Portugal

Benito Pérez Galdós


Viajes


I
II

I

Lisboa, Mayo 28 de 1885


De algún tiempo a esta parte es cosa corriente entre nosotros él interesarnos por todo lo que a Portugal se refiere. Nos espantamos de la escasez de relaciones que entre este reino y el nuestro existen, y no acertamos a comprender esta inmensa distancia moral, intelectual y mercantil que nos separa. Vivimos en un mismo suelo y bajo un mismo clima; nuestros ríos son sus ríos; nuestras lenguas son semejantes, y sin embargo entre Portugal y España hay una barrera infranqueable.

Durante siglos, Portugal ha sido tan desconocido para los españoles como España para los portugueses. Hemos sido dos vecinos de una misma casa, separados por un tabique, y bastante huraños ambos para no cambiar una visita ni siquiera un saludo.

Ofendería la ilustración de mis lectores si esplicara las causas de este fenómeno. Bien conocidas son de cuantos han nacido en esta península o proceden de nuestra raza. No se da un paso en la historia de España sin tropezar con la de Portugal y su altiva independencia. Pero debemos declarar que habiendo cesado los motivos históricos que pudieran fomentar rivalidades entre ambos paises, la frialdad de relaciones que aún subsiste, tiene más raices en el carácter portugués que en el español, quiero decir, que aun hoy los portugueses nos quieren a nosotros menos que nosotros a ellos, y responden siempre con ecos perezosos y poco entusiastas a nuestras manifestaciones de simpatía.

Consiste esto tal vez en que su susceptibilidad nacional es más enérgica a causa de ser más débiles como nación, sin que esto quiera decir que nos las echamos de fuertes. Desde que se construyó el primer ferrocarril internacional en nuestra península, hombres eminentes de uno y otro pais han trabajado de buena fe por vencer antipatías, estrechar las distancias y aproximar moralmente las dos naciones.

Los resultados no han correspondido en verdad a la magnitud de los esfuerzos ni al tiempo transcurrido.

Portugal continúa distante de España, no tanto como hace veinte años; pero si tan lejos de nosotros como pueden estarlo Holanda o Dinamarca.

El comercio que con este reino sostenemos es escaso; las relaciones literarias e intelectuales casi nulas, hasta el punto de que en Lisboa son más conocidos los ínfimos productos del boulevard parisiense que las obras de nuestros escritores más eminentes.

Creo que en esto les llevamos ventaja, pues su literatura contemporánea nos es más conocida que a ellos la nuestra. Y no será aventurado afirmar que les superamos en la aproximación material.

Por cada lisbonense que va a Madrid, creo que vienen cinco madrileños a Lisboa. Oporto es residencia de verano para muchísimas familias españolas, mientras que jamás se ve un solo lusitano en nuestras playas balnearias del Cantábrico.

Repito lo que antes dije: ellos nos quieren a nosotros menos que nosotros a ellos.

Y no hay que decir ahora, como veinte años ha se decía, que nos faltan comunicaciones fáciles y económicas. Tenemos actualmente tres líneas de ferrocarril que penetran en Portugal y dentro de pocos meses habrá la cuarta. La primera comunicación establecida entre Portugal y España fué la de la línea de Ciudad Real y Badajoz.

Inauguróse el 66, si no recuerdo mal, y por ella se comunicaban Madrid y Lisboa en un viaje de treinta horas. Construida hace cuatro años la línea directa de “Madrid Cáceres Portugal”, las dos capitales han quedado enlazadas por un recorrido de veinte horas en tren expreso.

El viaje es cómodo y rápido. La primitiva línea de Badajoz ha quedado para la comunicación de Andalucía con este reino. Tenemos un tercer camino internacional que es el que une a Oporto con Vigo en un recorrido de cuatro horas por la deliciosa región del Duero y el Miño. Muy pronto se abrirá a la explotación pública la vía férrea de Salamanca a Oporto por Ciudad Rodrigo que acorta la distancia entre Madrid y el norte de Portugal.

