Y, a su Sombra, un Crucifijo

Arturo Robsy


Cuento


Este pequeño nómada que soy andaba por lo alto de las peñas, haciendo la pereza veraniega del paseo. Un chispazo de extraña plata, luz del mediodía en rayo, me dio en los ojos subiendo desde el mar. Entre las peñas grises, el brillo; entre las chispas de espuma quieta, el fulgor.

Uno es sólo realista a medias, y andan siempre por la mente tesoros escondidos por piratas patapalo, prodigios y magias, misterios generales que nacen con el alma, y una luz inesperada enciende, lo mismo que un silencio repentino, un grito o, simplemente, nada, esa nada como brisa o esa nada como sombra.

De modo que la luz tiró de mí y yo de la aventura y, juntos y no con mucha calma, bajamos el acantilado del mar Mediterráneo, hacia la luz del tesoro, hacia el hallazgo y el secreto.

Desapareció el reflejo al descender y la luz al irse dejó al descubierto un objeto negro, de charol y picos, que me dejó perplejo: un tricornio.

Miré en torno porque una larga experiencia me ha enseñado, como a todos, que no hay tricornio sin guardia debajo, al lado o, cuando menos, en las proximidades, de modo que tricornio a solas entraba en la categoría de lo casi extraordinario, como cuando brilla la luna de día o brilla el arco iris en la gota de rocío.

— ¡Hola! — grité, no sé si al tricornio o al posible guardia invisible. — ¡Eh! ¡Hola! — insistí mientras, en realidad, pensaba: "Y ahora, ¿qué hago?"

Aún no me había decidido a tocar el hallazgo por una especie de pudor. Trepé a una roca algo más alta y oteé. Di unas cuantas voces más y algunas vueltas en redondo antes de volver junto al misterio del tricornio desparejado.

— Esto no se ha perdido. — razoné — Nadie pierde un tricornio.

¿Qué hubiera hecho Sherlock en mi caso? ¿Qué banda de malvados andaba depositando tricornios en lo profundo de los acantilados? ¿Qué conjura contra el universo civilizado traicionaba aquel humilde objeto de charol que, a solas, pasaba de ser cosa a ser angustia? ¿Qué Moriarty andaba de por medio?

Gotas secas habían dejado en un costado un rastro de sal sobre el charol brillante. No estaba rascado. No tenía heridas, ni rastros de caída o de accidente. Faltaban huellas de batalla en aquel tricornio sin historia.

— No se ha caído — insistí para mí mismo — Lo han puesto aquí. Pero, ¿para qué? ¿Es un mensaje? ¿Una broma?

Tal vez al acercarme alguien tiraría del hilo y tricornio y yo saltaríamos, mutuamente sorprendidos. Tal vez una Quimera me saldría al paso y me preguntaría en qué se parecía el tricornio a la piedra o el negro charol a la noche sin estrellas y yo tendría que hacer, como Edipo, cosas extrañas por el resto de mi vida.

Ya se comprende que no carezco de imaginación y, más, a solas y al sol, en silencio y en vacaciones. Alguna mala idea se me debió de ocurrir porque busqué sangre en las piedras y,por fin, en la sudadera. Así fue como, al levantarlo, encontré debajo un crucifijo. El Cristo plateado estaba frío de la sombra. Era un Cristo muy delgado que tenía hasta la barba estrecha, y un aire de Greco deformado.

Las cosas nunca son tan fáciles como se las imagina uno ans de que sucedan. Un tricornio quizá no sea algo vulgar, pero sí es común; parte del paisaje rural, hermanado con los caminos, con el polvo y con los pueblos. No vive nadie en España que no haya visto tricornios desde su infancia, y que no haya sentido secretas ganas de tocarlos. Parecen pesados, ¿verdad? Y no siempre queda claro de qué están hechos.

En cuanto al crucifijo... Bien sé que hubo un tiempo en que eran más comunes, pero aún hoy todos sabemos lo que son y lo que representan; la historia del hombre clavado al madero y de su gesto de dolor quieto. Tal vez no ahuyenten a los vampiros, pero sí atraen profundos sentimientos y nostalgias del bien y recuerdos del paraíso perdido.

Y he aquí que yo me encuentro estos dos objetos, vistos mil veces antes, y les doy otra importancia distinta. ¿Dónde está su dueño? ¿Qué historia callada me cuentan? ¿Cómo vinieron aquí? ¿Para qué? El tricornio tiene dos iniciales, pero no significan nada para mí. El crucifijo, un INRI pequeñito que se mueve ligeramente.

Soy un veraneante. Soy un veraneante excursionista y perezoso que andaba al sol mirando el mar en calma y las torturadas peñas de la orilla, cabe el acantilado. Me entretenía con el vuelo carcajeante de las gaviotas blancas y con los nombres de las matas: esto es tomillo, esto es romero y esto otro abrótano y lo de más allá, plateado y sediento, ajenjo marítimo. A lo lejos sentía a alguna cabra trabada charlando con su chivito o veía la sombra fugar y gris de un conejo metido a espía furtivo.

