Sub Terra

Baldomero Lillo


Cuentos, Colección



Los inválidos

La extracción de un caballo en la mina, acontecimiento no muy frecuente, había agrupado alrededor del pique a los obreros que volcaban las carretillas en la cancha y a los encargados de retornarlas vacías y colocarlas en las jaulas.

Todos eran viejos, inútiles para los trabajos del interior de la mina, y aquel caballo que después de diez años de arrastrar allá abajo los trenes de mineral era devuelto a la claridad del sol, inspirábales la honda simpatía que se experimenta por un viejo y leal amigo con el que han compartido las fatigas de una penosa jornada.

A muchos les traía aquella bestia el recuerdo de mejores días, cuando en la estrecha cantera con brazos entonces vigorosos hundían de un solo golpe en el escondido filón el diente acerado de la piqueta del barretero. Todos conocían a Diamante, el generoso bruto, que dócil e infatigable trotaba con su tren de vagonetas, desde la mañana hasta la noche, en las sinuosas galerías de arrastre. Y cuando la fatiga abrumadora de aquella faena sobrehumana paralizaba el impulso de sus brazos, la vista del caballo que pasaba blanco de espuma les infundía nuevos alientos para proseguir esa tarea de hormigas perforadoras con tesón inquebrantable de la ola que desmenuza grano por grano la roca inconmovible que desafía sus furores.

Todos estaban silenciosos ante la aparición del caballo, inutilizado por incurable cojera para cualquier trabajo dentro o fuera de la mina y cuya última etapa sería el estéril llano donde sólo se percibían a trechos escuetos matorrales cubiertos de polvo, sin que una brizna de yerba, ni un árbol interrumpiera el gris uniforme y monótono del paisaje.

Nada más tétrico que esa desolada llanura, reseca y polvorienta, sembrada de pequeños montículos de arena tan gruesa y pesada que los vientos la arrastraban difícilmente a través del suelo desnudo, ávido de humedad.

En una pequeña elevación del terreno alzábanse la cabría, las chimeneas y los ahumados galpones de la mina. El caserío de los mineros estaba situado a la derecha en una pequeña hondonada. Sobre él una densa masa de humo negro flotaba pesadamente en el aire enrarecido, haciendo más sombrío el aspecto de aquel paraje inhospitalario.

Un calor sofocante salía de la tierra calcinada, y el polvo de carbón sutil e impalpable adheríase a los rostros sudorosos de los obreros que apoyados en sus carretillas saboreaban en silencio el breve descanso que aquella maniobra les deparaba.

Tras los golpes reglamentarios, las grandes poleas en lo alto de la cabría empezaron a girar con lentitud, deslizándose por sus ranuras los delgados hilos de metal que se iban enrollando en el gran tambor, carrete gigantesco de la potente máquina. Pasaron algunos instantes y de pronto una masa oscura chorreando agua surgió rápida del negro pozo y se detuvo a algunos metros por encima del brocal. Suspendido en una red de gruesas cuerdas sujeta debajo de la jaula, balanceábase sobre el abismo con las patas abiertas y tiesas, un caballo negro. Mirado desde abajo en aquella grotesca postura asemejábase a una monstruosa araña recogida en el centro de su tela. Después de columpiarse un instante en el aire descendió suavemente al nivel de la plataforma. Los obreros se precipitaron sobre aquella especie de saco, desviándolo de la abertura del pique, y Diamante, libre en un momento de sus ligaduras, se alzó tembloroso sobre sus patas y se quedó inmóvil, resoplando fatigosamente.

Como todos los que se emplean en las minas, era un animal de pequeña alzada. La piel que antes fue suave, lustrosa y negra como el azabache había perdido su brillo acribillada por cicatrices sin cuento. Grandes grietas y heridas en supuración señalaban el sitio de los arreos de tiro y los corvejones ostentaban viejos esparavanes que deformaban los finos remos de otro tiempo. Ventrudo, de largo cuello y huesudas ancas, no conservaba ni un resto de la gallardía y esbeltez pasadas, y las crines de la cola habían casi desaparecido arrancadas por el látigo cuya sangrienta huella se veía aún fresca en el hundido lomo.

Los obreros lo miraban con sorpresa dolorosa. ¡Qué cambio se había operado en el brioso bruto que ellos habían conocido! Aquello era sólo un pingajo de carne nauseabunda buena para pasto de buitres y gallinazos. Y mientras el caballo cegado por la luz del mediodía permanecía con la cabeza baja e inmóvil, el más viejo de los mineros, enderezando el anguloso cuerpo, paseó una mirada investigadora a su alrededor. En su rostro marchito, pero de líneas firmes y correctas, había una expresión de gravedad soñadora y sus ojos, donde parecía haberse refugiado la vida, iban y venían del caballo al grupo silencioso de sus camaradas, ruinas vivientes que, como máquinas inútiles, la mina lanzaba de cuando en cuando, desde sus hondas profundidades.

Los viejos miraban con curiosidad a su compañero aguardando uno de esos discursos extraños e incomprensibles que brotaban a veces de los labios del minero a quien consideraban como poseedor de una gran cultura intelectual, pues siempre había en los bolsillos de su blusa algún libro desencuadernado y sucio cuya lectura absorbía sus horas de reposo y del cual tomaba aquellas frases y términos ininteligibles para sus oyentes.

Su semblante de ordinario resignado y dulce se transfiguraba al comentar las torturas e ignominias de los pobres y su palabra adquiría entonces la entonación del inspirado y del apóstol.

El anciano permaneció un instante en actitud reflexiva y luego, pasando el brazo por el cuello del inválido jamelgo, con voz grave y vibrante como si arengase a una muchedumbre exclamó:

—¡Pobre viejo, te echan porque ya no sirves! Lo mismo nos pasa a todos. Allí abajo no se hace distinción entre el hombre y las bestias. Agotadas las fuerzas, la mina nos arroja como la araña arroja fuera de su tela el cuerpo exangüe de la mosca que le sirvió de alimento. ¡Camaradas, este bruto es la imagen de nuestra vida! ¡Como él callamos, sufriendo resignados nuestro destino! Y, sin embargo, nuestra fuerza y poder son tan inmensos que nada bajo el sol resistiría su empuje. Si todos los oprimidos con las manos atadas a la espalda marchásemos contra nuestros opresores, cuán presto quebrantaríamos el orgullo de los que hoy beben nuestra sangre y chupan hasta la médula de nuestros huesos. Los aventaríamos, en la primera embestida, como un puñado de paja que dispersa el huracán. ¡Son tan pocos, es su hueste tan mezquina ante el ejército innumerable de nuestros hermanos que pueblan los talleres, las campiñas y las entrañas de la tierra!

A medida que hablaba animábase el rostro caduco del minero, sus ojos lanzaban llamas y su cuerpo temblaba presa de intensa excitación. Con la cabeza echada atrás y la mirada perdida en el vacío, parecía divisar allá en lontananza la gigantesca ola humana, avanzando a través de los campos con la desatentada carrera del mar que hubiera traspasado sus barreras seculares. Como ante el océano que arrastra el grano de arena y derriba las montañas, todo se derrumbaba al choque formidable de aquellas famélicas legiones que tremolando el harapo como bandera de exterminio reducían a cenizas los palacios y los templos, esas moradas donde el egoísmo y la soberbia han dictado las inicuas leyes que han hecho de la inmensa mayoría de los hombres seres semejantes a las bestias: Sísifos condenados a una tarea eterna los miserables bregan y se agitan sin que una chispa de luz intelectual rasque las tinieblas de sus cerebros esclavos donde la idea, esa simiente divina, no germinará jamás.

Los obreros clavaban en el anciano sus inquietas pupilas en las que brillaba la desconfianza temerosa de la bestia que se ventura en una senda desconocida. Para esas almas muertas, cada idea nueva era una blasfemia contra el credo de servidumbre que les habían legado sus abuelos, y en aquel camarada cuyas palabras entusiasmaban a la joven gente de la mina, sólo veían un espíritu inquieto y temerario, un desequilibrado que osaba rebelarse contra las leyes inmutables del destino.

Y cuando la silueta del capataz se destacó, viniendo hacia ellos, en el extremo de la cancha, cada cual se apresuró a empujar su carretilla mezclándose el crujir de las secas articulaciones al estirar los cansados miembros con el chirrido de las ruedas que resbalaban sobre los rieles.

El viejo, con los ojos húmedos y brillantes, vio alejarse ese rebaño miserable y luego tomando entre sus manos la descarnada cabeza del caballo acaricióle las escasas crines, murmurando a media voz:

—Adiós, amigo, nada tienes que envidiarnos. Como tú caminamos agobiados por una carga que una leve sacudida haría deslizarse de nuestros hombros, pero que nos obstinamos en sostener hasta la muerte.

Y encorvándose sobre su carretilla se alejó pausadamente economizando sus fuerzas de luchador vencido por el trabajo y la vejez.

El caballo permaneció en el mismo sitio, inmóvil, sin cambiar de postura. El acompasado y lánguido vaivén de sus orejas y el movimiento de los párpados eran los únicos signos de vida de aquel cuerpo lleno de lacras y protuberancias asquerosas. Deslumbrado y ciego por la vívida claridad que la transparencia del aire hacía más radiante e intensa, agachó la cabeza, buscando entre sus patas delanteras un refugio contra las luminosas saetas que herían sus pupilas de nictálope, incapaces de soportar otra luz que la débil y mortecina de las lámparas de seguridad.

Pero aquel resplandor estaba en todas partes y penetraba victorioso a través de sus caídos párpados, cegándolo cada vez más; atontado dio algunos pasos hacia adelante, y su cabeza chocó contra la valla de tablas que limitaba la plataforma. Pareció sorprendido ante el obstáculo y enderezando las orejas olfateó el muro, lanzando breves resoplidos de inquietud; retrocedió buscando una salida, y nuevos obstáculos se interpusieron a su paso; iba y venía entre las pilas de madera, las vagonetas y las vigas de la cabría como un ciego que ha perdido su lazarillo. Al andar levantaba los cascos doblando los jarretes como si caminase aún entre las traviesas de la vía de un túnel de arrastre; y un enjambre de moscas que zumbaban a su alrededor sin inquietarse de las bruscas contracciones de la piel y el febril volteo del desnudo rabo, acosábalo encarnizadamente, multiplicando sus feroces ataques.

Por su cerebro de bestia debía cruzar la vaga idea de que estaba en un rincón de la mina que aún no conocía y donde un impenetrable velo rojo le ocultaba los objetos que le eran familiares.

Su estadía allí terminó bien pronto: un caballerizo se presentó con un rollo de cuerdas debajo del brazo y yendo en derechura hacia él, lo ató por el cuello y, tirando del ronzal, tomó seguido del caballo la carretera cuya negra cinta iba a perderse en la abrasada llanura que dilataba por todas partes su árida superficie hacia el límite del horizonte.

Diamante cojeaba atrozmente y por su vieja y oscura piel corría un estremecimiento doloroso producido por el contacto de los rayos del sol, que desde la comba azulada de los cielos parecía complacerse en alumbrar aquel andrajo de carne palpitante para que pudieran sin duda distinguirlo los voraces buitres que, como puntos casi imperceptibles perdidos en el vacío, acechaban ya aquella presa que les deparaba su buena estrella.

El conductor se detuvo al borde de una depresión del terreno. Deshizo el nudo que oprimía el fláccido cuello del prisionero, impartió una fuerte palmada en el anca para obligarlo a continuar adelante, dio media vuelta y se marchó por donde había venido.

Aquella hondonada era cubierta por una capa de agua en la época de las lluvias, pero los calores del estío la evaporaban rápidamente. En las partes bajas conservábase algún resto de humedad donde crecían pequeños arbustos espinosos y uno que otro manojo de yerba reseca y polvorienta. En sitios ocultos había diminutas charcas de agua cenagosa, pero inaccesibles para cualquier animal por ágil y vigoroso que fuese.

Diamante, acosado por el hambre y la sed, anduvo un corto trecho, aspirando el aire ruidosamente. De vez en cuando ponía los belfos en contacto con la arena y resoplaba con fuerza, levantando nubes de polvo blanquecino a través de las capas inferiores del aire que sobre aquel suelo de fuego parecían estar en ebullición.

Su ceguera no disminuía y sus pupilas contraídas bajo sus párpados sólo percibían aquella intensa llama roja que había sustituido en su cerebro a la visión ya lejana de las sombras de la mina.

De súbito rasgó el aire un penetrante zumbido al que siguió de inmediato un relincho de dolor, y el mísero rocín dando saltos se puso a correr con la celeridad que sus deformes patas y débiles fuerzas le permitían, a través de los matorrales y depresiones del terreno. Encima de él revoloteaban una docena de grandes tábanos de las arenas.

Aquellos feroces enemigos no le daban tregua y muy pronto tropezó en una ancha grieta y su cuerpo quedó como incrustado en la hendidura. Hizo algunos inútiles esfuerzos para levantarse, y convencido de su impotencia estiró el cuello y se resignó con la pasividad del bruto a que la muerte pusiese fin a los dolores de su carne atormentada.

Los tábanos, hartos de sangre, cesaron en sus ataques y lanzando de sus alas y coseletes destellos de pedrería hendieron la cálida atmósfera y desaparecieron como flechas de oro en el azul espléndido del cielo cuya nítida transparencia no empañaba el más tenue jirón de la bruma.

Algunas sombras, deslizándose a ras del suelo, empezaron a trazar círculos concéntricos en derredor del caído. Allá arriba cerníase en el aire una veintena de grandes aves negras, destacándose el pesado aletear de los gallinazos el porte majestuoso de los buitres que con las alas abiertas e inmóviles describían inmensas espirales que iban estrechando lentamente en torno del cuerpo exánime del caballo.

Por todos los puntos del horizonte aparecían manchas oscuras: eran rezagados que acudían a todo batir de alas al festín que les esperaba.

Entre tanto el sol marchaba rápidamente a su ocaso. El gris de la llanura tomaba a cada instante tintes más opacos y sombríos. En la mina habían cesado las faenas y los mineros como los esclavos de la ergástula abandonaban sus lóbregos agujeros. Allá abajo se amontonaban en el ascensor formando una masa compacta, un nudo de cabezas, de piernas y de brazos entrelazados que fuera del pique se deshacía trabajosamente, convirtiéndose en una larga columna que caminaba silenciosa por la carretera en dirección de las lejanas habitaciones.

El anciano carretillero, sentado en su vagoneta, contemplaba desde la cancha el desfile de los obreros cuyos torsos encorvados parecían sentir aún el roce aplastador de la roca en las bajísimas galerías. De pronto se levantó y mientras el toque de retiro de la campana de señales resbalaba claro y vibrante en la serena atmósfera de la campiña desierta, el viejo, con pesado y lento andar, fue a engrosar las filas de aquellos galeotes cuyas vidas tienen menos valor para sus explotadores que uno solo de los trozos de ese mineral que, como un negro río, fluye inagotable del corazón del venero.

En la mina todo era paz y silencio, no se sentía otro rumor que el sordo y acompasado de los pasos de los obreros que se alejaban. La obscuridad crecía, y allá arriba en la inmensa cúpula brotaban millares de estrellas cuyos blancos, opalinos y purpúreos resplandores, lucían con creciente intensidad en el crepúsculo que envolvía la tierra, sumergida ya en las sombras precursoras de las tinieblas de la noche.

La compuerta número 12

Pablo se aferró instintivamente a las piernas de su padre. Zumbábanle los oídos y el piso que huía debajo de sus pies le producía una extraña sensación de angustia. Creíase precipitado en aquel agujero cuya negra abertura había entrevisto al penetrar en la jaula, y sus grandes ojos miraban con espanto las lóbregas paredes del pozo en el que se hundían con vertiginosa rapidez. En aquel silencioso descenso sin trepidación ni más ruido que el del agua goteando sobre la techumbre de hierro las luces de las lámparas parecían prontas a extinguirse y a sus débiles destellos se delineaban vagamente en la penumbra las hendiduras y partes salientes de la roca: una serie interminable de negras sombras que volaban como saetas hacia lo alto.

Pasado un minuto, la velocidad disminuyó bruscamente, los pies asentáronse con más solidez en el piso fugitivo y el pesado armazón de hierro, con un áspero rechinar de goznes y de cadenas, quedó inmóvil a la entrada de la galería.

El viejo tomó de la mano al pequeño y juntos se internaron en el negro túnel. Eran de los primeros en llegar y el movimiento de la mina no empezaba aún. De la galería bastante alta para permitir al minero erguir su elevada talla, sólo se distinguía parte de la techumbre cruzada por gruesos maderos. Las paredes laterales permanecían invisibles en la oscuridad profunda que llenaba la vasta y lóbrega excavación.

A cuarenta metros del pique se detuvieron ante una especie de gruta excavada en la roca. Del techo agrietado, de color de hollín, colgaba un candil de hoja de lata cuyo macilento resplandor daba a la estancia la apariencia de una cripta enlutada y llena de sombras. En el fondo, sentado delante de una mesa, un hombre pequeño, ya entrado en años, hacía anotaciones en un enorme registro. Su negro traje hacía resaltar la palidez del rostro surcado por profundas arrugas. Al ruido de pasos levantó la cabeza y fijó una mirada interrogadora en el viejo minero, quien avanzó con timidez, diciendo con voz llena de sumisión y de respeto:

—Señor, aquí traigo el chico.

Los ojos penetrantes del capataz abarcaron de una ojeada el cuerpecillo endeble del muchacho. Sus delgados miembros y la infantil inconsciencia del moreno rostro en el que brillaban dos ojos muy abiertos como de medrosa bestezuela, lo impresionaron desfavorablemente, y su corazón endurecido por el espectáculo diario de tantas miserias, experimentó una piadosa sacudida a la vista de aquel pequeñuelo arrancado de sus juegos infantiles y condenado, como tantas infelices criaturas, a languidecer miserablemente en las humildes galerías, junto a las puertas de ventilación. Las duras líneas de su rostro se suavizaron y con fingida aspereza le dijo al viejo que muy inquieto por aquel examen fijaba en él una ansiosa mirada:

—¡Hombre! Este muchacho es todavía muy débil para el trabajo. ¿Es hijo tuyo?

—Sí, señor.

—Pues debías tener lástima de sus pocos años y antes de enterrarlo aquí enviarlo a la escuela por algún tiempo.

—Señor —balbuceó la voz ruda del minero en la que vibraba un acento de dolorosa súplica—. Somos seis en casa y uno sólo el que trabaja, Pablo cumplió ya los ocho años y debe ganar el pan que come y, como hijo de mineros, su oficio será el de sus mayores, que no tuvieron nunca otra escuela que la mina.

Su voz opaca y temblorosa se extinguió repentinamente en un acceso de tos, pero sus ojos húmedos imploraban con tal insistencia, que el capataz vencido por aquel mudo ruego llevó a sus labios un silbato y arrancó de él un sonido agudo que repercutió a lo lejos en la desierta galería. Oyose un rumor de pasos precipitados y una oscura silueta se dibujó en el hueco de la puerta.

—Juan —exclamó el hombrecillo, dirigiéndose al recién llegado— lleva este chico a la compuerta número doce, reemplazará al hijo de José, el carretillero, aplastado ayer por la corrida.

Y volviéndose bruscamente hacia el viejo, que empezaba a murmurar una frase de agradecimiento, díjole con tono duro y severo:

—He visto que en la última semana no has alcanzado a los cinco cajones que es el mínimum diario que se exige a cada barretero. No olvides que si esto sucede otra vez, será preciso darte de baja para que ocupe tu sitio otro más activo.

Y haciendo con la diestra un ademán enérgico, lo despidió.

Los tres se marcharon silenciosos y el rumor de sus pisadas fue alejándose poco a poco en la oscura galería. Caminaban entre dos hileras de rieles cuyas traviesas hundidas en el suelo fangoso trataban de evitar alargando o acortando el paso, guiándose por los gruesos clavos que sujetaban las barras de acero. El guía, un hombre joven aún, iba delante y más atrás con el pequeño Pablo de la mano seguía el viejo con la barba sumida en el pecho, hondamente preocupado. Las palabras del capataz y la amenaza en ellas contenida habían llenado de angustia su corazón. Desde algún tiempo su decadencia era visible para todos; cada día se acercaba más el fatal lindero que una vez traspasado convierte al obrero viejo en un trasto inútil dentro de la mina. El balde desde el amanecer hasta la noche durante catorce horas mortales, revolviéndose como un reptil en la estrecha labor, atacaba la hulla furiosamente, encarnizándose contra el filón inagotable, que tantas generaciones de forzados como él arañaban sin cesar en las entrañas de la tierra.

Pero aquella lucha tenaz y sin tregua convertía muy pronto en viejos decrépitos a los más jóvenes y vigorosos. Allí en la lóbrega madriguera húmeda y estrecha, encorvábanse las espaldas y aflojábanse los músculos y, como el potro resabiado que se estremece tembloroso a la vista de la vara, los viejos mineros cada mañana sentían tiritar sus carnes al contacto de la vena. Pero el hambre es aguijón más eficaz que el látigo y la espuela, y reanudaban taciturnos la tarea agobiadora, y la veta entera acribillada por mil partes por aquella carcoma humana, vibraba sutilmente, desmoronándose pedazo a pedazo, mordida por el diente cuadrangular del pico, como la arenisca de la ribera a los embates del mar.

La súbita detención del guía arrancó al viejo de sus tristes cavilaciones. Una puerta les cerraba el camino en aquella dirección, y en el suelo arrimado a la pared había un bulto pequeño cuyos contornos se destacaban confusamente heridos por las luces vacilantes de las lámparas: era un niño de diez años acurrucado en un hueco de la muralla.

Con los codos en las rodillas y el pálido rostro entre las manos enflaquecidas, mudo e inmóvil, pareció no percibir a los obreros que traspusieron el umbral y lo dejaron de nuevo sumido en la obscuridad. Sus ojos abiertos, sin expresión, estaban fijos obstinadamente hacia arriba, absortos tal vez, en la contemplación de un panorama imaginario que, como el miraje del desierto, atraía sus pupilas sedientas de luz, húmedas por la nostalgia del lejano resplandor del día.

Encargado del manejo de esa puerta, pasaba las horas interminables de su encierro sumergido en un ensimismamiento doloroso, abrumado por aquella lápida enorme que abogó para siempre en él la inquieta y grácil movilidad de la infancia, cuyos sufrimientos dejan en el alma que los comprende una amargura infinita y un sentimiento de execración acerbo por el egoísmo y la cobardía humanos.

Los dos hombres y el niño después de caminar algún tiempo por un estrecho corredor, desembocaron en una alta galería de arrastre de cuya techumbre caía una lluvia continua de gruesas gotas de agua. Un ruido sordo y lejano, como si un martillo gigantesco golpease sobre sus cabezas la armadura del planeta, escuchábase a intervalos. Aquel rumor, cuyo origen Pablo no acertaba a explicarse, era el choque de las olas en las rompientes de la costa. Anduvieron aún un corto trecho y se encontraron por fin delante de la compuerta número doce.

—Aquí es —dijo el guía, deteniéndose junto a la hoja de tablas que giraba sujeta a un marco de madera incrustado en una roca.

Las tinieblas eran tan espesas que las rojizas luces de las lámparas, sujetas a las viseras de las gorras de cuero, apenas dejaban entrever aquel obstáculo.

Pablo, que no se explicaba ese alto repentino, contemplaba silencioso a sus acompañantes, quienes, después de cambiar entre sí algunas palabras breves y rápidas, se pusieron a enseñarle con jovialidad y empeño el manejo de la compuerta. El rapaz, siguiendo sus indicaciones, la abrió y cerró repetidas veces, desvaneciendo la incertidumbre del padre que temía que las fuerzas de su hijo no bastasen para aquel trabajo.

El viejo manifestó su contento, pasando la callosa mano por la inculta cabellera de su primogénito, quien hasta allí no había demostrado cansancio ni inquietud. Su juvenil imaginación impresionada por aquel espectáculo nuevo y desconocido se hallaba aturdida, desorientada. Parecíale a veces que estaba en un cuarto a oscuras y creía ver a cada instante abrirse una ventana y entrar por ella los brillantes rayos del sol., y aunque su inexperto corazoncito no experimentaba ya la angustia que le asaltó en el pozo de bajada, aquellos mimos y caricias a que no estaba acostumbrado despertaron su desconfianza.

Una luz brilló a lo lejos en la galería y luego se oyó el chirrido de las ruedas sobre la vía, mientras un trote pesado y rápido hacía retumbar el suelo.

—¡Es la corrida! —exclamaron a un tiempo los dos hombres.

—Pronto, Pablo —dijo el viejo—, a ver cómo cumples tu obligación.

El pequeño con los puños apretados apoyó su diminuto cuerpo contra la hoja que cedió lentamente hasta tocar la pared. Apenas efectuada esta operación, un caballo oscuro, sudoroso y jadeante, cruzó rápido delante de ellos, arrastrando un pesado tren cargado de mineral.

Los obreros se miraron satisfechos. El novato era ya un portero experimentado, y el viejo, inclinando su alta estatura, empezó a hablarle zalameramente: él no era ya un chicuelo, como los que quedaban allá arriba que lloran por nada y están siempre cogidos de las faldas de las mujeres, sino un hombre, un valiente, nada menos que un obrero, es decir, un camarada a quien había que tratar como tal. Y en breves frases le dio a entender que les era forzoso dejarlo solo; pero que no tuviese miedo, pues había en la mina muchísimos otros de su edad, desempeñando el mismo trabajo; que él estaba cerca y vendría a verlo de cuando en cuando, y una vez terminada la faena regresarían juntos a casa.

Pablo oía aquello con espanto creciente y por toda respuesta se cogió con ambas manos de la blusa del minero. Hasta entonces no se había dado cuenta exacta de lo que se exigía de él. El giro inesperado que tomaba lo que creyó un simple paseo, le produjo un miedo cerval, y dominado por un deseo vehementísimo de abandonar aquel sitio, de ver a su madre y a sus hermanos y de encontrarse otra vez a la claridad del día, sólo contestaba a las afectuosas razones de su padre con un «¡vamos!» quejumbroso y lleno de miedo. Ni promesas ni amenazas lo convencían, y el «¡vamos, padre!», brotaba de sus labios cada vez más dolorido y apremiante.

Una violenta contrariedad se pintó en el rostro del viejo minero; pero al ver aquellos ojos llenos de lágrimas, desolados y suplicantes, levantados hacia él, su naciente cólera se trocó en una piedad infinita: ¡era todavía tan débil y pequeño! Y el amor paternal adormecido en lo íntimo de su ser recobró de súbito su fuerza avasalladora.

El recuerdo de su vida, de esos cuarenta años de trabajos y sufrimientos, se presentó de repente a su imaginación, y con honda congoja comprobó que de aquella labor inmensa sólo le restaba un cuerpo exhausto que tal vez muy pronto arrojarían de la mina como un estorbo, y al pensar que idéntico destino aguardaba a la triste criatura, le acometió de improviso un deseo imperioso de disputar su presa a ese monstruo insaciable, que arrancaba del regazo de las madres los hijos apenas crecidos para convertirlos en esos parias, cuyas espaldas reciben con el mismo estoicismo el golpe brutal del amo y las caricias de la roca en las inclinadas galerías.

Pero aquel sentimiento de rebelión que empezaba a germinar en él se extinguió repentinamente ante el recuerdo de su pobre hogar y de los seres hambrientos y desnudos de los que era el único sostén, y su vieja experiencia le demostró lo insensato de su quimera. La mina no soltaba nunca al que había cogido, y como eslabones nuevos que se sustituyen a los viejos y gastados de una cadena sin fin, allí abajo los hijos sucedían a los padres, y en el hondo pozo el subir y bajar de aquella marca viviente no se interrumpiría jamás. Los pequeñuelos respirando el aire emponzoñado de la mina crecían raquíticos, débiles, paliduchos, pero había que resignarse, pues para eso habían nacido.

Y con resuelto ademán el viejo desenrolló de su cintura una cuerda delgada y fuerte y a pesar de la resistencia y súplicas del niño lo ató con ella por mitad del cuerpo y aseguró, en seguida, la otra extremidad en un grueso perno incrustado en la roca. Trozos de cordel adheridos a aquel hierro indicaban que no era la primera vez que prestaba un servicio semejante.

La criatura medio muerta de terror lanzaba gritos penetrantes de pavorosa angustia, y hubo que emplear la violencia para arrancarla de entre las piernas del padre, a las que se había asido con todas sus fuerzas. Sus ruegos y clamores llenaban la galería, sin que la tierna víctima, más desdichada que el bíblico Isaac, oyese una voz amiga que detuviera el brazo paternal armado contra su propia carne, por el crimen y la iniquidad de los hombres.

Sus voces llamando al viejo que se alejaba tenían acentos tan desgarradores, tan hondos y vibrantes, que el infeliz padre sintió de nuevo flaquear su resolución. Mas, aquel desfallecimiento sólo duró un instante, y tapándose los oídos para no escuchar aquellos gritos que le atenaceaban las entrañas, apresuró la marcha apartándose de aquel sitio. Antes de abandonar la galería, se detuvo un instante, y escuchó: una vocecilla tenue como un soplo clamaba allá muy lejos, debilitada por la distancia:

—¡Madre! ¡Madre!

Entonces echó a correr como un loco, acosado por el doliente vagido, y no se detuvo sino cuando se halló delante de la vena, a la vista de la cual su dolor se convirtió de pronto en furiosa ira y, empuñando el mango del pico, la atacó rabiosamente. En el duro bloque caían los golpes como espesa granizada sobre sonoros cristales, y el diente de acero se hundía en aquella masa negra y brillante, arrancando trozos enormes que se amontonaban entre las piernas del obrero, mientras un polvo espeso cubría como un velo la vacilante luz de la lámpara.

Las cortantes aristas del carbón volaban con fuerza, hiriéndole el rostro, el cuello y el pecho desnudo. Hilos de sangre mezclábanse al copioso sudor que inundaba su cuerpo, que penetraba como una cuña en la brecha abierta, ensanchándose con el afán del presidiario que horada el muro que lo oprime; pero sin la esperanza que alienta y fortalece al prisionero: hallar al fin de la jornada una vida nueva, llena de sol, de aire y de libertad.

El grisú

En el pique se había paralizado el movimiento. Los tumbadores fumaban silenciosamente entre las hileras de vagonetas vacías, y el capataz mayor de la mina, un hombrecillo flaco, cuyo rostro rapado, de pómulos salientes, revelaba firmeza y astucia, aguardaba de pie con su linterna encendida junto al ascensor inmóvil. En lo alto el sol resplandecía en un cielo sin nubes y una brisa ligera que soplaba de la costa traía en sus ondas invisibles las salobres emanaciones del océano.

De improviso el ingeniero apareció en la puerta de entrada y se adelantó haciendo resonar bajo sus pies las metálicas planchas de la plataforma. Vestía un traje impermeable y llevaba en la diestra una linterna. Sin dignarse contestar el tímido saludo del capataz, penetró en la jaula seguido por su subordinado, y un segundo después desaparecían calladamente en la oscura sima.

Cuando, dos minutos después, el ascensor se detenía frente a la galería principal, las risotadas, las voces y los gritos que atronaban aquella parte de la mina cesaron como por encanto, y un cuchicheo temeroso brotó de las tinieblas y se propagó rápido bajo la sombría bóveda.

Mister Davis, el ingeniero jefe, un tanto obeso, alto, fuerte, de rubicunda fisonomía en la que el whisky había estampado su sello característico, inspiraba a los mineros un temor y respeto casi supersticioso. Duro e inflexible, su trato con el obrero desconocía la piedad y en su orgullo de raza consideraba la vida de aquellos seres como una cosa indigna de la atención de un gentleman que rugía de cólera si su caballo o su perro eran víctimas de la más mínima omisión en los cuidados que demandaban sus preciosas existencias.

Indignábale como una rebelión la más tímida protesta de esos pobres diablos y su pasividad de bestias le parecía un deber cuyo olvido debía castigarse severamente.

Las visitas de inspección que de tarde en tarde le imponía su puesto de ingeniero director, eran el punto negro de su vida refinada y sibarítica. Un humor endiablado se apoderaba de su ánimo durante aquellas fatigosas excursiones. Su irritabilidad se traducía en la aplicación de castigos y de multas que caían indistintamente sobre grandes y pequeños, y su presencia anunciada por la blanca luz de su linterna era más temida en la mina que los hundimientos y las explosiones del grisú.

Ese día, como siempre, la noticia de su bajada había producido cierta inquieta excitación en las diversas faenas. Los obreros fijaban una mirada recelosa en cada lucecilla que brillaba en las tinieblas, creyendo ver a cada instante aparecer aquel blanquecino y temido resplandor. Por todas partes se trabajaba con febril actividad: los barreteros con el cuerpo encogido, doblado a veces en posturas inverosímiles, arrancaban trozo a trozo el quebradizo mineral que los carretilleros conducían empujando las rechinantes vagonetas hasta los tornos de las galerías de arrastre.

El ingeniero con su acompañante se detuvieron algunos momentos en el departamento de los capataces donde el primero se impuso de los detalles y necesidades que habían hecho indispensable su presencia. Después de dar allí algunas órdenes, siempre en compañía del capataz mayor se dirigió hacia el interior de la mina recorriendo tortuosos corredores y estrechísimos pasadizos llenos de lodo.

Sentado en la parte plana de una vagoneta a la que se habían quitado las maderas laterales, hacía de vez en cuando alguna observación a su subalterno que seguía tras el carro trabajosamente. Dos muchachos sin más traje que el pantalón de tela conducían el singular vehículo: el uno empujaba de atrás y el otro enganchado como un caballo tiraba de delante. Este último daba grandes muestras de cansancio: el cuerpo inundado de sudor y la expresión angustiosa de su semblante revelaban la fatiga de un esfuerzo muscular excesivo. Su pecho henchíase y deprimíase como un fuelle a impulsos de su agitada respiración que se escapaba por la boca entreabierta apresurada y anhelante.

Una especie de arnés de cuero oprimía su busto desnudo, y de la faja que rodeaba su cintura partían dos cuerdas que se enganchaban a la parte delantera de la vagoneta. A la entrada de un pasadizo que conducía a las nuevas obras en explotación el jefe, cuya atención estaba fija en los revestimientos, dio la voz de alto, y dirigiendo el foco de su linterna hacia arriba comenzó a examinar las filtraciones de la roca, picando con una delgada varilla de hierro los maderos que sujetaban la techumbre. Algunas de esas vigas presentaban curvas amenazadoras y la varilla penetraba en ellas como en una cosa blanda y esponjosa. El capataz, con mirada inquieta, contemplaba en silencio aquel examen presintiendo una de aquellas tormentas que tan a menudo estallaban sobre su cabeza de subordinado humilde y rastrero hasta el servilismo.

—Acércate, ven acá. ¿Cuánto tiempo hace que se efectuó este revestimiento?

—Hará un mes, señor —contestó el atribulado capataz.