Además hay otros proyectos como el de unir a Huelva con la provincia de los Algarbes; pero siendo esto muy problemático, nos contentamos con las cuatro vías construidas y explotadas, que son hoy suficientes para la comunicación rápida entre dos países llamados tarde o temprano a una vida común sin perjuicio de la respectiva independencia.

El que esto escribe deseaba ardientemente conocer a Portugal. Pero no siempre se arreglan las acciones a medida de los deseos, y Portugal continuaba siendo un misterio para quien había visto y admirado países mucho más distantes del nuestro.

Por fin aquel anhelo se ha realizado, y héme ya en tierra de Camoens.

Atravesé la frontera por la línea directa de Madrid Cáceres. Vi ponerse el sol en el último confín de Extremadura, allí donde el Tajo se precipita entre peñas y quebraduras. Cuando reapareció el día, alumbraba espléndidamente la orilla derecha del opulento río, los alegres pueblos que anuncian a Lisboa desde mucha distancia, la vegetación espléndida, las salinas, el panorama admirable de aquel gran río peninsular que nosotros criamos y engordamos para regalo de nuestros vecinos.

La situación de Lisboa edificada sobre colinas a la márgen derecha del Tajo es realmente encantadora.

Entrando en la ciudad por el tren y la estación de Santa Apolonia no se la abarca de un golpe de vista como entrando por mar. Puede formarse una idea de tan hermosa aparición dando un paseo en vapor hacia Belem o hacia la orilla izquierda.

Lisboa es ante todo un panorama; pero tan espléndido que solo el de Nápoles o Constantinopla puede comparársele.

El pintoresco caserío de la ciudad, interpolado con la verdura de tantas huertas y jardines, y (extendiéndose en seis o siete kilómetros a lo largo del río forma un conjunto que embelesa la vista y suspende el ánimo.

Esta belleza, y lo accidentado de su suelo hacen a Lisboa la capital más original de Europa. Fuera del espacio reedificado por Pombal con arreglo a una planta uniforme, todo el suelo de esta gran ciudad presenta enormes desniveles, cuestas fatigosas y altibajos que si favorecen lo pintoresco, no son lo más recomendable para los pulmones.

Verdad que en ninguna parte existen caballos más bien dispuestos para acometer ásperas pendientes ni cocheros que más diestramente los guien. Esta es una de las cosas que más sorprenden al viajero en la capital lusitana. La bondad de los vehículos disimula de un modo notorio las desigualdades de un suelo que parece recientemente agitado por los terremotos.

Ignoro como será la administración municipal portuguesa en su régimen interior e invisible; pero en lo que está a la vista del público se revela un adelanto y un esmero que de todas veras nos inspira envidia.

La policía urbana lisbonense es muy superior a la de Madrid; las vías públicas están mejor cuidadas que las de nuestra capital, y existen aquí servicios muy útiles que por allá son casi completamente desconocidos.

Los jardines y paseos ofrecen una limpieza y frondosidad que no debe atribuirse exclusivamente a la administración municipal, sino a las ventajas del clima. La flora de este pais es realmente uno de los dones más admirables que debe a la Naturaleza.

Lisboa es inmensa; ocupa una área que no vacilo en considerar doble de la de Madrid; pero en población es próximamente la mitad. De aquí que la ciudad ofrezca un aspecto harto menos bullicioso y animado que el de la corte de las Espadas, que con razón pasa por ser la capital más tumultuosa y alegre del mundo.

Y al hacer constar esto, no lo hago por cierto en son de alabanza, pues ya podría perder la Villa del Oso parte de su animación bullanguera Con tal que adquiriera en cambio condiciones de que carece.

Por este motivo, los que pasan bruscamente de Madrid a Lisboa, encuentran esta ciudad triste y silenciosa.

No obstante, las calles Aurea y Augusta, la del Arsenal, la “Rúa nova de Carmo” y el “Chiado” ofrecen el mismo ir y venir de gente y la misma alegría inquieta de nuestras calles céntricas, si bien en menor grado.