Ahora, en cambio, me encontraba con la grave responsabilidad de un tricornio y de un crucifijo. ¿Eran los restos de una lucha, de un crimen? ¿Qué debía hacer? ¿Me los llevaba al primer cuartel? ¿Y qué explicación daba entonces sin parecer un majadero? ¿Cómo no sentirme ridículo?

¿Y si llegaban a pensar que estaba organizando una burla? Pero, por otro lado, ¿y si era importante que yo devolviera estos objetos? ¿Por qué es tan turbador un tricornio sin su guardia? ¿Por qué hace pensar tanto un crucifijo junto a la prenda de un soldado?

No afectan las vacaciones a la memoria y uno, en su humildad, lee periódicos y sabe de atentados. Va caminando el guardia y alguien le dispara desde lejos. ¿Y el cuerpo? ¿Y el crucifijo? También los raptos, claro, pero, ¿quién se pone a raptar entre las peñas, en un sitio tan incómodo, donde un descuido es un seguro descalabro?

Desafío a cualquiera, en una situación como la mía, a no darle vueltas al asunto: un tricornio entre las peñas, negro de charol y brillando como plata, y, a su sombra, un crucifijo. Si algo le pasa a un español, pida justicia precisamente a ambos, al Cristo y al tricornio, que han de cuidarle el alma y el cuerpo, y el que no se arrima al uno tampoco suele estar a bien con el otro.

Pero, ¿y qué hago? ¿Lo llevo? ¿Lo dejo? ¿Lo olvido?

— Esto — me repito — lo han dejado aquí. Y con cuidado. Primero la cruz y luego el casco. ¿Será un mensaje? ¿Una señal para quien venga? ¿Algo así como una clave de peligro, un faro en la noche oscura, un signo de exclamación de charol y de misterio?

— Un tricornio — insisto — siempre tiene dueño, y no es cosa que alguien se olvide, que bien debe de notarse en la cabeza, ciñendo frente e ideas, dando sombra fresca al pensamiento que, a veces tendrá sus miedos y, otras, sus glorias del camino.

¿Y qué digo al entregarlo? Lo encontré, pero, ¿alguien puede creerse que un guardia lo abandone? ¿No seré sospechoso de algo? Y, aún sin serlo, ¿no estaré borrando un rastro, cambiando una pista, destruyendo un mensaje?

Tomo, pues, las señas exactas. El Cristo daba la cara al mar. Con el sol de mediodía a lo alto, el Cristo muraba al norte, y el tercer pico, la puntita redonda de la frente del tricornio, algo así como un tercer ojo o la glándula pineal de la justicia, señalaba a la altura, a lo azul profundo del cielo desde el azul llano del mar.

Tal vez yo entiendo todo y, realmente, nada entiendo, pero un día es un día y hacía un sol de gloria y vida en las alturas, y la luz no caía, sino que volaba haciendo juegos brillantes en el aire, y el romero, dorado y azul en flor, olía como sólo el romero. Junto al mar, el mar mismo, y, junto a todo eso, yo veía hombres silenciosos, impávidos, al calor y al frío, a la soledad dejados, a la angustia, desde una larga historia de servicios . Había un legión de muertos de uniforme del brazo de otros muertos, subiendo hacia lo alto, arriba, en columna interminable.

Tal vez yo entienda todo y, realmente, nada entiendo, pero a veces lo único lógico es absurdo, y también hay gente que escribe sus poemas de cualquier modo, no sólo sin métrica, también sin palabras, puro acento, junto al padre mar, sobre la hermana piedra, gris y sólida, tensa y casi eterna; de cara al norte, a la Polar, al rumbo fijo de la gloria, a los único y al sol, que por ser vida también es justicia.

A veces no hace falta hablar de las cosas cuando duelen. Un poco de algo basta, ¿no? Un tricornio y, a su sombra, un crucifijo. ¿Quién sabe? ¿Quién puede saber si realmente la vida es una historia de policías o, al menos, de gente que busca la verdad y la dice o no, según, pero la sirve?

El caso es que pensé que hay quien escribe los poemas dolorosos de un modo extraño y los pone a solas en el mundo, al cobijo del silencio, porque hay cosas muy reales aunque nadie las vea, e ideas muy profundas que con un gesto se explican.

Quizás me equivoqué, pero tampoco tengo a quien pedir disculpas, porque, como sin darme cuenta, adrede para coger al mundo por sorpresa, saqué dos gotas de mi sangre — apenas un pinchazo en el dedo de la ira — y las puse a los pies del crucifijo, sobre la piedra dura y casi eterna, y todo lo cubrí con la sombra humana del tricornio.

Y nada dije. Uno no va denunciando que se encuentra con las huellas de la ira.


Publicado el 21 de mayo de 2017 por Edu Robsy.
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