La Razón de la Sinrazón

Fábula teatral absolutamente inverosímil

Benito Pérez Galdós


Teatro



Personajes

ATENAIDA.
ALEJANDRO.
DIÓSCORO.
PÁNFILO.
HIPERBOLOS.
CUCÚRBITAS.
CYLANDROS.
HELENA, esposa de Alejandro.
PROTASIA, hija de Dióscoro.
CALIXTA, hija de Dióscoro.
TEÓFILA, hija de Dióscoro.
BASILIO, criado de Dióscoro.
CURIAS, procurador,
ARIMÁN, diablo.
NADIR, diablo.
ZAFRANIO, diablo.
CELESTE, bruja.
REBECA, bruja.
EL SANTO PAJÓN, santero.
MALCARADO, buñolero.
DON HILARIO, cura.
DOMINGA, su ama.
SECRETARIO DE DIOSCORO.— CRIADOS.
POSADERO Y SU MUJER.

Arrieros, Guardias civiles, gitanas, campesinos, etc., etc

La acción en Ursaria, y en el largo trayecto desde Ursaria al Campo de la Vera.

Jornada primera

Cuadro primero

Escena I

País desolado y frío. Es de noche. Entra en escena ATENAIDA, presurosa, y tras ella viene ARIMÁN.

ATENAIDA es una joven agraciada, esbelta, vestida con modesta corrección provinciana; lleva en su mano una maletita de viaje. El DOCTOR ARIMÁN es un diablo con apariencias inequívocas de personalidad humana: alto, escueto, ojos muy vivos, nariz de caballete, boca risueña. Componen su atavío un balandrán obscuro que le cubre hasta los pies, y un gorro de piel redondo sin visera. Bastonea con un deforme paraguas verdinegro.

ARIMÁN:
Atenaida, oiga usted, acorte el paso.

ATENAIDA:
(Mirándole sin detenerse.) ¡Ah! El doctor Arimán. Dispénseme; tengo mucha prisa. Voy á tomar el tren mixto en la estación de Valflorilo. (Óyese el silbato del tren, que se aproxima.)

ARIMÁN:
Allá voy yo también; tenemos tiempo.

ATENAIDA:
Prefiero esperar al tren á que el me espere á mi. (Siguen andando juntos.)

ARIMÁN:
¿Va usted á Ursaria?

ATENAIDA:
Allá voy.

ARIMÁN:
Ya sé que le ha salido á usted una buena colocación.

ATENAIDA:
Sí; un señor de los más acaudalados de Ursaria me ha confiado la educación de sus niñas.

ARIMÁN:
Ya lo sé.

ATENAIDA:
Usted lo sabe todo. (Llegan á la estación. El tren no está lejos.)

ARIMÁN:
Ursaria es una capital deliciosa, metrópoli de esta Farsalia-Nova, país de cucaña. Como aquí no se conoce la justicia, los aventureros y desahogados están en grande.

ATENAIDA:
Ya llega el tren; voy á buscar sitio.

ARIMÁN:
Y yo á buscar á unos amigos que vienen aquí para reunirme con ellos.

Escena II

En el tren.

ATENAIDA, que ocupa un asiento en coche de segunda junto á la ventanilla, se adormece arrullada por el traqueteo del tren. De pronto abre los ojos, y ve que en el asiento frontero está sentado ARIMAN con dos amigos. Estos son NADIR y ZAFRANIO, diablejos que se presentan ante el mundo con apariencia de mozalbetes casquivanos.

ARIMÁN:
(Afectuoso.) En su nueva colocación, Atenaida, no le faltará trabajo. Domar señoritas huérfanas de madre; pulimentar sus entendimientos bravios; prepararlas para el matrimonio… Estará usted en sus glorias. Es usted la criatura más laboriosa que se ha conocido, pues para usted el descanso es… algo como un estado morboso.

ATENAIDA:
(Secamente.) Trabajo de continuo, más que por virtud, por horror á la ociosidad.

ARIMÁN:
(A sus amigos.) Aprended, juventud frivola.

NADIR:
Ya aprendemos, maestro, y admiramos á la señorita Atenaida.

ZAFRANIO:
La hemos conocido en Toledo, regentando una escuela de ochenta niñas. (Atenaida, queriendo esquivar la conversación con aquellos hombres, les da las gracias con leve movimiento de cabeza; saca de su maletita un libro, y lee.)

ARIMÁN:
(Lisonjero, con exquisita amabilidad.) Esta ejemplar criatura no pierde ripio; hasta los momentos soporíferos del tren los aprovecha para instruirse.

NADIR:
Eso no es instruirse, es rezar.

ARIMÁN:
¿Qué sabéis vosotros, tontainas? Lo que lee nuestra linda compañera de viaje es el Tratado de la Conciencia. Atenaida practica el principio de subordinar sus acciones al fuero interno. Es el mejor sistema para ponerse á tono con la armonía universal.

ATENAIDA:
(Burlona.) Doctor, déjeme en paz; usted me abruma con sus lisonjas. Yo no soy más que una mujer vulgar…

ARIMÁN:
No se me oculta que usted es una mujer extraordinaria.

ATENAIDA:
Qué risa.

ARIMÁN:
El culto de la conciencia y el trabajo nunca interrumpido, conducen á la sabiduría del bien y del mal.

ATENAIDA:
Esa sabiduría no la tengo yo.

ARIMÁN:
La tiene usted aunque no lo diga. (Atenaida sigue leyendo.) Noto que rehuye usted el hablar conmigo; pero soy algo machacón, y aunque usted sostiene que yo lo sé todo, no es verdad, amiga mía: ignoro muchas cosas, y si usted me lo permite le haré una pregunta.

ATENAIDA:
(Con cierto hastío.) Pregunte lo que quiera.

ARIMÁN:
¿Qué sabe usted de Alejandro, el buen Marqués de Rodas?

ATENAIDA:
Tiempo ha que no le veo; según tengo entendido, hoy padece más que nunca la fiebre de los negocios, y éstos le van bastante mal.

ARIMÁN:
Yo pensé que al enviudar se casaría con usted. Me consta que usted le amaba y era tiernamente correspondida. Por su desvío, ¿no le guarda usted rencor?

ATENAIDA:
No soy rencorosa; Alejandro es bueno, es honrado, y observa las leyes morales y sociales con un rigor absoluto.

ARIMÁN:
Por eso le salen torcidos todos los negocios. ¿Vive en Ursaria?

ATENAIDA:
Tal vez; pero no puedo asegurarlo.

ARIMÁN:
Pues si reside en la capital, allí encontrará medios para enderezar sus negocios y recuperar los caudales perdidos.

ATENAIDA:
No lo sé. Lo que sí aseguro es que Alejandro no se apartará jamás de la Razón y la Verdad.

ARIMÁN:
Yo conozco bien la sociedad de Ursaria. En otro tiempo Alejandro fué muy amigo del caballero cuyas niñas va usted á educar. Es probable que los que antes fueron amigos lo sean ahora también. Y á propósito: en aquella casa hallará usted buena ocasión de labrarse un sólido porvenir.

ATENAIDA:
(Sorprendida.) ¿Yo? ¿Cómo?

ARIMÁN:
Don Dióscoro de la Garfia es viudo… y viudo aburrido de su soledad. Si usted tiene arte y sutileza, podrá pasar de institutriz á señora de la casa.

ATENAIDA:
Usted bromea, doctor.

ARIMÁN:
Y don Dióscoro tiene un hermano llamado Pánfilo, que también es viudo y cansado de su soledad. Usted, Atenaida, está dotada de encantos físicos y espirituales, y si á esta fuerza nativa añade usted un poco de estrategia coquetil, podrá conquistar el tálamo de cualquiera de los dos hermanos.

ATENAIDA:
¡Que cosas se le ocurren á este doctor!

ARIMÁN:
Ambos hermanos son ricos, ó lo parecen. Ursaria es en estos tiempos terreno fecundo para los hambrientos y sedientos de fáciles provechos.

ATENAIDA:
Por lo que usted dice, en Ursaria domina la mentira, y yo…

ARIMÁN:
Usted tiene su entendimiento empapado en ese libro que hace un rato leía. Pero fíjese bien en lo que le digo, amiga mía. En ese libro falta un capítulo, que se titula: De la Elasticidad de la Conciencia.

ATENAIDA:
¡Oh! no. (Acorta el tren su marcha. Arimán y sus amigos se levantan.)

ARIMÁN:
Si el capítulo no existe, invéntelo usted y no se arrepentirá de ello.

ATENAIDA:
¿Se quedan ustedes en esta estación?

ARIMÁN:
Sí; es la estación de Yeserías. Como profesorde Química, tengo que dar un informe sobre la salubridad de las excavaciones.

ATENAIDA:
Bueno. Adiós.

ARIMÁN:
Es fácil que nos veamos en Ursaria. Agur.

(Al parar el tren, Arimán y sus amigos desaparecen. Atenaida cae en profunda meditación.)

Sin detenerse en la estación de Yeserías, Arimán, Nadir y Zafranio, se escabullen por angosto sendero, y después de recorrer silenciosos distancia no inferior á cuatro kilómetros, llegan á un cerro calvo, desnudo de toda vegetación. La noche, sin luna, es de una serenidad majestuosa; brillan en el cielo los planetas y las constelaciones con fulgor espléndido. A poco de vagar con paso lento por aquella soledad, los tres seres diabólicos divisaron bultos negros, sin duda mujeres acurrucadas; entre ellas fugaces llamaradas de fuegos fatuos. Oyese lejano graznido de cuervos.

Escena III

ARIMÁN, CELESTE, bruja.

ARIMÁN:
Ya están aquí esas idiotas; seguid vosotros hacia las excavaciones y entretened á las comadres con algunas ceremonias que den regocijo á sus corazones amojamados; yo busco á esa que adereza sus enredos con parrafadas de una filosofía hueca… esa que responde por Celeste, aunque su verdadero nombre es Celestina. Ya me ha visto, y brincando como una cabra loca viene hacia mí. Seguid vosotros, y dejadme solo con ella. (Vanse los amigos.) Ya te veo, Celestina…

CELESTE:
Perdona, ¡oh Príncipe!, si por centésima vez te suplico que no me des ese nombre; pues si es cierto que con el crisma me lo aplicaron, yo reniego de él, porque el vano vulgo lo usa para designar á las que practican el vil oficio proxenético, sin elevarse á los filosóficos principios que yo empleo para conquistar almas y llevárselas al señor tuyo y mío. Llámame Celeste, nombre suave y peregrino, que me da calidad y metimiento en mi trato con los mortales.

ARIMÁN:
Pues te llamo Celeste, y añado que esta noche no vengo más que á platicar contigo.

CELESTE:
(Avanza, y desenvolviendo su manto negro muestra su cuerpo larguirucho cubierto de un luengo camisón. Su rostro es escuálido; boca desdentada, nariz corva y ojos de buho.) Noches ha, Señor, que he venido á buscarte á este campo de nuestros sagrados ritos. En vano te esperé, y mi desconsuelo fué tan grande como es esta noche mi alegría. Déjame que te adore…

ARIMÁN:
(Echándose al suelo, apoyado el codo en tierra y la cabeza en la mano.) No vengo á que me adores; apártate.

CELESTE:
Adorarte quiero. Déjame que te bese el tafanario.

ARIMÁN:
Suprime esta noche el ósculo de acatamiento.

(Apártala con suavidad. Celeste se acurruca junto á él; el cuervo familiar de la bruja se le sube al hombro y grazna como tomando parte en la conversación.) Suprimamos el rito y hablemos de cosas del mundo.

CELESTE:
¡Oh, el mundo! Por un lado, los tiólogos, atrapando á la gente rica con el cebo de la bienaventuranza eterna; por otro, los filósofos, con su jerigonza materialista, han puesto á la humanidad en tal estado de corrumpición, que poco tendrá que discurrir nuestro Señor Satán para hacerla suya. (Lanza el cuervo un fuerte graznido.)

ARIMÁN:
No estás en lo cierto. Tu mucho saber de filosofías marchitas y de místicas zarandajas te hacen desvariar. Vuelve on ti, hermana Celeste, y reconoce que la familia del antes poderoso Baal está en innegable decadencia. Mi tía la Serpiente duerme enroscada en sí misma un sueño secular. Pasaron los tiempos en que eran nuestras, grandes extensiones de humanidad en este y otros planetas. Con sutiles artes ha conseguido arrebatárnoslas el Padre Universal que nos echó del Paraíso. Ya no nos queda más que esta faja de terreno donde hemos podido establecer, aunque de una manera transitoria, el imperio de la deliciosa Sinrazón, ley de la mentira provechosa, holganza de las inteligencias, triunfo de las travesuras, terreno en que medran los tontos, se enriquecen los audaces, y todo va al revés de lo que ordenan las antiguas pragmáticas del Padre Universal. Para sostener este tinglado nos bastan hechizos y sortilegios de poca monta, en los que has demostrado tu capacidad para volver lo blanco negro y turbar las almas candorosas.

CELESTE:
Me dejas atónita y turulata con eso que me dices de nuestra decadencia. Pues tú piensas que vamos á menos, yo me someto al rigor peripatético de tu disciplina, y aquí estoy para lo que me mandes. ¡Oh Príncipe mío! (Pausa. Arimán, extático, fija sus ojos en el cielo.) La hermosura del cielo en estas noches me hizo creer que tendríamos gran solemnidad en nuestro rito. Fíjate, Señor: nuestra divina Reina Astartó me hacía guiños hace un rato…, y ahora otra vez.

ARIMÁN:
Yo no puedo apartar mis ojos del planeta Marte.

CELESTE:
De allí sale la ira que viene á encender la discordia en este mundillo nuestro.

ARIMÁN:
No es ira lo que nos viene de allí, sino la onda potente que engendra en el suelo de la Farsalia-Nova la desorganización ética, fundamento de nuestro poder. Esa onda es como un tumulto de carnaval, que nos trae la burla disfrazada de lógica y la mentira con careta de verdad. (El cuervo articula lastimosos graznidos.)

CELESTE:
Ya te entiendo, Príncipe mío.

ARIMÁN:
(Levantándose.) Ahora, Celeste, á todas las comadres y comadrejas que han venido esta noche, diles que monten en sus escobas y se vayan cantando bajito.

CELESTE:
(Puesta en pie, envuelve su cuerpo rígido en el manto negro. El cuervo levanta el vuelo y se aleja; dijérase que va a comunicar á las brujas la orden de partida.) ¿Te acompaño, Príncipe?

ARIMÁN:
No. Antes de separarnos, oye un momento: ¿Conoces tú á una tal Atenaida, bien parecida y afable, antaño educadora de niñas pobres, hogaño de niñas ricas, y tan activa que no conoce la ociosidad?

CELESTE:
La conozco. Sin presumir de sabia, lo es; se acuesta con los libros, y dormida se sube á zancajear por lo que llamamos el éter de la cosmogonía sublime. Hablando en plata: la tal Atenaida es una remilgada, que con la profilaxis y otros arrumacos de la conciencia, quiere labrarse la opinión de honestidad.

ARIMÁN:
¿Te atreverías tu á tentarla?

CELESTE:
Ya lo intenté hace un año. Le propuse con discretos halagos que aceptara la plaza de ama de un canónigo que estaba prendado de ella, pero nada conseguí. Es muy tozuda.

ARIMÁN:
¿Te atreverías ahora?

CELESTE:
¿Pues no he de atreverme? Es guapa moza, y gusta del buen vestir y de las alhajas de ley. Torres más altas han venido al suelo. ¿Tienes algo más que ordenarme, Príncipe?

ARIMÁN:
No… (Caviloso.) Sí; espera un poco. Fíjate bien en lo que voy á decirte, que es cosa muy delicada: A estos dos Príncipes que andan conmigo…

CELESTE:
No están aquí; han ido con las otras compañeras á las excavaciones.

ARIMÁN:
Quiero decirte que no prestes gran atención Nadir y Zafranio, que, como sabes, gobiernan conmigo esta región; mas el Padre Satán dispuso que yo fuera el jefe y ellos mis subalternos.

CELESTE:
Ya lo sé; pero sospecho, querido Príncipe, que los tres andáis desacordes ó, como si dijéramos, inarmónicos.

ARIMÁN:
Tú lo lías dicho. Zafranio y Nadir disponen algunas cosas sin contar conmigo, y esto no puede continuar.

CELESTE:
Eleva tus quejas al Padre Satán.

ARIMÁN:
¡Ay, Celeste! De algún tiempo acá, el Padre dormita con letargo profundo en los brazos ardientes de Astarté. La relajación de la disciplina infernal se manifiesta ya en todas las esferas de la humanidad sidérea y terrestre.

CELESTE:
(Estremeciéndose.) Me haces temblar, Príncipe pero, en fin, ¿qué me mandas?

ARIMÁN:
Que cuando esos te den alguna orden, antes de cumplirla vengas á contármelo. (Aparece volando el cuervo, se pone en el hombro de Celeste y le grazna al oído.)

CELESTE:
Después de celebrar el rito, se han ido con las brujas á Ursaria.

ARIMÁN:
Por esta otra parte, también nosotros nos iremos allá.

CELESTE:
Pues vámonos.

ARIMÁN:
Tú por delante. ¡Agur! Yo tengo que dar un gran rodeo.

CELESTE:
¿Dónde nos veremos?

ARIMÁN:
No te cuides de eso. Ya te encontraré yo cuando te necesite.

Escena IV

Buñolería de MALCARADO en las inmediaciones de Ursaria. AMMÁN, ZAFBANIO y NADIR, vestidos de obreros, están junto á una mesa, desayunándose con café y churros; MALCARADO despacha en el mostrador. Entran sucesivamente el SANTO PAJÓN, DOÑA REBECA y BASILIO. Primeras horas de la mañana.

ARIMÁN:
Sírvenos pronto. Malcarado, que tenemos prisa.

MALCARADO:
(Sirviéndoles.) Allá va. ¿Pa qué tanta priesa, si vus pasáis el día ganduleando en las calles de Ursaria?

NADIR:
No ganduleamos, tío Malcarado. ¿Qué sabes tú?

ZAFRANIO:
Para nosotros el día es noche, y vivimos soterrados.

ARIMÁN:
Trabajamos en el alcantarillado de la Gran Vía.

MALCARADO:
Buen alcantarillado tenéis vosotros, vagos de día y danzantes de noche. En fin, ahí tenéis el Café, y despavilad pronto. (Entra el Santo Pajón, que es un vejete, de oficio santero; lleva una urna-cepillo con la imagen del Niño Jesús, bien vestidito y con zapatos de tisú de plata. Pide limosna en nombre del Niño, para una Comunidad de monjas. El verdadero nombre de este personaje es Pío José, pero en los pueblos que recorre es más conocido con el apodo de Santo Pajón.)

SANTO PAJÓN:
(Desde la puerta.) La paz de DÍOS… (Dirígese al mostrador. Como parroquiano asiduo, no necesita pedir la mañana. Malcarado le sirve una copa de aguardiente. Mientras el santero empina el codo, entra doña Rebeca; dirígese á saludar á Zafranio, de quien es amiga.)

ZAFRANIO:
¡Hola, señá Rebeca! ¿Viene usted á tomar la mañana?

REBECA:
(Que es una bruja muy apersonada, alta y huesuda, con velo de ala de mosca.) Hijo, tomo mi copita !ay! para matar el maldito histérico, esta fatiguilla del estómago…

MALCARADO:
Venga acá, señá Rebeca.

REBECA:
(Cogiendo la copa.) Buenos días, Pajón. ¿Y tu Niño? ¡Ay, qué mono! Le daré un besito en el cristal. (Bebe.) Hoy me sobra un cinquito, y se lo voy á dar á tu Niño para que me dé un buen día. (Echa una moneda en el cepillo.)

ARIMÁN:
(Acercándose.) Y yo, que también soy devota del Niño, le voy á dar otros cinquito.

SANTO PAJÓN:
Pues mi Niño, que es muy agradecido, os dará ciento por uno.

BASILIO:
(Viejo criado y jardinero de un palacio próximo.) Se saluda al tío Malcarado, al tío Pajón y á toda la parroquia.

MALCARADO:
Adelante, Basilio.

BASILIO:
Mi churro, mi café Con gotas. (Adelantándose al mostrador.) Eche usted y no se derrame, tío Malcarado.

ARIMÁN:
¿Qué tal, Basilio? ¿Está usted contento en esa casa donde sirve?

BASILIO:
¿Cómo no he de estar contento? Llevo más de cincuenta años con don Dióscoro de la Garfia; soy como de la familia.

NADIR:
Dicen que eso de La Filantrópica va muy bien.

BASILIO:
Sí; con esa máquina que ha inventado mi amo, entra mucho dinero en casa.

ARIMÁN:
Yo tengo unos ahorrillos de lo que heredé de mi tío el alcalde de Tembleque, y los pondré en ese Montepío.

REBECA:
Pues si yo heredara, como dicen, de un pariente mío lejano, que desciende de los Virreyes del Perú, también impondría en ese Tesoro de los pobres.

SANTO PAJÓN:
Buena, muy buena, es la casa de don Dióscoro. Siempre que voy allí, las tres señoritas me obsequian y me dan limosna.

ARIMÁN:
Diga usted, Basilio: ¿es verdad que las tres niñas de la casa son bobas?

BASILIO:
¡Qué disparate! ¿Bobas mis niñas? No, señor. La mayorcita, señorita Protasia, es un poco alelada de su natural; pero yo digo que bajo aquella capita manzurrona se esconde un talento muy picaro… Ea, señores, yo me voy á mi obligación. (Vase Basilio.)

SANTO PAJÓN:
(Cogiendo la urna.) Conque… tomada la mañanita, vamos á trabajar.

REBECA:
(Ceremoniosa.) Trabajar es nuestro destino ¡ay! Hoy es sábado y tengo que recorrer catorce casas. Zafranio, ¿nos veremos luego?

ZAFRANIO:
Comadre Rebeca, yo iré esta tarde á casa de la Moñotriste. (Van desfilando. Ariinán y los otros diablos salen los últimos.)

ARIMÁN:
(Avanzando hacia la encrucijada próxima.) Separémonos aquí. Confío en que os ajustaréis estrictamente al plan convenido. Vosotros ya sabéis…

NADIR:
Descuida. No discreparemos de lo pactado.

ARIMÁN:
Visitad los lugares en que hierven el vicio y el libertinaje. Introducios con palabra falaz en los cerebros dañados y revolved en ellos hasta que no quede una chispa de razón.

ZAFRANIO:
Muy bien.

ARIMÁN:
Soplad con todo vuestro aliento infernal en los corazones corrompidos, para que lleguen á la completa insensibilidad.

NADIR:
Se hará. Y tú…

ARIMÁN:
Yo trabajaré en esfera más alta. Desde hace unos días olfateo una res de mayor cuantía, y os juro, por las barbas del Padre Satán, que no he de parar hasta cobrarla.

Cuadro segundo

DECORACIÓN

Jardín en el lujoso hotel de Dióscoro, inmediaciones de Ursaria. A la derecha, la fachada del edificio con puerta y ventanas practicables. El ingreso á la puerta, por una escalinata. La entrada al jardín se supone por el foro izquierda. A la izquierda del proscenio un cenador bastante capaz, en el cual hay mesa donde estarán todos los objetos que se indican en el curso de la obra. Dentro y fuera del cenador, sillas rústicas. Es pleno día.

Escena I

PROTASIA, CALIXTA, TEÓFILA y BASILIO

Calixta y Teófila son dos muchachas de diez y siete y diez y ocho años, lindas, pizpiretas y juguetonas. Protasia, la hija mayor, es desgarbada, sin ninguna gracia, y demuestra corta inteligencia. Al comenzar la escena las niñas menores corretean gozosas, y Basilio arregla las sillas rústicas y la mesa del cenador y recoge los papeles rotos y otros objetos que hay en el suelo. Protasia permanece en el foro inclinada sobre la tierra.

BASILIO:
Niñas, tengan juicio y déjenme trabajar; bonito habéis dejado esto; papeles rotos, recortes de trapos…

CALIXTA:
(Tirándole de una oreja.) Pero tonto, ¿no has visto que aquí damos con Atenaida las lecciones de escritura, de costura…?

TEÓFILA:
Aquí damos las clases cuando el tiempo está bueno. (Le da un papirotazo en la calva.)

BASILIO:
¡Ay, ay! No sé cómo os aguanta vuestra maestra, la dulce Atenaida, la gran filósofa, astróloga, nigromántica, no sé; yo no entiendo de eso.

CALIXTA:
Ni de eso ni de nada. Esos disparates los has aprendido en la buñolería de Malcarado, adonde vas tempranito á tomar la mañana, borrachín.

TEÓFILA:
Hortelano, á tus lechugas; jardinero, á tus flores.

BASILIO:
(Con zalamería.) Flores sois vosotras y os cuido; os quiero mucho.

TEÓFILA:
Nos quieres mucho, viejecillo de nuestra casa.

CALIXTA:
Tú nos viste nacer.

BASILIO:
¡Uy, uy, que os vi nacer! Yo servía ya en esta casa cuando nació vuestro padre, don Dióscoro, y vuestro tío, don Panfilo.

TEÓFILA:
El tío Pánfilo, el hombre de la previsión.

CALIXTA:
El que jamás hace cosa alguna sin medir los pasos y contar los minutos.

BASILIO:
Por eso todo le sale bien. Aprended de él, casquivanas.

TEÓFILA:
Nosotras no tenemos por qué quebrarnos la cabeza pensando esas cosas.

CALIXTA:
Lo que tenemos que aprender, la vida nos lo irá enseñando.

BASILIO:
Bonita vida os aguarda si no sentáis la cabeza. Vuestra hermanita Protasia, á quien todos tienen por boba, antójaseme que va á resultar la más lista de las tres.

TEÓFILA:
¡Pobre Protasia! (Mirando á su hermana.) Pero, ¿qué hace esa chica?

CALIXTA:
Está buscando el grillo que se le ha perdido»

PROTASIA:
(Con habla dengosa, levantándose.) Ya lo encontré; aquí está el muy pillo. (Adelántase, mostrando el grillo que acaba de recoger.)

BASILIO:
Ven, alma mía; aquí tengo las lechuguitas para dar de comer á tu ganado.

PROTASIA:
(Cogiendo las lechugas.) Dame acá, Basilio. Este, que es el que yo llamaba Roqui-Roqui, tiene voz de barítono, y cuando él canta los demás hacen ríqui-ríqui y ráqui-ráqui, resultando una orquesta preciosa. Ya la habéis oído.

