Vuelva la Página

Arturo Robsy


Cuento


El hombre hizo varias cosas inútiles: condujo muy de prisa, escuchando el rugido del motor como si fuera el de su corazón; repitió "Yo, no. Yo, no" varias veces; abrió la ventanilla y lo gritó, pero el viento devolvió las palabras a su pecho. Conectó la radio y subió el volumen hasta que fue incapaz de sentir siquiera que estaba vivo.

Después mantuvo la vista en un árbol lejano. A pesar de la velocidad parecía correr con él. No quedaba atrás. Las nubes hacían lo mismo. Y el hombre, que ya no pensaba, que creía haberse convertido en una piedra, descubrió que una lágrima le cortaba la visión de la carretera.

"Tú, sí." —dijo una voz interior que no era suya.— "Tú,sí." Luego siguieron muchas palabras incontrolables que hablaban del mundo y de las cosas que existían desde el principio. Su pensamiento se había rebelado y le traía fósiles y semillas a la memoria; recuperaba para él un amanecer olvidado en que creyó ser atravesado por los primeros rayos. Y un beso: no el primero sino el tercero, a la orilla de un río lejano.

—Tú, sí. —repitió el hombre, consciente por primera vez en mucho tiempo. Reparó que el mundo y sus pompas eran ahora una praderilla verde que conducía a un bosque de encinas.

Detuvo la máquina. Por más que corriera —se dijo con una sonrisa interior— no llegaría a ninguna parte. La hierba, a sus pies, iba más lejos y venía de más lejos. El, en cambio, no salía de sí, negro y cerrado, mirándose el inútil corazón.

Parecía una bronquitis. Era una bronquitis, pero el pulso estaba alterado, quizá de respirar mal. Por último, los médicos habían encargado toda clase de pruebas y él, mientras, aguardó en su cama de hospital, asustado y silencioso. Se ponía ante el espejo para decirse que no sería nada. Leía lentamente. Dormía poco y caía en trances cada vez más largos en los que no pensaba.

Alguien, lejano, hablaba de operarle. Luego, de repente, ya no fue necesario. No hacía falta. El hombre reunió todo su valor, temeroso del ridículo, e hizo la pregunta procurando mirar a los ojos de su médico.

Este calló. Evaluaba la psicología, según recomiendan los manuales. Hay gente que puede saberlo y gente que no. Hay personas de arena, prestas a disgregarse, y las hay de agua, que toman la forma que conviene en cada momento.

—Sí. —dijo el médico tras llegar a una conclusión.

Ahora el hombre pisaba la praderilla verde y miraba las encinas distantes. "Dichoso el árbol que es apenas sensitivo", dijo su pensamiento independiente.

El hombre se hizo con el poder de su mente y se puso a pensar en lo que era la muerte. No lo sabía. Nadie lo sabe. Algo sucede y el mundo se apaga, las cosas se borran. ¿Cómo es posible que este brazo no vaya a moverse más? ¿Cómo es posible que las ideas se detengan?

—¿Qué aspecto —dijo de nuevo el pensamiento extraño— tendrán mis huesos dentro de un año?

¡Si, al menos, pudiera morir en aquel instante, sin la espera, sin los sueños de eternidad, sin más preguntas inesperadas!

El hombre se puso a mirar de nuevo el mundo. Ya nada era frívolo o, quizá, lo era todo de tal modo que le obligaba a verlo como las piezas revueltas de un rompecabezas. ¿Era verde la hierba y centenaria la encina? ¿Era el cielo azul y blanca la nube?

Seguía el cauce de un regato. En un remanso, su imagen, casi desconocida. "Soy otro", dijo, apartando la vista. Un hombre de paso. Una historia inútil.

Exaltado, con esa clase de exaltación que deja de plata el pensamiento, quieto como un charco, se echó s reír. No temía ya. Estaba seguro de que el universo entero era una broma. Saldría de ella y las cosas, tras él, perderían su apariencia, su razón habitual.

Fue entonces cuando se apoyó en un árbol y sus manos pasaron a través de él. Quiso coger una piedra y se volvió de arena. Se metió en el agua y descubrió que no se mojaba.

"He aquí el tinglado de la antigua farsa", insistió su pensamiento independiente. Cartón y pintura; filas de palabras en un libro y, el resto, imaginación.

Seguramente no podía creer en nada de lo que había sido verdad hasta entonces porque estaba rozando otra verdad que no tenía que ver con árboles ni torrentes, con nubes ni estrellas.

La hierba se había vuelto tenue como una bruma. En ella, un agujero luminoso, el ojo de la cerradura del mundo tras el que estaba encerrado lo futuro. El hombre, con valor para lo absurdo, se tendió y miró por él.

Al fondo, en penumbra, se veían letras grandes, más sólidas y verdaderas que nada anterior:

"El hombre —decían— fue enterrado con sencillez, de anochecida. Su única huella fue el epitafio que hizo escribir sobre su lápida él mismo: Hizo lo que pudo. Un personaje con poco papel que..."

Se inclinó a un lado, tratando de ver más lejos. Casi indescifrable, alcanzó a otra inscripción: Pag. 37.

—Dios mío. —dijo el hombre.

Tenía que morir en la página treinta y siete. ¿Qué autor le había usado? ¿Quién le había puesto una memoria que le hacía remontarse tantos años atrás? Nunca vio aquel amanecer cuyos rayos le traspasaban. Nunca fue verdad el tercer beso a la orilla de un lejano río. Nunca nació. Era la máscara. El personaje.

Subió al coche. Era de papel, como el rugido del motor, como la curva de la carretera, como el silbido del viento. La imaginación, el silencio, la casa donde aguardaba la familia de la que saldría el protagonista del libro... todo eran letras, códigos de ideas, la historia que alguien contaba después de haberle dado, por un instante, una dolorosa conciencia.

De regreso ya, escribió durante la última noche: un hombre descubría que era una parte de un libro y que moriría sin haber nacido. Ese hombre falso relataba a su vez lo mismo: un hombre que descubría que era una parte de un libro donde había un hombre que descubría...

Como estaba escrito, antes de que alguien volviera la hoja pudo apuntar su epitafio: Hizo lo que pudo.

En la página siguiente sus deudos lo grabaron sobre una tumba inexistente.


Publicado el 10 de julio de 2016 por Edu Robsy.
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