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Al encontrarse en la calle, el buen cura, recobrando la serenidad de su espíritu y la soltura de su lengua, me dijo con cierto enojo: —¿Por qué no le dijiste tú que el poema no era tuyo sino mío? No pude menos de soltar la risa, viéndole picado en su amor propio, y considerando el extraño resultado de nuestra visita al príncipe de la Paz.
— Pues, Gabrielillo — me dijo D. Celestino cuando entrábamos en la casa —, cierto es que hay demasiada gente en el pueblo. Se ven por ahí muchas caras extrañas, y también parece que es mayor el número de soldados. ¿Ves aquel grupo que hay junto a la esquina? Parecen trajineros de la Mancha... y entre ellos se ven algunos uniformes de caballería. Por este lado vienen otros que parecen estar bebidos... ¿oyes los gritos? Entrémonos, hijo mío, no nos digan alguna palabrota.
Aborrezco el vulgo.
En efecto, por las calles del Real Sitio, y por la plaza de San Antonio discurrían más o menos tumultuosamente varios grupos, cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador. Asomábase a las ventanas el vecindario todo, para observar a los transeúntes, y era opinión general, que nunca se había visto en Aranjuez tanta gente. Entramos en la casa, subimos al cuarto de D. Celestino, y cuando este sacudía el polvo de su manteo y alisaba con la manga las rebeldes felpas del sombrero de teja, la puerta se entreabrió, y una cara enjuta, arrugada y morena, con ojos vivarachos y tunantes, una cara de esas que son viejas y parecen jóvenes, o al contrario, cara a la cual daba peculiar carácter toda la boca necesaria para contener dos filas de descomunales dientes, apareció en el hueco. Era Gorito Santurrias, sacristán de la parroquia.
216 págs. / 6 horas, 18 minutos.
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Publicado el 4 de octubre de 2016 por Edu Robsy.
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