CALIXTA:
Sí, la hemos oído.

TEÓFILA:
Menuda escandalera arman todas las noches.

PROTASIA:
Voy á darles de Comer. (Entra en el palacio.)

CALIXTA:
Es feliz en su idiotez.

TEÓFILA:
¡Qué inocencia! Vive en el limbo… No ha podido aprender ni siquiera el abecedario.

BASILIO:
Compadecedla. Yo también la compadezco, pero la quiero tanto como os quiero á vosotras; y cuando vosotras os caséis…

TEÓFILA:
¿Tú qué sabes?, simplón.

BASILIO:
¿Pues no he de saberlo, con cincuenta años que llevo en esta casa?

CALIXTA:
Ya eres como de la familia, y nuestras penas y alegrías son también tuyas, viejecillo sandunguero.

BASILIO:
(Risueño, embobado.) Sí, sí, niñas de mi alma, lo sé todo. Tú, Calixta, te casarás con el primogénito del Marqués de Casatrolas, senador él, exministro él, y no sé qué más… Y tu boda, Teófila, ajustada está con Leandrito Hiperbolos. Ya veis que todo lo sé.

CALIXTA:
Eres muy listo y nada se te escapa.

TEÓFILA:
Seremos felices, viejecillo. ¿Querrás venir á vivir con nosotras?

BASILIO:
¡Ah, eso no! En esta casa pienso acabar mis días. Aquí estaré cuidando á la pobre Protasia.

CALIXTA:
Que no se casará.

BASILIO:
¡Ah! Yo no aseguraría que vuestro padre, que es muy allegador, no coloque también á Protasita.

TEÓFILA:
Imposible. ¿Quién podría cargar con una idiota?

CALIXTA:
Sería absurdo.

BASILIO:
Queridas niñas, vosotras empezáis á vivir. Yo soy perro viejo; he visto mucho mundo, y en mi larga existencia he podido comprobar…

CALIXTA:
¿Qué?

BASILIO:
Que la máquina del mundo está algo trastornada, y lo que parece disparatado suele prevalecer sobre lo que… (Suena la campanilla del jardín.)

TEÓFILA:
¿Quién llama?

BASILIO:
(Mirando desde el foro.) Es el Santo Pajón.

CALIXTA:
Si ayer le dimos; ¡vaya con el moscón!

TEÓFILA:
Que vuelva otro día.

BASILIO:
(Grítanlo desde el foro.) Tío Pajón, que otro día será… Ya se ha ido. (Al volver al proscenio ve aparecer á Dióscoro por el palacio.) Vuestro padre viene; basta de palique. (Vase por el jardín.)

Escena II

CALIXTA y TEÓFILA; DIOSCORO, PÁNFILO, HIPERBOLOS

Dióscoro es correcto, frío y reservón; Pánfilo regordete y muy pelma; Hiperbolos enfático y campanudo en su lenguaje.

DIÓSCORO:
Chiquillas, ¿qué hacéis aquí?

TEÓFILA:
Salimos á respirar el aire libre antes de empezar nuestras lecciones.

PÁNFILO:
¿No ha venido Atenaida?

CALIXTA:
Ya no tardará.

DIÓSCORO:
Adentro, niñas.

TEÓFILA:
Sí; Tamos á repasar la Filosofía. (Entran en el palacio las dos niña.)

PÁNFILO:
Yo me voy á casa.

DIÓSCORO:
¿Volverás?

PÁNFILO:
Sí. Tú, Hiperbolos, tráete ultimado el asunto de la Filantrópica.

HIPERBOLOS:
(Mostrando un lío de papeles.) Aquí llevo los nuevos estatutos para que me los firme el ministro.

DIÓSCORO:
Bien; adelante.

PÁNFILO:
Y ahora, hermano mío, te repito mis advertencias. Como yo soy la previsión, ya lo sabes, y quiero ponerte en guardia contra los acontecimientos imprevistos… Alejandro…

DIÓSCORO:
Ya sé, está arruinado.

HIPERBOLOS:
Hállase en las angustias de la muerte crematística.

DIÓSCORO:
¿Y crees tú que vendrá…?

PÁNFILO:
Preveo que ha de venir á pedirte auxilio para prolongar su existencia por algunas horas.

HIPERBOLOS:
(Enfático y picaresco.) Como ya no puede respirar, viene á que le demos balones de oxígeno.

PÁNFILO:
Eso es. Pues bien, Dióscoro: ten entereza y no le des nada. El hombre arruinado por su mala administración debe perecer.

DIÓSCORO:
Ya estoy prevenido. A buena parte viene. (Oyese la campanilla de la puerta del jardín.)

BASILIO:
(Por el foro, anunciando.) El señor Marqués de Eodas.

DIÓSCORO:
Que pase al momento. (Vase Basilio.)

PÁNFILO:
(Cogiendo del brazo á Hiperbolos.) Ven, ven; vámonos á lo nuestro. (Al salir, Pánfilo se encuentra con Alejandro, que entra y le abraza efusivamente.)

Escena III

LOS MISMOS.— ALEJANDRO, caballero simpático y elegante, de formas exquisitas.

ALEJANDRO:
¡Oh! querido amigo…

PÁNFILO:
Tu semblante revela salud, alegría.

ALEJANDRO:
Sí, sí, estoy muy contento; muy contento.

HIPERBOLOS:
(Dándole palmaditas en el hombro.) Alejandro, adiós; felicidades.

PÁNFILO:
Ahí tienes á Dióscoro, que te espera…

HIPERBOLOS:
Dióscoro, el bueno, el generoso amigo. (Vanse Pánfilo é Hiperbolos por el jardín.)

Escena IV

DIÓSCORO, ALEJANDRO

ALEJANDRO:
Dióscoro, amigo del alma, vengo á…

DIÓSCORO:
Ya sé; lo de siempre. Vienes á contarme tus cuitas, tus quebrantos.

ALEJANDRO:
Las penas mías ya las conoces. He llegado á la extrema perdición. Estoy en las últimas ansias, harto de sufrir golpes y reveses; ya no puedo más. Tú sabes que he consagrado lo mejor de mi vida á negocios lícitos; he sido guardador escrupuloso de los deberes sociales y esclavo de la verdad.

DIÓSCORO:
Con la verdad pura, querido Alejandro, con la verdad neta, no siempre obtenemos el éxito en nuestros negocios.

ALEJANDRO:
Tú lo has dicho. Yo he venido á comprender que es error grave en los hombres de negocios el ajustamos ciegamente á las leyes divinas y humanas. En mis tristes insomnios he visto claro que, hallándose nuestra sociedad fundada en la mentira ó en las ficciones inveteradas, es locura mantenerse dentro de la razón y de lo que llamamos deberes; otros tantos artificios inventados por la turbamulta humana…; más claro: el que se ajusta estrictamente á la verdad y á la razón, tropieza, cae y se precipita en los profundos abismos.

DIÓSCORO:
Donosa es tu idea, pero no absolutamente desatinada. Siéntate y hablemos. (En sillas rústicas se sientan.)

ALEJANDRO:
Pues si esto no te parece desatinado, dame tu opinión sobre lo que ahora voy á decirte. Estoy decidido á cambiar de conducta, adoptando desde hoy el criterio de los procedimientos mentirosos.

DIÓSCORO:
(Con humorismo.) Amigo, no tanto; cierto que la verdad y la mentira son términos elásticos y convencionales; sin embargo, conviene guardar ciertas formas y no proclamar el imperio de la Sinrazón.

ALEJANDRO:
Pues yo te aseguro, querido Dióscoro, que la gran mayoría de los seres humanos en esta diminuta región del mundo, no merecen la verdad; démosle lo suyo: la mentira.

DIÓSCORO:
¿Y crees tú que con ese nuevo sistema han de cambiar tus infortunios en prosperidades?

ALEJANDRO:
Así lo creo. Una voz misteriosa susurra en mi oído que seré dichoso cambiando de sistema.

DIÓSCORO:
En buena lógica, de la mentira sistemática, según nos han enseñado, no puede salir nada bueno. Lo mismo te dirá mi hermano Pánfilo, el hombre esencialmente práctico y previsor. Lo mismo te dirá la profesora de mis hijas, tu amiga Atenaida, que es mujer de claro sentido.

ALEJANDRO:
No hagas caso de Atenaida ni de Pánfilo. Harto de la dichosa lógica, me entrego desde hoy á lo absurdo, el gran resorte, créeme á mí, de la existencia humana; y no me hables tampoco de previsión. Yo me he pasado la vida previendo las cosas, adelantándome con mi pensamiento al suceso favorable, al suceso adverso, lo mismo cuando se trataba de un negocio que de asuntos de familia. Pues siempre que hice alarde de previsión he salido mal, muy mal; prever mucho y equivocarme siempre. Nada, nada; ya para mí no hay más divinidad que la imprevisto, la Fatalidad.

DIÓSCORO:
Aunque lo imprevisto está fuera de toda ley r no debemos despreciarlo; y en cuanto á la Fatalidad, no se puede desconocer que en muchos casos engendra las situaciones fundamentales de nuestra existencia.

ALEJANDRO:
¡Ay, amigo! ¡Cuánto me agrada oírte! Soy el ejemplo vivo del imperio de la Fatalidad. Nací, como sabes, en un hogar campesino y apacible. Mi padre, rico labrador de Jarandilla, en la feracísima Vera de Plasencia, me crió y me educó para que yo le sucediera en las faenas agrícolas; pero mi ambición juvenil apetecía horizontes más amplios. En desavenencia con mi buen padre, viví de los quince á los diez y ocho años; él quería sujetarme á la tierra fecunda; yo quería desprenderme de ella… En fin, mi anhelo de la vida urbana venció la terquedad de mi padre, y éste me mandó á Madrid á estudiar Derecho, Filosofía y Letras; ya sabes lo demás; juntos estudiamos en la Universidad.

DIÓSCORO:
De aquellos alegres días data nuestra entrañable amistad.

ALEJANDRO:
Tú y yo, estudiantes distinguidos, bien dotados por nuestros padres, frecuentábamos la sociedad aristocrática. Recordarás que apenas terminada mi carrera, me enamoré de la sin par Helenita, hija única de los Marqueses de Rodas,

DIÓSCORO:
Y aquí vieue ahora la Fatalidad; te casaste.

ALEJANDRO:
Me casé, fui dichoso. Como la fortuna de mi esposa no era grande, y mi padre, en su testamento, mejoró considerablemente á mi hermano Demetrio, que se fué á la Argentina, tuve que dedicarme á negocios para equilibrar nuestro peculio, pues tanto Helena como yo nos habíamos adaptado á una vida de grandezas y elegancia dispendiosa.

DIÓSCORO:
El lujo ¡ay! En nuestra clase, caer en el lujo equivale á caer en las garras de la Fatalidad más cruel.

ALEJANDRO:
(Suspirando.) Sí; en tal situación tuve la desdicha de perder á mi esposa, mujer incomparable, carácter dulce, toda ternura y abnegación.

DIÓSCORO:
¿Por qué la dejaste emprender aquel desatinado viaje á Cuba?

ALEJANDRO:
Pues tú me aconsejaste que fuera.

DIÓSCORO:
Si, pero…

ALEJANDRO:
Su tía y madrina, doña Sofía, la llamó para darle posesión de una parte de sus cuantiosos bienes. Nos veíamos tan mal, que consentí en aquel viaje. El vapor en que iba naufragó, ¡ay, qué dolor! Mi Helena, mi ángel, pereció en las aguas del mar antillano. En los mismos días de esta catástrofe, doña Sofía murió en Cienfuegos, y su inmenso caudal pasó á los parientes más próximos, sobrinos, primos, no sé… Desde entonces la fortuna, que ya venía mostrándoseme muy esquiva, se puso bárbaramente adversa, y de golpe en golpe, de caída en caída, he llegado á esta situación deplorable, angustiosa, mortal de necesidad.

DIÓSCORO:
¡Ay, mi querido Alejandro! Dudo que por el momento pueda yo sacarte de ese pantano; pero si quieres un buen consejo, oye… Debes encastillarte en la resignación, en el estoicismo; dar largas á esos endiablados atrancos económicos ir tirando hasta…

ALEJANDRO:
¡Tirando!… ¡tirando! He llegado á este cataclismo por mi acendrada rectitud; por ser esclavo del deber, de la verdad. (Con exaltada emoción.) Va no más. Me acojo á la farsa, á la mentira.

DIÓSCORO:
Serénate, amigo. (Viendo entrar á Hiperbolos.) Aquí viene el amigo Hiperbolos.

Escena V

LOS MISMOS.— HIPERBOLOS, que entra por el jardín; UN SECRETARIO, que aparece por el palacio.

DIÓSCORO:
(A Hiperbolos.) ¿Traes todo firmado?

HIPERBOLOS:
Sí; firmó el ministro, y han firmado los señores del Consejo. Los amigos Cucúrbitas y Cylandros, interventores de la Sociedad, vendrán luego por aquí.

ALEJANDRO:
¿Y que tal, Hiperbolos? Esa Filantrópica va muy bien, á lo que parece.

DIÓSCORO:
Aprobados por el Gobierno los nuevos estatutos, esperamos valiosas imposiciones.

ALEJANDRO:
(Irónicamente jactancioso.) Cuando yo sea rico os entregaré parte de mi capital.

DIÓSCORO:
Tendrás en nuestra Filantrópica pingües rendimientos.

ALEJANDRO:
¡Oh! sí, sí; con ello cuento. Las operaciones fiduciarias son mi fuerte.

HIPERBOLOS:
(Enfático.) ¡Oh, Marqués de Rodas! ¡El hombre de las ideas luminosas, el pensador conspicuo! Usted siempre discurriendo especulaciones atrevidas.

ALEJANDRO:
Sí, me paso la vida discurriendo; mejor será decir rabiando.

DIÓSCORO:
Eabia de originalidad, de arrebato mental.

HIPERBOLOS:
Para dar alivio á la hiperemia cerebral, querido Alejandro, debe usted venir á la política.

DIÓSCORO:
Tal creo yo. No nos sería difícil hacerte ministro.

ALEJANDRO:
(Con afectada hinchazón.) Pues á ello. Tendré mucho gusto, querido Hiperbolos, en compartir con usted las tareas ministeriales.

HIPERBOLOS:
Ya no soy ministro.

ALEJANDRO:
Es verdad. No me acordaba. Tengo la cabeza…

HIPERBOLOS:
Dejé la cartera por atender á mis asuntos particulares.

ALEJANDRO:
¡Oh, muy bien! Jugada redonda.

SECRETARIO:
(Que sale del palacio con un rimero de cartas.) Señor, ¿quiere firmar las cartas en el jardín?

DIÓSCORO:
No; vamos adentro. Ven conmigo, Hipérboles. Alejandro, quédate en el jardín, que estarás más distraído. (Entran en el palacio.)

Escena VI

ALEJANDRO, ATENAIDA

ALEJANDRO:
(Paseando por el jardín.) Lucido estaría yo si esperara mi salvación de este maldito Dióscoro, que es la personificación del egoísmo. Allá está con Hiperbolos practicando el sistema del aplazamiento de todas las cosas y de echar el anzuelo en las aguas turbias de esta sociedad para pescar incautos… Yo me salvaré solo; me entrego en cuerpo y alma á lo imprevisto, á lo desconocido. (Queda suspenso, meditabundo.)

ATENAIDA:
(Que entra por el jardín; viste con sencilla elegancia traje hechura sastre y toca redonda.) ¡Oh! Alejandro, ¿estás aquí? Sólito y aburrido, según parece.

ALEJANDRO:
(Estrechándole ambas manos.) ¡Ay, Atenaida! ¡Cuántos días sin verte!

ATENAIDA:
Sí me has visto, y no una sola vez; pero no me has hecho caso, ingrato, desmemoriado, desvanecido por las grandezas. (Se quita la toca y se pone un delantal elegante que tiene colgado en el cenador.)

ALEJANDRO:
No digas tal. Ya sabes que siempre has sido y eres para mí la persona que más estimo en el mundo.

ATENAIDA:
¡Zalamero! ¡Farsante! Me has acostumbrado á oir con alborozo tus palabras, y á no creer en ellas; sigue, sigue regalándome el oído.

ALEJANDRO:
¡Amiga del alma! No puedo olvidar los días placenteros en que te conocí, cuando yo era labrador rico y tú una mozuela gentil que aprendía para maestra y dabas lección á los chiquillos de aquel lugar rústico, de aquella feliz Arcadia en que nos criamos.

ATENAIDA:
Luego nos vimos en Toledo y en Madrid, y me repetías sin cesar tus demostraciones cariñosas.

ALEJANDRO:
De cariño y admiración, porque entonces ya eras tú una sabia que asombrabas al mundo por tu conocimiento de lo humano y lo divino.

ATENAIDA:
No tanto; sé un poquito de lo de acá y de lo de allá.

ALEJANDRO:
Del más allá quieres decir; por eso creo yo que tu ser es un conjunto misterioso de tierra y cielo, de mujer y ángel.

ATENAIDA:
Adulón. Cuantas veces me has llamado ángel has huido de mí para correr á tu perdición.

ALEJANDRO:
Al año de enviudar di algunos pasos para encontrarte.

ATENAIDA:
Si tus pasos hubieran sido rectos y decididos, me habrías encontrado. Pero no hablemos de eso.

ALEJANDRO:
Sí y hablemos de eso. (Le coge las manos.) Dame tus manos otra vez; ¡ay!, el contacto de tus manos parece que me comunica tu conocimiento de la vida espiritual.

ATENAIDA:
Suéltame. (Desprende sus manos de las de Alejandro.)

ALEJANDRO:
Al desprenderme de ti, ya me siento otra vez solo, triste, desesperado.

ATENAIDA:
¿Qué te pasa? He oído que estás en situación angustiosa,

ALEJANDRO:
Sí; en mis ansias de muerte civil, abomino de la verdad y me acojo á la mentira. ¿Tú, qué me aconsejas?

ATENAIDA:
Yo profeso la verdad. Lo único que puedo aconsejarte ahora es que te dejes llevar por el Destino y que te acomodes á los hechos humanos, Cualesquiera que sean. (Oyese ruido de fuerte ventarrón; la fronda de los corpulentos árboles se agita visiblemente.)

ALEJANDRO:
(Asustado.) ¿Qué es esto? ¿Tenemos tormenta?

ATENAIDA:
No te asustes. Son los espíritus burlones que pasan, que revolotean por aquí; muy á menudo se les siente en este lugar y en los inmediatos.

ALEJANDRO:
(Alelado, mirando al cielo.) Ya pasan.

ATENAIDA:
Han pasado, pero no están lejos; volverán.

ALEJANDRO:
Extraño fenómeno es este: ¿los espíritus burlones…? (A una ventana del palacio se asoman Calixta y Teófila..)

Escena VII

LOS MISMOS.— CALIXTA, TEÓFILA

CALIXTA:
Maestra, ¿vienes á darnos la lección, ó bajamos nosotras al jardín?

ATENAIDA:
Bajad, que aquí está más fresco. (Desaparecen de la ventana las dos niñas.)

ALEJANDRO:
Ya sé que enseñas la Filosofía á las niñas de Dióscoro; me lo ha dicho él.

ATENAIDA:
Yo les enseño la Filosofía, pero ellas no quieren aprenderla. También les doy lección de Arte culinario, de Corte y costura, Dibujo, Aritmética, Historia, Física, Economía Política, Música y Coreografía.

ALEJANDRO:
De tu saber enciclopédico, esas frívolas muchachas no aprenderán más que la culinaria y el baile. (Salen las niñas de la casa.)

TEÓFILA:
Hoy toca la Filosofía, ¡qué fastidio!

CALIXTA:
Más quisiéramos dar hoy la culinaria; vamos á la cocina.

ATENAIDA:
No; vuestro padre ha dicho que hoy Filosofía á todo pasto. Vamos. (Dirígese al cenador; se sientan junto á la mesa. Alejandro permanece fuera.) Niñas: trataremos hoy de la Ética, doctrina de las costumbres encaminada á que la voluntad produzca el bien. (Coge uno de los libros que están en la mesa, y lo abre.)

TEÓFILA:
No entendemos ni una palabra.

ALEJANDRO:
Ni yo tampoco.

ATENAIDA:
(A Alejandro.) Chitón. (A las niñas.) La voluntad, el querer ó el no querer, es una facultad del alma en la cual está siempre presente el Yo.

CALIXTA:
El Yo ó el Tu, porque tú tienes tu Yo y yo tengo el mío.

TEÓFILA:
No; nosotras somos el no yo.

ALEJANDRO:
Tiene razón: el no yo somos los demás.

CALIXTA:
Y el Yo de Alejandro es el Usted.

ATENAIDA:
Silencio, y déjenme seguir. Decía que la Ética es la ciencia de las costumbres encaminada siempre á producir el bien y evitar el mal…

ALEJANDRO:
De eso protesta mi Yo. Bien y mal son conceptos relativos. Yo sostengo que el mal produce el bien y viceversa.

CALIXTA:
Viceversa quiere decir que todo es al revés.

TEÓFILA:
Esta monserga de la Ética, del yo, del tú, de aquél y del qué se yo qué, es una lata horrible. Vámonos á la cocina para que nos enseñes el pastel de foie-gras con trufas.

CALIXTA:
O la sopa de cangrejos á la provenzal.

ATENAIDA:
¡Ay, qué niñas! No puedo con ellas. Si viene vuestro padre, os reñirá á vosotras y á mí.

TEÓFILA:
Ya viene. (Sale del palacio Dióscoro.)

Escena VIII

LOS MISMOS.— DIÓSCORO

DIÓSCORO:
Chiquillas, ya estoy enterado de vuestro deseo. Basta por hoy de Filosofía. Atenaida, llévalas á la cocina y dales una leccioncita de Culinaria.

ALEJANDRO:
La Culinaria es la Filosofía del estómago y la Ética del paladar.

ATENAIDA:
Niñas, á la cocina; vuestro padre lo manda. (Atenaida y las niñas entran en el palacio.)

Escena IX

ALEJANDRO, DIÓSCORO; después CURIAS

DIÓSCORO:
Ya estamos solos otra vez, Alejandro. Decías antes que el desastre de tus negocios te mueve á volver la espalda á la Razón.

ALEJANDRO:
Tengo pruebas clarísimas de que mi perdición emana de mi apego á la estricta verdad y al insano influjo de los artificios llamados legales.

DIÓSCORO:
Francamente, no te entiendo.

ALEJANDRO:
(Aparte, retirándose á la izquierda y elevando sus brazos al cielo.) Misteriosa ley de la Sinrazón, sálvame. (Entra Curias por el jardín.)

CURIAS:
¿Se puede?

DIÓSCORO:
Adelante, amigo Curias.

ALEJANDRO:
(Aparte.) Ya está aquí mi verdugo.

CURIAS:
Llego á usted, señor don Alejandro, con una misión desagradable. Es para mí muy sensible ser portador de tal desdicha. (Mostrando un papel.)

ALEJANDRO:
Ya sé lo que me trae usted, amigo Curias. Está usted medroso; diga lo que quiera, que soy hombre fuerte y por nada me arredro.

DIÓSCORO:
Viene á notificarte… Es muy triste que en mi presencia y en mi casa anuncien la muerte civil á un amigo tan querido.

ALEJANDRO:
No te aflijas, Dióscoro. Ya ves con qué tranquilidad oigo mi sentencia. El amigo Curias viene á notificarme el embargo inmediato de los bienes que me quedan, dejándome, como si dijéramos, en camisa. Ya ves que recibo la noticia con frialdad y entereza.

CURIAS:
La ley es inexorable, señor Marqués de Rodas.

DIÓSCORO:
Pero ¿no podrías aplazar, tomar largas…?

CURIAS:
Imposible; todo lo más podría concederse un aplazamiento de pocos días.

DIÓSCORO:
Siquiera un mes.

ALEJANDRO:
No es preciso; me sobrarán recursos para evitar el embargo.

DIÓSCORO:
Yo, con gran sentimiento mío, no puedo auxiliarte. ¿Con qué cuentas tú?

ALEJANDRO:
(Con arrogancia.) Cuento con la herencia de mi hermano Demetrio, que ha fallecido en Buenos Aires legándome parte de su cuantioso capital.

DIÓSCORO:
(Estupefacto.) ¡Ah! No sabía…

ALEJANDRO:
Lo supe por un cablegrama que recibí el mes pasado; mas no quise decírtelo, por probar si tu amistad confirmaba tus generosos ofrecimientos.

DIÓSCORO:
La verdad, Alejandro: yo no me encontraba con medios para sacarte á flote; pero en fin, si heredas á tu hermano, yo me felicito de ello. ¿Y esa herencia se hará pronto efectiva?

ALEJANDRO:
Creo que sí. De Buenos Aires me anunciaron que… (Salen rápidamente del palacio Calixta y Teófila con delantales de cocina. Curias hace reverencia, y se retira.)

Escena X

LOS MISMOS.— TEÓFILA, CALIXTA; poco después ATENAIDA

CALIXTA:
Papá, papá.

DIÓSCORO:
¿Qué queréis ahora?

CALIXTA:
Hemos aprendido el pastel de liebre sin liebre; es cosa deliciosa.

TEÓFILA:
Ya lo probarás.

DIÓSCORO:
(Contrariado.) No importunéis ahora, niñas; y Atenaida ¿qué hace?

TEÓFILA:
Aquí viene. (Sale Atenaida del palacio.)

DIÓSCORO:
Atenaida: si habéis concluido la lección de Culinaria, empieza otra para que nunca estén ociosas.

ATENAIDA:
(Dirígese al cenador. Alejandro se le acerca, mientras las niñas siguen hablando con su padre.) Alejandro, entrañable amigo, ¿qué te ocurre? En tu rostro advierto sobresalto, emoción…

ALEJANDRO:
Lo que adviertes es mi deserción súbita y resuelta del campo de la verdad.

ATENAIDA:
(Severa.) Alejandro, pobrecito mío, ¿qué dices?

ALEJANDRO:
He inventado una tremenda paparrucha para confundir á Curias y á Dióscoro.

ATENAIDA:
Te entregas en cuerpo y alma á los espíritus, burlones. Me lo había figurado.

ALEJANDRO:
(Muy nervioso.) He supuesto una herencia. Tú, naturalmente, creerás que quedaré chasqueado.

