La Casa de Shakespeare

Benito Pérez Galdós


Viajes



I

¿Por dónde voy a Stratford? La estación de Birmingham


Siempre que visité a Inglaterra tuve deseos vivísimos de hacer una excursión a Stratford-on-Avon, patria de Shakespeare. Unas veces por falta de tiempo, otras por distintas causas, ello es que no pude realizar mi deseo hasta el pasado año. Por fin, en Semptiembre último pisé el suelo, que no vacilo en llamar sagrado, donde están la cuna y sepulcro del gran poeta. Desde luego afirmo que no hay en Europa sitio alguno de peregrinación que ofrezca mayor interés ni que produzca emociones tan hondas, contribuyendo a ello, no sólo la grandeza literaria del personaje a cuya memoria se rinde culto, sino también la belleza y poesía incomparables de la localidad.

Si en Inglaterra Stratford es un lugar de peregrinación muy visitado, pocos son los viajeros del continente que se corren hacia allá. En los voluminosos libros donde firman los visitantes, he visto que ses y norte-americanos; contadísimos los de franceses e italianos, y españoles no vi ninguno. Creo que soy de los pocos, si no el único español, que ha visitado aquella Jerusalem literaria, y no ocultaré que de ello me siento orgulloso rindiendo este homenaje al gran dramaturgo, cuyas creaciones pertenecen al mundo entero y al patrimonio artístico de la humanidad.

Y no crean mis lectores que ir a Stratford es obra tan fácil, aún hallándose en Inglaterra. La superabundancia de comunicaciones viene a producir el mismo efecto que la falta de ellas.

No conozco confusión semejante a la que se apodera de un viajero instalado en cualquier ciudad inglesa cuando coge el “Bradshaw” o Guía de ferrocarriles, y trata de investigar en sus laberínticas páginas el camino más corto y más breve para trasladarse de un confín a otro de la Gran Bretaña. El libro de los Vedas es un modelo de claridad en comparación del voluminoso “Bradshaw”. Si quisiéramos dirigirnos por cualquiera de las tres grandes líneas o redes que partiendo de Londres cruzan toda la isla, a saber, el “Uorth-Western”, el “Midland” y el “Great-Northern”, la tarea no es en extremo difícil; pero si intentamos buscar direcciones transversales por las infinitas ramas que enlazan estas líneas unas con otras y con las secundarias, vale más renunciar a indagar el camino, y confiarse al acaso, entregándose a las peripecias de un viaje de aventuras, y a la buena fe de los empleados del ferrocarril.

Verdadera maravilla de la ciencia y de la industria es la muchedumbre de trenes que ponen en movimiento todos los días de la semana, menos los domingos, las Compañías antes citadas, y además las del “Great Western” y “Great Eastern”, y la fácil exactitud con que las estaciones de empalme dan paso a tan enorme material rodante sin confusión ni retraso. La velocidad, acortando distancias, desarrolla en aquel país hasta tal punto la afición a los viajes, que toda la población inglesa parece estar en constante movimiento. Se viaja por negocio, por hacer visitas, por hablar con un amigo, por ir de compras a una ciudad próxima o lejana, por pasear y hacer ganas de comer.

Hallábame en Newcastle, y nadie me daba razón de la vía más breve para visitar “the home of Shakespeare”. Una rápida inspección del mapa simplificó la dificultad, pues viendo que Stratford está cerca de Birmingham, a esta ciudad había que ir por lo pronto. Después, Dios diría. Entre Newcastle y Birmingham, el viaje es entretenidísimo, pues se pueden admirar las catedrales de Durham y York, y después se atraviesa una de las comarcas industriales más interesantes, la del Hallamshire, donde está Sheffield, la metrópoli de los cuchillos. Sin detenerme recorro esta región contemplando la inmensa crestería de chimeneas humeantes que por todas partes se ve, y llego a Birmingham, ciudad populosa, una de las más grandes, ricas y trabajadoras de Inglaterra. Un poco más alegre que Manchester, se le parece en la animación febril de sus calles, en la negrura de sus soberbios edificios, y en la muchedumbre y variedad de establecimientos industriales.

