De Vuelta de Italia

Benito Pérez Galdós


Viajes



I. La Nación italiana

Santander, Octubre 30 de 1888.


Hace quince días próximamente me encontraba en Roma presenciando los preparativos de las fiestas con que la capital intangible y sagrada de la moderna Italia ha celebrado la visita del Emperador de Alemania Guillermo II. Puedo dar fe, aunque no vi la entrada del Emperador en Roma, del sincero entusiasmo con que los italianos se disponían a recibir al aliado de Humberto. La opinión en todo el reino y principalmente en su grandiosa capital, era tan unánime, que no hay posibilidad de tergiversarla. Los que dirigen la política italiana han tenido el acierto de hacer popular la triple alianza. El partido antigermánico o no existe o está reducido a exiguas proporciones. Consideran los italianos la triple alianza como garantía firmísima de su recién conquistada unidad, y ven en la visita del soberano más poderoso de Europa como una solemne consagración de aquel mismo principio.

Quien no conozca a Roma no puede formarse idea del magnífico escenario que aquella ciudad ofrece para toda clase de fiestas. Ninguna capital de Europa contiene tantos y tan hermosos monumentos. Aparte de los recuerdos que embellecen e idealizan todos los sitios, predisponiendo en la mente a engrandecer cuanto ven los ojos, Roma es la decoración más admirable que puede concebirse. Sus doscientas iglesias, sus innumerables palacios, sus imponentes ruinas ofrecen un fondo sin igual para dar lucimiento a las multitudes. Cualquier solemnidad religiosa o cívica tiene allí un brillo extraordinario.

La arquitectura grandiosa da a la ciudad el carácter de imperial residencia, y no es necesario engalanarla para que los huéspedes regios aparezcan allí como en su morada propia.

El sentimiento de la unidad es tan vivo en Italia que absorbe enteramente la vida política del país. Todo se subordina a la unidad, conquistada no hace mucho, y el temor de perderla acalla las pasiones y quita al poder público multitud de estorbos. En los países donde la unidad está asegurada, como en España, donde nadie piensa en ella, el poder público vive azarosamente en constante peligro. La ambición y el orgullo toman mil formas y sostienen constante guerra civil sin armas. En Italia existiría la misma agitación que entre nosotros, si la idea de la unidad no lo impidiera. Diríase que aquel noble país no ha vuelto aún del asombro que le produce el verse constituido en nación de primer orden, y que teme despertar de este sueño glorioso y encontrarse de nuevo dividido y despedazado, formando estados insignificantes.

En la vida de las naciones dos o tres lustros no significan nada. Parece que fué ayer cuando Cavour soñaba la unidad en el débil estado de Cerdeña, cuando Roma defendida por las bayonetas francesas era la ciudad papal, Venecia y Milán pertenecían al Austria, y Toscana, Nápoles, Parma y Módena formaban estados sometidos a distintas ramas de la familia de Borbón.

El poder de una idea lo transformó todo en unos cuantos años. El hecho material se realizó en poco tiempo; pero la idea venía incubándose en la mente italiana desde hace siglos. En todos los poetas de aquel suelo ha sido la unidad una verdadera manía. Desde Dante hasta Leopardi, todos han encontrado en esa lira acentos dignos de Isaías para lamentar el mal inmenso de la desmembracion italiana. El privilegiado suelo de la península ha sido al través de los siglos campo de batalla de las ambiciones de los poderosos de la tierra.

Las interminables rivalidades del Imperio y la Iglesia en la Edad Media, las contiendas entre las Repúblicas, las guerras de Francisco I y Carlos V, toda esa serie de epopeyas, que constituye lo más interesante y dramático, de la historia, parece haber existido exclusivamente para ensangrentar y desgarrar el suelo de Italia. Cuando se visita hoy la nación formada como por milagro bajo el cetro de la casa de Saboya, no se pueden apartar de la mente las doloridas estrofas de la célebre oda de Leopardi. El gran poeta, abrumado por sus males físicos, el alma entristecida por el pesimismo, llora los males de Italia, se lamenta amargamente de su insignificancia militar y política, de su esclavitud, y ni siquiera vislumbra que tal situación puede hallar remedio.

Leopardi llora y no profetiza; no ve la redención; parece creer que la miseria y la abyección de un país han de ser interminables. Y sin embargo, la redención se aproxima en los días en que el eximio poeta lanzaba con tanta amargura sus ayes elocuentes. Aun no había pasado medio siglo cuando apareció la Italia una con su cabeza en Florencia primero, después en Roma, la ciudad más ilustre y gloriosa del mundo. Si Leopardi resucitara y viera el estado de grandeza a que ha llegado la “formosíssima donna”, creería padecer una aberración del pensamiento o ser víctima del delirio enfermizo que le atormentó en lo mejor de su vida. Causa en verdad maravilla ver como se ha formado en tan poco tiempo esa nación fuerte y rica. La unidad política no es más que el resultado de la unidad de pensamiento en toda la familia italiana, y de este bien inmenso se deriva la firmeza de las instituciones y la regularidad de los diversos organismos del Estado.

Porque Italia ha demostrado su extraordinaria vitalidad no solo en el establecimiento del principio de la unidad política, sino en la manera de desenvolverla y hacerla práctica. Italia ha sabido crear una administración idónea, una hacienda próspera. Con estos medios y el gran elemento del patriotismo que alienta en todas las clases sociales, ha creado un ejército poderoso y una marina que puede compararse a las más formidables del mundo.

Los que hace veinte o más años visitaban la península sin otro móvil que admirar el Arte que ilustra sus gloriosas ciudades, y vuelven hoy anhelando renovar las dulces impresiones y refrescar el recuerdo poético de las edades pasadas, encuentran una transformación completa en el pais que tales riquezas atesora. Como depositaría de tantos tesoros artísticos, Italia no ha perdido nada; al contrario, ha ganado mucho en el método de conservación de aquellas preciosidades y en las facilidades que ofrece para que el mundo las admire.

La red de ferrocarriles es hoy tan completa que puede visitarse cómodamente toda Italia en breve tiempo. Los billetes circulares abaratan el viaje hasta lo increíble. Solo falta que el servicio se perfeccione hasta equipararlo al de Francia. Hoy las empresas hacen un servicio aceptable dentro de las condiciones premiosas de la vía única; pero la afluencia de viajeros en todas las estaciones del año exige mayor rapidez y comodidad, para lo cual urge el establecimiento de la doble vía, reclamada también por razones de un orden político y militar. Ultimamente se ha demostrado que si Italia tuviera que movilizar su ejército en pocos días, no podría hacerlo por insuficiencia de sus medios ferroviarios. Le faltan vías dobles y carece de material suficiente. Pero aún sin contar con las exigencias de una guerra, el movimiento ordinario de viageros reclama una completa reforma en los ferrocarriles italianos.

Los españoles nos encontramos en Italia como en nuestra propia casa. No sé que hay allí de común, la raza sin duda, la lengua, las costumbres. La semejanza entre ambos idiomas es tal, que más fácilmente se hace entender un español en Italia que en Portugal. Aprendemos el italiano sin gran esfuerzo y nos asimilamos las inflexiones y el acento de la lengua del Dante casi sin darnos cuenta de ello. Al propio tiempo hallamos paridad tan grande entre las ciudades del Mediodía de Italia y las nuestras, que a ratos la ilusión es completa. Las casas parecen las mismas, el campo y los árboles idénticos, la gente idéntica también en el vestir, y más aún en la viveza de la imaginación y en la rapidez un tanto alborotada del lenguaje. Recorriendo las calles de Nápoles, hay momentos en que cree uno encontrarse en Cádiz, en Málaga o en Valencia. La alegría de la calle de Toledo es tal, y anda por ella el pueblo tan regocijado y bullicioso que se creería que al extremo de aquella larga vía hay una plaza de toros, y que la corrida va a empezar.

Fuera de esto hay mil cosas que aumentan la semejanza. Si los italianos no tuvieran la gran idea de la unidad que les vigoriza y les infunde un concepto elevado de la vida política, se parecerían extraordinariamente a los españoles en la quietud devorante, y si nosotros tuviéramos que sostener la unidad recién conquistada y no exenta de peligros, seríamos quizás tan formales como ellos y tendríamos un patriotismo tan absorbente como el suyo.

La principal atracción de Italia consiste en las riquezas artísticas que guarda. Lo poco que de Grecia nos queda, allí está; la arquitectura civil de Roma tiene allí sus modelos más admirables, y por fin las artes florentinas y venecianas de la Edad Media y del Renacimiento enriquecen aquel suelo privilegiado. Lo que más asombra en Italia es que el arte existe allí como en su terreno natural. Se le ve y se le respira por todas partes desde Génova hasta Nápoles, y aunque no existieran en Florencia y Roma los maravillosos museos de “Gli ufizii”, Pitti, el Capitolio y el Vaticano, no sería menos interesante la visita a Italia. En todas partes hay museos; pero estos tienen siempre un carácter de coleccionismo que no satisface el alma del artista. Este goza más viendo en las calles de Florencia, en sus iglesias y palacios de qué manera tan viva sentían la belleza los antiguos habitantes de las Floridas del Arno. Roma no proporciona en grado tan alto las emociones de un medio artístico completo. Es ciudad donde lo grandioso abunda más que lo bello, y donde la esplendidez papal, con ofrecer tantas magnificencias, no llega a igualar la sencillez ingénua y la gracia inefable del arte florentino.

La ciudad de los Médicis, sin tener la opulencia abrumadora de la capital del catolicismo, es el foco de toda la cultura artística y científica en el Renacimiento. Toda ella revela aun el hermoso papel que desempeñó en siglos pasados, y los nombres de Dante Alighieri, Donatello, Miguel Angel, Galileo y Maquiavelo bastan a ilustrar su nombre. Es Florencia una ciudad que en su recinto modesto encierra memorias y nombres superiores a los de las más orgullosas capitales, y tiene un sello de señorío, un no se qué de aristocrático que la distingue de todas las poblaciones del orbe y de sus hermanas de Italia.

No me propongo describir las ciudades de la península, pintadas de diverso modo por tantos viajeros. Italia es conocida aún por los que no la han visitado, y las representaciones gráficas y descriptivas de sus monumentos son, digámoslo así, del dominio público. ¿Quién no conoce las lagunas de Venecia, la logia de Florencia y la plaza de San Pedro? Se ha escrito tanto de Italia que es difícil y temerario añadir nuevas descripciones a las tan conocidas hechas por las plumas más hábiles de todos los países. Unicamente intentaré presentar algunos puntos de vista, resultado de la observación personal, y así estas cartas contendrán apreciaciones artísticas e históricas enlazadas con los nuevos aspectos que ofrece la moderna Italia, transformada por la unidad.

No puede desconocerse que en Italia la vida política absorbe gran parte de las actividades. Como pais nuevo necesita prestar gran atención a lo que constituye su fuerza. Las obligaciones de potencia de primer orden embargan, digámoslo así, d espíritu de la nación. Su política exterior es delicada y exije que se apliquen a ella extraordinarias facultades. En cambio la política interior es fácil, porque la situación del país en el concierto europeo, estimulando el orgullo nacional y manteniéndolo siempre vivo, suaviza las pasiones y pone freno saludable a la ambición personal. En cambio creo que el brusco renacer de la política ha influido desfavorablemente en el arte. Italia desmembrada cultivaba las artes todas con más acierto que ahora; pero el gérmen y la nativa facultad existen siempre en aquel pueblo, y seguramente la actual aparente decadencia es precursora de un nuevo renacimiento. La música y la pintura no ofrecen hoy en aquel país muestras extraordinarias de poder creador. La escultura misma, que es en cierto modo el arte genuinamente italiano, no parece hallarse en un grado de brillante desarrollo a pesar de las excelentes obras que encierra, entre mucho mediano, el campo Santo de Génova. La literatura dramática no sobresale tampoco, aunque este fenómeno no es propio de Italia sino general y característico de toda Europa.

Los demás ramos del arte literario sí florecen allí; pero no sería aventurado afirmar que el considerable desarrollo del periodismo perjudica la producción literaria. La vida política es absorbente. La práctica de la libertad, después de largos períodos de obscuridad, quietismo y opresión, debilita sin género de duda las energías de la inspiración literaria, lo que prueba que la libertad constitucional, no es el mejor de los Mecenas. Pero el arte, en una forma u otra, siempre vive, aunque no se manifieste, y de pronto surgen inesperadas formas y aspectos del mismo.

Italia se encuentra en el terreno político en una situación excepcional y única por sus relaciones con el Papado. Este, vencido, reside en la misma capital, y aunque sus esperanzas de rehabilitación no deben de ser muy sólidas, sostiene lucha implacable con el poder que le ha destronado. De aquí que la política exterior de Italia se subordine siempre a la eterna y magna cuestión. La idea de reconciliar los dos poderes, por generosa que sea, no encuentra fácilmente prosélitos, y la división en “negros” y “blancos” es cada día más radical.

Pero hay que observar que los “negros” del orden civil disminuyen de día en día. Hasta las grandes familias históricas que se propusieron ser fieles al Papa en la desgracia, van dejando de serlo, porque las nuevas generaciones se educan en ideas muy distintas de las de los antiguos Colonnas, Dorias y Borgheses. Además el estado italiano posee en las instituciones militares un gran medio de atracción.

La nobleza joven se indina naturalmente a ceñir la espada, y busca ingreso en el ejército y la marina. El Papa reducido al dominio puramente espiritual tiene una gran desventaja ante su enemigo, y es que solo puede ofrecer a la juventud noble o plebeya la carrera eclesiástica. Este hecho indudable es por sí un argumento de fuerza contra el poder temporal.

La lucha, pues, va siendo cada día más desigual. Italia gana terreno y el Papa lo pierde. La juventud italiana no se presta a engrosar las filas poco brillantes por cierto de la guardia Noble Pontificia. Para colimo de desgracia, el Papa no puede tampoco atraer a la nobleza con el aliciente de la cámara diplomática, porque la representación del Pontificado en las naciones católicas es eclesiástica.

En cuanto a la reconciliación, hay en Italia quien la desea sinceramente, y en elevadas regiones no escasea este sentimiento; pero tal como están hoy las cosas, es sumamente difícil si no imposible. Junto al Pontífice hay elementos que la rechazan con indómita energía, y si el mismo León XIII abrigara sentimientos conciliadores, perdería de fijo su autoridad. Al propio tiempo, la prensa radical italiana, extremando su ataque al Vaticano y abusando en cierto modo de las prerogativas del vencedor, imposibilita la concordia.

El Papa no pierde ocasión de formular sus agravios esperando apoyo de las naciones extranjeras sean o no católicas. Quizás se resignaría a la renuncia formal de sus estados con tal que le dejaran a Roma; quizás extremando las cosas se contentaría con poseer el territorio del Borgo y Trastevere; pero los italianos no ceden en esto, y para ellos toda Roma es capital de Italia. El Papa se ha lamentado recientemente en un documento público de que Humberto I haya llamado al Quirinal “mi palacio”, y califica de despojo la ocupación de los edificios de Roma. Sabido es que el gobierno italiano no ha dejado al Papa, fuera del Vaticano, más que el de la Cancillería. Todos los demás están ocupados por oficinas. El Colegio Romano, guarida de los Jesuitas, está ocupado por un instituto de enseñanza laica, y en el mismo Jesu, donde se conservan las Cámaras de San Ignacio, no hay ya ni rastros de su destino religioso.

Pero es difícil que el Gobierno de Humberto I pueda ya volver atrás, desandando lo andado en el camino de la ocupación. No se vé, pues, salida al conflicto, y cada día que pasa van desapareciendo en Roma las huellas de la dominación papal. Los italianos que blasonando de muy patriotas, respetan la personalidad venerable del Papa, formulan un argumento que no tiene réplica: “Desde que el jefe de la Iglesia, dicen, ha perdido la soberanía temporal, su poder espiritual, lejos de disminuir ha aumentado considerablemente. En el gobierno de la Iglesia nada revela que el Sumo Pontífice esté privado de libertad, y está plenamente demostrado en la práctica que para ejercer la soberanía sobre las conciencias de los católicos, no hacen falta a Su Santidad estados ni cosa que lo valga. Al contrario, la administración civil, el régimen político con las profanidades que trae consigo son un estorbo para el poder moral ejercido por el sucesor de San Pedro. Por lo demás, nunca ha sido más venerada la persona del Papa, ni su autoridad espiritual más ampliamente reconocida, y acatada”.

Pero a estas razones contestan los partidarios del poder temporal con otras de carácter histórico y político que revelan la naturaleza puramente humana de esta contienda. Nadie que ha ejercido un poder cualquiera se resigna a perdedlo, y no reconociendo la Iglesia el principio de la soberanía nacional como lo reconoce y acata la escuela moderna, difícilmente habrá más solución que la que traigan el tiempo y la consumación de los hechos. El poder temporal del Pontificado pertenece a la historia. Le llegó su fin como a otras instituciones, y no hay fuerza humana que lo resucite.