Lo que no se ve aquí es aquel torrente de personas que se precipitan hacia el Prado y Retiro todos los días de buen tiempo, sean festivos o de labor, que en esto de días los madrileños no hacemos más distinción que la que marcan los accidentes atmosféricos.

Noto en las clases populares de Lisboa mejores formas que en las de Madrid. Indudablemente esta raza está mejor educada que la nuestra.

No sé porque me figuro que nuestro pueblo tiene más imaginación, y que el lisbonense aventaja al nuestro en cualidades prácticas. En ninguna de las capitales de Europa que he visitado he visto un pueblo menos inclinado que el lisbonense a hablar alto, meter bulla y, en una palabra, a divertirse.

Reina aquí una sobriedad de acciones y de palabras que a los españoles, tan dados a hablar más de la cuenta, nos parece algo sosa. He paseado un domingo por la hermosa campiña de los alrededores de Lisboa y no he visto animación ni alegría por ninguna parte, ni he oído el son de ningún instrumento músico, guitarra, pandereta ni cosa que lo valga; no he observado corrillos bulliciosos, ni ese reir del pueblo que se manifiesta en canciones y dichos ingeniosos.

No he presenciado borracheras ni riñas, ni ninguna clase de pendencias. Quizás esta impresión recibida por mi sea una impresión falsa; pero la trasmito como la recibí, sin sacar de ella consecuencias terminantes ni pretender juzgar un país por lo que se vé en una rápida visita.

Pero no creo aventurado afirmar que son los portugueses de las clases bajas, excesivamente pacíficos, sobrios, morigerados, y desprovistos de imaginación. Raza laboriosa y honrada, pero triste. Si pudiéramos ceder a esta gente algo de la estrepitosa alegría andaluza a cambio de sus apacibles modales y de este reposo espiritual, creo que ganaríamos mucho en el cambio. Desconozco en absoluto la poesía y la música populares de este pais, y sin tan importante dato, carezco de autoridad para hablar en definitiva del pueblo portugués; pero por lo poco que he visto, creo que esta somnolencia de la imaginación es un fenómeno indubitable, que a la larga, ha de presentar algún vacío importante en la cultura general del país.

Vuelvo a Lisboa, que cada día me parece más bella, a pesar de sus infranqueables vericuetos y agrias pendientes. Apenas existen cafés. Estos lugares destinados a la holganza y a la conversación frívola, son casi desconocidos en Lisboa. En Madrid son el alma de la población. Aquí la vida social y familiar debe ser más íntima por lo mismo que es menos pública, fenómeno en verdad muy recomendable que habla muy alto en pró de la cultura lusitana. Hay que reconocer no obstante, que la falta de grandes cafés, admitida como una señal de virtudes domésticas y urbanas, ofrece molestias al infeliz viajero, que no sabe donde meterese cuando le apuran el calor o la sed.

Por el trato dé los hoteles se echa de ver fácilmente que en Portugal se vive bien y barato. Difícil es que los españoles nos acomodemos a la dureza tradicional de las camas portuguesas, ni a ciertos condimentos castizos de este país; pero basta un poco de flexibilidad para atemperarse por pocos días a los gustos de por acá.

Los alimentos son por lo general buenos y abundantes, y la vida es forzosamente barata. Los alquileres de las casas son reducidísimos comparados con los de nuestras principales poblaciones, de modo que no comprendo como no se determina aquí una considerable inmigración de españoles, cansados de la carestía y crecientes necesidades de nuestras capitales.

El aspecto de las tiendas y lo que se vé en los paseos públicos y calles principales demuestra que el demonio del lujo no ha plantado sus reales en esta dichosa ciudad del Tajo. Visten las señoras con discreta modestia; disfrutan las familias lo que poseen y no hay aquí el diabólico afán de aparentar una posición superior a la que realmente se tiene. Todo indica que en Lisboa no existen los despilfarros que entre nosotros son cosa corriente: las tiendas lo declaran. En este aspecto, Lisboa no tiene comparación con Madrid o Barcelona.