¿En qué parte del mundo, por remota y escondida que sea, no se habrá visto la marca de esta ciudad aplicada a cualquier objeto de uso común y ordinario? La universalidad, la variedad y el cosmopolitismo de la industria de Birmingham se expresan muy bien en un elocuente párrafo de la obra de Burrit, “Paseos por el país negro”. Dice así:

“El árabe come su alcuzcuz con una cuchara de Birmingham; el pachá egipcio ilumina su harem con candelabros de cristalería de Birmingham; el indio americano se bate con el rifle de Birmingham, y el opulento rajah del Indostán decora su mesa con los cobres de Birmingham; el audaz ginete que recorre las estepas de Sud-América espolea su caballo con un acicate de Birmingham, y el negro antillano corta la caña de azúcar con su hacha de Birmingham... etcétera.”

No copio más porque es el cuento de nunca acabar, semejante al de las cabras de Sancho.

La estación de esta gran metrópoli industrial es de tal magnitud, y hay en ella un vaivén tan vertiginoso de trenes, y gentío tan colosal, que no extrañaría yo que perdiera el sentido quien desconociendo la lengua y las costumbres, se viera obligado a indagar en aquel laberinto una dirección cualquiera.

“¿En qué plataforma se toma billete para Stratford?”

Esta es la pregunta que se ve obligado a hacer el peregrino shakesperiano en la ingente estación de Birmingham.

No se crea que tal pregunta es contestada fácilmente. Muchos empleados no saben cual es el camino de Stratford, y lo más que hacen es informar con incierto laconismo: “Es de la otra parte”. Y recorra usted otra vez los puentes que comunican las inmensas naves por encima de las vías. Después pase usted por un túnel abierto debajo de otras, hasta llegar a las plataformas del costado Sur, y allí, échese a correr a lo largo del interminable andén.

Por fin, hay quien dé informes exactos de la vía que se debe tomar, del sitio donde está el “booking-office” o despacho de billetes, y de la hora del tren. Gracias a Dios, ya tengo en la mano el billete para Stratford; tomo asiento en un coche; el tren marcha. Mil y mil veces gracias al Señor.

II

Stratford al fin. Shakespeare’s Hotel


Llego por fin a una comarca totalmente distinta de la Inglaterra de Birmingham, Manchester y Leeds. Han desaparecido las chimeneas, han huido aquellos fantasmas escuetos que se envuelven en el humo que vomitan, y que agobian el espíritu del viajero con su negrura satánica. Penetro en un país risueño, más agrícola que industrial, impregnado de amenidad campestre. No más fábricas, no más industria. La negra pesadilla se disipa, y el humo, que todo lo entristece, se va quedando atrás. Recorro un ramal del “Midland”, que enlaza esta gran red con la no menos importante del “Great Western”, y entramos en la provincia de Warwiek o Warwichshire, una de las más pintorescas de Inglaterra, y además ilustrada con interesantísimos recuerdos históricos.

Paso junto al célebre castillo de Kenilworh, parte en ruinas, que da nombre a una de las más afamadas novelas de Walter Scott. Perteneció aquella magnífica residencia al conde de Leicester, favorito de la reina Isabel, en honor de la cual se celebraron ruidosas y espléndidas fiestas. Omito la descripción de esas hermosas ruinas, así como la del castillo de Warwick, que me apartaría de mi objeto, y sigo en busca de la casa del poeta. ¡Kenilworth Leicester, Isabel! todo esto ha pasado, mientras que Shakespeare vivirá eternamente, y su humilde morada despertará más curiosidad e interés que todos los palacios de príncipes y magnates.

La impresión de descanso y de paz que produce en el ánimo del viajero este ameno y poético rincón de Inglaterra vale las penas y contrariedades del extraviado viaje. La campiña es deliciosa y revela las mayores perfecciones y progresos de la agricultura. Por fin el ramal de Midland enlaza con un ferrocarril puramente local, tranquilo, y más parecido a los nuestros que a los ingleses, porque no hay en él ni el vértigo ni la velocidad de las redes centrales de la isla, ni en las estaciones desmedida aglomeración de pasajeros.

Por fin llego a la estación y al pueblo de Stratfort, que es una villa de diez mil habitantes.