La reciente visita del emperador de Alemania al rey Humberto ha fijado la atención de Europa porque se ha visto en ella una consagración solemne de la triple alianza. Pero el homenaje de cortesía tributado por Guillermo a Su Santidad, no ha podido reverdecer las esperanzas de los partidarios del poder temporal.

El emperador luterano y el jefe de los católicos han cambiado las urbanidades propias de los monarcas, sin que de ellas pueda desprenderse nada que indique un cambio en la situación de las cosas. Y se comprende que así sea, pues no sería Italia aliada sincera de Alemania si ésta no prometiese guardar la precisada unidad. El Vaticano, donde hay diplomáticos de mucha perspicacia, hubo de comprenderlo así, y para éstos, la visita de Guillermo a Su Santidad debió de ser una fórmula de etiqueta absolutamente estéril, y un acto de cortesía exigido por las circunstancias y quizás molesto para una y otra parte.

II. Roma

La frontera entre los actuales dominios del Papa y el Reino de Italia está en el “portone di bronzo”, la entrada del Vaticano por la plaza de San Pedro. En la parte de fuera se ven los polizontes y carabineros del rey Humberto; en la parte interior, los suizos del Papa, vestidos con el pintoresco uniforme amarillo, negro y rojo dibujado por Rafael. A poco de transpasar la frontera, se encuentran los gendarmes del Pontífice, cuyo traje de diario es por el estilo del de la gendarmería francesa, y el de gala muy parecido al de la guardia imperial de Napoleón, con la enorme gorra de piel que les da un aire muy vistoso y marcial. La guardia pontificia de infantería recuerda la infantería francesa y los guardias nobles de caballería son las tropas más desairadas que tiene el Papa. Su aspecto es de ópera cómica. Esta guardia acompaña y custodia a Su Santidad, cuando pasea en coche por los jardines del Vaticano. Los más fervientes partidarios del poder temporal verían con gusto que esta guardia fuese suprimida. No sirve absolutamente para nada, y es una carga abrumadora del tesoro pontificio.

Subiendo la “Scala Pia” se llega al patio de San Dámaso, y de allí parte la escalera que conduce a las habitaciones privadas de Su Santidad. Antes de llegar a ellas, hay que pasar por multitud de salas donde se ve que la corte del Vaticano continúa siendo una de las más fastuosas de Europa.

Por todas partes se ven uniformes magníficos, libreas y sotanas elegantes.

Pero las habitaciones de León XIII son modestas y su ajuar no supera al de cualquier residencia de la clase media.

El Vaticano es una aglomeración de edificios de diferentes épocas, ocupando espacio igual al de una mediana ciudad. Se ven en algunos patios, trozos que pertenecen a la Edad Media; pero el Renacimiento y los dos siglos últimos, prevalecen en la mayor parte del inmenso edificio. Para verlo y conocerlo medianamente, se necesita mucho tiempo. Encierra las colecciones artísticas más hermosas del mundo, y las artes suntuarias tienen allí los ejemplares más admirables que se conocen.

Si al entrar por el “portone di bronzo”, en vez de tomar hacia la derecha para subir por la ”Scala Pia”, seguimos hacia “Scala Regia ”, llegaremos a la capilla Sixtina y de aquí a las estancias, Sala Ducal, Sala de Constantino y capola de Nicolás V. Las maravillas de arte que esta parte del Vaticano encierra, son de retoria celebridad, que todo é: mundo tiene de ella noticia aun sin haberlas visito; pero la impresión que su vista produce, no puede trasmitirse, y aunque sean conocidas de toda persona ilustrada, las pinturas de la capilla Sixtina, por ejemplo, solo pueden apreciarlas bien los que han penetrado allí.

Generalmente se llega a Roma después de haber estado en Florencia y Venecia. El viajero lleva ya su espíritu saturado, digámoslo así, de emociones artísticas. A fuerza de ver perfecciones prodúcese en él una especie de empacho, y no es de extrañar que sean miradas con indiferencia algunas obras capitales. A pesar de esto, la contemplación de la capilla Sixtina y singularmente de su incomparable techo confunde y anonada. Es una de las obras más asombrosas que ha producido el ingenio del hombre, una verdadera creación en el sentido más concreto de la palabra. En ninguna de las obras de Miguel Angel se vé, como aquí, el poder de su ingenio robusto, en el cual parece que se aúnan milagrosamente el paganismo y la fe cristiana. Es la más hermosa página teológica que se ha compuesto en honor del dogma, y todas las literaturas de los Santos Padres palidecen ante esta inspirada composición simbólica. Las tres artes en que Miguel Angel fué maestro aparecen allí en admirable armonía, de tal modo que parecen una sola. Arquitectura, escultura y pintura forman conjunto estético de tanta hermosura que la vista fascinada no puede apartarse de la composición.

Los sibilas y profetas, sirviendo como de marco a las representaciones del Génesis y destacándose por el vigor de los escorzos y la atlética musculatura, nos presentan los asuntos bíblicos con más energía que la Biblia misma. Es una ilustración que casi supera en magestad y grandeza al texto mismo. El Juicio Final nos muestra una concepción extraña del terrible dogma. Allí Miguel Angel se apartó brusca y gallardamente de la tradición y de cuanto habían hecho sus predecesores. ¡Qué diferencia entre esta pintura y las de igual asunto que decoran el Campo Santo de Pisa! En estas la misma ingenuidad les da un sentimiento dramático y humano que las hace más comprensibles. En el Juicio de la capilla Sixtina, la composición es más abstracta y la ciencia del diseño y escorzo está más en armonía con el concepto teológico del asunto que se representa. El desnudo prodigado por el artista con devoción pagana le da mayor grandeza. Pero con ser tan hermoso y valiente este fresco, no cautiva tanto como, el techo con su elegantísima, distribución arquitectónica y las actitudes admirables de las figuras que al mismo tiempo enlazan y dividen los compartimentos. Estos, al modo de cantos de un poema, si separadamente admiran, más admiración causan unidos.

Después de contemplar esta obra maestra todas las demás pinturas que el. Vaticano encierra, sin esceptuar las celebradas Estancias de Rafael, palidecen.

Los frescos de la “Sala de la Signatura” son los que mejor se defienden de la comparación. La Escuela de Atenas, la Disputa del Sacramento y las graciosas figuras de la Teología, la Poesía y la Jurisprudencia nos ofrecen una interpretación más humana de las ideas. Lo que allí se representa parece que está más al alcance de nuestra inteligencia y las figuras tienen en cierto modo más parentesco con nosotros; pero la impresión es, quizás por esto, menos honda. Lo de Miguel Angel es único. Sus ideas son grandes y sencillas como las de los profetas, y las representa por medio de tipos que sin duda pertenecen a una raza humana superior a la nuestra. En suma, las Estancias de Rafael, con ser tan hermosas, gustarían más si no estuvieran tan cerca de la capilla Sixtina. En ellas resolvió el gran artista los problemas más árduos de composición según se la entendía en su tiempo. Su dibujo es acabado, más correcto que el de su rival; pero sin los gallardos atrevimientos de éste. Miguel Angel tenía el don singular de atreverse con la misma Naturaleza y contrariar con osada arrogancia sus principios dentro de cierta medida, resultando las más de las veces que los modificaba a su antojo y realizaba el milagro de producir la belleza detentando aquellos mismos principios.

Esto se ve más claramente en las esculturas de aquélla mano magistral que se conservan en Roma y Florencia. El “David” está lleno de incorrecciones; pero tiene tanta vida que aquellas apenas se advierten, y el “Moisés”, verdaderamente monstruoso por sus desproporciones y su anatomía, es de todas las estatuas del Renacimiento la que produce impresión más honda.

Fué hecha para el sepulcro de Julio II en San Pedro Advíncula, una de las iglesias más insignificantes de Roma. El sepulcro no se concluyó, y la estatua destinada a ocupar en aquel monumento un lugar secundario, está colocada en el centro de una decoración sobria, a poca altura del suelo. No es preciso describirla. ¿Quién no conoce las reproducciones de esta figura imponente, con su barba inmensa, su actitud magestuosa y la expresión severa de su frente con cuernos? Es de las cosas que una vez vistas, no se pueden olvidar nunca. Entré en San Pedro Advíncula a la caída de la tarde. La iglesia estaba medio a obscuras, sin una alma. No se oía más ruido que el que hacía el sacristán con el manojo de llaves disponiéndose a cerrar la puerta. Acerquéme al brazo derecho del crucero, y al ver el Moisés, a la impresión que sentí se mezclaba el asombro, un terror inexplicable.

Parecíame que la severidad expresada en aquel mármol con rasgos tan enérgicos pertenecía a la vida real, y que de aquéllos labios fríos iban a brotar palabras de ira. Jamás el arte ha simulado los caracteres del espíritu y la expresión de la vida con mayor intensidad. Aquel mármol vive, aquella cabeza piensa, aquellas manos se van a mover, y aquel corpachón desmedido se va a erguir en su asiento. Y cuando se levante, de fijo tocará con su cabeza el techo de la Iglesia, porque es inmenso, y la grandeza en él expresada aumenta sus colosales dimensiones.

En la “Pietá”, que adorna una de las capillas de San Pedro, Miguel Angel se muestra más humano, más comprensible. Llaman los italianos “Pietá”, al grupo de la Virgen María con Cristo muerto, que nosotros llamamos la Soledad o las Angustias. Miguel Angel ha expresado el patético asunto de la manera más sorprendente, sin incurrir como otras veces, en exageraciones anatómicas. Aquel es un Cristo y no un Hercules ni un gladiador vencido, tiene la suave unción y el dolor resignado con que el cristianismo la representa.

Florencia posee de su escultor predilecto, además del David, los dos célebres sepulcros de los Médicis en la sacristía de San Lorenzo. Allí está el célebre “Penceroso” y las dos estatuas yacentes “El Día” y “La Noche”. Ignórase el pensamiento del artista en esta obra capital que tampoco está concluida. Los dos monumentos son iguales en su traza y han servido de modelo para todos los sepulcros de Papas y Reyes. Es que la herencia artística de Miguel Angel es tal, que los siglos que le siguieron han tenido poco que inventar. Le pasa lo que a Beethoven, Ambos dejaron caudal inmenso de ideas a las generaciones que les sucedieron.

Bacio Bandinelli es el primero de los sucesores el gran escultor, pintor y arquitecto florentino. Como Berruguete en España, Bandinelli es en Italia el discípulo predilecto. Conserva la grandeza de la concepción, las formas atléticas y el profundo saber anatómico. Los que vienen después van sustituyendo la energía con el énfasis hueco y adoptando las formas ampulosas para falsificar la majestad. Carecen de la ideación elevada, y en cambio marcan los defectos, aquellas imperfecciones, que el maestro con su genio poderoso convertía milagrosamente en bellezas. Bernini fué quien más produjo en este género de escultura enfática, y Roma está materialmente plagada de figuras afectadísimas, en violentas posturas, cubiertas de paños almidonados y huecos.

La primera impresión que el viajero recibe en Roma es la de verse como asediado por la turbamulta de figuras de mármol que en fachadas y fuentes, en el exterior y en el interior de las iglesias ostentan su hiperbólica magnificencia en académicas actitudes. Los apóstoles, evangelistas y fundadores que decoran las soberbias basílicas de San Pedro y San Juan de Letrán parecen los mismos. Todos se asemejan y todos están recitando la misma oda con el propio acento encomiástico y frío. Pronto se familiariza el espectador con esta manifestación repetidísima del decadente genio de Bernini. Los sepulcros papales en San Pedro son casi todos del mismo estilo.

No puede negarse, sin embargo, que sí examinadas aisladamente, estas obras cautivan poco el ánimo de quién las contempla, el conjunto que de su multiplicidad resulta, tiene algo de grandioso. Obra de lujo más que de belleza, la decoración de templos o plazas infunde ideas de poder y magnificencia. Por lo demás, no se puede desconocer el talento de Bernini, hombre de tan prodigiosa fecundidad que no se concibe produjera tanto sin colaboradores. Era también arquitecto, y si legó a la posteridad una escuela de mal gusto que después engendró los desvarios de Borromini, no se puede desconocer que trazó algunas construcciones muy bellas, como la columnata de la plaza de San Pedro que lleva su nombre.

Aquí termino esta digresión sugerida por Miguel Angel, y vuelvo al Vaticano, tesoro de preciosidades antiguas así paganas como cristianas. Es realmente extraño que la conservación de las más bellas obras del gentilismo se deba a los Papas, y que la residencia del jefe del catolicismo sea el depósito de las simbólicas imágenes con que los pueblos de Grecia y Roma rindieron culto a la Naturaleza. La soberbia colección de esculturas formada por los Papas, y enriquecida por Clemente XIV y Pió VII, es la primera del mundo, y la más hermosa muestra de aquella civilización potente vencida y aniquilada por el cristianismo en el terreno moral; pero victoriosa siempre y jamás olvidada en el del Arte. Las obras maestras que atesoran las galerías del Belvedere son innumerables. Entre ellas vemos las célebres estatuas “Apolo”, “Laocoonte”, el “Dioscóbulo”, “Antinoo”, la “Venus en el baño”, originales de artistas griegos o copias excelentes de las mejores obras de Atenas y Rodas. La estatuaria puramente romana no es menos apreciable, pues sí como expresión de la belleza carece de originalidad, tiene el interés de ofrecernos retratos perfectos de los principales personajes del tiempo de la República y del Imperio. La escultura era en Roma un arte popular, y el principal elemento decorativo de los edificios públicos y privados. Las estatuas y grupos que hoy nos admiran en el Museo Pío Clementino decoraban las salas de las Termas, las naves de las Basílicas, quizás el peristilo de cualquier casa patricia.

Se multiplicaban las copias de las estatuas célebres de Myron, Polyoletes y Lissipo, y debieron existir en los últimos tiempos de Grecia y en los florescientes de Roma multitud de artistas que trabajaban estas copias con extraordinaria perfección. Andando los siglos, y cuando las catástrofes sucesivas del mundo romano ante la invasión material de los bárbaros y la invasión moral del cristianismo sepultaron en el polvo y en el olvido monumentos y palacios, a la Iglesia, alojada en los escombros de aquel gran pueblo, correspondió el desenterrar las obras maestras del Arte y conservarlas, como desenterró y conservó el Tesoro de las letras clásicas.

Todos los mármoles que el Vaticano encierra son hallazgos de la Iglesia al socavar las ruinas, sobre las cuales vivía. Y en la esfera del Arte, el Paganismo y el Cristianismo aparecen tan unidos, que la transición entre una y otra idea se advierte con dificultad. En Roma, las representaciones simbólicas del Cristianismo en los primeros siglos revelan claramente su parentesco con las formas paganas, hoy desenterradas, y que en la alborada del cristianismo estaban a la vista de todo el mundo en la ciudad de Augusto y de San Pedro, en la capital da las dos Romas, la Cesárea y la Papal.

La diferencia enorme que hoy observamos entre las formas que representan el naturalismo gentil y la que consagró después la iconografía cristiana no debieron existir cuando se realizaba la más grande revolución moral que ha conocido el mundo.

Si de las galerías del Beldevere pasamos a la Biblioteca, vemos la más rica colección de manuscritos que en Europa existe, códices escritos en lenguas que sólo entienden media docena de sabios, rarezas bibliográficas de inestimable precio, y al lado de esto antigüedades cristianas y joyas de incalculable esplendor. Allí se ve la inmensa riqueza de la corte papal. Sólo con los objetos religiosos regalados a los dos últimos Pontífices Pío IX y León XIII se puede formar un Museo colosal que contenga muestras hermosísimas de la industria suntuaria en todos los ramos. El gran salón llamado “Braccio Nuovo” contiene los más raros manuscritos y las más preciadas obras de arte. Las estancias llamadas de los Borgias porque en ellas habitaron los papas españoles Calixto III y Alejandro VI, son de las más bellas del Vaticano, y sus frescos, obra de París del Vaca, admirables de composición y colorido. Sobre una puerta se ve cierta imagen de la Virgen, que la tradición señala como el retrato de Lucrecia Borgia, hija de Alejandro y esposa del duque de Ferrara. Era hermosa mujer realmente, digna de reputación más honorable de la que tiene, quizás injustamente.

