Madrid

Benito Pérez Galdós


Conferencia


¡Oh Madrid! ¡Oh corte! ¡Oh confusión y regocijo de las Españas!… La conferencia que me encargasteis, señores y amigos, llega á vuestros oídos con retraso de seis á ocho lustros, porque el triste conferenciante que habéis elegido para esta solemnidad no puede hablaros de lo que ve, sino de lo que vió; y en él se da el caso singular de que la Voluntad y la Inteligencia, ambas rendidas al cansancio, se inhiben totalmente, traspasando sus funciones á la Memoria, tanto más lozana cuanto más vieja, y siempre atisbadora y charlatana.

Si vosotros oís mi disertación en este suntuoso recinto, erigido para mayor esplendor de la corporación insigne, yo me tomo la licencia de hablaros desde el Ateneo viejo, que es mi Ateneo, mi cuna literaria, el ambiente fecundo donde germinaron y crecieron modestamente las pobres flores que sembró en mi alma la ambición juvenil.

Aquel caserón vetusto, situado en una calle mercantil, empinada, de ruin aspecto y tránsito penoso, permanece tan claro en mi mente como en los días venturosos en que fué altar de mis ensueños, descanso de mis tardes, alegría de mis noches y embeleso de todas mis horas.

El largo y ancho pasillo; la modesta biblioteca; el salón llamado Senado; las salas de lectura, irregulares y destartaladas; la cátedra dificultosa y entorpecida por pies derechos de madera forrados de papel; la Cacharrería y demás gabinetes interiores de tertulia no se pueden olvidar por el que vivió largos años en aquel recinto, aparejado con derribo de tabiques y adherencia de feísimos pegotes, sin más luces que las de la calle y patios lóbregos.

Si en la memoria vive el local, ¿qué decir de los hombres que en un período de veinte ó más años allí moraron espiritualmente, allí disertaron, desde allí dieron luz, fuerza y calor á la sociedad española, encaminándola al estado de cultura en que hoy se encuentra?

Todos los grandes cerebros españoles del siglo XIX han pasado por aquella madriguera. De oradores, no digamos; recuerdo haber visto á D. Antonio Alcalá Galiano arrimado á las revistas extranjeras en el salón de lectura; en días posteriores vi á Ríos Rosas, Olózaga, á Cánovas…

La mágica elocuencia de Castelar tronaba en la cátedra; Moreno Nieto, Echegaray, Moret, Camús, Giner de los Ríos, Figuerola —que ocupó la presidencia durante el período revolucionario—, vuestro esclarecido presidente actual D. Rafael María de Labra, hacían del Ateneo una Universidad libre, norma y guía de la edad presente.

No quiero hablar de los asiduos lectores, porque no acabaría; citaré tan sólo á D. Justo Pelayo Cuesta, agarrado al Times todas las noches; al general de Artillería D. Pedro Lallave; al geólogo Vilanova; á Huelin, á lubino, á D. Calixto Bernal; á los pintores Háes, Rosales, Casado del Alisal y Dióscoro Puebla; ni citaré tampoco á los que allí brillaban como tertuliantes de pasmosa erudición y gracia exquisita, como el P. Sánchez, el anciano Sr. Gallardo, D. Félix Márquez, Fernando Fulgosio, Menéndez Rayón, el profesor Sr. Llórente, que daban al Ateneo un tono de amenidad familiar y discreta, que creo no haya tenido semejante en ningún otro Centro científico. Y no cito á nadie más; mi memoria es muy fecunda, pero no quiero cansar á mis oyentes; sólo diré que en aquel antro, que así debo llamarlo, nació la Buena Nueva, y allí tuvo su laboriosa gestación, hasta dar al mundo hispano el fruto bendito de la democracia, del laicismo, de la tolerancia mínima, anuncio cierto de mayores conquistas para tiempos próximos.