El ingeniero se volvió y dijo:

—¡Un mes y ya los maderos están podridos! Eres un torpe, que te dejas sorprender por los apuntaladores que colocan madera blanda en sitios como éste tan saturados de humedad. Vas a ocuparte en el acto de remediar este desperfecto antes de que te haga pagar cara tu negligencia.

El azorado capataz retrocedió presuroso y desapareció en la oscuridad.

Mister Davis apoyó la punta de la vara en el desnudo torso del muchacho que tenía delante y el carro se movió, pero con lentitud, pues la pendiente hacía muy penoso el arrastre en aquel suelo blando y escurridizo. El de atrás ayudaba a su compañero con todas sus fuerzas, mas de pronto las ruedas dejaron de girar y la vagoneta se detuvo: de bruces en el lodo, asido con ambas manos a los rieles en actitud de arrastrar aún, yacía el más joven de los conductores. A pesar de su valor la fatiga lo había vencido.

La voz del jefe a quien la perspectiva de tener que arrastrarse doblado en dos por aquel suelo encharcado y sucio ponía fuera de sí, resonó colérica en la galería:

—¡Canalla, haragán! —gritó enfurecido.

Y la vara de hierro se alzó y cayó repetidas veces, produciendo un ruido sordo en aquel cuerpo inanimado.

Al sentir los golpes, el caído se incorporó sobre las rodillas y haciendo un esfuerzo se puso de pie. Había en sus ojos una expresión de rabia, de dolor y desesperación. Con nervioso movimiento se despojó de sus arreos de bestia de tiro y se arrimó a la pared donde quedó inmóvil.

Mister Davis que le observaba con atención descendió del carro y se le acercó con la varilla en alto diciendo:

—¡Ah! Con que te resistes, ¡espera!

Pero viendo que la víctima por toda defensa cruzaba sus brazos sobre la cabeza, se detuvo, quedó indeciso un momento y luego con voz tonante, profirió:

—¡Vete! ¡Fuera de aquí!

Y volviéndose al otro muchacho que temblaba como la hoja en el árbol le ordenó imperiosamente:

—Tú, sígueme.

Y encorvando su alta estatura continuó adelante por la lóbrega galería.

Después de despachar a toda prisa una cuadrilla de apuntaladores para que efectuasen en los revestimientos las reparaciones que tan duramente se le habían ordenado, el capataz se dirigió a esperar a su jefe a una pequeña plazoleta que lindaba con las nuevas obras en explotación, quedándose espantado al verlo aparecer, tras una larga espera, con la faz enrojecida, dando resoplidos de fatiga y salpicado de lodo de la cabeza a los pies. Fue tal su sorpresa, que no dio un paso ni hizo un ademán para acercarse a su señor, quien, dejándose caer pesadamente en unos trozos de madera, empezó a sacudir su traje y a enjugar con su fino pañuelo el copioso sudor que le inundaba el rostro.

El muchacho que llegaba empujando el pequeño carro, le reveló en dos palabras lo sucedido. El capataz oyó la noticia con inquietud y dando a su fisonomía la expresión más consternada y trágica que pudo, se acercó con ademán solícito a su superior; pero éste, comprendiendo que aquel incidente resultaba ridículo para su orgullo, había recobrado el gesto soberbio de supremo desdén que le era habitual, y clavando en el semblante servil de su subordinado la mirada fría e implacable de sus grises pupilas, le preguntó con voz al parecer serena, pero en la que se trasparentaba cierta sorda irritación:

—¿Tiene parientes ese muchacho?

—No, señor —respondió el interpelado—, sólo tiene madre y tres hermanos pequeños: el padre murió aplastado por un derrumbe cuando empezaron los trabajos del nuevo chiflón. Era un buen obrero —añadió, tratando de atenuar la falta del hijo con el mérito del padre.

—Bueno, vas a dar orden inmediata para que esa mujer y sus hijos dejen ahora mismo la habitación. No quiero holgazanes aquí —terminó con amenazadora severidad.

Su acento no admitía réplica, y el capataz, doblando una rodilla en el húmedo suelo, tomó su libreta de apuntes y el lápiz y trazó en ella, a la luz de su linterna, algunos renglones.

Mientras escribía, su imaginación se trasladó al cuarto de la viuda y de los huérfanos, y a pesar de que aquellos lanzamientos eran cosa frecuente y que como ejecutor de la justicia inapelable del amo la sensibilidad no era el punto vulnerable de su carácter, no pudo menos de experimentar cierta desazón por esa medida que iba a causar la ruina de aquel miserable hogar.

Terminado el escrito arrancó la hoja y haciendo una señal al muchacho para que se acercara se la entregó, diciéndole:

—Llévalo afuera, al mayordomo de cuartos.

Jefe y subalterno quedaron solos. En la plazoleta que servía de depósito de materiales, veíanse a la luz de las linternas trozos de maderas de revestimientos, montones de rieles y mangos de piquetas, esparcidos en derredor de los negros muros en los cuales se dibujaban las aberturas, más negras aún, de siniestros pasadizos.

Un rumor sordo, como de rompientes lejanas, desembocaba por aquellos huecos en oleadas cortas e intermitentes: chirridos de ruedas, voces humanas confusas, chasquidos secos y un redoble lento, imposible de localizar, llenaba la maciza bóveda de aquella honda caverna donde las tinieblas limitaban el círculo de luz a un pequeñísimo radio tras el cual sus masas compactas estaban siempre en acecho, prontas a avanzar o retroceder.

De pronto, allá a la distancia, apareció una luz seguida luego por otra y otras hasta completar algunas decenas. Asemejábanse a pequeños globos rojos flotando en un mar de tinta y que subían y bajaban siguiendo la ondulada curva de un invisible oleaje.

El capataz sacó su reloj y dijo, interrumpiendo el embarazoso silencio:

—Son los barreteros de la Media Hoja que vienen a tratar de la cuestión de los rebajes. Ayer quedaron citados para este sitio.

Y siguió dando minuciosos detalles sobre aquel asunto, detalles que su superior oía con manifiesto desagrado, su entrecejo se fruncía y todo en él revelaba una impaciencia creciente y cuando el capataz repetía por segunda vez sus argumentos:

—Es, pues, imposible aumentar los precios porque, entonces, el costo del carbón… —Un «Ya lo sé» áspero y seco le cortó la palabra bruscamente.

El empleado echó una mirada a hurtadillas a su interruptor y una escéptica sonrisa invisible en la oscuridad plegó sus delgados labios al distinguir la larga hilera de lucecillas que se aproximaban. No era difícil de adivinar que el negocio de aquellos pobres diablos de barreteros corría el gravísimo riesgo de convertirse en un desastre. Y su convicción se afirmó viendo el torvo ceño del jefe y observando las huellas que la caminata por la galería había dejado en su persona y traje.

Los pantalones en las rodillas ostentaban grandes placas de barro y sus manos, ordinariamente tan blancas y cuidadas, eran las de un carbonero. No cabía duda, había tropezado y caído más de una vez. Además, en su abollado sombrero veíanse manchas del hollín que el humo de las lámparas deposita en la techumbre de los túneles, lo que indicaba que su cabeza había comprobado prácticamente la solidez de aquellos revestimientos que tan frágiles le habían parecido. Y a medida que avanzaba en aquel examen, una maligna alegría retratábase en el semblante finamente astuto del capataz. Sentíase vengado, siquiera en parte, de las humillaciones que por la índole de su empleo tenía diariamente que soportar.

Las luces continuaban acercándose y se oía ya distintamente el rumor de las voces y el chapoteo de los pies en el lodo líquido. La cabeza de la columna desembocó en breve en la plazoleta y todos aquellos hombres fueron alineándose silenciosamente frente al sitio ocupado por sus superiores. El humo de las lámparas y el olor acre de sus cuerpos sudorosos impregnó bien pronto la atmósfera de un hedor nauseabundo y asfixiante.

Y a pesar del considerable aumento de luz las sombras persistían siempre y en ellas se dibujaban las borrosas siluetas de los trabajadores, como masas confusas de perfiles indeterminados y vagos.

Mister Davis continuaba impasible sobre su banco de piedra, con las manos cruzadas sobre su grueso abdomen, dejando adivinar en la penumbra los recios contornos de su poderosa musculatura. Un silencio sepulcral reinaba en la plazoleta, silencio que interrumpieron de pronto algunas toses de viejo, cascadas y huecas.

—¡Vamos! ¿Qué esperan? ¡Que despachen pronto! —exclamó el ingeniero, dirigiéndose al capataz.

Éste levantó la linterna a la altura de su cabeza y proyectó el haz luminoso sobre el grupo del cual se destacó un hombre que avanzó, gorra en mano, y se detuvo a tres pasos de distancia.

Bajo de estatura, de pecho hundido y puntiagudos hombros, su calva ennegrecida como su rostro sobre el que caían largos mechones de pelos grises, dábale un aspecto extrañamente risible y grotesco. Una ojeada significativa del capataz le dio ánimo y con voz un tanto temblorosa planteó la cuestión que allí los había reunido: el asunto era por lo demás fácil y sencillo.

Como la nueva veta sólo alcanzaba un máximum de grueso de sesenta centímetros, tenían que excavar cuatro décimos más de arcilla para dar cabida a la vagoneta. Este trabajo suplementario era el más duro de la faena, pues la tosca era muy consistente, y como la presencia del grisú no admitía el uso de explosivos había que ahondar el corte a golpes de piqueta, lo que demandaba fatiga y tiempo considerables. La pequeña alza del precio del cajón, fijándolo en treinta centavos, no era suficiente, pues aunque empezaban la tarea al amanecer y no abandonaban la cantera hasta entrada la noche apenas alcanzaban a despachar tres carretillas, y podían contarse con los dedos de la mano los que elevaban esa cifra a cuatro. Y después de hacer una pintura sobria de la miseria de los bogares y del hambre de la mujer y de los hijos, terminó diciendo que sólo la esperanza de que los rebajes los resarcirían de sus penurias como se les había prometido al contratárseles como barreteros del nuevo filón, había sostenido las fuerzas de él y sus camaradas durante aquella larga quincena.

El ingeniero oyó aquella exposición, desde el principio al fin, sin despegar los labios, encerrado en un mutismo amenazador que nada bueno presagiaba para los intereses de los solicitantes.

Un silencio lúgubre siguió por algunos momentos, interrumpido por el leve chisporroteo de las lámparas y una que otra tos tenaz y recalcitrante. De pronto un estremecimiento recorrió el grupo, los cuellos se estiraron y aguzáronse los oídos. Era la voz interrogadora del jefe que resonaba diciendo:

—¿Cuánto exigen ustedes por el metro de rebajes?

Aquella pregunta concreta y terminante no obtuvo respuesta. Un murmullo partió de las filas y algunas voces aisladas se escucharon, pero calláronse inmediatamente al oír de nuevo la voz imperiosa que con agrio tono repitió:

—¡Qué hay! ¿Nada contestas?

El viejo, que pasaba su gorra de una mano a otra, con aire indeciso, interpelado así directamente adelantó un paso y dijo con voz lenta e insegura, tratando de leer en el rostro velado de su interlocutor el efecto de sus palabras:

—Señor, lo justo sería que se nos pagase por cada metro el precio de cuatro carretillas de carbón, porque…

No terminó. El ingeniero se había puesto de pie y su obesa persona se destacó tomando proporciones amenazadoras en la nebulosa penumbra.

—Sois unos insolentes —gritó con voz rebosante de ira—, unos imbéciles que creen que voy a derrochar los dineros de la compañía en fomentar la pereza de un hato de holgazanes que en vez de trabajar se echan a dormir como cerdos por los rincones de las galerías.

Hizo una pausa para tomar aliento y agregó como si hablase consigo mismo:

—Pero conozco los ardides y sé lo que valen las lamentaciones hipócritas de semejante canalla.

Y encarándose con el capataz le ordenó recalcando cada una de sus palabras:

—Abonarás por el metro de rebajes en la Media Hoja treinta centavos a los barreteros que extraigan por término medio cuatro cajones de carbón diario. Los que no alcancen a esta cifra sólo cobrarán el precio del mineral.

Estaba furioso, porque a pesar de las economías introducidas, el carbón resultaba allí más caro que en los demás filones, y las exigencias de los obreros, que no hacían sino confirmar aquel mal éxito, aumentaban su despecho, pues íbale en ello su prestigio puesto en peligro por el error lamentable de sus cálculos y previsiones.

Bajo sus negras caretas los mineros palidecieron hasta la lividez. Aquellas palabras vibraron en sus oídos, repercutiendo en lo más hondo de sus almas como el toque apocalíptico de las trompetas del juicio final. Una expresión estúpida, un estupor cercano a la idiotez se pintó en sus dilatadas pupilas, y sus rodillas flaquearon como si súbitamente se hubiese hundido sobre ellos la sombría bóveda. Mas era tal el temor que les inspiraba la figura irritada e imponente del amo y tal el dominio que su autoridad todopoderosa ejercía en sus pobres espíritus envilecidos por tantos años de servidumbre, que nadie hizo un ademán ni dejó escapar la menor protesta.

Pero luego vino la reacción: era tan enorme el despojo, tan durísima la pena, que sus cerebros atontados un instante por aquel golpe de maza, recobraron de nuevo la conciencia de sus actos. El primero que recobró el uso de sus facultades fue el viejo de la tiznada calva, quien viendo que el jefe iba ya a marcharse le cerró resueltamente el paso diciendo con plañidera voz:

—Señor, apiádese de nosotros, que se nos cumpla lo prometido, lo hemos ganado con nuestra sangre. ¡Mire usted!

Y arrancando de un tirón la manga de la blusa mostró el brazo izquierdo envuelto en sucios vendajes que apartó con violencia, quedando al descubierto un profundo desgarrón que iba de la clavícula hasta el antebrazo. Aquella llaga privada de su apósito empezó a manar sangre en abundancia.

—Señor —prosiguió—, ténganos lástima, se lo pedimos de rodillas.

Pero el ingeniero no lo oía, ocupado en discutir con el capataz el camino más corto para llegar al nuevo túnel destinado a unir las nuevas obras con las antiguas.

Un murmullo amenazador se alzó tras él cuando se puso en marcha, y el viejo, viendo que abandonaba la plazoleta, en un acceso de desesperación alargó la mano y lo cogió de la ropa.

Un brazo formidable se alzó en la oscuridad y de un furioso revés lanzó al atrevido a diez pasos de distancia. Se oyó un ruido sordo, un quejido y todo quedó otra vez en silencio.

Un momento después el jefe y su acompañante desaparecían en un ángulo del corredor.

En la plazoleta se desarrolló, entonces, una escena digna de los condenados del infierno. En la lobreguez de la sombra agitáronse las luces de las lámparas, moviéndose en todas direcciones y terribles juramentos y atroces blasfemias resonaron en las tinieblas, yendo a despertar a lo largo de los muros los ecos tristemente lúgubres de la roca tan insensible como el feroz egoísmo humano ante aquella inmensa desolación.

Algunos se habían echado en el suelo y mudos como masas inertes permanecían anonadados sin ver ni oír lo que pasaba a su alrededor. Un vejete lloraba en silencio acurrucado en un rincón y sus lágrimas trazaban sinuosos surcos en la cobriza y arrugada piel de su tiznado rostro. En otros grupos se discutía y gesticulaba acaloradamente y el ruido de la disputa era interrumpido a cada instante por maldiciones y rugidos de cólera y de dolor. Un muchacho alto y flaco con los puños crispados se paseaba entre los grupos oyendo los distintos pareceres y, convencido de que aquello no tenía remedio, que la sentencia dictada era inapelable, en un rapto de furor estrelló la lámpara en el muro, donde se hizo mil pedazos, y empezó a dar cabezadas contra la roca hasta rodar desvanecido al pie de la muralla.

Poco a poco se fueron aquietando los ánimos y un fornido mocetón exclamó en voz alta:

—¡Yo no doy un piquetazo más, que todo se lo lleve el diablo!

—Es muy fácil decir eso cuando no se tiene mujer ni hijos —le contestó alguien prontamente.

—Si siquiera pudiéramos usar pólvora. ¡Maldito grisú! —murmuró quejumbrosamente el de la calva.

—Sería la misma cosa, compañero. En cuanto vieran que ganábamos un poco más, rebajarían los sueldos.

—Y la culpa la tienen ustedes, los jóvenes —afirmó un viejo.

—¡Vaya, abuelo, ataje la recua que se le dispara! —profirió el primero que había tomado la palabra.

—Sí —insistió el anciano—, ustedes y nadie más que ustedes tienen la culpa, porque revientan trabajando y nos hacen reventar a todos. Si midiesen sus fuerzas no bajarían los precios y esta vida de perros sería menos dura.

—Es que no nos gusta mirarnos las manos cuando trabajamos.

—Tampoco las miraba yo y ya ves lo que me ha lucido.

Hubo un instante de silencio, y tras una breve pausa la voz grave y melancólica del anciano resonó otra vez:

—También fui joven y como ustedes hice lo mismo; me burlé de los viejos sin pensar que la juventud pasa tan ligero que cuando cae uno en ello es ya un desperdicio, un trasto. Viejo soy, pero no hay que olvidar que todos van por ese camino; que la muerte nos arrea y el que se para tiene pena de la vida.

Calláronse todos, nuevamente, y el vejete que gemía en el rincón se levantó y con lánguido paso abandonó la plazoleta. Muy pronto los demás siguieron su ejemplo, y en la profundidad de la galería las vacilantes luces de las lámparas volvieron a sumergirse en aquellas ondas tenebrosas que ahogaron en un instante su fugitivo y moribundo resplandor.

En el nuevo túnel se habían interrumpido momentáneamente los trabajos de excavación y sólo había allí una escuadrilla de apuntaladores: tres hombres y un muchacho. Ocupábanse dos en aserrar los maderos y los otros dos los ajustaban en sus sitios. Estaban ya al final y sólo unos cuantos metros los separaban del muro de roca que se perforaba.

Un obrero y el muchacho se empeñaban en colocar un trozo de viga en posición vertical: el primero la sostenía, mientras el segundo con un pesado combo golpeaba la parte superior. Viendo el poco éxito que obtenían, resolvieron quitarla para acortar su longitud, pero estaba encajada tan sólidamente que a pesar de sus esfuerzos no pudieron conseguirlo. Entonces pusiéronse a disputar con acritud culpándose mutuamente de haber errado la medida del corte de aquel madero. Después de un agrio cambio de palabras se apartaron, sentándose para descansar en los trozos de roca esparcidos en el suelo.

Uno de los que aserraban se acercó, examinó la viga y viendo la señal de los golpes cerca de la techumbre, dijo, dirigiéndose al muchacho:

—Ten cuidado de golpear tan arriba. Una chispa, una sola, y nos achicharramos todos en este infierno. Acércate, ven a ver —agregó agachándose al pie del muro—. Pon la mano aquí, ¿qué sientes?

—Algo así como un vientecito que sopla.

—No es viento, camarada, es el grisú. Ayer tapamos con arcilla varias rendijas, pero ésta se nos escapó. La galería debe estar llena del maldito gas.

Y para cerciorarse levantó la lámpara de seguridad por encima de su cabeza: la luz se alargó creciendo considerablemente, visto lo cual por el obrero bajó el brazo con rapidez.

—¡Diablo! —dijo—, hay aquí grisú para hacer saltar la mina entera.

Aquel muchacho cuya edad fluctuaba entre los dieciocho y diecinueve años era conocido con el singular apodo de Viento Negro. Pendenciero y fanfarrón, de fuertes y recios miembros, abusaba de su vigor físico con los compañeros generalmente más débiles que él, por lo cual era muy poco estimado entre ellos. En su rostro picado de viruelas había una firmeza y resolución que contrastaba notablemente con los semblantes tímidos e inexpresivos de sus camaradas.

El obrero y el muchacho fueron a proseguir su conversación sentados en una viga.

—Ya ves —decía el primero—, estamos, vaya el caso, dentro del cañón de una escopeta, en el sitio en que se pone la carga.

Y señalando delante de él la alta galería continuó:

—Al menor descuido, una chispa que salte o una lámpara que se rompa, el Diablo tira del gatillo y sale el tiro. En cuanto a los que estamos aquí, haríamos sencillamente el papel de perdigones.

Viento Negro no contestó. En lo alto del túnel vio brillar la luz de la linterna del ingeniero. El otro también la había visto y levantándose ambos con premura fueron a proseguir la interrumpida tarea.

El muchacho cogió el combo y se dispuso a golpear la viga, pero su compañero se lo impidió diciéndole:

—¡No ves, torpe, que eso es inútil!

—Pero ahí vienen y es preciso hacer algo.

—Yo no hago nada y cuando lleguen diré que me den otro ayudante, porque tú para nada te cuidas de mis observaciones.

Y de nuevo se enconó la discusión, y hubieran llegado a las manos si la presencia de los superiores no lo hubiese impedido. Jefe y subalterno examinaron con atención los revestimientos y muy luego la mirada vigilante del capataz se fijó en la viga objeto de la disputa.

—¿Qué es esto, Juan?

—Es por culpa de éste, señor —respondió el obrero, señalando al muchacho—, hace lo que le da la gana y no obedece mis órdenes.

Los ojos penetrantes del capataz se clavaron en Viento Negro y exclamó de pronto en tono de amenaza:

—¡Ah, eres tú el que cortó ayer la cuerda de señales del departamento de los capataces! Tienes cinco pesos de multa por la fechoría.

—¡No he sido yo! —rugió el interpelado, pálido de cólera.

El capataz se encogió de hombros con indiferencia, pero viendo la inmovilidad del obrero y la furiosa mirada que brotaba de sus ojos, le gritó con imperio:

—¿Qué haces ahí, maldito holgazán? ¡Pronto, a quitar ese madero!

El muchacho no se movió. En su alma inculta e indómita aquella multa que tan injustamente se le aplicaba, prodújole el efecto de un latigazo, irritando hasta la exasperación su fiero y resuelto carácter.

El capataz, furioso por aquel insólito desconocimiento de su autoridad, cogió del cuello al desobediente y dándole un empellón hacia adelante remató la agresión aplicándole un violento puntapié por detrás. ¡Jamás lo hubiera hecho! Viento Negro se revolvió contra él como un tigre y asestándole una tremenda cabezada en mitad del pecho lo tendió exánime en el duro pavimento.

El ingeniero que cerca de allí hacía anotaciones en su cartera y que, impuesto de la disputa, se preparaba a intervenir, se volvió al oír el golpe de la caída y percibiendo una sombra que se deslizaba pegada al muro, de un salto se puso delante, cerrándole el paso. El fugitivo quiso evadirse por el otro lado, pero un puño de hierro le cogió de un brazo y lo arrastró como una pluma al fondo del túnel.

Sentado en una piedra, rodeado por los obreros, el capataz vuelto de su pasajero desvanecimiento, respiraba con dificultad. Al ver a su agresor quiso abalanzarse sobre el pero un ademán del ingeniero lo contuvo.

—Le ha dado una cabezada en el pecho —dijeron los obreros contestando a la mirada interrogadora del jefe, quien sin soltar el brazo de su prisionero lo condujo frente a la viga y le ordenó con tono tranquilo, casi amistoso:

—Ante todo vas a colocar este soporte en su sitio.

—He dicho que no quiero trabajar —repuso con voz sorda y opaca Viento Negro.

—Y yo te digo que trabajarás, si no te basta el martillo puedes ensayar las cabezadas en las que eres tan diestro.

Una explosión de risa saludó la cuchufleta que hizo palidecer de rabia el desfigurado rostro del obrero, quien paseó a su alrededor la mirada de fiera acorralada en la que brillaba la llama sombría de una indomable resolución. Y, de pronto, contrayendo sus músculos dio un salto hacia adelante, tratando pasar por el espacio descubierto entre el cuerpo del ingeniero y el muro del corredor. Pero un terrible puñetazo que le alcanzó en pleno rostro lo arrojó de espaldas con extremada violencia.

Se incorporó apoyándose en las manos y las rodillas, mas una feroz patada en los riñones lo echó a rodar de nuevo por entre los escombros de la galería. Los testigos de aquella escena no respiraban y seguían con avidez todas sus peripecias.

Viento Negro, lleno de lodo, espantoso, sangriento, se puso de pie. Un hilo de sangre brotaba de su ojo derecho e iba a perderse en la comisura de los labios, pero con paso firme se adelantó y cogiendo el combo se puso a descargar furiosos golpes en la inclinada viga.

La sonrisa del orgullo satisfecho resplandecía en la ancha faz del ingeniero. Había domado la fierecilla y a cada furibundo golpe que hacía resbalar el madero sobre la roca repetía plácidamente:

—¡Bien, muchacho, bravo, bien, bien!

El capataz fue el único que percibió el peligro, pero sólo alcanzó a ponerse de pie.

En la negra techumbre brillaron unas tras otras algunas chispas. Viento Negro había dejado deslizarse por sus manos el mango del combo hasta su extremidad, y la maza de acero al rozar las agudas aristas de la roca había producido en ellas el efecto fulminante del choque del eslabón con el pedernal.

Una llama azulada recorrió velozmente el combado techo del túnel y la masa de aire contenida entre sus muros se inflamó, convirtiéndose en una inmensa llamarada. Los cabellos y los trajes ardieron, y una luz vivísima, de extraordinaria intensidad, iluminó hasta los rincones más ocultos de la inclinada galería.

Pero aquella pavorosa visión sólo duró el brevísimo espacio de un segundo: un terrible crujido conmovió las entrañas de la roca y los seis hombres envueltos en un torbellino de llamas, de trozos de madera y de piedras, fueron proyectados con espantosa violencia a lo largo del corredor.

Al sordo estallido de la formidable explosión, los habitantes del pequeño caserío se agolparon a las puertas y ventanas de sus viviendas y fijando sus azorados ojos en las construcciones de la mina, presenciaron llenos de espanto algo como la repentina erupción de un volcán.

Bajo el cielo azul, sereno y límpido, sin asomo de humo, ni de llamas, los maderos de la cabría, arrancados de sus sitios por una fuerza prodigiosa, fueron lanzados hacia arriba en todas direcciones: una de las jaulas de hierro, recorriendo el angosto tubo del pozo, como un proyectil el ánima de un cañón, subió recta hasta una inmensa altura.

Los moradores de la población minera, en su mayor parte mujeres y niños, se abalanzaron en confuso tropel hacia el pique donde todo era confusión y desorden: los obreros corrían de un lado para otro, despavoridos, sin hallar qué hacer. Mas la presencia de ánimo del capataz de turno los tranquilizó un tanto, y bajo su dirección pusiéronse a trabajar con febril actividad.

Las jaulas habían desaparecido y con ellas uno de los cables, pero el otro estaba aún intacto enrollado en la bobina. Con rapidez se montó una polea sobre la boca del pozo y atando un cubo de madera a la extremidad del cable quedó todo listo para efectuar la bajada. El capataz y dos obreros se disponían ya a llevar a efecto esta operación cuando una espesa humareda que empezó a brotar desde abajo lo impidió y hubo que aguardar que los ventiladores barrieran aquel obstáculo.

Entretanto, las mujeres enloquecidas habían invadido la plataforma dificultado grandemente los trabajos de salvamento y los obreros, para tener despejado el sitio de la maniobra tenían que rechazarlas a empellones y puñetazo limpio. Sus alaridos aturdían impidiendo oír las voces de mando de capataces y maquinistas.

Por fin el humo se disipó y el capataz y los obreros se colocaron dentro del cubo: diose la señal de bajada y desaparecieron en medio del más profundo silencio.

Frente a la galería de entrada abandonaron la improvisada jaula y penetraron al interior. Una calma aterradora reinaba allí, no se veía un rayo de luz y todo estaba limpio de obstáculos: no había rastros de vagonetas ni de maderos; las poleas, los cables, las cuerdas de señales, todo había sido barrido por la violencia del aire empujado por la explosión. Aquella soledad los sobrecogió y una angustia mortal oprimió sus corazones. ¿Habían muerto todos los compañeros?

Pero, de pronto, aparecieron gran número de luces y se encontraron rodeados por un compacto grupo de trabajadores. Al sentir la conmoción habían corrido presurosos hacia el punto de salida, mas al desembocar en la galería central los había detenido el humo y el aire irrespirable que llenaba esa parte de la mina. Nada sabían de los obreros de la entrada del pique; sin duda habían sido sepultados junto con los escombros en lo más hondo del pozo.

Las opiniones estaban acordes en que la explosión se había producido en el nuevo túnel y que debían haber perecido en ella la cuadrilla de apuntaladores, el ingeniero jefe y el capataz mayor de la mina.

Un grito unánime resonó: ¡Vamos allá! Y todos se pusieron en movimiento, pero la voz enérgica del capataz los detuvo:

—¡Nadie se mueva! —dijo con autoridad—, la galería está llena de viento negro. Lo primero es activar la ventilación. Ciérrense las compuertas de la segunda galería para que el aire del ventilador obre directamente sobre el túnel. Después veremos lo que hay que hacer.

Mientras algunos se precipitaban a ejecutar aquellas órdenes, el barretero Tomás, un mocetón alto y robusto, se acercó y con tono resuelto, dijo:

—Yo iré allá, si hay quien me acompañe. Es cobardía abandonar así a los compañeros. Puede haber alguno vivo todavía.

—¡Sí, sí! ¡Vamos! —exclamaron una veintena de voces.

El capataz trató de disuadirlos, diciéndoles que era correr inútilmente a una muerte casi segura. Que hacía más de dos horas que se había producido el estallido y que por consiguiente los jefes y camaradas estaban sin duda alguna, muertos y bien muertos. Pero viendo que no le escuchaban accedió para evitar mayores desgracias a lo propuesto por el obrero, quien después de una violenta disputa, pues todos querían ser de la partida, eligió tres acompañantes con los cuales se puso inmediatamente en marcha.

A la entrada del túnel los cuatro hombres se arrodillaron e hicieron la señal de la cruz, y en seguida unos tras otros, con las lámparas en alto, penetraron en la galería que por su elevación les permitía andar derechos, sin encorvarse. Muy pronto sintieron latidos en las sienes y zumbidos en los oídos. A cien metros el que iba a la cabeza sintió un golpe a sus espaldas: el obrero que lo seguía había caído. Sin pérdida de tiempo lo levantaron y lo arrastraron hacia afuera. Reemplazósele con presteza y el pequeño grupo volvió de nuevo a internarse en el corredor.

Cuando les faltaba un centenar de metros para llegar al final, encontraron el primer cuerpo. Una ojeada les bastó para comprender que era imposible conservar un resto de vida: estaba hecho pedazos. Algunos pasos más y tropezaron con el segundo, luego con el tercero, el cuarto y el quinto. El último era el del capataz, a quien reconocieron por sus gruesos zapatos claveteados. Faltaba el ingeniero, y sin detenerse siguieron avanzando, pero de pronto delante de ellos se desprendió un grueso bloque que cayó con gran estruendo, levantando una nube de polvo.

Hallábanse en el sitio de la explosión: el suelo estaba sembrado de escombros, los revestimientos habían sido arrancados en gran parte y la techumbre principiaba a ceder. Se detuvieron un instante indecisos; mas, luego, pasando por encima del obstáculo, prosiguieron el avance, cautelosos, con el oído atento a los chasquidos precursores de los derrumbes y sintiendo a cada paso el golpe seco de algún desprendimiento. Caminaron así algunos metros cuando de improviso resonó un crujido.

Tomás, que era el primero del grupo, recibió un golpe en un hombro que lo hizo vacilar sobre sus piernas: se volvió lleno de angustia; una espesa polvareda le impedía ver. Adelantó con precaución y sus dientes castañetearon: delante de él y cerrándole el paso había un montón de piedras de más de un metro de elevación y que abarcaba todo el ancho de la galería. De un salto cayó sobre aquel sepulcro y empezó a remover furiosamente los escombros, tarea que secundaron en breve los compañeros que llegaban, pero después de grandes esfuerzos sólo encontraron tres cadáveres.

Mientras algunos recogían los muertos, los demás registraban los rincones en busca del ingeniero cuya extraña desaparición despertaba en sus espíritus supersticiosos la idea de que el Diablo se lo había llevado en cuerpo y alma.

De pronto alguien gritó con fuerza:

—¡Aquí está!

Todos acudieron y alumbraron con sus lámparas. En un recodo de la galería, pegado al techo y en el eje destinado a sostener la polea del cable, en la extremidad que apuntaba al fondo del túnel, había un gran bulto suspendido. Aquella masa voluminosa que despedía un olor penetrante de carne quemada, era el cuerpo del ingeniero jefe. La punta de la gruesa barra de hierro habíale penetrado en el vientre y sobresalía más de un metro por entre los hombros. Con la terrible violencia del choque, la barra se había torcido y costó gran trabajo sacarlo de allí. Retirado el cadáver, como las ropas convertidas en pavesas se deshacían al más ligero contacto, los obreros se despojaron de sus blusas y lo cubrieron con ellas piadosamente. En sus rudas almas no había asomo de odio ni de rencor.

Puestos en marcha con la camilla sobre los hombros, respiraban con fatiga bajo el peso aplastador de aquel muerto que seguía gravitando sobre ellos, como una montaña en la cual la humanidad y los siglos habían amontonado soberbia, egoísmo y ferocidad.

El pago

Pedro María, con las piernas encogidas, acostado sobre el lado derecho, trazaba a golpes de piqueta un corte en la parte baja de la vena. Aquella incisión que los barreteros llaman circa alcanzaba ya a treinta centímetros de profundidad, pero el agua que se filtraba del techo y corría por el bloque llenaba el surco cada cinco minutos, obligando al minero a soltar la herramienta para extraer con ayuda de su gorra de cuero aquel sucio y negro líquido que, escurriéndose por debajo de su cuerpo, iba a formar grandes charcas en el fondo de la galería.

Hacía algunas horas que trabajaba con ahínco para finiquitar aquel corte y empezar la tarea de desprender el carbón. En aquella estrechísima ratonera el calor era insoportable. Pedro María sudaba a mares, y de su cuerpo, desnudo hasta la cintura, brotaba un cálido vaho que con el humo de la lámpara formaba a su alrededor una especie de niebla cuya opacidad, impidiéndole ver con precisión, hacía más difícil la dura e interminable tarea. La escasa ventilación aumentaba sus fatigas, el aire cargado de impurezas, pesado, asfixiante, le producía ahogos y accesos de sofocación, y la altura de la labor, unos setenta centímetros escasos, sólo le permitía posturas incómodas y forzadas que concluían por entumecer sus miembros, ocasionándole dolores y calambres intolerables.

Apoyado en el codo, con el cuello doblado, golpeaba sin descanso, y a cada golpe el agua de la cortadura le azotaba el rostro con gruesas gotas que herían sus pupilas como martillazos. Deteníase entonces por un momento para desaguar el surco y empuñaba de nuevo la piqueta sin cuidarse de la fatiga que engarrotaba sus músculos, del ambiente irrespirable de aquel agujero, ni del lodo en que se hundía su cuerpo, acosado por una idea fija, obstinada, de extraer ese día, el último de la quincena, el mayor número posible de carretillas; y esa obsesión era tan poderosa, absorbía de tal modo sus facultades, que la tortura física le hacía el efecto de la espuela que desgarra los ijares de un caballo desbocado.