Por fortuna para ella, como para su padre, el siglo presente ha emprendido una campaña de rehabilitación, que no sé si será exagerada en sus conclusiones. En Roma misma, he visto y tratado a una persona eruditísima familiarizada con los archivos del Vaticano, la cual defiende a nuestro paisano Alejandro con tal entusiasmo que no sólo le absuelve de la infinidad de crímenes que se le atribuyen, sino que le diputa y proclama como uno de los Papas más excelsos y que con más brío y talento han gobernado la Iglesia. En cuanto a Lucrecia, el citado apologista, apoyándose en documentos irrecusables, la presenta como mujer honesta, adornada de los más raros talentos, conocedora del latín y del griego. No rechazo ni apadrino estas afirmaciones, si bien me inclino a creer que no fué Lucrecia tan mala como nos la pintan en dramas y novelas, ni quizás tan buena y sabia como sus novísimos panegiristas la presentan. A su hermano César también le han salido defensores. Pero está tan clara la historia en lo referente a este singular personaje, que no ha de variar notablemente su fama de crueldad, libertinaje y soberbia unida a la de un valor temerario y otras cualidades brillantes.

La “Pinacoteca” formada con excelentes cuadros, en su mayoría de escuelas italianas, contiene la célebre “Transfiguración” de Rafael, la “Comunión de San Gerónimo” del Dominichino y diversas obras maestras de Mantegna, Bellini, Fra Angélico, Perugino, etc. La sinceridad me obliga a decir que los lienzos de Mantegna y Bellini, me parecen lo mejor de esta rica colección, y que los creo superiores a la tan ponderada “Transfiguración”. Esto será quizás una heregía artística; pero como lo pienso, lo digo. Para desenvolver esta idea, me sería preciso exponer algunas observaciones y juicios sobre la pintura italiana; pero me falta espacio para ello en esta carta, y se quedará para alguna de las sucesivas.

III. Verona

No me será fácil observar un orden metódico en esta reproducción de lo visto, observado y sentido en Italia. Solicitado por la caprichosa arbitrariedad de la memoria, que comunmente es enemiga del método, me aparto ahora de las magnificencias del Vaticano y doy un salto de Roma a Verona. ¿Por qué a Verona y no a otra ciudad de la península? No lo sé: es que el recuerdo de la ciudad de Julieta prevalece en mi memoria quizás con más fijeza que el de otras, ilustradas con monumentos y obras artísticas de mayor mérito. Fuera de los sepulcros de los Scalígerois, Verona no contiene cosas de gran interés. La ciudad es original, aunque no tanto como Venecia; artística, aunque bastante menos que Florencia.

Posee antigüedades romanas, aunque no tan hermosas como las de Roma. Y sin embargo de no estar en primera línea en nada, Verona es una de las ciudades más interesantes de Italia y una de las más visitadas por viajeros de todos los países. ¿A qué se debe la atmósfera de poesía que envuelve la ciudad del Adige y que atrae irresistiblemente al “turista”? La contestación es fácil. Debe sus encantos Verona a ¡la imperecedera memoria de los amantes célebres Romeo y Julieta.

Algún escéptico dirá: “Romeo y Julieta no existieron. Son creación se de la fantasía de Shakespeare”. Pues aún así están tan vivos estos seres en la mente de la humanidad cual si realmente hubieran existido. Como que si no existieron personalmente, ha existido y existe siempre el tipo humano que representan. El poder de la idealización poética es tal, que sus creaciones tienen tanta fuerza como los seres efectivos; su memoria iguala sino supera a la de los individuos históricos de indudable existencia. Más conocidos son en el mundo Romeo y Julieta que César y Alejandro. Todos los personajes eminentes que produjo la poderosa república veneciana no son tan celebres como el imaginario Otelo. Entre nosotros, D. Quijote vive espiritualmente más que el Cid.

Desde que se entra en Verona, el drama de Shakespeare parece que vive a nuestros ojos. Aquellas calles solitarias formadas por casas antiguas de construcción monumental, presencian aún los encuentros de los dos bandos. El escenario es perfecto. Verona es la misma que el gran poeta inmortalizó haciéndola teatro de aquella pasión tan humanamente y con tanto vigor expresada. Y la arquitectura de la ciudad conserva maravillosamente d encanto poético de aquellos amores como un vaso en cuyas paredes permanece por mucho tiempo el perfume de la sustancia aromática que Contuvo.

Quizás contribuya algo a este efecto nuestra imaginación, pero la imaginación no hace revivir enérgicamente al pasado cuando no encuentra un medio favorable a esta fácil operación.

Lo más característico de la arquitectura urbana de Verona es quizás la forma de los balcones, que son enormes, de extraordinario avance sobre la calle, sostenidos por elegantes ménsulas de piedra. Y como la principal escena del gran drama pasa en el balcón de la casa de Capuletti, se nos figura que en las calladas y tibias noches de verano, la poética escena se reproduce en cualquier calle. Por cierto que la casa que se supone ser de la familia de Capuletti desilusiona un poco al que visita la ciudad con el espíritu inundado de la devoción que inspiran los célebres e infelices amantes. El edificio es de los más antiguos de Verona y pertenece a la época del príncipe que Shakespeare llama “Escalus” y que es Bartolomé Scalígero, que gobernó la ciudad hacia 1300; pero no tiene aspecto de magnificencia, como parece debía corresponder al jefe de una de las familias más poderosas de la República. Si fue aquella realmente la casa de Capuletti, este señor no debía de vivir con grandes comodidades.

La casa tiene muchos pisos, un patio no muy grande y multitud de habitaciones estrechas, lóbregas, a las cuales se sube por una empinadísima escalera: nada revela allí trazas de jardín. Hállase situada en el barrio más populoso de la ciudad, centro de la vida mercantil hoy, probablemente también en el siglo XIV.

En el portal se han establecido vendedoras de frutas y en el patio se ven caballerías y carros. En fin, que la casa en que vivió Julia Capuletti, es hoy un parador de los más innobles. En los pisos altos, parece que hay posada de arrieros y traginantes. Sólo las piedras son allí venerables y los restos de noble arquitectura que embellecen el patio y la fachada; lo demás, todo es profanación y suciedad. La fantasía no puede, ni aún con grandes esfuerzos, restaurar la vetusta mansión, figurándose en ella la encantadora imagen de la enamorada esposa de Romeo. A pesar de la inscripción enfática que los vero mes es han colocado en ¡la puerta del edificio, es muy dudoso que allí vivieran los Capuletti. Sería quizás, casa de su propiedad como otras muchas de Verona, y vivirían en morada más suntuosa, lejos del bullicio mercantil de la ciudad.

En el centro de ésta hállase la plaza “della Erba”, o sea el foro de la República, y no lejos de allí, junto a la pequeña iglesia de Santa “María della Scala”, las célebres tumbas de los Sealígeros o Scalas, la familia que durante dos siglos o poco menos, dirigió los negocios públicos de Verona y su territorio, agrandando éste considerablemente, hasta que sucumbió al poder de Vizconti, pasando después al dominio de Venecia.

La plaza “della Signoria”, inmediata a la anterior, está formada por los edificios de Estado, el airoso campanile y la “Loggia” o palacio del “Consiglio”. Es ésta una de las plazas más bellas de Italia por la originalidad de su arquitectura y él carácter antiguo que conservan los edificios. No hay allí, por fortuna, esas restauraciones que todo lo profanan, ni el clasicismo glacial del siglo pasado ha puesto su mano en aquellos nobles muros. La época feliz del florecimiento de las artes italianas vive allí casi con vida tan entera, como en Pompeya la estructura de las ciudades romanas.

Avanzando un poco más nos encontramos en el poético rincón donde se alzan las tumbas de los Scalígeros, únicas en él mundo por su emplazamiento al aíre libre y por la gallardía de su afiligranada arquitectura. Son estos monumentos la más bella muestra quizás de arte ojival en Italia. El de Mar tino II es el más hermoso y de más puro estilo; d de “Can Signorio del la Scala” ofrece mayor complicación de llenas, superabundancia de adornos, y cierta semejanza con nuestro plateresco. Ambos constan de un baldaquino o templete, en cuyo interior está la urna sepulcral, y por remate, sobre el airoso copete calado, la estatua ecuestre de personaje, armado de todas armas, con trazas y empaque de caballero andante. Sobre la puerta de la pequeña Iglesia de Santa María, en modesta urna, yace d fundador de esta poderosa dinastía de príncipes, “Can grande della Scala”, o “Can Francesco”, triunfador de los paduanos, amigo y protector de Dante, y gran corifeo del partido gibelino.

A este personaje se refiere el poeta en aquellos versos del canto I de la Divina Comedia:


“E piú saranno ancora, infin che l' Veltre
Verrá, che la fará morir de doglia.”


La suntuosa verja que rodea la plazoleta, es un portento de la cerrajería antigua. Allí es completa la ilusión de hallarnos en pleno siglo XV, y la civilización moderna con su bullicio y el carácter burgués que imprime a todas las cosas, huye de nuestra mente ante aquella realidad de lo antiguo resucitado. Solo en Brujas y en Toledo se experimentan impresiones tan hondas de las existencias que fueron. En las calles que de allí parten, los trajes modernos disuenan, y hasta parece que estorban. La arquitectura en cambio se mantiene fiel y sin mácula. Los veroneses de hoy ocupan las mismas casas donde vivieron los contemporáneos de Julieta y de los Scalas.

Ni santa Anastasia ni la catedral son monumentos de primer orden; pero ambos contienen curiosidades sin cuento y joyas de la escultura y pintura. Mucho más hermoso es San Zeno, antigua basílica de tres naves, del sigilo XII, bien restaurada, notable por su traza y por las obras de arte que contiene. El coro es de los más bellos que hay en Italia. En él se admira un Mantegua y admirablemente conservado. La cripta contiene enterramientos notables.

Hallándome en Verona, se salió de madre el Adige, lo que allí debe ser frecuente a juzgar por las precauciones tomadas siempre en ciertos barrios contra la invasión de las aguas. Recuerdo que al volver de San Zeno, el paso era difícil y aún arriesgado por algunos sitios. En determinadas calles se habían tendido cuerdas de una casa a otra para facilitar la salida de los vecinos en caso de apuro, y junto al puente del Castillo Viejo, los ingenieros militares formaban apresuradamente una muralla de sacos de tierra para contener las aguas. Allá, por la parte más antigua de la ciudad, el río llegaba hasta muy cerca de las tumbes delos Scalígeros, y algunas calles eran remedo exacto de las de Venecia. El Adige es impetuoso, revuelto, de corriente fugaz y bulliciosa por la arrancada que trae de los grandes declives de la cordillera próxima. Baja del Tyrol, pasa por Verona ya con caudal nutrido, y describiendo una enorme ese amenaza los muros y las calles de la ciudad como si quisiera llevárselos. Sus márgenes son agrestes, accidentadas, algo melancólicas; el paisaje obscuro y ceñudo con muchos cipreses, algunos de gigantesca talla. La comarca de Verona es pintoresca y bien cultivada. A poco de extenderse por ella se ven las grandes planicies que mueren en el Adriático y que anuncian las playas aplaceradas de las lagunas.

Pero no nos alejemos aún de Verona, que nos falta lo más interesante que su recinto encierra: el sepulcro de Julieta. Que éste sea auténtico o apócrifo poco nos importa. Yo creo que es apócrifo; pero siendo real la existencia de Julieta, como creación literaria, cuanto a ella se refiere tiene el interés de hechos ilustrados por la imaginación de un gran poeta. Lo que importa aquí no es la autenticidad del sepulcro, sino la realidad que la figura de Julieta tiene en el pensamiento universal. El visitar su tumba no significa que se crea en ella como un dato material de la vida; significa simplemente que se rinde homenage a la hermosísima figura ideal oreada por Shakespeare y al sentimiento humano que tal figura representa.

No hay que hacer muchas averiguaciones para encontrar el tal sepulcro. Aunque los guías no indicaran el camino, se le encontraría fácilmente por las indicaciones de todos los vecinos de la ciudad, de los chiquillos y de los mendigos, sabedores de que nadie sale de Verona sin haber visitado aquel santuario del amor juvenil. La peregrinación no puede compararse sino a las que acuden a ciertos lugares de devoción católica, habitados por imágenes milagrosas que conceden salud a los enfermos.

Hállase este monumento, más venerable por la intención de los que le visitan que por lo que en sí es, en la huerta de un antiguo convento de franciscanos. La huerta está bien cultivada y la rodea un emparrado muy (bonito. En el patio que sirve de entrada hay una instalación de máquinas de agricultura, nuevas, como puestas a la venta. Las llaves de aquel desmantelado recinto las tiene una mujerona alta, descalza de pie y pierna, buen tipo de raza piamontesa, a quien a veces se vé lavando ropa en un estanquillo, a veces cogiendo legumbres. Es la esposa del guarda, y está tan bien enterada de todos los pormenores del drama de Shakespeare como el primero de los comentaristas.

La guardesa guía a los peregrinos a un rincón de la huerta entre la tapia y la iglesia »del convento, y allí, bajo carcomida tejabana está el famoso sepulcro. Sin duda los que creían encontrarse ante un mausoleo suntuoso como lo presentan las decoraciones de teatro o los cuadros y estampas de la inmortal tragedia, sufrirán grandísimo desencanto al verse frente a la pobre urna en que, según tradición, reposaron los restos de la apasionada doncella veronesa. Los restos ¿dónde están? Nada queda de ellos. Pero ¿acaso existió Julieta? ¿Acaso la vida real produjo algo semejante a lo que pintó aquel soñador inglés, rival de Dios en la inmortalidad de sus obras?

La urna es un sarcófago antiguo de mármol, esculpido con sencillez y bastante parecido a una moderna tina de baño. Dentro no hay nada, quiero decir, no hay restos humanos, ni huesos ni polvo; pero está lleno hasta los bordes: ¿De qué? diréis. De tarjetas. Todos los viajeros que visitan aquel lugar de recogimiento y devoción para los enamorados, hacen constar la visita por medio de una tarjeta con el pico doblado. La peregrinación es tan nutrida que no se necesitan muchos años, según asegura la guardesa, para que la tumba se llene hasta los bordes. Es verdaderamente una pila dispuesta para darse un baño en cartulinas.

Cuando la pila rebosa, el guarda, que según aseveración de su mujer, es hombre cuidadoso y que sabe estar en todo, saca las tarjetas, escoje las que le parecen de personas conocidas en el mundo, las que ostentan títulos retumbantes o apellidos ilustres y las va clavando en la pared. Todo un testero y parte de otro están ya tapizados. Allí vi algunos nombres europeos bastante célebres, y también de americanos cuya fama llega hasta nosotros. El sarcófago lo vi lleno hasta los dos tercios de su cavidad. En el rato que allí estuve se aumentó el caudal de tarjetas con la mía, y la de mi compañero de viaje y las de una caravana de inglesas que en pos de nosotros vinieron.

Nadie iguala a las inglesas jóvenes y bonitas en esta devoción a Julieta. Entran allí con verdadero recogimiento, hasta parece que rezan entre dientes, y que elevan su pensamiento a la región ideal de aquel amor tan puro y acendrado.

A pesar de que el tal sepulcro tiene todas las trazas de ser enteramente extraño a la persona de la infortunada hija de Capuletti, nada contiene Verona tan interesante como aquel lugar, de suyo vulgarísimo, mas trocado en lugar poético por el pensamiento y la intención de los que van a visitarlo. El encanto y la hermosura del sitio es obra de los peregrinos, más que del santuario. La humanidad entera desfila por allí, inscribiendo infinitos nombres, que representan un sentimiento unánime de admiración y piedad. Justamente se venera a Julieta y al poeta que la creó, al amor con su fuerza avasalladora y al genio que lo supo expresar, haciéndose intérprete de la conciencia universal.

Junto al sepulcro hay un cuadro representando un fraile franciscano, pintura muy mala por cierto y corroída por la humedad. La guardesa asegura que aquel es el retrato de “fray Lorenzo”, y aunque muchos se prestan a creerlo bajo la palabra de persona tan respetable, otro lo ponen en duda. Pase lo del sepulcro; pero lo del fraile ya toca en broma.

La “ajena” o anfiteatro romano de Verona es un hermoso monumento, imponente ruina que despierta grande admiración cuando no se ha visto el “coliseo” de Roma. Este contenía ochenta y cinco mil espectadores y el de Verona no llegaba a la cuarta parte. Sin embargo es mayor que la mayor de nuestras plazas de toros, únicos edificios modernos con los cuales aquellos tienen semejanza. Fue construido en tiempo de Diocleciano, el año 290 de J. C., y su maciza y robusta arquitectura aun desafía los siglos.

El Museo instalado en el palacio Pompeya, sería notable en cualquier parte, pero en Italia no puede ser clasificado sino en tercero o cuarto lugar. Verona descolló más en la arquitectura que en la pintura, y el ingeniero militar “Miguel Sanmicheli” ocupa en la historia del arte lugar más alto que los pintores Víctor Pisano, Libérale y Jerónimo del Libri. Sanmicheli fue el que introdujo en la arquitectura civil ese estilo de fortaleza que tanta majestad y robustez da a los palacios del siglo XV. Los pintores de verona no formaron escuela como los de Parma, Siena y Venecia, y el célebre Pablo Cagliari, aunque nacido en Verona y conocido en el mundo artístico por “él veronés”, pertenece por su genio y su estilo a la familia veneciana.

