El Anillo

Baldomero Lillo


Cuento


A don José Toribio Marín.


Playa Blanca o Las Cruces es uno de los sitios más hermosos de la costa. Situado a escasa distancia de Cartagena, el terreno se interna en el mar, y cierra, por el norte, la gran bahía en cuyo extremo sur está el puerto de San Antonio.

La naturaleza ha prodigado profusamente sus dones a este delicioso paraje. Las tierras cubiertas de flores y vegetación, ostentan por todas partes pequeñas villas o chalets semiocultos entre el ramaje; y conglomerados de rocas gigantescas bordean la costa, dejando a intervalos pequeñas abras y caletas donde las olas van a morir mansamente en la dorada arena de la playa. Nombres pintorescos designan estas diminutas ensenadas: La Caleta, Los Pescadores, Los Caracoles, Los Ericillos, Las Piedras Negras. Casi todas tienen alguna tradición o leyenda entre las cuales descuella la historia del anillo por lo extraña y trágica.

Aunque el suceso ocurrió hace algunos años, aún perdura su recuerdo en la memoria de los que lograron conocer sus emocionantes detalles.

Por esa época, entre los numerosos veraneantes del balneario, se destacaba singularmente por su distinción una pareja de recién casados. Francés de origen el marido, era un rubio mozo apuesto y elegante, y ella, la mujer, una niña casi, atraía a su paso todas las miradas por su gran belleza. Jóvenes y ricos, la dicha les sonreía y en todos sus actos dejaban trasparentar el intenso amor que se profesaban.

Un día los esposos tomaban su baño matinal en compañía de un alegre y bullicioso grupo. El mar, como de costumbre, mostraba una serenidad absoluta y sólo pequeñas ondulaciones interrumpían su tersa y azulada superficie. En tanto la joven permanecía cerca de la orilla, su esposo, que era un intrépido nadador, se internaba mar adentro acompañado de algunos bañistas tan temerarios como él. Muy pronto, el joven francés distanció a sus compañeros acercándose en linea recta al extremo de la plataforma que limitaba la ensenada de los Caracoles por el lado sur. Cuando ya estaba muy cerca de la rocosa punta se le vio de improviso desaparecer. En un principio se creyó que había zambullido voluntariamente, pero, como la inmersión se prolongara demasiado, los que estaban más cerca saltando por encima de las piedras corrieron a prestarle auxilio; mas, al llegar al extremo del arrecife sólo distinguieron la tranquila y desierta superficie del mar ondulando suavemente a impulso de la brisa de la mañana.

En la playa, poco antes tan alegre, las voces y risas que poblaban el aire se trocaron en llantos y clamorosos gritos de socorro. Mientras sus compañeras sujetaban a la joven esposa que quería arrojarse al agua, loca de dolor y desesperación, un bote de pescadores se aproximó al sitio del accidente y con largos bicheros comenzaron sus tripulantes a explorar las masas de algas que flotaban entre dos aguas.

La noticia de la desgracia se esparció rápidamente por el balneario. Todo el mundo acudió a la playa y siguió, con la vista ansiosa, las pesquisas que se hacían para encontrar el cadáver. La busca se prolongó el día entero y llegó la noche sin que se hallase el más leve vestigio del desaparecido.

Al día siguiente, la joven a quien el dolor casi hizo perder la razón, recobrada un tanto del terrible golpe, ofreció una gran suma de dinero a quienquiera que encontrase los restos del amado esposo. Aguijoneados por el interés, los pescadores dejaron de perseguir a los peces para dedicarse a esa otra pesca, que una vez alcanzada les reportaría una ganancia fabulosa. La costa en un espacio de muchas leguas fue registrada con la mayor escrupulosidad sin que se descubriesen los fúnebres despojos.

Pasaron los días, las semanas y los meses y el cuantioso premio no fue cobrado. Además de esta recompensa, se decía que el que encontrase el cadáver tendría también derecho a un anillo con una piedra de gran valor que el muerto llevaba en el dedo anular de la mano derecha el día del accidente.

Transcurrieron dos largos años y la trágica historia parecía ya olvidada, cuando la presencia de la viuda en el balneario reavivó los recuerdos ya lejanos de la catástrofe. Para muchos su llegada fue una sorpresa, pues se creía como cosa cierta que la joven, inconsolable por la muerte de su esposo, había renunciado al mundo para ingresar en un convento.

Pero el tiempo con su infalible bálsamo había, al parecer, cicatrizado aquella herida, porque todo el mundo pudo ver a la hermosa dama pasear por las playas, alegre y risueña, en medio de una numerosa corte de adoradores. Además, pronto se esparció el rumor de que iba a contraer segundas nupcias con el más asiduo y empeñoso de sus cortejantes.

Una mañana mientras los bañistas se entregaban a sus habituales juegos de natación cerca de la Caleta de los Caracoles, se oyó resonar súbitamente un penetrante grito de angustia lanzado por aquél a quien se designaba ya como el futuro marido de la gentilísima viuda. Por un instante se le vio agitar los brazos fuera del agua y, en seguida, hundirse y desaparecer como una piedra bajo las ondas. Sin duda había sido víctima de uno de esos calambres repentinos que tan traidoramente acometen a veces a los nadadores.

Después de grandes trabajos pudo extraérsele del agua y, depositado en la playa, se le prodigaron todos los cuidados que la ciencia indica en casos semejantes, pero a pesar de todos los esfuerzos desplegados para reanimarlo, no se consiguió volverlo a la vida.

Cuando los salvadores, perdida ya toda esperanza, comentaban el triste suceso, irrumpió entre ellos una mujer en la que todos reconocieron a la desolada viuda, quien abriéndose paso en el grupo se dejó caer de rodillas ante el cadáver cubriendo de besos y lágrimas el lívido rostro al mismo tiempo que estrechaba entre las suyas, convulsas, las manos yertas del inanimado mozo.