Bajo el punto de vista monumental, Lisboa Cene dos cosas que admirar, la plaza “do Comercio” y el monasterio de Belem. La primera es de las más hermosas de Europa. No tenemos nosotros en ninguna de nuestras poblaciones nada comparable a este espacioso cuadrilátero de una regularidad perfecta, con esbeltas construcciones en tres de sus costados, y abierto por la parte sur al delicioso panorama del río.

La estatua ecuestre del Rey José I y el gran arco triunfal de la Rúa Augusta, obras ambas afectadas de barroquismo, ofrecen, a pesar de su estilo, de un aspecto grandioso, y decoran admirablemente la plaza.

El monasterio de Belem, que se levanta en el barrio más occidental de Lisboa, cerca de la gallarda torre del mismo nombre erijida a la entrada del puerto es una de las muestras más acabadas que Portugal posee del estilo gótico “Manuelino”, característico de este país.

Es un ojival desvirtuado, o más bien, acomodado al genio meridional del país. Sicilia en Italia y Andalucía en España ofrecen en sus monumentos algo parecido a esta aclimatación del gótico normando. Nuestra península nos ofrece este arte enteramente puro en algunas catedrales del Norte.

Toledo nos le presenta tocado ya de la influencia mudéjar, y algo semejante a esto es la arquitectura del reinado de don Manuel de Portugal; Belem revela fantasía, independencia y un anhelo de originalidad que a veces raya en extravagancia. La iglesia es hermosa pieza, atrevida, rica en detalles, con graciosos alardes de ornamentación y de construcción. El claustro es menos puro, tendiendo al barroquismo, o mejor a nuestro plateresco, al cual sobrepuja en lozanías ornamentales y en caprichos artísticos.

Hay trozos que recuerdan la arquitectura tártara o rusa por la exhuberancia de líneas quebradas y la novedad de las combinaciones geométricas. Este curioso monumento tiene una soberbia torre no ha mucho desplomada. La restauración del edificio y las ampliaciones realizadas en él para instalar un museo, no me parecen muy felices. Hay trozos perfectamente armonizados con la parte vieja, y otros en que los arquitectos modernos se han dejado llevar con exceso de la fantasía, sin poseer la fuerza creadora de los maestros “Manuelistas”.

En la mayor parte de los edificios religiosos y profanos de esta capital, posteriores al terremoto, domina un estilo que es forzoso asociar al nombre del insigne Pombal.

Es un barroco elegante y hasta cierto punto discreto, absolutamente impropio para los edificios destinados al culto católico. Producto del siglo filosófico, esta arquitectura resulta descreída y atea.

Las iglesias no lo parecen; se las tomaría por teatros o lugares de contratación.

En pocas partes he visto el género barroco tratado con tanta discreción como en Portugal. Vale infinitamente más que los delirios de Churriguera, y en algunas construcciones de la capital lusitana se observa una gracia que no es común en edificios del siglo XVIII. El adorno de cornucopia fué manejado por los artistas portuguesas con mucha donosura. Muestras admirables de ello se ven en las artes industriales, singularmente en la platería y la talla.

Las iglesias de Lisboa, pertenecientes a la época de Pombal, son correctas y elegantes, pero tan profanas que, viéndolas por fuera, le parece a uno que “allí dentro se baila”.

En lo interior tienen más semejanza con los templos protestantes que con nuestros Venerables monumentos católicos.

La escultura y la pintura de buena ley resplandeced poco en ellas. Lo que principalmente las embellece es el aseo. No he visto en ninguna parte iglesias más lindas y confortables.

Se diferencian en esto esencialmente de las nuestras, atestadas de objetos de arte, pero tan sucias que dá pena entrar en ellas. Se conoce que en este país gustan los creyentes de rezar con comodidad. Y creo no equivocarme al asegurar que en Portugal se reza mucho menos que en España; dejando al curioso lector el cuidado de Averiguar los motivos de este fenómeno y de sacar las consecuencias de él, si algunas pueden sacarse.

Los palacios de Ajuda, Necesidades y Belem ofrecen escaso interés en su parte exterior, que es lo único que de ellos conozco.