Arquitectura y cuadros, estatuas y monumentos, el anfiteatro y cuanto Verona encierra, ceden en interés al modesto y dudoso sepulcro de aquella enamorada joven que quizás no existió nunca, y si existió no tuvo la trágica muerte con que inmortalizó su nombre el gran poeta. La realidad se oscurece, y lo ideal y soñado vive eternamente en la memoria humana.

IV. Venecia

. Los que en la edad presente tenemos afición a los viajes, los que no dejamos pasar ningún año sin hacer una correría por esta vieja Europa tau interesante y tan bella, hemos contraído una amistad cariñosa, a la cual debemos consejos discretísimos y ¡fiel y amena compañía. Me refiero a las guías de Baedeker, esos libros inapreciables que vemos en las manos de todo viajero ya sea inglés o alemán, español o italiano, y que son modelo de imparcialidad, de método y de rectitud.

Por estas cualidades y por el sentido eminentemente práctico que resplandece en sus informaciones, estas guías se han sobrepuesto a todas las demás que en diferentes lenguas están escritas, y son de uso universal.

Baedeker tiene la inmensa ventaja de que solo aspira a dirigir los pasos del viajero, limitándose a indicarle los lugares y obras de arte que merecen visita, sin anticiparse a la admiración con entusiasmos hiperbólicos.

Posee el arte exquisito de clasificar las cosas, distinguiendo admirablemente lo principal de lo secundario, para evitar que la atención del viajero se fatigue. Los que tienen costumbre de manejar el Baedeker, entienden fácilmente las categorías que sabe establecer, y acomodan su tarea al tiempo de que disponen.

El criterio artístico de estos libros es aceptable en general. Suele poner al frente de cada guía páginas de crítica de algún afamado escritor alemán, las cuales no siempre están en harmonía con las ideas dominantes hoy en estas materias; pero en la parte descriptiva, Baedeker es muy sobrio en sus juicios, y no quita al viajero el placer de juzgar por sí mismo lo que vé. En lo que principalmente descuella, en lo que no tiene igual es el? todo lo concerniente a informaciones de carácter práctico. El viajero necesita vivir y vivir lo mejor posible con arreglo a sus recursos.

Desea encontrar comodidades y no ser estafado. Baedeker previene todo lo que a esto se refiere, atendiendo con igual solicitud a los ricos que no escatiman gastos y a los modestos que disponen de limitados recursos; se ocupa con la preferencia conveniente de indicar los hoteles y “restaurants”, los medios de comunicación, regatea las propinas que es uno de los renglones más dispendiosos y molestos, anticipa mil noticias útiles concernientes a los cambios de moneda, al clima, a las costumbres del país que se visita y a las exigencias de los “cicerones”, guías, cocheros y demás individuos con quien el viajero ha de estar en contacto.

Y estas guías han llegado a adquirir tal autoridad en semejantes materias a causa de la probidad con que procede, pues sus informaciones se consideran infalibles. Cuéntase que los fondistas de diferentes ciudades han intentado ganar el favor de Baedeker para hacerse recomendar; pero todo ha sido inútil. La rectitud y la escrupulosidad más exquisitas resplandecen en esta parte utilitaria y práctica de las guías, que además son un modelo tipográfico por el arte con que en ellas se procura encerrar en breve espacio materias tan varias y extensas, y por el sistema de signos empleados para abreviar y facilitar la inteligencia del texto.

Baedeker no existe, mejor dicho, no es una persona, es una entidad. El librero de Leipsick que da nombre a estos volúmenes siempre en boga, Karl Baedeker, nació en Essen en 1801 y murió en Coblentza en 1859. Es probable que las primeras guías fuesen escritas por él. Indudablemente en el plan de estas obras se ve una mano única, inteligente. La colaboración ha venido después bajo una dirección habilísima. Las actuales guías se forman en la casa editorial de Leipsick con referencias de comisionados, las cuales son ordenadas sin duda por persona muy perito en viajes y muy conocedora de la Europa monumental y artística. La dirección cuida especialmente de la verdad de los datos, de la imparcialidad estricta de las informaciones. Solo así se consigue dominar al público y acreditar una publicación, hasta hacerla insustituible.

Por estas cualidades, por su esmero y honradez, las guías de Baedeker son el mejor compañero y el más leal amigo del viajero en las ciudades europeas.

También deben los viajeros gratitud al célebre Cook, empresario de excursiones establecido en Londres, con agencias y sucursales en toda Europa. Ha sabido combinar este negocio con las empresas de ferrocarriles, y realiza grandes ganancias proporcionando medios fáciles y económicos para visitar los más remotos países. Los billetes circulares son una gran conquista de estos tiempos, y con ellos se recorren distancias más o menos grandes con la mitad del coste ordinario. Cada día toma desarrollo mayor la empresa Cook, que ha organizado últimamente, a más de los infinitos viajes por los sitios más trillados de Europa, excursiones a Palestina, Egipto y todo el Oriente, y al Norte de Europa hasta el extremo septentrional de Suecia, donde en ciertos días del año se ve el sol a media noche.

Los viajes en caravana, comprendidos todos los gastos en el precio del billete o cupón, a saber, fonda, guías y paseos en coche por las poblaciones, también son invento de Cook. Los ingleses usan mucho este sistema de viajar en cofradía o corporación, y ellos componen casi exclusivamente esas bandadas alegres y presurosas que se ven en París, en Suiza y en Italia, pastoreadas por un guía de la empresa.

Pero tales excursiones me parecen incómodas, y no tienen más ventaja que su increíble baratura. Los expedicionarios que van e ella se ven obligados a comer, a dormir, a divertirse y a admirarse con arreglo a un plan invariable, bajo las órdenes del cicerone mayor, siempre juntos, siempre llevados y traídos de prisa y corriendo, en la más cargante de las fraternidades.

Vámonos ahora de un saltito a la gran Venecia, la ciudad cuya poesía y belleza, a fuerza de generalizarse, han llegado casi al amaneramiento. Así como la mejor música llega a cansar cuando se apoderan de ella los organillos, y así como la gran pintura se desvirtúa cuando se multiplica en cromos y estampas, del mismo modo Venecia, antes de ser vista se nos figura que ha de aparecer a nuestros ojos desmejorada por la vulgarización excesiva de sus encantos.

Y sin embargo, no sucede así. Por muchas noticias que se tengan de una ciudad y por mucho que se la haya visto pintada, ya en cuadros magníficos, ya en las tapas de las cajas de guantes, siempre la contemplación real de la misma nos hace rectificar ideas e imágenes. El natural da siempre tonos e inflexiones que nadie prevé.

Hay en el color efectivo de las cosas algo que no es lo que se había imaginado, por bien imaginado que estuviese. De aquí que la curiosidad natural de nuestro ánimo y el ansia de nuestros ojos no se vean satisfechos nunca sino ante la realidad. Venecia es el sueño dorado de los amantes, de los novios, principalmente cuando dejan de serlo para convertirse en esposos. El sueño de oro de todos los recién casados es pasar la luna de miel en Venecia. Lo que principalmente les seduce es aquello de pasear en la blandura serena y silenciosa de la góndola por los canales y lagunas. Y si hay luna, mejor y más poético, deslizándose sobre las aguas a la sombra de los palacios, o contemplando los reflejos del astro en las temblorosas aguas del Gran Canal. La vida es en aquella ciudad como un paréntesis. Así como Venecia no se parece a nada, así los días que allí se pasan vienen a ser una interrupción de las condiciones normales en que vive toda la humanidad civilizada. Se comprende que el veneciano de raza, al salir de su ciudad natal y encontrarse en cualquiera otra, se sorprenda tanto como nos sorprendemos nosotros al vernos albergados en aquellas casas que parecen buques fondeados en medio de la mar. El sosiego de las habitaciones de Venecia, sobre todo en la parte menos próxima a la plaza de San Marcos es cosa de que no se puede tener idea sino apreciándolo allí mismo.

La ausencia absoluta de coches reduce los ruidos de la ciudad al de los roces humanos y al chasquido del remo de las góndolas en los canales. Ni es comparable al silencio del campo que tiene su ritmo especial y dulcísimo. En Venecia no se conoce el canto del gallo. Hay poquísimos pájaros libres. En cambio las palomas abundan extraordinariamente; pero el rumor de sus arrullos y revuelos no se advierte en ninguna parte fuera de las inmediaciones de la plaza.

Otra particularidad de Venecia es que hay muy pocos perros. El caballo no se conoce allí. No hay más que uno y éste es de bronce; el caballo de Coleone, obra maestra de André del Verocchio.

Si es Venecia el nido de los amantes y recién casados y el verdadero reino de la luna de miel, es también una de las principales residencias de pintores que en el mundo existen. Toda la ciudad es un gran taller del arte de Apeles.

Los artistas plantan su caballete en cualquier parte y trabajan al aire libre sin que nadie les estorbe ni moleste. Las condiciones físicas de la que comunmente llamamos “Reina del Adriático”, la hacen en extremo pintoresca. En primer lugar, las enormes masas de agua que la rodean y atraviesan por todas partes, reflejando la arquitectura, producen un “partido” admirable para la pintura.

Este “partido” se aumenta extraordinariamente con la pureza y diafanidad del aire, casi siempre sin nubes, con el azul intenso del cielo, con la bella arquitectura civil y religiosa medio gótica y medio oriental, con el color de los materiales de construcción, mármol blanco y ladrillo rojo, y por fin con esa patina de tonos severos y simpáticos que el tiempo y la humedad han puesto allí sobre todas las superficies. Otra especialidad de Venecia es que allí no hay polvo. Los edificios, al envejecer, no toman el aspecto de ruina que en otras partes tienen. El mármol blanco se oscurece pero conserva un brillo particular, cual si lo frotaran todos los días. La roña en algunos sitios, resplandece al sol como si fuera el esmalte de una mayólica. Todo allí es colorido, armonía de masas y líneas, y a los que no conocen las dificultades del arte les parece que en Venecia los cuadros se pintan solos y que no hay que quebrarse la cabeza para encontrar la composición del paisaje. Por desgracia para los artistas débiles, no es así, y en Venecia como en cualquier parte, la bondad del modelo ayuda al artista, pero el artista es quien verdaderamente crea. Gran número de ellos viven en Venecia, que es mina inagotable de cuadros agradables, de «fácil colocación en los mercados de obras de arte. El gran paisajista español, Martín Rico, tiene allí su residencia hace muchos años, y puede decirse de él que ha creado un nuevo género veneciano. Sus obras se distinguen por la gracia picante, por el acento de verdad, por un estilo encantador, personalísimo, que es la desesperación de sus imitadores.

Venecia no es “toda agua”, como vulgarmente se cree: también hay calles estrechas, laberínticas. Se necesita un trozo bastante grande del hilo de Ariadna para andar por ellas sin perderse. Estas vías o callejones abiertos entre las medianerías de las casas, están enlazadas por puentes. Dicen que se puede recorrer toda la ciudad sin embarcarse. Lo dudo, El gran canal es la sala más lucida de aquel museo de admirables cuadros, que participan del país y de la marina; pero los canales pequeños que surcan la ciudad en todas direcciones tienen un encanto pintoresco, un misterio y poesía que a nada es comparable. Parece que revive en ellos la historia de la República aristocrática y comerciante, su tenebroso gobierno, y el vivir dramático de los venecianos de la Edad Media y del Renacimiento. Los edificios cuyos fundamentos baña el agua verdosa y estancada de estos canales, tienen una vejez venerable y nobilísima. No se ve por allí una casa de moderna construcción. Esto es tan raro en Venecia como un vehículo tirado por caballos. La ciudad es más grande de lo que su población exige, sobran casas, palacios, sobran residencias suntuosas y humildes. Place mucho tiempo que no se edifica nada. Todo es viejo, pero ilustre, grande o impregnado de dignidad como la nobleza del prócer que;ha venido a menos.

Cuando se recorren de noche los canales de travesía, que comunican el Gran Canal con las lagunas, el alma se siente sobrecogida y temerosa. Los gondoleros usan un lenguaje particular, un alarido lúgubre y cadencioso para avisarse al doblar las esquinas.

Silencio profundo reina por todas partes solo interrumpido por el chasquido del remo en el agua. La góndola, que todos comparan a un ataúd por su negro color y su forma prolongada, se desliza como un pez con lijereza suma por la superficie del agua. Si no hay luna, la vía está mal alumbrada por faroles situados a largas distancias. El misterio de la vida veneciana que convierte la historia de este país en puro drama y poesía, parece surgir del fondo de las aguas y habitar de nuevo los cerrados palacios. Se sienten los crímenes, las sorpresas y el acalorado interés romántico de aquella existencia cual si a nuestro lado se renovara.

En la plaza de San Marcos se siente y se toca la vida del Estado en la famosa República; se ven y se palpan sus originales instituciones, su régimen aristocrático y comerciante, su lujo oriental, su riqueza y cultura. Esta plaza y la próxima “piazetta”, forman la página de historia más clara y elocuente. No se necesita leer nada para comprenderla; con mirar basta.

Los edificios que allí hay son únicos en el mundo. Nada existe en ninguna parte, ni en Roma mismo, que pueda compararse a semejante colección de bellezas arquitectónicas. San Marcos, el Palacio ducal, la Librería vecchia, las Procurazzie, el Campanile con su “loggeta”, la torre del reloj, y por fin los mástiles y las columnas de San Marcos y San Jorge ofrecen un conjunto que en los aficionados a la arquitectura produce verdadero efecto de embriaguez. San Marcos deslumbra por su traza oriental, por su decoración policroma, sus cúpulas y el lujo bizantino de sus mosaicos sobre fondo de oro. El palacio ducal, adaptación maravillosa del arte gótico al genio veneciano, ostenta su doble arcada ojival en que el mármol, labrado como una joya, parece competir con el marfil. En frente, la Librería vecchia, creación inmortal de Sansovino, también de mármol, revela los esplendores del Renacimiento en su mayor pureza. Este edificio representa el punto culminante del desarrollo de la arquitectura en Italia antes de la aparición del barroquismo. Como estilo y como felicísima unión de la severidad de líneas con la gallardía del adorno, no hay dentro ni fuera de Venecia nada que se le compare. Las Procurazie vechie pertenecen a época anterior, y revelan mayor sobriedad, pero también fantasía menos rica. Felizmente, el arte moderno ha sabido respetar estas plazas incomparables, o más bien, los edificios que las forman, cuidando de no poner su atrevida mano en ellas. Son cosa sagrada e intangible.

El león de San Marcos, plantado gallardamente, con el rabo tieso y las alas extendidas sobre una de las columnas de pórfido próximas al muelle, vigila y protege aquellas maravillas del arte, expresión del genio artístico y de la cultura de la República Veneciana.

El “campanile”, aislado y altísimo, de originalísima traza, con el cuerpo árabe y la cabeza plateresca, es otro de los ornamentos de esta plaza sin igual, y su “loggeta” de mármoles de colores, página encantadora semejante a los fondos arquitectónicos de los cuadros del Veronés. Por fin, no es posible hablar del toro veneciano sin mentar a las célebres palomas, huéspedes de aquellas cresterías admirables, seres felices tan queridos y mimados por los indígenas como por los forasteros.

Las graciosas e inocentes aves, cuya raza existe y se reproduce en Venecia desde los tiempos del primer Dándolo son el principal encanto y alegría de una ciudad arqueológica que sólo vive de lo pasado, y que si no conserva políticamente su forma y su ser primitivos, subsiste con la vida inmortal del arte. Las confiadas avecillas vienen a comer, sin asustarse, a la mano de todo el que les ofrece un poco de grano, el cual para estos casos se vende en cucuruchos por los mendigos de la plaza. Sin saber por qué, vemos en ellas las mismas palomas que vivieron en los tiempos gloriosos y decadentes de la República y durante la dominación austríaca.

Las creemos perdurables como los monumentos, y no susceptibles de reproducción; creemos ver en ellas las que fueron amigas de Dándolo y Fóscari, de Contarini y Marino Faliero, las mismas que comieron en la mano de Tiziano y Tiépolo, de Desdémona y Catalina Cornaro, de Goethe y Byron, de Manin y Silvio Pellico, de todos los personajes célebres, así venecianos como extranjeros que figuran en la rica historia de la sin par ciudad lacustre.

V. Florencia

El que vaya a Florencia sin conocer, aunque sólo sea superficialmente, la obra magna de Dante Alighieri, no gozará del principal encanto que aquella noble ciudad ofrece.