De allí salió también la energía que pudo erigir el palacio espléndido en que ahora moráis, señores ateneístas. No existiría la magnificencia de este Ateneo, decorado con todas las galas y primores del arte suntuario, si no hubiera existido antes aquel tugurio en cuya obscuridad y pobreza laboraron con sublime apostolado los varones preclaros que os trajeron la Buena Nueva.

Vosotros me oís en la grandiosa basílica del saber moderno. Yo os hablo desde las Catacumbas, que eso es el viejo Ateneo, las sacrosantas Catacumbas.


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Como es mi propósito encerrar, dentro de la brevedad de esta conferencia, una total pintura del Madrid mío, inmediato precursor del vuestro, he comenzado por una somera y rápida conmemoración del Ateneo del pasado, y espero decir mis últimas palabras en el Ateneo del porvenir.

Huésped constante del parador literario de la calle de la Montera, mi insignificante persona carecía de representación en la docta Casa; algunas amistades hice allí; á las grandes figuras de aquel tiempo yo no me atrevía ni á dirigirles la palabra.

Difícilmente podría yo contar las innumerables personas que ya no veré más en este mundo. El último de los fenecidos es el patriarca de la Pedagogía: San Francisco Giner… A los pocos que aún quedan por acá les profeso un afecto entrañable.

Mis horas matutinas las pasaba en la Universidad, á la que íbamos los estudiantes de aquella época con capa en invierno y chistera en todo tiempo. Asistía yo con intercadencia á las cátedras de la Facultad de Derecho y con perseverancia á las de Filosofía y Letras, en las cuales brillaban por su gallarda elocuencia y profundo saber profesores como D. Fernando de Castro, D. Francisco de Paula Canalejas, el divino Castelar, el austero Bardón y el amenísimo y encantador Camús.

Pero sin faltar absolutamente á mis deberes escolares, hacía yo frecuentes novillos, movido de un recóndito afán, que llamaré higiene ó meteorización del espíritu. Ello es que no podía resistir la tentación de lanzarme á las calles en busca de una cátedra y enseñanza más amplias que las universitarias; las aulas de la vida urbana, el estudio y reconocimiento visual delas calles, callejuelas, angosturas, costanillas, plazuelas y rincones de esta urbe madrileña, que á mi parecer contenían copiosa materia filosófica, jurídica, canónica, económico-política y, sobre todo, literaria. Como para preparar el entendimiento á estas tareas, con un regocijo musical, empezaba mis andanzas callejeras asistiendo con gravedad ceremoniosa al relevo de la guardia de Palacio, donde se me iba el tiempo embelesado con el militar estruendo de las charangas, tambores y clarines, el rociar de la artillería, el desfile de las tropas á pie y á caballo, y el gentío no exclusivamente popular que presenciaba tan bello espectáculo, entre cuyo bullicio descollaban las graves campanadas del reloj de Palacio. En algunos momentos se me antojaba que veía pasar una ráfaga confusa y vibrante de la historia de España.

Dejando atrás el bello espectáculo del relevo de la guardia, me mistaba correr hacia el Sacramento y penetrar en el interior de la iglesia. Me entretenía viendo altares, las rejas del coro y algunas cosas grotescas que nos ha legado el prosaico siglo XVIII; en cada una de las cuatro pechinas de los arcos que sostienen la cúpula hay un santo monumental, pintado al fresco. Son San Bernardo, San Benito y dos santas, Umbelina y Escolástica, hermanas, respectivamente, de los dos fundadores. Debajo de cada figura hay una cuarteta, en caracteres enormes, que fácilmente se leen desde la cancela.

La que está debajo de San Bernardo dice así:


«Lácteos virgíneos candores
gustó Bernardo. ¡Oh portento!
Ya no es extraño lo dulce,
pues tan melifluo fué el premio.»


Esta y las demás endechas deben se obra de alguna monjita Bernarda, que se dedicó á versificar con candor angelical en la decadencia de la Mística y de la Poesía.