ATENAIDA:
No me atrevo á creerlo así. En esta desdichada región impera lo absurdo, lo inverosímil…

ALEJANDRO:
Tú conoces bien mis anhelos. ¿Conocerás también la fuerza hermética que me los satisface ó me los niega? (Oyese de nuevo el rumor del viento en la fronda, más suave que antes y en sentido inverso.)

ATENAIDA:
(Suspensa; atenta al ruido.) No sé, no sé; espera un poco.

CALIXTA:
(En el grupo de la derecha.) El pastel de liebre, riquísimo.

TEÓFILA:
Te chuparás los dedos cuando lo comas. Yo tengo ahumada la cara.

CALIXTA:
Y yo me he quemado las manos en las malditas cacerolas. Vamos á lavarnos. (Vanse por el palacio.)

Escena XI

LOS MISMOS.— BASILIO, ARIMÁN

BASILIO:
Señor: Ahí está un caballero que pregunta por don Alejandro. Aunque al entrar me dijo que venía de América, yo me malicié que sería de esos que vienen á pedir, á marear…, y le dije: no sé si está, voy á ver; y al oirme esto, me dijo: «Vengo á traer dinero.»

ALEJANDRO y DIÓSCORO:
(Vivamente.) Que pase, que pase al momento. (Vase Basilio.)

ARIMÁN:
(Entra y saluda cortésmente.) ¿El señor Marqués de Rodas?

ATENAIDA:
(Aparte; con espanto al ver al mensajero.) ¡El doctor Arimán!

ARIMÁN:
(Disfrazado de caballero elegante en traje de viaje.) Telesforo Corrientes, agente de la Banca de Buenos Aires. Entre otras misiones, traigo la de hacer efectiva la herencia de su hermano de usted don Demetrio.

ALEJANDRO:
Sí, ya sabíamos… Mil y mil gracias, señor mío.

ARIMÁN:
De nada. Al llegar del tren estuve en casa de usted, y un señor gordo y amable me dijo que aquí le encontraría.

DIÓSCORO:
¿Un señor gordo? Mi hermano Pánfilo, que vive en el piso bajo… ¿Y trae usted el efectivo de la herencia?…

ARIMÁN:
¿Cómo no? (Atenaida, que observa desde el cenador se persigna.)

ALEJANDRO:
¡Ah, mi pobre hermano! ¡Cuánto le amaba yo! Y él ¡qué bueno fué siempre para mí!

ARIMÁN:
El bondadoso don Demetrio me honraba con su amistad. Lo heredado por usted asciende á un millón doscientos mil pesos, moneda corriente. Traigo letras del Banco Español del Río de la Plata. Ahora tendrá usted la bondad de venir conmigo al Consulado de la República Argentina, y cumplida la formalidad de identificar la persona, hoy mismo puede usted quedar en posesión de su dinero.

ALEJANDRO:
Estoy á su disposición…; pero antes descansará usted un poco en mi casa.

DIÓSCORO:
O en la mía.

ARIMÁN:
Muchas gracias, señores; pero la visita al Consulado no debemos aplazarla. Designará usted dos personas que firmen como testigos en el acta notarial.

ALEJANDRO:
Firmará mi amigo Dióscoro.

DIÓSCORO:
El otro firmante puede ser mi hermano Pánfilo, á quien recogeremos en su casa.

ALEJANDRO:
Pues vamos ya.

DIÓSCORO:
Adelante. El Consulado no está lejos. (Dispónense á salir. Alejandro, aparte á Atenaida.) ¿Qué dices á esto, Atenaida?

ATENAIDA:
Digo… que estoy aterrada.

ALEJANDRO:
Aterrada… ¿de qué?

ATENAIDA:
De la espantosa verosimilitud de las cosas absurdas.

ALEJANDRO:
Pues adelante con lo absurdo. (Con Dióscoro y Arimán, sale por el jardín.)

Escena XII

ATENAIDA, CALIXTA, TEÓFILA, que han oído el final de la escena desde la puerta del hotel; después PROTASIA.

CALIXTA:
¡Qué sorpresa! Ahora resulta que Alejandro es rico; parece cosa de magia.

TEÓFILA:
(A la maestra, que está meditabunda dentro del cenador.) ¿Qué piensas de esto, Atenaida?

ATENAIDA:
A lo que llamáis magia debemos dar otro nombre, Otro nombre… (Vacilando, sin encontrar la palabra propia.) En la mascarada social la mentira se disfraza de verdad con arte diabólico, y no engaña á todos y triunfa.

CALIXTA:
Ahora que papá se ha ido, dejémonos de estudios y pasemos el rato alegremente.

TEÓFILA:
(En actitud de baile.) Lección de Coreografía.

ATENAIDA:
No, no; hay que dar la Aritmética.

TEÓFILA:
¿Para qué nos vamos á meter en ese enredo de los números? Bailemos un tanguito.

CALIXTA:
Tango, no: la jota, la jota. (Sale del palacio Protasia, y alelada contempla la movilidad juguetona de sus hermanas.)

ATENAIDA:
Ven acá, Protasia. Ayúdame á enseñar á tus hermanitas la formalidad.

CALIXTA:
(Bailando.) ¿Esa boba enseñarnos á nosotras?

ATENAIDA:
Bobita y todo, os gana en obediencia y compostura. (A Protasia.) Ven aquí, hija mía; ¿qué hacías?

PROTASIA:
(Con acento mimoso, acercándose.) Dar la lechuguita á mis grillos. Cuando sopla el viento fuerte cantan que se las pelan. ¿No los oísteis?

TEÓFILA:
(Bailando.) Sí, ahora mismo los estamos oyendo. (Oyese lejano el canto de los grillos.)

CALIXTA:
Riqui, riqui; raqui, raqui. (Adaptando estas sílabas al ritmo musical de la jota y al movimiento del baile.)

ATENAIDA:
(Con autoridad.) Ea, niñas, se acabaron las bromas; os mando que tengáis juicio y que vengáis á mi lado.

CALIXTA:
(Corriendo junto á Atenaida.) Maestra, tu nos has dicho que el canto de los grillos es el eco de los espíritus burlones.

PROTASIA:
Los grillos, digo yo, con su canto gracioso, nos anuncian la felicidad.

TEÓFILA:
¡Ay, qué tontería!

ATENAIDA:
Mirándolo bien, en la opinión de Protasia hay un vislumbre de verdad. Todos los ruidos de la Naturaleza son notas de la armonía universal. Pero de esta armonía no llega á nosotros sino lo muy próximo, que es lo más sonoro y lo más gárrulo. El gallo, que con su kikirikí os cuenta las horas de la noche; los perros, que ladran ante sombras invisibles para nosotros; el trinar de los pajarillos, el rurú de las palomas; vuestras risotadas alegres cuando jugáis ó bailáis, son notas del concierto inmenso de los mundos que nunca están callados.

PROTASIA:
Pues yo también soy nota. Cuando papá me riñe y me pongo á patalear y á dar chillidos, toco un instrumento, tururú, en esa orquesta de los mundos. (A Atenaida.) ¿Verdad, maestrita, que yo también toco?

CALIXTA:
Sí, sí; tocas y desafinas.

PROTASIA:
Vaya, que tú también… Buenas pitadas dais vosotras.

TEÓFILA:
Cállate, simplona. ¿Tú qué sabes?

CALIXTA:
Afinados ó no, los murmullos de la Naturaleza corresponden, según tú nos has dicho, á la suprema inteligencia que gobierna los mundos.

ATENAIDA:
(Risueña.) La suprema inteligencia, chiquillas, está lejos, ¡ay!, muy lejos, y no se deja sentir en este mundillo miserable y desquiciado en que vivimos.

TEÓFILA:
Según eso, ¿en este mundillo nuestro no gobierna la inteligencia?

ATENAIDA:
No. Vivimos bajo el imperio de la superchería descarada. (Oyese muy intenso el canto de los grillos en el interior de la casa.)

PROTASIA:
Y mis grillitos, ¿qué cantan ahora?

ATENAIDA:
(Con gracioso humorismo.) Tus grillos Cantan, sin saberlo, el himno de la Sinrazón triunfante.

Escena XIII

LAS MISMAS.— PÁNFILO, que entra por el jardín.

PÁNFILO:
(Muy excitado, gesticulando como si hablase consigo mismo.) El hecho es cierto; lo he comprobado, ¡qué diantre! Estoy contento; digo, no, no.

ATENAIDA:
¿Qué le pasa, don Pánfilo?

PÁNFILO:
Decía que estoy contento, pero contrariado, muy contrariado. Sabrás que Alejandro ha tenido una herencia, una cuantiosa herencia.

ATENAIDA:
¿Y eso le enfada?

PÁNFILO:
Lo que me contraría no es la herencia, sino el no haber previsto yo suceso tan extraordinario.

Créeme, Atenaida: todos los hechos que se escapan á nuestra previsión pueden resultar fallidos á la postre… ¡Si es increíble! ¡Si parece milagro!

ATENAIDA:
Aunque sea milagro puede ser cierto.

PÁNFILO:
La herencia de Alejandro será una solución favorable para los problemas de él y los de nuestra familia. (Cariñoso.) Dime, maestrita que todo lo sabe: ¿Tenías tú conocimiento de esa herencia?

ATENAIDA:
Lo presumía. Creo que Alejandro supo su buena suerte por la telegrafía sin hilos.

PÁNFILO:
¡Ah! ¡La telegrafía sin hilos! Cosa muy buena; pero en muchas ocasiones ese invento defrauda la previsión humana. En fin, el fausto suceso es indudable; lo hemos comprobado en el Consulado de la Argentina… Ahora lo que falta es que tú, Atenaidita simpática y amable, te pongas á nuestro servicio, quiero decir, al servicio de nuestra familia.

ATENAIDA:
Ya lo estoy.

PÁNFILO:
Me explicaré mejor. (Bajando la voz y llevándola aparte, mientras las chicas charlotean en el fondo.) Ya sabes, Atenaida, cuánto te estimo, ¡ay! Pues te decía que, para secundar nuestros planes, tú, con tu talento sutil y tu arte pedagógico, consigas que mi sobrina Protasia… no sea tonta. (Asombro de Atenaida.) Espérate; verás… ya sé yo que no es posible alterar la Naturaleza convirtiendo una boba en discreta; pero tú sabes mucho, picarilla; el cielo te ha dado la facultad educativa en su grado más alto. Cierto es que no podrás introducir las luces de la inteligencia en el cerebro de esa infeliz, pero sí algunos chispazos que se manifiesten en momento oportuno.

ATENAIDA:
Don Pánfilo, yo no sé si…

PÁNFILO:
Bastará que le sugieras dos ó tres ideas sencillas, de aparente agudeza, y se las clavetees en el cerebro, enseñándole el arte de callar para que no suelte una burrada y destruya el efecto de los conceptos bien aprendidos.

ATENAIDA:
Lo haré, pero no respondo…

PÁNFILO:
Nada, nada, tienes que hacerlo. Estás á nuestro servicio, y mi hermano y yo… (Cariñoso, sonriente.) te recompensaremos como mereces.

ATENAIDA:
La chica es dócil, es buena…; pero usted me pide que de un adoquín candoroso saque yo los reflejos de la madre perla.

PÁNFILO:
Para ti es cosa fácil. Eres un ser extraordinario, y te sobran luces para iluminar los abismos más tenebrosos. Pruébalo ahora mismo. Hazle algunas preguntas para que podamos apreciar la cantidad de fósforo que hay en ese cerebro.

ATENAIDA:
De conocimientos elementales nada le preguntaré, porque no sabría responderme.

PÁNFILO:
Trata de descubrir sus aspiraciones en el terreno de la vida social, de la vida corriente.

ATENAIDA:
Protasia, ven aquí. (Se acercan las tres muchachas.) ¿Qué es lo que tú más deseas?

PROTASIA:
¿Yo?, qué risa. ¿Lo que más deseo? Me da vergüenza decirlo.

PÁNFILO:
Dilo, mujer, sea lo que fuere.

PROTASIA:
Pues lo que yo quiero, es parecer tonta y no serlo.

PÁNFILO:
(Jocoso.) ¿Be modo que tú te haces más tonta de lo que eres? ¿Con qué fin? ¿Qué te propones?

CALIXTA:
(Riendo.) Pescar un novio.

TEÓFILA:
Apañado estaría el tal.

PÁNFILO:
No se rían, que vuestra hermana ha respondido con mucha agudeza.

ATENAIDA:
¿Y qué cualidades quieres tú encontrar en ese novio?

PROTASIA:
(Después de pensar.) Que fuera muy guapito. (Risotadas de las dos hermanas.)

CALIXTA:
Y si además de guapo fuera rico, te casarías con él.

PROTASIA:
(Riendo desaforadamente.) ¡Vaya sí me casaría!… ji, ji… Y le quitaría todo el dinero… pa guardarlo aquí. (Golpeándose el bolsillo.)

PÁNFILO:
Muy bien.

PROTASIA:
Ji, ji, y no le daría más que una peseta por semana para tabaco; ji, ji, mucho cuidado con él, no se me vaya por ahí de picos pardos. (Siguen riendo las hermanas.)

PÁNFILO:
No os riáis, que ésta, bajo la corteza de su simplicidad, esconde un talento… sólido, práctico.

CALIXTA:
¡Qué cosas tiene el tío!

PÁNFILO:
Atenaida, ¿qué te parece?

ATENAIDA:
Chispazos de picardía; de una cabeza menguada no espere usted otra cosa.

PÁNFILO:
Pues estoy satisfecho. Creo que la chica, aleccionada por tal maestra, será lo que deseamos.

ATENAIDA:
(Con gran curiosidad.) Pero ¿qué…? No adivino…

PÁNFILO:
(Viendo entrar á Dióscoro y Alejandro por el jardín.) Ya lo sabrás. (Empalagoso.) Tú y yo nos entenderemos.

Escena XIV

LOS MISMOS.— DIÓSCORO, ALEJANDRO

PÁNFILO:
(A Dióscoro, mientras Alejandro habla con Atenaida y las muchachas.) Estoy en ascuas. ¿Se hizo efectiva la entrega del dinero?

DIÓSCORO:
Sí, hombre.

PÁNFILO:
¿Has visto tú el dinero?

DIÓSCORO:
Claro que sí; lo hemos depositado en el Banco de España. Aquí tienes el resguardo. (Le muestra el documento.)

PÁNFILO:
(Leyendo con avidez.) Es cierto, SÍ; es un hecho… Yo dudaba… Yo siempre dudo de las cosas que no he previsto. Pues ahora, cuídate tú de atrapar la voluntad de Alejandro para que…

DIÓSCORO:
Va estoy en ello. Pues no faltaba más. Alejandro tiene que imponer su capital en nuestra Filantrópica.

PÁNFILO:
El es todo corazón; es un buenazo…

DIÓSCORO:
Y no podrá olvidar los favores que en otros tiempos le hemos hecho.

PÁNFILO:
Pero no hay que descuidarse.

DIÓSCORO:
Ahora mismo. En casa está Hiperbolos. (Llamando á Alejandro.) Alejandro, ven.

PÁNFILO:
(En voz baja, aparte á Dióscoro.) Un momento. Lo que me dijiste de Protasia, paréceme que no será tan difícil como crees.

ALEJANDRO:
(Acercándose á ellos.) Estoy á vuestras órdenes.

DIÓSCORO:
Vamos adentro.

PÁNFILO:
(Abrazando á Alejandro.) Queridísimo, puedes creer que tu felicidad me colma de satisfacción. ¡Ay, qué alegría!

DIÓSCORO:
Pero esa felicidad no es aún completa.

PÁNFILO:
Trataremos de completarla, de redondearla…

DIÓSCORO:
Ven, ven. (Le coge por un brazo y Pánfilo por el otro, y se lo llevan.)

ALEJANDRO:
(Dejándose llevar.) Amigos del alma, soy todo vuestro. (Entran los tres en la casa.)

Escena XV

ATENAIDA, PROTASIA, CALIXTA, TEÓFILA

ATENAIDA:
(Creyendo interpretar, por algo que ha oído, las intenciones de Dióscoro y Pánfilo.) ¡Ah, solapados egoístas! ¡Maestros de la cuquería insidiosa! Ya os entiendo; ya sé por qué infame camino queréis completar la felicidad de Alejandro. (Con calor y excitación nerviosa.) Pero eso no puede ser; eso no será. No faltará quien desbarate vuestros artilugios.

CALIXTA:
Maestral ¿Qué dices?

TEÓFILA:
¿Por qué estás tan incomodada? ¿Tienes queja de nosotras?

PROTASIA:
¿Te has enfadado conmigo?

ATENAIDA:
No, pobrecillas. (Se sienta corno si temiera un desvanecimiento.) Tengo mi cabeza… desvanecida… trastornada.

CALIXTA:
(Acariciándola.) Descansa.

TEÓFILA:
¿Quieres irte á tu casa?

PROTASIA:
Ven á mi cuarto, y acuéstate un ratito en mi cama.

ATENAIDA:
(Recobrándose.) No, no. (Llevándose la mano á la frente.) Ya pasa. Ya recobro mi serenidad… Guardad silencio, niñas… Esos ruidos…

CALIXTA:
¡Si no hay ruido!

TEÓFILA:
Todo está en silencio.

CALIXTA:
Aquel ventarrón que tanto nos asustó, ha pasado.

TEÓFILA:
Los árboles no se mueven.

PROTASIA:
Ni una hoja se mueve. Y lo que es más raro, mis grillos están calladitos… Yo sé por qué no cantan ahora.

ATENAIDA:
¿Por qué no cantan tus grillos?

PROTASIA:
Están pensando las cosas buenas que me han de decir luego, luego…

TEÓFILA:
¡Ay, qué risa!

CALIXTA:
¡Qué tonta eres!

ATENAIDA:
(Levantándose.) No os burléis de vuestra hermana, que en algunos casos tiene más sentido que vosotras.

CALIXTA:
¿Qué oyes, maestra?

ATENAIDA:
El graznido siniestro de las aves rapaces que se disputan la víctima inocente, el hombre bueno y generoso.

CALIXTA:
Y eso, ¿dónde está?

ATENAIDA:
(Con exaltación.) En vuestra casa, en vuestra familia. Esa caverna elegante está invadida por la Sinrazón. Respiráis el ambiente insano de la mentira, de la burla, de esa tremenda ironía que cae como un diluvio de cieno sobre estos pueblos degenerados.

Jornada segunda

Cuadro primero

Aposento destartalado en el sotabanco, donde habita la bruja Celeste. En los muebles se observa gran desbarajuste y revoltijo. Hay piezas buenas, como adquiridas de ocasión, y otras viejísimas, rotas y casi deshechas. De una percha cuelgan vestidos de señora lujosos, casi nuevos, junto á otros ordinarios y sucios. En el suelo, arrimados á la pared, se ven montones de libros, cajas vacías y llenas, cestas rotas con restos de comida, cáscaras de fruta, barreduras y desperdicios. En un testero, estante desvencijado, donde se ven cacharros, redomas, paquetes ó envoltorios conteniendo diferentes substancias; manojos de hierbas, ñltros, huesos para sortilegios y maleficios. Junto al estante, una hornilla portátil. En una ventana, abierta sobre el tejado, un plato, donde comen como buenos amigos un gato negro muy lucido y Cachano, el cuervo familiar de Celeste.

Escena ÚNICA

CELESTE, ARIMÁN

La bruja, terminado su trabajo de alquimia burda, se enjuga las manos en un trapo de arpillera, cuando entra el doctor Arimán, vestido de obrero, y sin ceremonia se sienta en un sillón de cuero.

CELESTE:
No te esperaba tan pronto, Príncipe.

ARIMÁN:
(Displicente.) Hay poco que hacer. Los negocios, adormecidos, dejan correr lentas las horas. Hoy me sobra tiempo, y vengo á que me cuentes si has adelantado algo en la conquista de Atenaida.

CELESTE:
Poco tengo que contarte, y ese poco no es bueno. La maestrilla, remilgada y finústica, sin respetar mis canas venerables, me ha llamado con lindas palabras embaucadora. La embaucadora es ella, que presume de enseñar la Filosofía á las niñas de don Dióscoro y no les enseña más que á corretear y jugar… ¡Cualquiera sabe los juegos libidinosos en que andará ella!

ARIMÁN:
Pero tú le ofreciste…

CELESTE:
Sí; le llevé el Diccionario ciclopédico de parte de don Pánfilo, que pretende…

ARIMÁN:
Ya lo sé.

CELESTE:
Pues ¿sabes lo que me contestó cuando le presenté los sesenta tomos? Digo, sesenta no, que faltan cuatro y otros están estropeados… y cómo pesan los malditos. Tuve que tomar un mozo de cuerda para que me los llevara, y me gasté dos reales.

ARIMÁN:
¿Pero aceptó el regalo?

CELESTE:
No. La muy bestia me dijo que los guardara yo y los hiciera picadillo para dar de comer á Cachano…; y dijo también que el Diccionario histérico, biográfico, geodésico y palontológico es un almacén de vaciedades, y que ella sabe más que todo lo que rezan esos librachos.

ARIMÁN:
¿Y no le ofreciste galas femeninas, vestidos?…

CELESTE:
Le llevé ese traje azul casi nuevo, que fué de altísima persona, y me dijo que ella sabe cortar y coser vestidos mejores que ese. También le llevé un aderezo de brillantes y zafiros… que hay que verlo, Príncipe…

ARIMÁN:
Basta, basta. No la rendirás ni con librotes de sabiduría pedantesca, ni con vestidos, ni con alhajas… La conozco bien. Atenaida es mujer excepcional, que se destaca, que se despega de esta sociedad en que imperamos los prosélitos de Satán. A veces la encuentro en la calle; trato de hablar con ella, de dominarla, y ella me domina á mí.

CELESTE:
Eso sí que es raro, Príncipe. ¿Pues qué tiene esa hembra sabidilla y remilgada para dominarte á ti? ¿Es, por ventura, filósofa, maestra en nigromancia ó en artes hechiceras, como la tal Medea ó la tal Circe, de quien nos hablan las historias gentílicas?

ARIMÁN:
No es nada de eso. Del detenido estudio que de Atenaida hice, resulta que es una conciencia purísima, moldeada en las leyes tiránicas del llamado Padre Universal, y contra esto poco podemos. Completa su aparente perfección con el hábito de un trabajo constante, sin perder hora ni minuto.

CELESTE:
(Alelada.) ¿Y dices que contra tal perfección nada podemos los que laboramos en la milicia satánica?

ARIMÁN:
Podemos, sí, procediendo con cautela sutil; no hay perfección que no esconda algo imperfecto. Atenaida tiene un flaco que tú no has podido ver; yo sí.

CELESTE:
Ya, ya. ¿Es que flaquea por el corazóti? ¿Tiene algún enredijo amoroso?…

ARIMÁN:
Enredijo, no. Siente amor vivísimo por el gallardo caballero Marqués de Rodas. Y como ahora los Filantrópicos quieren casar á don Alejandro con la boba Protasita, esperamos que los celos, el despecho y Ja ira perturben la serena conciencia de Atenaida, y ésta se lance al terreno del mal, que es el nuestro.

CELESTE:
¡Cuánto sabes tú, maestro insigne! Ya entiendo cómo he de conquistarla: encendiendo en ella fuego bastante para que se arroje en el laberinto de los siete pecados capitales.

ARIMÁN:
Pero no hagas nada sin oir antes mis instrucciones, y ni hables de esto á Nadir y Zafranio para que no se nos anticipen. Me consta que Nadir, disfrazado de negociante cubano, se ha hecho amigo del Marqués de Rodas para sugerirle… no sé qué. Pronto espero saberlo. (Diciendo esto, Arirnán desaparece.)

CELESTE:
El Principe se ha desvanecido como un soplo, como una ilusión, y no me ha dejado las instrucciones para…; pero yo me doy cuenta de sus altos pensamientos, y los secundaré con las artes en que soy maestra. Atizaré el fuego de la hornilla. (Ejecuta pausadamente lo que dice.) Pongo sobre las brasas el perolito…; saco de esta gaveta los rabos de lagartija, la quinta esencia de la hiél de la raposa en celo; añado el zumo de la hierba sanguinaria cogida en la luna de Enero, y, por último, la saliva del murciélago rabioso. (La bruja revuelve su menjurje en el perolito; luego llama al cuervo, que ha concluido de comer con el gato; éste se lanza al tejado.) Cachano, ven aquí. (El cuervo se le posa en el hombro.) Ahora, hijo mío, blasfema… Más fuerte, Cachano, más fuerte. (El cuervo profiere graznidos estentóreos. La repugnante bruja estira su cuerpo flácido y esquelético, cual si quisiera horadar el techo con su cráneo.)

Cuadro segundo

DECORACION

Jardín de Dióecoro, como en la jornada segunda.

Escena I

ATENAIDA, PROTASIA, UN SECRETARIO. La primera está en el cenador escribiendo cartas á máquina, y Protasia le ayuda metiendo las cartas en los sobres.

ATENAIDA:
Con esta carta termino las veinticinco que me encargó tu padre.

PROTASIA:
(Mirando algunos sobres.) Ayer le escribiste doscientas.

ATENAIDA:
Todas dicen lo mismo. Tu padre es un sabio, un profesor eminente.

PROTASIA:
¿De qué es profesor mi papá? Dímelo, que ya no me acuerdo.

ATENAIDA:
Profesor de inercia. Se comunica con medio mundo por el conducto epistolar. Tratando de política ó de negocios, á sus amigos y á los que no lo son los entretiene con promesas y esperanzas envueltas en alambicadas fórmulas de cortesía. Cuando no le bastan sus tres secretarios, acude á mí para lanzar su pensamiento á los cuatro puntos cardinales. Cuantos lean esto se quedarán maravillados de las bonitas palabras con que tu padre les entretiene. Yo te aseguro que todos los asuntos que tu padre maneja, y son muchos, quedarán como están hoy hasta la Consumación de los siglos. (Sale un Secretario del palacio.)

SECRETARIO:
Si están las cartas, vengan para la firma.

ATENAIDA:
Ahí van. (Protasia da las cartas al Secretario, que se ya. Atenaida extiende sobre la mesa una pieza de percal blanco, disponiéndose á cortar.)

PROTASIA:
Atenaida, tú no descansas ni un momento; acabas un trabajo y empiezas otro.

ATENAIDA:
(Comenzando su labor.) Ese es mi destino. Desde que tuve uso de razón aprendí á emplear mi actividad en labores diferentes, todas útiles, todas provechosas para mis semejantes. Manipulando sin descanso la materia para transformarla ó embellecerla, se adquiere el conocimiento de todos los secretos de la existencia humana, y de la proyección de lo divino sobre lo humano.