En la estación, lo mismo que en nuestras ciudades provincianas, hay un ómnibus que recoge a los viajeros y los va dejando en las casas o en las fondas. Es de noche. Todo en este simpático pueblo respira tranquilidad, bienestar y costumbres puramente campestres. El que sale de las populosas ciudades industriales para venir aquí, cree entrar en la gloria. Los nervios descansan del infernal ruido y de las impresiones rápidas y múltiples que constantemente recibimos en los grandes centros urbanos. La imaginación es la que no descansa, antes bien se lanza a los espacios ideales, representándose el tiempo en que vivía la eximia persona cuya sombra perseguimos en aquella apacible y poética localidad. No podemos separar al habitante de la morada, y nos empeñamos en trasladar ésta a los tiempos de aquél, o en modernizar al poeta para hacerle discurrir con nosotros por las calles, hoy alumbradas con gas, de su querida y placentera villa.

Dos hoteles hay en la patria de Shakespeare que merecen especial mención. Uno es el Mamado “Red Horse”, célebre porque en él escribió Washington Irving sus impresiones de Stratford; el otro, llamado “Shakespeare’s Hotel”, ofrece la particularidad de que los cuartos están designados con los títulos de los dramas del gran poeta. El que a mí me tocó se denominaba “Love’s Labours Lost”, y a la derecha mano vi “Hamlet”, y más allá, en el fondo de un corredor oscuro y siniestro, “Macbeth”.

La posada pertenece al género patriarcal, sin nada que lo asemeje a esas magníficas colmenas para viajeros que en Londres se llaman el “Metropolitan” y en París el “Gran Hotel”. Es más bien una de aquellas cómodas hosterías que describe Dickens en sus novelas, y de las cuales habla también Macaulay en su hermosa descripción de las transformaciones de la vida inglesa. Todo allí respira bienestar, “confort”, tranquilidad y aseo. El estrepitoso y chillón lujo de los hoteles a la moderna no existe allí. La escalera, de nogal antiguo ennegrecido por el tiempo; los muebles, relumbrantes de limpieza, revelan la domesticidad, la confianza, la vida de familia. Huéspedes y patrones viven en apacible concordia. La mesa es abundante y poco variada, el “roastbeef” excelente, el té magnífico, y luego vengan tostadas, “bacon”, huevos escalfados, ensaladas, patatas cocidas, y todo lo demás que constituye la sobria culinaria británica. La cerveza y la mostaza completan el buen avío. Para mayor encanto, el interior de aquel hernioso cuarto que lleva el título (estampado con claras letras en una tabla sobre la puerta) de “Love’s Labours Lost”, ofrece comodidades que en vano buscaríamos en los más aparatosos hoteles del Continente. Basta decir que las camas inglesas, grandes", mullidas, limpias como los chorros del oro, son las mejores del mundo, y que el ajuar de tocador que las acompaña no tiene rival. El dueño de la casa (y ésta revela en su interior una respetable antigüedad), queriendo sin duda que sus huéspedes se empapen bien en las ideas e imágenes shakesperianas, ha llenado el edificio, desde el portal hasta el último cuarto, de cuadros y estampas colocadas en vistosos marcos, todos de asuntos de los dramas del poeta. Cuanto ha producido el buril en el siglo pasado y en el presente, allí se encuentra. Hay grabados hermosos y otros deplorables. El viajero que pasa la noche allí, se ve acosado por la turba de ilustres fantasmas.

Se los encuentra en su alcoba, en el comedor y hasta en el cuarto de baño. Aquí “Lady Macbeth” lavándose la mano; más allá “Catalina de Aragón” reclamando sus derechos de reina y esposa, o el “Rey Lear”, de luenga barba, echando maldiciones contra el cielo y la tierra. Por otra parte el fiero “Gloucester”, de horrible catadura; el vividor “Falstaff”, panzudo y dicharachero; más lejos el judío “Shylock” ante el tribunal presidido por la espiritual “Porcia”. No faltan Antonio discurriendo ante el cadáver de César, ni “Kaliban” y “Ariel”, seres imaginarios que parecen reales; “Romeo” ante el alquimista; “Julieta” con su nodriza, “Ofelia” tirándose al agua; en fin, todas las figuras que el arte creó, y la humanidad entera ha hecho suyas, reconociéndolas como de su propia sustancia.

En el comedor del hotel encuentro tipos de los que Dickens nos ha hecho familiares. La raza inglesa es poco sensible a las modificaciones externas impuestas por la civilización. En algunos he creído encontrar aquella casta de filántropos inmortalizada por el gran novelista, y les he mirado las piernas esperando ver en ellas las polainas de Mr. Picwick.