Del Sacramento solía precipitarme por la angosta calle donde vivió el maestro López de Hoyos, que enseñó Humanidades á Miguel de Cervantes. Llego á la calle de Segovia, que compite en ancianidad venerable con la Cuesta de la Vega. Sin fijar fecha, yo he visto armar sobre la sobajada calle la pasadera de hierro que ha sido el trampolín de los suicidas.

Subo hacia Puerta Cerrada, y por la calle del Nuncio doy un vistazo á la parroquia de San Pedro y al Madrid de San Isidro. La calle del Almendro tuvo siempre para mí un encanto y un misterio indefinibles: la he conocido sin salida por la calle de Toledo. Ya estamos en San Andrés. ¡Oh venerable antigüedad! La capilla del obispo, con sus hermosos tapices, el palacio de los Lasos de Castilla, vivienda de Isabel la Católica, donde estuvo el balcón en que Cisneros dió á los grandes la respuesta famosa, mirando á la artillería situada allí y sin pedir perdón por el modo de señalar.


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Entro en el laberíntico barrio de Alaminos, subo por la Redondilla, dejo á un lado la calle de los Mancebos, paso á la de Don Pedro, y por Puerta de Moros llego á la bullanguera, á la tumultuosa y vertiginosa plaza de la Cebada, que en su extremo oriental parte por gala en dos la calle de Toledo, arteria pletórica de vida, de sangre, de gracia, de alegría y, ¿por qué no decirlo?, de belleza, pues pienso yo que no hay calle en el mundo más bonita ni más pintoresca que esta de Toledo; calle sin igual por la gracia de los colorines que tremolan en ella de punta á punta, por los tenderetes donde se vende de cuanto Dios crió, por la algarabía de los pregones y la cháchara del gentío parlero. Además, es calle histórica: por ella pasaron hacia el suplicio el mártir Riego, el caballeroso y arrogante general León, el polizonte Chico, ajusticiado por el pueblo en la Fuentecilla. En ella hirvió la cólera popular en el terrible día de la degollina de los frailes. Por ella entraron con grandiosa pompa cortesana las princesas que vinieron á casarse con nuestros reyes. Por ella corrió mil veces la oleada de los motines, y el empedrado se estremeció mil veces con las cargas que dieron á la policía las cigarreras desmandadas, las verduleras furibundas; cargas no diremos con arma blanca, sino con las uñas y las lenguas, que ponían en grave conflicto á los agentes de la autoridad. Toda la calle es roja, no precisamente por el matadero ni por la sangre revolucionaria, sino por la pintura exterior de las ochenta y ocho tabernas (las he contado) que existen desde la Plaza de la Cebada hasta la Puerta de Toledo.

Es además esta hermosa vía el centro comercial más importante del Madrid antiguo y moderno. Se ha dicho, y vosotros lo habréis oído mil veces, que en Madrid no hay dinero más que en la calle de Toledo y sus aledaños; el dinero que existe en los demás barrios de esta presumida capital se reduce a un solo billete de mil pesetas, que pasa rápidamente de mano en mano y cambia de dueño en cada minuto. En la calle de Toledo y las inmediatas, las dos Cavas, Colegiata, Concepción Jerónima y otras, descargan diariamente miles de carros y rinden sus cuentas miles de trajineros, de ordinarios, que de toda España traen sin fin de provisiones en cestones, sacos y pellejos con que abastecen a la Villa del Oso y del Madroño. Entiendo que el Oso es el Madrid que vive desde la Plaza Mayor por arriba, y el Madroño lo que llamamos barrios bajos. En éstos, el que os habla, fugitivo de la Universidad, ha hecho un año y otro, con buenas notas, cursos de Literatura Práctica y aun de Psicología Experimental, entablando íntimo trato con personas ó figuras imaginarias, ora en la calle del Almendro, ora en la Cava de San Miguel, ya en el café del Gallo y la inmediata Escalerilla, ya en las calles del Amparo, en la Cava Baja, del Mediodía Grande, Humilladero, Irlandeses, Calatrava y otras muchas.