Cuando la circa estuvo terminada, Pedro María sin permitirse un minuto de reposo se preparó inmediatamente a desprender el mineral. Ensayó varias posturas buscando la más cómoda para atacar el bloque, pero tuvo que resignarse a seguir con la que había adoptado hasta allí, acostado sobre el lado derecho, que era la única que le permitía manejar la piqueta con relativa facilidad. La tarea de arrancar el carbón, que a un novicio le parecería operación sencillísima, requiere no poca maña y destreza, pues si el golpe es muy oblicuo la herramienta resbala, desprendiendo sólo pequeños trozos, y si la inclinación no es bastante, el diente de acero rebota y se despunta como si fuese de mazapán.

Pedro María empezó con brío la tarea, atacó la hulla junto al corte y golpeando de arriba abajo desprendiéronse de la vena grandes trozos negros y brillantes que se amontonaron rápidamente a lo largo de la hendidura; pero a medida que el golpe subía, el trabajo hacíase muy penoso. En aquel pequeño espacio no podía darse a la piqueta el impulso necesario: estrechada entre el techo y la pared, mordía el bloque débilmente, y el obrero, desesperado, multiplicaba los golpes arrancando sólo pequeños pedazos de mineral.

Un sudor copiosísimo empapaba su cuerpo, y el espeso polvo que se desprendía de la vena, mezclado con el aire que respiraba, se introducía en su garganta y pulmones produciéndole accesos de tos que desgarraban su pecho dejándole sin aliento. Pero golpeaba, golpeaba sin cesar, encarnizándose contra aquel obstáculo que hubiera querido despedazar con sus uñas y sus dientes. Y enardecido, furioso a riesgo de quedar allí sepultado, arrancó del techo un gran tablón contra el cual chocaba a cada instante la herramienta.

Una gota de agua, persistente y rápida, comenzó a caerle en la base del cuello, y su fresco contacto le pareció en un principio delicioso; pero la agradable sensación desapareció muy pronto para convertirse en un escozor semejante al de una quemadura. En balde trataba de esquivar aquella gotera que escurriéndose antes por el madero, iba a perderse en la pared y que ahora abrasaba su carne como si fuera plomo derretido.

Sin embargo no cejaba con su tenaz empeño, y mientras el carbón se desmoronaba amontonándose entre sus piernas, sus ojos buscaban el sitio propicio para herir aquel muro que agujereaba hacía ya tantos años, que era siempre el mismo de un espesor tan enorme que nunca se le veía el fin…

Pedro María abandonó la faena al anochecer y tomando su lámpara y arrastrándose penosamente por los corredores, ganó la galería central. Las corrientes de aire que encontraba al paso habían enfriado su cuerpo, y caminaba quebrantado y dolorido, vacilante sobre sus piernas entorpecidas por tantas horas de forzada inmovilidad…

Cuando se encontró afuera sobre la plataforma, un soplo helado le azotó el rostro, y sin detenerse, con paso rápido descendió por la carretera. Sobre su cabeza grandes masas de nubes oscuras corrían empujadas por un fuerte viento del septentrión, en las cuales el plateado disco de la luna, lanzado en dirección contraria, parecía penetrar con la violencia de un proyectil, palideciendo y eclipsándose entre los densos nubarrones para reaparecer de nuevo, rápido y brillante, a través de un fugitivo desgarrón. Y ante aquellas furtivas apariciones del astro, la oscuridad huía por unos instantes, destacándose sobre el suelo sombrío las brillantes manchas de las charcas que el obrero no se cuidaba de evitar en su prisa de llegar pronto y de encontrarse bajo techo, junto a la llama bienhechora del hogar.

Transido de frío, con las ropas pegadas a la piel, penetró en el estrecho cuarto. Algunos carbones ardían en la chimenea, y delante de ella, colgados de un cordel, se veían un pantalón y una blusa de lienzo, ropa que el obrero se puso sin tardanza, tirando la mojada en un rincón. Su mujer le habló entonces, quejándose de que ese día tampoco había conseguido nada en el despacho. Pedro María no contestó, y como ella continuase explicándole que esa noche tenía que acostarse sin cenar, pues el poco café que había lo destinaba para el día siguiente, su marido la interrumpió, diciéndole:

—No importa, mujer, mañana es día de pago y se acabarán nuestras penas.

Y rendido, con los miembros destrozados por la fatiga, fue a tenderse en su camastro arrimado a la pared. Aquel lecho compuesto de cuatro tablas sobre dos banquillos y cubiertas por unos cuantos sacos, no tenía más abrigo que una manta deshilachada y sucia. La mujer y los dos chicos, un rapaz de cinco años y una criatura de ocho meses, dormían en una cama parecida, pero más confortable, pues se había agregado a los sacos un jergón de paja.

Durante aquellos cinco días transcurridos desde que el despacho les cortó los víveres, las escasas ropas y utensilios habían sido vendidos o empeñados; pues en ese apartado lugarejo no existía otra tienda de provisiones que la de la Compañía, en donde todos estaban obligados a comprar mediante vales o fichas al portador.

Muy pronto un sueño pesado cerró los párpados del obrero, y en aquellas cuatro paredes reinó el silencio, interrumpido a ratos por las rachas de viento y lluvia, que azotaban las puertas y ventanas de la miserable habitación.

La mañana estaba bastante avanzada cuando Pedro María se despertó. Era uno de los últimos días de junio y una llovizna fina y persistente caía del cielo entoldado, de un gris oscuro y ceniciento. Por el lado del mar una espesa cortina de brumas cerraba el horizonte, como un muro opaco que avanzaba lentamente tragándose a su paso todo lo que la vista percibía en aquella dirección.

Bajo el zinc de los corredores, entre el ir y venir de las mujeres y las locas carreras de los niños los obreros, con el busto desnudo, friccionábanse la piel briosamente para quitarse el tizne adquirido en una semana de trabajo. Ese día destinado al pago de los jornales era siempre esperado con ansia y en todos los rostros brillaba cierta alegría y animación.

Pedro María, terminado su tocado semanal, se quedó de pie un momento apoyado en el marco de la puerta, dirigiendo una mirada vaga sobre la llanura y contemplando silencioso la lluvia tenaz y monótona que empapaba el suelo negruzco, lleno de baches y de sucias charcas. Era un hombre de treinta y cinco años escasos, pero su rostro demacrado, sus ojos hundidos y su barba y su cabello entrecanos le hacían aparentar más de cincuenta.

Había ya empezado para él la época triste y temible en la que el minero ve debilitarse, junto con el vigor físico, el valor y las energías de su efímera juventud.

Después de haber contemplado un instante el triste paisaje que se desenvolvía ante su vista, el obrero penetró en el cuarto y se sentó juntó a la chimenea, donde en el tacho de hierro hervía ya el agua para el café.

La mujer, que había salido volvió trayendo pan y azúcar para el desayuno. De menos edad que su marido, estaba ya muy ajada y marchita por aquella vida de trabajos y de privaciones que la lactancia del pequeño había hecho más difícil y penosa.

Terminado el mezquino refrigerio, marido y mujer se pusieron a hacer cálculos sobre la suma que el primero recibiría en el pago y, rectificando una y otra vez sus cuentas, llegaron a la conclusión de que pagado el despacho les quedaba un sobrante suficiente para rescatar y comprar los utensilios de que la necesidad les había obligado a deshacerse. Aquella perspectiva los puso alegres y como en ese momento comenzase a sonar la campana de la oficina pagadora, el obrero se calzó sus ojotas y seguido de la mujer que, llevando a la criatura en brazos y al otro pequeño de la mano, caminaba hundiendo sus pies desnudos en el lodo, se dirigió hacia la carretera, uniéndose a los numerosos grupos que se marchaban a toda prisa en dirección de la mina.

El viento y la lluvia que caía con fuerza les obligaban a acelerar el paso para buscar un refugio bajo los cobertizos que rodeaban el pique, los que muy luego fueron insuficientes para contener aquella abigarrada muchedumbre.

Allí estaba todo el personal de las distintas faenas, desde el anciano capataz hasta el portero de ocho años, estrechándose unos a otros para evitar el agua que se escurría del alero de los tejados y con los ojos fijos en la cerrada ventanilla del pagador.

Después de un rato de espera el postigo de la ventana se alzó, empezando inmediatamente el pago de los jornales. Esta operación se hacía por secciones, y los obreros eran llamados uno a uno por los capataces que custodiaban la pequeña abertura por la que el cajero iba entregando las cantidades que constituían el haber de cada cual. Estas sumas eran en general reducidas, pues se limitaban al saldo que quedaba después de deducir el valor del aceite, carbón y multas y el total de lo consumido en el despacho.

Los obreros se acercaban y se retiraban en silencio, pues estaba prohibido hacer observaciones y no se atendía reclamo alguno, sino cuando se había pagado el último trabajador. A veces un minero palidecía y clavaba una mirada de sorpresa y de espanto en el dinero puesto al borde de la ventanilla, sin atreverse a tocarlo, pero un «¡Retírate!» imperioso de los capataces le hacía estirar la mano y coger las monedas con sus dedos temblorosos, apartándose en seguida con la cabeza baja y una expresión estúpida en su semblante trastornado.

Su mujer le salía al encuentro ansiosa, preguntándole:

—¿Cuánto te han dado?

Y el obrero por toda respuesta abría la mano y mostraba las monedas y luego se miraban a los ojos quedándose mudos, sobrecogidos y sintiendo que la tierra vacilaba bajo sus pies.

De pronto algunas risotadas interrumpieron el religioso silencio que reinaba allí. La causa de aquel ruido intempestivo era un minero que viendo que el empleado ponía sobre la tablilla una sola moneda de veinte centavos, la cogió, la miró un instante con atención como un objeto curioso y raro y luego la arrojó con ira lejos de sí.

Una turba de pilletes se lanzó como un rayo tras la moneda que había caído, levantando un ligero penacho en mitad de una charca, mientras el obrero, con las manos en los bolsillos, descendía por la carretera sin hacer caso de las voces de una pobre anciana que con las faldas levantadas corría gritando con acento angustioso:

—¡Juan, Juan! —Pero él no se detenía, y muy pronto sus figuras macilentas, azotadas por el viento y por la lluvia desaparecieron arrastradas, a lo lejos, por el torrente nunca exhausto del dolor y la miseria.

Pedro María esperaba con paciencia su turno y cuando el capataz exclamó en voz alta:

—¡Barreteros de la Doble! —Se estremeció y aguardó nervioso, con el oído atento a que se pronunciase su nombre, pero las tres palabras que lo constituían no llegaron a sus oídos. Unos tras otros fueron llamados sus compañeros y al escuchar de nuevo la voz aguda del capataz que gritaba:

—¡Barreteros de la Media Hoja! —Un escalofrío recorrió su cuerpo y sus ojos se agrandaron desmesuradamente. Su mujer se volvió y le dijo, entre sorprendida y temerosa:

—No te han llamado ¡mira! —Y como él no respondiese empezó a gemir, mientras mecía en sus brazos al pequeño que aburrido de chupar el agotado seno de la madre se había puesto a llorar desesperadamente.

—¿Que no lo han llamado todavía?

Y como la interpelada moviese negativamente la cabeza, dijo:

—Tampoco a éste —señalando a su hijo, un muchacho de doce años, pero tan paliducho y raquítico que no aparentaba más de ocho.

Aquella mujer, joven viuda, alta, bien formada, de rostro agraciado, rojos labios y blanquísimos dientes, se arrimó a la pared del cobertizo y desde ahí lanzaba miradas fulgurantes a la ventanilla, tras la cual se veían los rubios bigotes y las encarnadas mejillas del pagador.

Pedro María, entretanto, ponía en tortura su magín haciendo cálculos tras cálculos, pero el obrero como tantos otros que se hallaban en el mismo caso echaba las cuentas sin la huéspeda, es decir, sin la multa imprevista, sin la disminución del salario o el alza repentina y caprichosa de los precios del despacho.

Cuando se hubo acercado a la ventanilla el último trabajador de la última faena, la voz ruda del capataz resonó clara y vibrante:

—¡Reclamos!

Y un centenar de hombres y de mujeres se precipitó hacia la oficina: todos ellos estaban animados por la esperanza de que un olvido o un error fuese la causa de que sus nombres no aparecieran en las listas.

En primera fila estaba la viuda con su chico de la mano. Acercó el rostro a la abertura y dijo:

—José Ramos, portero.

—¿No ha sido llamado?

—No, señor.

El cajero recorrió las páginas del libro y con voz breve leyó:

—José Ramos, veintiséis días a veinticinco centavos. Tiene un peso de multa. Queda debiendo cincuenta centavos al despacho.

La mujer, roja de ira, respondió:

—¡Un peso de multa! ¿Por qué? ¡Y no son veinticinco centavos los que gana sino treinta y cinco!

El empleado no se dignó contestar y con tono imperioso y apremiante gritó a través de la ventanilla:

—¡Otro!

La joven quiso insistir, pero los capataces la arrancaron de allí y la empujaron violentamente fuera del círculo.

Su naturaleza enérgica se sublevó, la rabia la sofocaba y sus miradas despedían llamas.

—¡Canallas, ladrones! —pudo exclamar después de un momento con voz enronquecida. Con la cabeza echada atrás, el cuerpo erguido, destacándose bajo las ropas húmedas y ceñidas los amplios hombros y el combado seno, quedó un instante en actitud de reto, lanzando rayos de intensa cólera por los oscuros y rasgados ojos.

—¡No rabies, mujer, mira que ofendes a Dios! —profirió alguien burlonamente entre la turba.

La interpelada se volvió como una leona.

—¡Dios! —dijo—, ¡para los pobres no hay Dios!

Y lanzando una mirada furiosa hacia la ventanilla, exclamó:

—¡Malditos, sin conciencia, así se los tragara la tierra!

Los capataces sonreían por lo bajo y sus ojos brillaban codiciosamente contemplando a la real hembra. La viuda arrojó una mirada de desafío a todos y volviéndose hacia su chico, que con la boca abierta miraba embebecido una banda de gaviotas que volaban en fila, destacando bajo el cielo brumoso su albo plumaje, como una blanca cinta que el viento empujaba hacia el mar, le gritó, dándole un empellón:

—¡Anda, bestia!

El impulso fue tan fuerte y las piernas del pequeño eran tan débiles, que cayó de bruces en el lodo. Al ver a su hijo en el suelo, los nervios de la madre perdieron su tensión y una crisis de lágrimas sacudió su pecho. Se inclinó con presteza y levantó al muchacho, besándolo amorosamente y secando con sus labios las lágrimas que corrían por aquellas mejillas pálidas a las que la pobreza de sangre daba un tinte lívido y enfermizo.

A Pedro María le había llegado el turno y aguardaba muy inquieto junto a la ventanilla. Mientras el cajero volvía las páginas, el corazón le palpitaba con fuerza y la angustia de la incertidumbre le estrechaba la garganta como un dogal de tal modo que cuando el pagador se volvió y le dijo:

—Tienes diez pesos de multa por cinco fallas y se te han descontado doce carretillas que tenían tosca. Debes, por consiguiente, tres pesos al despacho.

Quiso responder y no pudo, y se apartó de allí con los brazos caídos y andando torpemente como un beodo.

Una ojeada le bastó a la mujer para adivinar que el obrero traía las manos vacías y se echó a llorar balbuceando, mientras apretaba entre sus brazos convulsivamente a la criatura:

—¡Virgen santa, qué vamos a hacer!

Y cuando su marido, adelantándose a la pregunta que veía venir le dijo:

—Debemos tres pesos al despacho —la infeliz redobló su llanto, al que hicieron coro muy pronto los dos pequeñuelos. Pedro María contemplaba aquella desesperación mudo y sombrío y la vida se le apareció en ese instante con caracteres tan odiosos que si hubiera encontrado un medio rápido de librarse de ella lo habría adoptado sin vacilar.

Y por la ventanilla abierta parecía brotar un hálito de desgracias: todos los que se acercaban a aquel hueco se separaban de él con rostro pálido y convulso, los puños apretados, mascullando maldiciones y juramentos. Y la lluvia caía siempre, copiosa, incesante, empapando la tierra y calando las ropas de aquellos miserables para quienes la llovizna y las inclemencias del cielo eran una parte muy pequeña de sus trabajos y sufrimientos.

Pedro María, taciturno, cejijunto, vio alejarse a su mujer e hijos cuyos harapos adheridos a sus carnes flácidas les daban un aspecto más miserable aún. Su primer impulso había sido seguirlos, pero la rápida visión de las desnudas y frías paredes del cuarto, del hogar apagado, del chico pidiendo pan, lo clavó en el sitio. Algunos compañeros lo llamaron haciéndole guiños expresivos, pero no tenía ganas de beber; la cabeza le pesaba como plomo sobre los hombros y en su cerebro vacío no había una idea, ni un pensamiento. Una inmensa laxitud entorpecía sus miembros y habiendo encontrado un lugar seco se tendió en el suelo y muy pronto un sueño pesado, lleno de imágenes y visiones extraordinariamente extrañas y fantásticas, cerró sus párpados.

Y soñó que estaba allá abajo piqueta en mano, atacando la vena y, cosa rara, le parecía que aquella masa oscura, quebradiza como el cristal, no tenía la consistencia de otras veces. Sacudió la lámpara para ver mejor y su extrañeza desapareció. No era carbón, ni otro mineral cualquiera lo que hería la acerada punta de la herramienta, sino una masa rojiza, blanda, gelatinosa. Entonces, sintió que una vívida claridad penetraba en su cerebro: aquello era el sudor, la sangre y las lágrimas vertidas por las generaciones de mineros, sus antepasados, en los corredores de la mina y por los que aún poblaban sus infernales pasadizos. Y sin asombro vio que el sudor que brotaba de su cuerpo era de color de púrpura y que poco a poco tomaba el tinte y consistencia del extraordinario filón.

Luego la visión se transformó y se encontró delante de un inmenso crisol donde era arrojado el extraño metal y que dejaba escapar por una abertura de su parte inferior un chorro dorado que saltaba como una cascada, esparciéndose en áureos arroyuelos por los campos.

Al contacto del oro la tierra se estremecía y, como al golpe de una varilla mágica, brotaban de su seno palacios y moradas espléndidas en cuyas estancias, resplandecientes como el día, innumerables parejas se entrelazaban al acompasado son de voluptuosas danzas.

De pronto los bailes y las músicas cesaron y una luz extraña, rarísima, iluminó los aposentos. Los diamantes que brillaban en los cabellos y gargantas de las mujeres se desprendieron de sus engarces y rodaron como lágrimas por los níveos hombros y senos de las hermosas, haciéndolas estremecerse con su húmedo contacto. Los rubíes dejaban al caer manchas sangrientas sobre los regios tapices. Y las paredes, las escalinatas, los bronces y los mármoles, y tomando un tinte rojo, violáceo, horrible, parecían de sangre coagulada.

Mientras Pedro María contemplaba aquella brusca transformación, una espantable turba se abalanzó sobre los edificios: eran esqueletos que con sus garfiados dedos despedazaban esos templos de la fortuna y del placer, arrancando trozos que se adherían a sus osamentas, convertidos en jirones de carne palpitante.

A medida que los esqueletos se vestían de aquella extraña manera, adquiriendo sangre y músculos, los palacios se desvanecían desmenuzados por aquellos millares de tenazas y acerados garfios. Nada restaba de las soberbias moradas, ni los cimientos. Y cuando hubo desaparecido el último escombro, la última piedra, sólo quedó en aquel sitio una muchedumbre de viejos, de jóvenes y niños tiznados y sucios.

El obrero se despertó súbitamente. Los cobertizos estaban desiertos y las gotas de lluvia modulaban su alegre sinfonía, escurriéndose rápidas por el alero de los tejados.

El Chiflón del Diablo

En una sala baja y estrecha, el capataz de turno sentado en su mesa de trabajo y teniendo delante de sí un gran registro abierto, vigilaba la bajada de los obreros en aquella fría mañana de invierno. Por el hueco de la puerta se veía el ascensor aguardando su carga humana que, una vez completa, desaparecía con él, callada y rápida, por la húmeda abertura del pique.

Los mineros llegaban en pequeños grupos, y mientras descolgaban de los ganchos adheridos a las paredes sus lámparas, ya encendidas, el escribiente fijaba en ellos una ojeada penetrante, trazando con el lápiz una corta raya al margen de cada nombre. De pronto, dirigiéndose a dos trabajadores que iban presurosos hacia la puerta de salida los detuvo con un ademán, diciéndoles:

—Quédense ustedes.

Los obreros se volvieron sorprendidos y una vaga inquietud se pintó en sus pálidos rostros. El más joven, muchacho de veinte años escasos, pecoso, con una abundante cabellera rojiza, a la que debía el apodo de Cabeza de Cobre, con que todo el mundo lo designaba, era de baja estatura, fuerte y robusto. El otro más alto, un tanto flaco y huesudo, era ya viejo de aspecto endeble y achacoso. Ambos con la mano derecha sostenían la lámpara y con la izquierda su manojo de pequeños trozos de cordel en cuyas extremidades había atados un botón o una cuenta de vidrio de distintas formas y colores; eran los tantos o señales que los barreteros sujetan dentro de las carretillas de carbón para indicar arriba su procedencia.

La campana del reloj colgado en el muro dio pausadamente las seis. De cuando en cuando un minero jadeante se precipitaba por la puerta, descolgaba su lámpara y con la misma prisa abandonaba la habitación, lanzando al pasar junto a la mesa una tímida mirada al capataz, quien, sin despegar los labios, impasible y severo, señalaba con una cruz el nombre del rezagado.

Después de algunos minutos de silenciosa espera, el empleado hizo una seña a los obreros para que se acercasen, y les dijo:

—Son ustedes carreteros de la Alta, ¿no es así?

—Sí, señor —respondieron los interpelados.

—Siento decirles que se quedan sin trabajo. Tengo orden de disminuir el personal de esa veta.

Los obreros no contestaron y hubo por un instante un profundo silencio. Por fin el de más edad dijo:

—¿Pero se nos ocupará en otra parte?

El individuo cerró el libro con fuerza y echándose atrás en el asiento con tono serio contestó:

—Lo veo difícil, tenemos gente de sobra en todas las faenas.

El obrero insistió:

—Aceptamos el trabajo que se nos dé, seremos torneros, apuntaladores, lo que Ud. quiera.

El capataz movía la cabeza negativamente.

—Ya lo he dicho, hay gente de sobre y si los pedidos de carbón no aumentan, habrá que disminuir también la explotación en algunas otras vetas.

Una amarga e irónica sonrisa contrajo los labios del minero, y exclamó:

—Sea usted franco, don Pedro, y díganos de una vez que quiere obligarnos a que vayamos a trabajar al Chiflón del Diablo.

El empleado se irguió en la silla y protestó indignado:

—Aquí no se obliga a nadie. Así como Uds. son libres de rechazar el trabajo que no les agrade, la Compañía, por su parte, está en su derecho para tomar las medidas que más convengan a sus intereses.

Durante aquella filípica, los obreros con los ojos bajos escuchaban en silencio y al ver su humilde continente la voz del capataz se dulcificó.

—Pero, aunque las órdenes que tengo son terminantes —agregó—, quiero ayudarles a salir del paso. Hay en el Chiflón Nuevo o del Diablo, como Uds. lo llaman, dos vacantes de barreteros, pueden ocuparlas ahora mismo, pues mañana sería tarde.

Una mirada de inteligencia se cruzó entre los obreros. Conocían la táctica y sabían de antemano el resultado de aquella escaramuza: Por lo demás estaban ya resueltos a seguir su destino. No había medio de evadirse. Entre morir de hambre o morir aplastado por un derrumbe, era preferible lo último: tenía la ventaja de la rapidez. ¿Y dónde ir? El invierno, el implacable enemigo de los desamparados, como un acreedor que cae sobre los haberes del insolvente sin darle tregua ni esperas, había despojado a la naturaleza de todas sus galas. El rayo tibio del sol, el esmaltado verdor de los campos, las alboradas de rosa y oro, el manto azul de los cielos, todo había sido arrebatado por aquel Shylock inexorable que, llevando en la diestra su inmensa talega, iba recogiendo en ella los tesoros de color y luz que encontraba al paso sobre la faz de la tierra.

Las tormentas de viento y lluvia que convertían en torrentes los lánguidos arroyuelos, dejaban los campos desolados y yermos. Las tierras bajas eran inmensos pantanos de aguas cenagosas, y en las colinas y en las laderas de los montes, los árboles sin hojas ostentaban bajo el cielo eternamente opaco la desnudez de sus ramas y de sus troncos.

En las chozas de los campesinos el hambre asomaba su pálida faz a través de los rostros de sus habitantes, quienes se veían obligados a llamar a las puertas de los talleres y de las fábricas en busca del pedazo de pan que les negaba el mustio suelo de las campiñas exhaustas.

Había, pues, que someterse a llenar los huecos que el fatídico corredor abría constantemente en sus filas de inermes desamparados, en perpetua lucha contra las adversidades de la suerte, abandonados de todos, y contra quienes toda injusticia e iniquidad estaba permitida.

El trato quedó hecho. Los obreros aceptaron sin poner objeciones el nuevo trabajo, y un momento después estaban en la jaula, cayendo a plomo en las profundidades de la mina.

La galería del Chiflón del Diablo tenía una siniestra fama. Abierta para dar salida al mineral de un filón recién descubierto, se habían en un principio ejecutado los trabajos con el esmero requerido. Pero a medida que se ahondaba en la roca, ésta se tornaba porosa e inconsistente. Las filtraciones un tanto escasas al empezar habían ido en aumento, haciendo muy precaria la estabilidad de la techumbre que sólo se sostenía mediante sólidos revestimientos. Una vez terminada la obra, como la inmensa cantidad de maderas que había que emplear en los apuntalamientos aumentaba el costo del mineral de un modo considerable, se fue descuidando poco a poco esta parte esencialísima del trabajo. Se revestía siempre, sí, pero con flojedad, economizando todo lo que se podía.

Los resultados de este sistema no se dejaron esperar. Continuamente había que extraer de allí a un contuso, un herido y también a veces algún muerto aplastado por un brusco desprendimiento de aquel techo falto de apoyo, y que, minado traidoramente por el agua, era una amenaza constante para las vidas de los obreros, quienes atemorizados por la frecuencia de los hundimientos empezaron a rehuir las tareas en el mortífero corredor. Pero la Compañía venció muy luego su repugnancia con el cebo de unos cuantos centavos más en los salarios y la explotación de la nueva veta continuó.

Muy luego, sin embargo, el alza de los jornales fue suprimida sin que por esto se paralizasen las faenas, bastando para obtener este resultado el método puesto en práctica por el capataz aquella mañana.

Muchas veces, a pesar de los capitales invertidos en esa sección de la mina, se había pensado en abandonarla, pues el agua estropeaba en breve los revestimientos que había que reforzar continuamente, y aunque esto se hacía en las partes sólo indispensables, el consumo de maderos resultaba siempre excesivo. Pero para desgracia de los mineros, la hulla extraída de allí era superior a la de los otros filones, y la carne del dócil y manso rebaño puesta en el platillo más leve, equilibraba la balanza, permitiéndole a la Compañía explotar sin interrupción el riquísimo venero, cuyos negros cristales guardaban a través de los siglos la irradiación de aquellos millones de soles que trazaron su ruta celeste, desde el oriente al ocaso, allá en la infancia del planeta.

Cabeza de Cobre llegó esa noche a su habitación más tarde que de costumbre. Estaba grave, meditabundo, y contestaba con monosílabos las cariñosas preguntas que le hacía su madre sobre su trabajo del día. En ese hogar humilde había cierta decencia y limpieza por lo común desusadas en aquellos albergues donde en promiscuidad repugnante se confundían hombres, mujeres y niños y una variedad tal de animales que cada uno de aquellos cuartos sugería en el espíritu la bíblica visión del Arca de Noé.

La madre del minero era una mujer alta, delgada, de cabellos blancos. Su rostro muy pálido tenía una expresión resignada y dulce que hacía más suave aún el brillo de sus ojos húmedos, donde las lágrimas parecían estar siempre prontas a resbalar. Llamábase María de los Ángeles.

Hija y madre de mineros, terribles desgracias la habían envejecido prematuramente. Su marido y dos hijos muertos unos tras otros por los hundimientos y las explosiones del grisú, fueron el tributo que los suyos habían pagado a la insaciable avidez de la mina. Sólo le restaba aquel muchacho por quien su corazón, joven aún, pasaba en continuo sobresalto. Siempre temerosa de una desgracia, su imaginación no se apartaba un instante de las tinieblas del manto carbonífero que absorbía aquella existencia que era su único bien, el único lazo que la sujetaba a la vida.

¡Cuántas veces en esos instantes de recogimiento había pensado, sin acertar a explicárselo, en el porqué de aquellas odiosas desigualdades humanas que condenaban a los pobres, al mayor número, a sudar sangre para sostener el fausto de la inútil existencia de unos pocos! ¡Y si tan sólo se pudiera vivir sin aquella perpetua zozobra por la suerte de los seres queridos, cuyas vidas eran el precio, tantas veces pagado, del pan de cada día!

Pero aquellas cavilaciones eran pasajeras, y no pudiendo descifrar el enigma, la anciana ahuyentaba esos pensamientos y tornaba a sus quehaceres con su melancolía habitual.

Mientras la madre daba la última mano a los preparativos de la cena, el muchacho sentado junto al fuego permanecía silencioso, abstraído en sus pensamientos. La anciana, inquieta por aquel mutismo, se preparaba a interrogarlo cuando la puerta giró sobre sus goznes y un rostro de mujer asomó por la abertura.

—Buenas noches, vecina. ¿Cómo está el enfermo? —preguntó cariñosamente María de los Ángeles.

—Lo mismo —contestó la interrogada, penetrando en la pieza—. El médico dice que el hueso de la pierna no ha soldado todavía y que debe estar en la cama sin moverse.

La recién llegada era una joven de moreno semblante, demacrado por vigilias y privaciones. Tenía en la diestra una escudilla de hoja de lata y, mientras respondía, esforzábase por desviar la vista de la sopa que humeaba sobre la mesa.

La anciana alargó el brazo y cogió el jarro y en tanto vaciaba en él el caliente líquido, continuó preguntando:

—¿Y hablaste, hija, con los jefes? ¿Te han dado algún socorro?

La joven murmuró con desaliento:

—Sí, estuve allí. Me dijeron que no tenía derecho a nada, que bastante hacían con darnos el cuarto; pero, que si él moría fuera a buscar una orden para que en despacho me entregaran cuatro velas y una mortaja.

Y dando un suspiro agregó:

—Espero en Dios que mi pobre Juan no los obligará a hacer ese gasto.

María de los Ángeles añadió a la sopa un pedazo de pan y puso ambas dádivas en mano de la joven, quien se encaminó hacia la puerta, diciendo agradecida:

—La Virgen se lo pagará, vecina.

—Pobre Juana —dijo la madre, dirigiéndose hacia su hijo, que había arrimado su silla junto a la mesa—, pronto hará un mes que sacaron a su marido del pique con la pierna rota.

—¿En qué se ocupaba?

—Era barretero del Chiflón del Diablo.

—¡Ah, sí, dicen que los que trabajan ahí tienen la vida vendida!

—No tanto, madre —dijo el obrero—, ahora es distinto, se han hecho grandes trabajos de apuntalamientos. Hace más de una semana que no hay desgracias.

—Será así como dices, pero yo no podría vivir si trabajaras allá; preferiría irme a mendigar por los campos. No quiero que te traigan un día como trajeron a tu padre y a tus hermanos.

Gruesas lágrimas se deslizaron por el pálido rostro de la anciana. El muchacho callaba y comía sin levantar la vista del plato.

Cabeza de Cobre se fue a la mañana siguiente a su trabajo sin comunicar a su madre el cambio de faena efectuado el día anterior. Tiempo de sobra habría siempre para darle aquella mala noticia. Con la despreocupación propia de la edad no daba grande importancia a los temores de la anciana. Fatalista, como todos sus camaradas, creía que era inútil tratar de sustraerse al destino que cada cual tenía de antemano designado.

Cuando una hora después de la partida de su hijo María de los Ángeles abría la puerta, se quedó encantada de la radiante claridad que inundaba los campos. Hacía mucho tiempo que sus ojos no veían una mañana tan hermosa. Un nimbo de oro circundaba el disco del sol que se levantaba sobre el horizonte enviando a torrentes sus vívidos rayos sobre la húmeda tierra, de la que se desprendían por todas partes azulados y blancos vapores. La luz del astro, suave como una caricia, derramaba un soplo de vida sobre la naturaleza muerta. Bandadas de aves cruzaban, allá lejos, el sereno azul, y un gallo de plumas tornasoladas desde lo alto de un montículo de arena lanzaba una alerta estridente cada vez que la sombra de un pájaro deslizábase junto a él.

Algunos viejos, apoyándose en bastones y muletas, aparecieron bajo los sucios corredores, atraídos por el glorioso resplandor que iluminaba el paisaje. Caminaban despacio, estirando sus miembros entumecidos, ávidos de aquel tibio calor que fluía de lo alto.

Eran los inválidos de la mina, los vencidos del trabajo. Muy pocos eran los que no estaban mutilados y que no carecían ya de un brazo o de una pierna. Sentados en un banco de madera que recibía de lleno los rayos del sol, sus pupilas fatigadas, hundidas en las órbitas, tenían una extraña fijeza. Ni una palabra se cruzaba entre ellos, y de cuando en cuando tras una tos breve y cavernosa, sus labios cerrados se entreabrían para dar paso a un escupitajo negro como la tinta.

Se acercaba la hora del mediodía y en los cuartos las mujeres atareadas preparaban las cestas de la merienda para los trabajadores, cuando el breve repique de la campana de alarma las hizo abandonar la faena y precipitarse despavoridas fuera de las habitaciones.

En la mina el repique había cesado y nada hacia presagiar una catástrofe. Todo allí tenía el aspecto ordinario y la chimenea dejaba escapar sin interrupción su enorme penacho que se ensanchaba y crecía arrastrado por la brisa que lo empujaba hacia el mar.

María de los Ángeles se ocupaba en colocar en la cesta destinada a su hijo la botella de café, cuando la sorprendió el toque de alarma y, soltando aquellos objetos, se abalanzó hacia la puerta frente a la cual pasaban a escape con las faldas levantadas, grupos de mujeres seguidas de cerca por turbas de chiquillos que corrían desesperadamente en pos de sus madres. La anciana siguió aquel ejemplo: sus pies parecían tener alas, el aguijón del terror galvanizaba sus viejos músculos y todo su cuerpo se estremecía y vibraba como la cuerda del arco en su máximum de tensión.