Después de una noche de descanso en la cómoda vivienda en compañía de las imágenes trágicas que decoran las paredes de la habitación, la claridad del día nos permite hacer un reconocimiento de la villa, la cual es pequeña, pues sólo tiene quince o veinte calles y revela un perfecto orden municipal. Ya quisieran nuestras presumidas capitales del Mediodía tener una administración local que se asemejase a la de aquella aldea, situada en un rincón de Inglaterra. Los servicios municipales son allí tan esmerados como en los mejores barrios de Londres. Basta dar un paseo por las calles de, Stratford, paseo en el cual no se emplea més de media hora, para comprender que nos hallamos en un pueblo donde las leyes reciben el apoyo y la sanción augusta de las costumbres. La civilización tiende a la uniformidad y bajo su poderoso influjo hasta las más remotas aldeas toman las apariencias de ciudades populosas. En Stratford se encuentran tiendas tan bellas como las de Londres, y el vecindario que discurre por las calles tiene el aspecto de la burguesía londonense. Por ninguna parte se ven los cuadros de miseria que suelen hallarse en las ciudades industriales ni las turbas de chiquillos haraposos, tiznados y descalzos que pululan en los docks de Liverpool o en el “Quayside” de Newcastle. El bienestar, la comodidad, la medianía placentera y sin pretensiones se revelan en las calles de Stratford. Es algo como el olor de la ropa planchada que brota de la patriarcal alacena en esas casas de familia, más bien de campo que de ciudad, donde reinan el orden tradicional y la economía que se resuelve en positiva riqueza.

En una de las principales y más espaciosas calles, contrastando con los edificios modernos, hay una casa de estructura normanda, con ensamblajes de madera ennegrecida por el tiempo. Parece una gran cabaña, de las que actualmente se construyen en los jardines con troncos sin descortezar. Es de dos pisos de poca elevación, y tiene un pequeño pórtico de madera sombreando la puerta, junto a la cual pende un llamador de alambre terminado en una argolla. El cartel allí fijado dice al visitante que llame si quiere entrar. Llamo y me abre un señor muy atento, bien vestido, que parece guardián del edificio. ¡Parece mentira que de tan sencillo modo entre uno en la casa natal de Guillermo Shakespeare!

III

La casa


Omitiré la historia jurídica de esta que podremos llamar monumento, y las diferentes trasmisiones que sufrió como immueble desde 1574, en que la compró John Shakespeare por la suma de 40 libras, hasta 1847, en que fué adquirida por los comités de Stratford y Londres, y declarada monumento nacional.

Consta de dos pisos, y las habitaciones de ambos han sido restauradas con refinada inteligencia, procurándose que conserven el aspecto y carácter que debieron tener en tiempo del gran poeta. En el piso bajo está la cocina, con su inmensa chimenea de campana, en la cual subsisten los ganchos de que se colgaba la carne para ahumarla. A un lado y otro hay dos asientos o poyos de mampostería. El conserje permite a los visitantes sentarse en ellos, y cuantos hemos tenido la dicha de penetrar en aquel lugar, que no vacilo en llamar augusto, nos hemos sentado un ratito en donde el dramaturgo pasaba largas horas de las noches de invierno contemplando las llamas del hogar, que sin duda evocaban en su ardiente fantasía las imágenes que supo después reducir a forma poética con una maestría no igualada por ningún mortal.

Destartalada escalera conduce al piso alto, donde está la habitación en que nació Guillermo. En ella se ven varias sillas de la época, un pupitre y otros muebles. El testero de la calle es una gran ventana de vidrios verdosos, en los cuales no hay una pulgada de superficie que no esté rayada al diamante por las infinitas firmas de personas que han visitado la estancia. Destácanse en aquel laberinto de rayas los nombres de Walter Scott, Dickens, Goethe, Byron y otras celebridades. Las paredes hállanse así mismo cubiertas de nombres.

En otra pieza que da al jardín se ve el célebre retrato, que pasa por auténtico, si bien su autenticidad, diga lo que quiera la inscripción que lo acompaña, no aparece completamente probada. Su semejanza con el busto de “Trinity Church”, de que hablaré después, es grande; pero encuentro en el busto mayor belleza y más fiel expresión de vida. Como pintura, el retrato es mediano.