Los cursos de Derecho Mercantil Comparado los he hecho en la Plaza de la Cebada, café de Naranjeros, y los gané pisando tronchos de berza y cáscaras de fruta. Descansaba yo de este trabajo contemplando la gótica portada de la Latina, lindísimo monumento que, andando los años, me ha sido destruido por aleve mano municipal, y no sé dónde han ido á parar aquellas piedras venerables.

Mis pasos automáticos de estudiante, tan aplicado como inquieto, me llevan al Rastro. ¡Oh, el Rastro! Academia de los libres estudios que comprenden el conocimiento del despojo social, del último giro de la vida evolucionando hacia la muerte; bazar con toques y vislumbres de basurero empujado por las escobas y recogido por manos míseras y allegadoras, que seleccionan, limpian, ordenan y clasifican los abandonados desechos para imprimirles nueva utilidad y vida nueva. ¡Oh, qué estudio tan provechoso, y cuánto goza el espíritu descubriendo en el examen y el ir y venir de tales trebejos el principio de que si nada muere en la naturaleza, nada muere tampoco en la industria! Cuando veáis que algo acaba, decid que algo comienza.

Mis estudios del Rastro no hubieran sido completos sin añadir á la teoría la práctica. No una vez, sino muchas/visité, revolví y escudriñé el gran establecimiento de trapería que ocupa uno de los más amplios locales de la Ribera de Curtidores. Es sencillamente grandioso. Causa admiración y maravilla ver los enormes cargamentos de trapos que centenares de mujeres escogen y reparten en las cuatro categorías de lana, algodón, hilo y seda, para ser reexpedidos adonde otras manos labren con ellos nuevas industrias. Vierais en otra zona del Rastro ó Las Américas enormes carros de cuernos, que pasarán á ser botones, peines y diferentes objetos de celuloide. Además de estas industrias, cuya materia prima sale del Rastro, hay otras que allí mismo se desarrollan. En no sé qué república de las Américas vi grandes almacenes de puertas y ventanas procedentes de derribos, que se utilizan luego en nuevas construcciones. De esta república pasé á otra en que me vi sorprendido por un escuadrón de caballería, apestando á pintura reciente: era una fábrica de caballos de cartón, deleite de los chiquillos; también vi muchedumbre de «Peponas» en cueros, muy encarnadas y rollizas. No quiero llevaros conmigo á los talleres de curtidos, desagradables y malolientes, como toda industria que se elabora con los despojos del Matadero; pero sí me acompañaréis á la más peregrina industria que existe en aquellos lugares: la fábrica de cuerdas de guitarra y violín. Éstas se hacen, como sabéis, con tripas de cabra, y es de ver al jayán que corta las tripas en delgados hilos y luego los estira y los tuerce. Contemplando aquellos trabajos una y otra vez, me lancé á un estudio extravagante que arrancaba de la brutalidad del matarife y concluía en el taller de Stradivarius. ¡Extraña concomitancia de las tripas de un rumiante y el pentagrama donde Beethoven escribió el delicioso andante con variaciones de la Sonata de Kreutzer!

También en aquella demarcación madrileña del Rastro, Inclusa y Embajadores entretuve mis ocios cultivando trato con personas residentes en calles donde moraba el encanto y el misterio de seres imaginarios. Citaré las calles de Rodas, Pasión, Abades, Juanelo, Carnero y otras muchas más que mis amigos conocen.