Dicen que Ajuda contiene algunos cuadros de mérito y preciosidades diversas. Como no gusto de hablar de lo que no he visto, me abstengo de todo comentario sobre interioridades palaciegas Hablando en términos generales, diré que Portugal es pobre en museos artísticos. La pintura no ha tenido nunca aquí un florecimiento notable. Ni la Academia de Bellas Artes, ni el Museo Real contienen cosa alguna que pueda llamarse extraordinaria, aunque las tablas de Vasco merecen la atención del artista. Los museos de Historia Natural son más notables que los de pintura, y e arqueológico establecido en las bellas ruinas del Carmen es muy interesante, más por lo poético del lugar que por las piezas que contiene.

Quizás la más curiosa colección que Lisboa posee es la de carrozas de gala, establecida en un espacioso aunque destartalado local próximo al palacio de Ajuda. No creo que existo en ninguna corte de Europa un museo de coches tan considerable y vario. Causa admiración aquella serie de armatostes de talla, tan pesados como ricos, algunos pertenecientes a celebrados monarcas, otros regalados por poderosos magnates. Hay allí carrozas para satisfacer todas las necesidades de la etiqueta en la corte más empingorotada. También es hermosa la colección de falúas, para pasear los reyes por el Tajo en días de gran ceremonia. Hay una de cuarenta remos, verdadera galera de lujo, que es la más hermosa de su género que creo exista en puerto alguno. Esto es lo que queda de la nación más marítima de Europa, de la que construyó y lanzó a los mares las atrevidas naves de Vasco de Gama y Bartolomé Díaz. La marina portuguesa moderna es una pura fórmula. No diré que es inferior a la nuestra, porque la nuestra no admite inferioridad. Allá se van la una con la otra en inutilidad dispendiosa y en alardes sin substancia de lo cual resulta tan solo un poco de satisfacción del amor propio. Los portugueses como nosotros, se hacen la ilusión de que tienen marina militar, viendo fondeados en el Tajo unos cuantos cachuchos que no sirven absolutamente para nada. También estos infelices se gastan, como nosotros, considerables sumas en sostener arsenales, donde centenares de operarios se ocupan en reparar barcos viejos y en remendar lo que no tiene compostura. Somos como esos hidalgos viejos y arruinados, que aunque pasan por la ignominia de remendarse las calzas con sus propias manos nobles, no pueden evitar el andar siempre descalzos.

Esto me lleva a considerar los ahogos que debe sufrir el pequeño y nobilísimo reino de Portugal para poder hacer la vida de nación en unos tiempos en que la vida toda, lo mismo privada que publica, cuesta un ojo de la cara.

Poseyendo tan solo cinco millones de habitantes se ve forzado a sostener una lista civil considerable, representación nacional con dos cámaras, ejército, marina y cuerpo diplomático. Esto sin contar las atenciones de deuda pública, que no son, según creo, un grano de anis, y los servicios administrativos que por sí solos absorberían el presupuesto.

De todo «esto se desprende que las naciones que han venido a menos, apenas pueden resistir las exigencias de la vida moderna, pareciéndose en esto a los aristócratas decaídos que ven mermadas sus rentas por la desvinculación, al paso que aumentan de un modo alarmante las exigencias del vivir.

Y a una nación de cinco millones de habitantes se le dice: “es preciso que tengas ferrocarriles, correos, telégrafos, establecimientos penales, puertos, caminos, faros, escuelas, universidades, hospitales, asilos, templos, museos, administración municipal y provincial, urbanización; y encima de todo esto es forzoso que tengas cuarenta mil hombres armados con arreglo a los últimos adelantos, artillería poderosa, cuerpo de ingenieros con todo lo demás que es atañedero a una milicia bien organizada; y “ainda mais” proporciónate una escuadra sin la cual no puedes defender tus costas ni colonias, escuadra compuesta de buques modernos, pues los antiguos para nada sirven y cada diez años es preciso renovar todo el material flotante y defensivo si no quieres que tus barcos sean burla de los mares. Y cuando ya tengas ésto, agregas a tus cifras las necesarias para dotarte de un Gobierno central, con siete ministros y las correspondientes oficinas, ramos y dependencias.