Porque Florencia está llena de memorias del gran poeta. Parece que no ha dejado de habitarla el espíritu de éste, que la lengua por él creada y ennoblecida es la misma que se habla hoy allí, y que su recuerdo está vivo en la memoria de los florentinos, coetáneos nuestros, cual si no nos separara de la fecha de su muerte el enorme lapso de cinco siglos y medio. En efecto, pocos hombres han vivido y viven en el sentimiento de la humanidad como este extraordinario cantor del dolor y de las aspiraciones sublimes de nuestro espíritu; pocos han ganado como él esa consagración del tiempo, por la cual su poesía no puede envejecer ni sus versos marchitarse. Su retrato, pintado por Giotto, nos le representa con una azucena en la mano. Esta flor viene a simbolizar la perdurable frescura de su ficción poética, profundamente humana, y, por tanto, eterna.

La transición del siglo XI al XII, en cualquier otro país, habría pasado dejando tras de sí sombras históricas que no hubieran permitido conocer bien los hechos y las personas. Pero en aquel turbulento período, Italia poseía tantos elementos de cultura en relación con el resto de Europa, que la vida del Dante nos es conocida, hasta con prolijidad, como la vida y acciones de los personajes que vivieron en pleno siglo XV. Esta claridad parece que acorta la distancia en el tiempo, que la figura se nos acerca y podemos verla en todo su relieve.

Consérvase en Florencia en una de sus calles más céntricas la casa en que el poeta nació. Dentro de ella se exhiben diferentes recuerdos, algunos de los cuales son de indudable autenticidad; otros revelan cierta propensión a explotar la memoria de Dante, como se explota la fé religiosa en ciertos lugares, de peregrinación devota. Las cenizas del gran poeta no están en su patria, pues sabido es que murió en Rávena y que allí está sepultado. Pero la iglesia de Santa Croce ostenta en su soberbia galería de monumentos sepulcrales, el del autor de la “Divina Comedia”, mausoleo imponente al que sólo falta, para infundir veneración, contener los huesos de la persona a quien está dedicado. Es una hermosa custodia, se ha erigido la monumental estátua del grande hombre, bellísima y por todo extremo interesante. Aquellas son las austeras facciones del poeta, a quien parece que hemos conocido ¡tan divulgada está su fisonomía! aquélla su actitud noble y recogida, con el airoso traje talar y la capucha florentina. A su lado tiene un águila, emblema del partido gibelino y de la idea política que tantas inquietudes llevó a la vida del poeta, y en el pedestal, concisa y elocuente inscripción.

Otros recuerdos de Dante hay en distintos puntos de la ciudad, tales como la piedra llamada “sasso di Dante”, frente a la catedral, donde se sentaba de noche a tomar el fresco, según dice la tradición, en tertulia de amigos.

Nadie que sea un poco versado en letras, dejará de conocer los tres cantos inmortales del poema en que el gran florentino condensó lo divino y lo humano y todo el saber de su época. El “Infierno” es por su carácter dramático y ¡hasta cierto punto histórico, la más leída en nuestros días de las tres partes de esta obra maravillosa. Pero en el “Purgatorio” es quizás donde resplandece con mayor explendor la inspiración del poeta y donde se ve la más perfecta harmonía entre su naturaleza moral e intelectual. Nada causa tanta maravilla en este poema como el sentimiento de la realidad que palpita en todos sus cantos. La broza retórica no existe en esta obra sin igual, y los artificios poéticos son tan raros que apenas se les nota. De cuanto existe en la Naturaleza, Dante, con admirable selección, sólo pinta el hombre. El hombre es su tema único así bajo el punto de vista de las pasiones como en el sentido ideológico. Los accidentes de la Naturaleza que tanto juego dan a los poetas de todos los tiempos, apenas merecen una mirada fugaz de aquel ingenio superior que sólo gusta de manifestarse en las grandes, empresas. De aquí proviene la sobriedad de tan gran poema, el cual abraza todo el mundo moral en breve espacio.

En cuanto a la lengua admirable que es la mayor gloria de la península itálica, puede decirse que Dante la creó, en tiempos en que el latín era el idioma de la Iglesia y del Estado. Lo pasmoso es que en el siglo XIII tuviese un escritor la suficiente fuerza de estilo para ennoblecer una lengua sin antecedentes literarios de cuenta, y que sólo se había manifestado en el balbucir de la poesía popular; y si comparamos el italiano de la “Divina Comedia” con las demás lenguas que en aquel tiempo hablaban los pueblos de latino origen, nos parecerá ver un refinado palaciego rodeado de hombres rústicos y medio salvajes. El español y el francés han tenido desde las ingenuas literaturas del siglo XII hasta los últimos siglos todo el desarrollo educativo de que es susceptible una lengua, mientras que el italiano de Dante apenas se diferencia del de Leopardi, porque Dante lo encontró cultivado y lo trabajó y perfeccionó él mismo, adelantándose a su época.

Dante fué soldado en su juventud, amó a una tal Beatrice Portinari, y la idealizó en sus versos, haciendo de ella una figura celestial digna de morar entre los santos.

Este amor tan extraordinario y puro no impidió al poeta casarse con Gemma d’Donati, de quien tuvo siete hijos.

Los disturbios de su patria, y la enconada lucha entre el Imperio y la Iglesia, arrastraron a Dante. Padeció persecuciones, teniendo que abandonar su patria; buscó un asilo en Verona, primero, junto a “Can grande de la Scala”, y después en Ravenna, donde murió a los 56 años de edad. Fué ardiente gibelino, y sus ideas políticas se reflejan claramente en su obra capital, que, bajo este punto de vista, ofrece gran interés a la crítica histórica. Aunque ardiente católico y respetuoso con el pastor espiritual del rebaño de Cristo, Dante flajeló los errores de la Sede Romana y los vicios de algunos eclesiásticos. Su ideal político era la creación de un gran imperio romano de derecho divino que reuniese en un cuerpo robusto los dispersos miembros de los pequeños estados que en aquellos aciagos días se devoraban en sangrientas discordias. Esta idea de la unidad ha sido en todos los tiempos el sueño de los cerebros más privilegiados de la península itálica. A los acentos quejumbrosos y sublimes de Dante en el siglo XII, responde Leopardi en el nuestro con ecos de amarga desesperación. Dante creyó que Arrigo de Luxemburgo encarnaría su idea capital, constituyendo el imperio de occidente; pero se equivocó. Las divisiones de Italia continuaron formando en la sucesión de los siglos la historia más interesante y dramática que conocemos, y poniendo a los italianos bajo el yugo de diversos príncipes, o de los conquistadores extranjeros.

Esto me lleva como por la mano a hablar de otro florentino ilustre, Nicolás Maquiavelo, sepultado en “Santa Croce”. Su monumento es menos grandioso que el de Dante, y ostenta la concisa inscripción latina:


“Tanto nomini nullum par elogium”


En el Dante se lee el célebre verso


“Onorate l’altissimo poeta”.


La casa de Maquiavelo subsiste en la vía Guicciardini, donde también se conserva la que habitó el célebre historiador de este nombre, entre el “puente Vecchio” y el palacio Pitti.

Maquiavelo es sin disputa uno de los más altos ingenios que ha producido Italia. Durante mucho tiempo sus doctrinas políticas fueron execradas y anatematizadas como atentatorias a todo principio de moralidad; pero nuestro siglo ha rehabilitado la memoria del insigne secretario de estado, dando a su condenada obra del “Príncipe” el valor histórico que debe tener como producto de circunstancias excepcionales, y llamada a realizar sus fines en un medio social harto diferente del nuestro. Maquiavelo dirigió los negocios públicos durante diez años, llevando con admirable habilidad las relaciones diplomáticas de la República; su experiencia de los negocios era extraordinaria, tan grande como su conocimiento del corazón humano y de los caracteres.

De aquí que sus escritos sean el producto más directo de la realidad que imaginarse puede. El arte político es en sus manos un instrumento suministrado por los hechos, y en el cual no hay ni puede haber resorte alguno teórico. Las máximas de la antigua filosofía son para él cosa enteramente inútil que no resuelve los graves problemas del momento. El estado social y moral de un país tiene que ser siempre la fuente de que derive sus ideas y sus prácticas el poder encargado de regirlo. La realidad se impone siempre a las fórmulas teóricas en el Gobierno de los pueblos. Sería locura pensar que a un pueblo artista, devorado por las pasiones, el pandillaje y la anarquía se le puede gobernar con las ideas austeras de los puritanos del Norte. El gobierno de un pueblo es el pueblo mismo con sus vicios y virtudes, con su temperamento puesto en acción. Tales son las ideas en que apoyan su defensa de Maquiavelo los apologistas de este insigne hombre, los cuales son ahora tantos y tan decididos como antes lo fueron sus detractores.

En un tiempo se ha sostenido que el “Príncipe” es una obra irónica escrita con el diabólico intento de aconsejar a los Médicis lo que habría de ocasionar su perdición si lo practicaban.

De aquí viene la palabra “maquiavelismo” que se aplica a la astucia y habilidad hipócrita. Pero esta suposición tiene ya pocos partidarios. El “Príncipe” es una obra profundamente sincera, que no podemos comprender con las ideas hoy dominantes, y que necesitamos poner en el medio intelectual y moral de la República florentina para penetrar su verdadero sentido.

Maquiavelo fue patriota ardiente. El amor de la patria palpita en todas sus obras. Desempeñó a maravilla el cargo de secretario de la cancillería de la República y cuando cayó en desgracia y fué reducido a prisión, su estoica entereza denotó la grandeza de su alma. Al ser elevado a la Sede Pontificia con el nombre de León X, el cardenal de Médicis, Maquiavelo recobró su libertad; pero aun tuvo que sufrir algunos años de destierro. De vuelta a la patria escribió las obras que han inmortalizado su nombre, entre ellas “Los comentarios a Tito Livio, y al fin los Médicis, que con tanta saña le persiguieron, procuraron atraérsele y utilizar su consumada habilidad política y su experiencia de los negocios y de las flaquezas humanas. El segundo Papa de la familia de Médicis, Clemente VII, le protegió de nuevo, encargándole de preparar la defensa de Toscana contra las armas de Carlos V, mandadas por el condestable de Borbón.

Al volver a su patria después del “saco de Roma”, el pueblo florentino le mostró odio y mala voluntad, acusándole de que con su funesto tratado del “Príncipe” había enseñado a los Médicis el ejercicio fácil de la tiranía. Desde entonces hasta su muerte, que acaeció en 1527, Maquiavelo vivió en la mayor pobreza, atenido a la modestísima pensión, que por lo exigua parecía limosna, con que le socorrían los Médicis.

La fama de este grande hombre se ha conservado en la historia, pasando por las alternativas del descrédito y la estimación. Según las ideas políticas que han dominado en las distintas épocas, ha sido más o menos severa la opinión de los historiadores con el gran toscano, cuyo nombre ha servido para componer uno de los adjetivos más usados por el amaneramiento vulgar. Pero nuestra época, con su perspicaz espíritu crítico ha estudiado la época, desentrañando prolijamente los acontecimientos, ha analizado digámoslo así, los componentes de la atmósfera política en que vivió el secretario de la cancillería florentina, y por fin le ha absuelto de muchos o de casi todas las culpas que se le imputaron. Maquiavelo vió a los hombres como realmente eran, no como deben ser, y fundó sus conclusiones atrevidas en el cimiento de la realidad.

Por fin, aunque la crítica histórica no admita por completo las reglas del arte político expuestas en el “Príncipe”, siempre quedarán a favor de Maquiavelo su sagacidad admirable, su conocimiento profundo de los hombres, y sobre todo su estilo conciso y elegante que seduce y esclaviza al lector.

Recorriendo la hermosa nave de “Santa Croce”, encontráis también el sepulcro de Galileo. Dichosa tierra la que ha visto hombres tan extraordinarios en el arte, en la política, en la ciencia Miguel Angel, Dante, Galileo, Maquiavelo. Bastan estos nombres para ilustrar la Europa entera, y Florencia tiene la gloria de llamarlos sus hijos.

Galileo, no obstante, no era florentino. Nació en Pisa en cuya Universidad hizo sus primeros estudios, y enseñó después física y matemáticas. La célebre torre inclinada le sirvió para sus experiencias de la caída de los cuerpos. Después ejerció el magisterio en Padua durante veinte años, y por fin fué a parar a Florencia donde vivió la mayor y mejor parte de su vida. Allí y en Roma sufrió las persecuciones que le han inmortalizado tanto como sus descubrimientos. Murió en un pueblecillo de las cercanías de Florencia, a edad muy avanzada, pobre, ciego, y no muy estimado de sus conciudadanos. ¡Caso extraño! El 9 de Enero de 1642, día en que murió Galileo, nació Newton.

Además de su valiente explanación de las teorías de Copérnico acerca del sistema planetario, la cual le valió ser tenido por demente y heresiarca, y condenado a una abjuración vergonzosa, Galileo legó a la ciencia universal grandes conquistas, como el descubrimiento de las leyes del peso, del péndulo, la balanza hidrostática y el perfeccionamiento del telescopio.

El panteón florentino guarda también las cenizas del poeta Alfieri, lombardo de origen, y las de su amiga la condesa Albany, las del poeta moderno Pío Fedi, las del grabador Morghen, las del “Aretino”, encerradas en hermoso sepulcro del Renacimiento: las del físico Micheli, las del arquitecto Alberti; las del compositor Cherubini, y las de otros muchos de fama menos extendida. Fuera de esto, Santa Croce es un verdadero Museo, que sería visitado y escudriñado con particular atención si estuviera en otra parte; pero Florencia es tan rica en maravillosas obras de arte, que los frescos, las estatuas y los gallardos altares y púlpitos, que adornan las iglesias, son mirados al fin por el viajero, si no con desdén, con fatiga de los ojos y del espíritu.

Las fachadas de “Santa Croce” y del “Duomo” muestran de que modo tan singular adoptaron los toscanos la arquitectura ogival, desvirtuándola y acomodándola a su genio y tradición artística. Este arte híbrido que tiene por padre el espiritualismo y por madre la musa pagana es lo más característico de aquel país en construcciones religiosas, así como en las palatinas tiene la especialidad incontestable del estilo severo y rudo inspirado en la arquitectura militar. Sus iglesias, ostentan en su exterior mármoles blancos y negros combinados con delicadeza femenina, formando un gótico voluptuoso y decorativo, que no nos dá la impresión de misterio y misticismo de las iglesias del Norte. En cambio los palacios, construidos de piedra obscura, son macizos, de líneas muy sobrias, combinada la robustez con la elegancia.

No es posible abandonar a Florencia sin subir a “San Miniato al Monte”. El cementerio próximo a la iglesia de enterramiento a las familias aristocráticas de la ciudad, merece una visita. Su arquitectura restaurada con mucha inteligencia, ofrece más elementos quizás que los interiores del “Duomo” y “Santa Croce” para el estudio del estrío toscano de la Edad Media. Desde “San Miniato”, y en todo el largo y tortuoso paseo denominado “Víale dei colli”, la vista abarca el panorama inmenso de los alrededores de la ciudad y de la ciudad misma, panorama que es sin género de duda uno de los más hermosos de Italia. La bien cultivada campiña extiéndese a orillas del Arno, limitada por las colinas cubiertas del obscuro verdor de olivares y cipreses.

El paisaje es bello sobre toda ponderación pero no risueño. Hay en él una melancolía dulcísima que induce a la meditación, que despierta anhelos de soledad penitente. Es el paisaje triste y minucioso que sirve de fondo a los cuadros de todos los pintores florentinos del siglo XV.

Los grupos de altísimos y austeros cipreses dánle aspecto de inmenso jardín destinado a necrópolis, en el cual cada planta adorna una tumba. Es un paisaje del cual se puede decir que tiene algo de religioso y solemne, contribuyendo quizás a este efecto las memorias de cosas estupendas ocurridas en tan grande y magnífico escenario. A lo lejos se vé Fiésole, lugar escondido entre masas de espesa vegetación, antaño residencia del inspirado y soñador “Fra Angélico”, y hoy Sede del “Papa negro”, o sea el General de los Jesuítas.

VI. Padua. Bolonia

Al salir de Venecia no es posible dejar de hacer un alto en Padua, ciudad célebre en las ciencias y en las artes, más célebre aún porque su nombre sirve como de apellido a San Antonio, el más popular de los santos del Cielo, al menos en los pueblos latinos. Hállase situada muy cerca del Adriático, en terreno pantanoso surcado de canales, y fácilmente se comunica con el mar y con las lagunas venecianas. No encierra monumentos grandiosos como Venecia, aunque sí antigüedades de precio. Su aspecto es el de una pacífica y laboriosa ciudad provinciana, más bien agrícola que industrial. La basílica de San Antonio, que allí por antonomasia llaman “el Santo”, es el principal atractivo de la ciudad, lugar de peregrinación de los más frecuentados que existen en Italia. La historia política de Padua es corta. Fué en tiempos de los romanos la ciudad más floreciente del Norte de Italia. Los bárbaros la destruyeron. En la Edad Media abrazó el partido güelfo, y constituyó un Estado independiente que hubo de durar poco tiempo, a causa de su desventajosa situación entre Verona, gobernada por los Scalígeros, y Venecia. Sucumbió Padua a esta última en 1403, siguiendo hasta nuestros días la suerte de la ciudad de San Marcos.