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Ronda de Embajadores, Lavapiés, las Peñuelas. Continuando por aquí mis estudios, celebro una conferencia histórica con el famoso «Cojo de las Peñuelas», figura imponente de la Milicia Nacional en los tiempos revolucionarios, y disertamos sobre uno de los temas más obscuros de la historia contemporánea: la muerte alevosa que dieron al general Prim en la calle del Turco media docena de hombres atacados de exaltación patriotera. De este mismo asunto terrorista platiqué días antes con Balbona, que antaño despachaba en la calle de Toledo los mejores vinos de Méntrida y Valdepeñas, y años adelante me ilustró sobre lo mismo, con notas muy eruditas, un mi amigo que en nuestros días ha tenido un acreditado despacho de carnes en la calle de la Ruda.

Pero cierro bruscamente la espita de estos recuerdos lúgubres, y conduzco á mi memoria por derroteros más encaminados al placentero fin de esta conferencia… Déjenme huronear en la vida familiar de la gente del bronce de estos barrios, que he conocido muy de cerca. En mis tiempos de estudiante aplicado, y ansioso de conocimientos demográficos, me hice amigo del administrador de casas de corredor de estos arrabales, con objeto de acompañarle los domingos cuando iba á la cobranza de los míseros alquileres que se exigen á los inquilinos por el reducido espacio de sus viviendas. ¡Oh, qué escenas vi! ¡Qué protestas escuché! ¡Qué repulsas airadas, cuánto dolor silencioso, cuántos gemidos iracundos y qué lastimado quedó mi corazón ante aquel hierro candente que la rigurosa propiedad aplicaba en las carnes desnudas de las clases menesterosas! Hubiera yo querido ser el «buen casero» de la Petra y la Juana, para redimir á todos aquellos infelices del duro tributo del pago de alquileres…

Una tardo, al salir cansado y muy soñoliento de una de aquellas casas en que sometí á tan duras pruebas mis humanitarios sentimientos, encontré junto á la puerta de la calle á un señor que charlaba jovialmente con una vendedora de gallinejas, El lenguaje de ambos me cautivó: era en la boca del caballero una prosa urbana, graciosa, con ligeras inflexiones picantes, y en la boca de la Tía Chiripa un enjuagatorio y escupitajo de sílabas esquinadas mezcladas con guindillas. Agregáronse á la vendedora algunas vejanconas de aspecto famélico y chiquillos desvergonzados; y el caballero, cogiéndome del brazo, me llevó consigo, diciéndome: «Ven conmigo, petimetre: acompáñame un rato; voy á visitar á una tal doña María Estropajo, criada de servir que se ha casado con su amo. Si te gusta estudiar á esta gente, en esa familia encontrarás tipos muy donosos, créeme.» Ayer estaba yo en su casa, cuando entraron los padres de doña María, que son completamente cerriles. El padre se llegó á su yerno y, abrazándole, le dijo: «Ven acá, so burro, hijo mío.» Soltó el caballero la risa, apretándome la mano; la suya era fría como el mármol… Sentí estremecimiento en todos mis huesos, y, como suele decirse en los cuentos de ensoñación, desperté, encontrándome sentado en un banco de la Plaza de Lavapiés.

No era la primera vez que, trotando por aquellos arrabales, había jo tenido la visión del prodigioso sainetero madrileño D. Ramón de la Cruz, que ha perpetuado la vida de los tiempos majos en sus obras inmortales. Era mi pesadilla: yo le consideraba, no como pintor, sino como creador de la pintoresca humanidad que puebla la zona baja de Madrid, y cuando mis estudios me llevaban á intimar espiritualmente con entes imaginarios de aquel vecindario, evocaba el castizo ingenio de D. Ramón para que me asistiese y amparase, prestándome algunos adarmes de su peregrina realidad y de su saladísimo desenfado.