De improviso se irguió bruscamente, púsose de pie y retrocedió aterrada diciendo con indecible espanto:

—¡Dios mío, el anillo, el anillo de él!

Luego, dando la espalda al mar como si temiese ver surgir de las terrible aparición, huyó despavorida lanzando gritos agudísimos.

Los espectadores de esta escena se miraron asombrados sin acertar a explicarse la extraordinaria actitud de la joven. Con gran curiosidad examinaron el anillo que el ahogado ostentaba en el dedo anular de la mano derecha. La joya era de platino y tenía engastada una piedra riquísima: un hermoso diamante negro.

Este hecho extraño y sensacional apasionó todos los ánimos, pues se comprobó que ese anillo era el mismo que llevaba el joven francés desaparecido dos años antes en ese paraje y cuyo cadáver no se encontró jamás.

Y el caso se hacía más inexplicable cuando los parientes y amigos del desgraciado mozo que acababa de hallar la muerte de manera tan inesperada, aseguraban no haber visto nunca en su poder aquella singularísima joya.

Los adeptos de lo sobrenatural encontraron aquí un vasto campo para sus especulaciones, bordándose alrededor del extraño acontecimiento los más fantásticos comentarios. La pequeña caleta donde ocurrió la tragedia, adquirió una fama siniestra, considerándose como un acto de insana temeridad el solo intento de bañarse en sus traidoras aguas.

Se propagaron los más absurdos rumores. Hablábase de macabras apariciones, de prodigios, de monstruos espantables que poblaban la minúscula ensenada. Entre esas visiones terroríficas se destacaba por su relieve y precisión la de un ahogado envuelto en una túnica de algas que acechaba día y noche ora oculto entre las rocas o bajo las aguas al imprudente que se acercase a sus dominios.

A medida que el tiempo pasaba, el misterio se hacía más y más impenetrable. Los que procuraban encontrar una causa racional que explicase el suceso, se estrellaban en la falta absoluta de datos en que fundarse.

La muerte del joven pretendiente, ocurrida en el mismo sitio donde, años atrás, desapareciera el marido, era sencillamente una coincidencia, todo lo extraña que se quiera, pero que estaba dentro de lo posible, pudiéndose, a lo más, designar, dada la rareza del caso, con el nombre vulgar de fatalidad. Mas cuando se consideraba que en poder del primero de esos hombres se había encontrado una joya de propiedad del segundo, que la tenía consigo en el instante mismo en que su cuerpo era tragado por las olas, el problema aparecía entonces tan oscuro, tan indescifrable, que las mejores inteligencias se desorientaban desesperando encontrarle una solución.

Después que hubieron pasado dos meses y cuando la temporada veraniega tocaba a su término, se susurró el rumor de que se había despejado la incógnita del extraordinario acontecimiento.

La versión que daba por aclarado el misterio y que, justo es decirlo, sólo encontró una minoría insignificante que la aceptase, era la siguiente:

Un día, en la playa, en tanto que una chicuela recogedora de conchas ofrecía su mercancía a un grupo de veraneantes, alguien de los presentes recordó haber visto a la misma pequeña en animada conversación con el desgraciado mozo en la mañana fatal en que perdiera la vida. Interrogada al respecto, la chica declaró haberse acercado al joven cuando éste se dirigía al baño para ofrecerle en venta un anillo que se había encontrado en la orilla del mar el día anterior. Las señas que dio de la joya no dejaban lugar a dudas de que era la misma hallada, más tarde, en poder del muerto.

Ampliando sus explicaciones, la declarante condujo a sus oyentes al sitio donde hiciera el hallazgo. Este lugar era la diminuta caleta de los Caracoles, llamada así por la gran cantidad de conchas de estos moluscos que el mar arroja a la playa. El mayor número y los más hermosos ejemplares se recogen junto a una enorme roca perforada en su base. Por esta abertura desemboca el agua, arastrando a su paso las conchas desprendidas de algún oculto depósito bajo la piedra. Y ahí encontró la pequeña el anillo, al tratar de coger un puñado de cilíndricos caracoles que una ola acababa de lanzar a la orilla.

Aceptando como verídica esta versión, lo que quedaba por resolver de aquel problema era ya muy sencillo. Dos años antes, el dueño de la joya, nadando cerca de esas rocas, presa tal vez de un ataque repentino al corazón o al cerebro, se había hundido en las aguas sin que se le volviese a ver más. Sin duda alguna las olas lo habían introducido dentro de aquel túnel, donde había quedado aprisionado en algún estrecho paraje. Más tarde, cuando los peces y las jaivas hubieron despojado al cadáver de su carnal vestidura, el anillo debió caer al fondo del pasadizo, entre la masa de conchas, siendo arrastrado con ellas hacia la ribera donde lo encontró un día la pescadorcilla.

A pesar de lo verosímil que resultaba esta explicación, ella tuvo poquísimo éxito, llegando los incrédulos hasta negar la existencia de la pequeñuela y asegurando que ella había sido inventada por los que a toda costa querían privar de su verdadero carácter al sobrenatural y milagroso suceso. Esta crítica fue aceptada sin réplica por la mayoría de las personas y los sencillos pescadores, que siguieron creyendo que el francés desaparecido en condiciones tan misteriosas era el que había suprimido aquel rival antes de que ocupase su sitio junto a la mujer que le jurara amor eterno. Y para afirmar este hecho, habíale colocado en el dedo su propio anillo a fin de que nadie dudase de que aquella muerte era su obra o sea su venganza de ultratumba.


1918.


Publicado el 29 de septiembre de 2023 por Edu Robsy.
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