Y Adiós

Arturo Robsy


Cuento


"El hombre es un mecanismo que el amor propio supera cada día"
—Louis Dumur, Petits aphorismes (1892)


El viejo, recomido por la edad y por algún recuerdo que le permanecía demasiado cercano, acabó con el último escalón. Jadeaba. Dudaba entre sentirse furioso o desgraciado. Los años... claro que aquello no era una cuestión de edad, sino de experiencia. Si él pudiera, tan sólo, hacer comprender al otro, al joven, que el tiempo, pese a todo, es un aliado... Si él pudiera romper, por una vez, su silenciosa torre de marfil y volverle realmente hombre...

Le miró por la ventana deslucida. Callado, violentamente callado, el joven escuchaba la música dulzona y triste de Chopin: re, sol-fa, sol, la-si, si, la, si... Había un no sé qué de muerte en el gesto del inmóvil joven Se diría que hasta la soledad había perdido, o que había olvidado todas las palabras.

Él era únicamente sus manos. Él era únicamente el nervioso balanceo del llavero que le colgaba de los dedos, y el viejo, jadeando todavía, le miraba entre la furia y el dolor, siquiera sin saber qué hacer ni qué decir. Mientras, Chopin continuaba en el cénit de su repelente dulzura (do, do, sí, mí-re, do, si, fa, sol, la...).

El joven tenía a su lado cigarrillos, pero no fumaba. El joven tenía enfrente una ventana, pero nada veía por sus rendijas. El joven tenía sobre su oído al malvado Chopin, y nada, nada, oía. Era —según el viejo— una cabeza atolondrada que tal vez, creyó llegar a una meta. Era —sin duda— un hombre vuelto en animal dolorido, en silencio, en soledad.

Una hora antes había subido el joven a la habitación de arriba:

—Es hora —dijo— de hacer el equipaje.

Lo demás, claro, lo tenían hablado y sabido, ya que no comprendido. Se había encaramado, peldaño a peldaño, a espalda hundida, hasta el cubil del último piso para hacerse la maleta. Durante un rato le oyó trastear el viejo: "Ahora abre el armario". "Ahora busca en el cajón de la mesilla". "Se le han caído las monedas". Luego, de repente, la música: empezó con Schubert, y, después, Chopin... nada más. Sólo música, y el muchacho, sobre el sillón, haciendo su propia historia.

Empezó todo la noche anterior, cuando el joven se presentó con la mirada terrible y, obstinado, rechazó la cena habitual a la hora habitual. Traía la cara peligrosa, quién sabe con qué pensamientos malos hurgándole la frente. Traía la boca peligrosa, plegada en una sonrisa silenciosa y corta. Traía el cuerpo callado, deshojado pétalo a pétalo.

—Tengo fiebre —dijo.

Y se puso a leer y a fumar, y a fumar y a leer, y a ver la televisión sin los ojos, y a cerrarlos de tanto en tanto, sin dejar, por eso, de vigilar al viejo: por lo visto traía decidido no dar explicación ninguna, no sacarse de la entraña el dolor. Y, mientras, el viejo pensaba. En su juventud, claro, y, también, en las costumbres de aquel joven que tan bien conocía. En otras ocasiones el muchacho había roto un vaso, descuartizado una silla o golpeado la pared con la cabeza. Cuando el dolor era intenso —y los jóvenes siempre creen que lo es— no había regresado hasta las tantas, de madrugada, con la mirada turbia de alcohol y los pensamientos embriagados...

Pero aquella noche no. ¿Qué le sucedería? Aquella noche se limitaba a un silencio hosco, sin apenas parpadeos, y se revolvía furiosamente en su angustia, tocando el fondo negro de las cosas y sintiendo como todas gravitaban en su conciencia.

El viejo había tratado de consolarle y le habló de viejos problemas, llenos de polvo, y de aquella otra vez en que anduvieron por esos campos a lomos de caballo. ¿Se acordaba el muchacho de cuando, en una misma tarde, los dos consiguieron un doblete tirando sobre la perdiz? ¿Recordaba cómo se sonrojó la primera vez que regresó a casa después de una aventura amorosa?