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Desde las Vistillas al Hospital, desde las Injurias á las Peñuelas, á los Pozos de la Nieve y desde San Cayetano á San Sebastián, lo que me daba más quebraderos de cabeza era el dominio del lenguaje majo, chulesco ó como se le quiera llamar. La característica del léxico popular de Madrid ha sido la invención continua de voces y modismos. He observado que en la época chulesca la inventiva es más fecunda y el léxico más rico que en el período de la majeza; dijérase que la primera época es castiza y tiende á la conservación de las formas verbales; la segunda, decadentista, con tendencia al desenfreno del individualismo aplicado al lenguaje. Las modas de hablar cunden prodigiosamente, y luego viene una tercera época, cuya característica es la mutilación de las palabras más usuales: el estilo telegráfico, la economía de saliva. La época intermedia es, á mi juicio, la mejor, la más galana y expresiva.

Ante la parroquia de San Sebastián contemplo ún rato la imagen de mi amigo el santo mártir acribillado de saetas, que desde su hornacina parece invitar á sus fieles madrileños á entrar en la iglesia. Obedezco, que es muy de mi gusto escudriñar los templos madrileños, y me voy derecho á echar un vistazo á Nuestra Señora de la Novena, objeto de mi peculiar veneración, como Patrona que es del Teatro y especial guardiana de los que viven de la Farándula. Preciosa estaba la Virgen, ornado su altar de ramos de flores (con que la ofrendan las cómicas en agradecimiento de los aplausos que han recibido); á su lado estaban los simpáticos actores San Ginés y San Juan Bueno, que subieron al cielo después de pisar los escenarios, saboreando el aplauso y soportando las veleidades, del público y el escalpelo de los críticos…

Por el patio, que fué cementerio y hoy es un mercado de flores, salgo a la calle de las Huertas y me encamino al barrio que llaman de Comediantes, por la proximidad del Corral de la Pacheca; paso por lo que fué residencia del Consejo de la Mesta y me detengo delante de la casa del Nuevo Rezado, que ha venido á ser Academia de la Historia; tuerzo á la izquierda para visitar las dos calles que llevan los nombres más excelsos de nuestra literatura, que antaño se llamaban de Francos la una y de Cantarranas la otra; en la primera vivieron Lope de Vega y Cervantes, el primero en casa propia, que todavía existe, morada risueña y coquetona de un procer de las letras; el segundo en casa de alquiler, que desconocemos, porque fué derribada en tiempo de Fernando VII, dejando su sitio al vulgarísimo edificio de cuatro pisos que hoy lleva el número 2, y sobre su puerta una lápida con el busto de Cervantes y una inscripción, que es, en realidad, como epitafio de un sepulcro vacío.

Si contrastan las dos viviendas, la una real y permanente, la otra figurada y sobrepuesta, no es menor el contraste entre la vida de uno y otro ingenio. Lope gozó hasta su muerte de galardón público, que mereció su numen fecundísimo, su invención inagotable, la galanura de sus versos; conoció y saboreó la gloria hasta saciarse de ella, y pudo vislumbrar los reflejos de su fama en la posteridad; vivió aplaudido y celebrado por sus coetáneos, festejado del vulgo, bienquisto de la nobleza; disfrutó plenamente de cuantos placeres ofrece la existencia humana al que sabe buscarlos; ortodoxo, correctísimo y dogmático intachable, fué un amoral decidido en la incierta religión de las costumbres de aquel tiempo; se divirtió, gozó y triunfó cuanto quiso, con indecible donaire y sutileza, pues nadie le igualó en urbanidad, en gracia y elegancia.

Cervantes, por el contrario, poco tuvo que agradecer al Destino, y menos á sus contemporáneos. Mutilado en Lepanto, cautivo en Argel, desdichado en Sevilla, en la Mancha, en Madrid, en Valladolid, y aun en Esquivias, fué siempre pobre, y su jerarquía social no fué más allá de la que goza un triste ejecutor del Fisco. Desestimado de los poetas, no le valió su soberanía incontestable de la prosa para alcanzar el aura popular. No pudo embriagarse de gloria; sí lo hizo de amargores y desengaños, y aunque éstos engendraron en su espíritu la suprema creación del Quijote, no llegó á gustar la vanagloria de esta paternidad sino á medias, como barrunto de la excelsitud que la posteridad había de dar á su nombre.