Junto a la casa se ha construido un edificio con el mismo carácter de arquitectura, destinado a museo shakesperiano. Mil curiosidades, objetos diversos, documentos, cartas, grabados que se relacionan más o menos claramente con la vida del dramaturgo, se muestran allí perfectamente ordenados.

Lo que más atrae la atención es la carpeta que se dice fué usada por Shakespeare cuando recibió la primera enseñanza en “Grammar School”, las célebres cartas de Queney, los originales de los contratos que el poeta celebró con empresas teatrales, ejemplares de las primeras ediciones de sus dramas, un anillo marcado con las iniciales W. S., copas y otros utensilios domésticos, armas, libros y papeles varios. El museo es interesante, y revela un extraordinario grado de cultura; pero como impresión de la existencia del autor de “Hamlet”, es mucho más honda la que se recibe sentándose en el apoyo de la cocina bajo la enorme campana de la chimenea. Ambos edificios, la casa natal y el anejo, son cuidados y conservados con diligente esmero. En ellos no se enciende fuego ni de noche ni de día, para evitar el peligro de un incendio en aquel viejo maderamen, ennegrecido y resecado por él tiempo. En un jardín contiguo se cultivan las flores y arbustos más comunmente citados por el poeta en sus inmortales escenas y sonetos. La peregrinación a la casa natal aumenta cada día. El número de visitantes, según consta en los libros, ascendió el último año a “diez y siete mil”.

Dé Hensley Street pasamos a New Place, donde estuvo la casa en que murió el poeta. En ella habitó los últimos diez y nueve años de su vida y escribió algunos de sus dramas, probablemente el “Julio César”, “Antonio y Cleopatra” “Macbeth” y todos los del cuarto período. En el extenso jardín de la casa de New Place plantó Guillermo un moral. Árbol y casa fueron destruidos bárbaramente a mediados del pasado siglo por el poseedor de la finca, sir J. Gastrell, cuyo nombre ha pasado a la posteridad por este acto de salvajismo. Para consumarlo no tuvo más motivo que las continuas molestias que leudaban los visitantes. La madera del moral fué conservada por algunos industriales, que se dieron a fabricar objetos y a expenderlos. Pero el número de baratijas del árbol shakesperiano llegó a ser tan considerable, que debemos suponer entró en su confección, no un árbol, sino un bosque entero. La casa no tardó en ser derribada también, y de ella sólo quedan informes cimientos. La que en su lugar existe contiene otro museo, menos interesante que el de Hensley Street. El jardín, esmeradamente cuidado es amenísimo, delicioso, lleno de la memoria, y de las huellas, y de la sombra de aquel a quien Ben Johnson llamó “alma del siglo, asombro de la escena”.

IV

La tumba


Pero lo más interesante de Stratford es la iglesia, “Holy Trinity Church”, sepultura del poeta y de su mujer.

Honor insigne para un país es saber dónde reposan los restos de sus hombres eminentes. Nosotros no podemos vanagloriarnos de esto; y aunque sabemos que los huesos de Cervantes yacen en las Trinitarias, y en Santiago los de Velázquez, no podemos separarlos de los demás vestigios humanos que, contiene la fosa común.

Hay que tener en cuenta que Shakespeare disfrutó en vida de fama resplandeciente; que sus contemporáneos le estimaron en lo que valía; que poseyó cuantiosos bienes de fortuna, y que su familia pudo y supo cuidar de la conservación de sus cenizas venerables. La Iglesia parroquial de Stratford es bellísima, ojival, del tipo normando en su mayor parte, pequeña si se la compara con las catedrales españolas y aun con las inglesas, grande en proporción de los templos parroquiales de todos los países. Antes del cisma fué colegiata con un coro de quince canónigos. Consta de una gran nave con crucero, y otras dos colaterales pequeñas, y sobre el crucero se alza la torre del siglo XIV, construcción aérea y elegantísima. El interior no ofrece la desnudez árida de los templos protestantes. Parece una iglesia católica, sobre todo en el presbiterio, lo más hermoso de este ilustre monumento. Las rasgadas ventanas de estilo inglés perpendicular, los pintados vidrios que las decoran, el altar con gallardas esculturas, la sillería de tallado nogal, los púlpitos, los sepulcros, ofrecen un conjunto de extraordinaria belleza y poesía. Al penetrar en el santuario, todas las miradas buscan el monumento del altísimo poeta en la pared Norte del presbiterio, en el lado del Evangelio. Es propiamente un retablo, y quien no supiera qué imagen es aquella, la tomaría por efigie de un santo puesto allí para que le adoraran los fieles.