En breve se colocó en primera fila, y su blanca cabeza herida por los rayos del sol parecía atraer y precipitar tras de sí la masa sombría del harapiento rebaño.

Las habitaciones quedaron desiertas. Sus puertas y ventanas se abrían y se cerraban con estrépito impulsadas por el viento. Un perro atado en uno de los corredores, sentado en sus cuartos traseros, con la cabeza vuelta hacia arriba, dejaba oír un aullido lúgubre como respuesta al plañidero clamor que llegaba hasta él, apagado por la distancia.

Sólo los viejos no habían abandonado su banco calentado por el sol, y mudos e inmóviles, seguían siempre en la misma actitud, con los turbios ojos fijos en un más allá invisible y ajenos a cuanto no fuera aquella férvida irradiación que infiltraba en sus yertos organismos un poco de aquella energía y de aquel tibio calor que hacía renacer la vida sobre los campos desiertos.

Como los polluelos que, percibiendo de improviso el rápido descenso del gavilán, corren lanzando pitíos desesperados a buscar un refugio bajo las plumas erizadas de la madre, aquellos grupos de mujeres con las cabelleras destrenzadas, que gimoteaban fustigadas por el terror, aparecieron en breve bajo los brazos descarnados de la cabria, empujándose y estrechándose sobre la húmeda plataforma. Las madres apretaban a sus pequeños hijos, envueltos en sucios harapos, contra el seno semidesnudo, y un clamor que no tenía nada de humano brotaba de las bocas entreabiertas contraídas por el dolor.

Una recia barrera de maderos defendía por un lado la abertura del pozo, y en ella fue a estrellarse parte de la multitud. En el otro lado unos cuantos obreros con la mirada hosca, silenciosos y taciturnos, contenían las apretadas filas de aquella turba que ensordecía con sus gritos, pidiendo noticias de sus deudos, del número de muertos y del sitio de la catástrofe.

En la puerta de los departamentos de las máquinas se presentó con la pipa entre los dientes uno de los ingenieros, un inglés corpulento, de patillas rojas, y con la indiferencia que da la costumbre, paseó una mirada sobre aquella escena. Una formidable imprecación lo saludó y centenares de voces aullaron:

—¡Asesinos, asesinos!

Las mujeres levantaban los brazos por encima de sus cabezas y mostraban los puños ebrias de furor. El que había provocado aquella explosión de odio lanzó al aire algunas bocanadas de humo y volviendo la espalda, desapareció.

La noticias que los obreros daban del accidente calmó un tanto aquella excitación. El suceso no tenía las proporciones de las catástrofes de otras veces: sólo había tres muertos de quienes se ignoraban aún los nombres. Por lo demás, y casi no había necesidad de decirlo, la desgracia, un derrumbe, había ocurrido en la galería del Chiflón del Diablo, donde se trabajaba ya hacía dos horas en extraer las víctimas, esperándose de un momento a otro la señal de izar en el departamento de las máquinas.

Aquel relato hizo nacer la esperanza en muchos corazones devorados por la inquietud. María de los Ángeles, apoyada en la barrera, sintió que la tenaza que mordía sus entrañas aflojaba sus férreos garfios. No era la suya esperanza sino certeza: de seguro él no estaba entre aquellos muertos. Y reconcentrada en sí misma con ese feroz egoísmo de las madres oía casi con indiferencia los histéricos sollozos de las mujeres y sus ayes de desolación y angustia.

Entretanto huían las horas, y bajo las arcadas de cal y ladrillo la máquina inmóvil dejaba reposar sus miembros de hierro en la penumbra de los vastos departamentos; los cables, como los tentáculos de un pulpo, surgían estremecientes del pique hondísimo y enroscaban en la bobina sus flexibles y viscosos brazos; la maza humana apretada y compacta palpitaba y gemía como una res desangrada y moribunda, y arriba, por sobre la campiña inmensa, el sol, traspuesto ya el meridiano, continuaba lanzando los haces centelleantes de sus rayos tibios y una calma y serenidad celestes se desprendían del cóncavo espejo del cielo, azul y diáfano, que no empañaba una nube.

De improviso el llanto de las mujeres cesó: un campanazo seguido de otros tres resonaron lentos y vibrantes: era la señal de izar. Un estremecimiento agitó la muchedumbre, que siguió con avidez las oscilaciones del cable que subía, en cuya extremidad estaba la terrible incógnita que todos ansiaban y temían descifrar.

Un silencio lúgubre interrumpido apenas por uno que otro sollozo reinaba en la plataforma, y el aullido lejano se esparcía en la llanura y volaba por los aires, hiriendo los corazones como un presagio de muerte.

Algunos instantes pasaron, y de pronto la gran argolla de hierro que corona la jaula asomó por sobre el brocal. El ascensor se balanceó un momento y luego se detuvo por los ganchos del reborde superior.

Dentro de él algunos obreros con las cabezas descubiertas rodeaban una carretilla negra de barro y polvo de carbón.

Un clamoreo inmenso saludó la aparición del fúnebre carro, la multitud se arremolinó y su loca desesperación dificultaba enormemente la extracción de los cadáveres. El primero que se presentó a las ávidas miradas de la turba estaba forrado en mantas y sólo dejaba ver los pies descalzos, rígidos y manchados de lodo. El segundo que siguió inmediatamente al anterior tenía la cabeza desnuda: era un viejo de barba y cabellos grises.

El tercero y último apareció a su vez. Por entre los pliegues de la tela que lo envolvía asomaban algunos mechones de pelos rojos que lanzaban a la luz del sol un reflejo de cobre recién fundido. Varias voces profirieron con espanto:

—¡El Cabeza de Cobre!

El cadáver tomado por los hombros y por los pies fue colocado trabajosamente en la camilla que lo aguardaba.

María de los Ángeles al percibir aquel lívido rostro y esa cabellera que parecía empapada en sangre, hizo un esfuerzo sobrehumano para abalanzarse sobre el muerto; pero apretada contra la barrera sólo pudo mover los brazos en tanto que un sonido inarticulado brotaba de su garganta.

Luego sus músculos se aflojaron, los brazos cayeron a lo largo del cuerpo y permaneció inmóvil en el sitio como herida por el rayo.

Los grupos se apartaron y muchos rostros se volvieron hacia la mujer, quien con la cabeza doblada sobre el pecho, sumida en una insensibilidad absoluta, parecía absorta en la contemplación del abismo abierto a sus pies.

Un rayo de luz, pasando a través de la red de cables y de maderos, hería oblicuamente la húmeda pared del pozo. Atraídas por aquel punto blanco y brillante las pupilas de la anciana, espantosamente dilatadas, claváronse en el círculo luminoso, el cual lentamente y como si obedeciera a la inexorable, escrutadora mirada, fue ensanchándose y penetrando en la masa de roca como a través de un cristal diáfano y transparente.

Aquella rendija, semejante al tubo de un colosal anteojo, puso a la vista de María de los Ángeles un mundo desconocido; un laberinto de corredores abiertos en la roca viva, sumergidos en tinieblas impenetrables y en las cuales el rayo del sol esparcía una claridad vaga y difusa.

A veces el haz luminoso, cual una barrera de diamantes, agujereaba los techos de lóbregas galerías a las que se sucedían redes inextricables de pasadizos estrechos por los que apenas podría deslizarse una alimaña.

De pronto las pupilas de las ancianas se animaron: tenía a la vista un largo corredor muy inclinado en el que tres hombres forcejeaban por colocar dentro de la vía una carretilla de mineral. Una lluvia copiosa caía desde la techumbre sobre sus torsos desnudos. María de los Ángeles reconoció a su hijo en uno de aquellos obreros en el instante en que se erguían violentamente y fijaban en el techo una mirada de espanto: siguióse un chasquido seco y desapareció la visión.

Cuando las tinieblas se disiparon, la anciana vio flotar sobre un montón de escombros una densa nube de polvo, al mismo tiempo que un llamado de infinita angustia, un grito de terrible agonía subió por el inmenso tubo acústico y murmuró junto a su oído:

—¡Madre mía!

* * *

Jamás se supo cómo salvó la barrera. Detenida por los cables niveles, se la vio por un instante agitar sus piernas descarnadas en el vacío, y luego, sin un grito, desaparecer en el abismo. Algunos segundos después, el ruido sordo, lejano, casi imperceptible, brotó de la hambrienta boca del pozo de la cual se escapaban bocanadas de tenues vapores: era el aliento del monstruo ahíto de sangre en el fondo de su cubil.

El pozo

Con los brazos arremangados y llevando sobre la cabeza un cubo lleno de agua, Rosa atravesaba el espacio libre que había entre las habitaciones y el pequeño huerto, cuya cerca de ramas y troncos secos se destacaba oscura, casi negra, en el suelo arenoso de la capilla polvorienta.

El rostro moreno, asaz encendido, de la muchacha, tenía toda la frescura de los dieciséis años y la suave y cálida colaboración de la fruta no tocada todavía. En sus ojos verdes, sombreados por largas pestañas, había una expresión desenfadada y picaresca, y su boca de labios rojos y sensuales mostraba al reír dos hileras de dientes blancos que envidiaría una reina.

Aquella postura, con los brazos en alto, hacía resaltar en el busto opulento ligeramente echado atrás y bajo el corpiño de burda tela, sus senos firmes, redondos e incitantes. Al andar cimbrábanse el flexible talle y la ondulante falda de percal azul que modelaba sus caderas de hembra bien conformada y fuerte.

Pronto se encontró delante de la puertecilla que daba acceso al cercado y penetró en su interior. El huerto, muy pequeño, estaba plantado de hortalizas cuyos cuadros mustios y marchitos empezó la joven a refrescar con el agua que había traído. Vuelta de espalda hacia la entrada, introducía en el cubo puesto en tierra, ambas manos, y lanzaba el líquido con fuerza delante de sí. Absorta en esta operación no se dio cuenta de que un hombre, deslizándose sigilosamente por el postigo abierto, avanzó hacia ella a paso de lobo, evitando todo rumor. El recién llegado era un individuo muy joven cuyo rostro pálido, casi imberbe, estaba iluminado por dos ojos oscuros llenos de fuego.

Un ligero bozo apuntaba en su labio superior, y el cabello negro y lacio que caía sobre su frente oprimida y estrecha le daba un aspecto casi infantil. Vestía una camiseta de rayas blancas y azules, pantalón gris, y calzaba alpargata de cáñamo.

El leve roce de las hojas secas que tapizaban el suelo hizo volverse a la joven rápidamente, y una expresión de sorpresa y de marcado disgusto se pintó en su expresiva fisonomía.

El visitante se detuvo frente a un cuadro de coles y de lechugas que lo separaba de la moza, y se quedó inmóvil, devorándola con la mirada.

La muchacha, con los ojos bajos y el ceño fruncido, callaba enjugando las manos en los pliegues de su traje.

—Rosa —dijo el mozo con tono jovial y risueño, pero que acusaba una emoción mal contenida—, qué a tiempo te volviste. ¡Vaya con el susto que te habría dado!

Y cambiando de acento con voz apasionada e insinuante prosiguió:

—Ahora que estamos solos me dirás qué es lo que te han dicho de mí; por qué no me oyes y te escondes cuando quiero verte.

La interpelada permaneció silenciosa y su aire de contrariedad se acentuó. El reclamo amoroso se hizo tierno y suplicante.

—Rosa —imploró la voz— ¿tendré tan mala suerte que desprecies este cariño, este corazón que es más tuyo que mío? ¡Acuérdate que éramos novios, que me querías!

Con acento reconcentrado, sin levantar la vista del suelo, la moza respondió:

—¡Nunca te dije nada!

—Es cierto, pero tampoco te esquivabas cuando te hablaba de amor. Y el día que te juré casarme contigo no me dijiste que no. Al contrario, te reías y con los ojos me dabas el sí.

—Creí que lo decías por broma.

Una forzada sonrisa vagó por los labios del galán y en tono de doloroso reproche contestó:

—¡Broma! ¡Mira! Aunque se rían de mí porque me caso a fardo cerrado, di una palabra y ahora mismo voy a buscar al cura para que nos eche las bendiciones.

Rosa, cuya impaciencia y fastidio habían ido en aumento, por toda respuesta se inclinó, tomó el balde y dio un paso hacia la puerta. El mozo se interpuso y con tono sombrío y resuelto exclamó:

—¡No te irás de aquí mientras no me digas por qué has cambiado de ese modo!

—Nada tengo que decirte y si no me dejas paso, grito y llamo a mi madre.

Una oleada de sangre coloreó el pálido rostro del muchacho, un relámpago brotó de sus ojos y con voz trémula por el dolor y por la cólera profirió:

—¡Ah, perra, ya sé quién es el que te ha puesto así; pero antes que se salga con la suya, como hay Dios que le arrancaré la lengua y el alma!

Rosa, erguida delante de él, lo contemplaba hosca y huraña.

—Por última vez. ¿Quieres o no ser mi mujer?

—¡Nunca! —dijo con fiereza la joven—. ¡Primero muerta!

La mirada con que acompañó sus palabras fue tan despreciativa y había tal expresión de desafío en sus verdes y luminosas pupilas, que el muchacho quedó un instante como atontado, sin hallar qué responder; pero de improviso, ebrio de despecho y de deseos, dio un salto hacia la moza, la cogió por la cintura y, levantándola en el aire, la tumbó sobre la hojarasca.

Una lucha violentísima se entabló. La joven, robusta y vigorosa, opuso una desesperada resistencia y sus dientes y sus uñas se clavaron con furor en la mano que sofocaba sus gritos y le impedía demandar socorro.

Una aparición inesperada la salvó. Un segundo individuo estaba de pie en el umbral de la puerta. El agresor se levantó de un brinco y con los puños cerrados y la mirada centelleante aguardó al intruso que avanzó recto hacia él con el rostro ceñudo y los ojos inyectados de sangre.

Rosa, con las mejillas encendidas, surcadas por lágrimas de fuego, reparaba junto a la cerca el desorden de sus ropas. Las desgarraduras del corpiño dejaban entrever tesoros de ocultas bellezas que su dueña empeñábase en poner a cubierto con el pañolillo anudado al cuello, avergonzada y llorosa.

Entretanto, los dos hombres habían empeñado una lucha a muerte. La primera embestida furibunda y rabiosa puso de manifiesto su vigor y destreza de combatientes. El defensor de la muchacha, también muy joven, era un palmo más alto que su antagonista. De anchas espaldas y fornido pecho era todo un buen mozo, de ojos claros, rizado cabello y rubios bigotes. Silenciosos, sin más armas que los puños, despidiendo bajo el arco de sus cejas contraídas relámpagos de odio, se atacaban con extraordinario furor. El más bajo, de miembros delgados, esquivaba con pasmosa agilidad los terribles puñetazos que le asestaba su enemigo, devolviéndole golpe por golpe, firme y derecho sobre sus jarretes de acero. La respiración estertorosa silbaba al pasar por entre los dientes apretados que rechinaban de rabia cada vez que el puño del adversario alcanzaba sus rostros congestionados y sudorosos.

Rosa, mientras arrancaba con sus dedos las hojas secas adheridas a las negrísimas ondas de sus cabellos, seguía con los ojos llameantes las peripecias de la refriega, que se prolongaba sin ventajas visibles para los campeones enfurecidos, que delante de la moza redoblaban sus acometidas como fieras en celo que se disputaran la posesión de la hembra que los excita y enamora.

Los cuadros de hortalizas eran pisoteados sin piedad y aquel destrozo arrancó una mirada de desolación a los airados ojos de la joven. La ira que ardía en su pecho se acrecentó, y en el instante en que su ofensor pasaba junto a ella acosado por su formidable adversario, tuvo una súbita inspiración: se agachó y cogiendo un puñado de arena se lo lanzó a la cara. El efecto fue instantáneo, el que retrocedía se detuvo vacilante y en un segundo fue derribado en tierra donde quedó sin movimiento, oprimido el pecho bajo la rodilla del vencedor.

Rosa lanzó una postrera mirada al grupo, y luego, sin preocuparse del cubo vacío, se precipitó fuera del cercado y salvó a la carrera la distancia que la separaba de sus habitaciones. Al llegar se volvió para mirar atrás y distinguió entre los matorrales la figura de su salvador que se alejaba, mientras que por la parte opuesta caminaba el vencido, apartándose apresuradamente del sitio de batalla.

La joven se deslizó por los corredores casi desiertos y después de pasar por delante de una serie de puertas, se detuvo delante de una apenas entornada y, empujándola suavemente, traspuso el umbral. Un gran fuego ardía en la chimenea y en el centro del cuarto una mujer en cuclillas delante de una artesa de madera se ocupaba de lavar algunas piezas de ropa. Las paredes blanqueadas y desnudas acusaban la miseria. En el suelo y tirados por los rincones había desperdicios que exhalaban un olor infecto. Una mesa y algunas sillas cojas componían todo el mobiliario, y detrás de la puerta asomaba el pasamanos de una escalera que conducía a una segunda habitación situada en los altos. La mujer de edad ya madura, corpulenta, de rostro cubierto de pecas y de manchas, sin interrumpir su tarea fijó en la moza una mirada escrutadora, exclamando de pronto con extrañeza:

—¿Qué tienes? ¿Qué te ha pasado?

Rosa, con tono compungido y lacrimoso, respondió:

—¡Ay, madre! El huerto está hecho pedazos. ¡Las coles, las lechugas, los rábanos, todo lo han arrancado y pisoteado!

El semblante de la mujer se puso rojo como la púrpura.

—¡Ah! Condenada —gritó—, seguro que has dejado la puerta abierta y se ha entrado la chancha del otro lado.

Púsose de pie blandiendo sus rollizos brazos arremangados por encima del codo y se desató en improperios y amenazas.

—¡Bribona! Si ha sido así, apronta el cuero porque te lo voy a arrancar a tiras.

Y con las sayas levantadas se dirigió presurosa a comprobar el desastre.

La atmósfera estaba pesada y ardiente y el sol ascendía al cenit en un cielo plomizo ligeramente brumoso. En la arena gris y movediza hundíanse los pies, dejando un surco blanquecino. Rosa, que caminaba detrás de su madre lanzando a todas partes miradas inquietas y escudriñadoras, distinguió después de un instante, por encima de un pequeño matorral, la cabeza de alguien puesto en acecho.

La joven sonrió. Acababa de reconocer en el que atisbaba a su defensor, quien, viendo que la muchacha lo había descubierto, se incorporó un tanto y le envió con la diestra un beso a través de la distancia. Brillaron los ojos de la moza y sus mejillas de tiñeron de carmín, y a pesar de comprender que, dado el carácter violento de su madre, le aguardaba tal vez una paliza, penetró alegre, casi risueña en el malhadado huerto dentro del cual se alzaba un coro formidable de gemidos, maldiciones y juramentos.

Rosa pertenecía a una familia de mineros. Hija única, ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos, mientras el padre, viejo barretero, luchaba encarnizadamente debajo de la tierra para ganar el mísero salario que era el pan de cada día. La muchacha, tosca y rústica, era toda una belleza. Nada inocente, pues el medio no lo permitía, era sin embargo, una virtud arisca inaccesible hasta entonces a las seducciones de los galanes que bebían los vientos por aquella beldad de cuerpo sano, exuberante de vida con la gracia irresistible de la mujer ya formada.

Entre los que más de cerca la asediaban distinguíanse dos mozos gallardos y apuestos que eran la flor y nata de los tenorios de la mina. Ambos habían puesto sitio en toda regla a la linda Rosa, que recibía sus apasionadas declaraciones con risotadas, dengues y mohínes llenos de gracia y de malicia. Amigos desde la infancia, aquel amor había enfriado sus relaciones, concluyendo por separarlos completamente.

Durante algún tiempo, Remigio el carretillero, un moreno pálido, delgado y esbelto, pareció haber inclinado a su favor el poquísimo interés que prestaba a sus adoradores la desdeñosa muchacha. Pero aquello duró muy poco y el enamorado mozo vio con amarga decepción que el barretero Valentín, su rubio rival, lo desbancaba en el voluble corazón de la hermosa. Ésta que en un principio oía sonriente sus apasionadas protestas, alentándolo a veces con una mirada incendiaria, empezó de pronto a huir de él, a esquivar su presencia, y las pocas ocasiones que lograba hablarla apenas podía arrancarle una que otra frase evasiva, acompañada de un gesto de despego y de disgusto.

El desvío de la moza exaltó su pasión hasta lo infinito. Mordido por los celos, desdobló sus esfuerzos para reconquistar el terreno perdido, estrellándose contra el creciente desamor de la joven que cada día demostraba con señales visibles su simpatía y preferencia por el otro. La rivalidad de ambos aumentó y el odio anidado en sus corazones hizo de ellos dos enemigos irreconciliables. Vigilándose mutuamente, echaban mano de todos los medios puestos a su alcance para estorbar al contrario e impedirle que tomase alguna ventaja.

Como siempre y según la costumbre, el cerco puesto por los galanes a su hija no inquietaba en lo más mínimo a los padres. Cediese o no al amoroso reclamo, era asunto que sólo a ella le importaba.

Remigio, el desdeñado pretendiente, quiso un día tener con la joven una explicación decisiva y salir, de una vez por todas, de la incertidumbre que lo atormentaba, para lo cual decidió no ir una mañana a su trabajo en el fondo de la cantera. Valentín, que tuvo conocimiento por un camarada de aquella novedad, recelando el motivo que la ocasionaba resolvió quedarse para espiar los pasos de su rival, lo que trajo por consecuencia el encuentro del huerto y el terrible combate que se siguió.

Rosa, cuyo corazón dormía aún, había acogido con cierta coquetería las amorosas insinuaciones de Remigio que fue el primero en requebrarla. Halagábala aquella conquista que había despertado la envidia de muchas de sus compañeras; pero la vehemencia de aquel amor y la mirada de esos ojos sombríos que se fijaban en los suyos cargados de pasión y de deseos la hacían estremecer. El miedo al hombre, al macho, aplacaba, entonces, los ardores nacientes de su carne produciéndole la proximidad del mozo un instintivo sentimiento de repulsión.

Mas, cuando principió a cortejarla el otro, el rubio y apuesto Valentín, un cambio brusco se operó en ella. Poníase encendida a la vista del joven, y si le dirigía la palabra, la respuesta incisiva, vivaz y pronta con que dejaba parado al más atrevido, no acudía a sus labios y después de balbucear uno que otro monosílabo terminaba por escabullirse cortada y ruborosa.

La abierta y franca fisonomía del mozo, su carácter alegre y turbulento, la atrajeron insensiblemente, y el amor escondido hasta entonces en el fondo de su ser germinó vigoroso en aquella tierra virgen.

Después de la refriega de ese día la actitud de los dos rivales se modificó. Mientras Valentín seguía cortejando abiertamente a la moza, Remigio se limitaba a vigilarla a la distancia. Su pasión excitada por los celos y aguijoneada por el despecho se había tornado en una hoguera voraz que lo consumía. Su exaltada imaginación fraguaba los planes más descabellados para tomar venganza, pronta y terrible, de la infiel, de la traidora.

Rosa, por su parte, entregada de lleno a su naciente amor no se cuidaba gran cosa de su antiguo pretendiente. No le guardaba rencor y sólo sentía por él una desdeñosa indiferencia.

Las cosas quedaron así por algún tiempo. El huerto había sido reparado y los cuadros rehechos, pero nunca se descubrió a los autores del destrozo ni se supo lo que allí había pasado.

Un día el padre de la muchacha tuvo una idea luminosa: Como el agua para el riego había que acarrearla desde una gran distancia, resolvió abrir un pozo junto al cercado. Comunicado el proyecto a su mujer y a su hija, éstas lo aplaudieron calurosamente. No había grandes dificultades que vencer, pues el terreno sobre el que se asentaba la pequeña población estaba formado por arena negra y gruesa hasta una gran profundidad. A los cuatro metros de la superficie brotaba el agua que se mantenía al mismo nivel en todas las estaciones. Quedó acordado que el domingo siguiente se podría mano a la obra para lo cual ofrecieron su concurso los amigos, contándose entre los más entusiastas a Remigio y Valentín.

El día designado llegó y muy de mañana se empezaron los trabajos. La excavación se hizo cerca de la puerta de entrada y al mediodía se habían profundizado dos metros. La arena era extraída por medio de un gran balde de hierro atado a un cordel que pasaba por una polea, sujeta a un travesaño de madera.

Los adversarios eran los más empeñosos en la tarea, pero evitando siempre todo contacto. Mientras el uno estaba abajo llenado el balde, el otro estaba arriba apartando la arena lejos de la abertura. En un momento en que Remigio permanecía metido en el agujero, Valentín pretextando que tenía sed, tiró la pala y se encaminó en derechura a la habitación de Rosa. La joven estaba sentada cosiendo junto a la puerta.

—Vengo a pedirte un vaso de agua. Ando muerto de sed —díjole el obrero, con tono alegre y malicioso.

Rosa se levantó en silencio, con los ojos brillantes y yendo hacia un rincón del cuarto volvió con un vaso que Valentín cogió junto con la pequeña y morena mano que lo sostenía.

La joven risueña y sonrojada profirió:

—¡Vaya, no la derrames!

Él la miraba sonriente, fascinándola con la mirada. Se bebió el agua de un sorbo y luego, enjugándose los labios con la manga de la blusa, agregó, festivo y zalamero:

—Rosa, si para verte fuera preciso tomarse cada minuto un vaso de agua, yo me tragaría el mar.

La joven se rió mostrando su blanca dentadura.

—¡Y así tan salado!

—¡Así, y con pescados, barcos y todo!

Con una alegre carcajada saludó la moza la ocurrencia.

—¡Vaya, qué tragaderas!

Una voz preguntó desde arriba:

—Rosa, ¿quién está ahí?

—Es Valentín, madre.

Un ¡ah! indiferente pasó a través del techo y todo quedó en silencio.

Valentín había cogido a la moza por la cintura y la atrajo hacia sí. Ésta, con las manos puestas en el amplio pecho del mozo, se resistía y murmuraba con voz queda y suplicante:

—¡Vaya! ¡Déjeme!

Su combado seno henchíase como el oleaje en día de tormenta y el corazón le golpeaba adentro con acelerado y vertiginoso martilleo.

El mozo enardecido le decía tiernamente:

—¡Rosa! ¡Vida mía! ¡Mi linda paloma!

La joven, vencida, fijaba en él una mirada desfalleciente, llena de promesas, impregnada de pasión. La rigidez de sus brazos aflojábase poco a poco, y a medida que sentía aproximarse aquel aliento que le abrasaba el rostro, retrocedía, echando atrás la hermosa cabeza hasta que tocó la pared. Cerró entonces los ojos, y el muchacho con la suya hambrienta recogió en la fresca boca puesta a su alcance, las primicias de esos labios más encendidos que un manojo de claveles y más dulces que el panal de miel que elabora en las frondas la abeja silvestre.

Un paso pesado que hacía crujir la escalera hizo apartarse bruscamente a los amantes. El obrero abandonó el cuarto diciendo en voz alta:

—¡Gracias, Rosa, hasta luego!

La joven agitada y trémula cogió de nuevo la aguja, pero su pulso estaba tembloroso y se pinchaba a cada instante.

Valentín, mientras caminaba hacia el pozo, pensaba henchido de júbilo que el triunfo final estaba próximo. Si la ocasión protectora de los amantes se presentaba, la rústica belleza sería suya. Su experiencia de avezado galanteador le daba de ello la certeza, y no pudo menos que lanzar a Remigio una mirada triunfante cuando uno de los compañeros le dijo con sorna:

—¿Qué tal el agua, apagaste la sed?

Retorciéndose el rubio bigote contestó sentenciosamente:

—Dios sabe más y averigua menos.

Al caer la tarde el pozo quedó terminado. Tenía cuatro metros de hondura y dos de diámetro y del fondo el agua borbotaba lentamente. Los obreros se apartaron de allí y se fueron a la sombra del corredor a preparar la armadura de madera destinada a impedir el desmoronamiento de las frágiles paredes de la excavación. Remigio se quedó un instante para arreglar un desperfecto de la polea y cuando terminaba la compostura iba a seguir tras sus compañeros. La falda azul de Rosa entrevista a través del ramaje de la cerca lo hizo mudar de determinación y cogiéndose de la cuerda se deslizó dentro del agujero.

La joven, que no lo había visto, iba a coger algunas hortalizas para la merienda y pensaba echar de paso una mirada a la obra y ver si ya el agua empezaba a subir.

Remigio, de pie, arrimado a la húmeda muralla, aguardaba callado e inmóvil. Rosa se acercó con precaución hasta el borde de la abertura y miró dentro. La presencia del mozo la sorprendió, pero luego una picaresca sonrisa asomó a sus labios. Alargó la mano, cogió la cuerda cuya extremidad estaba arriba atada a una estaca, y de un brusco tirón hizo subir el balde hasta la polea y lo mantuvo allí enrollado el resto del cordel en uno de los soportes del travesaño.

El obrero no trató de impedir aquella maniobra. Había alcanzado a percibir el fugaz rostro de la joven cuando se inclinaba hacia abajo, y aquella broma le pareció un síntoma favorable en su desairada situación. Alzó la vista y se quedó esperando con impaciencia el resultado de la jugarreta.

De pronto oyó una exclamación ahogada y algo semejante al rumor de una lucha vino a interrumpir el silencio de aquella muda escena. Enderezóse como si hubiera visto una serpiente y aguzando el oído se puso a escuchar con toda su alma. Una voz armoniosa, blanda como una queja, murmuraba frases entrecortadas y suplicantes, y otra más grave y varonil le respondía con un murmullo apasionado y ardiente. El ruido pareció alejarse en dirección del huerto, el postigo se cerró con estrépito, las hojas secas crujieron como el lecho blando y muelle que recibe su carga nocturna, y todo rumor se apagó.

Remigio se puso pálido como un muerto, crispáronse sus músculos y sus dientes rechinaron de furor. Había reconocido la voz de Valentín y un acceso de cólera salvaje se revolvió como un tigre dentro del pozo, golpeando con los puños las húmedas paredes y dirigiendo hacia arriba miradas enloquecidas por la rabia y la desesperación.

De improviso sintió que desgarraba sus carnes la hoja de un agudísimo puñal. Un grito ligero, rápido como el aleteo de un pájaro, había cruzado encima de él. Toda la sangre se le agolpó al corazón, empañáronse sus ojos y una roja llamarada lo deslumbró…

Y mientras por la atmósfera cálida y sofocante resbalaba la acariciadora y rítmica sinfonía de los ósculos fogosos e interminables, Remigio dentro del hoyo sufría las torturas del infierno. Sus uñas se clavaban en su pecho hasta hacer brotar la sangre y el pedazo de cielo azul que percibía desde abajo le recordaba la visión de unos ojos claros, límpidos y profundos cuyas pupilas, húmedas por las divinas embriagueces, reflejarían en ese instante la imagen de otros ojos que no era la sombría y tenebrosa de los suyos.

Por fin los goznes de la puertecilla rechinaron y un cuchicheo rápido al que siguió el chasquido de un beso hirió los oídos del prisionero, quien un instante después sintió los pasos de alguien que se detenía al borde de la cavidad. Una sombra se proyectó en el muro y una voz burlona profirió desde arriba una frase irónica y sangrienta que era una injuria mortal.

Un rugido se escapó del pecho del Remigio, palideció densamente y sus ojos fulgurantes midieron la distancia que lo separaba de su ofensor quien soltando una risotada desató la cuerda y la dejó deslizarse por la polea.

El primer impulso del preso fue precipitarse fuera en persecución de su enemigo, pero un súbito desfallecimiento se lo impidió. Repuesto en tanto iba a emprender el ascenso cuando una ligera trepidación del suelo producida por un caballo que, perseguido por un perro, pasaba al galope cerca de la abertura, hizo desprenderse algunos trozos de las paredes y la arena subió hasta cerca de las rodillas, sepultando el balde de hierro. El temor de perecer enterrado vivo sin que pudiera saciar su rabiosa sed de venganza, le dio fuerza, y ágil como un acróbata se remontó por la cuerda tirante y se encontró fuera de la excavación.

Una vez libre, se quedó un instante indeciso del rumbo que debía seguir. En derredor de él la llanura se extendía monótona y desierta bajo el cielo de un azul pálido que el sol teñía de oro en su fuga hacia el horizonte. El ambiente era de fuego y la arena abrasaba como el rescoldo de una hornada inmensa. A un centenar de pasos se alzaban las blancas habitaciones de los obreros rodeadas de pequeños huertos protegidos por palizadas de ramas secas.

¡Qué suma de trabajo y de paciencia representaba cada uno de aquellos cercados! La tierra, acarreada desde una gran distancia, era extendida en ligeras capas sobre aquel suelo infecundo cual una materia preciosa cuya conservación ocasionaba a veces disputas y riñas sangrientas.

Remigio, presa de una tristeza infinita, paseó una mirada por el paisaje y lo encontró tétrico y sombrío. El caballo cuyo paso cerca del pozo había estado a punto de producir un hundimiento, galopaba aún, allá lejos, levantando nubes de polvo bajo sus cascos. Pero el recuerdo de las ofensas se sobrepuso muy pronto, en el mozo, al abatimiento, y el aguijón de la venganza despertó en su alma inculta y semibárbara las furias implacables de sus pasiones salvajes.

Ningún suplicio le parecía bastante para aquellos que se habían burlado tan cruelmente de su amoroso deseo y se juró no perdonar medio alguno para obtener la revancha. Y engolfado en esos pensamientos se encaminó con paso tardo hacia las habitaciones. A pesar de que el amor se había trocado en odio, sentía un deseo punzante de encontrarse con la joven para inquirir en su rostro, antes tan amado, las huellas de las caricias del otro.

Muy luego atravesó el espacio vacío que había entre el pozo y los primeros huertos. En ese día de fiesta, en medio de las mujeres y de los niños, los hombres iban y venían por los corredores con el pantalón de paño sujeto por el cinturón de cuero y la camiseta de algodón ceñida al busto amplio y fuerte. Por todas partes se oían voces alegres, gritos y carcajadas, el ladrido de un perro y el llanto desesperado de alguna criatura.

Frente al cuarto de Rosa, el padre de ésta y varios obreros trabajaban con ahínco en la armadura de madera que debía sostener los muros de la excavación. Remigio se detuvo en el ángulo de una cerca desde el cual podía ver lo que pasaba en la habitación de la joven, quien delante de la puerta, con sus torneados brazos desnudos hasta el codo, retorcía algunas piezas de ropa que iba extrayendo de un balde puesto en el suelo. Valentín, apoyado en el dintel en una apostura de conquistador, le dirigía frases que encontraban en la moza un eco alegre y placentero. Su fresca risa atravesaba como un dardo el corazón de Remigio, a quien la felicidad de la pareja no hacía sino aumentar la ira que hervía en su pecho. En el rostro de la joven había un resplandor de dicha, y sus húmedas pupilas tenían una expresión de languidez apasionada que acrecentaba su brillo y su belleza.