No estando ya de moda el absolutismo, necesitas lo que llamamos Cámaras o Parlamentos, y siendo la monarquía la forma de gobierno que más te conviene, no tienes más remedio que sostener un Rey, con Reina, Príncipes y demás personal agregado a toda casa soberana que merezca el nombre de tal.

Ved, pues, a Portugal abrumado bajo el peso de su nacionalidad. Dicen que sarna con gusto no pica, y como este reino ve en su independencia el mayor de los bienes, no debemos tenerle lástima por lo excesivo de su presupuesto. Esto que hemos dicho es aplicable a España, que también es pequeña, aunque no tanto como Portugal. También nosotros nos vemos forzados a los dispendios y a las apariencias de nación grande, con un presupuesto reducido, de lo que deduzco que podríamos, sin renunciar a nuestra respectiva independencia, buscar un acomodo que nos librara de tanta carga inútil, estableciendo algo que nos fuera común y que pudiéramos conllevar a medias. Pero esto es un sueño, un delirio. El solo anuncio de semejante idea hace temblar de indignación a los susceptibles portugueses. Mas como la verdad se impone al fin, vendrán tiempos en que los dos pueblos hermanos encuentren una fórmula para constituirse en hermoso y soberano grupo, el cual tendrá la fuerza que ninguna de las dos nacionalidades separadas obtendrá jamás.

Como aún me resta mucho que decir sobre Portugal, dejo pendiente este asunto para mi próxima carta.

II

Vigo, Junio 4 de 1885.


Siento mucho que los acontecimientos de importancia que ocurren en mi patria me llamen a mi obligación de corresponsal español, obligándome a dar a esta descripción de Portugal menores dimensiones de las que me propuse y a hacerla en extremo sucinta, contraviniendo mis déselos y el vivísimo interés que en mí despierta este hermoso país.

Continuaré, pues, mi excursión a marchas forzadas, dejando para otra ocasión ciertos pormenores que caracterizan el reino lusitano. No puedo prescindir de visitar a Cintra, porque salir de Portugal sin ver a Cintra, sería como viajar por Andalucía y marcharse de ella sin dar un vistazo a la Alhambra. Renuncio, no sin pena, por esta vez a las proyectadas visitas a los históricos monasterios de Alcobaza y Batalla, los mejores y más elocuentes libros de piedra que contiene la historia portuguesa; el primero, sepultura de la romántica Inés de Castro, el segundo, testimonio de la grandeza de la casa de Avis y de la independencia lusitana.

En Cintra, más notable por los esplendores de la Naturaleza que por los atrevimientos del arte monumental, se acumulan también interesantes recuerdos; pero todo se olvida ante las maravillas del suelo y de la vegetación. Quizás no exista en Europa un lugar en donde árboles y plantas ostenten con más galanura la fecundidad de la tierra y la pasmosa riqueza de la flora en nuestras zonas templadas. Tantos nombres poéticos y expresivos se han dado a Cintra, que ya resultan amanerados. Se la ha llamado Paraíso, Edén de Portugal, Jardín de las Hespérides.

El clima corre parejas con el suelo, y es de una frescura y amenidad incomparables. Hállase situado este vergel a cinco leguas de Lisboa, en terreno accidentado, al pie de una ingente y riscosa sierra poblada de agrestes pinos, en cuya cima se eleva el soberbio castillo “da Pena”, propiedad del Rey don Fernando. Manantiales de frescas, abundantes y purísimas aguas nacen por todas partes, distribuyéndose en arroyos que fertilizan las deliciosas quintas, los apacibles bosques, las frondosas alamedas. Gigantescos olmos, esbeltas araucarias, palmeras, coniferas de diferentes especies, magnolias cargadas de fragantes flores, camelias arborescentes pueblan los encantadores rincones de este paraíso en que se suceden las sorpresas.

