Muy jóvenes, de una edad casi, el marcado aire de familia de los cuatro parecía indicar un parentesco muy próximo: hermanos, tal yez, aunque esto nunca lo supe de cierto.
La casa que habitaban, enfrente de la mía, ostentaba encima del ancho portón un enorme letrero con caracteres dorados que decía: “La Montaña de Oro-Gran Fábrica de Biombos y Telones”.
A pesar de nuestra vecindad apenas nos conocíamos, y de la vida de los cuatro hermanos, primos o socios solamente, muy pocos datos podría suministrar, pues raras veces se asomaban a la puerta de calle, permaneciendo desde la mañana hasta la noche recluidos en el interior de las habitaciones.
Sin embargo, estoy cierto de que uno de ellos, no sé cuál, era casado, porque lo encontré un día, al doblar la esquina, acompañado de su mujer y de cinco niños pequeños. Pero, también debían serlo, seguramente, los demás, pues había en la casa otras tres damas, madre cada una de media docena de rapaces que a veces, burlando la forzada reclusión en que se les tenía, se escapaban a la calle como una bandada de diablillos, atronando el barrio con sus gritos, peleándose unos con otros y lanzando pedradas que hacían apurar el paso a los transeúntes, asombrados por aquella repentina irrupción de pilletes rubios los unos, morenos los otros, con faldas los menos y pantalón corto los más. Eran de ver entonces los apuros de las mamás para reducir a la revoltosa prole. ¡Qué de gritos, qué de carreras tras el bullidor enjambre! Cuando la última cabeza rubia o morena trasponía el umbral de la mampara, la calle recobraba bruscamente su silencio adusto de vía aislada y distante del centro de la ciudad.
Eran, pues, cuatro familias con un total de treinta miembros a lo menos las que moraban en aquella casa, todos los cuales parecían disfrutar de una envidiable salud, según lo demostraba la montaña de comestibles que entregaban ahí diariamente los proveedores.
Recién llegado al barrio, los singulares hábitos de mis vecinos despertaron mi curiosidad. Á pesar de la aparatosa muestra y de las bruñidas planchas de bronce que decoraban el majestuoso portón, ningún signo de actividad advertíase en el establecimiento. No se veía acudir a los clientes ni despacharse mercadería. Y la mampara que daba acceso al interior permanecía siempre obstinadamente cerrada.
Sólo cuando un vendedor ambulante lanzaba un grito desde la acera, abríase la barnizada hoja y asomaba por el hueco un rostro femenino que con un discreto ¡pst! atraía la atención del comerciante quien, después de vender parte o el todo de su mercancía, se retiraba asaz satisfecho del negocio que acababa de efectuar.
Sin embargo, vi a alguno que con la cesta vacía en el brazo quedábase parado delante de la puerta observando con atención la fachada, la muestra, las planchas de bronce, y luego se alejaba a pasos cortos con aire pensativo y como recapacitando. Sin duda, me decía, echan sus cuentas y avaloran sus ganancias. El examen del local es seguramente para recordar la residencia de tan magníficos parroquianos. Y entre las rarezas de mis vecinos, esas escenas con los mercaderes ambulantes llamaron poderosamente mi atención. Apenas el grito de uno de éstos resonaba en la calle, entreabríase la mampara y asomaba el rostro de mujer lanzando el discreto y consabido ¡pst! Si el comerciante era algo gordo o había ya pasado delante de la puerta, abríase un poco más la hoja y daba paso a una avispada mujercita de ocho o nueve años quien corriendo detrás del distraído lo hacía volver con sus agudas voces:
—¡Casero, venga usted!
Y no había medio de que un vendedor de aves, pescado, frutas, etc., pasase inadvertido para mis incógnitos y vigilantes vecinos. Pasmábame a veces las múltiples y variadísimas compras que a cada instante se hacían en aquella casa. Será hotel, pensaba, bodega, depósito de víveres, casa de consignación. ¿Habrá ahí dentro alguna sala de banquete permanente, o los que me parecen modestos industriales son una legión de Gargantúas disfrazados de enanos?