Estrujada la última pieza de tela, Rosa cogió el balde y se dirigió a uno de los cercados seguida de Valentín, que llevaba en la diestra un rollo de cordel. El rubio mocetón ató las extremidades de la cuerda en las puntas salientes de dos maderos ayudando en seguida a suspender de ella las prendas de vestir. Sin adivinar que eran espiados, proseguían su amorosa plática al abrigo de las miradas de los que estaban en el corredor, cuando Valentín percibió a veinte pasos, pegada a la cerca, la figura amenazadora de su rival y queriendo hacerle sentir todo el peso de la derrota y la plenitud de su triunfo, rodeó con el brazo izquierdo el cuello de la joven y, echándole la cabeza atrás, la besó en la boca. Después le habló al oído misteriosamente.

Remigio, que contemplaba la escena con mirada torva, vio a la moza volverse hacia él con rapidez, mirarlo de alto abajo y soltar, en seguida, una estrepitosa carcajada. Luego desasiéndose de los brazos que la retenían, echó a correr acometida por una risa loca.

El ofendido mozo se quedó como enclavado en el sitio. Una llamarada le abrazó el rostro y enrojeció hasta la raíz de los cabellos. Cegado por el coraje avanzó algunos pasos tambaleándose como un ebrio.

En dirección al pozo caminaba Valentín cantando a voz en cuello una insultante copla:

El tonto que se enamora

Es un tonto de remate:

Trabaja y calienta el agua

Para que otro se tome el mate.

Remigio con la mirada extraviada lo siguió. Sólo un pensamiento había en su cerebro: matar y morir, y en el paroxismo de su cólera se sentía con fuerza para acometer a un gigante.

Valentín se había detenido al borde de la excavación y tiraba de la cuerda para hacer subir el balde, pero viendo que la arena que lo cubría hacía inútiles esfuerzos, se deslizó al fondo para librarlo de aquel obstáculo. Remigio al verlo desaparecer se detuvo un momento, desorientado, mas una siniestra sonrisa asomó luego a sus labios y apretando el paso se acercó a la abertura y desató la cuerda, la cual se escurrió por la polea y cayó dentro del hoyo. El obrero se enderezó: su enemigo quedaba preso y no podría escapársele. ¿Mas, cómo rematarlo? Sus ojos que escudriñaban el suelo buscando un arma, una piedra, se detuvieron en las huellas del caballo, despertándose en él de pronto un recuerdo, una idea lejana. ¡Ah si pudiera lanzar diez, veinte caballos sobre aquel terreno movedizo! Y a su espíritu sobreexcitado acudieron extrañas ideas de venganza, de torturas, de suplicios atroces. De improviso se estremeció. Un pensamiento rápido como un rayo habría atravesado su cerebro. A cincuenta metros de allí, tras uno de los huertos, había una pequeña plazoleta donde un centenar de obreros se entretenían en diversos juegos de azar: tirando los dados y echando las cartas. Oía distintamente sus voces, sus gritos y carcajadas. Allí tenía lo que le hacía falta y en algunos segundos ideó y maduró su plan.

El día declinaba, las sombras de los objetos se alargaban más y más hacia el oriente cuando los jugadores vieron aparecer delante de ellos a Remigio que con los brazos en alto en ademán de suprema consternación gritaba con voz estentórea:

—¡Se derrumba el pozo! ¡Se derrumba el pozo!

Los obreros se volvieron sorprendidos y los que estaban tumbados en el suelo se pusieron de pie bruscamente como un resorte. Todos clavaron en el mozo sus ojos azorados, pero ninguno se movía, Mas, cuando le oyeron repetir de nuevo:

—¡El pozo se ha derrumbado! ¡Valentín está dentro! —Comprendieron, y aquella avalancha humana, rápida como una tromba, se precipitó hacia la excavación.

Entretanto, Valentín, ignorante del peligro que corría, había extraído el balde, el cual por no ser allí necesario le había sido reclamado por la madre de Rosa. La caída de la cuerda no le causó sorpresa y la achacó al impotente despecho de su rival cuyos pasos había sentido arriba, pero no se alarmó por ello porque de un momento a otro vendrían a colocar la armadura de madera y quedaría libre de su prisión. Mas, cuando oyó el lejano clamoreo y la frase «se derrumba el pozo» llegó distintamente hacia él, el aletazo del miedo y la amenaza de un peligro hizo encogérsele el corazón. El tropel llegaba como un alud. El obrero dirigió a lo alto una mirada despavorida y vio con espanto desprenderse pedazos de las paredes. La arena se deslizaba como un líquido negro y espeso que se amontonaba en el fondo y subía a lo largo de sus piernas.

Dio un grito terrible. El suelo se conmovió súbitamente, y un haz de cabezas, formando un círculo estrecho en torno de la abertura, se inclinó con avidez hacia abajo.

Un alarido ronco se escapaba de la garganta de Valentín.

—Por Dios, hermanos, ¡sáquenme de aquí!

La arena le llegaba al pecho y, como el agua en un recipiente, seguía subiendo con intermitencia, lenta y silenciosamente.

En derredor del pozo la muchedumbre aumentaba por instantes. Los obreros se oprimían, se estrujaban, ansiosos por ver lo que pasaba abajo. Un vocerío inmenso atronaba el aire. Oíanse las órdenes más contradictorias. Algunos pedían cuerdas y otros gritaban:

—¡No, no, traigan palas!

Habíase pasado debajo de los brazos de Valentín un cordel del cual los de arriba tiraban con furia; pero, la arena no soltaba la presa, la retenía con tentáculos invisibles que se adherían al cuerpo de la víctima y la sujetaban con su húmedo y terrible abrazo.

Algunos obreros viejos habían hecho inútiles esfuerzos apara alejar a la ávida multitud cuyas pisadas removiendo el suelo no harían sino precipitar la catástrofe. El grito «el pozo se derrumba» había dejado vacías las habitaciones. Hombres, mujeres y niños corrían desalados hacia aquel sitio coadyuvando así, sin saberlo, al siniestro plan de Remigio, quien, con los brazos cruzados, feroz y sombrío, contemplaba a la distancia el éxito de la estratagema.

Rosa pugnaba en vano por acercarse a la abertura. Sus penetrantes gritos de angustia resonaban por encima del clamor general, pero nadie se cuidaba de su desesperación y la barrera que le cerraba el camino se hacía a cada instante más infranqueable y tenaz.

De pronto un movimiento se produjo en la turba. Una anciana desgreñada, despavorida, hendió la masa viviente que se separaba silenciosa para darle paso. Un gemido salía de su pecho:

—¡Mi hijo, hijo de mi alma!

Llegó al borde y sin vacilar se precipitó dentro del hoyo. Valentín clamó con indecible terror:

—¡Madre, sáqueme de aquí!

Aquella marea implacable que subía lenta, sin detenerse, lo cubría ya hasta el cuello, y de improviso, como si el peso que gravitaba encima hubiese sufrido un aumento repentino, se produjo un nuevo desprendimiento y la lívida cabeza con los cabellos erizados por el espanto desapareció, apagándose instantáneamente su ronco grito de agonía. Pero, un momento después surgió de nuevo, los ojos fuera de las órbitas y la abierta boca llena de arena.

La madre, escarbando rabiosamente aquella masa movediza, había logrado otra vez poner en descubierto la amoratada faz de su hijo, y una lucha terrible se trabó entonces en derredor de la rubia cabeza del agonizante. La anciana, puesta de rodillas, con el auxilio de sus manos, de sus brazos y de su cuerpo, rechazaba, lanzando alaridos de pavor y de locura, las arenosas ondas que subían, cuando el último hundimiento tuvo lugar. La corteza sólida carcomida por debajo se rompió en varios sitios. Los que estaban cerca de los bordes sintieron que el piso cedía súbitamente bajo sus pies y rodaron en confuso montón dentro de la hendidura. El pozo se había cegado, la arena cubría a la mujer hasta los hombres y sobrepasaba más de un metro por encima de la cabeza de Valentín.

Cuando después de una hora de esforzada labor se extrajo el cadáver, el sol ya había terminado su carrera, la llanura se poblaba de sombras y desde el occidente un inmenso haz de rayos rojos, violetas y anaranjados, surgía debajo del horizonte y se proyectaba en abanico hacia el cenit.

Juan Fariña (Leyenda)

Sobre el pequeño promontorio que se interna en las azules aguas del golfo se ven hoy las viejas construcciones de la mina de…

Altas chimeneas de cal y ladrillo se levantan sobre los derruidos galpones que cobijan las maquinarias, cuyas piezas roídas por el orín descansan inmóviles sobre sus basamentos de piedras. Los émbolos ya no avanzan ni retroceden dentro de los cilindros, y el enorme volante detenido en su carrera parece la rueda de un vehículo atascado en aquel hacinamiento de escombros carcomidos por el tiempo.

En lo más alto, dominando la líquida inmensidad, la cabría destaca las negras líneas de sus maderos entrecruzados en el fondo azul del cielo como una cifra siniestra y misteriosa. En las agrias laderas, las casas de los obreros muestran sus techos hundidos, y por los huecos de las puertas y ventanas, arrancadas de sus goznes, se ven blanqueadas paredes llenas de grietas de las desiertas habitaciones.

Algunos años atrás ese paraje solitario era asiento de un poderoso establecimiento carbonífero y la vida y el movimiento animaban esas ruinas donde no se escucha hoy otro rumor que el de las olas, azotando los flancos de la montaña.

Densas columnas de humo se escapaban entonces de las enormes chimeneas, y el ruido acompasado de las máquinas, junto con el subir y bajar de los ascensores en el pique, no se interrumpía jamás. Mientras, allá abajo, en las habitaciones escalonadas en la falda de la colina, las voces de las mujeres y los alegres gritos de los niños se confundían con el ruido del mar en aquel sitio siempre inquieto y turbulento.

En una mañana de enero, en tanto que la máquina lanzaba sus jadeantes estertores y las blancas volutas del vapor se desvanecían en el aire tibio convirtiéndose en lluvia finísima, un hombre subía por el camino en dirección a la mina. Era de elevada estatura y por su traje, cubierto por el polvo rojo de la carretera, parecía más bien un campesino que un obrero. Un saco atado con una correa pendía de sus espaldas y su mano derecha empuñaba un grueso bastón, con el que tanteaba el terreno delante de sí.

Muy en breve aquel desconocido se encontró en la plataforma de la mina, donde pidió lo llevaran a presencia del capataz. Éste, que en ese instante se dirigía al pozo de bajada, se detuvo sorprendido ante el inválido visitante.

—Amigo —díjole—, yo soy el que buscas, ¿quién eres y qué es lo que deseas?

—Me llamo Juan Fariña, y quiero trabajar en la mina —fue la breve contestación del interpelado.

Los presentes se miraron y sonrieron.

—¿Y de qué deseas ocuparte? —prosiguió en tono un tanto burlón el capataz.

—De barretero —respondió tranquilamente el ciego.

Un murmullo partió del grupo de obreros que rodeaban el borde del pique y algunas carcajadas comprimidas estallaron.

—Camarada —dijo el capataz, contemplando la férrea musculatura del postulante—, sin duda no será la fuerza lo que te haga falta, pero para ser barretero hay que tener buen ojo y un ciego como tú no servirá para el caso.

—Nada veo —repuso—, pero tengo buenas manos y no me asusta ningún trabajo.

—Quedas aceptado —dijo el capataz, después de un instante de vacilación—, un ciego que no pide limosna y desea trabajar merece ser bien acogido; puedes empezar cuando gustes.

—Mañana a primera hora estaré aquí —respondió el original personaje y se alejó pasando con la cabeza erguida y las blancas pupilas fijas en el vacío por entre la turba de obreros que contemplaban admirados sus anchos hombros y su musculoso cuerpo de atleta.

En la mañana del día siguiente, Juan Fariña, con la blusa y pantalón del minero, una pequeña cesta con la merienda en una mano y el bastón en la otra, penetraba en la jaula en compañía de un capataz y varios trabajadores. Todos cubríanse la cabeza con la tradicional gorra de cuero y en todas ellas, excepto en la del ciego, sujetas a la visera brillaban encendidas pequeñas lámparas de aceite.

A una señal del jefe, la jaula se hundió súbitamente en el abismo negro del que subía un vaho ligero que se condensaba en cristalinas gotas a lo largo de los flexibles cables de acero.

Terminado el descenso se internaron en la mina, siguiendo los oscuros corredores por los que el ciego caminaba con la seguridad de un minero experimentado. Sus acompañantes admiraban aquella especie de instinto que le hacía adivinar los obstáculos y evitarlos con pasmosa sagacidad. Su bastón era una antena que se movía ágilmente en todas direcciones, tocando las paredes, el suelo y la techumbre de las galerías, que a medida que avanzaba se inclinaba más y más obligándolo a encorvar su alta estatura y a rozar con sus espaldas las escabrosidades de la roca.

En breve abandonaron las galerías de arrastre y penetraron en las canteras donde se extrae el material. Arrastrándose en algunos sitios sobre las manos y las rodillas, internáronse en aquellos estrechos túneles, subiendo y bajando rapidísimas pendientes. Por todas partes se oía un golpear incesante: al ruido sordo del pico mordiendo el venero, mezclábase el son más claro del martillo sobre la barrena. A veces una violenta imprecación rasgaba aquel ambiente irrespirable, impregnado de humo y de polvo de carbón; quejidos hondos y un resople continuo de bestias fatigadas salían de aquellos agujeros en medio de las tinieblas, en las que aparecían y desaparecían las luces fugitivas de las lámparas como fuegos fatuos en las sombras de la noche.

Después de media hora de penosa marcha se detuvieron ante una pequeña excavación abierta en la vena. De forma rectangular, muy baja y angosta, medía apenas un metro de alto, y en sus negras paredes, heridas por los rayos mortecinos de las lámparas, las agudas aristas del carbón tomaban tintes azulados y brillantes.

Después de escuchar silencioso las indicaciones del capataz, el nuevo obrero penetró resueltamente en la estrecha abertura y muy luego su fatigosa respiración y el golpe seco y repetido del acero se confundieron con el sordo rumor que llenaba las galerías, los chiflones y las lóbregas revueltas.

Desde aquel día quedó Fariña incorporado al personal de la mina, conquistándose muy luego la reputación de obrero inteligente y valeroso. La deferencia con que era tratado por los jefes y su carácter huraño y retraído le enajenaron las simpatías de sus camaradas, quienes no podían comprender que aquel ciego prefiriese los trabajos y miserias del minero a la vida libre y sin afanes del mendigo. Aquello no era natural y debía encerrar algún misterio.

Intrigados vigiláronlo estrechamente, escudriñando sus pasos y sus menores acciones. Su pasado fue objeto de una minuciosa pesquisa, que no dio resultado alguno. Nadie sabía quién era ni de dónde venía, y respecto de su ceguera las opiniones estaban divididas. Había quienes aseguraban que aquellas inmóviles pupilas cubiertas de una tela blanquecina arrojaban en la oscuridad destellos fosforescentes como los del gato y que aquel ciego no lo era, sino en pleno día, a la luz del sol. Otros, y eran muy pocos, sostenían lo contrario, y para aclarar el punto sometían al infeliz a las más bárbaras pruebas. Ya era una vagoneta volcada en medio de la vía, que le interceptaba el paso, o un madero atravesado a la altura de su cabeza, contra el cual chocaba violentamente; mientras alambres invisibles se enredaban entre sus piernas y lo derribaban en el lodo negro y viscoso de las galerías.

El tiempo transcurría, y el desconocido obrero apasionaba cada vez más los ánimos dentro de la mina. Extraños rumores empezaron a circular acerca de su trabajo en las canteras de extracción. Todos los días a la salida del sol se hallaba junto al pique listo para bajar y era siempre de los últimos el tomar el ascensor para regresar a su solitaria habitación en la falda de la colina.

Durante aquellas quince horas de ruda faena arrancaba del filón un número de vagonetas superior al mínimum reglamentario. Aquello desconcertaba a los más esforzados barreteros, pues en aquel sitio el mineral era duro y consistente y el mejor de ellos jamás había alcanzado un éxito semejante.

Este hecho robusteció en la crédula imaginación de aquellas sencillas gentes la creencia de que Fariña era un ser extraordinario. Contábase de él que sólo iba a la mina a dormir y que un socio cuyo nombre no se atrevían a pronunciar, desprendía de la vena el carbón necesario para completar la tarea del día. Y no era un misterio para nadie que por la noche, cuando quedaba la mina desierta, se oía en la cantera maldita un redoble furioso que no cesaba hasta el alba. Aquel obrero infatigable, del que se hablaba en voz baja y temerosa, no era sino el Diablo, que vagaba día y noche en las profundidades de la mina, dando golpes misteriosos en las canteras abandonadas, precipitando los desprendimientos de la roca y abriendo paso a través de grietas invisibles a las traidores exhalaciones del grisú1.

Dos viejos mineros encargados de vigilar por las noches los corredores de ventilación se habían aproximado cautelosos al sitio de donde partía el insólito rumor, deteniéndose asombrados ante la presencia de un barretero desconocido que en el fondo de la cantera del ciego atacaba furiosamente el bloque negro y quebradizo. Un chorro de grisú encendido que brotaba de una grieta del techo esparcía una claridad de incendio en derredor del fantástico personaje, delante del cual la hulla lanzaba reflejos extraños y sus caprichosas facetas resplandecían como azabache pulimentado ante la llama azulada del temible gas.

Los testigos de aquella escena veían amontonarse el carbón con asombrosa rapidez delante del incógnito y nocturno obrero, cuando de pronto un pedazo arrancado con fuerza del innoble bloque derribó dos trozos de madera de revestimiento apoyados en la pared, los que al caer el uno sobre el otro, formaron por una extraña casualidad una cruz en el húmedo suelo del corredor.

Un terrible estallido atronó la bóveda y una ráfaga de aire azotó el rostro de los dos obreros clavados en el sitio por el espanto, desapareciendo súbitamente la infernal visión.

A la mañana siguiente ambos fueron encontrados desvanecidos en el fondo de una galería mal ventilada, y desde ese instante nadie dudó en la mina de que un tenebroso pacto ligaba al aborrecido ciego con el espíritu del mal. A la antipatía que le profesaban los mineros se agregó luego un supersticioso temor y a su paso apartábanse presurosos, persignándose devotamente. Sus vecinos en la cantera abandonaron sus labores trasladándose a otro sitio, y el carretillero encargado del arrastre de las vagonetas se negó a efectuar ese trabajo, viéndose obligado Fariña para no abandonar la faena a ser barretero y carretillero a la vez.

Sea por aquel exceso de trabajo, cuya abrumadora fatiga hubiera quebrantado la más robusta constitución, o por otra causa desconocida, su taciturnidad aumentó de día en día y su musculoso cuerpo fue perdiendo poco a poco aquel aspecto de fuerza y de vigor que contrastaba tan noblemente con la débil contextura de los mineros, esos proscritos del aire y de la luz que llevaban impresa en sus rostros de cera la nostalgia de los campos alumbrados por el sol.

Un decaimiento visible se operaba en él, y los obreros que lo observaban atribuíanlo a que el término del nefando pacto debía de estar próximo y era una verdad no discutida que un suceso extraordinario de que tal vez iban a ser en breve testigos, se preparaba dentro de la mina, dando más fuerza a aquellas suposiciones de la conducta cada vez más extraña del ciego. Se le veía frecuentemente abandonar la cantera y penetrar en las galerías poco frecuentadas, dejando por las noches su vivienda solitaria para vagar como un fantasma por la orilla del mar, y sentándose a veces en las piedras de la ribera pasaba horas tras horas, oyendo el murmullo eterno del oleaje: como un viejo lobo que descansara de sus correrías por el océano.

¿Qué pensaba en esos instantes y qué dolor oculto guardaba su alma cerrada a toda afección? Como el origen de su ceguera, nadie lo supo jamás.

Pronto iba a cumplir un año en la mina, y el misterio de su vida permanecía impenetrable. Entre los varios rumores que circularon acerca de él había uno del que nadie se acordaba ya. Los mineros más antiguos recordaban vagamente que muchos años atrás, víctima de una de las frecuentes explosiones de grisú, pereció en la mina un obrero quedando moribundo un hijo de dieciséis años que lo acompañaba. A consecuencia de aquella desgracia la mujer del infeliz y madre del niño perdió la razón, ignorándose en absoluto el destino del muchacho. Los que recordaban esos hechos creían ver en el rostro de Fariña vestigios de antiguas quemaduras; pero las cosas no pasaron de allí y el misterio subsistió siempre.

Los mineros veían en aquel ciego un enemigo de su tranquilidad y de la existencia de la mina misma. De un hombre que tenía pacto con el Diablo no podía esperarse nada bueno, y los alarmistas anunciaban toda clase de males para lo futuro, citándose de él, para apoyar aquellos siniestros presagios, algunas enigmáticas palabras pronunciadas después de un derrumbe que había quitado la vida a varios trabajadores.

—Cuando yo muera, la mina morirá conmigo —había dicho el misterioso ciego.

Para muchos aquella frase encerraba una amenaza y para otros un vaticinio que no tardaría en cumplirse.

En la semana que precedió a la gran catástrofe, Fariña obtuvo la plaza de vigilante nocturno de aquella sección de la mina donde trabajaba, empleo cuyo desempeño le era relativamente fácil, pues la principal tarea consistía en recorrer las compuertas de ventilación.

En la noche del extraordinario suceso se presentó como de costumbre en el pique a la hora reglamentaria: las nueve en punto marcaba el reloj de la máquina cuando penetraba en la jaula y desaparecía en el pozo de bajada.

Era aquel un día festivo y la mina estaba desierta. El tiempo se mostraba tempestuoso, espesas nubes entoldaban el cielo y el viento norte, soplando con violencia en lo alto de la cabría, hacía gemir el maderamen sacudiendo los cables a lo largo de los niveles. El mar estaba agitado y tumultuoso y la resaca elevaba su ronca voz entre los arrecifes de la costa.

El maquinista, con una mano en el regulador y la otra en el freno, seguía con atención la manecilla del indicador. La máquina trabajaba a gran velocidad, pues la tarea estaba reducida a extraer el agua del pozo por medio de grandes cubos suspendidos debajo de las jaulas ascensoras. Y junto al borde del pique un obrero armado de un largo gancho de hierro abría las compuertas colocadas en el fondo de aquéllos, las que daban paso al agua que se escurría por el canal de desagüe. Esos dos hombres y el fogonero, que se tostaba en el departamento de las calderas, eran los únicos que a esa hora velaban en la mina.

Fariña, entre tanto, había dejado el ascensor y caminaba por la galería central, esquivando los obstáculos con la soltura peculiar en él.

Frente a la puerta del departamento de los capataces se detuvo, y haciendo saltar la cerradura penetró al interior; cogió de un armario arrimado a la pared cierto número de paquetes pequeños y cilíndricos que sepultó en los bolsillos de su blusa y apoderándose en seguida de un saquete de pólvora y de algunos rollos de guías, abandonó la estancia internándose en las profundidades de la mina.

Marchaba presuroso, deslizándose sin ruido entre las hileras de vagonetas vacías, y pronto dejó a un lado las arterias principales para penetrar en una galería abandonada, que sólo servía de corredor de ventilación.

Ese paraje había sido siempre objeto de vigilancia especial de parte de los ingenieros. Situado debajo del mar, las filtraciones eran abundantísimas en aquella galería y la amenaza de un hundimiento era una idea que preocupaba a los jefes y operarios desde muchos años atrás. A través de la delgada capa de terreno llegaban hasta aquel sitio los rumores misteriosos del océano, percibiéndose distintamente el ruido de las palas de las hélices que azotaban las olas, pues la galería cortaba oblicuamente la ruta de los vapores que tocaban en el puerto. Considerables trabajos de revestimiento se habían llevado a cabo para evitar que el fondo del mar cediese bajo la presión de las aguas. En el sitio donde las filtraciones eran más copiosas, gruesas vigas que descansaban sobre sólidas pilastras sostenían la techumbre. Junto a uno de estos soportes detúvose Fariña, extrayendo detrás de él una enmohecida barrena de carpintero.

Seis de aquellos pilares estaban perforados a la altura de un metro. Con ayuda de la barrena quitó el ciego la arcilla que disimulaba los agujeros, y con la calma y seguridad del que ejecuta una operación largo tiempo meditada, introdujo en cada uno de ellos un cartucho de dinamita con su correspondiente guía, formando con aquellas largas mechas, todas de una misma dimensión, un solo haz, cuyas extremidades igualó cuidadosamente; y atándolas en seguida con un bramante, vertió encima del grueso nudo una parte del saquete de pólvora, trazando con el resto un reguero en el piso, de algunos metros de longitud. El principal trabajo estaba terminado, y el autor de aquella obra ignorada y terrible se irguió y alargando el brazo dio en el húmedo techo algunos golpes con la ferrada punta de su bastón como si quisiese calcular el espesor de la roca sobre la que gravitaba la masa movible del océano.

Después de un instante se inclinó de nuevo: en su mano derecha brillaba un fósforo encendido y un reguero de chispas recorrió velozmente el suelo, convirtiéndose de pronto en una intensa llamarada que iluminó los sitios más recónditos de la galería. El siniestro personaje retrocedió entonces una veintena de metros por el camino que había traído, quedándose inmóvil con los brazos cruzados en medio del corredor. Delante de él un leve chisporroteo interrumpía apenas aquel silencio de muerte, cuando súbitamente un estampido seco retumbó como un trueno y uno de los pilares cortado en dos voló en astillas bajo la negra bóveda. Segundos después una terrible explosión empujaba violentamente el aire y un enorme montón de maderos destrozados interceptó la galería. Por unos instantes se oyeron los chasquidos de la roca, seguidos de bruscos desprendimientos: primero trozos pequeños que rebotaban sordamente en la derribada mampostería, y después, como el tapón de una botella vacía sumergida en aguas profundas, cedió de un solo golpe la techumbre del túnel: lívidos relámpagos serpentearon un momento en la oscuridad y algo semejante al galope de pesados escuadrones resonó con pavoroso estruendo en los ámbitos de la mina.

Afuera la tempestad desencadenada bramaba con furia, y el viento y el mar confundían sus voces irritadas en un solo sostenido y fragoroso. El maquinista, de pie en la plataforma de la máquina, fijaba una mirada soñolienta en el indicador y en el brocal del pozo, junto al cual el obrero del gancho de hierro ejecutaba su tarea temblando de frío bajo sus húmedas ropas. Ambos habían creído sentir entre el ruido de la borrasca rumores extraños que parecían venir de abajo, del fondo del pique, creyendo ver a veces que los cables perdían su tensión como si el peso que soportaban disminuyese por alguna causa desconocida.

Durante aquellas largas horas los dos hombres fijaban en el cubo que subía una mirada ansiosa con la vana esperanza de ver que el chorro líquido disminuyese o cesase por completo. ¡Cuán ajenos estaban de que el agua que se escurría por la ladera del monte y se mezclaba con la del mar no hacía sino volver a su depósito de origen!

Hacia el amanecer disminuyó la fuerza de la tempestad y el obrero que se hallaba junto al pozo sintió de pronto en el canal de desagüe fuertes golpes, como si algo viviente se agitase en él. Acercóse al sitio de donde partía aquel ruido extraordinario y se quedó perplejo, mudo de estupor, a la vista de un objeto que parecía lanzar relámpagos, y que azotaba violentamente junto a la rejilla del canal. Tomó con presteza un candil colgado en una de las vigas de la cabria y su sorpresa se convirtió en espanto: lo que saltaba allí dentro era un pez vivo, una corvina de plateado vientre.

Entre tanto el maquinista se impacientaba esperando las señales reglamentarias y sus voces imperiosas dominaban el ruido del viento cada vez más flojo a medida que avanzaba el día.

Por fin, el remiso obrero reapareció en la plataforma, llevando suspendido por la cola el pez que contraía violentamente su viscoso cuerpo. El de la máquina, viendo aquel objeto que se movía en la mano de su compañero, gritó desde lo alto:

—¿Qué pasa, Juan, qué es lo que hay?

—Nada, que estamos achicando el mar —fue la breve la respuesta que hirió sus oídos.

Pasados algunos minutos, el pito de alarma sonaba en la mina por última vez, poniendo en conmoción a sus dormidos moradores, y el vapor, el aliento vital de aquel organismo de hierro, abandonaba para siempre los cilindros y calderas, escapándose por las válvulas abiertas en medio de silbidos estremecedores.

Los trabajadores acudían y se agrupaban consternados en torno del pique, contemplando silenciosos a los ingenieros que por medio de sondajes comprobaban el desastre. De vez en cuando resonaban sordos chasquidos subterráneos producidos por los derrumbes de las obras interiores. El agua de mar llenaba toda la mina y subía por el pozo hasta quedar a cincuenta metros de los bordes de la excavación.

El nombre de Fariña estaba en todos los labios, y nadie dudó un instante de que fuera el autor de la catástrofe que los libertaba para siempre de aquel presidio donde tantas generaciones habían languidecido en medio de torturas y miserias ignoradas.

Todos los años en la noche del aniversario del terrible accidente que destruyó uno de los más poderosos establecimientos carboníferos de la comarca, los pescadores de esas riberas refieren que cerca del escarpado promontorio, en la ruta de las naves que tocan en el puerto, cuando suena la primera campanada de las doce de la noche en la torre de la lejana iglesia, fórmase en las salobres ondas un pequeño remolino hirviente y espumoso, surgiendo de aquel embudo la formidable figura del ciego con las pupilas fijas en la mina desolada y muerta.

Junto con la última vibración de la campana se desvanece la temerosa aparición y una mancha de espuma marca el peligroso sitio, del que huyen velozmente las barcas pescadoras por sus ágiles remeros, y ¡ay! de la que se aventure demasiado cerca de aquel Maelstrom en miniatura, pues atraída por una fuerza misteriosa y zarandeada rudamente por las olas, se verá en riesgo inminente de zozobrar.

Caza mayor

En el llano dilatado y árido los rayos del sol tuestan la yerba que crece entre los matorrales, cuyos arbustos raquíticos entrelazan sus ramas débiles y rastreras con las retorcidas espirales de las parásitas de hojas secas y polvorosas.

En las sendas desnudas, abrasa la arena negra y gruesa, y entre los matojos óyese el ruido que producen las culebras y lagartijas que, hartas de luz y calor, se deslizan buscando un poco de sombra entre el escueto ramaje de las murtillas y los tallos de los cardos erguidos y resecos.

Con el cuerpo inclinado y el fusil entre las manos temblorosas, el Palomo, un viejecillo pequeño y seco como una avellana, a pasos cortos sobre sus piernas vacilantes sigue los rastros que las pisadas de las perdices dejan en la arena calcinada de los senderos.

Nadie como él para distinguir entre mil la huella fresca y reciente y conocer si la pieza es un macho o una hembra, un pollo o un adulto. Solo, sin deudos que amparen su desvalida ancianidad, con el producto de la caza satisface apenas sus más premiosas necesidades.

Los rayos del sol, cayendo a plomo sobre sus espaldas encorvadas, hacían más penosa su marcha sobre aquel suelo blando y movedizo. Su fatiga era grande y aún no había disparado un tiro cuando de pronto se irguió, deteniéndose ante un grupo de espinos y de litres achaparrados: el rastro tan pacientemente seguido terminaba allí. Rodeó el matorral, observando el suelo con atención para cerciorarse de que el ave no se había escurrido por otro lado, y levantando el gatillo atisbó por entre las ramas, estirando el cuello y empinándose en la punta de los pies.

Los tres dedos marcados en la arena y proyectados hacia adelante como abanico indicaban un soberbio macho.

Sus ojos inquietos y vivaces que registraban cada hoja, cada tallo de hierba, descubrieron muy pronto el pico amarillo y la oscura cabeza asomando por la bifurcación de una rama. El cuerpo, del color de la hoja seca, se adivinaba más bien que se veía oculto entre la hojarasca. Apuntó con detención y tiró el gatillo: una magnífica perdiz con las plumas medio chamuscadas por el fogonazo ocupó su sitio en el morral vacío.

Alegre y satisfecho se dispuso en seguida a cargar el fusil, cuyo mohoso cañón de una longitud y calibre desmesurados estaba unido a la caja por ligaduras de cordel y de bejuco. Un trozo de madera fijado en un agujero a la extremidad del vetusto instrumento hacía las veces de mira, trozo que había que renovar después de cada disparo, pues éste se llevaba por delante el pedazo del anterior que le servía de base y muy a menudo la eficacia del tiro se debió a este improvisado proyectil más mortífero que un simple perdigón. Con el uso el agujero se había agrandado y el grosor de la mira crecido en proporción. Al apuntar, la vista se encontraba con un monolito tras el cual no se vería un elefante.

La gravedad solemne con que cargaba el arma demostraba la importancia dada a esta operación. Destapado el frasco de pólvora, vertía en la palma de la mano el polvo negro y lustroso y aproximando la boca del cañón vaciábalo despacio, soplando cuidadosamente los granos adheridos a la piel seca y rugosa. Atascaba con calma el manojo de hierba que servía de taco, y luego en el hueco de la mano contaba meticulosamente los Doce Pares, doce perdigones redondos y relucientes a fuerza de restregarlos entre sus dedos como objetos preciosos, y dos a dos para establecer bien la cuenta precipitábalos dentro del tubo descomunal. Por último, tomando un perdigón más grueso que los demás, antes de soltarlo trazaba con él la señal de la cruz en la boca del cañón: era Carlomagno que iba a hacer compañía a sus caballeros.

Terminada la tarea y cegado por la deslumbradora claridad que irradiaba de lo alto, con una mano delante de los ojos, a guisa de pantalla, exploraba el horizonte, indeciso acerca de la dirección que debía seguir, cuando el silbido de la perdiz que levanta el vuelo y que crispa los nervios del más flemático lo hizo volverse con presteza. A su derecha, en una ligera depresión del terreno, percibió distintamente al ave abatiéndose con rápido aleteo. En algunos minutos salvó la distancia y aproximándose cauteloso, con infinitas precauciones, siguiendo la pista grabada en la arena descubrió la pieza agazapada entre los cardos. Apoyó la culata en el hombro y soltó el tiro. Aún no se disipaba el humo del disparo en la atmósfera abrasada cuando un bulto rojizo pasó a su lado como una tromba y rozó sus piernas que vacilaron, dando un traspié.

Lanzó un grito de sorpresa y de cólera:

—¡Quita allá, Napoleón!

Pero ya era tarde: la perdiz a la cual la mira había atravesado el cuello, acababa de desaparecer en las fauces de un enorme perro de presa de color leonado.

Pasado el primer momento de estupor, con el fusil en alto se abalanza sobre el intruso y lleno de coraje menudea los golpes que el ladrón esquiva con gran facilidad, dando bruscos saltos entre las matas sin soltar la presa. Fatigado y jadeante se detuvo apoyándose en el cañón de su vieja carabina. A la cólera había sucedido la angustia dolorosa que se experimenta ante una pérdida irreparable. ¡Una pieza tan hermosa, manjar de príncipe, engullida por aquel soez animalucho! Sus ojos se humedecieron, y cambiando de táctica, con temblona voz que se esforzaba en hacer cariñosa, repetía:

—Napoleón, buen perro, venga acá, hijito.

