...Y Compadece al Delincuente

Arturo Robsy


Cuento


El Alcalde, que era un hombre activo, predió la mecha y el cohete, tras subir al cielo, inauguró las fiestas de verano, obligando a miles de muy jóvenes, en camiseta, a echarse a la calle y reclamar bebida.

Los vendedores de vinos y licores los aguardaban frotando el zinc con las bayetas. Días antes habían acudido en comisión al Ayuntamiento. Ellos, que estaban a favor de la cultura y de las tradiciones por igual, ayudarían a emborracharse a la juventud para que gritara a su gusto, pero como, en aquella situación, la juventud tendía a morder la mano que la ayudaba, pedían permiso para usar vasos de plástico, subir los precios autorizados en la hoja sellada y, sobre todo, cerrar los lavabos.

— Bien. — dijo el alcalde, también tradicional.

— Pero la ley dice que cualquier establecimiento abierto al público ha de tener servicios. — advirtió el secretario, un maldito leguleyo.

— Y los tienen, ¿no? ¿Dice la ley que no pueden estar cerrados?

Así fue como cientos de espirituosos metros cúbicos corrieron las botellas a las gargantas y, desde éstas, tras darse un rápido paseo por las venas y fatigarse, se dejaban caer sobre los riñones que, cuidadosos, los bajaban al depósito que las naturalezas tenían dispuesto.

Mientras sucedían estos silenciosos procesos, tiempo hubo para abuchear a las autoridades que iban a las completas y para tirar huevos a los municipales que les escoltaban. También consiguieron irrumpir en la entrada del Ayuntamiento y derribar a la Giganta, que había paseado hasta media hora antes, perseguida por la chiquillería.

Otros más rodearon a la banda de música y, en rápido movimiento de tenaza, vertieron por los pabellones de los instrumentos de viento el contenido de varias litronas.

Mientras sucedían estos compases de espera, el alcohol tuvo tiempo de resbalar hasta los depósitos desde los que debía ser expelido al exterior. La sufrida juventud fue arrimándose a las paredes, dispuesta a combatir la pertinaz sequía.

Los que conservaban trazas de pudor se introducían en los portales y achicaban allí, sobre las escaleras. Algunos, aún más tímidos, penetraban en las casas y se aliviaban directamente en la entrada. Si había alfombra, mejor, porque no salpicaba.

Álex, conocedor de estas imperecederas tradiciones y dueño de un jardín separado de la calle con una verja, montaba guardia en nombre de la higiene moderna. Se valía de unos focos apuntados sobre la zona de máximo peligro y de una manguera.

Si algún joven se aproximaba con ganas de manar, lo refrescaba con un chorro de agua cristalina y luego escuchaba con paciencia las exhibiciones lingüísticas del interesado.

Pero el jardín era demasiado tendador, de modo que un grupo de muchachos decididos, tras calcular distancia y trayectoria, acertaron a Álex en la frente con una lata de refresco de limón. Herido, se retiró a la segunda línea de defensa donde, tras restañar la herida, llamó a la policía.

— Estamos en fiestas. — le respondieron — Cosas de chicos.

— Yo no soy muy viejo. Si salgo con un bastón y rompo alguna cabeza, ¿será cosa de chicos también?

— No los provoque. — le aconsejaron. Y, naturalmente, no acudieron en ayuda de Álex. Los muchachos, cansados de sufrir a manos de padres y profesores, era justo que se tomaran algún día de asueto.

Taponados los escapes con esparadrapo, Álex regresó a su puesto de combate. Varias jovencitas, en cuclillas y con las bragas en la mano, cometían urgentes actos fisiológicos. De un modo u otro habían abierto la puerta de la verja y se sometían a esmeradas toiletes. Algunas necesitaban vaciar también el estómago encharcado y arrojaban sobre las begonias.

— ¡Largo! — dijo Álex, apuntando con su fiel manguera.

— Espera. — respondieron con cierta razón, porque hay actividades difíciles de interrumpir.

— ¿No os da vergüenza? — preguntó Álex para darles tiempo. A él, que nunca había visto a una jovencita a solas en el retrete, sí se la daba.

— No. — dijo otra, con la popa al aire y mal humor. — Vete a ***.

Unos asteriscos verdaderamente ofensivos para la virilidad de Álex.

— Fuera. — insistió Álex, volviendo a su primitiva idea.

— Cómo se nota que no vives en esta época, pedazo de ***.

Los mismos asteriscos, que penetraron dolorosamente en la carne de Álex mientras la época mencionada se estremecía.

Disparó por fin el agua y las hembras, con las bragas en la mano, huyeron sin dejar de emitir asteriscos de nuevo cuño.

Regresaron, casi al instante, con unos buenos mozos que no perdieron sus propósitos con la manguera. Álex, retrocediendo a una segunda línea fortificada, empuñó la garrota pero, con problemas de conciencia, sólo pegaba en las piernas, mientras que el enemigo buscaba su yugular decididamente.

Tras los primeros combates, sucumbió al número y cayó sobre orines y vómitos, recibiendo, en el suelo, una dosis de recuerdo.

Luego, poco después, llegó la policía:

— Ha atacado usted a unos jóvenes con un bastón. — le dijeron mientras le ayudaban a incorporarse. — Le tenemos que llevar detenido.

Álex se encogió de hombros y preguntó si podía ponerse ropa seca y sin vómito pegado. Fueron compasivos con él, pero lo malo fue cuando Álex, con el espíritu hirviente, confundió el armario y se encontró con la escopeta en las manos.

— Oiga, oiga. — le dijeron los guardia. — Que estamos en fiestas.

Pero los golpes recibidos le habían afectado los tímpanos. Ni siquiera oyó los disparos.

Bajó al jardín y encontró allí a una pareja intentando repoblar el mundo. Tampoco oyó el tiro que, sin duda, se le escapó en medio de la emoción. Llenó el cargador de la repetidora y avanzó hacia la multitud borracha.

Cinco disparos después la calle estaba desierta. Pero Álex tuvo que pasar treinta años recluido. Treinta años que la alegre juventud aprovechó para usar su casa como cloaca.

Lo peor fue la frase del fiscal:

— Hay personas como ésta — dijo en el juicio — que no saben convivir en paz y armonía.

Sintió de veras que le hubieran quitado la escopeta pero, forzado por la ira, tuvo la suficiente presencia de ánimo para acercarse al estrado y orinar como señal de amor a la tradición.

Una juvenil sonrisa le iluminaba el rostro cuando los polis se lo llevaron. A rastras y salpicando todavía.


Publicado el 4 de marzo de 2018 por Edu Robsy.
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