Una mañana entreabrí el postigo de la ventana para observar el estado del tiempo, borrascoso desde la noche anterior. Lo primero que vi a través de la lluvia, fue la fachada de la casa de enfrente con su llamativa muestra y sus letreros rimbombantes. El portón estaba abierto y, de pie en el umbral, mis cuatro vecinos que, según me pareció, acababan de levantarse. Calzados con alpargatas de cáñamo, abotonados hasta el cuello los verdosos chaquets, sus vientres voluminosos se destacaban sobre sus gruesas y cortas piernas como otros tantos globos aerostáticos. Pensé en el consumo de vituallas que me parecía tan excesivo y mi extrañeza en este punto se modificó notablemente.
—¿Qué bien cebados están! —no pude menos que murmurar. Y sus rostros apopléticos, con repugnantes papadas, sus cuellos de un diámetro mayor que el de la cabeza, sus espaldas, sus hombros, sus brazos con bíceps hinchados, enormes, daban a sus cuerpos pletóricos una apariencia tan pesada y grotesca que hacía pensar involuntariamente: de seguro que no será la anemia la que hará presa en estos delicados organismos...
Mientras aprovechaba esta ocasión de examinar a mis singulares vecinos, una burra, conducida por dos ancianos, se detuvo delante de la puerta. En tanto que el viejo, el marido sin duda, sujetaba el cabestro, la mujer ordeñaba al animal cuyo largo pelaje adherido a la piel dejaba escurrir el agua que caía torrencialmente.
De repente, observando la curiosa escena, me asaltó este pensamiento: debe haber en la casa un niño enfermo, una guagua de meses. Y empezaba a sentirme conmovido, tratando de adivinar cuál de los cuatro era el padre del presunto enfermito, cuando la anciana se aproximó a la puerta llevando en la diestra un vaso lleno de blanca y espumosa leche. Ese es, dije, al percibir que lo cogía el primero de la derecha, mas al ver que se llevaba el vaso a la boca, agregué: ahora la prueba y, en seguida, se la lleva corriendo a su pequeñín. ¡Oh, excelente padre, qué bueno y cariñoso ha de ser! Pero mi sorpresa se trocó en indignación viendo cómo devolvía el vaso vacío y se quedaba imperturbable en el sitio, enjugándose los labios con el dorso de la mano.
Me quedé perplejo. No comprendía absolutamente nada y menos comprendía aún, observando que los restantes de mis simpáticos vecinos seguían las aguas de su predecesor, bebiéndose cada uno un vaso de aquella leche, destinada en general a los débiles y convalecientes.
Erguidos en el umbral aguardaban la repetición, es decir, el segundo vaso, con tan cómica gravedad, que tuve que esforzarme para no reír. Mas la pollina, un escuálido animalejo, convencida, sin duda, de que dejarse exprimir de ese modo en desmedro de su borriquillo, que protestaba de aquel despojo lanzando plañideros rebuznos, era una burrada muy grande, se puso a tirar coces con tales bríos que hubo que suspender la operación.
Aquel episodio estuvo a punto de hacerme saltar la carcajada, pero la vista de los miserables vejetes ahogó la risa en mis labios. Calados por la lluvia que caía sin interrupción, ambos esforzábanse en sujetar a la borrica, que coceaba y tiraba del ronzal, queriendo marcharse a toda costa. Bajo las ropas empapadas por el agua, marcábanse las angulosas líneas de sus fláccidos y esqueléticos cuerpos. El espectáculo era lamentable, y así deben haberlo estimado mis vecinos porque, volviendo la espalda, traspusieron la mampara que se cerró tras ellos herméticamente.
El sábado en la mañana un espectáculo extraño me detuvo en la puerta de mi vivienda. En el pasadizo de la casa del frente, en la acera y en el medio de la calle había un compacto grupo de personas que discutían acaloradamente. Mi primera impresión fue que esa gente eran los operarios de la “Montaña de Oro” que se habían declarado en huelga, pidiendo aumento de jornales. Pero la cesta y el blanco delantal que ostentaban los unos, y la fusta y espuelas que esgrimían y calzaban los otros, desvanecieron esta primera suposición. La rezongadora turba, y lo indicaban muy claramente su indumentaria y sus destempladas voces de corneta, no estaba compuesto por obreros, sino por proveedores y mercaderes ambulantes.