Entretanto el buen perro husmeaba el suelo, recogiendo las migajas del festín, y terminado el banquete asomó por entre la hojarasca el hocico erizado de plumas, relamiéndose golosamente, y fijando en el cazador atontado sus ojos relucientes como brasas pareció muy dispuesto a corresponder sus demostraciones de afecto. De un salto salió de la espesura y con aire regocijado, meneando con vivacidad el rabo diminuto, fue a restregar el hocico para desprender las plumas en las piernas poco sólidas del vejete.

Ante el cinismo y la desvergüenza de que hacía gala aquel mal bicho, sintió que le volvía el coraje y por un instante sólo ideas de sangre y de exterminio brotaron de su cerebro enardecido. Dábanle ímpetus de vaciar en el arma el frasco de pólvora y la bolsa entera de perdigones y en seguida descerrajar aquel tiro atroz sobre el infame bandido, aventándolo en el aire.

Pronto se aplacó: el amo del perrazo era el mayordomo de la hacienda, hombre autoritario y brutal que hubiera vengado cruelmente cualquier ofensa hecha a su favorito.

La afición del dogo por las perdices era de época reciente y databa del día en que una de estas aves herida al vuelo por certero disparo fue a caer entre sus patas. El bocado debió de saberle a gloria, porque a partir de allí, oír un escopetazo y salir disparado, era todo uno.

Ese día atraído por el primer tiro había llegado a tiempo para aprovecharse del segundo.

El viejo, descorazonado y triste, sin pensar en el desquite se alejaba con tardo paso de aquel infausto sitio cuando de pronto se detuvo sorprendido. El morral había triplicado su peso. Echó una rápida ojeada por encima del hombro y sus grises ojillos relampaguearon. El dogo, cogiendo delicadamente con los dientes el saco, trataba de desprenderlo del cordón que lo sujetaba. ¡Dios santo! Qué ira le acometió: irguió su pequeña talla y tomando el fusil por el cañón tiró con bríos de través un culatazo a la maldita bestia, pero sólo hirió el aire, sus débiles piernas incapaces de resistir el impulso del pesado armatoste se doblaron y cayó cuan largo era entre la maleza, arañándose cruelmente manos y rostro.

Por largo tiempo permaneció acurrucado en el suelo con el arma entre las piernas, mientras discurría en el medio de librarse del intruso que, sentado en sus cuartos traseros, a dos pasos de distancia, lo miraba con descaro, con aire entre sorprendido y contrariado por la tardanza en proseguir la caza interrumpida. Abriendo la ancha boca, bostezaba con gruñidos sordos de impaciencia, y creyendo que la actitud del cazador era debido a un olvido momentáneo, quiso recordarle sus deberes con el ejemplo.

Como el perdiguero de raza, meneando con rapidez el rabo corto y grueso, el hocico pegado al suelo, resoplando ruidosamente se metió por entre la maleza, levantando nubes de diucas y chincoles y poniendo en fuga a los lagartos que dormitaban entre las hojas. De vez en cuando se detenía; alzaba la cabeza, dirigiendo una mirada al viejo inmóvil, y emprendía de nuevo la tarea con mayores bríos.

Por fin éste se levantó y, como dando por terminada la cacería, púsose el fusil al hombro y echó a andar con actitud indiferente por los sitios más áridos y descubiertos. Mas la estratagema no surtía efecto. El dogo lo seguía con la cabeza baja, de mala gana, pero sin apartarse de sus talones. Exasperado por aquella obstinada persecución tentó un último recurso: dejó caer con disimulo el arma a un lado de la senda y con las manos en los bolsillos, como un desocupado que se pasea para estirar las piernas, siguió andando sin volver la cabeza.

El ardid tuvo un éxito decisivo: después de un corto trecho, Napoleón, lanzándole al pasar una mirada de reojo, tomó la delantera; se alejaba al trote con el rabo caído y las orejas gachas, sin mirar atrás.

Por fin estaba libre, y restregándose los ojos, como quien despierta de una pesadilla, vio desaparecer jubiloso al maldito animal. Aún era tiempo de recuperar lo perdido, y esforzándose en vencer el cansancio y la fatiga, recobró el fusil y se internó en un bosquecillo de boldos y de arrayanes. Las perdices acosadas en el llano por el calor debían haber buscado un refugio en la espesura. No se engañaba, por todas partes se veían numerosos rastros. Púsose a la obra con afán, escudriñando los troncos carcomidos y registrando los rincones sombríos bajo las hojas verde esmeralda de los bóquiles sin que lo distrajese el ruido de ramas rotas que creía oír a cada instante entre la maleza. Sin duda sería alguna raposa interrumpida en sus siesta que abandonaba la guarida con su paso inquieto y cauteloso.

Su constancia se vio en breve recompensada: una perdiz avanzando imprudentemente la cabeza, lo espiaba detrás de un tronco. Alargó el brazo y oprimió el disparador. Tras el estampido, apartáronse violentamente las ramas y apareció la cabeza del dogo con las orejas tiesas y rectas. De un salto cayó sobre la perdiz y empezó a triturarla entre sus poderosas mandíbulas. El arma se escapó de las manos del vejete. El asombro, la cólera, el dolor y el desaliento más profundo se pintaron en su rostro. Se sintió vencido, sin fuerzas para la lucha, y una honda congoja sobrecogió su ánimo atribulado. ¡Qué podía él, viejo decrépito, arrojado de todas partes como fardo inútil, contra aquel fiero y formidable enemigo capaz de estrangularlo de una sola dentellada!

Resignado recogió el fusil y, mientras vaciaba su última carga de pólvora, dos gruesas lágrimas se deslizaron por sus enjutas mejillas y pasando a través del cano bigote humedecieron sus labios: eran amargas como la hiel.

Todo a su alrededor era salvaje y agreste. Caliginosos vapores elevábanse por el lado del mar sobre las dunas en reposo. Ni un grano de arena resbalaba por sus pardas laderas que la inmovilidad del aire detenía en su avance interminable por la llanura sin límites. El espacio inundado de luz contrastaba con el suelo apizarrado de vegetación lánguida y escasa del que se exhalaba un hálito de fuego.

Agobiado por el calor ascendía penosamente la rápida escarpa para alcanzar la carretera cuando un súbito tirón lo hizo girar sobre sí mismo y perdiendo el equilibrio vino a tierra con estrépito. Incorporóse a medias: por el talud descendía gallardamente Napoleón, llevando el morral pendiente de la boca. Una llamarada brotó de los ojos apagados del viejo y la sangre en oleadas hirvientes se agolpó a su corazón y a su cerebro, devolviéndole por un instante el vigor de la juventud. ¡Jamás su pulso había sido tan firme ni su ojo tan certero…! Un estrepitoso aullido contestó a la denotación: el dogo soltó el morral y con los pelos del lomo erizados como púas desapareció entre los matorrales. Pasado el primer estallido de la cólera, sintió el anciano que la sangre se helaba en sus venas y un enervamiento profundo embargó todo su ser. Su alma de siervo experimentó un desfallecimiento supremo. Creyó haber cometido un enorme crimen y la figura del animal enfurecido se presentó a su imaginación, produciéndole un escalofrío de terror. Dirigió una mirada al llano, y allá lejos percibió al dogo atravesando los arenales; iba con una prisa endemoniada: incrustado en el nacimiento del rabo llevaba a Carlomagno y diseminados en el lomo bajo la hirsuta piel, los Doce Pares. Como el corzo que presiente la jauría, se levantó con vigoroso impulso y encorvado como nunca, arrastrando sus pesados pies, desapareció tras un recodo en el camino polvoriento.

El registro

La mañana es fría, nebulosa, una fina llovizna empapa los achaparrados matorrales de viejos boldos y litres raquíticos. La abuela, con la falda arremangada y los pies descalzos, camina a toda prisa por el angosto sendero, evitando en lo posible el roce de las ramas, de las cuales se escurren gruesos goterones que horadan el suelo blando y esponjoso del atajo. Aquella senda es un camino poco frecuentado y solitario que, desviándose de la negra carretera, conduce a una pequeña población distante legua y media del poderoso establecimiento carbonífero, cuyas construcciones aparecen de cuando en cuando por entre los claros del boscaje allá en la lejanía borrosa del horizonte.

A pesar del frío y de la lluvia, el rostro de la viejecilla está empapado en sudor y su respiración es entrecortada y jadeante. En la diestra, apoyado contra el pecho, lleva un paquete cuyo volumen trata de disimular entre los pliegues del raído pañolón de lana.

La abuela es de corta estatura, delgada, seca. Su rostro, lleno de arrugas con ojos oscuros y tristes, tiene una expresión humilde, resignada. Parece muy inquieta y recelosa, y a medida que los árboles disminuyen hácese más visible su temor y sobresalto.

Cuando desembocó en la linde del bosque, se detuvo un instante para mirar con atención el espacio descubierto que se extendía delante de ella como una inmensa sábana gris, bajo el cielo pizarroso, casi negro en la dirección del noreste.

La llanura arenosa y estéril estaba desierta. A la derecha, interrumpiendo su monótona uniformidad, alzábanse los blancos muros de los galpones coronados por las lisas techumbres de zinc relucientes por la lluvia. Y más allá, tocando casi las pesadas nubes, surgía de la enorme chimenea de la mina el negro penacho de humo, retorcido, desmenuzado por las rachas furibundas del septentrión. La anciana, siempre medrosa e inquieta, después de un instante de observación pasó su delgado cuerpo por entre los alambres de la cerca que limitaba por ese lado los terrenos del establecimiento, y se encaminó en línea recta hacia las habitaciones. De vez en cuando se inclinaba y recogía la húmeda chamiza, astillas, ramas, raíces secas desparramadas en la arena, con las que formó un pequeño hacecillo que, atado con un cordel, se colocó en la cabeza.

Con este trofeo hizo su entrada en los corredores, pero las miradas irónicas, las sonrisas y las palabras de doble sentido que le dirigían al pasar, le hicieron ver que el ardid era demasiado conocido y engañaba a los ojos perspicaces de las vecinas.

Pero, segura de la reserva de aquellas buenas gentes, no dio importancia a sus bromas y no se detuvo sino cuando se encontró delante de la puerta de su vivienda. Metió la llave en la cerradura, hizo girar los goznes y una vez adentro corrió el cerrojo.

Después de tirar en un rincón el haz de leña y de colocar encima de la cama cuidadosamente el paquete, se despojó del rebozo y lo suspendió de un cordel que atravesaba la estancia a la altura de su cabeza.

En seguida encendió el montoncillo de virutas y de carbón que estaba listo en la chimenea y sentándose al frente en un pequeño banco, esperó.

Una llama brillante se levantó del fogón e iluminó el cuarto en cuyos blancos muros desnudos y fríos se dibujó la sombra angulosa y fantástica de la abuela.

Cuando el calor fue suficiente, puso sobre los hierros la tetera con agua para el mate y yendo hacía la cama desenvolvió el paquete y colocó su contenido, una libra de yerba y otra de azúcar, en un extremo del banco donde ya estaba el pocillo de loza desportillado y la bombilla de lata.

Mientras el fuego chisporrotea la anciana acaricia con sus secos dedos la yerba fina y lustrosa de un hermoso color verde, deleitándose de antemano con la exquisita bebida que su gaznate de golosa está impaciente por saborear.

Sí, hacía ya mucho tiempo que el deseo de paladear un mate de aquella yerba olorosa y fragante era para ella una obsesión, una idea fija de su cerebro de sexagenaria. Pero cuán difícil le había sido hasta entonces procurarse la satisfacción de aquel apetito, su vicio, como ella decía; pues su nietecillo José, portero de la mina, ganaba tan poco, treinta centavos apenas, lo indispensable para no morirse de hambre. ¡Y era el chico su único trabajador!

Mientras la yerba del despacho era tan mediocre y tenía tan mal gusto, allá en el pueblo había una finísima, de hoja pura y tan aromática que con sólo recordarla se le hacía agua la boca. Pero costaba tan cara ¡cuarenta centavos la libra! Es verdad que por la del despacho pagaba el doble, pero el pago lo hacía con fichas o vales a cuenta del salario del pequeño, en tanto que para adquirir la otra era necesario dinero contante y sonante.

Mas, no era esa sola la única dificultad. Existía también la prohibición estricta para todos los trabajadores de la mina de comprar nada, ni provisiones, ni un alfiler, ni un pedazo de tela fuera del despacho de la Compañía. Cualquier artículo que tuviera otra procedencia era declarado contrabando y confiscado en el acto, siendo penadas las reincidencias con la expulsión inmediata del contrabandista.

Durante largos meses fue atesorando centavo por centavo en un rincón de la cama, bajo el colchón, la cantidad que le hacía falta. Cuidando que su nieto tuviese lo necesario, privábase ella de lo indispensable y, poco a poco, el montoncillo de monedas de cobre fue aumentando hasta que por fin la suma reunida era no sólo suficiente para comprar una libra de yerba, sino también un poco de azúcar, de aquella blanca y cristalina que en el despacho no se veía nunca.

Mas, ahora venía lo difícil. Ir hasta el pueblo, efectuar la compra y luego volverse sin despertar las sospechas de los celadores que, como Argos, con cien ojos vigilaban las idas y venidas de la gente. Se atemorizaba. Perdía todo su valor. ¿Qué sería de ella y del niño en aquel invierno que se presentaba tan crudo si acaso la arrojaban del cuarto, dejándola sin pan ni techo donde cobijarse?

Pero el dinero estaba ahí, tentándola, como diciéndole:

—Vamos, tómame, no tengas miedo.

Escogió un día de lluvia en que la vigilancia era menor y, muy temprano, en cuanto el pequeño hubo partido a la mina, cogió las monedas, echó llaves a la puerta, y se internó en el llano, llevando el rollo de cuerdas que le servía para atar los haces de leña que iba a recoger de vez en cuando en el bosque.

Mas, una vez que se hubo alejado lo bastante, salvó la cerca de alambres y tomó el estrecho sendero que, evitando el largo rodeo de la carretera, llevaba en línea recta hacia el pueblo.

La distancia era larga, muy larga para sus pobres y débiles piernas; pero la recorrió sin grandes fatigas gracias a la suave temperatura y a la excitación nerviosa que la poseía.

No fue así a la vuelta. El camino le pareció áspero, interminable, teniendo que detenerse a ratos para tomar aliento. Luego, experimentaba una gran zozobra por la realización de aquel delito al cual su conciencia culpable daba proporciones inquietantes.

La burla de la temida prohibición de hacer compras fuera del despacho la sobrecogía como la consumación de un robo monstruoso. Y a cada instante le parecía ver tras un árbol la silueta amenazadora de algún celador que se echaba repentinamente sobre ella y le arrancaba a tirones el cuerpo del delito.

Varias veces estuvo tentada de tirar el paquete comprometedor a un lado del camino para librarse de aquella angustia, pero la aromática fragancia de la yerba que a través de la envoltura acariciaba su olfato la hacía desistir de poner en práctica una medida tan dolorosa.

Por eso, cuando se encontró a solas dentro de la estancia, libre de toda mirada indiscreta, la acometió un acceso de infantil alegría.

Y mientras el agua pronta a hervir dejaba escapar el runrún que precede a la ebullición, la abuela con las manos cruzadas en el regazo seguía con la vista las tenues volutas de vapor que empezaban a escaparse por el curvo pico de la tetera.

A pesar del cansancio atroz de la larguísima caminata, experimentaba una dulce sensación de felicidad. Iba por fin a saborear los exquisitos mates de antaño, los mismos que eran su delicia cuando aún existían aquellos que le fueron arrebatados por esa insaciable devoradora de juventud: la mina que, debajo de sus plantas, en el hondo de la tierra extendía la negra red de sus pasadizos, infierno y osario de tantas generaciones.

De improviso un recio golpe aplicado en la puerta la arrancó de sus meditaciones. Un terrible miedo se apoderó de ella y maquinalmente, sin darse cuenta de lo que hacía, tomó el paquete y lo ocultó debajo del banco. Un segundo golpe, más recio que el primero, seguido de una voz áspera e imperiosa que gritaba: ¡Abra, abuela, pronto, pronto! la sacó de su inmovilidad. Se levantó y descorrió el cerrojo.

El jefe del despacho y su joven dependiente fueron los primeros en trasponer el umbral seguidos de cerca por dos celadores que llevaban a la espalda grandes sacos que depositaron en el suelo enladrillado. La anciana se había dejado caer sobre el banco.

Inmóvil, paralizada, miraba delante de sí con cara de idiota; y la boca entreabierta y la mandíbula caída revelaban el colmo de la sorpresa y del espanto. Parecíale que mientras su cuerpo se diluía, se achicaba hasta convertirse en algo pequeñísimo e impalpable, la imponente figura de aquel señor de barba rubia y retorcidos mostachos, envuelto en su lujoso abrigo, tomaba proporciones colosales, llenaba el cuarto, impidiendo toda tentativa para escurrirse y ocultarse.

Entretanto, el dependiente, un jovenzuelo avispado y ágil, ayudado por los celadores había empezado el registro. Después de tirar a un lado los cobertores de la cama, dar vueltas al colchón y palpar la paja por sobre la tela, abrieron el pequeño baúl y, uno por uno, fueron arrojando al centro del cuarto los harapos que contenía, haciendo equívocos comentarios sobre aquellas prendas, tan rotas y deshilachadas, que no había por donde cogerlas. Luego hurgaron por los rincones, removieron de su sitio los escasos y miserables utensilios y de pronto se detuvieron mirándose a la cara desorientados.

El jefe, de pie delante de la puerta, en actitud severa y digna observaba los movimientos de sus subordinados sin despegar los labios.

El dependiente, dirigiéndose a uno de los hombres le preguntó:

—¿Estás seguro de haberla visto atravesar los alambrados?

El interpelado repuso:

—Tan seguro, señor, como ahora lo estoy viendo a usted. Salía del atajo y apostaría diez contra uno a que venía del pueblo.

Hubo un pequeño silencio que la voz breve del jefe interrumpió:

—Bueno, regístrenla ahora a ella.

Mientras los dos hombres cogían de los brazos a la anciana y la sostenían en pie, el jovencillo efectuó en un instante la odiosa operación.

—No tiene nada —dijo, enjugándose las manos que se le habían humedecido al recorrer los pliegues de la ropa mojada.

Y todo habría terminado felizmente para la abuela si el mozo en su afán de no dejar sitio sin registrar no se hubiera acercado a la banca y mirado debajo.

Apenas se hubo inclinado cuando se irguió dirigiendo hacia el patrón su mirada radiante de júbilo.

—¡Vea donde lo tenía, señor, esta vieja de los diablos!

El patrón ordenó secamente:

—Llévense eso y retírense.

Cuando el dependiente y los celadores hubieron salido, el jefe contempló un instante la ruin y miserable figura de la anciana encogida y hecha un ovillo en el asiento y luego, tomando un aspecto imponente, adelantó algunos pasos y con voz severa la increpó:

—Si no fuera usted una pobre vieja ahora mismo la hacía desocupar el cuarto, arrojándola a la calle. Y esto, en conciencia, sería lo justo, pues usted lo sabe muy bien, abuela, que comprar algo fuera del despacho es un robo que se hace a la Compañía. Por ahora y por ser la primera vez la perdono, pero para otra ocasión cumpliré estrictamente con mi deber. Quédese con Dios y pídale que le perdone este pecado tan deshonroso para sus canas.

La abuela quedó sola. Su pecho desbordaba henchido de gratitud por la bondad del patrón y hubiera caído de rodillas a sus plantas si la sorpresa y el temor no la hubiesen paralizado. Sin levantarse del asiento se volvió hacia la chimenea e inclinó la cabeza pesadamente.

Afuera el mal tiempo aumenta por grados; algunas ráfagas entreabren la puerta y avivan el fuego moribundo, arremolinando sobre la nuca de la viejecilla las grises y escasas guedejas que ponen al descubierto su cuello largo y delgado con la piel rugosa adherida a las vértebras.

La barrena

—Aquellos sí que eran buenos tiempos —dijo el abuelo dirigiéndose a su juvenil auditorio, que lo oía con la boca abierta—. Los cóndores de oro corrían como el agua y no se conocían ni de nombre estos sucios papeles de ahora. No había más que dos piques: el Chambeque y el Alberto, pero el carbón estaba tan cerca de los pozos que, de cada uno de ellos, se sacaban muchos cientos de toneladas por día.

Entonces fue cuando los de Playa Negra quisieron atajarnos corriendo una galería que iba desde el bajo de Playa Blanca en derechura a Santa María. Nos cortaban así todo el carbón que quedaba hacia el norte, debajo del mar. Apenas se supo la noticia, todo el mundo fue al Alto de Lotilla a ver los nuevos trabajos que habían empezado los contrarios con toda actividad. Tenían ya armada la cabria del pique casi en la orilla misma donde revienta la ola en las altas mareas. Los pícaros querían trabajar lo menos posible para cerrarnos el camino. Entretanto nuestros jefes no se contentaban sólo con mirar. Estudiaban el modo de parar el golpe, y andaban para arriba y para abajo corriendo desaforados con unas caras de susto tan largas que daban lástima.

Acababa una mañana de llegar al pique, cuando don Pedro, el capataz mayor, me llamó para decirme:

—Sebastián, ¿cuántos son los barreteros de tu cuadrilla?

—Veinte, señor —le contesté.

—Escoge de los veinte —me mandó—, diez de los mejores y te vas con ellos al Alto de Lotilla. Allí estaré yo dentro de una hora.

Me fui abajo y escogí mis hombres, y antes de la hora ya estábamos juntos con una nube de peones, de carpinteros y de mecánicos en la media falda del cerro que mira al mar.

Mientras los peones desmontaban y terraplenaban y los carpinteros aserraban las enormes vigas, los mecánicos recorrían el motor listo ya para funcionar. Todos metían una bullanga de mil demonios. A cada momento llegaban barreteros del Chambeque y del Alberto. Allí estaba la flor y nata de toda la mina. Ninguno tenía menos de veinte años ni pasaba de veinticinco.

De repente corrió la voz de que iba a hablarnos el ingeniero jefe.

Todavía me parece verlo encaramado en una pila de madera echándonos aquel discurso cuyo recuerdo tengo aún en la memoria. Después de afear la conducta de los de Playa Negra, que sin ninguna razón y contra todo derecho querían arrinconarnos contra el cerro para apoderarse del carbón submarino que habíamos sido los primeros en descubrir y en explotar, nos dijo que contaba con nuestro empuje y entusiasmo para el trabajo para impedir aquel despojo que realizado sería la ruina de todos. Luego nos explicó, aunque muy a la ligera, lo que exigía de nosotros. A pesar de su reserva y de lo vago de ciertos detalles, comprendimos que su intención era abrir un pique en el sitio donde estábamos y en seguida una galería paralela a la playa que cortase en cruz la línea que traía la de Playa Negra. Pero, para que tuviese éxito este plan, era necesario llegar al cruce antes que los contrarios. Y aquí estaba lo difícil, porque la distancia que ellos debían andar era menos que la mitad de la que nosotros teníamos que recorrer para ir al mismo punto por debajo del mar.

Al concluir el ingeniero su discurso era tan grande nuestro entusiasmo que pedimos a gritos la orden de empezar el trabajo inmediatamente. Estábamos furiosos contra los de Playa Negra, y algunos propusieron como lo más práctico para cortar la cuestión irnos sobre los intrusos y arrojarlos dentro de su pique con cabria, máquina y todo. El ingeniero apaciguó a los exaltados diciéndoles que la violencia empeoraría la situación aplazando la dificultad indefinidamente. Lo mejor era concluir de una vez y para siempre. Calmados los ánimos, se procedió a dividir a los barreteros en doce cuadrillas de diez hombres cada una que trabajarían una después de otra reemplazándose cada dos horas. Por este medio habría siempre en la faena gente descansada y de refresco.

Echado a la suerte el turno de las cuadrillas, le tocó a la mía el segundo lugar. Nos quedamos aguardando con impaciencia el relevo mientras los demás que tenían número más alto se iban a sus casas para dormir.

¡Aquello sí que era trabajar! Desnudos, con un trapo a la cintura, empuñábamos con tal rabia las piquetas que la tierra, la arcilla y la piedra nos parecían una cosa blanda en la que nos hundíamos como se hunde en la madera podrida una mecha de taladro. El sudor nos corría a chorros y humeábamos como la barra que el herrero retira de la fragua y mete en el enfriadero. Algunos se desmayaban, y cuando el pito del capataz nos indicaba que había concluido el turno, una niebla nos oscurecía la vista y apenas podíamos tenernos en pie.

En la primera semana alcanzamos el nivel del mar. Se pusieron grandes bombas para achicar el agua y seguimos cavando y cavando hasta enterar otra semana. De repente nos mandaron parar. Bajaron los ingenieros con sus instrumentos y después de dos horas más o menos nos marcaron con tiza en la pared donde debíamos abrir la galería. Sin perder minuto empuñamos las herramientas y el trabajo principió con la misma furia que antes. Bajábamos ágiles y frescos y dos horas después salíamos irreconocibles, reventados, casi muertos. Afuera el médico nos tomaba el pulso; bebíamos un poco de coñac con agua y en seguida a casa a dormir. Hubo también algunos accidentes. De improviso caía uno de bruces y ahí se quedaba sin menear pata. Otros reventaban en sangre por las narices y los oídos. Reemplazábalos inmediatamente la cuadrilla de reserva y el trabajo seguía adelante de día y de noche sin parar un minuto, un segundo siquiera.

Era imposible hacer más, pero a los jefes todavía les parecía poco. Andaban con un julepe que se los comía. Y no era para menos porque nosotros que íbamos de sur a norte, para cerrar el camino a los de Playa Negra, que iban hacia el oriente, teníamos que recorrer una distancia casi doble. Hacía ya un mes que trabajábamos, cuando una mañana vinieron los ingenieros a hacer una nueva medición de la galería. Esta vez demoró la cosa bastante. Hablaban, medían y volvían a medir, y de pronto nos ordenaron que suspendiéramos el trabajo hasta nuevo aviso. Como nos moríamos de curiosidad y deseábamos saber si habíamos ganado o perdido, ninguno quiso alejarse de la mina hasta no averiguar en qué paraba todo aquello. Yo, como jefe de cuadrilla, me apersoné a don Pedro, el capataz mayor, que estaba todo el tiempo con la oreja pegada al muro y le pregunté:

—¿Con que ya le tapamos la cancha? —Me hizo un gesto que callase, y entonces puse yo también el oído en la pared. Estuve así un rato escuchando con toda mi alma y, de repente, me pareció oír muy lejos unos golpecitos como si alguien estuviese dando papirotes sobre la piedra. Puse más atención, y cuando estuve ya seguro de no equivocarme llamé al capataz y le dije:

—Don Pedro, es aquí donde viene la barrena.

Se acercó y nos pusimos a escuchar juntos. De pronto a la luz de la lámpara vi cómo brillaron los ojos del capataz. Los golpes de combo en la barrena-guía se iban sintiendo cada vez más fuertes. En ese momento llegaron los ingenieros y después de escuchar también con la oreja pegada al muro desenrollaron un plano y se pusieron a trabajar con sus aparatos. Luego marcaron con tiza una cruz en la pared; dieron algunas órdenes al capataz y se marcharon alegres como unas pascuas. Apenas hubieron salido cuando bajó una docena de carpinteros que colocaron a toda prisa una puerta que cerró completamente un espacio de diez metros al fin de la galería. Colgada la puerta en el marco y calafateadas con gran prolijidad sus rendijas, se retiraron los carpinteros y sólo quedamos ahí el capataz mayor y los cabezas de cuadrilla oyendo los golpes dados en la barrena, que al parecer estaba ya muy cerca. Sin embargo, pasaron todavía muchas horas y serían tal vez las tres de la tarde cuando el capataz me dijo:

—Ve arriba y avisa que tengan listo el brasero.

Fui a toda prisa a cumplir la orden, y cuando estuve de vuelta se sentía tan claro el ruido de la barrena que calculé que no pasaría media hora sin que la punta asomase por la pared. La galería no tenía en esa parte dos metros de alto y cortaba un manto de tosca azul que no dejaba filtrar una gota de agua, sin embargo de tener el mar encima de nuestras cabezas. Mientras aguardábamos en silencio, no cesábamos de pensar en el cálculo de los ingenieros cuya exactitud nos llenaba de admiración. No sabíamos, todavía, que aprovechándose de la poca vigilancia de los jefes de Playa Negra, dos de los nuestros habían bajado a la mina contraria y anotado su nivel y dirección.

Como ya lo había calculado, no había transcurrido media hora cuando los primeros pedacitos de tosca empezaron a caer de la pared, a metro y medio del suelo. Todos sabíamos lo que esto quería decir y aguardábamos con verdadera ansia que la barrena-guía rompiese la muralla para despuntarla de un martillazo, haciéndoles ver a los contrarios que habían perdido la partida y que nosotros éramos los amos debajo del mar. Combo en mano esperábamos el momento oportuno, cuando don Pedro, el capataz mayor, hizo una seña para que nos apartáramos; y afirmando el hombro izquierdo en el muro se escupió las manos y aguardó con los ojos clavados en la tosca que se levantaba como una ampolla.

Nunca me olvidaré de aquel momento. Todos teníamos la vista fija en el capataz mayor, queriendo adivinar su intento. Alumbrado por las lámparas, parecía uno de esos gigantes de que hablan los cuentos de niños. Tenía seis pies de alto y su cuerpo grueso en proporción, agrandado por el resplandor de las luces, parecía llenar el estrecho recinto. Sus fuerzas eran famosas en toda la mina. Muchas veces lo vi, bromeando, levantar a un hombre en cada mano y sostenerlos en el aire como si fueran guaguas de meses.

Con un pie adelante del otro, la cabeza un poco inclinada, esperaba el instante en que la barrena asomase por el muro. No tuvo mucho tiempo que aguardar. A cada golpe, los pedazos de tosca que caían eran más grandes, hasta que, de pronto, algo brillante salió de la pared, haciendo saltar un grueso planchón. Rápido como el rayo, el capataz le echó la zarpa, y por un instante sentimos cómo crujían sus huesos. De repente se enderezó y se quedó quieto, afirmado en la pared con la cabeza echada atrás y resoplando como el fuelle de una fragua movido a todo vapor. Clavamos los ojos en la muralla y apenas podíamos creer lo que veíamos. Doblada en forma de escuadra, la extremidad de la barrena sobresalía del muro unos cincuenta centímetros y movíase de un lado a otro como el péndulo de un reloj.

El abuelo hizo una pausa y después de tomar entre sus dedos temblorosos el cigarrillo encendido que uno de sus atentos oyentes le alargaba, continuó:

—Lo que me falta que contarles es muy poca cosa. Mientras los de Playa Negra, que no podían adivinar ni remotamente lo que había pasado, achacaban el accidente a un simple atascamiento de su barrena y hacían los esfuerzos imaginables para desatascarla, ensanchando el orificio, nosotros habíamos colocado frente a él un gran brasero de carbón encendido. Luego, el capataz dio orden de que todo el mundo abandonara la galería, quedándonos los dos para terminar los preparativos. Todo quedó listo en un momento. Después de ensayar si la puerta cerraba bien y mientras yo me alejaba prudentemente, don Pedro tomó en sus brazos, como si fuera una pluma, el enorme saco lleno de ají que se había bajado hacía poco, y, desde el umbral lo lanzó sobre las brasas encendidas. Cerró, acto continuo, la hoja de un puntapié, y volviendo las espaldas echó a correr hacia el pozo de salida. Yo, que iba adelante, fui el primero en llegar al ascensor y aunque nos izaron inmediatamente, sentimos al llegar arriba una picazón en la garganta, acompañada de una tos seca insoportable.

No hacía diez minutos que habíamos salido, cuando vimos que algo extraordinario pasaba en la mina enemiga. La campana de alarma empezó a repicar a toda prisa, y algo muy grave debía ser lo que ocurría abajo, porque el toque era desesperado. Como estábamos más alto que ellos, ningún detalle se nos escapaba. Cuando apareció el ascensor, la boca del pique estaba llena de gente. Los que salían eran rodeados y acosados a preguntas, que oíamos perfectamente.

—¿Qué hay, qué pasa?

Pero los pobres diablos no podían contestar, porque una extraña tos los sacudía de pies a cabeza. Entonces prorrumpimos todos en gritos y vivas, que los de Playa Negra contestaban con insultos y blasfemias.

Para terminar, sólo me falta decir que cuantas tentativas hicieron nuestros contrarios para bajar a la mina y reanudar los trabajos, fueron inútiles. Pasaban los días, las semanas y los meses y la imposibilidad era siempre la misma. Apenas el ascensor se hundía en el pique algunos metros, los que iban en él se ponían a gritar que los izaran sin demora y salían medio ahogados, tosiendo desesperadamente.

Era imposible haber ideado una estratagema más eficaz. El humo del ají, encerrado en la galería maestra, se escapaba tan despacio por el orificio de la barrena-guía que amenazaba no concluirse nunca. Y sucedió lo que debía suceder; que el techo de la galería, apuntalado a la ligera, se derrumbó, dando paso al agua del mar.

Seis meses después, la famosa mina de Playa Negra era sólo un pozo de agua salobre que la arena de las dunas iba rellenando lentamente.

Era él solo…

Esa mañana, mientras Gabriel, arrodillado frente a la puerta de la cocina, frota los cubiertos de metal blanco, se le ocurre de pronto el proyecto muchas veces acariciado de huir, de ganar el monte que rodea al pueblo para dirigirse, en seguida, en busca de sus hermanas. Desde hace tiempo, el pensamiento de reunirse a las pequeñas, de verlas y de hablarlas, es su preocupación más constante. ¿Qué suerte les habrá cabido? ¿Serán más felices que él? Y se esfuerza por creerlo así, porque la sola idea de que tengan también que sufrir penalidades como las suyas, lo acongoja indeciblemente.

Mas, como siempre le acontece, las dificultades de la empresa se le presentan con tales caracteres que se descorazona, conceptuándola irrealizable. ¡Residen tan lejos las pobrecillas, y él carece de dinero y de libertad para emprender el viaje!

Un abatimiento profundo se apodera de su ánimo. ¡Nunca podrá vencer esos obstáculos! Y acometido, de pronto, por una de esas crisis de desesperación que le asaltan de cuando en cuando, quédase algunos instantes inmóvil, con el rostro ensombrecido, llena de tristeza el alma.

De súbito, los sones bulliciosos de una charanga atruenan la desierta calle. Es la murga de unos saltimbanquis que recorre el pueblo, invitando a los vecinos a la función de la noche. La música pasa y se aleja escoltada por la chiquillería, cuyas voces y gritos sobresalen por encima de las notas agudas del clarinete.