Pero si políticamente es breve y no muy interesante la historia de Padua, en el terreno de las ciencias débele Italia un puesto preferente. Su Universidad, fundada en el siglo XIII, es una de las más antiguas y más florecientes del mundo, distinguiéndose siempre, más que por los estudios teológicos y de humanidades, por el cultivo de las ciencias exactas. Al propio tiempo, las artes brillaron allí con gran esplendor, constituyendo uno de los centros de estudio más importantes de la península. Donatello, Giotto y Fra Filipo Lippi trabajaron en Padua gran parte de su vida. Allí se formó la célebre escuela de Squarcione, y a Padua pertenece también Mantegna, el gran artista precursor de los venecianos, pintor de extraordinarias facultades, que a pesar de su estilo arcaico y duro, nos asombra hoy al par de los primeros maestros de Italia. La vida, la expresión, el acento patético de los cuadros de Mantegna, no han sido superados por ningún artista, y bajo estos conceptos será siempre el maestro de los maestros.

La gran atracción de Padua es, como he dicho antes, la basílica del “Santo”, edificio gótico y toscano con vislumbres bizantinos, grande y opulento, como que en él Se da culto a una de las entidades más milagreras del catolicismo, centro de romerías populosas, a donde sin cesar acude gente de toda Italia. La popularidad de San Antonio es un fenómeno extraño de la historia religiosa. Los milagros de este santo son, sin duda, estupendos, pero no más que los del fundador de la orden seráfica. Como en la tradición y en la rutina de las gentes vino San Antonio a ser el patrono de las muchachas casaderas y el abogado de los novios y de las relaciones con buen fin, es cosa que sería muy interesante averiguar. Ello es que este bendito ha casado durante siglos a la mayor parte de las muchachas en las aldeas de Italia y España. A él se le debe sin género de duda el aumento de la población en las dos penínsulas.

En España es aún más popular que en ninguna parte, sobre todo en Andalucía. No hay casa pobre donde no esté su imagen, en tosco barro, tal como la iconografía cristiana le representa, llevando en brazos al niño Jesús. Murillo solo pintó más San Antonios que todos los demás pintores juntos, y era uno de sus temas favoritos y de más partido, como eran las “madonas” el tema de Rafael, y los “Ecce Hornos” el de Morales. Y lo pintó siempre con un entusiasmo, con una pasión mística y un fervor que necesariamente habían de producir la superioridad del estilo. Es el joven asceta, bajo los pinceles de Murillo, un temperamento meridional, un alma apasionada y entusiasta, de la cual se desbordan el amor místico y la verbosidad. Esta fisonomía espiritual expresóla Murillo en la persona de un muchacho gallardo, morenito, de ojos negros y faz calenturienta. Entre nosotros ha quedado este tipo como retrato exacto de aquel varón santísimo, y concuerda con el tipo de raza, porque San Antonio no era paduano sino portugués. Nació en Lisboa, allí oyó a San Francisco y le siguió a Italia, donde abrazó la orden y vivió predicando y haciendo muchos y muy sonados milagros.

Pero hay que reconocer que el tipo de San Antonio que nos ha trasmitido Murillo y que en España no podría alterarse sin comprometer la popularidad del “Santo”, no concuerda en modo alguno con el verdadero y auténtico retrato del mismo que se conserva en el coro de la Basílica de Padua, y que observé detenidamente, notando su desemejanza con la figura tan conocida de las clases pobres de nuestra época y tan popular entre ellas.

Según aquel retrato, que tiene todas las trazas de ser coetáneo del Santo, éste era rubio, regordete, de ojos garzos, de cara descolorida y aniñada, de esas caras que en la edad madura y aun en la vejez conservan cierta expresión y candidez infantiles. No tiene aquel mirar de mística embriaguez, ni el dulce arrobamiento soñador; no se vé en él al misionero incomparable, de palabra tan profundamente expresiva y convincente que se hacía escuchar de los peces y las aves. Pero sea lo que quiera, ello es que si el retrato de Padua tiene la autoridad de lo auténtico, loá que debemos a Murillo tienen la de su superior belleza artística. Si San Antonio no era como le pintó el gran artista sevillano, debió ser así, y si ante los ojos de las mujeres andaluzas se pusieran las dos imágenes para decidirse por una sola, el sufragio universal femenino pondría la de Padua en los museos y la de Murillo en los altares.

La capilla del “Santo en la basílica es de una magnificencia asiática. No en vano se han acumulado allí los donativos piadosos de tantas generaciones. El sepulcro es objeto de ardiente veneración, y en derredor de aquellos jaspes riquísimos se vé a todas horas multitud de hombres y mujeres del pueblo, enfermos y lisiados que buscan la salud. Los paramentos de la capilla están decorados con bajos relieves de Campagna, Sausovino y otros, célebres artistas. Representan los milagros del “Santo”, estupendos todos, y muy del caso para herir la imaginación de las muchedumbres. Decoran el altar relieves de plata. Innumerables lámparas arden allí noche y día. Las ofrendas no cesan, y el culto del discípulo predilecto de San Francisco, es de los más provechosos que existen en el mundo. Fuera de la iglesia, hombres y mujeres del pueblo se dedican al lucrativo comercio de medallas y rosarios del “Santo”, los cuales, basta tocar con ellos el sepulcro, para que resulten benditos. Este comercio, practicado a las puertas de la basílica por mercaderes codiciosos que acosan al forastero, no predispone ciertamente a la fé.

Vale más no hacer caso de los traficantes en objetos piadosos y contemplar la estátua ecuestre de Gattamelatta, una de las más bellas del mundo, y rival del Colleone de Venecia, con cuyo caballo tiene éste mucha semejanza. Después de admirar la hermosa obra de Donatello, hay que hacer una visita al “Salone”, vastísima construcción de atrevida traza y elegancia, la iglesia de “Gli Eremitani”, donde se conservan los mejores frescos de Mantegna, y la “Madonna della Arena”, que guarda las célebres pinturas de Giotto, monumento inapreciable para la historia del arte.

Para atender y admirar estas últimas obras, precisa considerar que pertenecen a la infancia del arte, y que si los procedimientos artísticos adolecen de pobreza y sequedad, esto se compensa por el vigor de la concepción y por el profundo sentimiento religioso que el pintor supo trasmitir de su espíritu a su obra. Las imperfecciones del dibujo, la ingenuidad candorosa de la composición, no bastan a destruir el encanto de estos frescos, ni la impresión honda que en nuestro ánimo producen. Sentimos ante aquellas pinturas una especie de estupor mágico como el que nos producen las evocaciones maravillosas del Dante en el “Purgatorio” y el “Paraíso”. Es indudable que Giotto, disponiendo de escasos conocimientos académicos, sentía la grandeza bíblica y evangélica con más pureza que sus sucesores.

En cuanto a Mantegna, revela una ciencia del diseño y una habilidad de composición que para Giotto eran desconocidas. La expresión personal en las figuras, más dramática que mística, y la influencia pagana aparece ya de una manera evidente. En sequedad de estilo no se diferencian mucho uno y otro maestro; pero en la gallardía de la composición, Mantegna lleva a su antecesor la inmensa ventaja que le daban el tiempo y el adelanto de los estudios académicos.

Vámonos ahora a Bolonia, con permiso de mis lectores, a quienes tal vez resultará fastidiosa esta excursión precipitada y sin método. Procuraré abreviarla todo lo posible.

La capital de la Emilia es una de las ciudades más grandes, bellas y florecientes de Italia, de accidentada y dramática historia. Durante siglos perteneció a los Estados del Papa, circunstancia que no ha influido poco en su forma y en su manera de ser actual. Debe en primer término su fama a la renombrada Universidad, lumbrera de la Edad Media. En ella se estudió antes que en ninguna parte el Derecho Romano. En el siglo XII asistían a sus aulas 5.000 estudiantes. La Medicina y la Filosofía fueron enseñadas allí, y allí también se iniciaron los estudios experimentales del cuerpo humano. La autoridad de esta grandiosa institución docente no decayó en el Renacimiento ni en los tiempos aproximados al nuestro. En 1789 hizo allí José Galvani las primeras experiencias de electricidad. El célebre políglota Mezzofanti, que sabía y hablaba todas las lenguas vivas y muertas y todos los dialectos de Europa, fué profesor de esta Universidad en la primera mitad del presente siglo.

En todos los tiempos ha sido tan grande la fama de la Universidad boloñesa, que a ella concurrían estudiantes y maestros de todas partes del mundo, sin exceptuar algunos del género femenino. En el siglo XIV fué maestra en aquellas cátedras “Novella d’Andreu”, que explicaba sus lecciones oculta detrás de una cortina para que los alumnos no se distrajeran con la extremada belleza de la profesora. Otra que tal, llamada Laura Bassi, explicó matemáticas y física; Manzolina dió varios cursos de anatomía, y aún en nuestro siglo enseñó, nada menos que el griego, Clotilde Tromboni.

El aspecto y las costumbres levíticas de la ciudad papal no han desaparecido con la incorporación al reino de Italia. Las calles son tortuosas formadas totalmente de soportales anchos que les dan especial carácter. Hay muchos palacios, innumerables conventos; toda la ciudad es vetusta, sin dejar de ser magnífica y opulenta. Moratín que pasó allí largas temporadas y que gustaba mucho de la vida tranquila y del saludable clima de aquel pueblo, dice en una de sus cartas: “Llegué a Bolonia, y pasé cuatro meses del verano en ver procesiones y oir letanías.” La descripción que hace nuestro gran prosista de las interminables fiestas religiosas de aquella ciudad, es graciosísima. No la copio por no hacer demasiado larga esta carta. No le va en zaga por el gracejo y la elegancia del decir, la que hace también de los “birriquines”, que así se llamaban en Bolonia a los holgazanes o picaros que infestaban la ciudad en otros tiempos. Esta clase desalmada y maleante, por el estilo de los “lazzaronis” de Nápoles, ha desaparecido ya por completo.

Como toda ciudad italiana, Bolonia está llena de edificios hermosos; pero ninguno es de primer orden. La iglesia de San Petronio, de proporciones colosales, sería la mayor de la península en el género gótico toscano si estuviera concluida. No existe más que la mitad, que se destaca informe y cortada sobre la masa del caserío de la población. Santo Domingo, donde existe el suntuoso sepulcro de nuestro compatriota, el fundador de la Orden de Predicadores, es grande y con tendencias al barroquismo; la catedral, más grande aún y completamente barroca. Pero lo más característico y propiamente monumental de Bolonia es la configuración arcaica de sus calles y del caserío burgués, lo cual nos dá la impresión perfecta de una ciudad de la edad pasada. Lo que lucirían las procesiones y cabalgatas en estas avenidas tortuosas de altas paredes, de airosos y desiguales porches, fácilmente se comprende sólo con verlas. La vida moderna resulta allí disonante, y sin embargo, Bolonia no es una ciudad muerta ni mucho menos. Ha entrado con brío en la vida moderna, desarrollando su actividad en todas las esferas, conservando al propio tiempo su tradicional estructura, como el prócer que sin renegar de las novedades que trae el progreso, respeta la casa de sus mayores, conservándola como emblema de su alto abolengo.

El Palacio Municipal y el del Podesta son bastante bellos, pero incompletos, en parte restaurados, en parte sin concluir. La plaza en que están, frente a la hermosa y no concluida fachada de San Petronio, se halla decorada con una estátua moderna de Víctor Manuel, y con la antigua y soberbia fuente de Neptuno, obra de Juan de Bolonia. No lejos de esta plaza se hallan las torres inclinadas que respectivamente llevan por nombre “Asinelli” y “Gavisenda”. Esta es del siglo XII, y se cree que fué construida exprofeso con la inclinación de más de tres metros que en ella se admira. Están muy cerca la una de la otra, y miradas, desde un lejano punto de vista, parecen dos espadas inmensas que se van a cruzar.

Para los españoles lo más atractivo e interesante en la antigua ciudad universitaria, es el colegio de San Clemente, fundado en el siglo XIV por el célebre cardenal don Gil de Albornoz, uno de los españoles más eminentes que figuran en la historia de Italia. El Collegio di Spagna conserva el carácter de la época más quizás que ningún otro edificio de Bolonia, y lo más digno de notar en esta afamada fundación, es que ha resistido a las mudanzas del tiempo y a los trastornos políticos, subsistiendo todavía con el mismo objeto a que lo destinó Albornoz. Su hermoso patio es una joya arquitectónica y ostenta algunos frescos de Aníbal Carraci. La iglesia ofrece poco interés.

El fundador del colegio de San Clemente, don Gil Carrillo de Albornoz, es una de las más interesantes figuras de Italia en el turbulento siglo XIV. Nacido en España de una familia ilustre que se suponía emparentada con los reyes de León y Aragón, se dedicó a la Iglesia, llegando en edad relativamente temprana a los más altos puestos palatinos y eclesiásticos. En el reinado de Don Pedro el Cruel, se malquistó con el Soberano, por atreverse a reprender agriamente sus desafueros, y tuvo que huir de España, refugiándose en Avignón, donde a la sazón residía el Papa. Allí se señaló su carácter osado y eminentemente activo, emprendiendo la restauración del poder pontificio en Italia, obra en la cual trabajó no solo como diplomático sino como guerrero, organizando un poderoso ejército que mandó por sí mismo, y con el cual redujo a la obediencia a las provincias rebeldes. Siendo legado y general de Inocencio VI, gobernó con prudencia y energía los Estados del Papa, dió una constitución a Bolonia, y al fin pudo anunciar a Urbano V que podía volver a Roma y reinar en ella pacíficamente. Este hombre extraordinario estaba dotado de un gran talento y de un carácter de hierro. Más dignas de celebridad que las “Cuentas del Gran Capitán” son las “Cuentas de Albornoz”, pues a él se refiere la anécdota siguiente, que figura en la historia de aquel tiempo. Habiéndole pedido Urbano V cuenta de las sumas que había gastado en su empresa, Albornoz llevó a presencia del Santo Padre un carro cargado de llaves y cerrojos. “Las sumas de que me pedís cuentas, le dijo, las empleé en haceros dueño de las ciudades y fortalezas cuyas llaves aquí veis.”

Murió Albornoz en Viterbo, y sus restos fueron trasladados a España. Su sepulcro es uno de los más hermosos monumentos que se admiran en la catedral de Toledo.

La pintura boloñesa nos ofrece la última manifestación del arte italiano en la serie del tiempo. El museo de Bolonia permite apreciarla en todo su esplendor. Es una escuela amanerada, sin que por esto falte a los artistas que la forman cualidades brillantes. Lo primero que hay que achacar a esta familia artística, es su falta de inventiva, pues casi siempre trata los mismos asuntos que ilustraron y aún agotaron sus predecesores. Pero no puede negarse que amplió el campo de la composición y que mantuvo los buenos principios del diseño. El cuadro del Dominiquino, que adorna las galerías del Vaticano. “La comunión de San Jerónimo”, resiste la comparación con las mejores obras de Rafael.

Guido Reni, el Dominiquino, y los Carraci, sostuvieron un temperamento ecléctico entre las escuelas de Umbría y los pintores naturalistas de la escuela de Caravaggio. Como coloristas quisieron huir igualmente de la sequedad de aquéllos y de la brillantez de los venecianos. El elemento dramático, que introdujeron con cierta timidez, no fué parte a impedir que sus obras resulten frías y que en ellas la expresión tenga más de enfática que de entusiasta. Por querer reunir todas las cualidades, aquellos artistas no descollaron en ninguna. Prevaleció esta escuela en todo el siglo XVII, legando sus principios eclécticos a las Academias que en el XVIII patrocinaron la frialdad y la boñería. Poco estimada al renacer la buena crítica en el presente siglo, ha vuelto a recobrar el puesto que le corresponde, pues no es justo menospreciar obras que si palidecen al lado de las creaciones de Rafael y de Miguel Angel, o de Velázquez y Rembrant, no por eso son indignas de nuestra admiración.

El “Cristo crucificado”, de Guido, que ostenta como una de sus mejores galas la Academia de Bolonia, es un cuadro imponente, un tanto afectado y teatral, de expresión dramática y grandiosa. Lo mismo puede decirse del “Martirio de los Inocentes”, del mismo autor, y del “Descendimiento”. Hay trozos en todos ellos primorosamente ejecutados. Guercino, los dos Carraci y el Dominiquino, tienen en esta galería algunos de sus mejores lienzos, distinguiéndose por la amplitud de la composición, lo bien tratados que están los paños, la excelente agrupación de las figuras y el sentimiento más bien teatral que místico que en ellas domina. En esta evolución de la pintura se vé muy claro que el dominio del procedimiento mata la inspiración y perjudica al estudio sincero del natural, por cuyo motivo se le puede aplicar aquella opinión de un pintor y crítico moderno, que dice: “Cuando notes que tu mano derecha ha adquirido demasiada habilidad, pinta con la izquierda.”