Había ahí de todo: vendedores de aves, de pescado, de frutas; repartidores de vino, de leche; carniceros y panaderos. Parecían grandemente excitados. Hablaban a gritos, gesticulaban amenazantes, mostrando los puños a la vetusta fachada. Los más audaces se habían internado en el pasadizo y daban golpes en la mampara con la apremiante insistencia de quienes conocen el derecho que les asiste para ser exigentes y aun importunos.
El silencio que reinaba en la Fábrica de Biombos y de Telones me sorprendió. ¿Se habrían mudado de casa mis vecinos? Pero el portón estaba abierto, la muestra en su sitio, y el aspecto que presentaba el establecimiento era el mismo que de costumbre. Y mientras intrigado por estos sucesos trataba de comprender el por qué de aquella baraúnda, se abrió repentinamente una de las puertas laterales del pasadizo y apareció bajo el dintel la imponente figura de uno de mis vecinos. Indicó con la diestra la salida y profirió con voz tonante:
—¡Fuera de aquí, insolentes!
Mas, como la orden no fuera obedecida con la presteza que el tono requería, cogió por el cuello a uno de los reacios y dándole un vigoroso empellón, lo lanzó como una pluma al medio de la calle. Esta muestra de energía calmó como por encanto la belicosidad de los más exaltados, y nadie se atrevió ya a traspasar el umbral del inviolable portón. Durante un momento miráronse a la cara desconcertados, luego resonó un sordo murmullo y el grupo iba sin duda a tomar su actitud agresiva cuando, abriéndose la mampara, salió del interior la avispada muchachita de ocho o doce años, la misma que echaba a correr tras los vendedores ambulantes cuando éstos, al pasar delante de la casa, no acudían al primer llamado.
Desde donde me encontraba no podía verla. Su minúscula personita desaparecía tras el compacto grupo que obstruía la puerta de calle: pero, en cambio, oía su aflautada vocecilla que parecía pedir a aquellos señores algo que éstos se negaban a conceder. A cada momento se la interrumpía con dichos y frases como éstas:
—¡No dejo un litro de leche más si no me pagan la de la semana pasada!
—¡Y yo no entrego nada si no me cancelan la carne del otro mes!
—Págueme, primero, el pan atrasado y después hablaremos.
—Yo vengo por la cuentecita de los pollos y las gallinas. Son tres docenas sin contar el pavo y los tres capones.
—Yo no estoy para esperar más. Si no me arregla en el “auto” seis congrios y las ocho corvinas, los demando y los echo al diario.
—¿Y las perdices? ¿Qué hay de las perdices? ¿Hasta cuándo embroman? Quiero mi plata ahora mismito. Son quince pesos y siete reales.
—Dígale también de los huevos, de las veinte docenitas que me están debiendo.
—¿Y la fruta? ¡No se olvide de la fruta! Uno es pobre y necesita lo suyo.
—Yo cobro la verdura. Hace más de un mes que me tiene hostigado la cancioncita: mañana, casero, mañana sin falta le doy su plata.
Todos hablaban atropelladamente ahogando la voz de la pequeña que trataba, al parecer, de convencerlos de que en tanto se les satisfacían los créditos pendientes, debían suministrar las provisiones para el consumo del día. Pero las voces de:
—¡No, no!
—¡Gracias!
—No estamos para la cartera.
—Yo no espero más.
—Ni yo tampoco —iban de momento en momento aumentando considerablemente su diapasón, cuando de súbito un coche americano arrastrado por una pareja de fogosos caballos se detuvo delante de la Fábrica y fue a atracar al borde de la acera. En el mismo instante, atraído sin duda por el golpear de los ferrados cascos, se presentó en la puerta de calle el irascible dueño de casa, entablándose entre él y la persona que ocupaba el coche el siguiente diálogo:
Vecino.—¿Qué lo trae por acá, mi señor don Pablo?