PROTASIA:
¡Ay, maestra mía!, por eso sabes tanto. Yo, como soy boba, todo lo ignoro y me contento con admirarte.

ATENAIDA:
Voy creyendo, Protasita, que no eres tan boba como parece. Yo te veo como un ser obscuro, como una luz apagada, que puede encenderse y brillar cuando menos se piense.

PROTASIA:
Sí, sí, eso soy. Yo me tenía por una criatura dormilona, aletargada en los ensueños; me embobaba con el canto de los grillos, con la charla de las cotorras; odiaba el estudio, me repugnaba toda ocupación. Pero desde ayer me sentí otra; esa luz que tú creías apagada, se encendió en mi almita de repente.

ATENAIDA:
(Atendiendo sin suspender su labor.) En efecto; hoy noto en ti…

PROTASIA:
¿Quieres que te lo cuente? Pues…

ATENAIDA:
(Con gran interés.) Acaba.

PROTASIA:
Me sentí otra. Creí salir de las tinieblas de la imbecilidad cuando mi padre me dijo que piensa casarme con Alejandro.

ATENAIDA:
¡Oh, sí! Alejandro; el perfecto tipo de gentileza y gallardía. (Cortando tela con mucho brío.)

PROTASIA:
Atenaida de mi corazón, enséñame todo lo que sabes. Ya tengo más talento que mis hermanas.

ATENAIDA:
Observa lo que hago, y poquito á poco irás aprendiendo.

Escena II

LAS MISMAS.— CALIXTA, TEÓFILA, que salen del palacio; después DIÓSCORO, con un SECRETARIO.

TEÓFILA:
Atenaida, papá te llama.

ATENAIDA:
¿Qué ocurre? ¿Querrá que le escriba más cartas?

CALIXTA:
No; se ha descompuesto el teléfono. Ven á arreglarlo.

ATENAIDA:
(Recogiendo su labor.) Allá voy. Tengo que estar en todo.

PROTASIA:
¿Quieres que lleve arriba tu labor?

ATENAIDA:
No, déjala ahí; ven conmigo.

DIÓSCORO:
(Que sale del palacio con un Secretario, que trae un montón de cartas.) ¿Por qué no te llevas á éstasque son más listas?

ATENAIDA:
Protasia es ahora la más despierta, la más diligente.

DIÓSCORO:
¡Ah! Puede que tengas razón. ¡Que me place oirte! Anda, anda, arréglame pronto el teléfono. (Vase Atenaida al palacio; tras ella Protasia, muy gozosa, agarrándose á la falda de la maestra.)

Escena III

DIÓCORO, CALIXTA, TEÓFILA; después BASILIO

DIÓSCORO:
¿Qué hacéis aquí, holgazanas?

CALIXTA:
Estábamos repasando la Geografía mientras Atenaida te escribía las cartas.

DIÓSCORO:
(Al Secretario.) No te detengas; lleva pronto esas cartas á la estafeta del Senado. (Las dos muchachas detienen al Secretario, y con cierto sigilo le dan cada una una carta.)

TEÓFILA:
(En voz baja.) Lleva también éstas.

DIÓSCORO:
¿Qué es eso, niñas…? Ya, las esquelitas para los novios. Bueno, bueno, adelante. (Vase el Secretario.)

CALIXTA:
Papá, ¿por qué no nos dejas dar un paseíto? Estamos muy aburridas de tanto estudio.

TEÓFILA:
Un paseíto largo fuera de casa.

DIÓSCORO:
No, no; sois muy traviesas, y…

TEÓFILA:
(Con zalamería.) Déjanos, papaíto.

CALIXTA:
Seremos muy formales.

DIÓSCORO:
Bueno; podéis esparciros por la Gran Avenida, pero… cuidado… Que vaya Basilio con vosotras.

TEÓFILA:
(Corre hacia el fondo y llama por señas á Basilio.) Basilio, ven.

DIÓSCORO:
Podéis llegar hasta la casa de Pánfilo.

BASILIO:
¿Qué manda, señor?

DIÓSCORO:
Lleva las niñas á dar un paseo por la Gran Avenida… Paréceme que siento pasos en el jardín.

BASILIO:
Son dos señores que han llegado hace un momento. El señor de… no me acuerdo. De esos que llaman hombres públicos, prohombres ó cosa tal.

CALIXTA:
(Mirando al foro.) El señor de CUCÚRBITAS, papá.

TEÓFILA:
Y don Eliodoro CYLANDROS.

DIÓSCORO:
Que pasen, que pasen… Y tú, Basilio, cuida de estas cabecitas locas.

BASILIO:
Quédese tranquilo, señor. Sé conducir mi ganado. Venid, corderas mías.

CALIXTA:
Entraremos en casa del tío Pánfilo, y nos divertiremos hablando con su Cotorra. (Las dos muchachas cogen á Basilio cada una por un brazo, y se lo llevan.— Entran CUCÚRBITAS y CYLANDROS.)

Escena IV

DIOSCORO, CUCÚRBITAS, CYLANDROS

DIÓSCORO:
(Afectuoso.) Amigos, venís muy oportunamente.

CUCÚRBITAS:
Hemos sabido que ha terminado usted la reorganización de nuestra Filantrópica.

CYLANDROS:
Con nuevos moldes y amplísima base.

DIÓSCORO:
Ya he comunicado á los imponentes y á los acreedores la nueva organización de la Sociedad. De ayer á hoy he lanzado al correo mil doscientas cartas. A los morosos les estimulo con hábiles apremios; á los escamones les tranquilizo con halagüeñas esperanzas, y á todos les entretengo persuadiéndoles de mi gran influencia política…

CUCÚRBITAS:
Está muy bien, querido Dióscoro; pero lo más urgente es traer nuevas imposiciones.

DIÓSCORO:
En ello estoy, amigos. Gracias á mis constantes diligencias tenemos nuevos ingresos, alguno de verdadera importancia.

CYLANDROS:
Ya sabemos que Alejandro ha tenido una herencia.

CUCÚRBITAS:
Un millón doscientos mil pesos, según creo.

DIÓSCORO:
Que tardarán poco en venir de las cajas del Banco á la nuestra. Alejandro es un amigo fiel, y tengo motivos para contar con él incondicionalmente.

CYLANDROS:
Pues si menudean las fuertes imposiciones, habremos puesto una pica en Flandes, siempre que conservemos nuestra influencia política con el actual Gobierno ó con el que le suceda.

DIÓSCORO:
La fracción que llaman Dioscórida es poderosa dentro y fuera del Parlamento. Nuestro es el presente y el porvenir.

CUCÚRBITAS:
No nos entreguemos á un optimismo ciego, querido Dióscoro. Hoy he sabido por buen conducto que es inevitable la crisis en plazo breve.

DIÓSCORO:
¿Crisis total ó parcial?

CYLANDROS:
Parcial, por el momento; pero malo es que se descomponga el armadijo ministerial.

DIÓSCORO:
Mis noticias son que en caso de crisis ésta se limitará á una ó dos carteras. ¿Usted, querido Cucúrbitas, aceptaría…?

CUCÚRBITAS:
(Vivamente.) No; estoy muy á mis anchas en la Presidencia de la Inspección General de Monopolios, plaza inamovible…

CYLANDROS:
Por mi parte, no me siento hoy con bastante representación política para desempeñar una cartera.

DIÓSCORO:
Excesiva modestia, amigo Cylandros

CYLANDROS:
No es modestia, es táctica; aplazamiento de mis aspiraciones para una ocasión oportuna.

DIÓSCORO:
Pues yo, si la crisis se plantea pronto, tengo un candidato para Fomento, que representaríá cumplidamente la fracción Dioscórida en el Gabinete.

CUCÚRBITAS:
Lo adivino. Pánfilo…

DIÓSCORO:
No. A mi hermano le sobran méritos, naturalmente, pero no quiere sacrificar su libertad. El y yo deseamos consagrarnos al desarrollo de nuestra Filantrópica… Mi candidato es otro: persona de excepcionales condiciones para el cargo, exquisita prestancia ministerial, palabra fácil y persuasiva.

CUCÚRBITAS:
¿Será…? (Oyese dos veces el timbre del teléfono.)

CYLANDROS:
¿Podríamos saber…?

DIÓSCORO:
No he dicho nada. Permítanme mis queridos amigos que reserve por el momento…

Escena V

LOS MISMOS.— ATENAIDA

ATENAIDA:
Señor, arreglado está el teléfono.

DIÓSCORO:
He oído llamar. ¿Quién era?

ATENAIDA:
Primero llamó Alejandro. Después una voz desconocida habló de crisis…

CUCÚRBITAS:
¡Oh, crisis!

CYLANDROS:
Desde esta mañana circulan rumores…

CUCÚRBITAS:
Corramos á enterarnos.

DIÓSCORO:
Aguarden un poco. ¿No venían ustedes á recoger la nota de los créditos de la Filantrópica? Aquí traigo el detalle en un sin fin de guarismos; falta sumarlos.

CUCÚRBITAS:
(impaciente.) La recogeremos luego.

DIÓSCORO:
Y si no quieren molestarse, yo la mandaré con mi primo Hiperbolos, que ha quedado en venir.

CYLANDROS:
Está muy bien. Vámonos, amigo Cucúrbitas, á ver qué hay de crisis.

CUCÚRBITAS:
En cuanto suena esa palabra mágica ¡crisis!, todos los españoles andamos de cabeza.

DIÓSCORO:
Hasta luego, amigos. (Cucúrbitas y Cylandros estrechan la mano de Dióscoro, y haciendo á Atenaida una reverencia, se van por el jardín.) Oye, tu, Atenaida: toma estas notas de cifras, y súmamelas con exactitud, como tú sabes hacerlo…

ATENAIDA:
(Cogiendo los papeles.) Está bien, señor.

DIÓSCORO:
Otra cosa: si viene Alejandro, entretenle hasta que yo salga. (Vase por el palacio.)

Escena VI

ATENAIDA, ALEJANDRO

ATENAIDA:
(Mirando los papeles que le ha dado Dióscoro.) Menuda sarta de números me ha traído ese farolón. Ya tengo para rato. (Empieza á sumar entre dientes.)

ALEJANDRO:
¿Está Dióscoro?

ATENAIDA:
Hace un momento ha entrado en su despacho. Está perfeccionando el aparato para cazar incautos; ya sabes, la Filantrópica.

ALEJANDRO:
Y tú, ¿qué haces?

ATENAIDA:
Mucho y nada; sumar, sumar…

ALEJANDRO:
Prodigiosa mujer; reducir tantas cifras á una sola sin equivocarse, es tarea reservada á quien como tú lleva en su alma todo el saber humano… y también el divino.

ATENAIDA:
(Interrumpiendo brevemente la suma.) Lisonjero, casquivano; siempre que me llamas divinidad, es para burlarte de mí y acentuar más el desprecio en que me tienes.

ALEJANDRO:
¿Despreciarte yo? Di que te adoro.

ATENAIDA:
Tu adoración es mofa, que ya no debo tolerarte.

ALEJANDRO:
¿Pones en duda la pureza y la sinceridad de mis afectos? Pues muy pronto espero darte la mejor prueba de que soy tuyo en cuerpo y alma.

ATENAIDA:
Sí; en buena ocasión dejas caer sobre mí tus requiebros falaces. ¿Crees que ignoro á qué vienes aquí? Ya sé que Dióscoro y Pánfilo se proponen casarte con mi discípula Protasia, la más boba de la familia.

ALEJANDRO:
Quieren casarme con la boba, sí; pero ya tengo pensado el arbitrio que debo emplear para formular mi negativa sin indisponerme con esos amigos, que podrían hacerme mucho daño.

ATENAIDA:
Ya veo tu intención. Sales del paso con un formidable embuste.

ALEJANDRO:
El embuste gobierna el mundo; es una idea que se ha posesionado de mí, y que me está dando resultados admirables. Practico el dogma de la Sinrazón.

ATENAIDA:
Te has entregado á los espíritus burlones que hoy gobiernan esta sociedad dislocada; pero ten cuidado, Alejandro; míralo que haces. (Oyese rumor del viento.) ¡Ah!, ya vienen, ya están aquí tus amigos.

ALEJANDRO:
Vengan, vengan en buen hora. (Arrecia el viento; suena la fronda movible de los árboles.)

ATENAIDA:
¡Ay, ay! Viento maligno, no te lleves mis papeles. El viento quiere llevarse los números. Estos números quizás te pertenecen, viento infame, pero no quiero que te los lleves. (Coge un pisa-papeles y lo pone encima.) Ya tengo los números bien sujetos.

Escena VII

LOS MISMOS.— DIÓSCORO, que sale del palacio.

DIÓSCORO:
Te esperaba, querido Alejandro.

ALEJANDRO:
Pues aquí me tienes.

DIÓSCORO:
¿Te ha enterado Pánfilo del proyecto de agregarte á nuestra familia?

ALEJANDRO:
Sí, enterado y agradecido vengo á decirte…

DIÓSCORO:
¿Qué? (Atenaida permanece en el cenador sumando sin dejar de atender á lo que hablan.)

ALEJANDRO:
Que es muy honroso para mí ser esposo de tu hija Protasia, tan bella y candorosa.

DIÓSCORO:
Protasia vale mucho, pero su cortedad de genio anubla un tanto sus preciosas facultades.

ALEJANDRO:
Así es; su inocencia nativa encubre toda la agudeza del mundo… Mas para que yo tenga el gusto y el honor de ser tu yerno, ha surgido un obstáculo insuperable.

DIÓSCORO:
¿Qué obstáculo es ese? Dímelo.

ATENAIDA:
(Sumando.) Cero, y van nueve.

ALEJANDRO:
Que ya no soy viudo, como creía; mi esposa Helena, á quien yo daba por muerta… Me aseguraron, ya lo sabes, que había perecido en el naufragio del vapor Perseo, cuando iba á la Isla de Cuba para reunirse con su madrina.

DIÓSCORO:
(Atónito.) ¿Y ahora resulta que está viva?

ALEJANDRO:
Sí.

DIÓSCORO:
¿Qué me cuentas? Es inaudito.

ALEJANDRO:
Helena se salvó en una balsa con otros náufragos, y fué á parar á la Isla del Salvador. De allí la llevaron á Tampa; y como en la travesía de la balsa perdió la razón, la encerraron en un manicomio, donde estuvo más de un año, sin que nadie pudiera saber su nombre ni el mío. Por fin, hace cosa de un mes se aclaró su entendimiento, y pudieron identificar su persona.

ATENAIDA:
Cincuenta y cuatro mil trescientos treinta y tres.

DIÓSCORO:
(Muy nervioso.) ¿Pero eso es novela, cuento, ó qué demonios es?

ALEJANDRO:
Es la pura verdad. Lo he sabido por una carta en inglés que recibí esta mañana.

DIÓSCORO:
¿Sabes tú inglés? ¿Estás seguro de que dice…?

ALEJANDRO:
Sé lo bastante para entender el sentido…

DIÓSCORO:
Dame la carta para que nos la traduzca Atenaida, que sabe todas las lenguas vivas.

ALEJANDRO:
Si no he leído mal, la carta dice que Helena continúa trastornada, y que tiene la manía de volver á España para reunirse conmigo; pera yo pienso que no la dejarán venir hasta que recobre su equilibrio mental.

Escena VIII

LOS MISMOS.— CALIXTA y TEOFILA, que aparecen por el foro seguidas de BASILIO.

CALIXTA:
Papá, papá.

DIÓSCORO:
¿Qué?

CALIXTA:
Hemos llegado, como nos dijiste, hasta la casa de Pánfilo.

DIÓSCORO:
Ya, ya; y entraríais para charlar con la cotorra sabia de mi hermano.

TEÓFILA:
Hablamos con la cotorrita.

BASILIO:
Pero no fué la cotorrita, sino don Hiperbolos, quien enteró á las niñas de la gran novedad.

DIÓSCORO:
¿Qué novedad es esa?

TEÓFILA:
Papá: milagro, milagro.

CALIXTA:
Cosa de magia. Que ha resucitado doña Helena, la mujer de Alejandro.

ALEJANDRO:
No ha resucitado; es que no había muerto. Helena está en Tampa.

TEÓFILA:
Buena Tampa nos dé Dios; está aquí. Protasia se ha quedado compuesta y sin novio.

DIÓSCORO:
Pero ¿esto es un delirio, ó es burla de mal género? Basilio, ¿te has enterado tú de lo que dicen las niñas?

BASILIO:
Señor, yo no he visto nada; pero don Hiperbolos me dijo en la portería que la señora Helena acababa de llegar del otro mundo.

DIÓSCORO:
Es inaudito, es para volverse loco. (Aléjase hacia el foro para hablar con las niñas y Basilio.)

CALIXTA:
Papá, ¿quieres que volvamos allá?

TEÓFILA:
Para enterarnos bien…

DIÓSCORO:
Esperad un poco.

ATENAIDA:
(En ei proscenio, con Alejandro.) Los genios burlones se han excedido en favorecerte; no sólo te han resucitado á la mujer, sino que te la traen acá para colmar tu felicidad.

ALEJANDRO:
(Caviloso.) No sé, no sé. ¿Qué me aconsejas tú?

ATENAIDA:
¿Aconsejarte yo? Te has entregado á la Sinrazón: entiéndete Con ella, (Óyese tenue rumor del viento.) ¿Oyes?

ALEJANDRO:
(Inquieto, asustado,) ¿Qllé es eso?

ATENAIDA:
(Jocosa.) Es la carcajada universal. El mundo se ríe de ti. ¡Pobre Alejandro! Disponte á recibir á tu amada esposa.

ALEJANDRO:
No puede ser; será un fantasma, un ente de razón.

ATENAIDA:
(Riendo.) Cuéntaselo á los mensajeros de la Sinrazón. Ellos se ríen de ti y yo también.

DIÓSCORO:
(A las muchachas.) Sí, volved allá para que os enteréis bien. Tú, Basilio, hombre de seso, mira bien si se trata de una superchería fantástica ó de un hecho real.

BASILIO:
Vamos, niñas. (Vanse los tres.)

DIÓSCORO:
(Volviendo al proscenio.) Atenaida, la suma.

ATENAIDA:
Aquí está, señor. (Mostrándole el papel.) Ochocientas cincuenta y cuatro mil doscientas cuarenta y dos, con siete céntimos.

DIÓSCORO:
¿Te habrás equivocado?

ATENAIDA:
Es la cifra exacta.

DIÓSCORO:
Vete á mi despacho, y mi Secretario te dará otra suma, que agregarás á ésta, y el total se lo entregaremos á Hiperbolos para que lo lleve á su destino.

ATENAIDA:
Voy, señor…

DIÓSCORO:
Aguarda un momento. Toma esta carta en inglés, y tradúcela al pie de la letra como tú sabes hacerlo; anda, anda. (Vase Atenaida.)

Escena IX

ALEJANDRO, DIÓSCORO; después PANFILO

DIÓSCORO:
¡Ay, Alejandro! Me ha dejado atónito la reaparición de tu mujer, que sale por escotillón como el demonio en las comedias de magia.

ALEJANDRO:
Yo no sé qué pensar. Sin duda, en el mismo vapor que trajo la carta que te di se embarcó Helena, inducida tal vez por los parientes de su madrina, con la intención aviesa de crearme conflictos.

DIÓSCORO:
Aquí viene Pánfilo; él nos dirá…

PÁNFILO:
(Entrando presuroso.) En la Gran Avenida me cruce con tus niñas, que vuelven á mi casa… Querido Alejandro, vengo á prevenirte, vengo a prepararte.

ALEJANDRO:
Preparado estoy. Las niñas nos trajeron el notición del resurgimiento de mi cara esposa.

DIÓSCORO:
Pusimos en cuarentena la especie hasta que tu la confirmaras.

PÁNFILO:
Pues la confirmo: Helena está en mi casa.

ALEJANDRO:
Es realmente extraordinario.

DIÓSCORO:
Nunca pudimos prever…

PÁNFILO:
Yo sí; yo lo había previsto. Yo soy la previsión. Tiempo hacía que me rondaba por el magín la idea de que Helena no había muerto. En resolución, ya es un hecho, y ante los hechos no hay más remedio que afrontar los males que la realidad nos ocasiona.

ALEJANDRO:
(Con ansiedad.) ¿Tú has visto á Helena? ¿Cómo está? ¿Cómo viene?

PÁNFILO:
Por efecto del naufragio y de su locura, se ha vuelto agria, displicente. Querido amigo, revístete de paciencia y abnegación para soportarla.

ALEJANDRO:
¡Buena me ha caído!

DIÓSCORO:
Según eso, ¿no es aquel carácter bondadoso, angelical, que á todos nos encantaba?

PÁNFILO:
Es todo lo contrario: impertinente, irascible. Sus ojos, que antes reflejaban la gracia y la ternura, ahora despiden relámpagos de cólera y rayos de furor. En su labio superior ha crecido el vello, dándole aspecto varonil; gesticula y manotea, y sus dedos crispados son como garras que amenazan fieramente el rostro de los que tienen la desgracia de hablar con ella.

ALEJANDRO:
(Anona lado.) ¡Oh, qué desdicha!

DIÓSCORO:
¡Es horrible!

ALEJANDRO:
¿Y por qué no vino á mi casa?

PÁNFILO:
Se equivocó de piso, y llamó á mi puerta.

ALEJANDRO:
¿Y qué te dijo?

PÁNFILO:
Con frase incoherente, echó pestes contra ti. Del barullo de sus ideas, saqué en limpio esta pretensión: que le entregues, en concepto de gananciales, la mitad de lo que has heredado de tu hermano.

DIÓSCORO:
(Irritado.) Eso no puede ser. ¡Qué desatino!

ALEJANDRO:
Pues eso me faltaba…

PÁNFILO:
No te apures, Alejandro; afortunadamente, tus intereses están ya en manos del prudente Dióscoro; es decir, en las bien guardadas cajas de nuestra Filantrópica. Ya que no hemos podido labrar tu felicidad casándote con la bella Protasia, seremos fieles custodios de tu capital. Yo poseo, gracias á Dios, todas las cualidades de que tú careces: la previsión, el método, el orden. Yo todo lo había previsto; la venida de esta fiera con objeto de aburrirte y espoliarte. Impuesto tu dinero en nuestra Sociedad, Dióscoro te dará un lucido dividendo para tus gastos personales…

DIÓSCORO:
Te sujetaremos, señor manirroto, á un plan metódico y dietético.

ALEJANDRO:
(Malhumorado, resignándose.) Está bien… muy bien… yo…

DIÓSCORO:
Iremos anotándote…

PÁNFILO:
(Sacando un libro.) Oye, fíjate. En este libro te abro tu cuenta corriente. Aquí los ingresos, aquí los gastos. Antes de gastar una cantidad, me pides consejo; yo te diré si debes hacer ese dispendio, ó si debes evitarlo. En el primer caso, aunque se trate de una corta suma, yo cuidaré de anotarlo en tu Debe; en cuanto á los ingresos, iré apuntándote las cantidades que Dióscoro te dé por el cupón de la Filantrópica.

DIÓSCORO:
Eres un hombre tan distraído y atolondrado, que no podemos dejarte solo.

PÁNFILO:
Careces en absoluto de la preciosa cualidad que denominamos previsión. Yo preveré por ti; yo guiaré tus pasos; yo te señalaré la hora á que debes acostarte y levantarte, la extensión que has de dar á tus paseos, ni un metro más ni un metro menos, cada día; las amistades que debes frecuentar…; mucho cuidado con esto; los platos que has de poner en tu mesa, y que yo vigilaré para que no te haga daño la comida; la ropa, las visitas…

DIÓSCORO:
Eso, eso; cerrar la puerta á los pedigüeños y gorrones.

ALEJANDRO:
(Apartándose de ellos se lleva las manos á la cabeza, significando su desesperación y queriendo disimularla.) Está muy bien, amigos; fijadme también los bostezos, estornudos y otros desahogos de aburrimiento que puedo permitirme cada día.

DIÓSCORO:
Pero ¿tienes algo que oponer á nuestra desinteresada protección?

PÁNFILO:
Te aseguramos una existencia tranquila y, decorosa.

ALEJANDRO:
(En el colmo de la irritabilidad nerviosa.) ¡Ah! Ya tenemos aquí á la fiera conducida por Hiperbolos. ¡Dios sea conmigo!

Escena X

LOS MISMOS.— CALIXTA, TEÓFILA, BASILIO, HIPERBOLOS, HELENA; después ATENAIDA y PROTASIA.

CALIXTA:
(Presurosa.) Aquí viene. A mí me arañó esta mano.

TEÓFILA:
Y á mí me quiso morder.

DIÓSCORO:
(A Basilio.) Tú, mientras esté aquí doña Helena que no pase nadie. (Vase Basilio. Entra Hiperbolos, trayendo cogida del brazo á Helena. Esta es desgarbada, mal vestida, revelando en su ñgura y empaque su estado mental. Su mirada es siniestra, y su rostro barbado y tostado por el sol.)

HIPERBOLOS:
(En estilo campanudo, con pretensiones oratorias.) Aquí tienes, ¡oh Alejandro!, á tu cara mitad. Acógela con benignidad ya que no con amor, y procura que tus palabras no sean acicate de su demencia, sino antes bien, bálsamo que la suavice y atenúe.

ALEJANDRO:
¡Oh cara esposa! Quien te vió tierna y apacible, ahora te ve repulsiva, iracunda.

HELENA:
(Que desde que entró está como el toro al salir del toril, mirando á todos, dudando á quién embestir primero. Al distinguir á su marido, que se ha retirado hacia la izquierda, corre hacia él furiosa y amenazante.) Ya te veo, pillastre, mal hombre, harto de vicios, que me has abandonado… (Intenta clavarle las uñas en la cara.)

ALEJANDRO:
(Defendiéndose.) Por Dios, Helena, repórtate; no me trates así; yo deseo tu bien. (Hiperbolos y las niñas acuden á sujetar á Helena. Aparece Atenaida por el palacio, trayendo á Protasia abrazada por la cintura; éstas se mantienen en discreta expectación.)

HIPERBOLOS:
Noble señora, Alejandro y todos los presentes os creímos anegada en la eterna sombra.

HELENA:
De la eterna sombra me sacó Dios, para que pueda venir á pedir cuentas á este miserable.