VII. Nápoles

Nápoles ostenta en todos sus monumentos, en sus calles, plazas y fuentes los vestigios de la dominación española. Cuantos edificios notables hay en aquella grande y risueña ciudad, obra son de los vireyes.

Los municipios contemporáneos, llevados de un amor propio inexplicable, han intentado borrar las huellas de nuestra dominación, empleando el recurso pueril de variar los nombres de las calles y de cubrir las inscripciones de los monumentos.

El pueblo sigue dando a la principal vía de la ciudad el nombre de calle de Toledo, aunque ya oficialmente se llama de Roma. Muchas inscripciones de edificios, que fueron borradas, han sido restauradas con buen acuerdo, y los ediles napolitanos comprenden ya que, no pudiéndose variar la historia, de nada vale ocultar sus páginas más elocuentes, que no son por cierto las páginas escritas.

Español es el magnífico pórtico o arco triunfal del castillo, tan semejante por su traza y ornato a diversos monumentos de esta península, que el parentesco no puede negarse; español es también el Palacio Real, antes residencia de los vireyes; español el museo construido por Osuna para fines muy distintos de los que hoy tiene; españolas las fuentes públicas, las fortalezas de San Telmo y del Huevo, las iglesias en su gran mayoría, y por fin, la pintura que descuella en aquel país fecundo y le imprime carácter, es la de nuestro Ribera, conocido en Italia por el apodo de “El Españoleta ”.

La ciudad misma, no sé si por efecto de la ocupación secular o por semejanzas de raza, suelo y condiciones físicas, se parece tanto a las de España, que si no existiera la lengua para diferenciarlas, aquella tierra y el Mediodía de nuestra península parecerían un mismo país. Por la configuración de las casas y lo irregular de las construcciones, Nápoles se parece a Málaga y Sevilla; por la luz vivísima que lo inunda y el colorido del mar parécese a Cádiz, y por la alegría de sus habitantes, el bullicio de sus calles y el constante aspecto de fiesta que en ellas se advierte, tiene gran semejanza con Madrid.

Los napolitanos, como nuestros andaluces, son los grandes filósofos de la época presente; toman la vida con calma, viven sin cuidados ni penas, pensando poco en el día de mañana y practicando aquella sentencia del Evangelio, que dice: “no te preocupes del día de mañana, que a cada día le basta su propio afán”. Son alegres, afables, hospitalarios, comunicativos, habladores y aparentan hallarse satisfechos de haber nacido en aquel suelo risueño, en el centro del más hermoso panorama que en el mundo existe. Allí, como en todo país donde la vida es fácil y barata, se trabaja poco.

La Naturaleza es allí la gran colaboradora del hombre. Mentalmente comparo a Nápoles con Manchester, y, admirando mucho la industria de la ciudad británica, compadezco a los que viven en ella. ¡Cuánto más feliz el napolitano pobre y descuidado que el inglés reventando de rico, respirando humo y trabajando a la luz del gas en pleno día!

No quiero apurar este paralelo, que se ha repetido tanto. Lo que hay que decir en definitiva es que, si volviéramos a nacer y nos dieran a elegir sitio, loco estaría quien no prefieriese esta risueña parte del planeta, donde se vive sin esfuerzo.

Los napolitanos difieren de los andaluces en lo supersticiosos. En esto no hay quien les gane. Nada tenemos aquí que pueda compararse a las infinitas consejas que perturban el espíritu de aquellos a quienes no vacilo en llamar, ya que no hermanos, primos o parientes muy próximos. Tampoco añadiré nada a lo mucho que sobre este particular se ha dicho y escrito.

La ciudad es inmensa, destartalada, rebelde a la urbanización correcta, por los defectos tradicionales de su traza y lo accidental del terreno. Extiéndese a orillas del admirable golfo, trepando el centro a las alturas de San Martino, aproximándose por el Oeste a las colinas del Posílipo, y estirándose por el Este en toda la falda del Vesubio. Una calle que no se acaba nunca enlaza todas las poblaciones construidas a la orilla del golfo hasta Castellamare.

Las casas más excéntricas de esta enorme aglomeración de edificios, aparecen salteadas entre el verdor opulento de la incomparable campiña.

Las faldas del Vesubio, los altos de Posílipo y de Capodimonte son de una feracidad magnífica. La parte central del caserío es apiñada, las vías estrechas, tortuosas y no muy limpias, las vistas de la ciudad sobre el mar tan hermosas que no caben en descripción como no caben en la pintura.

Los poetas han cantado este panorama con tal superabundancia de tonos, que no se puede decir nada sobre un tema tan apurado sin incurrir en amaneramiento. El azul del golfo supera en diafanidad y hermosura, preciso es decirlo, a los más chillones matices que admiramos en las bandejas.

Las islas que decoran este paisaje, Ischia y Prócida a la derecha, Capri a la izquierda, se destacan sobre el azul del mar y cielo con perfiles tan elegantes que allí la Naturaleza parece querer mostrarse y declararse artista. No hay en ninguna parte islas más bonitas, como no sean las Cies a la entrada del puerto de Vigo. Pero las Cies aunque preciosas por su contorno, son áridas y despobladas. No ofrecen, de cerca, a las miradas del viajero las bellezas de vegetación y de arqueología que dan tanto interés a Ischia y Capri.

Aquel mar es el mar mitológico, y en aquella masa cerúlea la personificación de Neptuno está, digámoslo así, dentro de su propia esfera. Las señoras aquellas que llamaban “nereidas”, y que se pasaban la vida nadando, los tritones y demás séquito del Dios de los mares así como las cercanas Scyla y Caribdis, y las engañosas sirenas debieron andar por allí como Pedro por su casa, y es posible que aun quede en aquellos senos azules alguna familia decadente del buen Neptuno, algún individuo, degenerado en besugo o pescadilla, de estas ilustres razas acuáticas.

Los infinitos escritores de todos los países que escribieron de Nápoles y de los napolitanos, han creado un tipo especial de la ciudad y de algunos de sus habitantes. En la realidad nótase ahora extraordinaria falsedad en tales pinturas, ya porque en ellas había exageración, ya porque el tiempo ha variado un poco las costumbres. El tan decantado tipo del “lazzarone” no existe ya, o al menos se ha corregido, pues si bien viven en Nápoles, como en toda ciudad de la Europa meridional, muchos holgazanes, éstos no hacen alardes de su indolencia cínica, ni constituyen un tipo local que caracterice las masas populares.

Desde que se estableció la unidad italiana, se ha iniciado en Nápoles la regeneración de las costumbres; se han creado no pocas industrias, entre ellas la de construcciones navales que sustenta a gran número de trabajadores. El obrero napolitano es inteligente y activo. Aquellas turbas de gandules vigorosos que antes se veían (al menos así lo dicen viajeros dignos de crédito) tumbados en las aceras, ejerciendo la mendicidad o dispuestos al bandolerismo, según los casos, han desaparecido de las calles de la hermosa Partenope. La célebre ribera de Santa Lucía, habitada por marineros, y punto de reunión de mucha gente desvergonzada y maleante, ha perdido mucho de su carácter. Con las recientes mejoras de la ciudad, Santa Lucía sirve de paso entre la población antigua y el magnífico barrio de “Chiaja”. En parte del terreno ocupado antes por el caserío miserable que se apiña en el declive de Pizzofalcone, están hoy emplazados hoteles suntuosos. Aun subsisten grandes trozos del antiguo caserío, y la vertiente de Chiatamone contiene calles y viviendas malsanas cuyos habitantes se pasan la vida al aire libre en la ribera, vendiendo mariscos y conchas. Los boteros invaden la playa, ofreciendo sus embarcaciones con importunos clamores; pero ya no hay allí la confusión y gritería de otros tiempos, ni los chicuelos andan tan desnudos como antes, según se dice, andaban.

Este progreso no impide que Santa Lucía sea aun bastante pintoresca, que las familias, instaladas a todas las horas del día y parte de la noche, en la delantera de las casas, presenten grupos de grandísima originalidad, y escenas en extremo picantes. Lentamente, con los adelantos de la urbanización y la mejora del puerto, todo esto va desapareciendo, porque los boteros se fijarán en otra parte, los puestos de mariscos tendrán un local más higiénico, y Nápoles ganará en aseo y cultura lo qué pierda en carácter y colorido.

En lo que no hay variación ni progreso es en el número de personas que ofrecen sus servicios a cada instante y por todos los motivos. En ninguna otra ciudad se ve el viajero acosado de una tan fatigante nube de molestos moscones, ya vendiendo chucherías de coral, lava y “conquilla”, ya ofreciendo sus conocimientos de cicerone, o bien brindándose a prestar mil servicios menudos. Algunos despliegan una elocuencia notable, otros se imponen con su persistencia abrumadora y todos hacen gala de cortesanía y humildad, no ofendiéndose de los sofiones con que el forastero los rechaza.

Los hay que espían admirablemente las ocasiones y vencen cuando menos se piensa; los hay que llegan hasta presentarse como seres totalmente desinteresados, cotizando a bajo precio o gratuitamente sus funciones de cicerones o corredores. Los cocheros son sin disputa los más locuaces del mundo, y acosan al pobre viajero con verdadera saña. Sus tarifas son baratas, y sus caballos veloces e incansables, enjaezados con arneses pintorescos. Las necesidades de la locomoción en ciudad tan extensa y de suelo tan quebrado elevan a una cifra considerable el número de vehículos. Los carros de arrastre también son pintorescos, decorados con chapas y claveterías de cobre. Las muías van cargadas de campanillas, para aumentar el ruido de las calles, y en su atelaje suelen llevar banderolas o un molinillo de metal semejante a los de papel con que juegan los chicos. Para que el bullicio y algarabía de la ciudad sean mayores, hay también multitud de burros de alquiler, cuyos amos vociferan como energúmenos, mientras ellos rebuznan. Estas pacíficas cabalgaduras son inapreciables para la visita a los Comáldulos, a Baías o a San Telmo.

Es, en suma, Nápoles el pueblo donde se oyen más gritos callejeros, donde la vía pública está más obstruida por vendedores chillones, donde se ven más colorines, y donde la clase media vive en contacto más inmediato con el pueblo. El pueblo es allí como el principal dueño de la ciudad, hecha a su imagen, y para su comodidad y recreo, pueblo que parece contento de su suerte, indiferente a la política, y poco cuidadoso de los problemas sociales que poco o nada le afectan. Sus necesidades son escasas por la bondad del clima y feracidad del suelo, y sus aspiraciones no pasan del pan de cada día que jamás les falta.

Con ser muy bellos los contornos de la capital de Calabria, no gozarían de tanta celebridad si no tuvieran el Vesubio como coronamiento y remate de tan admirable paisaje. El Vesubio es el alma, digámoslo así, de aquella hermosa porción de tierra: la domina con su mole humeante. Parece un ser vivo, que vigila las feraces campiñas y el mar azul y la ciudad, perdonando a todos la vida. De noche, el resplandor de su cráter impone miedo a quien no tiene costumbre de verlo; de día la columna de gases que despide es el más bello penacho que puede imaginarse. Los napolitanos le aman sin dejar de temerle, y están orgullosos de vivir bajo él, como vasallos al pié del trono de un déspota querido. El forastero le contempla extasiado y anhela subir a su ardiente cima, lo que puede hacer fácilmente y sin ningún riesgo, gracias a los medios de locomoción establecidos para explotar la ascensión como una lucrativa industria. El Vesubio produce a Nápoles una buena renta. No hay en parte alguna mina más beneficiosa que este volcan, célebre por sus estragos.

En sus faldas yacen los cadáveres de las ciudades que ha destruido. Junto al mar, Herculano, más allá Pompeya, la víctima más interesante de todas; no lejos de ella Scabias, después Portici, Torre del Greco, y al Norte San Sebastiano y Massa di Somma. Las vertientes pobladas de viñas se ven surcadas por chorretazos de un negro azulado: son los petrificados ríos de lava de las erupciones más recientes. En todas partes vestigios del horrible desbordamiento de materias inflamadas.

Toda la comarca tiene un carácter plutónico, con ráfagas de infierno, siendo de notar con cuanto vigor aparece y se desarrolla la vida entre tantas cenizas, y la vegetación espléndida. Las viviendas se abren entre los escombros de las que antaño fueron destruidas, y parece que hay entablada una lucha entre la vida y la muerte, entre la humedad fecunda y el fuego destructor.

La ascensión es cómoda. Hasta 1800 metros se sube en coche, por carretera bien trazada, que describe sus curvas entre viñedos y quintas. De trecho en trecho los surcos de lava endurecida interrumpen el verdor lozano del paisaje. Parecen olas de un líquido negro y metálico que se ha petrificado en el momento de mayor agitación. Se ven extrañas formas, que parecen escorzos humanos, cabezas expresivas, miembros en tensión dolorosa, figuras semejantes a las que nos ofrecen las movibles nubes.

Los guías señalan las lavas de las diferentes erupciones de este siglo, que han sido desoladoras. El inmenso, paisaje que desde la altura se descubre aterra por su magnitud y la amplitud del horizonte. El golfo con su elegante curva, las islas lejanas, los cabos Miseno y de Campanella, y por la parte de tierra las lomas verdes que se pierden en dirección de Nota y Caserna ofrecen un espectáculo indescriptible que suspende el ánimo, y no deja lugar ni a expresar con la palabra la admiración.

Al término de la carretera nos encontramos en la estación del ferrocarril funicular. Aún nos faltan cuatrocientos metros; pero estos se salvan en menos de un cuarto de hora dentro de un wagón que arrastrado por grueso cable así tiende a lo largo de un plano de inclinación aterradora. Diríase que le llevan a uno al cielo, colgado de un hilo, y que a cada vuelta de las ruedas, el planeta se va hundiendo más, dejándonos en mitad del espacio. Al llegar a la estación superior, aún faltan doscientos metros que hay que subir a pié por senderos bien trazados en la movediza arena gorda. En aquellas alturas desaparece hasta el último vestigio de vida animal y vegetal.

El suelo es la escoria ya fría de las materias inflamadas que arrojara el volcán. Andamos por encima de substancias que no hace mucho eran fuego, masas semilíquidas de una temperatura de mil grados. De repente nos hallamos en el cráter viejo, cavidad desigual con hoyos y protuberancias, por cuyas grietas salen bocanadas de vapor. El suelo es ardiente, surcado de extrañas vetas y manchas de azufre, del amarillo más puro y limpio que puede imaginarse. Aquí se detienen los que carecen de valor para aproximarse al cráter nuevo, que se vé como a cien pasos, arrojando con resoplido ardiente enormes masas de vapor.

El verlo de cerca, aproximándose a su cavidad espantosa y atravesándolo rápidamente por la cuerda del arco, es obra de un instante breve. El horroroso calor y el peligro del sitio exigen que el paso por el arco del cráter dure poco más del tiempo de un abrir y cerrar de ojos. Es una visión momentánea nada más, obra de segundos; pero las impresiones de este momento son tales, que por siempre quedan grabadas en la memoria. Los guías le llevan a uno como en volandas, hollando aquel suelo de guijarros negros y amarillos, que quema las suelas y quemaría los pies del que allí se detuviera.

El ruido seco de las materias que aún no se han enfriado, deja en nuestros oidos un son inolvidable. A una distancia que no se puede apreciar bien, porque el terror lo impide, se ve la horrible cavidad por donde sale el resuello abrasado del volcán con cadencia isócrona que se asemeja a la respiración de un gigante. Entre el vapor blanco y espeso salen, esputados con formidable fuerza, pedazos de lava ardiente, roja como el hierro en la fragua, que vemos caer no lejos de nosotros, quebrándose. Todo el suelo se compone de aquel material que al enfriarse azulea con visos metálicos. Al mismo tiempo el tufo sulfuroso es tal que nos abrasa impidiéndonos respirar. Por fin esta visión sublime y terrorífica se concluye, porque huimos de ella anhelando volver a la vida normal. Salimos a terreno seguro con la impresión de haber estado momentáneamente fuera del planeta, o en el mismo infierno, despertando como de un sueño, y sintiéndonos felices por el regreso a nuestro mundo habitual.

VIII. Pompeya

Pasa con Pompeya lo que con ciertos parajes de Venecia y Roma, y es que todo el mundo la ha visto antes de estar en ella. Cierto que el dibujo, la pintura y la fotografía no dan jamás la idea exacta ni la impresión verdaderas. Por mi parte, puedo decir que cuando vi a Pompeya, parecíame que la veía por segunda vez, o que al menos no era cosa enteramente nueva para mí. Esto con respecto a la parte puramente arquitectónica de la ciudad desenterrada; pero en cuanto al espíritu que encierra, a las sombras que en ella moran, recuerdo o expresión misteriosa de una vida anterior, la visita a Pompeya fué para mi fuente de emociones enteramente desconocidas.