Consta de un sencillo cuerpo arquitectónico del Renacimiento, dos columnas sosteniendo un cornisamiento con guardapolvo, que ostenta en el copete las armas de Shakespeare. En el centro el busto, imagen de medio cuerpo y de tamaño natural. A primera vista se tomaría el monumento por una ventana, en la cual estuviera asomada la figura, viéndosela de la cintura arriba. Los brazos caen con naturalidad sobre un cogín. La mano derecha tiene una pluma, y la izquierda se apoya abierta sobre un papel. El color aplicado a la tallada piedra da a la escultura una viva impresión del natural. La cara es grave, la mirada algo atónita, la expresión noble, la frente majestuosa, el traje sencillo y elegante, ropilla de paño negro y cuello grande sin pliegues.

Imposible apartar los ojos de aquella imagen, en que por un efecto de fascinación, propio del lugar, creemos ver al dramático insigne vivo y con la palabra en los labios. En el plinto se lee la siguiente inscripción, que por tratarse de quien se trata no resulta todo lo enfática que a primera vista parece.


“Judicio Pylium, genio Socratem arte Maronem Terra tegit populus maeeret, Olympus habet.”


Está bien claro el texto latino y no necesita traducción. Sólo debe indicarse que “Pylium” quiere decir Numa Pompilio, y que la palabra “Socratem” se considera equivocación del grabador, a quien sin duda mandaron poner “Sophoclem”.

Debajo de la inscripción latina hay seis versos ingleses, que literalmente traducidos dicen:


“Detente, pasajero, ¿por qué vas tan aprisa?
Lee, si puedes, quién es aquél, colocado por la envidiosa muerte
Dentro de este monumento: Shakespeare, con quien
La vivida Naturaleza murió; cuyo nombre adorna esta tumba,
Mucho más que el mármol, pues cuando él escribió
Supo convertir el arte en mero paje, servidor de su ingenio.


Obiit anno 1616

AEtati's 53, die 23 Ap.”


Al pie del monumento está la lápida que cubre los restos del más grande hijo de Inglaterra. La inscripción, compuesta por él mismo, según creencia tradicional, es de un vigor que claramente acusa la soberana mente del poeta. La traducción más aceptable que puede de ella hacerse, expresando el pensamiento de modo que la fidelidad perjudique lo menos posible a la energía, es esta:

“Buen amigo, por Jesús abstente De remover el polvo aquí encerrado. Bendito sea quien respete estas piedras, Y maldito quien toque mis huesos.”

Cerca del sepulcro de Guillermo está el de su mujer Ana Hatheway, que le sobrevivió siete años, a pesar de ser más vieja que él. (Diez i ocho años y medio tenía el poeta cuando se casó, y su mujer veinticinco). También yace allí Susana, la hija mayor. (Además de Susana, nacieron de aquel matrimonio dos gemelos, llamados Hamnet y Judit).

El monumento que he descrito, y la piedra sepulcral que cubre los huesos del autor de “Otelo”, absorben por completo la atención en el presbiterio de “Trinity Church”. Las hermosas vidrieras, el altar y las graciosas líneas de aquella arquitectura, quedan ante el espíritu del visitante en lugar secundario. Luego se advierte que hay en todo perfectísima armonía, que aquel interior es digno de encerrar la memoria y los restos mortales del más gran dramático del mundo, que en aquel recinto parece que duerme su genio con un reposo que no es el de la muerte. Toda persona que sepa sentir ha de experimentar en semejante sitio emociones profundísimas, imaginando que conoce a Shakespeare, y se connaturaliza con él más estrechamente que leyendo sus obras.