Con más fervor que en la calle de Francos evocamos la sombra de Cervantes en la próxima calle de Cantarranas, ante el convento de las Trinitarias, donde el príncipe de nuestras letras tuvo su sepultura, por demás ancha y perpetua, como que es la fosa común. La humanitaria fundación de San Pedro Nolasco, que sacó á Cervantes del cautiverio de Argel, acogió los pobres huesos del que fué cautivo y mártir de su asendereada existencia, y si no le dió enterramiento aislado, con el debido epitafio, fué porque tales honores no se concedían entonces sino á personas de altísimo linaje y fuero social ó político. El Fénix de los Ingenios, Lope de Vega, que murió en olor de gloria póstuma, yace en la fosa común de San Sebastián; y si Calderón de la Barca gozó el privilegio de dormir el sueño eterno en cama propia, fué debido á su calidad de «presbítero natural de Madrid».

Volviendo á las Trinitarias, me atrevo á sostener que no hay en Madrid un convento más simpático que este de la calle de Cantarranas.

La verja, de torneados barrotes de madera, da ingreso á la iglesia, que rara vez encontraréis abierta. Preferid para visitarla el 23 de Abril, día de la solemnidad religiosa que allí celebran las monjitas académicas. No habéis visto un recinto más apacible ni de más dulce y poética ensoñación. En el centro de la iglesia se eleva un túmulo muy elegante, donde campea un ejemplar lujosamente encuadernado del inmortal Quijote. La misa no se parece á ninguna otra misa: danle gravedad los curas en el altar; tras la verja del coro, préstanle dulce poesía los cánticos de las invisibles religiosas. El público es escaso: sólo van los académicos y las personas por ellos invitadas, Terminado el acto pasamos al locutorio, donde toda la comunidad, presidida por la priora, recibe á los señores académicos y se entablan con ellos, al través de las rejas, pláticas donosas y gratas, ajustadas á lo que el lugar exige y á la condición de las personas que allí cambian exquisitas demostraciones de acatamiento. Antes de presenciar aquella hermosa escena, la santa casa me había parecido (y perdónenme sus nobles moradoras) un convento de muñecas, por lo lindo, callado, chiquito, bien apañadito é infantil; pero después del agrádable rato del locutorio, mis impresiones variaron totalmente. Los académicos mezclaban en la conversación temas religiosos, y las damas de la Redención de Cautivos devolvían los conceptos, dándoles un gallardo giro literario y académico. Allí se habló del nuevo «Diccionario», de los premios que se adjudicarían en las sesiones de Pascua, de la función solemne que las monjitas preparaban en la festividad de Pentecostés, de las sensibles vacantes ocurridas en la docta corporación por fallecimiento de ilustres personalidades, de la nueva efigie de San Pedro Nolasco que pensaban inaugurar las monjitas en el próximo Enero, y de otros mil deliciosos asuntos tocantes á la vida conventual y al vivir académico… Encantado me dejó el buen tono, entreverado de la rigidez académica y del donaire dulcemente mundano de las esposas del Señor.

¡Adiós, Cervantes mío; buen coro de divinas pastoras guardan tus amados huesos!