ALEJANDRO:
(Con donosa ironía.) Helena, encanto mío, halago de mis días venturosos, rosa temprana; dametu delicado aroma y guarda tus espinas. (Atenai da con Protasia bajan al proscenio, y se unen á las dos niñas que sujetan á Helena.)

HELENA:
Dejadme, soltadme; quiero castigar á ese bandido que me abandonó… Las olas me vomitaron sobre una playa desierta… ¡Ay! En aquellas agonías olvidé mi nombre…; dije que me llamaba Diana, y que mi marido iría en globo á buscarme. Yo miraba al cielo esperando á este tunante, pero el globo no parecía. (Fijándose en Atenaida.) ¡Ah! ya te conozco, embaucadora; no recuerdo tu nombre; lo que sí recuerdo bien es que Alejandro te amó. Durante mi ausencia te has amancebado con mi marido.

ATENAIDA:
Señora, ¿qué dice usted?

DIÓSCORO:
No la contradigas.

HIPERBOLOS:
Asintamos á cuantos disparates diga.

HELENA:
(Alelada, mirando en derredor.) ¡Cosa más rara! Por ninguna parte veo al opulento cubano, doctor Nadir, que me trajo desde Tampa…; hombre tan bondadoso, que parece un ángel… En el vapor le vi… ¿Dónde estará?

DIÓSCORO:
¿Qué dice? (Todos se miran atónitos.)

HIPERBOLOS:
No hagáis caso. En esa cabeza no hay una chispa de discernimiento.

ALEJANDRO:
(Confuso.) ¿Qué doctor será ese?

PÁNFILO:
Debemos recluirla inmediatamente en el sanatorio de Madame de la Pilongue, muy cerca de aquí.

HELENA:
Estoy fatigada, quiero descansar.

TEÓFILA:
Veuga usted á casa, señora.

HIPERBOLOS:
El sueño es pausa reparadora en el tormento de las almas.

HELENA:
(Medrosa.) ¿Pero esta casa es segura? ¿No habrá en ella… animales dañinos ó materias explosivas?

PROTASIA:
Lástima que mis grillos no fueran caimanes ó panteras.

HIPERBOLOS:
Explosiones hay, señora, pero son de caridad, de amor al prójimo. Venga usted tranquila. (La llevan hacia la casa; delante va Calixta; sigue Helena conducida del brazo por Hiperbolos y Teófila. Protasia se dirige al cenador, donde está Alejandro sentado, los codos apoyados en la mesa y las manos en la frente.)

HELENA:
(Balbuciente, extraviados los ojos.) Nadir, doctor mío, ¿dónde estás? (Sigue hacia la casa.)

PÁNFILO:
Llevadla con cuidado. Voy yo también con vosotras. (Entran en el palacio.)

Escena XI

DIOSCORO y ATENAIDA, en el proscenio; ALEJANDRO y PROTASIA, en el cenador.

ATENAIDA:
Ya dejé en la secretaría la nota de las cantidades sumadas.

DIÓSCORO:
Está bien.

ATENAIDA:
Y aquí está la traducción de la carta en inglés que usted me dió.

DIÓSCORO:
¡Ah! ¿Qué dice? Léenosla. Alejandro, ven.

ATENAIDA:
Después de lo que ya saben ustedes, la única advertencia interesante es que cuando la sedación se manifiesta en la enferma, sus instintos homicidas se truecan en monomanía suicida.

DIÓSCORO:
¿Y quién firma?

ATENAIDA:
Ene.

ALEJANDRO:
¿Y quién es ese?

ATENAIDA:
Tú sabrás.

DIÓSCORO:
¡Qué laberinto! ¡Qué confusión nos ha traída esa mujer!

Escena XII

LOS MISMOS.— PANFILO é HIPERBOLOS, que Balen, de la casa; después BASILIO.

PÁNFILO:
Ahora está tranquila.

DIÓSCORO:
Pues aprovechad esta ocasióo, y pongámosla sin demora en manos de Madame de la Pilóngue, la gran profesora de Psiquiatría.

ALEJANDRO:
Pronto, pronto.

PÁNFILO:
Yo me encargo del transporte de la fierecilla. La sacaremos por el patio de las cocheras, (Óyese el silbato de un automóvil, que se detiene en la puerta del jardín.) ¿Quién viene?

DIÓSCORO:
Ya he dicho á Basilio que no recibo á nadie.

BASILIO:
(Presuroso, por el foro.) Señor, el automóvil del Presidente del Consejo.

DIÓSCORO:
¿Pero es él?

BASILIO:
No; es el Secretario… Trae para usted esta carta urgentísima.

DIÓSCORO:
(Cogiendo el papel.) ¿Y se ha ido?

BASILIO:
No, señor; dice que viene á llevársele á usted.

HIPERBOLOS:
¡Crisis! Se ha confirmado el rumor de esta mañana.

DIÓSCORO:
(Leyendo rápidamente la carta.) Me llaman para consultarme.

PÁNFILO:
Naturalmente, como jefe que eres de la fracción Dioscórida en el Parlamento. Vete pronto.

DIÓSCORO:
¿Vienes tú?

PÁNFILO:
No; yo me quedo para conducir á Helena…

DIÓSCORO:
Atenaida: mi sombrero, mi bastón; hazme el favor… (Entra Atenaida en el palacio rápidamente; Protasia trata de irse también, asida á la falda de Atenaida.) Protasia, ven; Óyeme. (Cogiendo de la mano á su hija.) Fíjate en lo que te digo. Mientras yo esté ausente, entretienes á Alejandro; dile palabras cariñosas, y… ten cuidado de que no se te escape alguna tontería. (Vuelve Atenaida con el sombrero y el bastón.) Tú, Hiperbolos, quédate aquí, y que cuando yo vuelva no esté en mi casa ésa mujer.

HIPERBOLOS:
Hoy no se sabrá nada; la crisis será laboriosa; hay muchas ambiciones, pero la fracción Dioscórida es la más fuerte.

DIÓSCORO:
Aquí nos veremos luego. (Vase por el foro.)

PÁNFILO:
(Muy zalamero.) Atenaidita, primorosa maestra, no te me muevas de aquí, que tengo que hablar contigo y esta es la mejor ocasión… (Vase con Hiperbolos por el palacio.)

Escena XIII

ATENAIDA, ALEJANDRO, PROTASIA

PROTASIA:
Pues no da poco que hacer esa fantasmona. ¡Qué bien nos vendría que se suicidara ella misma!

ATENAIDA:
Protasia, ¿por qué no vas á ver si se la llevan ya?

PROTASIA:
Déjame aquí.

ATENAIDA:
Haz lo que te mando. Ya me parece que salen. Vete á ver…

PROTASIA:
(De mala gana.) Voy Corriendo. (Vase por el foro derecha.)

ATENAIDA:
Alejandro, ¿estás coatento? ¿Te satisface la situación en que te han puesto tus amigos los espíritus burlones?

ALEJANDRO:
(Confuso y caviloso.) No sé qué decirte; ilumíname tú, amiga del alma.

ATENAIDA:
¿Que yo te ilumine? Pues óyeme. Te encuentras amenazado por tres figuras monstruosas. La fiera menos temible es tu pobre mujer. Los monstruos que han de devorarte son: el Cocodrilo de insaciable voracidad…

ALEJANDRO:
Dióscoro.

ATENAIDA:
Y el Rinoceronte de la previsión, que con sus armas formidables te vencen, te subyugan, y apoderándose de tu riqueza, quieren hacer de ti un ser abúlico, un maniquí, (óyese el ruido del ventarrón, que comienza suavemente.)

ALEJANDRO:
No, eso no será.

ATENAIDA:
Pues para que no sea, para que recobres tu albedrío, acógete al fuero de la Eazón y la Verdad.

ALEJANDRO:
No me pidas que vuelva al terreno que abandoné, escarmentado por crueles y reiteradas desdichas. Se ha metido en mi cerebro la idea de que el mundo actual está gobernado por la invisible fuerza de la mentira provechosa, del derecho irónico. Si la Sinrazón es hoy dueña de los humanos destinos, al amparo de esta fuerza me pongo, y con ella me libraré del Cocodrilo y del Rinoceronte, y buscaré un arbitrio legal para romper mis lazos con la desdichada Helena y… (Atenaida prorrumpe en risa.) Que, ¿te ríes?

ATENAIDA:
Sí; me río de tu ceguera, de tu obstinación. (Óyese más fuerte el ruido del viento, y empiezan á agitarse las ramas de los árboles.) Ya los tienes aquí.

ALEJANDRO:
¿Qué?

ATENAIDA:
Tus amigos. Es la onda de los seres burlones que, según tú, gobiernan la humanidad en esta minúscula parte del Universo. Invócalos; pídeles lo que anhelas, para enmendar las desdichas que ellos mismos te han traído. Mereces que te atiendan.

ALEJANDRO:
No te burles. No me aparto de mi creencia; lo absurdo impera. (Arrecia el viento; óyense diferentes rumores misteriosos en la plenitud atmosférica. Alejandro recorre la escena muy excitado y nervioso, mirando al cielo; eleva sus brazos, se golpea el cráneo.)

ATENAIDA:
Y qué. ¿Has hecho ya tu invocación á la falange burlona?

ALEJANDRO:
(Con firmeza.) Sí, y de ello no me arrepiento. Voy resueltamente por la vereda que me señala mi destino; persigo mi bienestar, mi felicidad, que al término de esta carrera ha de ser también la tuya… No me riñas; no muestres desconfianza ni enojo.

ATENAIDA:
(Con serenidad.) Si estoy tranquila y confiada. Ya lo sabes.

ALEJANDRO:
Veo que te encierras en una ironía dulce, y oponiéndote á mis designios, me aplicas el correctivo bondadoso que suele aplicarse á los niños traviesos. ¿Por qué te opones sistemáticamente á mis designios antes de conocerlos?

ATENAIDA:
Si ya los conozco. ¿Crees tii que esta pobre mujer no sabe lo que has pedido á tus divinidades tutelares? Tus pensamientos determinan acción refleja en tu corazón, y los latidos de tu Corazón repercuten en el mío. (Llevándose la mano al corazón,) Y esta entraña que es todo mi ser, bien lo sabes, Alejandro, me ha dicho que la que has pedido es ser ministro en la próxima crisis.

ALEJANDRO:
(Pasmado.) Es verdad. (Estrechándola las manos.) Y pues eres tú la personificación de la humana sabiduría, dime ahora si obtendré lo que pido.

ATENAIDA:
Sí. Reconozco en ti al hombre de corazón generoso, de clara inteligencia, pero que no atesora en su carácter la energía indispensable para gobernar á los pueblos. Es absurdo, querido Alejandro, es contrario á toda lógica y al sentido común que tú seas ministro; pero por eso mismo, porque ello es absurdo, porque es ilógico y desatinado, tus protectores te darán la cartera.

ALEJANDRO:
(Con alegría.) ¡Oh! Que la tenga yo, y veremos.

ATENAIDA:
Falta saber si podrás resolver los problemas inmediatos; librarte del Cocodrilo y del Rinoceronte, y anular de algún modo la funesta resurrección de tu mujer.

ALEJANDRO:
Todo eso haré y mucho más; pero oye, Atenaida de mi alma: si quieres darme aliento para salir airoso, dime que estarás á mi lado en la lucha que me espera.

ATENAIDA:
Estaré á tu lado; me pasaré… temporalmente, fíjate bien, al bando de la Sinrazón.

ALEJANDRO:
(Muy gozoso, estrechándola las manos.) ¡Ay, que alegría me das!

ATENAIDA:
Espérate un poco. No sacrifico yo la solidez de mis ideas á la fragilidad de las tuyas sin imponerte una condición.

ALEJANDRO:
¿Cuál? Dímelo pronto.

ATENAIDA:
Que no consagres exclusivamente tu vida ministerial á las menudencias burocráticas en interés tuyo y de tus amigos, y que hagas algo, Alejandro…, algo que ilustre tu nombre y…

ALEJANDRO:
Ya te entiendo, sí: algún proyecto de interés general, nacional. ¡Oh, sí; la patria…! La patria es lo primero… Eso lo hacen todos; es cosa fácil. Yo tengo aquí (con el índice en la frente) ideas hermanas, planes de regeneración, de cultura; y si a ti se te ocurre algo, mujer superior, si tu estro divino te sugiere alguna idea deslumbrante, dímela… Desde luego puedes dármela explanada en un proyecto de ley…

ATENAIDA:
Está bien; y si es razonable lo que yo te sugiera, has de hacerlo tuyo. Es la condición que has de cumplir si quieres tenerme á tu lado.

ALEJANDRO:
Conforme; adelante. (Se suaviza lentamente el ruido del ventarrón. Aparece Protasia brincando por el foro derecha.)

PROTASIA:
(Jadeante.) Atenaida, Alejandro. ¿No sabéis lo que pasa?

ALEJANDRO y ATENAIDA:
¿Qué?

PROTASIA:
Que doña Helena se ha escapado… En el fuerte huracán salió disparada…; sus faldas eran como alas…; no corría, volaba… Hiperbolos y mis hermanas fueron tras ella, sin poder alcanzarla.

ATENAIDA:
¿Qué dices, niña?

PROTASIA:
Que desapareció en las excavaciones. Hiperbolos, mi tío y mis hermanas, zarandeados por el huracán, vuelven hacia acá. Allá quedan Basilio y los demás criados buscando á la tarasca.

Escena XIV

ALEJANDRO, ATEN AIDA, PROTASIA, PÁNFILO, HIPERBOLOS, CALIXTA, TEÓFILA

CALIXTA:
(Sin aliento, del mucho correr.) Desapareció.

HIPERBOLOS:
Se perdió en las hondonadas de donde sacan el sulfato de cal, vulgarmente llamado yeso.

CALIXTA:
(Mostrando sus vestidos destrozados.) Miren cómo me he puesto.

TEÓFILA:
Yo metí las dos piernas hasta las rodillas en un fangal.

PÁNFILO:
(Respirando con dificultad.) Se perdió en las hondonadas. Yo no he podido seguir. Allá quedan los criados buscándola. Desde que empezó á soplar el huracán y noté lo descompuesta que iba la señora, comprendí que se nos escaparía.

ATENAIDA:
(Dulcemente irónica.) Don Pánfilo: díganos todo lo que usted ha previsto, para que podamos prepararnos…

ALEJANDRO:
Para que los acontecimientos próximos no nos cojan desprevenidos.

PÁNFILO:
Os daré cuenta de mis previsiones en el momento actual. Lo primero que debo anticiparos es que estoy decidido á sacrificarme aceptando una cartera en la próxima crisis.

ALEJANDRO:
Te felicitamos cordialmente.

CALIXTA:
¡Viva el tío Pánfilo, ministro!

TEÓFILA y PROTASIA:
¡¡Vivaa!!

ATENAIDA:
(Aparte á Alejandro.) No hagas caso de ese imbécil; el ministro eres tú.

CALIXTA:
(Mostrando sus vestidos desgarrados.) Vamos á mudarnos de ropa.

TEÓFILA:
Estamos indecentes.

PROTASIA:
Me caí por un talud y estoy perdida de fango.

CALIXTA:
Atenaida, ven con nosotras.

PÁNFILO:
No, no; Atenaida se queda aquí; yo se lo mando… Alejandro, Hiperbolos, bien podríais llegaros á la Presidencia y enteraros del resultado de la crisis; Dióscoro tarda.

ALEJANDRO:
Aunque es seguro que serás ministro, iremos á ver…

HIPERBOLOS:
Entiendo yo que aunque la crisis tarde en resolverse, tu candidatura flotará sobre el revuelto piélago de las ambiciones.

PÁNFILO:
Preveo mi sacrificio en aras de la patria.

ALEJANDRO:
A la Presidencia.

HIPERBOLOS:
Pronto sabrás lo que hubiere. (Vanse Alejandro é Hipérboles por el jardín.)

Escena XV

ATENAIDA, PÁNFILO

PÁNFILO:
Ya estamos solos… Quiero decirte… Tú, que eres tan lista, habrás comprendido…

ATENAIDA:
Sí, señor, lo he comprendido.

PÁNFILO:
Aunque soy la misma reserva, no he podido ocultar el dulce afecto que siento por ti. Admiro tus virtudes, tu soberano talento y agudeza…

ATENAIDA:
Lisonjero, meloso…

PÁNFILO:
Mis sentimientos hacia ti van ahora más lejos de lo que tú podrías suponer. Tiempo ha que batallo con la idea de complicar tu existencia con la mía; es, á saber: concertar, armonizar mejor dicho, nuestras voluntades de un modo permanente… Esto lo sabías tú, picarilla.

ATENAIDA:
Lo sabía, sí, señor.

PÁNFILO:
Y á propósito. ¿Recibiste un magnífico Diccionario enciclopédico, histórico, biográfico, etcétera, etc., que te ofrecí por conducto de una diligente mandadera?

ATENAIDA:
Sí lo recibí. Es una obra sumamente instructiva, y pienso aprendérmela de memoria para dar extensión á mis conocimientos.

PÁNFILO:
(Satisfecho.) Ajajá. Bien decía yo que el mejor obsequio para ti era esa pirámide de la ciencia humana. Pues bien, encantadora mujer: quiero que desde hoy me consagres tu existencia, que seas mía, resueltamente mía.

ATENAIDA:
(Risueña.) Esto que usted me dice ya lo había yo previsto.

PÁNFILO:
Previsores los dos; eso me gusta. Si estamos de acuerdo, te diré que, terminada la educación de las niñas, que pronto se casarán, la gran maestra, la infatigable trabajadora, se dedicará exclusivamente á ser Pánfila de este Pánfilo.

ATENAIDA:
(Vivamente, riendo.) Pues dígame en qué condiciones voy á ser yo doña Pánñla.

PÁNFILO:
Quiero poner las cosas en su punto, y no prometer más de lo que puedo dar. En tu elevado criterio te harás cargo de que yo no puedo casarme contigo.

ATENAIDA:
¡Claro! Un señor de alta posición, que será ministro mañana ó pasado, ¿cómo ha de casarse con una mujer desvalida que vive de su trabajo?

PÁNFILO:
(Vivamente.) Si nos entendemos, tu subsistencia corre de mi cuenta. Junto á mí tendrás un bienestar tranquilo y modesto. Tú me conoces.

ATENAIDA:
(Con sorna.) Ya lo creo que le conozco. Es usted e1 método, la previsión, el orden…

PÁNFILO:
Justo, eso soy. Vivirás en mi casa; cuidarás de mi ropa, de mi comida…; tendrás la casa limpia y resplandeciente como los chorros del oro.

ATENAIDA:
Muy bien, muy bien. ¡Qué vida tan deliciosa!

PÁNFILO:
Deliciosa; bien puedes decirlo. Serás libre, sometiéndote, naturalmente, al régimen metódico y reglamentario que es el ser de mi ser.

ATENAIDA:
Ya sé, ya sé. Tendré que llevar en un libra el Debe y Haber del gasto doméstico; mediré los pasos, contaré los minutos…

PÁNFILO:
Justo, justo. No saldrás de casa sin mi permiso, y tus salidas han de ser motivadas por alguna diligencia necesaria. De antemano fijarás las calles que has de recorrer y el tiempo que has de tardar.

ATENAIDA:
Para eso no he de violentarme: pues ya sabe usted, señor don Pánfilo, que en método y reglamentación de la vida, allá nos vamos usted y yo. También me será fácil medir el compás que hemos de llevar cuando comamos: cucharada usted, cucharada yo; los pasos que he de dar desde el gabinete á la cocina…

PÁNFILO:
No; á la cocina no tienes que ir más que á dar órdenes. Los servicios de cocinera, planchadora y demás, serán desempeñados por mujeres que yo mismo designaré, y á las cuales les impongo la rigurosa disciplina de no hablar dentro de las paredes de mi casa.

ATENAIDA:
Sólo usted y yo tendremos derecho al uso de la palabra. Y á la cotorra charlatana que tiene usted en su casa, ¿cómo la reduciremos al silencio?

PÁNFILO:
A mi primo Hiperbolos, que fué quien me la dió, se la devolveré para que la perfeccione en el arte oratorio. Conque ya sabes: á mi casa no traigas visitas, ni á ninguna persona de tu familia. Como he de pasar gran parte del día en el Ministerio, te prohibo que durante mi ausencia entre nadie en casa. Rompe toda clase de relaciones con tus parientes; todos tus cariños han de ser ya para mí. ¿Estamos conformes?

ATENAIDA:
Sí, señor.

PÁNFILO:
Pues ya sabrás quién es Pánfilo.

ATENAIDA:
Y ya sabrá usted quién es Atenaida. (Entra por el foro Hiperbolos.)

Escena XVI

LOS MISMOS.— HIPEEBOLOS

HIPERBOLOS:
Aunque la crisis no está resuelta, ya se sabe quién será ministro.

PÁNFILO:
Me sacrifico, me sacrifico…

HIPERBOLOS:
Nó necesitas sacrificarte, querido Pánfilo, porque el ministro será Alejandro. No viene conmigó, porque le dejé en la Presidencia.

PÁNFILO:
(Estupefacto al principio; luego se rehace.) ¡Oh! Alejandro… Sí, sí; yo lo había previsto. Ya dije á Dióscoro que no me contiene sacrificarme (dirigiéndose á Atenaida.); quiero conservar mi libertad.

Eso pobre Alejandro no hará más que lo que queramos nosotros.

ATENAIDA:
Alejandro es materia blanda y generosa.

PÁNFILO:
Tomará la forma que queramos darle. Tú nos ayudarás en esto.

ATENAIDA:
Ya lo creo que ayudaré.

PÁNFILO:
Y todo lo arreglaremos á nuestro gusto. Cuento Contigo. (Dirígese á Hiperbolos.)

ATENAIDA:
(Aparte.) Y esta pobre Atenaida cuenta con la divina justicia. Necios, villanos; temblad. ¡Ahora yo soy la ministra, yo, yo!

Jornada tercera

Cuadro primero

Escena I

ATENAIDA, que, meditabunda, sale de su casa en las primeras horas del día, llevando un saquito en la mano.

ATENAIDA:
Hoy salgo de mi casa con la inflexible determinación de que no se prolongue un día más la ansiedad en que vivo. En mi mente llevo grabadas con caracteres de fuego estas palabras: Ó vida ó muerte. Muerte, querrá decir que todo ha concluido para mí en este mundo; y si la vida prevalece sobre la muerte, significará, ¡oh Alejandro mío!, que habré logrado sacarte de la vorágine tenebrosa de la Sinrazón. Resuelta voy á lograr este fin Supremo. (Detiéneee y contempla su casa con melancólica ternura.) ¡Adiós, generosa familia que me has dado albergue! ¡Humilde casa, mansión de paz, ni muerta ni viva he de volver a ti! (Sigue andando lentamente sin apartar su mirada del suelo.) Alejandro, amado mío, voy en tu busca. ¿Te encontraré en el Ministerio? ¿Estarás en tu casa, ó en la de don Dióscoro? No sé…, no sé. (Indecisa, acorta su paso y llega á una encrucijada, donde se le ofrecen dos distintos caminos. Decidiéndose al fin, se mete por una callejuela.) Por aquí llegaré más pronto á la casa de Alejandro. (Encuéntrase en una plazoleta solitaria, donde se ven las ruinas de un caserón destruido por el fuego veinte años ha, y que aún espera su reedificación. Detiénese por súbita inmovilidad de todos sus miembros, cual si estuviera bajo la influencia de una voluntad misteriosa. Hacia ella avanza una mujer.)

Escena II

ATENAIDA, DOÑA REBECA; después NADIR, ZAFEANIO, ARIMÁN

ATENAIDA:
(Tratando de recobrar su movilidad.) ¿Quién es usted? Déjeme seguir.

REBECA:
(Levantando el velo de ala de mosca, que cubre su rostro mofletudo y herpético.) ¿No me Conoces, hija mía?

ATENAIDA:
Yo no soy hija de usted. Déjeme libre el paso.

REBECA:
Aguarda. No quiero hacerte daño. Te he visto salir de tu casa, y ya sabía que tus pasos te traerían hacia aquí. Óyeme; nada temas. Lo que tengo que decirte ha de serte muy grato… Ya sé que vas á casa de Alejandro… Él y tú estáis de norabuena. Ya podréis casaros. Serás ministra.

ATENAIDA:
Cállese, embustera.

REBECA:
Podrás casarte, porque Alejandro sigue tan viudo como antes estaba. Doña Helena no ha Tesucitado. Todo ha sido una broma. (Atenaida siente rebullicio de pasos y risas entre las ruinas. Aparecen dos hombres, que se acercan haciendo eses como los borrachos.) Si no crees mi palabra honrada, te la confirmarán estos dos amigos, Nadir y Zafranio, autores de la farsa graciosa que has podido aplaudir en la casa de don Dióscoro, el papá de tus discípulas.

ATENAIDA:
(Consternada.) Nadir, Zafranio. ¡Dios de la verdad! ¡Ampárame contra tus enemigos!

NADIR:
(Con frase dulzona.) No reniegues de, nosotros, que te queremos bien, Atenaidita, y nos interesamos por tu felicidad. Yo armé la donosa ficción de resucitar á doña Helena. Yo puse los telegramas y redacté las cartas que anunciaban la locura de la Marquesa de Rodas, y mi compañero Zafranio, queriendo dar al bromazo caracteres de mayor verosimilitud, inventó la comedia de llevar á Ursaria en figura carnal la persona de doña Helena…

ZAFRANIO:
Yo soy imaginero, y construyo figuras de aparente vitalidad carnal; las pinto, las arreglo y las visto, dándoles además el suficiente don de palabra para que hablen como las almas del otro mundo.

NADIR:
Este fué el que trajo á Ursaria el mascarón que viste.

ZAFRANIO:
Y cuando la llevaban al sanatorio la arrastramos á las excavaciones, y allí la puedes ver arrojada en el suelo, medio deshecha.

NADIR:
No es ya más que un montón de carne putrefacta, cartón, caña y trapos.

REBECA:
¿Lo que has oído no te satisface? Aunque estás calladita, tu interior se transparenta; veo tu alegría…

ATENAIDA:
(Con supremo esfuerzo, se sobrepone á la sugestión que la enmudece.) Alegría, no: desprecio, repugnancia.

NADIR:
Maestrita juiciosa, no respondas con vituperios á la simpatía que tenemos por ti.

REBECA:
Sé agradecida. Vente á nuestro campo. Te elevaremos al tálamo del ministro.

ZAFRANIO:
Ó á lugar más alto.