La imaginación humana empeñándose en crear un laberinto delicioso, con algo de emboscada teatral no habría podido alcanzar este ideal de la composición del paisaje. Hay sitios en que la naturaleza llega a parecer artificio, algo que ha nacido de los pinceles y de una combinación habilísima de telones pintados. Las enormes masas graníticas que se ven por todas partes, mayormente en la pinífera sierra, dan a este admirable conjunto un vigor extraordinario.

Para salvar la enorme altura del castillo “da Pena” es preciso confiarse a la cachaza vigorosa de los borricos de alquiler, que tanto abundan en el pueblo.

Es una locomoción cómoda y la única posible en aquellas pendientes. Si se construyera un ferrocarril funicular, la ascensión a “da Pena” perdería todo su encanto.

Porque no hay nada más grato que subir lentamente y sin cansancio en los lomos de la pacífica cabalgadura, por las bruscas revueltas de aquel camino incomparable, pasando de una sorpresa grata todavía, viendo como se va desarrollando el más lindo paisaje que ojos humanos podrían gozar sobre la tierra.

Parece que no se ha de llegar nunca a aquella cima eminente, en la cual el castillo semeja audaz volantinero que hace piruetas en la punta de una percha. Mientras más se sube, parece que las graníticas crestas se aguzan y que la gallarda construcción se marea y cae hecha pedazos por la montaña abajo.

Las ondulaciones del camino lo alargan sobremanera, aumentando el interés que despiertan tantas bellezas sucediéndose sin cesar un punto. Cuando los borricos, (los animales más mansos, más valientes y más bien educados que he visto en mi vida) le dejan a uno a la puerta de los jardines, causa maravilla contemplar las alamedas, los frescos macizos de arbustos y flores plantadas en la misma vertiente del cono a cuyo vértice está el castillo.

Desde abajo no se comprende que puedan existir pensiles en tan riscosa superficie, ni que haya tierra en que puedan prender las raíces de tanto opulento y frondoso árbol.

Pero aquí las sorpresas aumentan, y concluyen por anonadar al viajero. Está construido el castillo sobre los restos del convento mandado edificar por el Rey don Manuel: en él solía pasar el insigne monarca largas temporadas de solitaria espectativa, aguardando el regreso de Vasco de Gama con las noticias de las Indias descubiertas.

La transformación del destruido convento en soberbia residencia palatina ha sido realizada por un príncipe artista, ilustradísimo, amante de lo bello y de U antigüedad. Todo revela allí un gusto de primer orden y una discreción e inteligencia que no suelen ser lo más común en testas coronadas. A D. Fernando, alemán de nacimiento, debe Portugal lo más bello, lo más artístico que posee.

El panorama que desde la terraza del castillo se divisa en todas direcciones, es de una magestad, grandeza y poesía indescriptibles. Se ve el inmenso océano, las montañas de Extremadura y de Alentejo, los edificios más altos de Lisboa, el Tajo y la barra, el colosal monasterio de Mafia, el “Escorial portugués ”, las risueñas campiñas de Collares, donde se cría ese fresco y agradable vino no inferior al mejor Borgoña, la plaza de Macal y un territorio inmenso hacia el Norte.

Creo que si no se ve desde aquí medio Portugal, ha de faltar muy poco. Aun parece que se ha de ver todo entero y parte de nuestra España.

El Castillo, cuya fábrica se debe al insigne ingeniero barón de Echewege, es de estilo gótico normando, de traza y distribución elegantísimas, flanqueando por potentes y desiguales torres, rodeado de almenas, por detrás de las cuales corre una azotea que permite gozar de los sublimes paisages.

No puedo hablar de los interiores del castillo, porque no lo pude ver a causa de hallarse accidentalmente allí la familia real. Pero dime por muy satisfecho con ver los jardines, que surgen sin saber como de entre aquellas ingentes rocas.

Parece increíble que en un repliegue de la montaña, y a tres mil pies sobre el nivel del mar se encuentren lagos, cascadas, bosques de camelias que son sin duda los más frondosos que en Europa existen, árboles raros de Asia y América, y pájaros exóticos.

No he visto en parte alguna verjeles mejor cuidados.