Al oír aquel ruido, parecióle a Gabriel que despertaba de un profundo sueño. Animáronse con una llama fugaz sus pupilas y su marchito semblante se coloreó débilmente. En un momento, se halló transportado a los tiempos no muy lejanos en que él también corría tras de los payasos; y el cuadro de su feliz hogar, con sus cariñosos padres y sus graciosas hermanas, presentándosele vívido y tangible, evocó en su espíritu un enjambre de recuerdos que le traspasaron el corazón como otros tantos puñales.

Una niebla densa empañó sus ojos, y apretando con fuerza las mandíbulas para ahogar un gemido pronto a escapársele, se tendió boca abajo en el duro suelo. Con la frente apoyada en los cruzados brazos y el cuerpecillo rígido extendido en el pavimento, hacía esfuerzos sobrehumanos para reprimir los sollozos que, en oleadas incontenibles, pugnaban por romper la barrera que les oponían los convulsos labios.

Un paso callado resonó en el corredor, y casi al mismo tiempo, una voz femenina profirió colérica:

—¡Mira, tú te has propuesto quemarme la sangre! ¡Ya es hora de almorzar y todavía no está puesta la mesa! ¿Qué haces aquí botado en el suelo?

Gabriel, que se había incorporado rápido, con el semblante enrojecido, inundado de lágrimas, se volvió hacia la puerta y al ver la amenazadora figura del ama, de pie en el umbral, cogió presuroso el cepillo y la tiza, y con los ojos bajos reanudó en silencio la tarea.

—¿Que no oyes, bribonazo, lo que te pregunto? ¿Por qué llorabas? Di; responde.

Un vivo rubor cubrió las mejillas del pequeño, y con voz trémula balbuceó suave y dolorosamente, sin alzar la vista del suelo:

—No sé, ama señora; tenía pena.

—¡Ah, con que tenías pena! Y por eso el fuego está casi apagado y el servicio a medio limpiar —y acentuando la ironía burlona de sus palabras, la dama prosiguió—: Para esa pícara pena ando trayendo aquí un remedio santo, infalible. En un Jesús, vas a sanar de la enfermedad.

Y diciendo y haciendo, sacó de debajo del delantal un pesado chicote y con la soltura y el garbo de una añeja práctica lo enarboló por encima de su cabeza.

Pero el ruido de un aldabonazo en la puerta de calle detuvo en el aire la diestra flageladora. Precipitadamente el ama volvió las disciplinas a su sitio bajo el delantal y abandonó la cocina, murmurando entre dientes con reconcentrada ira:

—¡Espera, ya me la pagarás!

En el pequeño comedor, sentada a la cabecera de la mesa, doña Benigna, teniendo a su derecha a su vecina y comadre doña Encarnación Retamales y a su izquierda a su anciano tío, un solterón de humor agrio y displicente, hace con amabilidad los honores de dueña de casa. Su voz melosa tiene inflexiones acariciantes cuando se dirige a Gabriel que va y viene trayendo los manjares.

Esta simulación no engaña al huérfano, que sabe demasiado que tales blanduras le serán descontadas más tarde con creces por el implacable chicote. Con los brazos arremangados y un blanco delantal anudado al cuello, se desliza, con los pies descalzos, sin el menor ruido, en torno de la mesa.

El ama, vestida con su invariable traje de merino negro, peinada y acicalada con esmero, muéstrase alegre y decidora, en tanto que doña Encarnación, menuda y regordeta, embutida en un pomposo vestido de colores vivos y chillones, apenas habla, muy inquieta con el indócil resorte de su dentadura postiza que se obstina en jugarle una mala pasada. El anciano, grueso, corpulento, de ancho rostro abotagado y purpúreo, come parcamente con gran disgusto de su sobrina, que le reconviene con voz meliflua:

—¡Vaya, qué desganado está hoy, tío; apenas prueba lo que le sirvo! Gabriel, hijito, no se quede dormido, quite estos platos.

Por las ventanas que dan al patio penetra a raudales la luz del mediodía, y en la pieza la atmósfera impregnada del olor de las viandas es calurosa, sofocante.

Terminado el almuerzo, y habiéndose ido el anciano a dormir su acostumbrada siesta, doña Benigna y su comadre pusiéronse a charlar de sobremesa, explotando, con sabia erudición, el tema inagotable de la chismografía provinciana.

Cuando el pequeño, después de alzar el mantel, se hubo marchado a la cocina, doña Encarnación preguntó con indiferencia:

—¿Qué es lo que tiene este niño? Anda tan encogido, tan callado. ¿Estará enfermo, comadre?

Doña Benigna respondió con viveza:

—No, no está enfermo. Es que denantes lo reprendí, y como tiene tan mal carácter, todavía le dura la taima —y cambiando súbitamente de tono, agregó, lanzando un profundo suspiro—: ¡Ah, no se imagina usted lo que me hace sufrir este chiquillo! En el poco tiempo que lo tengo en casa me ha hecho salir canas verdes…

—Pesada cruz es hacerse cargo de hijos ajenos. También a mí me hablaron para que adoptase a una de las mujercitas hermanas de este niño. Ahora me alegro de no haberme dejado convencer, porque me habría pasado lo que a usted, comadre. A estas criaturas les viene esa soberbia de familia. El padre era una pólvora. ¡Pobrecito! Dios lo tenga en su santa guarda; pero creo, y él me perdone, que educó muy mal a sus hijos. Los tenía tan regalones y consentidos que, según dicen, no les pegó nunca. Yo, en su lugar, llevaría a este niño a la Casa de Huérfanos, porque ¿qué obligación tiene usted de atormentarse por una persona que no es de su sangre?

—Es verdad que prometí enseñarlo y educarlo, y yo soy esclava de mi palabra. A la verdad, una no tiene peor enemigo que su buen corazón.

Al pronunciar la última frase, doña Benigna sintió que un nudo le oprimía la garganta, y, experimentando de pronto la necesidad imperiosa de ser compadecida y consolada, pintó con los más negros colores el cuadro de su vida, cruelmente amargada con la conducta de la perversa criatura que en mala hora acogió en su hogar. Minuciosamente relató las contrariedades que ese monstruo de ingratitud le proporcionaba con su rebeldía y soberbia en cada minuto de su existencia. Desmañado y torpe, todo lo hacía al revés: rompía la vajilla, salaba la sopa, ahumaba la leche y confundía las cosas más simples. Al principio, cuando lo recogió, la había hecho pasar muchas vergüenzas, diciéndole, delante de las visitas, mamá, en vez de ama señora como se lo tenía mandado expresa y terminantemente.

Estaba siempre atrasado en el almuerzo, en la comida, en el aseo de las piezas. De noche era un triunfo conseguir que no se durmiese antes de las once, hora en que el anciano tío acostumbraba a recogerse y como el pobrecito, gracias a su reumatismo, no podía desvestirse solo, necesitaba forzosamente de la ayuda del huérfano que cumplía esta obligación de malísima gana. Y así como era menester apelar al chicote para mantenerlo despierto pasadas las oraciones, no era menos reñida la pelea que había que librar por la mañana para que se levantase a encender fuego y preparar el desayuno. En fin, según la desconsolada dama, no era una calamidad sino una plaga de calamidades, la que se le había metido en casa con el muchacho. Y eso que ella, como buena enseñadora, no le dejaba pasar ninguna… Cometida la falta, castigábala incontinenti; mas era tal la soberbia de que hacía alarde el terco incorregible, que muchas veces lo había azotado con todas sus fuerzas sin lograr que exhalase un ¡ay! ni una queja. A cada golpe se iba poniendo más y más pálido, hasta quedarse blanco como un papel. Y eso era todo. ¡Criatura más emperrada no había visto ni esperaba ver otra igual en el resto de su vida!

Doña Encarnación, con las gruesas mejillas arreboladas y los ojos húmedos por la emoción que le producía el inmerecido infortunio de su queridísima vecina y comadre, interrumpíala a cada instante para decir, entre ahogadas exclamaciones de estupor y cólera:

—¡Jesús, qué pícaro! ¡En mis manos, hijita, había de caer!

Y cuando doña Benigna hubo concluido, la abrazó efusivamente, susurrándole entre besos y lágrimas.

—¡Qué paciencia de santa! Voy a rezarle a la Virgen para que los ángeles le alivianen esta cruz, ¡pobrecita mártir!

En la cocina se ve a Gabriel ir y venir con sus pasos menudos y silenciosos. Las paredes ennegrecidas de hollín subrayan la anémica palidez de aquel rostro, del cual desaparecieran hace tiempo las rosas de la alegría y la salud.

Aunque su estatura —tiene doce años— es inferior a la que corresponde a un niño de desarrollo normal, el conjunto de su cuerpo es armonioso y todo él predispone desde el primer instante en su favor.

Sin embargo, hay algo que choca en este semblante de expresión tan suave, tímida y dulce. Los ojos pardos, agrandados por azuladas ojeras, tienen un mirar medroso, azorado, inquieto. Y de su faz infantil, de sus apagadas pupilas, de su boca sin sonrisas, parece exhalarse perennemente una callada protesta, un llamamiento mudo y desesperado de socorro que nadie oye y que no llega nunca.

El barrido y limpieza del piso y el aseo de la vajilla han concluido. Sobre una tabla adosada al muro la batería de cocina destácase bruñida y reluciente, y las pirámides de platos lucen sobre la mesa su inmaculada blancura.

El pequeño, después de pasear una mirada por todos los rincones para ver si todo está en orden, coge de encima de la mesa un trozo de jabón y una jofaina y sale al patio, en el cual, frente a la puerta hay una enorme cuba llena de agua. Extrae una cantidad del líquido y, arrodillándose en el suelo, procede a lavarse manos y rostro.

Al lado de la cocina, que es la última de la serie, hay una fila de pequeñas habitaciones y, en ángulo recto con éstas, dos salas y un pasadizo que dan a la calle. Un corredor con baldosas de ladrillo rojo rodea en toda su extensión el edificio bastante antiguo y deteriorado por el tiempo.

Es la hora de la siesta y el hermoso sol de diciembre ilumina el patio con su blanca y cegadora luz.

Sentado en el corredor, con las manos en las rodillas y apoyado el busto en uno de los pilares, Gabriel recibe la ardiente caricia del astro, quieto e inmóvil, como el poste que le sirve de sostén.

Su cabeza rapada, sus pies desnudos y el traje de burda tela que viste, demuestran a las claras la especie de servidumbre a que está sujeto.

Ningún ruido viene de afuera a turbar la serena paz de este apacible rincón. Sólo el zumbido de alguna abeja o de una libélula, al alzar el vuelo desde el pequeño jardincillo, en el centro del patio, interrumpe, de cuando en cuando, este silencioso recogimiento.

Poco a poco, bajo la influencia enervadora del ambiente, los ojos del pequeño, que contemplaban absortos con nostalgia de ave enjaulada el anchuroso espacio del cielo, comenzaron a entornarse. Sobrecogido de sueño, los párpados, arrastrados por el peso de las largas pestañas, fueron cayendo lentamente sobre las oscuras pupilas hasta cubrirlas por completo.

De pronto, en el interior de una de las piezas, una voz aguda profirió imperiosa:

—¡Gabriel!

Un estremecimiento sacudió al dormido; sus ojos pugnaron por abrirse; pero continuó inmóvil.

—¡Gabriel! —repite de nuevo la voz con acento de impaciencia y cólera.

Esta vez el pequeño despierta sobresaltado, se levanta de un brinco y corre presuroso al dormitorio de doña Benigna.

Delante de un peinador con cubierta de mármol, el ama está terminando su minucioso tocado. Su rostro, que refleja la luna del espejo, ostenta un marcado sello de dureza e impasibilidad. El cutis, muy blanco, aparece ajado y lleno de manchas y, bajo las escasas cejas, los ojos pardos, pequeños, brillan penetrantes, fríos y escudriñadores. La barbilla saliente, la boca grande, de labios delgados, y la aguileña nariz, acentúan en su fisonomía los rasgos de un carácter imperioso e irritable.

A pesar de que ha pasado de los cuarenta años, en sus negros y lisos cabellos no blanquea una sola cana. Gruesa, de regular estatura, sus movimientos son vivos, ágiles y revelan gran energía y resolución.

Viuda a los treinta años, sin hijos, muy devota, jamás la infancia ha despertado en ella simpatía alguna a pesar de lo cual goza en el pueblo de una reputación de amiga de la niñez que la enorgullece en extremo.

Mientras extiende por sus mejillas una fina capa de colorete, no cesa de regañar al huérfano que, tímido y cohibido, permanece silencioso en el umbral de la puerta.

—¡No he visto sordera como la tuya; cada vez que te llamo, casi echo abajo la casa a gritos! ¡Un día agarro el picafuego de la chimenea y te agujereo esas orejas de paila que tienes!

En el dormitorio, además del peinador y del lecho, un amplio catre de hierro con adornos de bronce, hay una cómoda con enchapaduras y un ropero de nogal. Una vieja alfombra con matices descoloridos cubre el piso y en los muros, tapizados de papel azul celeste, se ven numerosas imágenes de santos. A la cabecera del lecho, y encima de la fotografía del difunto esposo, cuelga pendiente de un clavo, un pequeño crucifijo de marfil.

Doña Benigna, mientras arregla los pliegues del manto delante del espejo, instruye a Gabriel sobre lo que debe hacer durante su ausencia.

—Oye, escucha bien lo que te voy a decir. Después que hayas tendido las camas y arreglado los dormitorios, barres las piezas, el comedor y el patio. En seguida, te pones a partir leña y a acarrear agua del pozo para cambiar la de la vasija, llenándola bien a fin de que no se reseque con el sol. A las cuatro, prendes fuego en la cocina y pones a calentar agua en la tetera y en la cacerola grande. Después pelas las papas y tuestas un poco de café para la comida. Ya sabes que el tío es muy delicado y exigente. No lo vayas pues a quemar como el otro día. ¿Has entendido lo que te he dicho?

—Sí, ama señora.

Antes de salir, echó la dama una última mirada al espejo; y después de contemplarse de frente y de perfil, abandonó el cuarto y se encaminó hacia el pasadizo.

Ya en el corredor, se detuvo y tomando una actitud imponente se dirigió al huérfano con acento conminatorio, remarcando con el índice en alto cada una de sus palabras.

—¡Cuidadito con que te duermas y dejes de hacer algo de lo que te he mandado! ¡Y no me vengas con disculpas: que te faltó el tiempo; que te olvidaste; que te dolía la cabeza! A mí no me la pegas, haciéndote el enfermo. Te aseguro que ni muerto te libras, porque soy capaz de resucitarte a chicotazos. Con que ya sabes: nada de lloriqueos ni disculpas. ¿Has oído?

—Sí, ama señora.

Frente a la mampara se volvió para hacer una última recomendación.

—Ten cerradas las puertas. No vaya a entrar el gato y rompa alguna cosa encima del aparador.

Cuando se hubo apagado el rumor de los pasos en el asfalto de la acera, Gabriel, que estaba en pie, en medio del dormitorio, paseó una mirada en torno, mientras repasaba mentalmente las órdenes que acababa de recibir.

Como el tío estaba también ausente, hallábase solo y prisionero en la casa, porque doña Benigna no se olvidaba jamás, al salir, de echar doble vuelta a la cerradura de la puerta de calle.

Por un instante el huérfano experimentó un deseo irresistible de tenderse en la cama y satisfacer aquella imperiosa necesidad de sueño que lo atormentaba. Pero, la vista de las disciplinas, tiradas sobre la alfombra, le dio fuerzas para vencer la peligrosa tentación.

Con semblante resignado, se dirigió a la puerta situada a su derecha y penetró al dormitorio del anciano. La habitación estaba muy oscura y apenas se distinguía la imprecisa silueta del lecho, colocado en el centro del cuarto. El pequeño, que había cerrado tras sí la puerta, avanzó a tientas hacia una de las ventanas y entreabrió uno de los cerrados postigos, apartando a un lado la cortina.

Una viva claridad inundó la pieza, cuyo mobiliario se componía de un ropero, de un lavabo, de un velador y de un raído y amplio sillón de marroquí negro. El pavimento de álamo con guardapolvos de raulí, era muy viejo y estaba agujereado en parte por los ratones.

Gabriel, semioculto por los maderos, mira con atención a través de los cristales la angosta y desierta callejuela. En la acera del frente, en una casa de modesta apariencia, por el hueco de una ventana cuyos bastidores están abiertos, se ve el interior de una pequeña sala en el fondo de la cual se distingue un lecho con colgaduras color rosa.

Por algunos minutos, él no separó su vista de la solitaria habitación, hasta que, haciendo un visible esfuerzo, se apartó de la ventana para comenzar la tarea de arreglar el lecho, poniendo en orden sábanas y cobertores con femenil prolijidad.

Cuando hubo concluido, fatigado por el esfuerzo, se apoyó en el borde de la cama y con los brazos caídos y la cabeza un tanto inclinada, quedóse inmóvil en actitud meditabunda.

Poco a poco su rostro, que reflejaba sus pensamientos, fue adquiriendo una dolorosa expresión de amargura. Los tenaces recuerdos del pasado volvían a asaltarle mostrándole por el contraste de ayer, cuán penoso es el presente y qué sombrío el porvenir.

De nuevo desfilaron por su cerebro, en procesión interminable, los días felices en el hogar y en la escuela, y los de luto y dolor que le siguieron; la trágica muerte del padre, víctima de un accidente en un taller de mecánica, y el fallecimiento de la madre que, incapaz de soportar las fatigas de un trabajo excesivo, iba a reunirse al amado esposo en el camposanto, dos meses después.

Gabriel parece complacerse en evocar estos crueles sucesos, desmenuzando sus menores detalles. Nada olvida; pasa de un hecho a otro sin detenerse, hasta que el recuerdo de sus hermanas gemelas se fijó en su imaginación. Dos años menores que él, muy vivas y graciosas, las pequeñuelas se le aparecieron en ese instante tales como las viera seis meses atrás.

Y, de repente, la escena de la separación surgió en su espíritu, produciéndole una sensación tan aguda de dolor que para ahuyentarla reunió todas las energías de su voluntad. Pero, a pesar de sus esfuerzos, la visión se precisó de tal modo en su cerebro, que le fue imposible alejar de su memoria el más insignificante detalle.

… ¡Con qué desesperados clamores se abrazaron a su cuello las pequeñas, cuando el tutor nombrado por el juez quiso llevarlas hasta el coche que esperaba a la puerta de la casa mortuoria! Aún le parecía oír sus lamentos y sus desgarradores gritos, al arrancarlas aquél por la fuerza de sus brazos, y ver todavía sus caritas convulsas y despavoridas asomadas a la portezuela del carruaje, llamándole frenéticas: —¡Gabriel!, no nos dejes; ¡ven, Gabriel!

Lanzó un sordo gemido, y en un acceso de desesperación se dejó caer de bruces en el lecho, ocultando en las ropas el rostro bañado en lágrimas y murmurando calladamente entre sollozos:

—¡Papá, papacito, por qué te has muerto! Mamá, ¡dónde estás!

De pronto, se incorporó para mirar un objeto suspendido en la pared, encima del velador.

Después de contemplarlo con atención un instante, apartó de él los llorosos ojos, desalentado. ¡No, nunca se atrevería! Y al recordar los detalles de su primera tentativa, se acentuó en él esta convicción.

Al apoderarse aquella vez del arma, extrayéndola de su estuche de cuero, había obedecido a uno de esos impulsos ciegos e inconscientes que le acometían a veces en sus horas de soledad. Con la angustia del náufrago que se toma de un hierro ardiendo, había él cogido el revólver y apoyado por dos veces la boca del cañón en sus sienes. Recordaba cómo sintiera ceder el gatillo bajo la presión de sus dedos; pero, cuando un pequeñísimo esfuerzo más iba a dejar partir el tiro, una sensación que no podía precisar había paralizado repentinamente sus músculos. No era el temor a la tortura física, ni a la muerte, sino el miedo a la detonación lo que lo había acobardado. ¡Ah! Si el tiro partiese sin estruendo, si la bala penetrara silenciosa en su carne, ninguna reflexión lo habría detenido, estaba de ello seguro.

¡Y cómo le sería dulce morir! ¡Era tan desgraciado! ¡Estaba tan solo, tan indefenso contra los crueles rigores del destino! ¡Y nunca un rostro amigo, una voz amable, una mirada compasiva que lo confortara y le diera ánimo para ascender el interminable calvario!

¡Ah, si no hubiese aparecido ella, a pesar de su repugnancia, habría intentado nuevamente acabar de una vez y para siempre una existencia tan misérrima!

Érale inolvidable, pues, aquel instante, cuando al pasar frente a esa ventana, oyó que alguien profería en el interior con acento dulcísimo:

—¡Pobrecito, tanto que le pegan!

Alzó la cara y entrevió un níveo rostro y en él dos ojos azules que le miraban con tierna conmiseración.

Aquella, para él, aparición divina, fue como un rayo de luz en las tinieblas de su desesperanza; pero, como salía poco, veíale raramente y cada vez que esto acontecía, era presa de una turbación extraña. Una mezcla de goce, de temblor y de vergüenza inexplicables, le embargaba el ánimo, y su timidez era tal, que un día, al encontrarla en la calle, estuvo a punto de soltar la garrafa de vino que traía en la mano. Un rubor ardiente le abrasó el rostro Y, horrorizado de sí mismo, de su cabeza rapada, de sus pies descalzos, de su vil y sucio traje, regresó a casa con la desolación en el alma.

Pronto tuvo la seguridad absoluta de que ella era también desgraciada Y que, como él, estaba solita en el mundo, sin padres, sin parientes, sin hermanos. Bien a las claras lo decía la expresión melancólica de su semblante, el luto de su traje y aquella canción tan triste que entonaba a veces y cuya melodía se aprendiera él de memoria.

Si, él no era él solo, el único. Allí, a pocos pasos, había alguien que sufría también de su mismo mal y padecía idéntico martirio.

Y este vínculo que la desgracia atara entre ambos, érale tan precioso que su solo recuerdo bastábale a veces para hacerle olvidar por un instante sus acerbas tribulaciones.

A este sentimiento egoísta, agregábanse también otros bien contradictorios y cuya esencia era incapaz de comprender. Una tarde en que le pareció advertir que ella fijaba sus ojos en un muchacho de la vecindad, sintió que le traspasaba el corazón un dolor agudísimo y de naturaleza tan rara, que se llenó de confusión al querer analizar el extraño fenómeno.

Su mayor placer era contemplarla desde allí, sin que ella se advirtiera, a través de los cristales, apartándose bruscamente y cerrando el postigo cuando las azules pupilas se fijaban en esa dirección.

Mientras Gabriel atisba detrás de los maderos el cuarto de su vecina, aparece de pronto en él una graciosa figura.

Es una jovencita de catorce a quince años, vestida con un modesto y elegante traje de cachemira negra. En su rostro de virgen, de líneas purísimas, hay una expresión dulce y serena, sin asomos de melancolía. Rubia, esbelta, de tez de nácar, con ojos azules hermosísimos aparece ante Gabriel, que la mira extático, como una de esas princesas encantadas de que hablan las historias maravillosas de genios y nigromantes.

Apoyada en el balcón, mira distraída la solitaria callejuela, cuando de pronto un rubio muchacho con aspecto de estudiante en vacaciones aparece de improviso a su espalda, y, cogiéndola por la cintura, la alza del suelo y emprende una serie de giros y saltos por la habitación. Ella grita y ríe hasta derramar lágrimas y cuando, por fin, logra desasirse, toma, a su vez, la ofensiva, enlazando con sus níveos brazos el cuello del agresor. Él resiste como puede las sacudidas de ese cuerpo que se enrosca al suyo y ambos ríen como locos.

De pronto, la gentil pugilista cesa en sus juegos y dice a su hermano con tono de alarma:

—Pedro, ¿has oído?

—Sí, parece una puerta que el viento cerró de golpe.

Lo primero que llamó la atención de doña Benigna al regresar a su morada fue el gran silencio que reinaba en la casa y sobre todo en la cocina. Entró en esta última, y su sorpresa, al ver el fuego totalmente apagado, no tuvo límites; pero, muy pronto, el asombro cedió el campo a la cólera, que se despertó en ella iracunda. Salió al patio y gritó temblorosa de ira:

—¡Gabriel!, ¿dónde estás? ¡Gabriel!

Bruscamente se calló y se dirigió en silencio al cuarto del huérfano. Una idea repentina había iluminado su cerebro: el muy flojo, pensó, se ha recostado en la cama y se ha quedado dormido.

Mas, una nueva contrariedad le aguardaba allí, pues el cuarto estaba vacío. Marchó, entonces, hacia el comedor y, al cruzar esa pieza, vio con creciente indignación que no se había hecho en ella el aseo de costumbre. Pero donde su coraje alcanzó el máximum fue al contemplar el desarreglo de su dormitorio. Sus coléricas miradas tropezaron con el chicote, del que se apoderó al punto, encaminándose con él en la diestra a la habitación del tío. Al abrir la puerta, era tal su obsesión de sorprender in fraganti al delincuente, que apenas hizo hincapié en el acre olor que de la sala se desprendía.

Su primera mirada fue para la cama, posándose, en seguida, sus ojos en el sillón en el cual se destacaba, sumida en la vaga penumbra, la silueta del durmiente. Avanzó hacia él en puntillas y cuando estuvo a su lado, descargó sobre la inmóvil figura una lluvia de furiosos chicotazos mientras vociferaba frenética:

—¡Toma, pícaro, flojonazo, bribón!

De repente, su brazo se detuvo en seco; algo líquido que destilaban las disciplinas le había salpicado el rostro y, dando un paso hacia la ventana, abrió los postigos con violencia.

Junto con la claridad que inundó la sala, el semblante de doña Benigna se transformó en la imagen fidelísima del espanto. Sus ojos se abrieron desmesuradamente; flaquearon sus rodillas; la sangre se agolpó al cerebro Y, resbalando en algo viscoso, cayó desvanecida en el pavimento.

Minutos después, un gato de blanco y lustroso pelaje avanza silencioso hacia ese punto del dormitorio y se detiene ante algo húmedo que hay en el piso. Observa atentamente el obstáculo, aproxima a él sus rosadas naricillas y, de súbito, con la irrespetuosidad que caracteriza a los de su raza, salta sobre la espalda inerte de su dueña y de ahí a la repisa de la ventana, donde se arrellana muellemente junto a los cristales.

De vez en cuando, con expresión irónica y desdeñosa, fija sus verdes pupilas en aquel niño de rostro de cera, con la cabeza reclinada en un ángulo del sillón en que está sentado, y en el cuerpo informe y voluminoso del ama, echada de bruces en el suelo, con las rojas disciplinas en la diestra y la cabeza entre esos pies desnudos que cuelgan blancos, rígidos, y debajo de los cuales se extiende un ancho tapiz de púrpura.

La mano pegada

Por la carretera polvorienta, agobiado por la fatiga y el fulgurante resplandor del sol, marcha don Paico, el viejo vagabundo de la mano pegada. Su huesosa diestra oprime un grueso bastón en que apoya su cuerpo anguloso, descarnado, de cuyos hombros estrechos arranca el largo cuello que se dobla fláccidamente bajo la pesadumbre de la cabeza redonda y pelada como una bola de billar.

Un sombrero de paño terroso, grasiento, de alas colgantes, sumido hasta las orejas, vela a medias el rostro de expresión indefinible, mezcla de astucia y simplicidad, animado por dos ojos lacrimosos que parpadean sin cesar. Una larga manta descolorida y llena de remiendos cae en pesados pliegues hasta cerca de las rodillas, y sus pies descalzos que se arrastran al andar dejan tras de sí un ancho surco en la espesa capa de polvo que cubre el camino.

Junto a él, montado en un caballo alazán de magnífica estampa, va don Simón Antonio, y más atrás, jinetes en ágiles cabalgaduras, siguen al patrón a respetuosa distancia el mayordomo y un vaquero de la hacienda.

La atmósfera es sofocante. El aire está inmóvil y un hálito abrasador parece desprenderse de aquellas tierras chatas y áridas, cortadas en todas direcciones por los tapiales, los setos vivos y los alambrados de los potreros.

Don Simón Antonio con su gran sombrero de pita sujeto por el barbiquejo de seda y su manta de hilo con rayas azules, parece sentir también la influencia enervadora de aquel ambiente. Su ancha y rubicunda faz está húmeda, sudorosa; y sus grises ojillos, de ordinario tan vivaces y chispeantes en la penumbra de sus pobladas cejas hirsutas, miran ahora con vaguedad, adormilados, soñolientos.

Inclinado sobre la montura, sostiene con la mano izquierda las riendas y oprime con la diestra la huasca con mango de bambú y empuñadura de plata, compañera inseparable de su persona y que, como arma de ataque y de defensa o instrumento de suplicio, está siempre pronta a restallar en su puño vigoroso.

De pronto don Simón Antonio sale de su somnolencia, refrena la cabalgadura y, empinándose en los estribos, aplica un latigazo en las piernas del viejo, quien, sorprendido, bambolea y vacila y mira asustado a su alrededor.

El mayordomo y el vaquero al ver las piruetas forzadas del vagabundo sonríen y cuchichean, mientras el amo, enarbolando de nuevo la fusta, grita con su gruesa voz de bajo:

—¡Vamos, aprisa, viejo ladrón!

Don Paico se esfuerza en acelerar el paso. De sus pies sube una nube de polvo que lo ahoga, arrancando de su pecho un ruido bronco, descompasado, de fuelle roto. Su gran nariz corva, filuda, caída verticalmente sobre la boca desdentada, de labios delgados, da un aspecto socarrón y astuto al semblante marchito, sombreado por una escasa barba gris, enmarañada y sucia.

Aquel preso, víctima de las iras de don Simón Antonio, es un viejo mendigo que recorre en los calurosos días del verano los campos y villorrios implorando la caridad pública. Su popularidad es inmensa entre los labriegos, quienes no se hartan jamás de oírle relatar la historia de la mano pegada, de aquella mano, la siniestra, que el vagabundo lleva adherida a la carne debajo de la tetilla derecha y que, según es fama, no puede desprenderse de allí, porque a la menor tentativa en ese sentido salta la sangre como si se le rasgara la piel de una cuchillada.

Por eso, cuando en medio de la paz de los campos, bajo el sol que incendia las lomas y agota la hierba en los prados amarillentos, se ve aparecer de improviso en un recodo del camino la encorvada silueta del viejo, los chicos abandonan sus juegos y corren a su encuentro, gritando:

—¡Don Paico, ahí viene don Paico, el de la mano pegada!

Y de todas partes hombres y mujeres acuden presurosos al encuentro del recién llegado. Todos, abuelos y nietos, viejas y jóvenes, esméranse a porfía en agasajar al anciano, ofreciéndole pan, frutas y harina de trigo tostado. Y luego, cuando el caminante ha aplazado el hambre y la sed, nunca falta quien diga con tono de súplica:

—Ahora, don Paico, cuéntenos aquello.

El viejo entorna los ojos y quédase un instante pensativo como para reunir sus recuerdos y, en seguida, buscando la postura más cómoda en el rústico banco, empieza con su voz cascada y monótona, en medio del ávido silencio del auditorio, la invariable narración que cada cual, a fuerza de oírla repetir, se sabe ya de memoria.

—Sí, me acuerdo como si fuera hoy. Era un día así como éste. El sol echaba chispas allá arriba y parecía que iba a pegar fuego a los secos pastales y a los rastrojos. Yo y otros de mi edad nos habíamos quitado las chaquetas y jugábamos a la rayuela, debajo de la ramada. Entonces apenas me apuntaba el bozo y era un mocetón bien plantado, derecho como un huso, un gallito para las buenas mozas.

Aquí el narrador se interrumpía para hacer chasquear la lengua y pasar revista a las caras mofletudas de las muchachas que soltaban el trapo al reír. El viejo dejaba con cómica gravedad que se extinguiera aquella algazara y luego proseguía:

—Mi madre, la pobre vieja, tenía el genio vivo y la mano demasiado pronta para sobarnos las costillas con el palo o el rebenque si no andábamos listos para obedecerla. Aquel día ya dos veces me había gritado desde la puerta de la cocina:

—¡Pascual, tráeme unas astillitas secas para encender el horno!

Yo, cegado por el demonio del juego, le contestaba siguiendo con la vista el vuelo de los tejos de cobre:

—Ya voy, madre, ya voy.

Pero el diablo me tenía agarrado y no iba, no iba…

De repente, cuando con el tejo en la mano y el cuerpo agarrado ponía mis cinco sentidos para plantar un doble en la raya, sentí en los lomos un golpe y un escozor como si me hubieran arrimado un fierro ardiendo. Di un bufido y, ciego de rabia, como la bestia que tira una vez, solté un revés con la zurda con todas mis fuerzas.

Oí un grito, una nube obscureció la vista y vislumbré a mi madre que, sin soltar el rebenque, se enderezaba en el suelo con la cara llena de sangre, al mismo tiempo que me gritaba con una voz que me heló hasta los tuétanos:

—¡Maldito, hijo maldito!

Sentí que el mundo se me venía encima y caí redondo. Cuando volví tenía la mano izquierda, la mano sacrílega, pegada debajo de la tetilla derecha.

El relato terminaba siempre en un silencio profundo. Los circunstantes, con la vista fija en el narrador, escuchaban sus palabras con una unción religiosa y, cuando había concluido, quedábanse suspensos por aquel prodigio, cuya evidencia tenían ahí delante de los ojos.

Las mujeres se persignaban y gemían:

—¡Bendito sea Dios! ¡Pobrecito!

Pasada la primera impresión, desatábanse las lenguas y algunas voces tímidas proferían:

—A ver, don Paico, déjenos ver eso.

Y el corro se arremolinaba, hacíase compacto. Los más bajos empinábanse en las puntas de los pies y los rapaces chillaban asiéndose a los vestidos de sus madres:

—¡A mí, yo también, upa, upa!

Entonces el viejo echaba sobre los pliegues de la manta y entreabriendo la sucia camisa, mostraba a las ávidas miradas el pecho hundido, flaco, con la piel pegada a los huesos. Y ahí, justamente debajo de la tetilla, veíase la mano, una mano pálida con dedos largos y uñas descomunales, adherida por la palma a esa parte del cuerpo como si estuviese soldada o cosida en él.

Luego, para demostrar la solidez de aquella adherencia, cogía con la diestra el miembro paralizado y lo remecía como si tratase de desprenderlo. Y entonces ¡oh prodigio! Como signo visible de la cólera divina, el dorso de la mano se enrojecía y las mujeres espantadas gritaban a coro:

—¡Ay Dios, le sale sangre! ¡Virgen Santísima!

Y todo el mundo se santiguaba.

Don Simón Antonio, a quien exaspera la lenta marcha de su prisionero, lo hostiga a cada instante, haciendo chasquear el látigo y gritando con irritada voz:

—¡Vamos, apúrate, grandísimo bribón!