ATENAIDA:
(Oprimiéndose el pecho y aspirando fuertemente quiere hablar; mas sólo consigue articular monosílabos.) No… no. (Preséntase de súbito Arimán, que cae junto al grupo como si se lanzara del paredón más elevado de las ruinas. Al verle Nadir y Zafranio se apartan medrosos.)

ARIMÁN:
Bellacos, traidores; buscándoos vengo desde el amanecer para castigar vuestras travesuras.

NADIR:
No somos tus inferiores; somos tus iguales.

ARIMÁN:
Iguales, no. En este círculo infernal mando yo.

ZAFRANIO:
Mandamos los tres.

ARIMÁN:
¡Miserables! Habéis roto la unidad del poder demoníaco. (Con mayor furia.) Largaos de aquí, y no salgáis de vuestras guaridas hasta que yo os lo ordene.

NADIR:
Nos iremos cuando nos acomode.

ARIMÁN:
(Acometiéndoles.) ¡Fuera, fuera! (Se cruzan entreambos chispazos de un fuego lívido, restallante. Huyen Nadir y Zafranio.) Y tú, vieja leprosa, ¿qué haces aquí atormentando á esta pobre mujer? (Le da un fuerte puntapié, y desaparece Rebeca como pelota lanzada muy lejos.)

ATENAIDA:
(Respirando fuerte como quien despierta de una pesadilla.) ¡Ay!

ARIMÁN:
(Muy solícito y amable.) Maestra insigne: esos bribones te han atormentado, pero aquí estoy yo para defenderte y ponerme á tu servicio. Té han privado del uso de la palabra.

ATENAIDA:
Sí.

ARIMÁN:
Te han impedido todo movimiento.

ATENAIDA:
Sí, SÍ.

ARIMÁN:
Pues ya eres libre, ya puedes andar.

ATENAIDA:
(Dando algunos pasos.) Ya puedo andar.

ARIMÁN:
(Siguiéndola.) Óyeme.

ATENAIDA:
(Deteniéndose.) Dispénseme, doctor; voy á mis obligaciones.

ARIMÁN:
Un momento… Yo te he salvado de la ignominia, de la muerte quizá. Podría yo retenerte aquí, mas no lo haré. Te doy libertad.

ATENAIDA:
Gracias.

ARIMÁN:
Libertad á condición de que me adores, de que reconozcas mi poder absoluto en el círculo de Ursaria.

ATENAIDA:
No reconozco aquí ni en ninguna parte más poder que el de Dios omnipotente.

ARIMÁN:
Pero Dios omnipotente no te dará lo que yo te daré. Yo te estimo, reconozco tus singulares méritos; yo los recompensaré haciéndote reina.

ATENAIDA:
¿Reina?

ARIMÁN:
Reina de Ursaria. Te casaré con Dióscoro. La voluntad del Patriarca Filantrópico es mía; ya la tengo bien segura.

ATENAIDA:
(Tímidamente, queriendo eludir la terrible fascinación de los ojos de Arimán.) ¿Puedo seguir?… Voy á mis quehaceres.

ARIMÁN:
No quiero ni debo retenerte más tiempo. Soy tu amigo; anhelo mirar por ti, engrandecerte, hacerte dichosa… Ya lo ves: al tutearte, te doy la mejor prueba de estimación. Confía en mí.

ATENAIDA:
(Temblorosa, deseando escapar.) Sí, SÍ; pero déjeme seguir.

ARIMÁN:
Un momento no más para decirte, insigne mujer, que á las altas cualidades que te adornan debes añadir la que te falta… ¿No lo entiendes? Para ser perfecta te falta una noble ambición.

ATENAIDA:
(Que en su sobresalto se decide á formular un tímido asentimiento para poner término al angustioso asedio.) Bueno, bueno, doctor; lo pensaré. (Advirtiendo que disminuye la fatal atracción, evoca toda su firmeza, y con pies ligeros emprende su camino.)

ARIMÁN:
(Sin moverse, viéndola partir.) Atenaida. Ya te tengo. Tu serás reina. (Atenaida, á medida que se aleja redobla el paso. Sin mirar hacia atrás, oye de nuevo, muy lejano, el fatídico presagio.) Tú serás reina. (Y sintiéndose dueña de su voluntad y de su locomoción, corre gozosa como el pajarillo que logra escapar á la fascinación de la serpiente.)

Cuadro segundo

Jardín de Dióscoro, como en las jornadas segunda y tercera.

Escena I

PROTASIA, que sale del palacio cautelosa. BASILIO, en el jardín; después el SANTO PAJÓN.

PROTASIA:
¿Le has encontrado? ¿Viene ya?

BASILIO:
Sí, niña; ya llega.

PROTASIA:
Ábrele pronto.

BASILIO:
La verja dejé abierta. (Mirando hacia el foro.) Ya le tenemos aquí. Santo Pajón, adelante.

PAJÓN:
(Entrando.) Alabado sea Dios. ¿Qué quiere mi niña?

PROTASIA:
(Sacando un puñado de perras.) Pajoncito, mira todo lo que voy á dar hoy á tu Niño para que me conceda una cosa. (Va echando monedas por la abertura del cepillo.) Esto no lo esperabas tú.

PAJÓN:
(Gozoso.) Bendito sea el ángel de esta casa.

BASILIO:
Ande la órdiga.

PAJÓN:
El Niño te concederá lo que le pides si ello es cosa buena. Por ejemplo, que se cure un enfermo, que parezca una cosa perdida…

BASILIO:
(Con sorna.) Ó que no parezca…

PROTASIA:
Cállate la boca, tonto… En fin, si me lo concede, le daré un duro cambiado en pesetas para que entren por el agujerito.

PAJÓN:
Está bien, hija de mi alma, y si me das licencia me voy; tengo que recorrer todo este barrio.

BASILIO:
(Empujándole.) Hala, Pajón; vete ya, y que te siga la buena sombra.

PAJÓN:
Adiós, adiós. (Vase.)

PROTASIA:
(Que mira hacia el foro.) Alguien viene.

BASILIO:
El señor de Hiperbolos.

PROTASIA:
(Vivamente.) Me vuelvo á Casa. (Vase corrienda por el palacio.)

Escena II

BASILIO, HIPERBOLOS

HIPERBOLOS:
Dime: ¿se ha sabido algo más de la desaparición de doña Helena?

BASILIO:
Es positivo que se cayó en una cisterna que hay en las excavaciones. Esta mañana bajaron Dionisio y otro criado, y hallaron…

HIPERBOLOS:
¿Un cadáver?

BASILIO:
Más que cadáver verídico, era un muñeco de cañas, cartón y trapos…

HIPERBOLOS:
¡Cosa más rara!

BASILIO:
Yo digo que es como función de magia ó brujería.

HIPERBOLOS:
¿Está Dióscoro arriba?

BASILIO:
No, señor; creo que ha ido á la junta de accionistas Filantrópicos.

HIPERBOLOS:
Y á don Alejandro, ¿le viste por aquí esta mañana?

BASILIO:
Sí, señor; estuvo muy temprano, y aquí mismo entregó á don Dióscoro un documento para que lo leyera. Debe de ser cosa gorda… cosa del Gobierno. (Mirando por el fondo.) Aquí vuelve ya don Alejandro.

HIPERBOLOS:
Me alegro. Déjanos solos. (Vase Basilio y entra Alejandro.)

Escena III

HIPERBOLOS, ALEJANDRO

ALEJANDRO:
Ya sé por Basilio que Dióscoro no está en casa.

HIPERBOLOS:
Creo que no tardará. Esperémosle aquí. (Se Rentan.) Veo, querido Alejandro, que la vida ministerial le causa á usted enorme fatiga.

ALEJANDRO:
(Con muestras de cansancio y aburrimiento.) Si, estoy fatigado… de no hacer nada. En los días que llevo de este ajetreo, mi única labor ha sido atender al cúmulo de recomendaciones que llueven sobre mí. Sólo Dióscoro y Pánfilo me llevan diariamente unas notas verdaderamente aterradoras. Que ascienda á fulanito; que conceda tal prórroga á un contratista; que modifique el reglamento A, para que pueda hacerse el chanchullo B. Pero no hay más remedio que complacer á los amigos que nos sostienen en el Ministerio contra viento y marea.

HIPERBOLOS:
Para contentar á la plana mayor del partido, ha tenido usted que promulgar Reales órdenes que anulan el espíritu y la letra de las leyes.

ALEJANDRO:
Á esa martingala damos el nombre ampuloso de reorganización de servicios. Hoy mismo he mandado á la Gaceta una Real orden modificando las bases de ingreso en no sé qué plazas. Eso he tenido que hacer para que el niño segundo del Marqués de Casatrolas entre en plantilla sin oposición. En Obras públicas, en Ferrocarriles, en servicio Agronómico y en Minas, estoy prodigando cuantas mercedes, prórrogas y tolerancias me pide el interés particular. Es un mareo, una vida imposible.

HIPERBOLOS:
Conozco esa vida. Tan enfadosa era para mí, que me consideré muy dichoso el día en que salí del Ministerio.

ALEJANDRO:
Pero usted, querido Hiperbolos, al abandonar el Gobierno, cuidó de fortalecerse y redondearse en su vida ulterior.

HIPERBOLOS:
Naturalmente. Yo goberné con manos harto limpias y con acrisoladísima conciencia. Antes que terminara mi gestión ministerial admití el cargo de Consejero de administración en diferentes organismos industriales, y hoy gozo honradamente diez y ocho sueldos, que son merecido galardón de una vida laboriosa.

ALEJANDRO:
Muy bien, querido Hipérboles; con esas diez y ocho brevas, la vida es una delicia,

HIPERBOLOS:
Buen tonto será usted si no sigue mi ejemplo: mirar por la casa propia antes que por las ajenas. Estas brevitas son la compensación de los favores que usted hace hoy á las poderosas Compañías.

ALEJANDRO:
No echaré en saco roto esa lección.

HIPERBOLOS:
Y otro consejo daré á usted.

ALEJANDRO:
Venga.

HIPERBOLOS:
Que en el torbellino de gobernar y legislar para los amigos, no olvide, mi querido Alejandro, que está usted obligado al engendro de un proyecto de ley, de esos que deslumhran á la opinión y embelesan á las muchedumbres.

ALEJANDRO:
No me descuido en eso; ya tengo mi aparato deslumbrante y…

HIPERBOLOS:
Mucho cuidado, amigo mío; esos proyectos de puro relumbrón son casi siempre estériles en la práctica; el país mismo resulta indiferente á estas innovaciones de pura bambolla; de ellas sólo queda la refulgente aureola del que las concibe y se retira del Gobierno sin ejecutarlas.

ALEJANDRO:
No me contentaré yo con la aureola: aspiro á que mis elevadas concepciones en beneficio de mi patria sean una realidad en el presente y en el porvenir.

HIPERBOLOS:
Pero no se lanzará usted á tales aventuras sin consultar antes con Dióscoro, jefe indiscutible de nuestra fracción.

ALEJANDRO:
Dióscoro tiene ya conocimiento de mi plan.

Escena IV

LOS MISMOS.— DIÓSCORO y BASILIO, que entran por el foro.

DIÓSCORO:
(Aparte á Basilio, en el foro.) Ya sé; ya estoy bien enterado. Falta averiguar quién ha puesto allí ese muñeco.

BASILIO:
Bien, señor. (Vase Basilio. Dióseoro avanza al proscenio.)

ALEJANDRO:
Te estamos esperando hace rato.

DIÓSCORO:
He leído tu proyecto agrario, que me parece admirable; admirable como cosa teórica, como anticipación ó profecía de un porvenir remoto.

ALEJANDRO:
Remoto, no. ¿Hasta cuándo hemos de aplazar la salvación de un país desdichado?

HIPERBOLOS:
La política es el arte de la oportunidad.

DIÓSCORO:
Tu proyecto es materia de Academias y Ateneos, ó bien plato sabroso en esas revistas que sólo sirven para distracción de los ilusos y soñadores. Por el momento guárdalo en el cajón de las hermosuras, cuya realización corresponde á ias generaciones venideras.

ALEJANDRO:
Pero eso es jugar con el país. Yo necesito hacer algo, justificar mi paso por el Gobierno…

DIÓSCORO:
Algo has de hacer; algo importantísimo, inaplazable…

ALEJANDRO:
(Vivamente.) Dítnelo.

DIÓSCORO:
Aguarda un momento.

ALEJANDRO:
¿Pero te vas otra vez?

DIÓSCORO:
Sí. Hiperbolos y yo tenemos que irnos á mi despacho para ultimar un asunto de la Filantrópica. (Vanse Hiperbolos y Dióscoro por el palacio, Entra Atenaida por el foro.)

Escena V

ALEJANDRO, ATENAIDA

ALEJANDRO:
(Corriendo al encuentro de su amiga.) Vienes muy sofocada. ¿Te ha ocurrido algo?

ATENAIDA:
He pasado un susto horroroso.

ALEJANDRO:
(Con vivo interés.) ¿Qué? Cuéntame.

ATENAIDA:
No es cosa de importancia. Luego lo sabrás. Y tú, Alejandrito de mi vida, ¿estás de mal temple porque tus amigos te abandonan?

ALEJANDRO:
Ya ves: este hombre, este maldito Cocodrilo me manda que venga…, que vaya…, como si fuera yo un criado, un ordenanza.

ATENAIDA:
Debes armarte de paciencia y soportar todas las humillaciones que tu amo te imponga.

ALEJANDRO:
Pues estoy aviado. ¿Y no te parece mejor que me rebele, que me insubordine?…

ATENAIDA:
Por el momento hemos de permanecer tú y yo en indecorosa subordinación.

ALEJANDRO:
¿También tú?

ATENAIDA:
¡Claro! Yo soy media ministra; comparto contigo el papel sainetesco de instrumento ministerial.

ALEJANDRO:
(Confuso.) Pero…

ATENAIDA:
(Saca un papel del saquito de mano, lo desdobla risueña y lo pone en manos de Alejandro.) Entérate.

ALEJANDRO:
(Leyendo.) «Una plaza de temporero para Ezequiel Gazapo, el chico de mi portera, en la Papelera, en la Azucarera ó en la Vinagrera.» «Plaza de ordenanza en una oficina para mi zapatero, que ya está harto de trabajar en el oficio sin ganancias.»

ATENAIDA:
Sigue…

ALEJANDRO:
¿Hay más todavía? (Leyendo.) «El suegro de la hermana de mi primo Zacarías pide una plaza de Inspector de Ferrocarriles…» Pero ese hombre ¿está en condiciones? ¿Es jefe retirado del Ejército?

ATENAIDA:
Ha servido en consumos; es tartamudo y cojo; escribe hijos sin hache y yegua con elle.

ALEJANDRO:
Lo que me pides es absurdo.

ATENAIDA:
Pues por absurdo te lo pido. ¿Crees que me he pasado al bando de la Sinrazón para proponerte cosas lógicas y razonables? Yo inspiro tus actos, que han de ser incongruentes, disparatados, contrarios á toda ley de buen gobierno.

ALEJANDRO:
(Risueño, vacilando.) Sí; pero… con tal sistema me pones en ridículo.

ATENAIDA:
Justamente, á eso voy: á ponerte en ridículo para que salgas del Gobierno ignominiosamente, en situación tal que yo pueda redimirte y traerte á mi reino.

ALEJANDRO:
Pero tu reino es la Razón, el sentido común…; no te entiendo.

ATENAIDA:
Debes suponer que ~en mi reino la vida es áspera, dura; pero está iluminada por la claridad purísima de la Justicia.

ALEJANDRO:
Muy bien, muy bien; pero la invisible legión de los seres superiores que representan la Verdad pura está lejos, muy lejos, y no llega nunca á este mundillo miserable.

ATENAIDA:
Tontaina; está tu entendimiento tan compenetrado con las tinieblas, que ha de costarme macho trabajo traerte á la luz.

ALEJANDRO:
¡Ay Atenaida, mi dulce amiga! Comunícame, tú contacto de tus manos, tu sublime espíritu.

Cuéntame lo que te dice el ritmo Universal.

ATENAIDA:
¿Crees tú que á los oídos de esta pobre mujer obscura, mortal, puede llegar la sublime armonía de los mundos lejanos?

ALEJANDRO:
Si no la oyes, de algún modo la conoces.

ATENAIDA:
Tengo de esa armonía mecánica y silenciosa un vago conocimiento, porque alguna vez se reproduce en un espejo brillantísimo que tengo en mi alma.

ALEJANDRO:
Tu conciencia.

ATENAIDA:
Y mi conciencia es pensamiento y acción. Yo vivo proyectando mi ser sobre todo lo que me rodea. El trabajo continuo que ves en mí, es creación, radiación de energías. Yo estudio y enseño á los que no saben; yo produzco elementos de vida. A esta acción continua añade un sentimiento poderoso, el amor que te tengo, que sobrevive inalterable á todos los desengaños que he sufrido por ti y á todas tus inconsecuencias y frialdades. Ya ves el grande espacio que ocupa esta conciencia mía.

ALEJANDRO:
Te reconozco como mujer extraordinaria, y quiero ser tuyo para siempre. ¿Por qué no te conocí antes en toda tu grandeza espiritual?

ATENAIDA:
Tú, como otros muchos, me has tenido por una trota-cielos que se pasea por los espacios, saltando desde las Pléyades á la Osa Mayor, dando la vuelta por la Cruz del Cisne ó la Corona Boreal… Desecha esa idea ridicula. Yo no me muevo de este mundillo miserable en que vivimos. Desde aquí oigo, no el ritmo Universal lejano, sino la algarabía de los espíritus burlones que gobiernan este terruño ele Ursaria, dejado de la mano de Dios.

ALEJANDRO:
Ya, ya; el kri-kri de los grillos, el ladrido de los perros, las cotorras, ios pájaros, el graznar de los cuervos, el ruido del viento en la fronda…

ATENAIDA:
Sí, eso, eso; toda la cencerrada inarmónica que acompaña la monserga de tus embustes cuando…

ALEJANDRO:
Pero eso que dices, amada mía, ¿es verdad ó es broma, ensoñación…?

ATENAIDA:
Ya verás la broma que te espera. Los genios burlones que te han favorecido dando realidad á tus ficciones, se han dividido en dos bandos, que pronto andarán á la greña en esta zona rastrera.

ALEJANDRO:
Pero ¿cómo sabes tú…?

ATENAIDA:
Conozco vagamente lo que ocurre de tejas arriba en un término cercano.

ALEJANDRO:
Sí, está muy bien; pero ello es un tanto fantástico, ilusorio. Volvamos á la realidad.

ATENAIDA:
En la realidad estoy bien firme. ¿Qué quieres?

ALEJANDRO:
Ahora se me ocurre que de la ley Agraria que me hiciste tú, y que yo di á Dióscoro para su examen, debimos dejar copia.

ATENAIDA:
¿Realidad pides? Pues toma. Cuando tú vas yo estoy de vuelta: tengo la copia; es decir, la tuve, porque acabo de lanzarla… así, así, como el sembrador, á los vientos de la publicidad.

ALEJANDRO:
(Asustado.) ¿Qué dices? Es muy pronto; no me comprometas.

ATENAIDA:
Precisamente trato de eso, de comprometerte, de lanzarte á una guerra implacable con tus compañeros de Gobierno.

ALEJANDRO:
¿Pero no ves que con esa publicación prematura se producirá un gran revuelo…?

ATENAIDA:
¿Qué revuelo? Voy más allá. Voy al cataclismo. El cataclismo es necesario para sacarte del oprobio en que vives.

ALEJANDRO:
Pues venga de una vez ese cataclismo regenerador. Dime ahora lo que debo hacer para…

ATENAIDA:
Por el momento, sigue desempeñando tu desairado papel en la farándula política. Cuando llegue la ocasión oportuna de tronar abiertamente con tus opresores, tu maestra te inspirará.

Escena VI

LOS MISMOS.— DIÓSCORO, HIPERBOLOS, que salen del palacio; después PROTASIA.

DIÓSCORO:
(Aparte á Hiperboios.) Vete en seguida u la Presidencia. Temo alguna novedad inesperada.

HIPERBOLOS:
Pero ¿oo me has dicho notes que debo ir á las excavaciones á enterarme de…?

DIÓSCORO:
Deja eso, que nos interesa poco.

HIPERBOLOS:
Pues á la Presidencia. (Vase por el foro.)

PROTASIA:
(Que sale rápidamente del palacio.) Papa, papa. ¿Sabes lo que me han dicho Calixta y Teófila? Que de las excavaciones ha desaparecido el espantajo.

DIÓSCORO:
Chiquilla, no te ocupes de eso; lo que fuere sonará.

ALEJANDRO:
(Adelantándose á Diócoro.) Ya no puedo esperarte más; tengo que ir al Consejo.

DIÓSCORO:
Un momento. Repito lo que antes te dije de la ley Agraria: que es un lindo juego para que los ociosos maten el tiempo y amenicen la existencia. Ocúpate sin demora de una cuestión práctica y oportunísima. En el Consejo de hoy plantearás la cuestión del Catastro. Real orden suspendiendo las operaciones catastrales hasta que se reúnan los informes pedidos á los Ayuntamientos y Diputaciones.

ALEJANDRO:
Comprendido. (Mirando su reloj.) Es hora del Consejo.

DIÓSCORO:
Vete ya.

ATENAIDA:
(Aparte á Alejandro, despidiéndole.) Despacha hoy mismo ese escandaloso chanchullo del aplazamiento del Catastro, y si te sobra tiempo, empléalo en llevar á la Gaceta los mayores absurdos y desatinos.

ALEJANDRO:
¿Y…?

ATENAIDA:
Ten confianza en mí. Triunfaremos. (Vase Alejandro por el foro.)

Escena VII

ATENAIDA, DIÓSCORO, PBOTASIA

DIÓSCORO:
(Que en el final de la anterior escena ha estado hablando aparte con Protasia.) Hija mía: si huyó el espantajo ó se lo han llevado, ya se averiguará.

ATENAIDA:
Xo se cansen en averiguaciones innecesarias. Doña Helena no existe; doña Helena no ha resucitado. Aquella mujer que se presentó aquí espantando á todos por su fealdad y su fiereza, no era más que una figura compuesta y amañada por las potencias invisibles que constituyen el imperio de lo absurdo, y que nos traen acá imágenes y sensaciones que pueden considerarse como las bromas del carnaval de la Sinrazón.

DIÓSCORO:
(Atónito.) ¿Qué dices, Atenaida? Tú sabes mucho, pero en esta ocasión me parece que te vas del seguro.

ATENAIDA:
(Con firmeza.) Sé lo que.

PROTASIA:
Pues si doña Helena no lia resucitado, Alejandro es viudo. ¡Ay que alegría!

ATENAIDA:
Pfotasita, déjanos ya.

DIÓSCORO:
Sí, sí: ve á vestirte, y que tus hermanas se vistan también. Hoy tendré en casa convidados, y…

PROTASIA:
Pero ¿qué? ¿Os estorbo?

ATENAIDA:
Sí nos estorbas. Tu padre tiene que hablar conmigo.

PROTASIA:
Pues sí, me voy. Voy á vestirme, á ponerme muy guapita. (Dirígese rápidamente al palacio.)

Escena VIII

ATENAIDA, DIÓSCORO; después CALIXTA y TEÓFILA, en la ventana.

DIÓSCORO:
Has dicho que yo tengo que hablar contigo; pues es verdad. Veo que no hay nada secreto para ti. Acércate y escucha.

ATENAIDA:
Soy toda oídos.

DIÓSCORO:
Casadas las tres niñas, me quedo solo. Ya ves que estoy todavía en buena edad.

ATENAIDA:
Sí, señor; todavía puede usted volver á casarse.

DIÓSCORO:
Por de pronto, tú y yo podríamos entendernos. Vivirás conmigo, serás la reina de mi casa…

ATENAIDA:
(Con sorna.) ¿Reina y o? Esa idea no es nueva para mí.

DIÓSCORO:
¿Lo presentías?

ATENAIDA:
Tal vez.

DIÓSCORO:
¿Te lo había dicho tu corazón? ¿Te lo había dicho algún ángel?

ATENAIDA:
(Sofocando la risa.) No me trato con ángeles precisamente.

DIÓSCORO:
Pues si no te lo han dicho los ángeles, te lo digo yo. Serás reina de mi casa; y si, como creo, me conquistan absolutamente tus virtudes y tu alta inteligencia, me casaré contigo y serás reina de Ursaria.

ATENAIDA:
(Con afectado asombro y alegría un tanto burlesca.) ¡Oh!…

DIÓSCORO:
Ya sabes que soy el amo de Ursaria. (Suena el timbre del teléfono. Aparecen en la ventana Calixta y Teófila.)

CALIXTA:
Papá, te llaman de la Presidencia del Consejo.

DIÓSCORO:
¿Qué será esto? Voy.

ATENAIDA:
No se detenga. Luego seguiremos tratando de mi coronación como reina de Ursaria,

DIÓSCORO:
Volveré pronto. (Entra en el palacio. Desaparecen teófila y Calixta.)

Escena IX

ATENAIDA, PÁNFILO

PÁNFILO:
Adorable maestrita. Me alegro de encontrarte sola. Dime de una vez cuándo vienes á vivir conmigo.

ATENAIDA:
Don Panfilo, ha surgido una dificultad que usted no había previsto.

PÁNFILO:
¿Cuál?

ATENAIDA:
Que su hermano don Dióscoro, en vísperas de quedarse solo, también quiere llevarme consigo para que le acompañe y le cuide.

PÁNFILO:
¿Mi hermano? No, no lo consiento. Tú debes preferirme á mi, que fui el primero que te propuso…

ATENAIDA:
La verdad, don Pánfilo, yo no sé qué hacer me encuentro indecisa. Dispénseme si para expresar mi turbación y mis dudas empleo una frase popular vulgarísima.

PÁNFILO:
Dila; yo no me ofendo.

ATENAIDA:
Pues estoy como un burro entre dos piensos.

PÁNFILO:
Pero mi pienso debe ser preferido. Para convencerte, te diré que hoy nos vemos precisados á descalificar políticamente al amigo Alejandro.

ATENAIDA:
(Con vivo interés.) ¡Ah! ¿Qué ha hecho?

PÁNFILO:
Una increíble atrocidad.

ATENAIDA:
Esa dichosa ley Agraria.

PÁNFILO:
Dichosa no, desdichada. Ha cometido la torpeza de hacerla pública, añadiendo el propósito firme de darle realidad contra viento y marea.