El joven asentía con el cuello y clavaba largamente su puntiaguda barbilla en el pecho, casi como para hacerse daño. El joven, por lo visto, tenía presentes todas y cada una de las cosas de su vida y, sin embargo, prefería el silencio. Y el viejo, sin saber nada todavía, intentaba desesperadamente comprender, porque aquel dolor, de una forma u otra, era su dolor también.

Pensaba lentamente, puesto en el disimulo; "Ser joven siempre es la misma cosa, pero en estos tiempos... en estos tiempos tal vez sea peor, tal vez los muchachos saben más, son más inteligentes y, entonces...". Lo cierto era que el joven, contra su costumbre, no golpeaba las paredes ni dejaba caer un vaso. Tampoco había bebido; es decir, que se guardaba únicamente para él la mala uva, que no la echaba a gritos, y esto, tal vez, quisiera decir que se había hecho hombre, un extraño hombre, dolorido de golpe.

Luego, al concluir la televisión, se miraron rápidamente: nada había en aquellos ojos. Quizá, fiebre; quizá, una lágrima contenida y rebelde. A los dos se les ocurrieron muchas cosas: "Los caminos de la nada". "La muerte en el alma", y frases por el estilo. Simplemente aquella noche estaban lejos. Simplemente los gestos del joven hablando de "situaciones límite" (puestos a filosofar) o, también, de cansancios a los que sería inútil buscar un nombre.

Él tomó un libro de la estantería, como cada noche. Mientras se despedía (siempre con un llavero tintineante entre los dedos), el viejo repasaba las últimas historias: ¿El trabajo? Bien: tenía un empleo prometedor y, sobre todo, una vocación más valiosa aún. ¿Los amigos? ¿Y qué sabía él de los amigos del joven? Escenas sueltas, aperitivos, tan sólo, de las verdaderas historias, bocados de palabras que, a veces, se le escapaban en la mesa entre buche y buche de vino. No más. ¿Y el amor? A estas edades el amor suele ser cosa grande, inmensa, abierta, pero el chico tampoco había dicho nada de esto. Hubo, claro, muchachas, y besos, y caricias, pero eran muchachas, besos y caricias, como un desfile rápido al son de músicas ruidosas, sin más problema que dejar un poco de amargura (pequeño) o una sensación grata sobre las manos. ¿Su alma? ¿Qué decir sobre el alma del joven? Mucho y poco: a veces, hambriento de saber, desquiciado por comprender el mundo; hundido, derrotado, en crisis; aún más: casi siempre alternando entre la eterna duda y la eterna seguridad, buscando, en suma, su lugar en la tierra. Pero esto es normal así, y la gente se acostumbra.

Entonces, ¿qué le pasaba?

El joven se despidió por fin, con la voz ronca y la mirada oscura, y el viejo le dejó ir: sentía la decepción de sus años y la impotencia de la comunicación, su propia incapacidad para enquistarse en el alma del muchacho y atisbar por sus huecos. Le dejó ir, sí, con un "buenas noches" sordo y, luego, cinco, seis, siete minutos después, escuchó llorar. ¿Insólito? Quizá...

El joven, tirado sobre la cama, lloraba simplemente. Callado aún, se estremecía y la espalda le vibraba peligrosamente. Solo entonces el viejo se consoló: por fin se estaba sacando el mal del cuerpo: a la mañana siguiente volvería a sonreír, avergonzado, y recobraría sus ojos de niño, donde las miradas alegres no se habían perdido todavía.

Sin embargo no fue así: el joven se levantó temprano y mal, sin tomarse el trabajo de pasarse la maquinilla eléctrica por la cara; y, abajo, masticó pensativo un pedazo de pan frito y engulló una taza de café. Era, por lo demás, puro teatro. El viejo se lo veía en las manos: tenía ya tomada una decisión y, si se mostraba meditabundo, era únicamente para dar, luego, más peso a sus palabras y, también, más espontaneidad.

—He pensado... —comenzó lentamente.

—Malo —dijo el viejo tratando de sonreír—. Pensar no ayuda gran cosa a hacer la digestión.

El joven se encogió de hombros, como diciendo: "tú lo has querido; te pierdes los preliminares".

—Me voy —murmuró.

El viejo, impasible, recordó sus cacerías y lo demás, pero no quiso darle el placer de mostrarse angustiado.

—¿Adónde?

De nuevo el otro se encogió de hombros.

—No sé —hablaba con voz muy quemada.

—Y, ¿por qué?

—No sé.