Es ya la hora del almuerzo y siente un apetito voraz. De vez en cuando se alza sobre los estribos y tiende por encima de las tapias una mirada escrutadora, mirada de amo, satisfecha y desconfiada a la vez. Todas aquellas tierras, hasta donde alcanza la vista, le pertenecen, siendo por ello uno de los propietarios más acaudalados de la comarca.

Aquella mañana recorría como de costumbre sus campos, cuando de repente su vista penetrante distinguió al viejo que atravesaba uno de los potreros, mirando a todas partes con aire inquieto, como un ladrón. Inmediatamente clavó las espuelas al caballo y le cerró el paso dándole orden de seguirlo a las casas del fundo. El mendigo, muy asustado, no hizo observación alguna y se puso a caminar en silencio junto al alazán de don Simón Antonio. Hacía mucho tiempo que el patrón deseaba aquel encuentro, pues en su carácter de juez de aquel distrito, anhelaba hacer un ejemplar escarmiento en la persona de aquel holgazán que explotaba la credulidad de las gentes con aquella ridícula patraña de la mano pegada.

La superchería empleada por el viejo para procurarse el sustento lo llenaba de indignación. Aquel fraude era un robo, un robo inicuo, tanto más odioso cuanto que las víctimas de aquella expoliación eran pobres campesinos, ignorantes y crédulos, que aceptaban de buena fe las burdas invenciones de aquel astuto impostor.

Don Simón Antonio debía su fortuna, parte a su infatigable tesón para atesorar y parte a ciertos manejos que, puestos más de una vez en transparencia, echaron a rodar ciertos rumores sobre su probidad, rumores que, sin quitarle el sueño, lo mortificaban más de lo que hubiera confesado sobre este particular.

Cuando se le designó para juez del aquel distrito rural, vio en el ejercicio del cargo un medio de cerrar la boca a los maldicientes. Mostraría un amor tan grande por la justicia; desplegaría tal ardor para perseguir el mal, que su fama de magistrado íntegro borraría, estaba de ello seguro, los pecadillos que se le achacaban.

Y consecuente con este propósito, se convirtió en un perseguidor implacable de los merodeadores, de los mendigos, de los vagabundos y de cuanto pobre diablo le parecía sospechoso. En su obsesión de ver criminales por todas partes, la falta más leve adquiría a sus ojos las proporciones de un delito cuyo castigo ejecutado por su propia mano revestía a veces caracteres de crueldad salvaje.

La leyenda del viejo, que calificaba de grosera mistificación, exaltaba su cólera y había dado órdenes terminantes a sus servidores para que se apoderasen del criminal y lo condujesen a su presencia. Pero los campesinos, a pesar del miedo al patrón, no se habían atrevido a cumplir sus mandatos, y el vagabundo avisado del peligro había evitado hasta entonces en lo posible acercarse a los dominios del severo e implacable juez.

Un gran terror se había apoderado del ánimo del miserable y caminaba lo más rápidamente que podía, sufriendo sin chistar los latigazos que sacudía sobre sus espaldas el impaciente don Simón Antonio. ¿Qué quería de él aquel terrible señor? A cada grito, a cada golpe se enrojecía, se achicaba, hubiera querido desaparecer debajo de la tierra tragado por aquel polvo en que se hundían fatigosos sus pies desnudos, anchos y deformes.

Y la carretera, limitada a derecha e izquierda por los altos tapiales, se extendía adelante y atrás de la corta comitiva, solitaria, monótona e interminable. Los rayos del sol caían a plomo sobre su calcinada superficie reverberante. En el aire seco, abrasador, el polvo que levantaban los cascos de los caballos flotaba, formando a espaldas de los jinetes una cortina que les ocultaba el camino recorrido.

Por fin, tras un recodo, apareció de improviso la gran verja de hierro que daba entrada a las casas del fundo. Un momento después el mendigo y sus captores estaban en el extenso patio frente a la suntuosa fachada del edificio. Don Simón Antonio entregó su cabalgadura a un palafrenero y dio orden de que se llevase al preso al calabozo. El viejo, hasta entonces, se había dejado conducir dócilmente, callado, sin oponer la más mínima resistencia esperando sin duda que su dulzura y timidez ablandase el corazón de sus aprehensores. Pero, a pesar de todo, en su rostro había una expresión de temor, de azoramiento que, de pronto, a la vista del cepo: una larga barra de hierro con sus correspondientes anillos colocada horizontalmente en un rincón de la celda, se convirtió en un loco terror, y sin poder contenerse gimió, dirigiéndose a son Simón Antonio:

—¿Qué va a hacer conmigo, señor amito?

Por toda respuesta, el hacendado puso su gruesa mano sobre el hombro del viejo y le dijo:

—A ver, quítate la manta.

Don Paico, con el mismo tono lastimero, repuso:

—No puedo, señor, no puedo.

Entonces la formidable diestra se apoyó sobre él y lo derribó cuan largo era en el pavimento. Y mientras se debatía inútilmente para librarse de la terrible presión, oyó que el amo ordenaba:

—Asegúrale los pies.

Cuando se hubo extinguido el claro son de los hierros chocando entre sí, el preso se encontró tendido de espaldas en la dura tierra con las piernas en alto sujetas al cepo por los tobillos. Se le había despojado de la manta y sólo conservaba los pantalones y la vieja camisa.

El patrón, después de enjugarse el sudor que inundaba su rubicundo rostro, se irguió con toda la majestad de su corpulenta persona y empuñando la terrible huasca, empezó el interrogatorio:

—Vas a principiar por decirme desde cuándo engañas a la gente con esa infame superchería de la mano pegada.

El viejo imploró:

—No es engaño, amito, lo juro por las llagas de Nuestro Señor.

Don Simón Antonio rugió con voz estentórea:

—¡Ah, con que no es mentira, bandido, ladrón!

E inclinándose, cogió la camisa del delincuente y se la arrancó en menudos jirones. Los campesinos, que desde cierta distancia contemplaban la escena, se aproximaron algunos pasos con una expresión de miedo y curiosidad. El vagabundo, desnudo hasta la cintura, hacía inútiles esfuerzos para enderezarse. A la escasa claridad que se filtraba por el enrejado de la ventana, su descarnado cuerpo de esqueleto aparecía en toda su horrible miseria fisiológica. Mientras la mano derecha se apoyaba en el suelo, la izquierda permanecía adherida por la palma a la piel rugosa del pecho.

El hacendado, sin hacer caso de las lamentaciones del viejo, asió la mano por la muñeca y tiró de ella brutalmente. El preso exhaló un quejido, hizo un último esfuerzo para incorporarse y luego se quedó quieto, fijando una mirada ansiosa en don Simón Antonio, quien, con sonrisa de triunfo, comprobó que en el sitio donde estaba apoyado aquel miembro no existía ni la más remota señal de adherencia. La piel era ahí más blanca, más suave; eso era todo.

—Ya me lo imaginaba yo —exclamó después de un instante, soltando el brazo que su dueño en vano trató de ocultar a los ávidos ojos que le contemplaban. Y volviendo hacia los labriegos el rostro radiante, gozoso por haber desenmascarado al impostor, les dijo, señalándoles con la diestra el desnudo pecho del mendigo:

—Ya ven ustedes que aquí no hay tal pegadura, ni soldadura ni cosa que se le parezca. Todo no es sino una farsa de este bribón para poder vivir sin trabajar.

Luego dio orden de que se le clavasen en el suelo dos estacas, una a cada lado del prisionero, a las que le sujetó atándole una cuerda por la muñecas. De espaldas, con los brazos abiertos, en la postura del crucificado, el viejo vuelto de su estupor empezó a lanzar ayes lastimeros:

—¡Ay, amito, máteme mejor!

Terminada aquella primera parte de su justiciera obra, don Simón Antonio se encaminó hacia sus habitaciones para almorzar, dejando a su mayordomo la tarea de convocar a los inquilinos para que por sus propios ojos se convenciesen del engaño que por tanto tiempo los hizo víctimas aquel falso inválido vagabundo.

Al toque de la campana, cuyo claro tañido resbalaba por la atmósfera caliginosa a través de los campos, los campesinos acudían en pequeños grupos, cuchicheando entre sí en voz baja y temerosa. Una vez en el calabozo fijaban sus ojos espantados en el preso que continuaba gimiendo con su voz débil y plañidera.

—¡Ay, señor, tengan compasión de este pobre viejo!

Ninguno hablaba, pero en sus rostros curtidos adivinábase la piedad. Y luego aquel aparatoso castigo no los convencía. Pues, que la mano estuviese ahora libre, despegada, para ellos significaba sencillamente que el castigo acarreado por la maldición materna se había cumplido y que la justicia de Dios estaba satisfecha con la penitencia del criminal. Y a sus ojos la doliente figura del viejo apareció circundada por la aureola del santo, del mártir. Contemplaban un instante aquel espectáculo y se retiraban en silencio, llevando en sus corazones una cólera sorda contra el patrón que así desafiaba las iras de Dios.

Terminado el almuerzo, don Simón Antonio apareció de nuevo en el patio, y aproximándose al alazán que un sirviente tenía de la brida, puso el pie en el estribo y se izó trabajosamente sobre la montura. En sus gruesas mejillas rojas por las libaciones y en el brillo de sus ojos reflejábase la excitación producida por el festín. Experimentaba cierta satisfacción por la justicia que tenía entre manos, y no dudaba de que ese asunto iba a tener alguna resonancia, pues no se trataba de vulgares raterías sino de las hazañas de un avezado malhechor que durante años había vaciado los bolsillos de la gente en las mismas narices de la autoridad, y seguramente habría continuado vaciándolos, si él no hubiese estado allí para impedirlo, descubriendo el engaño de que se valía para sus fines el criminal. Convicto y confeso el delincuente, sólo faltaba aplicarle la pena. Don Simón Antonio meditó el punto un momento y dio, en seguida, orden que desatase al preso y lo trajesen a su presencia.

Bajo las miradas compasivas de los labriegos que se apartaban en silencio para darle paso, apareció el viejo con la cabeza inclinada y el semblante demudado por la angustia y el temor. Cuando estuvo a dos pasos del caballo alzó el rostro y gimió:

—¡Perdón, amito, perdón!

Don Simón Antonio paseó una mirada llena de majestad en torno de los circunstantes y luego, con tono grave y campanudo, empezó a hablar.

Como «autoridad constituida, tenía que cumplir un deber penoso»: el de hacer justicia, dar a cada uno lo suyo y castigar a los malvados con todo el rigor de la ley. Ese hombre había, por muchos años, engañado la buena fe de las gentes para arrancarles por medio de una grosera superchería el alimento y el vestido, que le permitían vivir como un zángano sin trabajar. Aquello era un delito, un crimen que él, representante de la justicia, no podía permitir quedarse impune. Había, pues, que hacer un escarmiento en aquel vagabundo, que sirviera de ejemplo y de saludable advertencia a grandes y chicos, sin excepción alguna.

Un silencio profundo siguió a sus palabras, sólo se oía la cantinela doliente del viejo:

—¡Perdón, amigo, perdón!

Luego el rostro de don Simón Antonio se revistió de la gravedad augusta del juez que expide su fallo inapelable. Su voz imponente resonó:

—Vas a abandonar en el acto el distrito de mi jurisdicción. ¡Ay de ti si te encuentro otra vez por estos sitios! Te desollaré vivo.

Hizo una pausa y agregó:

—Pero, antes de que nos separemos, vas a llevar un recuerdo mío.

Y empinándose en sus estribos, enarboló la pesada fusta.

El viejo, que había echado a andar hacia la verja, se vio de repente envuelto en una lluvia tal de rebencazos, que más que grito humano fue un bramido de bestia el que brotó de su garganta. Y mientras el látigo silbaba sobre sus lomos, enroscándose en torno de su cuerpo como una culebra, el paciente caía y se levantaba exhalando sin interrupción el grito ronco:

—¡Perdón, amito, perdón, amito!

Los campesinos presenciaban el castigo callados e inmóviles como estatuas, con las mandíbulas apretadas, mostrando, por entre sus labios temblorosos, los blancos dientes.

Por fin, don Simón Antonio dejó caer el nervado brazo. El viejo, como una rana derrengada, yacía en el suelo, hecho un ovillo, de cara contra la tierra. Su calva blanca, desnuda, brillaba el sol, cuya fulgurante llamarada picaba los curtidos rostros de los campesinos como ascua de fuego.

Faltaba aún un último detalle para que la justicia quedara cumplida, y, a una seña del patrón, el mayordomo y el vaquero alzaron al mendigo, y estirando los brazos se los ataron a lo largo de una vara de madera que le cruzaba la espalda a la altura de los hombros. En seguida el viejo, que convencido, sin duda, de la inutilidad de sus ruegos, no había chistado durante esta operación, echó a andar con la cabeza baja y los brazos en cruz hacia la verja, seguido de las miradas compasivas de los labriegos.

—José —ordenó al vaquero don Simón Antonio—, llévalo por el camino real para que todo el mundo vea a este sinvergüenza y sepan el engaño que andaba haciendo. Una vez fuera del fundo, le sacudes unos rebencazos para que no le den ganas de volver por aquí.

Y mientras el vagabundo continuaba por la carretera su larguísimo calvario, el hacendado se volvió hacia el mayordomo y en voz baja le preguntó:

—¿Vinieron por las vacas esta mañana?

—Sí, señor.

—¿Y no notaron el cambio?

—Nada, señor; venían muy apurados y arrearon no más.

Don Simón Antonio se quedó un momento pensativo, calculando lo que aquellas cuatro vacas tísicas metidas de sorpresa en el piño en cambio de otras sanas, le reportaban de ganancia, además del precio pagado, en vista de la buena calidad de las reses, por el incauto comprador. Y el resultado del cálculo debió ser lisonjero, porque lanzó un gruñido de satisfacción, y hasta se sonrió ligeramente cuando, al dirigir la vista hacia el camino, percibió a través de la reja la cómica y ominosa figura del viejo, avanzando delante del vaquero, con los brazos abiertos, como si fuese tras esas sombras de la justicia y de la misericordia, bajo la irónica mirada del sol.

Cañuela y Petaca

Mientras Petaca atisba desde la puerta, Cañuela, encaramado sobre la mesa, descuelga del muro el pesado y mohoso fusil.

Los alegres rayos del sol filtrándose por las mil rendijas del rancho esparcen en el interior de la vivienda una claridad deslumbradora.

Ambos chicos están solos esa mañana. El viejo Pedro y su mujer, la anciana Rosalía, abuelos de Cañuela, salieron muy temprano en dirección al pueblo, después de recomendar a su nieto la mayor circunspección durante su ausencia.

Cañuela, a pesar de sus débiles fuerzas —tiene nueve años, y su cuerpo es espigado y delgaducho—, ha terminado felizmente la empresa de apoderarse del arma, y sentado en el borde del lecho, con el cañón entre las piernas, teniendo apoyada la culata en el suelo, examina el terrible instrumento con grave atención y prolijidad. Sus cabellos rubios desteñidos, y sus ojos claros de mirar impávido y cándido, contrastan notablemente con la cabellera renegrida e hirsuta y los ojillos obscuros y vivaces de Petaca, que dos años mayor que su primo, de cuerpo bajo y rechoncho, es la antítesis de Cañuela a quien maneja y gobierna con despótica autoridad.

Aquel proyecto de cacería era entre ellos, desde tiempo atrás, el objeto de citas y conciliábulos misteriosos; pero, siempre habían encontrado para llevarlo a cabo dificultades, inconvenientes insuperables. ¿Cómo proporcionarse pólvora, perdigones y fulminantes?

Por fin, una tarde, mientras Cañuela vigilaba sobre las brasas del hogar la olla de la merienda, vio de improviso aparecer en el hueco de la puerta la furtiva y silenciosa figura de Petaca, quien, al enterrarse de que los viejos no regresaban aún del pueblo, puso delante de los ojos asombrados de Cañuela un grueso saquete de pólvora para minas que tenía oculto debajo de la ropa. La adquisición del explosivo era toda una historia que el héroe de ella no se cuidó de relatar, embobado en la contemplación de aquella sustancia reluciente semejante a azabache pulimentado.

A una legua escasa del rancho había una cantera que surtía de materiales de construcción a los pueblos vecinos. El padre de Petaca era el capataz de aquellas obras. Todas las mañanas extraía del depósito excavado en la peña viva la provisión de pólvora para el día. En balde el chico había puesto en juego la travesura y sutileza de su ingenio para apoderarse de uno de aquellos saquetes que el viejo tenía junto a sí en la pequeña carpa, desde la cual dirigía los trabajos. Todas sus astucias y estratagemas habían fracasado lamentablemente ante los vigilantes ojos que observaban sus movimientos. Desesperado de conseguir su objeto, tentó, por fin, un medio heroico. Había observado que cuando un tiro estaba listo, dada la señal de peligro, los trabajadores, incluso el capataz, iban a guarecerse en un hueco abierto con ese propósito en el flanco de la montaña y no salían de ahí sino cuando se había producido la explosión. Una mañana, arrastrándose como una culebra, fue a ponerse en acecho cerca de la carpa. Muy pronto, tres golpes dados con un martillo en una barrena de acero anunciaron que la mecha de un tiro acababa de ser encendida y vio cómo su padre y los canteros corrían a ocultarse en la excavación. Aquel era el momento propicio, y abalanzándose sobre los saquetes de pólvora se apoderó de uno, emprendiendo en seguida una veloz carrera, saltando como una cabra por encima de los montones de piedra que, en una gran extensión cubrían el declive de la montaña. Al producirse el estallido que hizo temblar el suelo bajo sus pies, enormes proyectiles le zumbaron en los oídos, rebotando a su derredor una furiosa granizada de pedriscos. Mas, ninguno le tocó, y cuando los canteros abandonaron su escondite, él estaba ya lejos oprimiendo contra el jadeante pecho su gloriosa conquista, henchida el alma de júbilo.

Esa tarde, que era un jueves, quedó acordado que la cacería fuese el domingo siguiente, día de que podían disponer a su antojo; pues los abuelos se ausentarían, como de costumbre, para llevar sus aves y hortalizas al mercado. Entre tanto, había que ocultar la pólvora. Muchos escondites fueron propuestos y desechados. Ninguno les parecía suficientemente seguro para tal tesoro. Cañuela propuso que se abriese un hoyo en un rincón del huerto y se la ocultase allí, pero su primo lo disuadió contándole que un muchacho, vecino suyo, había hecho lo mismo con un saquete de aquellos, hallando días después sólo la envoltura de papel. Todo el contenido se había deshecho con la humedad. Por consiguiente, había que buscar un sitio bien seco. Y mientras trataban inútilmente de resolver aquel problema, el ganso de Cañuela a quien, según su primo, nunca se le ocurría nada de provecho, dijo, de pronto, señalando el fuego que ardía en mitad de la habitación:

—¡Enterrémosla en la ceniza!

Petaca lo contempló admirado, y por una rara excepción pues lo que proponía el rubillo le parecía siempre detestable, iba aceptar aquella vez cuando la vista del fuego lo detuvo: ¿y si se prende? Pensó. De repente brincó de júbilo. Había encontrado la solución buscada. En un instante ambos chicos apartaron las brasas y cenizas del hogar y cavaron en medio del fogón un agujero de cuarenta centímetros de profundidad, dentro del cual, envuelto en un puñado de hierbas, colocaron el saquete de pólvora cubriéndole con la tierra extraída y volviendo a su sitio el fuego encima del que se puso nuevamente la desportillada cazuela de barro.

En media hora escasa todo quedó lindamente terminado, y Petaca se retiró prometiendo a su primo que los perdigones y los fulminantes estarían antes del domingo en su poder.

Durante los días que precedieron al señalado, Cañuela no cesó de pensar en la posibilidad de un estallido que, volcando la olla de la merienda, única consecuencia grave que se le ocurría, dejase a él y a sus abuelos sin cenar. Y este siniestro pensamiento cobraba más fuerza al ver a su abuela Rosalía inflar los carrillos y soplar con brío, atizando el fuego, bien ajena, por cierto, de que todo un Vesubio estaba ahí delante de sus narices, listo para hacer su inesperada y fulminante aparición. Cuando esto sucedía, Cañuela se levantaba en puntillas y se deslizaba hacia la puerta, mirando hacia atrás de reojo y mascullando con aire inquieto:

—¡Ahora sí que revienta, caramba!

Pero no reventaba, y el chico fue tranquilizándose hasta desechar todo temor.

Y cuando llegó el domingo y los viejos con su carga a cuesta hubieron desaparecido a lo lejos, en el sendero de la montaña, los rapaces, radiantes de júbilo, empezaron los preparativos para la expedición. Petaca había cumplido su palabra escamoteando a su padre una carga de fulminantes y, en cuanto a los perdigones, se les había sustituido con gran ventaja y economía por pequeños guijarros recogidos en el lecho del arroyo.

Desenterrada la pólvora que ambos encontraron, después de palparla, perfectamente seca y calientita, y examinando prolijamente el fusil del abuelo, tan venerable y vetusto como su dueño, no restaba más que emprender la marcha hacia las lomas y los rastrojos, lo que efectuaron después de asegurar convenientemente la puerta del rancho. Adelante, con el fusil al hombro, iba Petaca, seguido de cerca por Cañuela que llevaba en los amplios bolsillos de sus calzones las municiones de guerra. Durante un momento disputaron acerca del camino que debían seguir. Cañuela era de opinión de descender a la quebrada y seguir hasta el valle, donde encontrarían bandadas de tencas y de zorzales; pero su testarudo primo deseaba ir más bien a través de los rastrojos, donde abundaban las loicas y las perdices, caza, según él, muy superior a la otra, y, como de costumbre, su decisión fue la que prevaleció.

Petaca vestía una chaqueta, desecho de su padre, a la cual se le había recortado las mangas y el contorno inferior a la altura de los bolsillos, los cuales quedaron, con este arreglo, eliminados. Cañuela no tenía chaqueta y cubríase el busto con una camisa; pero, en cambio, llevaba enfundadas las piernas en unos gruesos pantalones de paño, con enormes bolsillos que eran su orgullo, y le servían, a la vez, de arca, de arsenal y de despensa.

Petaca, con el fusil al hombro, sudaba y bufaba bajo el peso del descomunal armatoste. Irguiendo su pequeña talla esforzábase por mantener un continente digno de un cazador, resistiendo con obstinación las súplicas de su primo, que le rogaba le permitiese llevar, siquiera por un ratito, el precioso instrumento.

Durante la primera etapa, Cañuela, lleno de ardor cinegético, quería se hiciese fuego sobre todo bicho viviente, no perdonando ni a los enjambres de mosquitos que zumbaban en el aire. A cada instante sonaba su discreto: ¡Psh, psh! Llamando la atención de sus compañero, y cuando éste se detenía interrogándole con sus chispeantes ojos, le señalaba, apuntando con la diestra, un mísero chincol que daba saltitos entre la yerba. Ante aquella caza ruin encogíase desdeñosamente de hombros el moreno Nemrod y proseguía su marcha triunfal a través de las lomas, encorvado bajo el fusil cuyo enmohecido cañón sobresalía, al poyar la culata en el suelo, una cuarta por encima de su cabeza.

Por fin, el descontentadizo cazador vio delante de sí una pieza digna de los honores de un tiro. Una loica macho, cuya roja pechuga parecía una herida recién abierta, lanzaba su alegre canto sobre una cerca de ramas. Los chicos se echaron a tierra y empezaron a arrastrarse como reptiles por la maleza: El ave observaba sus movimientos con tranquilidad y no dio señales de inquietud sino cuando estaban a cuatro pasos de distancia. Abrió, entonces, las alas y fue a posarse sobre la yerba a cincuenta metros de aquel sitio. Desde ese momento empezó una cacería loca a través de los rastrojos. Cuando después de grandes rodeos y de infinitas precauciones Petaca lograba aproximarse lo bastante y empezaba a enfilar el arma, el pájaro volaba e iba a lanzar su grito, que parecía de burla y desafío, un centenar de pasos más allá. Como si se propusiese poner a prueba la constancia de sus enemigos, ora salvaba un matorral o una barranca de difícil acceso, pero siempre a la vista de sus infatigables perseguidores, quienes, después de algunas horas de este gimnástico ejercicio, estaban bañados en sudor, llenos de arañazos y con las ropas hechas una criba; mas no se desanimaban y proseguía la caza con salvaje ardor.

Por último, el ave, cansada de tan insignificante persecución, se elevó en los aires y, salvando una profunda quebrada, desapareció en el boscaje de la vertiente opuesta.

Cañuela y Petaca que, con las greñas sobre los ojos, caminaban a gatas a lo largo de un surco, se enderezaron consultándose con la mirada, y luego, sin cambiar una sola palabra, siguieron adelante resueltos a morir de cansancio antes que renunciar a una pieza tan magnífica. Cuando, después de atravesar la quebrada, rendidos de fatiga, se encontraron otra vez en las lomas, lo primero que divisaron fue la fugitiva, que posada en un pequeño arbusto estaba destrozando con su recio pico los tallos tiernos de la planta. Verla y caer ambos de bruces sobre la yerba fue todo uno. Petaca, con los ojos encandilados fijos en el ave, empezó a arrastrarse con el vientre en el suelo remolcando con la diestra penosamente el fusil. Apenas respiraba, poniendo toda su alma en aquel silencioso deslizamiento. A cuatro metros del árbol se detuvo y reuniendo todas sus exhaustas fuerzas se echó la escopeta a la cara. Pero en el instante en que se aprestaba a tirar del gatillo, Cañuela, que lo había seguido sin que él se apercibiera, le gritó de improviso con su vocecilla de clarín, aguda y penetrante:

—¡Espera, que no está cargada, hombre!

La loica agitó las alas y se perdió como una flecha en el horizonte.

Petaca se alzó de un brinco, y precipitándose sobre el rubillo lo molió a golpes y mojicones. ¡Qué bestia y qué bruto era! Ir a espantar la caza en el preciso instante en que iba a caer infaliblemente muerta. ¡Tan bien había hecho la puntería!

Y cuando Cañuela entre sollozos balbuceó:

—¡Porque te dije que no estaba cargada…!

A lo cual el morenillo contestó iracundo, con los brazos en jarra, clavando en su primo los ojos llameantes de cólera:

—¿Por qué no esperaste que saliera el tiro?

Cañuela cesó de sollozar, súbitamente, y enjugándose los ojos con el revés de la mano, miró a Petaca, embobado, con la boca abierta. ¡Cuán merecidos eran los mojicones! ¿Cómo no se le ocurrió cosa tan sencilla? No, había que rendirse a la evidencia. Era un ganso, nada más que un ganso.

La armonía entre los chicos se restableció bien pronto. Tendidos a la sombra de un árbol descansaron un rato para reponerse de la fatiga que los abrumaba. Petaca, pasado ya el acceso de furor, reflexionaba y casi se arrepentía de su dureza porque, a la verdad, matar un pájaro con una escopeta descargada no le parecía ya tan claro y evidente, por muy bien que hiciese la puntería. Pero, como confesar su torpeza habría sido dar la razón al idiota del primillo, se guardó calladamente sus reflexiones para sí. Hubiera dado con gusto el cartucho de dinamita que tenía allá en el rancho, oculto debajo de la cama, por haber matado la maldita loica que tanto los había hecho padecer. ¡Si al salir hubieran cargado el arma! Pero aún era tiempo de reparar omisión tan capital, y poniéndose en pie, llamó a Cañuela para que le ayudase en la grave y delicada operación, de la cual ambos tenían sólo nociones vagas y confusas, pues no habían tenido aún oportunidad de ver cómo se cargaba una escopeta.

Y mientras Cañuela, encaramado en un tronco para dominar la extremidad del fusil que su primo mantiene en posición vertical, espera órdenes baqueta en mano, surgió la primera dificultad. ¿Qué se echaba primero? ¿La pólvora o los guijarros?

Petaca, aunque bastante perplejo, se inclinaba a creer que la pólvora, e iba a resolver la cuestión en este sentido, cuando Cañuela, saliendo de su mutismo, expresó tímidamente la misma idea.

El espíritu de intransigente contradicción de Petaca contra todo lo que provenía de su primo, se reveló esta vez como siempre. Bastaba que el rubillo propusiese algo para que él hiciese inmediatamente lo contrario. ¡Y con qué despreciativo énfasis se burló de la ocurrencia! Se necesitaba ser más borrico que un buey para pensar tal despropósito. Si la pólvora iba primero, había forzosamente que echar encima los guijarros. ¿Y por dónde salía entonces el tiro? Nada, al revés había que proceder. Cañuela, que no resollaba, temeroso que una respuesta suya acarrease sobre sus costillas razones más contundentes, vació en el cañón del arma una respetable cantidad de piedrecillas sobre las cuales echó, en seguida, dos gruesos puñados de pólvora. Un manojo de pasto seco sirvió de taco, y con la colocación del fulminante, que Petaca efectuó si dificultad, quedó el fusil listo para lanzar su mortífera descarga. Púsoselo al hombro el intrépido morenillo y echó a andar seguido de su camarada, escudriñando ávidamente el horizonte en busca de una víctima. Los pájaros abundaban, pero emprendían el vuelo apenas la extremidad del fusil amenazaba derribarles de su pedestal en el ramaje. Ninguno tenía la cortesía de permanecer quietecito mientras el cazador hacía y rectificaba una y mil veces la puntería. Por último, un impertérrito chincol tuvo la complacencia, en tanto se alisaba las plumas sobre una rama, de esperar el fin de tan extrañas y complicadas manipulaciones. Mientras Petaca, que había apoyado el fusil en un tronco, apuntaba arrodillado en la yerba, Cañuela, prudentemente colocado a su espalda, esperaba, con las manos en los oídos, el ruido del disparo que se le antojaba formidable, idea que también asaltó al cazador, recordando los tiros que oyera explotar en la cantera y, por un momento, vaciló sin resolverse a tirar del gatillo; pero el pensamiento de que su primo podía burlarse de su cobardía, lo hizo volver la cabeza, cerrar lo ojos y oprimir el disparador. Grande fue su sorpresa al oír en vez del estruendo que esperaba, un chasquido agudo y seco, pero que nada tenía de emocionante. Parece mentira, pensó, que un escopetazo suene tan poco. Y su primera mirada fue para el ave, y no viéndola en la rama, lanzó un grito de júbilo y se precipitó adelante seguro de encontrarla en el suelo, patas arriba.

Cañuela, que viera el chincol alejarse tranquilamente, no se atrevió a desengañarle; y fue tal el calor con que su primo le ponderó la precisión del disparo, de cómo vio volar las plumas por el aire y caer de las ramas el pájaro despachurrado que, olvidándose de lo que había visto, concluyó, también, por creer a pie juntillas en la muerte del ave, buscándola ambos con ahínco entre la maleza hasta que, cansados de la inutilidad de la pesquisa, la abandonaron, desalentados. Pero, ambos habían olido la pólvora y su belicoso entusiasmo aumentó considerablemente, convirtiéndose en una sed de exterminio y destrucción que nada podía calmar.

Cargaron rápidamente el fusil y, perdido el miedo al arma, se entregaron con ardor a aquella imaginaria matanza. El débil estallido del fulminante mantenía aquella ilusión, y aunque ambos notaron al principio con extrañeza el poquísimo humo que echaba aquella pólvora, terminaron por no acordarse de aquel insignificante detalle.

Sólo una contrariedad anublaba su alegría. No podían cobrar una sola pieza, a pesar de que Petaca juraba y perjuraba haberla visto caer requetemuerta y desplumada, casi, por la metralla de los guijarros. Mas, en su interior, empezaba a creer seriamente, recordando cómo las flechas torcidas describen una curva y se desvían del blanco, que la dichosa pólvora estuviera chueca. Prometióse, entonces, no cerrar los ojos ni volver la cabeza al tiempo de disparar para ver de qué parte se ladeaba el tiro; mas, un contratiempo inesperado le privó de hacer esta experiencia. Cañuela, que acababa de meter un grueso puñado de guijarros en el cañón, exclamó de repente desde el tronco en que estaba encaramado, con todo de alarma:

—¡Se acabó la escopeta!

Petaca miró el fusil que tenía entre las manos y luego a su primo lleno de sorpresa, sin comprender lo que aquellas palabras significaban. El rubillo le señaló entonces la boca del cañón, por la que asomaba parte del último taco. Inclinó el arma para palpar la abertura con los dedos y se convenció de que no había medio de meter ahí un grano más de pólvora o de lo que fuese. Su entrecejo se frunció. Empezaba a adivinar por qué el armatoste había aumentado tan notablemente de peso. Se volvió hacia el rancho, al que se habían ido acercando a medida que avanzaba la tarde, y reflexionó acerca de las probables consecuencias de aquel suceso, decidiendo, después de un rato, emprender la retirada y dejar a Cañuela la gloria de salir de su labor del atolladero. Demasiado conocía el genio del abuelo para ponerse a su alcance. Pero su fecunda imaginación ideó otro plan que le pareció tan magnífico que, desechando la huida proyectada, se plantó delante de su primo, el cual, muy inquieto, le había observado hasta ahí sin atreverse a abrir la boca, y le habló con animación de algo que debía ser muy insólito, porque Cañuela, con lágrimas en los ojos, se resistía a secundarle. Pero, como siempre, concluyó por someterse, y ambos se pusieron afanosamente a reunir hojas y ramas secas, amontonándolas en el suelo. Cuando creyeron había bastante, Cañuela sacó de sus insondables bolsillos una caja de fósforos e incendió la pira. Apenas las llamas se elevaron un poco, Petaca cogió el fusil y lo acostó sobre la hoguera, retirándose en seguida, los dos, para contemplar a distancia los progresos del fuego. Transcurrieron algunos minutos y ya Petaca iba a acercarse nuevamente para añadir más combustible, cuando un estampido formidable los ensordeció. La hoguera fue dispersada a los cuatro vientos, y siniestros silbidos surcaron el aire.

Cuando pasada la impresión del tremendo susto, ambos se miraron, Petaca estaba tan pálido como su primo, pero su naturaleza enérgica hizo que se recobrase bien pronto, encaminándose al sitio de la explosión, el cual estaba tan limpio como si le hubiesen rastrillado. Por más que miró no encontró vestigios del fusil. Cañuela, que lo había seguido llorando a lágrima viva, se detuvo de pronto petrificado por el terror. En lo alto de la loma a treinta pasos de distancia, se destacaba la alta silueta del abuelo avanzando a grandes zancadas. Parecía poseído de una terrible cólera. Gesticulaba a grandes voces, con la diestra en alto, blandiendo un tizón humeante que tenía una semejanza extraordinaria con una caja de escopeta. Petaca, que había visto, al mismo tiempo que su primo, la aparición, echó a correr por el declive de la loma, golpeándose los muslos con las palmas de las manos, y silbando al mismo tiempo su aire favorito. Mientras corría, examinaba la caja del arma, él podía muy bien hallar, a su vez, el cañón o un pedacito siquiera con el cual se fabricaría un trabuco para hacer salvas y matar pidenes en la laguna.


Publicado el 26 de marzo de 2017 por Edu Robsy.
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