Don Pablo.—El placer de darle una buena noticia.
Vecino.—¿Qué será?
Don Pablo.—Comunicarle que nuestra casa acepta la propuesta de los mil biombos y los paga al contado, con la condición de que se le vendan otros mil al mismo precio.
Vecino.—Imposible, don Pablo. No podemos complacer a ustedes en este punto... Tenemos compromisos con otras casas para entregar cien biombos a la semana... Será para el mes que viene.
Don Pablo.—(Alargando un papel por la ventanilla). ¡Qué le hemos de hacer! Esperaremos. Aquí tiene usted una letra por cinco mil pesos pagaderos a la vista en el Banco Chile. Es nuestra primer remesa por
esta compra.
Vecino.—(Con dignidad, haciendo un ademán negativo). ¡Pero esto es incorrecto, aún no les hemos remitido la mercadería!
Don Pablo.—No importa. Esas formalidades no rezan con una Casa como la de ustedes. Además (con una sonrisa, aludiendo a los que escuchan) aquí hay bastantes testigos.
Vecino.—(Cogiendo el papel con displicencia). Como usted quiera. Abonaremos los cinco mil y en el acto voy a dar por teléfono, a nuestra bodega, las órdenes del caso. Dentro de una hora tendrán ustedes los biombos en su poder.
Don Pablo.—(Sacando la cabeza por la ventanilla en tanto que el coche se aleja). No corre tanta prisa. Hasta luego, mi señor don Pablo.
Mientras el carruaje desaparece en la esquina de la calle, el portador de la letra vuelve la espalda y entra en la habitación de donde ha salido, pero ha dejado acaso la puerta abierta, porque oigo perfectamente a través de la calle esta conversación.
—¡Juan!
—¡Señor!
—En cuanto sean las once váyase al Banco y deposite estos cinco mil pesos.
—Bien, señor.
Pausa de algunos segundos.
—¡Juan!
—¡Señor!
—¡También tráigame mil pesos en sencillo! Se los da a (aquí un nombre se me escapa) para que pague a toda esa gente la miseria que dicen se les debe.
—Bien, señor.
Era de ver lo cómico del cambio, desde la llegada del coche, que se había operado en la actitud de los descontentadizos comerciantes. ¡Cambio que se acentuó con la escena final en el interior de la casa! Ni una sombra quedaba en sus desconfiados rostros, de la pasada tormenta. La seguridad de ser pagados les devolvió instantáneamente el buen humor, y su solicitud para atender a los pedidos que se les hacían, por la entreabierta mampara, sólo podía compararse con su obstinada y terca negativa de poco antes.
Eran las ocho de la mañana cuando la calle quedó libre. Sólo quedaba frente a la Fábrica, en actitud de tímida espera, una anciana andrajosa, en la que reconocí a la propietaria de la burra de leche. Sin duda la viejecilla formaba también parte del meeting de “ingleses” que se acababa de disolver.
De pronto, y cuando miraba distraído a lo largo de la calle, las dos grandes hojas del portón, empujadas por manos invisibles, se cerraron silenciosamente. En ese instante el ruido de un coche resonó en el empedrado. El carruaje, el mismo que estuviera un rato antes, conducía también a la misma persona, al espléndido don Pablo, según pude ver a través de la ventanilla. Apenas el auriga refrenó los caballos, se abrió la portezuela y saltó sobre el asfalto el pasajero, desapareciendo como una sombra por la puerta, que acababa de entreabrirse y que se cerró tras él con un gran estrépito de trancas y cerrojos.
Mas, por breve que fue esa aparición y desaparición, tuve tiempo de reconocer en el comprador de biombos a uno de mis vecinos, cómicamente disfrazado con anteojos, peluca rubia y sombrero de pelo.
En tanto que yo buscaba la explicación de esta comedia, el cochero, desde el pescante, se desgañitaba gritando:
—¡Patrón, no sea sinvergüenza, págueme la carrera!