Aquello estaba previsto: decirle adiós algún día, pero no de aquella manera; aún así, ¿cómo hacerle comprender que el viejo, sin él, también andaría un tanto perdido?

—¿Por lo de anoche? —preguntó.

—No pasó nada. Solamente me voy.

—¿Y...?

El joven rió por lo bajo:

—No: no me voy a meter a vagabundo, ni a salteador. No te preocupes por eso.

Y por eso no se preocupaba el viejo, sino por lo que callaba. Seguramente el joven llevaría la vida que muchos otros llevan: andar por los caminos, aprovechar el vino nuevo de los pueblos, viajar, cantar quizá, y dejarse el pelo algo más largo, pero ¿por qué? Y, sobre todo, ¿para qué? Sentía el muro de los años entre los dos: ni el uno ni el otro lo levantaron, pero existía; era innegable. Tampoco, en realidad, eran del todo responsables de su mundo, del universo suyo aquel donde todos se creían con derecho a intervenir. El joven, sin duda, podría decirle sus motivos, pero desconfiaba. Él podría rogarle, exigirle... pero, así, haría también traición a su figuro, a su imagen de serenidad.

—¿Tienes dinero? —preguntó por decir algo.

—No te preocupes por eso.

Una nueva idea:

—¿Cuándo volverás?

—No sé.

¿Era aquello posible? Nunca, hasta entonces, se había enfrentado a la apatía del joven. Se iba nada más. Se encogía de hombros. Uno veía claramente que sufría, que estaba al borde mismo de las cosas y, sin embargo, nada podía hacer. Se marchaba. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Para qué? Entonces al viejo le venían también las ganas de huir, de abandonar sus historias y echarse a las calles de Dios, porque presentía muy bien en qué acabaría su propia vida.

—¿Se te pasó la fiebre de ayer? —dijo.

Y el joven, moviendo su obstinada cabeza:

—No sé. No tiene importancia.

Le habría hecho mil preguntas más: "¿Qué tienes? ¿Qué pretendes? ¿Quién te ha hecho daño? ¿No estás a gusto aquí? ¿Cuáles son tus problemas?". Inútiles, claro: el muchacho hubiera seguido con su tanda de "no-sés" desesperantes que sólo conducirían a la ira. Y, ¿no sería que la juventud suele tener muchos y muy justificados motivos para la ira? No, ¡qué tontería! Este es el tiempo de la juventud: hasta los políticos la ensalzan y la unen al adjetivo "sana". "La sana juventud de nuestro país...". Sólo le cabía pensar, pues, pensar que el chico no era sano, que aquel hombre en flor había perdido el norte, pero le constaba que nadie se extravía sin ayuda exterior.

Después el joven, con aire de aburrimiento, dijo que iba a hacer el equipaje, y ahora el viejo, aún jadeando, le veía junto a la música, haciendo sonar el llavero y saturado de muerte. El muchacho se volvió de pronto:

—Es la última vez —explicó sin determinar a qué se refería.

—¿Por qué? —dijo el viejo.

—No sé.

En el portal se estrecharon las manos; un roce apenas que acabó con las esperanzas de ambos: si el viejo hubiese rogado, tal vez... Si el joven hubiera hablado, tal vez...

—¿Escribirás?

El muchacho dijo que sí a sabiendas de que mentía, y, luego, mirándose por dentro de frente, descubrió que odiaba aquel pueblo donde vivía y aquel pueblo donde vivía y aquellas buenas gentes que le vieron crecer, y su trabajo, y sus amigos, y su casa... sólo le quedaba el viejo y, aún así, deseaba irse muy de prisa.

—Escribiré, papá; tenlo por seguro.

Ni uno ni otro se engañaban.

—Pues, adiós —dijo el viejo.

—Adiós.

Solo ya, se sentó en el sillón aquel donde solía escuchar el telediarios.

—¿Por qué se me habrá ido el hijo? —pensaba— ¿Por quién?

Y el joven, olvidado ya de Chopin (re, sol-fa, sol, la...) conducía furiosamente su moto y componía variaciones sobre el odio.

—Son todos —decía con los dientes enclavijados—. Son todos.

Y, contra el viento, lloraba.


Publicado en el Diario Menorca el 12 de diciembre de 1972.


Publicado el 30 de abril de 2022 por Edu Robsy.
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