ATENAIDA:
(Sin disimular su alegría.) Y ustedes le echarán del Gobierno á cajas destempladas.

PÁNFILO:
Y como yo soy el llamado á sustituirle…

ATENAIDA:
Pues mire usted, don Pánfilo, todo eso lo había yo previsto: que Alejandro saldría del Gobierno y usted se sentaría en la poltrona.

PÁNFILO:
¡Oh divina previsora, mi gran discípula! Pues bien: viéndome precisado á sacrificarme aceptando el cargo de ministro, ahora más que nunca te necesito para que estés al frente de mi casa mientras yo desempeño las arduas funciones administrativas. Decídete pronto á venir conmigo.

ATENAIDA:
(Con solemnidad burlesca.) Óigame, don Pánfilo: yo preveo en el día de hoy acontecí alientos muy graves; un trastorno inaudito.

PÁNFILO:
(Asustado.) ¿De dónde viene?

ATENAIDA:
De los cielos más altos y de las honduras de la tierra…

PÁNFILO:
¿Bromeas, maestrita?

ATENAIDA:
No lo tomará usted á broma cuando se vea lanzado á los aires como un bólido.

PÁNFILO:
Si vienes conmigo, yo de bólido y tú de bólida, iré muy á gusto por los espacios.

Escena X

LOS MISMOS.— HIPERBOLOS, que entra por el jardín; después DIÓSCORO.

HIPERBOLOS:
(Sofocado, con un periódico en la mano.) Se ha lucido nuestro amigo Alejandro. ¿Han visto ustedes?

PÁNFILO:
Ya lo he visto. A mí no me ha causado extrañeza que ese loqumario abochorne su partido con un ridículo acto de vanagloria.

ATENAIDA:
Lo habíamos previsto.

PÁNFILO:
Eso, eso. Nada se escapa á nuestra previsión.

HIPERBOLOS:
Es enorme, es monstruoso, apocalíptico. Después de incubar este proyecto, puramente ideológico y abstracto, lo lanza al vértigo de la publicidad con el carácter de manifiesto al país, y asegura que por sí y ante sí ha de llevarlo á la práctica, cueste lo que cueste y caiga el que caiga.

PÁNFILO:
Valiente revolucionario nos ha salido.

ATENAIDA:
Valiente ha sido. Os ha traído la catástrofe.

DIÓSCORO:
(Saliendo del palacio, muy inquieto.) No sé sí llamar á esto horrible y criminal, ó ridículo y pueril.

PÁNFILO:
¿Has hablado con el Presidente?

DIÓSCORO:
Sí. (A Hiperbolos, que le alarga el periódico.) Ya conozco el proyecto. Establece la expropiación forzosa de los latifundios; el reparto de tierras entre los labradores pobres; la reversión al Estado de los predios que no se cultivan. Esto es legislar en sueños. Y lo más grave es que lanza su proyecto al público sin dar cuenta al Consejo de Ministros ni al Parlamento, y se declara árbitro de la voluntad nacional.

PÁNFILO:
(Dirigiéndose á Hiperbolos.) Y en la Presidencia, ¿no se indica ya quién será el sucesor de Alejandro? Porque creo que…

DIÓSCORO:
(Pasando á la izquierda y hablando aparte con Atenaida.) Alejandro, al marcharse, ¿dijo que volvería por aquí?

ATENAIDA:
Naturalmente: tendrá que venir á liquidar sus cuentas con la triunfante familia dioscórida.

DIÓSCORO:
Es hombre acabado, hombre perdido… Y ahora dime: ¿accedes á lo que te propuse?

ATENAIDA:
Pero señor mío, fíjese bien: ya no está usted solo, porque ahora no puede usted casar á Protasita.

DIÓSCORO:
Tú me has dicho que doña Helena no ha resucitado; que la figura que aquí vimos es algo como una broma carnavalesca.

ATENAIDA:
Y broma carnavalesca es también la herencia de Alejandro.

DIÓSCORO:
Broma no, porque el dinero lo tengo yo en mi caja.

ATENAIDA:
Ese diaero os absurdo, y lo absurdo se pierde, se extingue, se volatiliza.

DIÓSCORO:
En resolución: que no casaré á mi hija con Alejandro…; pero no importa. La colocaremos con mi hermano Panfilo.

Escena XI

LOS MISMOS.— ALEJANDRO; después CALIXTA, TEÓFILA, PROTASIA y BASILIO

ALEJANDRO:
(Que entra gozoso por el jardín.) ¿Qué tal, amigos? ¿Qué ocurre por aquí?

DIÓSCORO:
(Con sequedad.) Acabemos pronto.

HIPERBOLOS:
(Enfático.) No diré yo que el acto de usted sea una traición política; pero sí aseguro que es una incorrección harto pueril.

ALEJANDRO:
(Remedando el estilo campanudo de Hiperbolos.) Ora lo considere usted política traidora, ora lo vea como candorosa puerilidad, la opinión de usted, señor Hiperbolos, me importa menos que un ardite.

DIÓSCORO:
¡Qué impertinente fatuidad!

HIPERBOLOS:
Esto no puede tolerarse.

PÁNFILO:
Si no has presentado tu dimisión, preséntala sin demora.

DIÓSCORO:
Al instante; yo la extenderé.

ALEJANDRO:
Para mayor rapidez, que la extienda Atenaida.

ATENAIDA:
(Corriendo á la mesa del cenador.) Yo, yo. (Coge pluma y papel, y escribe.) «Excelentísimo señor Presidente del…» ¿Pongo por motivos de salud, ó por dignidad política?

ALEJANDRO:
Pon esto: «Creyendo que Vuecencia y sus compañeros son indignos de estar á mi lado…»

DIÓSCORO:
IVro ¿qué insolencia es esa?

ALEJANDRO:
(A Atenaida.) Sigue, sigue. (Iniciase el ruido del viento muy suave, y al propio tiempo disminución gradual de la luz solar.)

DIÓSCORO:
¿Qué es esto? ¿Hay eclipse?

HIPERBOLOS:
Los almanaques no anuncian eclipse.

ALEJANDRO:
(A Atenaida.) Acaba, acaba y firmaré. (Aumenta rápidamente el ruido del viento y la obscuridad.)

PÁNFILO:
(Consternado.) Se obscurece el sol. Atenaida: ¿qué cuerpo se interpone entre nuestros ojos y la esfera solar?

ATENAIDA:
Ya he concluido. Alejandro, firma. (Sale del cenador.)

DIÓSCORO:
Seguramente es eclipse, aunque no lo digan los almanaques. (Aumenta la obscuridad; se inicia el cambio de luz blanca en luz verde, óyese tronío lejano. Las tres niñas salen consternadas del palacio.)

CALIXTA:
Papá: ¿qué es esto?

TEÓFILA:
Tenemos mucho miedo.

PROTASIA:
¡Ay, ay! (Los truenos suenan más cerca. La luz es completamente verde. Entran por el jardín Basilio y dos… criados, asustadísimos.)

DIÓSCORO:
Átenaida, por Dios, explícanos este fenómeno…

ATENAIDA:
Eclipse hay. El eclipse de las mentiras y ruindades en que vivis.

ALEJANDRO:
(Saliendo del cenador.) El mundo se desquicia. (La luz verde se trueca súbitamente en roja, muy intensa.)

CALIXTA:
Papá: ¿dónde estás?

TEÓFILA:
El suelo tiembla.

PROTASIA:
Yo me caigo. (Todos vacilan y se agarran unos á otros. Los truenos suenan muy próximos.)

PÁNFILO:
Atenaida, ¿estás aquí?

DIÓSCORO:
Atenaida, socórreme.

BASILIO:
Señor: esto es la fin del mundo. (Caen rayos, y se inicia el incendio del palacio.)

HIPERBOLOS:
Atenaida, sabia maestra, dinos qué es esto.

ATENAIDA:
(En medio de la escena, dominando el tumulto.) Los dos bandos de la Sinrazón se despedazan entre sí. Imperará de nuevo la Verdad Suprema. ¡Miserables! Vuestro falaz imperio ha concluido.(Las llamas salen por las ventanas del palacio..)

PÁNFILO:
(Abrazándose con Protasia, creyendo que es Atenaida.) Atenaida, ven conmigo.

DIÓSCORO:
(Abrazándose con Basilio, tomándole por Atenaida.) Atenaida, sálvame. (Confundiéndose unos con otros, tropiezan y van cayendo al suelo.)

ALEJANDRO:
(Que cae de rodillas junto á Atenaida.) Divina mujer, cuando estés en tu cielo acuérdate de quien tanto te amó.

ATENAIDA:
Amor mío, nada temas. Ven á mí.

Jornada cuarta

Cuadro primero

Escena ÚNICA

Campo ligeramente ondulado y seco; vegetación de monte bajo y algunas encinas esporádicas. Noche obscurísima. A ratos fuertes exhalaciones eléctricas iluminan la tierra, dando apariencias de movimiento á los objetos próximos y lejanos; creyérase que las encinas avanzaban y retrocedían simulando los pasos de un rigodón silencioso. Por la izquierda entran con paso cauteloso Atenaida y Alejandro cogidos de la mano, conservando aún los trajes que vestían en la jornada tercera.

ALEJANDRO:
¿Hacia dónde vamos? He perdido la noción del tiempo y la distancia. ¿Es media noche?

ATENAIDA:
Es mucho más; próxima está la aurora. Vamos hacia Occidente. Mira: por aquella parte los nubarrones se rasgan dejando ver un trozo de cielo.

ALEJANDRO:
Y en aquel pedacito de cielo fulgura una estrella.

ATENAIDA:
Si no me engaño, es la Espiga de la Virgen. Descansemos. Aquí veo unas piedras que nos brindan á un reposo breve. (Se sientan.)

ALEJANDRO:
La fuerza del cataclismo ha pasado ya; pero aún se ven resplandores lejanos de la lluvia de fuego que cayó sobre la populosa Ursaria.

ATENAIDA:
Y del terremoto han quedado grietas, por donde sale un calor asfixiante y vapores sulfúreos.

ALEJANDRO:
¿No puedes tú calcular dónde estamos? ¿No habremos llegado á la Sagra?

ATENAIDA:
Tal vez; pero no puedo asegurártelo. Cuando avancemos más, por los edificios y el perfil del paisaje reconoceremos á la luz del día si estamos en la Sagra ó cerca de ella.

ALEJANDRO:
Pues sigamos en busca de mejor descanso y orientación segura.

ATENAIDA:
Adelante. Si la catástrofe no ha destruido todo, pronto hemos de encontrar una posada, donde tendremos albergue y podremos cambiar de ropa, pues la que llevamos puesta nos estorba para confundirnos con la población rural.

ALEJANDRO:
(Confuso.) ¿Cambiar de traje has dicho? Para eso necesitamos dinero, y no lo tengo.

ATENAIDA:
Tontín: ¿no recuerdas que al huir de Ursaria me dijiste que traías en la cartera un fajo de billetes?…

ALEJANDRO:
¡Ah, sí! Ya no me acordaba. En la turbación de esta horrible noche, también mi memoria participó del Cataclismo. (Tocándose el pecho.) En el bolsillo interior de mi chaleco está la cartera.

ATENAIDA:
Yo también llevo un poquito. No han de faltarnos medios para vivir honradamente.

ALEJANDRO:
(Cariñoso,) Tú confías en la armonía universal.

ATENAIDA:
Claro que sí; j para que te convenzas de ello, caminando paso á paso hacia Occidente, encontraremos la Verdad.

ALEJANDRO:
Pues adelante. (Señalando al cielo.) La naciente aurora nos guía. (Continúan su marcha.)

Cuadro segundo

Escena I

Amanece. Exterior de una posada. Llegan las partidas de maranchoneros que venden mulas. Las recuas de aceiteros, choriceros y portadores de lanas y bayetas. Con gran algazara van entrando en los patios; desenganchan las caballerías para llevarlas á las cuadras y darles pienso. Espantosa es la bullanga; óyense comentarios ardientes del cataclismo, y recuento de los hombres y caballerías que se han perdido en el camino. Entre la confusa multitud se deslizan Atenaida y Alejandro, que llaman la atención por sus trajes de señorío. Dirígense al posadero, para pedirle habitaciones altas donde descansar.

POSADERO:
(Sujeto gordiflón y comunicativo, que oye afectuosamente la petición de Atenaida.) ¿Dónde les cogió á ustés el cataclís?

ALEJANDRO:
No sabemos de dónde venimos ni adonde vamos. Se nos ha trastornado el sentido. Queremos dar descanso á estos pobres huesos.

POSADERO:
(Señalando la escalera.) Pues suban, que arriba está la Melitona y serán servidos,

ATENAIDA:
(A la posadera, que sale á su encuentro en el peldaño más alto de la escalera.) Queremos dos habitaciones.

MELITONA:
(Hombruna y más gorda que su marido.) ¿Dos Cuartos para dos? ¿No tendrán bastante con uno?

ALEJANDRO:
(Secamente.) No, señora. Dos se le han pedido; díganos si los tiene.

MELITONA:
No es por eso, ¡contra!; manque sean veinte. Vengan por aquí.

ATENAIDA:
(Entrando en la habitación.) Y además, queremos cambiar de vestido.

MELITONA:
Ya entiendo. Son ustés señores, y vienen huyendo de la tremolina. ¿Es que quieren disfrazarse?

ATENAIDA:
Somos pueblo, y á uso de pueblo queremos vestir. Necesitamos dos trajes: uno de paleto, para este señor; otro de aldeana, para mí.

MELITONA:
Aquí hay un traje de paño pardo muy bueno: calzón corto, chaleco, faja, sombrero redondo, que le caerá como pintado á este señor; y para usted, señora, fácil será buscarle un traje de pueblo. ¿Y qué me darán ustedes por estas prendas?

ATENAIDA:
Le daremos lo que llevamos puesto, que vale mucho más.

MELITONA:
Bueno; ese traje de usté, tan elegante, me servirá para ponérselo á mi hija Usebia el día de la fiesta mayor.

ALEJANDRO:
Y este mío podrá servirle al alcalde del pueblo para lucirlo el día del santo patrón.

ATENAIDA:
Y si algo falta para cerrar trato, lo daremos en dinero. (Con pocas palabras más quedan de acuerdo.)

MELITONA:
(Retirándose cavilosa.) Estos son marqueses…, gente gorda…, y hay que servirles de cabeza.

Escena II

Atenaida y Alejandro entran en las habitaciones, y media hora después salen en empaque de labradores acomodados, y bajan al patio á tomar algún alimento. Una moza les sirve café, y mientras lo toman, oyen las conversaciones de los maranchoneros, recueros y aceiteros.

UN ARRIERO:
En la fuerza del cataclismo, yo vi dos culebrones de fuego que bajaron de las nubes y se metieron dentro de la tierra.

UN MARANCHONERO:
Sobre nosotros descargó una granizada; cada piedra era como bala de cañón. Nos mataron dos mulas y perdimos el compañero Zancudo, que se cayó por un despeñadero.

UN ACEITERO:
El cura del pueblo onde paramos dijo que una estrella había chocao con otra, y que de los piazos salió esta tremolina, y que ello ha sido para castigar á los hombres malos que apandaban las riquezas y burlaban á la nación.

UN MAESTRO DE ESCUELA:
(Que desayuna con pan y queso y habla en tono de gran autoridad.) Para escarmiento de los ociosos que no miran por el procomún. Ha sido un barrido desde el cielo, pues los que se hacen desde la tierra no resultan con la debida eficacia.

ATENAIDA:
(A un niaranchonero, que está próximo á ella.) Paisano, ¿qué tal va el negocio de mulas?

MARANCHONERO:
No iba mal; pero con el catastrofio se nos ha torció. Las mulas que nosotros llevamos son de primera. Por la vestimenta parece que son ustedes de tierra de…

ATENAIDA:
Somos de la Vera.

MARANCHONERO:
, Bonita tierra. Allí tengo yo un primo que es albeitar y se llama Lonisio Valtierra.

ALEJANDRO:
En aquel pueblo tengo yo un pariente cercano que se llama don Juan de Valtierra.

UN MARANCHONERO:
Pues á ese señor le conozco; tiene mucha labranza y va pa tres años que mus compró dos pares de mulas.

ATENAIDA:
Amigo, si ustedes van hacia allá puede que nos encontremos.

ALEJANDRO:
En buena hora sea dicho. (Entra en el mesón nuevo tropel de gente. Caravana heterogénea, en que se ven arrieros, gitanas, paisanos de diferentes edades y una pareja de la Guardia civil.)

Escena III

Movidos de curiosidad, acuden los huéspedes de la posada á ver á los que llegan, y todos se mezclan en bulliciosa confusión. Sobre la multitud flotan preguntas ansiosas, exclamaciones, carcajadas, frases de consternación ó de alegría.

ATENAIDA:
(Fijándose en un pobre viejo que anda penosamente sostenido por dos personas.) mucho me engaño, O este ancianito es el Santo Pajón.

ALEJANDRO:
Él es. Viene descalzo y con las ropas destrozadas.

ATENAIDA:
(Acercándose al viejo y poniéndole cariñosamente la mano en el hombro.) ¿Qué le ha pasado, Pajón?

PAJÓN:
(Alelado y medio ciego por la inanición.) ¿Quién me habla?

ALEJANDRO:
¿No conoces á la señorita Atenaida, maestra de aquellas niñas…?

PAJÓN:
Ay, sí; acérquese, señorita; déme la mano.

ATENAIDA:
Y su niño, el Niño Jesús, ¿dónde está?

PAJÓN:
(Rompiendo en llanto amarguísimo.) ¡Ay mi Niño de mi alma!… Perdido… robado…

ATENAIDA:
¡Robado! Cuéntenos.

ALEJANDRO:
El pobre está desfallecido; no puede hablar. Venga, venga. (Le coge por un brazo.)

ATENAIDA:
(Cogiéndote por el otro brazo.) Vamos. Le daremos algún alimento. (Le llevan á la mesa más próxima.) Siéntese aquí.

ALEJANDRO:
Tomará cafó con leche.

PAJÓN:
(Suspirando.) Ay, ay, el café, cosa muy buena pero… pero… si me hicieran el favor de darme antes una copita de aguardiente… Es costumbre que tengo.

ATENAIDA:
(Llamando á la moza.) ¡A ver! Unacopa de aguardiente para este amigo. (Después que el desdichado viejo apura la copa, Atenaida y Alejandro le incitan á que refiera lo que le ha pasado.)

PAJÓN:
Pues verán. A poco de salir de Ursaria huyendo de la quemazón… Venía yo con esas gitanas… De pronto, ¡pataplúm!, una chispa eléctrica cayó en el árbol cercano… El terror me lanzó á una carrera desesperada: caí, caímos; yo abrazadito con mi Niño… Rodando fuimos á parar á un barranco muy hondo. Perdí el sentido. Cuando lo recobró busqué mi urna y no estaba ¡ay! Salí gateando y diciendo: ¡mi Niño! ¡mi Niño! Y una voz desconocida me dijo: «El Niño salió volando.»

ATENAIDA:
¿Y qué personas bajaron rodando con usted al precipicio?

PAJÓN:
Una gitana ó dos, no estoy seguro; un hombre muy negro, que parecía carbonero, y la señá Rebeca, que es conocida mía.

ATENAIDA:
¿Y no sería esa Rebeca la que hizo volar al Niño?

PAJÓN:
No, porque doña Rebeca es persona muy pía y devota del Niño.

ATENAIDA:
Pues por eso mismo, por ser tan devota de la criatura se lo habrá llevado.

ALEJANDRO:
Y esa Rebeca ¿ha venido con usted?

PAJÓN:
No, señor. Debió quedarse en el barranco. Yo no sospecho de ella, sino de las gitanas y del hombre negro.

ALEJANDRO:
Hablaremos á la Guardia civil para que busquen la urna.

ATENAIDA:
Ahora vamos á salir nosotros en un grupo de caminantes, donde van también los guardias civiles. ¿Quiere usted venir con nosotros?

PAJÓN:
¡Ay!, sí, señoral Con ustedes al fin del mundo.

Cuadro tercero

Escena Á TRAVÉS DE LOS CAMPOS

Medio día y una noche emplean los viajeros en esta su segunda caminata. Alejandro y Atenaida iban en un carromato de los maranchoneros. En diferentes carros y caballerías seguían el Santo Pajón, un cura con su ama, y en borricos las gitanas y otras muchas personas.

ALEJANDRO:
(Despertando de un profundo sueño, al llegar la caravana á un poblado en que se ven míseras casas, y al parecer un convento.) Atenaida, ¿dónde estamos?

ATENAIDA:
Esto es un lugar que llaman la Zarza, Zarza ó Zarzalejo. Y no muy lejos de aquí está un célebre monasterio de gran antigüedad.

ALEJANDRO:
Aquí descansaremos y comeremos lo que se encuentre en pueblo tan desolado.

ATENAIDA:
Por comida no hemos de llorar. (Mostrándole una cesta de provisiones.)

ALEJANDRO:
¡Ah, mujer previsora! Eres la gran discípula de don Pánfilo… Y yo te pregunto: ¿Qué habrá sido de toda aquella patulea?

ATENAIDA:
Anoche, á poco de salir de la posada, vimos pasar un tren.

ALEJANDRO:
En efecto, iba de Norte á Sur. Lo que prueba que la vida regular se ha restablecido después de la catástrofe.

ATENAIDA:
Así es. Anoche, cuando tú dormías, llegóse á este carro un guardia civil que había venido en aquel tren, y hablando con los maranchoneros les dijo que Ursaria ha sufrido muy poco. El estrago se reduce al incendio de algunos edificios, entre ellos el hotel de don Dióscoro.

ALEJANDRO:
Y de los habitantes de aquella casa, ¿no ha dicho nada?

ATENAIDA:
Nada más dijo; pero ya lo sabremos todo.

Los efectos de la gran revolución atmosférica se han manifestado en una línea que va de Oriente á Occidente. Por aquí no se ven huellas muy notorias del cataclismo. Bajemos del carro, y vamos á reconocer el pueblo y á comunicarnos con los vecinos y con nuestros compañeros de viaje.

ALEJANDRO:
Muy bien, bajemos. Yo cargaré con el cesto. Dame tu mano. (De las primeras palabras cambiadas entre los cuatro viajeros, resultaron entre ellos lazos de simpatía y amistad. El cura y su ama iban á Eosales de Tejada, y la misma dirección llevaban Alejandro y Atenaida. Joven y campechano era el cura, don Hilario de Acuña, bastante ilustrado y sin asomos de intransigencia ó gazmoñería. Notábanse en el ama las formas elementales de la buena educación; se expresaba con soltura, y no carecía de atractivos personales, én cierto modo equivalentes á la belleza. Llamábase Dominga; había sido maestra de labores en una escuela, y de esto venía su conocimiento con Atenaida. A la sombra de corpulentos árboles, sentáronse los cuatro en el suelo; tendió el ama un limpio mantel, y amenizaron el almuerzo con sutiles apreciaciones del reciente cataclismo.)

EL CURA:
(Limpiando el gaznate con ligera tosecilla, como para sinpezar^n sermón.) Como testigo presencial del suceso, y como sacerdote, opino que el cataclismo de estos días no es un simple fenómeno atmosférico y telúrico, y que en la apreciación del caso debemos atenernos al criterio del vulgo —vox populi, vox cali—; y el pueblo, desde que sonaron los primeros espantosos ruidos, dijo y proclamó que asistíamos á un castigo impuesto por el Supremo Hacedor á sus criaturas, desviadas de la eterna ley que rige á la Humanidad.

EL AMA:
Atenaida nos dice que ello fué como un barrido de los que vivían aferrados á la mentira y á la Sinrazón.

EL CURA:
Así es. Un limpión de toda la gentuza farsante y corrompida, quedando libres y sin daño los que cumplen la ley sacrosanta, aunque caigan en alguna debilidad (mirando al ama) propia de la flaqueza humana. (Nueva tosecita, que indica la terminación del exordio.)

EL AMA:
Señor cura, deje la plática para después que hayamos comido. (Pone sobre el mantel tajadas de solomillo, aceitunas y queso manchego.) Mi amiga Atenaida es la que sabe más de estas cosas. Ha dicho que se salvan los de conciencia pura que no hacen daño á nadie y viven de su trabajo.

EL CURA:
Explíquenos la señorita Atenaida su tesis.

ATENAIDA:
Yo no tengo tesis, señor cura; soy una mujer vulgar que aprecia las cosas por el sentido común. Alejandro sabe de esto más que yo. (Pausa. El ama les sirve un vino blanco muy rico.) Dinos, Alejandro, en que consiste la verdadera virtud. (Fija sus ojos en el rostr o de Alejandro, como si quisiera grabar en el pensamiento de éste lo que ha de decir.)

ALEJANDRO:
(Después de apurar una copa de vino.) La virtud verdadera y permanente consiste no sólo en el cumplimiento estricto de los deberes sociales, sino en la diligencia, en la actividad, en el trabajo constante, sin perder días, horas ni minutos; en la creación de energías y en irradiarlas sobre los demás seres, contribuyendo á la florescencia de la vida humana.

EL CURA:
(Bebiendo.) Eso está muy bien dicho. ¡La vida humana! En fomentada y purificarla consiste la verdadera virtud.

EL AMA:
ESO, eso. (Saca de la cesta onzas de chocolate, bizcochos y dos paquetes de puros.)

ALEJANDRO:
Pero, señor cura, en esta Dominga tiene usted un repostero incomparable.

EL CURA:
(Embelesado.) Sí, nada se le olvida. Ha traído hasta los puros; el paquete pequeño es el de los días comunes, y estos grandes son para los domingos y días festivos. (Ofreciendo á don Alejandro un habano riquísimo.) Hoy hacemos día festivo. Fumaremos de lo Caro. (Encienden los puros y fuman, mientras las señoras toman pastillas de chocolate. Acércase á ellos un guardia civil, y les dice que ha parecido el Niño Jesús. Ofreciendo un puro de los buenos al guardia.) Guardia: por la buena noticia que usted nos trae, tome este puro, y haga cuenta de que se lo regala el Niño Jesús.

ATENAIDA:
¿Y dónde ha parecido?

GUARDIA:
En un pueblo cercano que se llama Peñas Rojas.

ALEJANDRO:
¿Quién lo tenía?

GUARDIA:
Una vejancona gorda, granujienta.