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Me voy, me voy; es tarde, señores míos, y temeroso de fatigaros quiero llegar con pie ligero al término de mi conferencia… Corro hacia si Prado. Saludo al Botánico sombrero en mano; para saludar al inmenso Museo necesito quitarme el cráneo, la masa encefálica. Neptuno, Dos de Mayo, fuente de Apolo, no puedo detenerme más: me urge ofrecer mis respetos á la diosa Cibeles, á quien profeso particular afecto y veneración. ¡Oh deidad tutelar de Madrid; tu hermosura no desmerece con los años! Cuando estabas en tu emplazamiento primitivo, un día de Diciembre de 1808, ¿te acuerdas?, pasó junto á ti Napoleón I, que con brillantísimo séquito venía de Chamartín de la Rosa para visitar á su hermano José. El capitán del siglo se fijó en ti, pasmado de tu belleza, y te piropeó de lo lindo… Desde entonces acá, cuántos requiebros y chicoleos habrás oído, ¡reina honoraria de Madrid! Desde hace poco tiempo has cambiado de sitio, y estás muy bien azuzando á tus leones para que te suban por la calle de Alcalá. Me parece muy bien. Es la caída de la tarde: la calle está intransitable; tranvías, automóviles y coches suben y bajan; por las dos aceras veo dos hinchados ríos de transeúntes… Estoy fatigadísimo: he recorrido en poco tiempo todo el Madrid del Sur de punta á punta. ¿Quieres llevarme contigo?… ¿Dices que sí? Pues me subo de un brinco á la zaga de tu carro. ¡Hala, leoncitos!

Subimos como exhalación. Hermosa, hermosísima es la calle de Alcalá; sus deformidades la embellecen más. Sus jorobas son un nuevo encanto. No hay en el mundo calle más alegre. Todo en ella sonríe. La calle de Alcalá es un florido sumidero donde los madrileños arrojan, paseo arriba paseo abajo, todas las desdichas nacionales. Los buenos burgueses, al regresar dé la Castellana ó el Retiro, vienen, gozosos, saludando á los conocidos, recreándose en el ambiente placentero que les rodea; mas cuando tuercen hacia las calles laterales, camino de sus viviendas, fruncen el ceño; sus miradas se abaten al suelo… Es que salen á su encuentro, aguándoles la fiesta, los cuidados que dejaron en sus casas.

Continuando su veloz carrera hacia arriba la divinidad marmórea se vuelve hacia mí, y con gracioso desgaire me pregunta: «¿Adonde te llevo, hijo?»

— Hágame el favor, señora mía, de llevarme al Ateneo viejo, calle de la Montera… No, no; me he equivocado: al Ateneo nuevo, calle del Prado.

La gallarda divinidad tutelar de Madrid dirigió sus fogosos leones por la calle de Sevilla, siguió á todo galope por la del Príncipe; la muchedumbre nos abría paso, saludándonos con gran alborozo; al llegar frente al Teatro Español era tan nutrida la caterva de chiquillos que nos precedía chillando y brincando, que la diosa tuvo que parar un momento… Entonces advertí que los «golfillos» se habían familiarizado con los leones, tirándoles de las barbas y acariciándoles las melenas. Los nobles animales apartaban suavemente con hocicadas á la turba angelical. Un momento después parábamos frente á una puerta monumental, en la cual vi muchedumbre de señores mayores y jóvenes impacientes, que al saludarme se quejaron amablemente de mi tardanza, dándome al propio tiempo la bienvenida. Bajé del carro, saludé cortésmente á la diosa, la cual, con su cortejo delantero y lateral de bulliciosos rapaces, siguió velozmente hacia el Prado.

Al entrar en el Ateneo me causó tal maravilla la hermosura del edificio, que se me vinieron á las mientes los versos cervantinos


Vive Dios que me espanta esta grandeza
y que diera un millón por describilla…


Algo más hablé con los que me acompañaban hacia el espléndido salón de actos, pero sólo debo consignar estas lacónicas palabras, que ponen fin á mi conferencia. Señores y amigos, he dicho.


B. Pérez Galdós


Guía espiritual de España

Con este título inauguró la Sección de Literatura del Ateneo, presidida por el ilustre poeta y cultísimo escritor D. Francisco A. de Icaza, una serie de conferencias consagradas a la descripción de ciudades españolas. La primera de estas conferencias, Madrid, escrita por el Sr. Pérez Galdós, fué magistralmente leída por D. Serafín Álvarez Quintero, en el salón de actos del Ateneo, el día 28 de Marzo de 1915.


Publicado el 10 de mayo de 2020 por Edu Robsy.
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