Breve y patética es la historia de esta célebre ruina. Pompeya era una ciudad romana de tercer o cuarto orden. El año 63 de J. C. fué destruida por un terremoto que hizo grandes estragos en toda la comarca Partenopea. Los pompeyanos no se arredraron ante el desastre, y emprendieron la restauración de su bella ciudad. Repararon los edificios deteriorados; levantaron de nueva planta los totalmente destruidos; pintaron en el estilo entonces en boga las interiores, y aún no habían terminado sus trabajos cuando la erupción del 24 de Agosto del año 79, lanzando sobre aquella parte gran cantidad de cenizas y lavas sepultó enteramente la ciudad, borrándola, digámoslo así, de la haz de la tierra.

Hubo primero una lluvia de escorias ardientes que se elevó a dos metros y medio sobre las calles; a esto siguió la lluvia de cenizas que aumentó dos metros más. La mayor parte de los habitantes pudieron escapar embarcándose en la cercana playa. Se calculó en 2.000 el número de los que perecieron en la huida. En las últimas excavaciones se han encontrado 116 cadáveres de personas y algunos de perros y caballos. El mismo día fueron arrasados Herculano y Stabias. Plinio el viejo, que desde Castellamare estudiaba la erupción pereció víctima de la curiosidad científica. Plinio el joven, que se hallaba en el cabo Miseno, y que también corrió peligro, describe el horrendo fenómeno en carta elocuente dirigida a Tácito. Dion Casio también lo describe, y otros historiadores y escritores romanos tratan de aquel desastre, que debió de impresionar vivamente a toda Italia, y aún a todos los pueblos ribereños del Mediterráneo hacia el E., pues a Egipto y al Asia Menor llegaron ráfagas o chispazos de la erupción.

Andando el tiempo, el emperador Tito intenta desenterrar a Pompeya; pero este proyecto es abandonado por las dificultades que en la práctica ofrece.

Pasan los siglos, y Pompeya cae en profundísimo olvido. En la Edad Media desaparece su nombre de la geografía del planeta. Hasta una fecha relativamente próxima no vuelve a hablarse de la ciudad muerta, y a Carlos III, rey de Nápoles antes de serlo de España, corresponde la gloria de inaugurar la inhumación de la víctima del Vesubio.

El tiempo había formado una capa de tierra vegetal sobre las cenizas que eran sudario de la infeliz ciudad. Los labradores, al hincar el arado en aquella tierra, sacaban a menudo bronces magníficos, manos y cabezas de estatuas de mármol. Se emprendieron entonces trabajos metódicos de excavación, y la ciudad muerta fué apareciendo, calle por calle y casa tras casa, hasta descubrise casi toda, tal como en nuestros días la vemos.

No hay otro ejemplo en el mundo de ciudad que pueda admirarse completa en su traza y configuración primitivas. La muerte y sepultura la preservaron de las modificaciones que el tiempo habría hecho en ella. Es una verdadera resurrección de lo antiguo, guardado intacto por la madre tierra, sin que la mano humana lo haya podido desvirtuar. Es como un libro viejo que viene a nuestras manos después de siglos de olvido, revelándonos el espíritu que lo inspiró y la mano que lo compuso.

Pompeya nos ha mostrado todos los secretos de la vida romana con mayor exactitud que la literatura. Por ella sabemos mil particularidades de la industria y de las artes, de las cuales no hablan los libros sin duda por creerlas insignificantes. Ella nos muestra como vivían los que fueron nuestros maestros en el derecho, en las letras y en la arquitectura, y que en algunas cosas de la vida nos superaban más de lo que creemos.

Ni aún las personas de imaginación poco viva podrán sustraerse, al entrar en Pompeya, al prurito de evocar la vida que ya no existe, a poblar aquellas ruinas con la humanidad que en ellas moró hace diecisiete siglos. Y a veces parece que nos hallamos por obra de la casualidad en aquellas calles y plazas, y que los habitantes se han ido de paseo y que regresarán antes que nosotros demos la vuelta grande a la ciudad. Esta aparece completa, en algunas partes nueva, pues la catástrofe ocurrió cuando aún no había concluido la restauración de los desperfectos causados por el terremoto del 63. Algunas casas, ofrecen gran solidez en sus paredes. Los techos de todos los edificios han desaparecido casi totalmente. Es una ciudad por decirlo así, destapada. Parece que algún demonio le ha levantado de una vez y en un solo movimiento todos los techos, a fin de que se vea bien lo que dentro hay.

La arquitectura de los principales edificios no es monumental, ni puede compararse a las de los palacios, templos, termas y basílicas de Roma; los materiales de construcción no son ricos; el mármol escasea; las mismas columnas del foro son de ladrillo, revestido de estuco que debió estar decorado al policromo. Era, sin género de duda, una ciudad modesta, recomendable por su hermosa situación. Probablemente tenía bastante comercio, y donde hoy está la estación del ferrocarril se atracarían las naves..

Amenizaban sus alrededores villas preciosas y la feraz campiña que hoy se conserva. Poseía además varios templos, entre ellos el de Isis, cuya traza permite estudiar las particularidades de aquel extraño rito; teatro y circo, termas, multitud de tiendas y comercios al pormenor, y una muralla que la cerraba en su totalidad con 2.600 metros de circuito, y ocho puertas. La parte hoy descubierta es poco más de una tercera parte del recinto total.

Como antes he dicho, al recorrer el foro y las calles principales parece que reviven ante nuestros ojos los habitantes de la ciudad muerta, que les encontraremos a la vuelta de cada esquina, o que les veremos asomados a las puertas de sus casas. El alma de aquella ruina surge en la mente y en el corazón del viajero.

A pesar de ser un sepulcro desocupado, Pompeya no es lúgubre. No sé si en todos los viajeros producirá la misma impresión; pero a mí me pareció una ciudad relativamente alegre en medio del silencio misterioso que en ella reina. Hay trozos que no parecen ruinas; mas bien semejan edificios en construcción, interrumpidos por haberse declarado en huelga los arquitectos, aparejadores y albañiles.

Lo que principalmente contribuye a la impresión de que la ciudad vive, es el perfecto estado de conservación de los pavimentos. Consiste esto en que allí se ve marcado el paso de los habitantes, la huella de las ruedas de los carros, signos de vida que el tiempo no ha podido destruir. Así como tratándose de personas fallecidas, de cuantas prendas de vestir usaron en vida los zapatos son la que conservan señales más acentuadas del uso personal, tratándose de una ciudad, el piso, el suelo es lo que más vivamente recuerda el vecindario que allí habitó. Recorriendo las calles de Pompeya, la vista es atraida irresistiblemente por el aspecto de las aceras bastante más altas que las modernas, y de los pavimentos de losetones irregulares como los que aún se usan en algunas ciudades de Italia. En las encrucijadas hay pasos altos de una acera a otra, sistema que en ninguna ciudad de nuestros días se usa. Para no estorbar el tránsito de los carros, dichas pasaderas tienen una ranura para dar salida a las ruedas.

En todos los sitios de la ciudad encontramos puntos de vista de admirable belleza. Los trozos de arquitectura jónica, las columnas truncadas del foro, los templos sin techo, las hileras de casas forman decoraciones magestuosas en cuyo fondo se destaca orgulloso y siempre amenazante el Vesubio. El actual cono en ignición, es relativamente moderno, pues empezó a formarse con la erupción del 79 de la Era Cristiana, siguiendo en aumento hasta nuestros; días. Antiguamente, la parte meridional era mucho más baja que la que hoy se llama monte Somma, antiquísimo cráter que debió estar en actividad en épocas remotísimas a que no alcanza la historia.

Las calles de la “Abundancia” y de la “Fortuna” estaban formadas por tiendas de anchos portalones. En muchas de ellas subsisten los vasos que contenían los líquidos en venta. En las demás calles, las casas no tienen más hueco practicable que la puerta. Las ventanas y balcones son rarísimos en Pompeya. El sistema de distribución interior es igual en todas las casas, distinguiéndose las ricas de las pobres sólo en la amplitud;de las habitaciones y en el decorado. Los romanos disponían sabiamente sus viviendas, con arreglo al clima y a las costumbres, y por punto general aquellas superan en comodidad a las de nuestro tiempo. Verdad que no tenían huecos a la calle; pero en cambio los anchos peristilos interiores daban luz y aire suficiente a las estancias.

Pasada la puerta, en cuyo pavimento se ve trazada en mosaico la palabra “Ave”, se llegaba al “atrium”, en cuyo fondo estaba el “tablinum”, pieza que corresponde a nuestros despachos. En ella recibía el dueño de la casa a los que iban a tratar con él de negocios públicos o particulares. A los lados del “tablinum”. hay dos pasadizos que conducen al peristilo, centro de la vida doméstica, y donde se reunía la familia y se recibían las visitas íntimas. En el fondo del “peristilum” está el “triclinium” o comedor y a un lado y otro los “cubicula” o alcobas. La cocina y demás dependencias están en un tercer patio, llamado “pórticus”, que en algunas casas ricas tiene salida a un jardín. Los pisos son por lo común de mosaicos admirablemente construidos, las paredes de ladrillo estucado o de tufo volcánico. La piedra escasea; de las maderas de los techos apenas quedan vestigios en algunas casas. Lo más notable de estos edificios, y lo que constituye su importancia bajo el punto de vista artístico, es el decorado. Por Pompeya conocemos la pintura antigua, casi tan bien como la del propio Renacimiento. A la circunstancia, para el arte feliz, de;haber estado la ciudad sepultada durante toda la Edad Media, debemos la conservación de los curiosísimos frescos decorativos que guarda hoy el museo de Nápoles. Estos tesoros se habrían seguramente perdido sin la erupción.

Lo que hubieran destruido los hombres, lo ha conservado un fenómeno físico que resulta providencial para la historia del arte. Gracias a esto, sabemos que los antiguos no descollaban sólo en la escultura. Y cuenta que las obras pictóricas halladas en Pompeya son reflejo pálido de lo que debió existir en Grecia y aún en Roma. Al ser destruida la ciudad por el terremoto del 63, acudieron de la capital pintores y decoradores que trabajaban más bien como industriales que como artistas. Siendo Pompeya modesta población provinciana, aunque en ella moraban algunos personajes ricos, no es de creer que las pinturas de las casas, restauradas de prisa, fueran lo más selecto que entonces se conocía en el mundo. Sin embargo, los frescos que hoy posee el Museo de Nápoles ya los quisieran para sus palacios los reyes, príncipes y magnates contemporáneos. Ignórase cual es el procedimiento que tales artistas usaban: tiene aquella pintura el brillo y el jugo de la pintura al óleo; pero de las investigaciones resulta más bien que es temple, con una preparación o barniz de cera.

Como todos los frescos de mérito han sido trasladados al museo de Nápoles, las paredes de Pompeya están en su mayoría descarnadas. Dentro de las casas el aspecto de ruina es más triste que en las calles, pero dentro y fuera todo está inundado de luz. Como repercuten los pasos del viajero en aquella soledad augusta, es cosa difícil de describir.

Entre las casas notables se visitan la del “Citarista”, la del “Poeta Trágico”, en la cual coloca Bulwer la morada de Glauco, en su célebre novela “El último día de Pompeya”; la de “Pansa”, la de “Sallustio”, la de “Diómedse”, las Termas, y otras que por ciertas particularidades, que dan a conocer su destino, están cerradas para las señoras. La casa de Diómedes, situada fuera de las puertas de la ciudad en la “Vía de las Tumbas”, es de las más célebres por las espantosas huellas de la catástrofe que en ella se encontraron. En un subterráneo de dicha casa aparecieron diez y ocho cadáveres de mujeres y niños que buscaron allí refugio contra la lluvia de cenizas, encerrando consigo abundantes provisiones de boca, y allí perecieron asfixiados. Los cuerpos cuyas formas quedaron estampadas en la ceniza que los envolvió durante diez y siete siglos aparecieron en postura de dolor y desesperación, la cabeza velada, los brazos en torsiones violentas. En la puerta del jardín se encontró el cadáver del que se cree dueño de la casa, la llave en la mano y a su lado un esclavo que llevaba el dinero y los objetos de valor.

El pequeño Museo que existe a la entrada de la ciudad por la parte marina, contiene vaciados en yeso de estos cadáveres, obtenidos por un procedimiento que consiste en utilizar cuidadosamente los moldes de ceniza. Vénse allí algunas de las mujeres de la casa de Diómedes, un soldado que parece haber estado de guardia en la puerta de Herculano, un perro, caballos, multitud de objetos. Todas las obras de arte han sido trasladadas al Museo de Nápoles para su perfecta conservación.

El vasto edificio en que se guardan las colecciones admirables de pinturas y estatuas antiguas fué construido por el famoso virrey Duque de Osuna, capitán insigne de mar y tierra, político de grandes iniciativas, contra quién se lanzó gravísima calumnia, suponiéndole intentos de alzarse con el reino de Nápoles. Fué su secretario el insigne Quevedo, quien le defendió en el célebre soneto que empieza:


“Faltar pudo su patria al grande Osuna... ”


Los enemigos del virey consiguieron su destitución. Se le formó causa y fué preso. Murió en Madrid, y el misterio de su desgracia y de los motivos de ella no ha podido aclararse nunca. Durante su vireinato, ilustrado por grandes empresas y victorias navales, se hizo amar de los napolitanos. Representante de un poder tiránico tuvo la habilidad de revestir su autoridad de formas democráticas, favoreciendo al pueblo contra la nobleza y dictando medidas encaminadas al bien general.

El edificio que hoy es museo lo construyó para cuartel de caballería; pero no pudiéndose destinar a este objeto por dificultades en la conducción de aguas, el conde de Lemos (sucesor de Osuna y más célebre que por sus hazañas por haber merecido la inmensa honra de que Cervantes le dedicara el “Quijote”), estableció allí la Universidad.

En 1790, Fernando I, creó en dicho local el “Museo Borbónico”, reuniendo las distintas colecciones antiguas y modernas del reino de Nápoles, la colección Farnesio, casi toda compuesta de obras encontradas en Roma, y, por fin, las infinitas preciosidades descubiertas en Pompeya, Herculano y Stabias.

La especialidad de este gran Museo, es la pintura antigua, que lo hace único en el mundo. Gran parte del piso bajo está ocupado por los frescos de las ciudades inhumadas, en tan perfecto estado de conservación algunos que parecen de reciente hechura. Bien conocido es el sistema de decoración Pompeyana para que yo necesite describirlo. Las escenas mitológicas encerradas en paramentos arquitectónicos de un orden fantástico y aéreo, son de incomparable belleza; las (figuras aisladas elegantísimas. Poseían aquellos pintores, además del perfecto arte del diseño en que superan a los modernos, un sentimiento del color en los planos decorativos que es sin duda lo que más les caracteriza. Y aún en el modelado de las figuras se advierten cualidades de colorista que establecen perfecta gradación entre la pintura antigua y la del Renacimiento.

La longitud de esta carta no me permite extenderme como quisiera en dar una idea de las interesantísimas obras que encierra el Museo napolitano, uno de los más ricos del mundo. Como el viajero presuroso, con el tiempo tasado, que recorre ansiosamente las galerías de escultura y pintura no pudiendo prestar a tantas maravillas más que una atención momentánea, así tengo que mencionar rápidamente el famoso grupo del “Toro Farnesia”, de la escuela de Rodas, a que pertenece también el Laocoonte del Vaticano, obra estupenda de la antigüedad; el “Hércules Farnesio”, atlético, musculoso, estátua de la cual se han hecho infinitas reproducciones; la “Venus” cuya actitud expresa muy bien la denominación de “Callípige” con que se la conoce en el mundo del arte; el grupo de Harmodio y Aristogotón; la “Venus de Capua”; la “Agripina”; las estatuas ecuestres de los “Balbos”; la “Flora Farnesio”, encontrada en Roma en las termas de Caracalla; el “Antinoo”, favorito de Adriano; el busto de Homero; el incomparable mosaico de la “batalla de Alejandro”, ejemplar único en el mundo; los bustos de emperadores; y en las salas de los bronces, el encantador “Fauno” y el “Narciso”, que decoraban casas particulares de Pompeya. Las colecciones de objetos suntuarios o comunes, joyas, utensilios de cocina, de pesca, de baño encontrados en la ciudad desenterrada; los comestibles, vasos, telas, y demás hallazgos que permiten restaurar la vida total de los pompeyanos, son tantos y ocupan tanto espacio, que para examinarlos detenidamente se necesita repetir durante muchos días la visita al Muser.


Publicado el 3 de junio de 2021 por Edu Robsy.
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