ATENAIDA:
No diga usted más; la tía Rebeca, que ejerce la mendicidad y la brujería. ¿Y el Santo Pajón ya sabe…?

GUARDIA:
Sí; se lo hemos dicho, y hacia Peñas Rojas va jadeante por el atajo.

EL AMA:
Pues nosotros también vamos hacia allá; los aceiteros que nos han traído saldrán dentro de media hora.

ALEJANDRO:
(A un maranchonero que pasa.) Amigo, ¿salen ustedes pronto?

UN MARANCHONERO:
Ahora mismo. Suban al carro si quieren venir con nosotros.

Cuadro cuarto

Escena ÚNICA

Lugar de Peñas Rojas, país rocoso y triste, sin otro edificio que una venta ó parador para trajinantes y caballerías. Cae la tarde. En un poyo, á la entrada de la venta, está doña Rebeca entre dos guardias, uno de los cuales tiene a su lado la urna rescatada. Frente á ellos un grupo de curiosos, en el cual se destaca la figura macilenta del Santo Pajón, que no pudiendo tenerle en pie se deja caer al suelo, y sollozando, oculta su cabeza entre las manos. Llegan las caravanas de los aceiteros y de los maranchoneros. Alejandro y Atenaida, el cura y su ama, con gran golpe de caminantes, se añaden al grupo estacionado junto á la venta.

REBECA:
(Con extraordinario aplomo y frescura.) Afortunadamente para mí llega la gente buena, y aquí veo personas que pueden acreditar que Rebeca Toronjí no ha sido nunca ladrona, sino una señora de principios que, por haber venido á menos, tiene que vivir implorando la caridad pública. (Murmullos en el auditorio.) En la huida de Ursaria caímos por un despeñadero el Santo Pajón y una servidora. Rodaron también por la pendiente algunas que hablaban á lo gitano, y un hombre negro y larguirucho, que á mi parecer tenía parentesco con los demonios. Del golpe que recibí en la cabeza perdí el conocimiento, y al recobrarle mis manos tropezaron con un objeto duro; era la urna. Pajón había desaparecido, y al oído me llegaba el parloteo de las gitanas y del hombre negro. Cogí yo el Niño, no para robarlo, sino para salvarlo de las uñas rapaces, y aquí me lo traje muy agasajadlo, esperando encontrar al buen Pajón para devolvérselo. (Murmullos de incredulidad.) ¿Qué tienen que decir? Rebeca no es ladrona… Venerable Pajón, ahí tienes el divino chiquitín con que te ganas la vida.

PAJÓN:
Está bien, señá Rabieca… Ahora me toca examinarlo bien para ver SÍ… (Arrodillándose ante la urna, juntando las manos.) ¡Ay, Niño mío! Te encuentro flaquito, descoloridito; ¡no has pasado mal susto!

ATENAIDA:
(Aparte á los que están junto á ella: el cura, el ama y Alejandro.) No creáis nada de lo que ha dicho esta bruja; lo mejor será que se dé por terminado el juicio, mandando noramala á la Rebeca, para que nos veamos libres de su odiosa presencia. Alejandro, habla tú.

ALEJANDRO:
Guardias, esto ha concluido. Devuélvase al santero su urna, y quede en libertad la Rabieca ó Rebeca, para que siga practicando la mendicidad donde encuentre almas caritativas… Y ahora nosotros seguiremos nuestro camino.

Cuadro quinto

Escena I

Desfiladero en lo más intrincado de Peñas Rojas.

REBECA:
(Meditabunda, arrastrando sus miradas por el suelo.) A las almas caritativas me encomendó aquel señor… Bien pudo socorrerme…; pero no lo hará, porque la sutil Atenaida le tiene sorbido el seso… Y ahora, pasada la tremolina entre los cielos y la tierra, parece que la encopetada señora Razón vuelve á gobernar este mundillo… Lucidos estamos los que hemos hecho méritos con tantas hambres y desnudeces en el bando contrario… Buen pago nos da ese perro de Satán que se pasa la vida en el infierno rascándose la barriga en brazos de esa golfa que llaman Astarte. (Pausa.) Nada, nada, me paso al vencedor; quiero vivir, quiero Comer. (Acelera el paso, y se mete por un terreno pedregoso y volcánico, con grietas que arrojan bocanadas de aire cálido y vapores sulfúreos.) Aquí encontraré á Nadir. (Alzando la voz.) Nadir, ¿dónde estás?

Escena II

REBECA, NADIR; después ZAFRANIO

NADIR:
(Negro y escueto, destacándose de la sombría boca de una caverna.) Aquí me tienes esperándote… Ya creí que no venías.

REBECA:
Hubiera llegado sin la peripecia que te contaré. Me detuvo la Guardia civil…

NADIR:
(Riendo.) Por lo de la urna. Menudo bromazole dimos al Santo Pajón. Con mis uñas y las tuyas abrimos el cepillo y sacamos las perras, poniendo en su lugar clavos.

REBECA:
Yo entregué la urna, y la verdad, me dolió la ofensa que hicimos al Niño Jesús.

NADIR:
Para el Niño no hay ofensa.

REBECA:
En buen hora lo digas. La intención es lo que salva. ¿Xo hemos convenido en cambiar de vida, pasándonos al campo del Dios triunfante, reconociéndole como el único verdadero?

NADIR:
Sí; pero advierte que nos han de exigir duras y largas penitencias. De otro modo no podrían admitirnos.

REBECA:
Pues las haremos, disciplinándonos con zurriagos de algodón y ayunando los siete reviernes…

NADIR:
Todo ha de ser verdad, pues la farsa no vale; así lo ha dicho Zafranio, que entiende mucho de estas cosas.

REBECA:
Y Zafranio, ¿no anda por aquí?

NADIR:
Ha ido al monasterio de los Jerónimos á revolver la biblioteca buscando el texto de aquel filosofo cristiano que dijo: «Al fin, hasta el Diablo se ha de salvar.»

REBECA:
¡Ah, sí! Ese filósofo se llama algo así como…

NADIR:
Orígenes, Orígenes. Que anunció nuestra salTación es indudable. La duda está en que no sabemos si para nuestra salvación debemos esperar ó no al Juicio Final.

REBECA:
¿Y para poner en claro esa cuestión, ha ido Zafranio á examinar las palabras mismas del filósofo cristiano?

NADIR:
Justamente, á eso ha ido; pero pronto estará de vuelta. Sigamos hacia abajo. Agárrate á mí que ya anochece, y por estos vericuetos hay que andar con mucha precaución. Aquel día, funesto para nuestra causa, en el suelo de Peñas Rojas se abrieron las bocas de los antiguos cráteres, escupiendo fuego y exhalando vapores asfixiantes…

REBECA:
(Medrosa.) Y ahora parece que se repite la función; yo siento temblar el suelo bajo mis pies. ¿Habrá llegado nuestra última hora? (Oyense voces iracundas.) ¿Es esa la voz de Zafranio?

NADIR:
Zafranio es el que grita; pero no está solo: oigo también el grito ronco de Arimán.

REBECA:
(Poseída de pánico.) Y un graznido de cuervo que se confunde con la chillería de Celeste. (Fogonazo lívido ilumina las rocas.) Yo me muero de miedo, Nadir. Vamonos por otro lado. (Dan algunos pasos hacia la izquierda, y se encuentran en el mismo sitio; ante ellos aparecen dos figuras siniestras: son Zafranio y Arimán.)

Escena III

REBECA, NADIR, ZAFRANIO, ARIMÁN, CELESTE

ZAFRANIO:
(Disputando con Arimán.) Sí, SÍ. He leído lo que dijo el gran Orígenes: que una contrición sincera nos salvará.

REBECA:
(En un arrebato de desesperación.) Yo quiero salvarme. Yo confieso al Dios Omnipotente. (Trata de huir, y no puede moverse.)

NADIR:
Yo también.

ARIMÁN:
(Con voz de trueno, adquiriendo proporciones gigantoscas.) Reptiles, miserables sabandijas, renegáis de vuestra estirpe satánica. Arimán es siempre Arimán. (Rebeca, Nadir y Zafranio caen al suelo.)

ZAFRANIO:
Orígenes, á tu doctrina nos amparamos.

ARIMÁN:
(Con grito estentóreo.) Abrete tierra. (De una profundidad cercana salen llamaradas crugientes.) Celeste, amiga leal, ven Conmigo. (Recoge del suelo un bulto, que más bien parece guiñapo inmundo. Celeste, estrangulada por Arimán, lanza un bramido gutural; de su boca chorrean asquerosas babas.) Los renegados… quédense aquí revolcándose en su propia ignominia. Nosotros, los leales, al reino de nuestro padre Satán. (Precipítanse en el cráter.)

Cuadro sexto

Escena I

Calle principal en el pueblo de Echales de Tejada. Primeras horas de la mañana. Llegan las caravanas de los aceiteros y los maranchoneros. De un carro descienden el cura y su ama; de otro Atenaida y Alejandro. Estos, invitados por don Hilario, entran en la casa rectoral, donde se les aposenta y agasaja cumplidamente. Como primera providencia acudieron á reparar los cuerpos desmayados con sendos tazones de chocolate ó café, y de añadidura lonchas de jamón pasadas ligeramente por la sartén. Después de esto, no tardó el ama en desplegar con febril diligencia sus cualidades de mujer hacendosa, y tan pronto se h\ veía en la despensa como en el comedor ó en la cocina, dando órdenes á las mandaderas para el acopio de carnes y hortalizas. En estas domésticas funciones brindóle Atenaida su ayuda, y ambas andaban trajinando sin darse punto de reposo, mientras don Hilario, divagando por la huerta con Alejandro, informaba á éste del estado de las cosechas. Durante estas pláticas oían el campaneo del almirez en la cocina, y observaban el presuroso ajetreo de las mandaderas desplumando pollos y escamando truchas. Al filo de las doce se sirvió la comida, que correspondió á la campechana largueza del cura y á la calidad de sus huéspedes. No se relata la muchedumbre de platos servidos ni el sazonado condimento Jo ellos, porque las crónicas de que se ha extraído esta Fábula Teatral mencionan muy á la ligera los manjares, y bóIo nos cuentan extensamente lo que entre bocado y bocado y con buen apetito, hablaron los comensales.

ALEJANDRO:
(Al terminar el tercer plato.) Señor Cura; aunque usted no sea un santo, y en esto no hay ofensa, porque los santos ya no se usan, declaro y sostengo que posee usted en grado sublime la virtud de la hospitalidad.

EL CURA:
(Sonriente.) La religión me ordena dar posada al peregrino, y la cortesía me impone el deber de obsequiar al amigo. Virtudes tengo del orden social y del religioso, aunque no todas las que constituyen el perfecto sacerdote. La perfección sólo se encuentra en el Año Cristiano, y yo, por designio inexorable de mi naturaleza, no puedo aspirar á la canonización. Como cura de almas cumplo cuanto la Iglesia me ordena. Soy el mejor amigo de mis feligreses; yo les quiero á todos, y ellos me quieren y me reverencian. Cierto que hay un punto de conciencia en el cual he dejado á un lado los escrúpulos…

ALEJANDRO:
Comprendido, señor don Hilario. ¿Quiere usted que yo pronuncie el ego te absolvo? (Las dos mujeres se miran sonrientes.)

EL CURA:
Hagamos los honores debidos á estos pollos con tomate. (Siguen comiendo. Al llegar á los postres óyese rumor de voces en la estancia próxima.)

ATENAIDA:
Ahí tenemos al Santo Pajón.

EL AMA:
Le convidaremos á tomar café.

EL CURA:
Sí, si; que pase el asendereado viejo.

ATENAIDA:
Voy á llamarle.

Escena II

LOS MISMOS.— EL SANTO PAJÓN, que entra con su urna colgada del pescuezo. Eecíbenle todos afablemente, y le sirven una copa de coñac.

PAJÓN:
(Contestando á las preguntas que le dirigen.) Pues, señor, cuando la Guardia civil de Peñas Rojas me devolvió la urna, noté que mi Niño estaba flaquito y con la cara muy triste.

EL AMA:
Eso sería del susto que pasó.

ATENAIDA:
Pero ya se ha repuesto. Mírenle: es el misma de siempre.

PAJÓN:
La urna pesaba mucho… y yo me dije: menuda colecta de perras, me traes, Niño mío. Al encontrarme solo abrí el cepillo, y me quedé anonadado y compungido viendo que estaba lleno de Clavos. (Ríen los comensales.)

ATENAIDA:
No podía usted esperar otra cosa de aquella bribona de Rebeca… ó de los diablos que venían con ella.

EL CURA:
¿Y qué hizo de aquella metralla?

PAJÓN:
Los clavos eran nuevos y buenos, de esos que sirven para herrar las caballerías. Como debemos mirar siempre al negocio, fui á casa de un albeitar que está en la carretera y le vendí los clavos por dos reales.

ALEJANDRO:
Vaya, amigo, que usted no pierde ripio, y sabe sacar partido hasta de los timos que le dan.

EL CURA:
Es usted un hombre aprovechado. Minga, sírvele café y otra copita de coñac.

PAJÓN:
Mil gracias, señor cura y la compañía. Y ya que son tan corteses conmigo, les diré que he cumplido los ochenta y dos años, y que ya me cansa esta vida errante por caminos y andurriales. Quisiera pasar los pocos días que me restan de vida en una ocupación sedentaria, tranquila.

ATENAIDA:
Usted me ha dicho que en su mocedad fué pasante en la escuela de su pueblo.

PAJÓN:
Sí, señora. Antes de meterme en el petitoria tomaba la lección áunos chiquillos, que me hacían burla y no aprendían nada. Lo que entonces sabía yo se me ha ido olvidando. Sólo me acuerdo de algunas cosas de Geografía, por ejemplo: cuántas son las partes del mundo y cómo se llaman. De la Gramática recuerdo del masculino, femenino, neutro, común, epicena y ambiguo, con aquello de con, por, sin, de, etcétera, etc.

ATENAIDA:
Con esos conocimientos bien podría usted desempeñar una plaza en cualquier escuela pública, verbi grada: llevar y traer los niños de sus casas al colegio.

PAJÓN:
Señorita Atenaida, eso sería el colmo de la felicidad en mis últimos años. Mas antes de aceptar esa prebenda, tengo que presentar mi dimisión de santero á las señoras monjas de mi pueblo, rendir cuentas de mi recaudación en los últimos meses y entregarles el Niño, que aunque no esté á mi lado, espero que me proteja en mis últimos años y en la hora de mi muerte, amén.

EL AMA:
Pues todo eso lo arreglaremos por acá. Se entregará la urna á las dominicas placentinas, que son muy amigas nuestras, y no tendrá usted ninguna dificultad para rendir sus cuentas.

PAJÓN:
¡Ay! Lo agradezco mucho, señora; pero el traslado del Niño á esas monjas dominicas que usted dice, no se puede hacer sin que lo apruebe el patrono de esa comunidad.

ATENAIDA:
(Vivamente.) El patrono de la comunidad es don Juan de Valtierra.

ALEJANDRO:
Mi tío, hermano de mi madre.

EL CURA:
¡Oh, Valtierra! Rico propietario y labrador del Campo de la Vera, grande amigo mío. Ya está muy viejo el pobre.

ATENAIDA:
A ese santo varón, apóstol de la verdad y amparador de los humildes, debí yo la primera escuela que regenté en este país.

ALEJANDRO:
Y yo le debí un cariño entrañable que nunca olvidaré.

EL CURA:
Pues si van ustedes hacia allá mandaré á Valtierra un propio avisándole su visita.

ALEJANDRO:
Atenaida le habrá prevenido por los maranchoneros.

ATENAIDA:
Qué maranchoneros; dias ha que lo sabe y nos está esperando.

PAJÓN:
Y si fuera menester otro recado, yo lo llevaría.

ATENAIDA:
No es preciso. Mañana, víspera de San Juan, llegaremos allá.

EL CURA:
Sí, porque hemos convenido que esta noche la pasarán ustedes con nosotros.

Cuadro séptimo

Escena ÚNICA

Solsticio de verano. Noche de San Juan. Feraz campiña; paisaje espléndido; los árboles cargados de fruto; el suelo tapizado de florecillas silvestres; cielo espléndido, sin nubes; brillan las estrellas con extraordinario fulgor; la Vía Láctea semeja un río de polvo luminoso. En la tierra, hogueras próximas y lejanas; rumor de rondallas y cánticos alegres. ALEJANDRO y ATENAIDA avanzan, contemplando embelesados la ideal hermosura de la tierra y del cielo.

ALEJANDRO:
¿Hemos llegado, amada mía?

ATENAIDA:
Estamos frente al Campo de la Vera; tocamos al término de nuestra caminata fatigosa, y no tardaremos en llegar á la granja que habita el patriarca Valtierra.

ALEJANDRO:
(Con alegría.) ¿Estás segura de lo que dices?

ATENAIDA:
Tan segura que ya veo la casa.

ALEJANDRO:
Dios bendiga tu boca; bendiga también tus ojos que todo lo ven.

ATENAIDA:
Tanto alcanza mi vista, que desde que salimos de Ursaria estoy viendo este suelo fecundo donde tu existencia y la mía alcanzarán la paz y la felicidad.

ALEJANDRO:
Cierto que esos bienes se hallan vinculados en esta Arcadia feliz. Pero ¿cómo sabes que serán para nosotros?

ATENAIDA:
Porque es lógico y natural que así sea. Se ha restablecido la armonía universal, y ésta sería una nueva ficción si los que fuimos arrojados de aquí no volvieran á ser lo que fueron y á poseer lo que poseían.

ALEJANDRO:
Amada mía, está muy bien… en principio…; pero falta que los hechos se acomoden á esa luminosa idea. Tú no has visto al patriarca don Juan de Valtierra, no has hablado con él.

ATENAIDA:
Mi conciencia purísima es espejo reluciente donde la voluntad divina proyecta la dirección que quiere dar á los hechos humanos.

ALEJANDRO:
Hermosa idea es esa; mas para que yo la admita debo reconocerte como santa.

ATENAIDA:
(Con naturalidad, sin jactancia.) La santidad, Alejandro mío, es cosa vulgar, vista y apreciada con el criterio común de las gentes; y yo, mujer vulgar, no tengo reparo en sostener que debo ser santa para ti, aunque no lo sea para los demás.

ALEJANDRO:
(Con grande efusión.) Sí, y en mi corazón tienes tu altar. Eres la perfección humana; por tu constante actividad y tu labor infatigable vives irradiando energía y comunicáudola á todos los seres que te rodean. Ejemplo soy de los efectos de tu santidad. Tií me sacaste del pantano de la mentira y de los convencionalismos sociales… Tu me trajiste del laberinto de Ursaria á la paz de este Campo de la Vera, donde nacimos y donde santamente moriremos.

ATENAIDA:
Aquí practicaremos la verdadera santidad, que consiste en cultivar la tierra para extraer de ella los elementos de vida, y cultivar los cerebros vírgenes, plantel de las inteligencias que en su madurez han de ser redentoras.

ALEJANDRO:
Has hablado, Atenaida, como la propia sabiduría. Dos campos igualmente feraces nos ofrece la existencia humana: el campo físico y el campo espiritual. Laboremos. (Avanzan despacio hasta encontrarse entre las turbas alegres que celebran la festividad del solsticio, practicando, con abandono temporal del sentido común, las poéticas supersticiones y los absurdos disfrazados de milagros; consultando el rumor de los arroyos parleros, la estructura del huevo escarchado en un vaso de agua; recogiendo capullos de flores silvestres y atándolos con la liga de la doncella que busca novio, y otros mil sortilegios, cjmo el poner en vinagre siete pelos de cabra negra para saber si el novio ha de morir aquel año; poner diferentes flores en un barreño de agua para lavarse con ella y curar todas las enfermedades que afean el cutis de las muchachas; guardar el agua serenada de la verbena, que las esposas dan de beber á sus maridos para curar el mal de celos; y, por último, la sublime extravagancia del sol, que al amanecer siguien teaparece bailando en el horizonte. Se aproximan al pueblo y distinguen la casona en que mora el patriarca Valtierra; pero aplazan su entrada en ella hasta el día próximo. Se van extinguiendo las hogueras; se amortigua el bullicio de las risas y cánticos; se aproxima el alba. Recostados al amparo de un castaño corpulento se quedan dormidos. La aurora asoma su rostro por los collados de Oriente. El sol aparece } como de costumbre, sin ninguna demostración coreográfica.)

ALEJANDRO:
(Despertando.) ¡Ay, A tena ida, qué sueño he tenido!

ATENAIDA:
Cuéntamclo.

ALEJANDRO:
Lo que vi y oí en sueños ha sido corno la misma realidad. Llegamos tú y yo juntos á nuestro patriarca… La estancia era la misma que conocí en mi niñez; ningún cambio noté en los muebles ni en los cuadros de santos y vírgenes… Don Juan de Valtierra, viejecito avellanado y fuerte, se levantó del sillón de vaqueta, y llegándose á nosotros risueño nos abrazó cariñosamente. Luego me dijo: «Las tierras de la Vera y de Jaraíz, que fueron de tu hermano Demetrio y que éste me legó á mí en usufructo, pasan hoy á ser tuyas. Como mi fin está próximo, el cortijo mío de Jarándula, las huertas de Tala veruela, la dehesa de Santiuste, donde pastan quinientas merinas y más de mil manchegas; el Collado de Torremangas de Aldea Vieja dé la Vera, también son de tu propiedad, como consta en el testamento que otorgué dos días ha. Y á ti, Atenaida, te doy posesión de la magnífica escuela que he construido frente á esta casa. Nada te digo de tu participación en los bienes de Alejandro, pues ya sé que os casó mi grande amigo el cura bonachón de Rosales de Tejada». Figúrate mi asombro al oír de los labios de mi ilustre pariente la halagüeña notificación de mi patrimonio agrario, la noticia de nuestro casamiento…

ATENAIDA:
(Interrumpiéndole con entusiasmo y firme convicción.) No es sueño, Alejandro. Todo es verdad. Verdad la posesión de tus tierras; verdad mi grandiosa escuela; verdad nuestro casamiento. Y ahora, si no te has convencido, entremos en la morada de nuestro patriarca tutelar. (Al decir esto, Atenaida se representa á los ojos de Alejandro como una belleza sublime: el cuerpo estatuario y arrogante la actitud; imperioso el gesto; circuida la hermosa cabeza con un resplandeciente nimbo de plata.)

Cuadro octavo

Escena I

Equinoccio de verano. ATENAIDA, EL CURA, SANTO PAJÓN. Muchedumbre de niños de ambos sexos. Extensa planicie frente á la casona de Valtierra; á la derecha la escuela, rodeada de f ron íoso^ árboles frutales y de amenos boscajes de mirto y laurel. Todo el segundo término, que abarca una gran extensión, es campo de labrantío, que ha dado abundante cosecha y se prepara para sembrarlo de nuevo. En el fondo un collado, cubierto en parte de espesa vegetación forestal. Es pleno día. Terminada una serie de estudios elementales, Atenaida da libertad á los niños para que se solacen en los amenos vergeles que rodean la escuela. Salen las criaturas marcando el compás €on ritmo bullanguero y docente. El Santo Pajón les conduce, y contiene con suaves amonestaciones á los que se desmandan. Del ramaje florido se desprende sonata rumorosa de pájaros que charlan y niños que trinan. Entra por la izquierda el cura don Hilario, y se dirige al pórtico de la escuela, donde Atenaida contempla gozosa la infantil algazara.

EL CURA:
Hola, maestra insigne. ¿Qué tal? Veo que esto va muy bien.

ATENAIDA:
Sí, estamos en plena prosperidad. Ya pasan de trescientas las criaturas que tengo en mi escuela. Lástima que no pueda ver esta maravilla nuestro patriarca fundador.

EL CURA:
El pobre Valtierra abandonó este mundo en cuanto pudo entregar á los seres queridos este suelo fecundo y el vivero de las futuras generaciones.

ATENAIDA:
Sabrá usted que los niños comen y meriendan aquí y se van á dormir á sus casas, después de haber recibido la enseñanza elemental y el conocimiento práctico de cuanto constituye la vida humana. Presencian la siembra del grano, la recolección; ven el trigo en las eras, en el molino; y como tenemos tahona en la casa, se hacen cargo de las transformaciones de la mies hasta convertirse en pan. Saben cómo se hace el vino, el aceite, los quesos, el carbón, y conocen las manipulaciones del lino desde que se arranca de la tierra hasta que se convierte en la tela que visten.

EL CURA:
¡Prodigiosa enseñanza!

ATENAIDA:
A así, sin sentirlo, sin que se les sujete á una compostura impropia de la infancia, aprenden los chiquillos la Aritmética, nociones de Física, Historia Natural, Geografía, y cuanto es menester para la preparación de los distintos oficios ó carreras á que han de dedicarse, según la vocación de cada cual.

EL CURA:
Y el gran labrador, don Alejandro, ¿dónde está? No le veo.

ATENAIDA:
(Señalando al primer término del fondo.) Mírele, don Hilario, allí viene. (Aparece Alejandro arando con una yunta de bueyes; delante va el sembrador esparciendo el trigo.)

EL CURA:
(Alzando la voz.) ¡Eh, amigo! Muy bien, muy bien, con la mano en la esteva; parece que toda la vida no ha hecho usted otra cosa. Ya veo: lleva usted la reja por el lomo del surco para cubrir la simiente.

ALEJANDRO:
(Alzando la voz.) Hola, pastor curiambro. ¡Qué caro se vende usted! Allá voy. (Entrega la esteva á un mozo, y avanza hacia el proscenio.)

Escena FINAL

ATENAIDA, EL CURA, ALEJANDRO

EL CURA:
(Estrechando la mano de Alejandro.) He venido á contemplar y admirar á mis nobles amigos en su laboriosa existencia.

ALEJANDRO:
Yo cultivo la tierra y Atenaida los cerebros de esas tiernas criaturas.

ATENAIDA:
(Avanzando con solemne arrogancia como personificación de una idea sublime.) Ved en esta mujer humilde el símbolo de la Razón triunfante. (Alejandro y el cura la contemplan extáticos; y ella, soberanamente hermosa, pronuncia las últimas palabras.) Somos los creadores del bienestar humano. El raudal de la vida nace en nuestras manos fresco y cristalino; no estamos subordinados á los que lejos de aquí lo enturbian. Somos el manantial que salta bullicioso; ellos la laguna dormida. (El rostro de Atenaida aparece coronado de estrellas.)


Madrid. Primavera de 1915.


Publicado el 13 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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