustias. Siempre hay alguien que te recuerda que no eres de allí, que puedes marcharte cuando gustes y hasta que, según su opinión, nos deberían gasear como ya hicieron con los judíos.

La tercera aventura fue en Suiza. Es un país muy limpio y muy bonito, pero muy frío también. La gente no nos quiere por muchas cosas tontas: porque no hablamos como ellos o porque somos más bajitos y más morenos o porque creen que les estamos quitando el trabajo y el dinero, a pesar de que trabajamos en lo que ellos no quieren y nos dejamos explotar. A veces nos llaman esclavos cara a cara o dicen que somos un país de servidores, a causa del turismo.

Con ser hombres y tener nuestro valor, le aseguro que hay momentos en que se nos saltarían las lágrimas de vergüenza y de rabia, si no nos las aguantásemos hasta hacernos daño en los labios con los dientes.

Ninguna mujer se digna a mirarte. Ningún hombre te dirige la palabra si no es para ofenderte o porque necesita darte órdenes. A veces te suben descaradamente el precio de lo que quieres comprar porque eres extranjero y pobre. Y si protestas, ¿quién te hará caso? A lo mejor hasta te expulsan del país.

Pues verá: en Suiza mismo, trabajando al norte, el empresario me envió la policía a que me recogiera el pasaporte. Me dijeron que era para asegurarse de que pagaría los impuestos... La verdad es que lo hacían con todos los españoles para que no dejásemos plantado al patrón, que nos pagaba menos de lo convenido, nos recortaba las horas de habíamos hecho realmente y nos hacía vivir en lugares muy tristes y destartalados, cobrándonos muy caro el alquiler. Por eso el empresario temía que nos escapáramos dejándole colgado y lo evitaba haciéndonos retirar el pasaporte.

¿Es esto libertad? ¿Son de verdad ricos estos países llenos de gente tan avariciosa, sórdida y despiadada? Lecciones, lo que se dice lecciones, solo me han dado una: cómo rebajar la dignidad de un ser humano, cómo obligarle a contar. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve y diez porque, desde luego, no se puede hacer otra cosa y,a los ojos de la gente, valemos mucho menos que sus perros o sus coches aunque saquen de nosotros mucho más.

Después de esto, hablé con otro amigo que me dijo que en el norte se vive mejor y hay más respeto. Así que subí a Suecia. Iba sin contrato en firme esta vez y en la aduana me hicieron un reconocimiento médico y un registro vergonzoso, por si las drogas o las enfermedades de la pobreza.

Me pusieron "turista" en el pasaporte y, como no tenía nada contagioso, me dejaron entrar después de vacunarme. Busqué lo que pude y un tipo muy sonriente me dio trabajo. Me tuvo algún tiempo hasta que le pedí que me pagara y aun entonces me dio largas con su sonrisa de buen hombre. Insistí por fin y se rio. Llamó a la policía y les dijo que yo era un turista español que me había quedado sin dinero y que quería trabajar con él ilegalmente.

Total, que me facturaron hacia España otra vez y aquí tuve que trabajar para pagar el precio del viaje. Y lo injusto es que yo había ganado dinero, había trabajado allí y se me debía algo más que una estafa y una expulsión, ¿no?

Es muy triste, sí, la vida de estos hombres que tienen que vivir fuera de España y que solo pueden contar hasta diez para acostumbrarse a verse pisoteados. El que me explica esto, medita lo siguiente:

¿Y si en España le quitásemos el pasaporte a un suizo? ¿Y si en España llamásemos prostitutas a las francesas o las prostituyésemos por sistema? ¿Y si en España hiciésemos vivir a los alemanes en frigoríficos desconectados o en barracones rodeados de alambradas? ¿Y si no pagásemos a los suecos que trabajan aquí y les expulsaremos sin un centavo?

—Hombre... No sé si...

—Se armaría un guirigay incomparable. Eso es.

—Pues mire usted —le digo—: hace poco unos suecos han protestado por la imagen que se puso en una falla. La consideraron insultante. Por lo visto había que poner un producto nacional en la picota.

—¡Ja! Ya me he enterado. Y también sé algunas de las cosas que compatriotas suyas han hecho en Mallorca y en Almería... Lo que es la fama, se la tiene bien ganada.

Piensa un poco más el emigrante mientras yo sonrío:

—Ellos, al menos, han escrito sus quejas y se les ha publicado la protesta, que es mucho más de lo que un emigrante como yo ha conseguido en el extranjero. ¿Quiere saber lo que piensa?

—Sí, por favor.

—Pues que les hemos dado una lección de respeto y de libertad. Una lección de ciudadanía.

—Me parece que sí.

—De todos modos —remacha—, y para lo sucesivo, no estaría de más medir a los extranjeros con su misma vara, solo para que vayan aprendiendo algo de humanidad.

Al menos muchos nos quedaríamos la más de satisfechos. Y con razón, oiga. Con razón.


2 de abril de 1974


Publicado el 2 de abril de 2019 por Edu Robsy.
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