Resulta una impresión mística, una comunicación espiritual como las que en el orden religioso produce la exaltación devota frente a los símbolos sagrados o las reliquias veneradas. El entusiasmo literario y la fanática admiración que las obras de un ingenio superior despiertan en nosotros, llegan a tomar en tal sitio y ante aquella tumba el carácter de fervor religioso que aviva nuestra imaginación, sutiliza y trastorna nuestros sentidos y nos lleva a compenetrarnos con el espíritu del ser allí representado, y a sentirle dentro de nosotros mismos, cual si lo absorbiéramos en virtud de una misteriosa comunión. Para recorrer todo lo antiguo que conserva las huellas de Shakespeare, nos falta visitar la “Grammar School”, donde recibió la primera enseñanza. El aula se conserva sin variación desde aquellos tiempos, y su arquitectura tiene el mismo carácter que la casa natal y otras que en la ciudad subsisten. Inmediata a la escuela hállase la “Guildshall”, donde, si no miente la tradición, daban sus funciones dramáticas los cómicos errantes que alguna vez visitaban a Stratford. Supónese que allí vió Guillermo las primeras representaciones escénicas que despertaron su genio creador, y allí aprendió los rudimentos del arte histriónico, en el cual descolló también, aunque no tanto como en el de la creación poética.

Los monumentos modernos consagrados a la memoria de Shakespeare son dos: la “Clock Tower”, o torre del reloj, construcción de estilo gótico, más severa que elegante y de proporciones no muy grandiosas, y el “Shakespeare Memorial”, edificio complejo, situado a orillas del Avon, y en el cual se quiso hermanar lo útil a lo agradable. El primero de estos monumentos fué construido a expensas de un generoso americano, que quiso, como vulgarmente se dice, “matar dos pájaros de un tiro”, es decir, honrar el nombre de Shakespeare, y perpetuar la memoria del jubileo de la reina Victoria. No se ve claramente la paridad entre ambas ideas; pero el patriotismo sajón es tan extensivo, que fácilmente abarca y compagina todos los sentimientos de que se enorgullece la raza. A mayor abundamiento, la “Clek Tower” representa también la fraternidad entre Norte-América y la madre Albión, y para este sentimiento hay allí símbolos que el artista ha sabido hermanar con la iconografía shakesperiana y con el busto de la emperatriz de las Indias. Lo que a mi me parece es que el monumento en cuestión, por querer expresar tantas cosas, no expresa ninguna.

El otro monumento, o sea el llamado “Shakespeare Memorial buildings”, es un edificio complicado y grandioso, erigido por suscripción pública, y que contiene un teatro, museo y biblioteca. Exteriormente su aspecto de alhóndiga o depósito comercial no expresa el objeto a que se destina. Hállase situado a orillas del Avon, no lejos de Trinity-Church, y desde los jardines que le rodean se goza de la perspectiva hermosísima del río y sus risueñas márgenes. Lo más notable del edificio como arte constructivo, es la escalera. La sala del teatro, donde con frecuencia se representan por los mejores actores ingleses los dramas del sublime hijo de Stratford, es grande y bella. Pero las colecciones de escultura y pintura que componen los muros anexos, apenas podrían calificarse de medianas. Con todo, la erección de este vasto edificio honra a los paisanos de Shakespeare y es una prueba de refinada cultura. En el jardín se admira una estatua en bronce (bastante mejor que la que hay en Londres, en Leicester Square) sobre gallardo pedestal, que decoran cuatro figuras representando a Lady Macbeth, Hamlet, Falstaff y el príncipe Hal, o sea los cuatro caracteres fundamentales de la creación shakesperiana, el trágico, el filosófico, el cómico y el histórico.

Y ya no hay más que ver en Stratford.

La visita ha concluido, y sólo quedan espacio y margen para las reflexiones que sugiere la contemplación de los interesantes objetos relacionados con la vida mortal del dramaturgo más grande que han producido los siglos. Pero estas reflexiones mejor las hará el lector que yo. No es ocasión para un estudio de las creaciones del trágico inglés, las cuales son patrimonio del género humano, y por esto quizás y por su propia universalidad, parece como que están exentas de la crítica.

Pero si del teatro shakesperiano no es fácil escribir con novedad, acerca de la vida del poeta, por tanto tiempo rodeada de oscuridades, si hay algo nuevo que decir. La investigación de los comentaristas del hijo de Stratford no descansa, y cada día se aclara un punto dudoso de aquella preciosa existencia.


Publicado el 3 de junio de 2021 por Edu Robsy.
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