El arte de la jardinería ha alcanzado en el parque real de Cintra su más alto grado de perfeccionamiento.

Un detalle que no quiero dejar en el tintero. En todo el parque real de Cintra ni en el Castillo ni en sus dependencias he visto un solo uniforme, ni un soldado, ni un ugier, ni un portero de banda, ni un guarda de jardines con bandolera de cuero, como se estilan por acá aún en las casas que no son reales. No he visto en parte alguna una modestia semejante.

Los mismos “burrinhos” que nos subieron nos bajan al pueblo. Da pena descender de aquella empinada altura. El antiguo palacio Real es menos interesante y bello que el castillo de don Fernando. Tiénese por construcción morisca y lo caracterizan las enormes chimeneas de sus cocinas en forma de altos hornos o de pilones de azúcar.

El aspecto exterior revela la construcción árabe reformada por los arquitectos manuelinos. Interiormente es una Alhambra bastarda. Carece de suntuosidad y de la rica y poética ornamentación del palacio granadino. Pero los recuerdos históricos avaloran aquellas desnudas paredes y las embellecen a los ojos del viajero.

El gran maestre de Avis don Juan I residió aquí la mayor parte de su vida y don Duarte lo mismo. Don Manuel empleó grandes sumas en su construcción.

El desgraciado don Alfonso VI, más infeliz quizás como esposo que como rey, gimió durante ocho años cautivo en una de las habitaciones de este alcázar, en la cual se ven gastados los ladrillos en el sitio donde constantemente se paseaba como enjaulada fiera. De aquí partió para la malograda campaña de Africa el caballeresco don Sebastián.

En el presente siglo residió aquí lord Walington antes de partir para establecer las líneas fortificadas de Torres Vedras, base estratégica de la liberación de la península en la guerra contra Bonaparte.

Y nos vamos a Cintra, porque en este encantado y amenísimo lugar transcurren insensiblemente las horas. No digo nada de la quinta de Montserrat, una de las más bellas que se pueden ver, ni del “Castello de mouros”, ni del convento de Santa Cruz, ni de la “Peninha”, porque el tiempo apremia y es forzoso hablar de muchas cosas antes de dar por terminada esta breve excursión. Cantaron a Cintra los grandes vates Camoens y Byron, y otros muchos de menor nombradla. Y, con decir tanto y tan bueno, no alcanzaron a expresar la belleza de lugar tan extraordinario. Se entra en Cintra con delicia, se sale con tristeza y haciendo propósito de volver lo más pronto posible.

Me es muy sensible no consagrar a Coimbra la atención que merece esta ciudad, una de las más antiguas e ilustres de Portugal, nombrada por su venerable universidad, maestra de toda la cultura lusitana.

¿Quién no sabe que Coimbra es en Portugal lo que aquí fueron Salamanca y Alcalá, lo que son aún Bolonia en Italia, Heidelberg en Alemania y Oxford en Inglaterra?

Los portugueses han tenido el buen acuerdo de conservar el histórico instituto Connibrigen se y de no crearle rivales en el territorio portugués, para que así guarde mejor su prestigio y lo perpetúe al través de los siglos.

Por esto es Coimbra verdadera ciudad de escolares y éstos le dan carácter y la hacen excesivamente interesante y aún pintoresca.

Los portugueses aman mucho a esta verdadera nodriza intelectual de todos ellos, y la nombran siempre con respeto.

Obligado, contra mi voluntad, a no detenerme en ella sino breves horas, apenas puedo formar idea de su apiñado caserío, de sus tortuosas y costaneras calles, de su catedral románica, en la cual se observan trozos del siglo undécimo junto a otros que parecen de época latina o visigoda; ni puedo ver bien la famosa Universidad, ni las apacibles orillas del hermoso Mondego, ni la poética “Fuente de las Lágrimas”, memoria hermosísima de Inés de Castro, aquella mártir cuya trágica historia no se puede leer sin pena vivísima, reina coronada después de muerta y cantada por todos los poetas de la península antiguos y modernos.

El breve espacio que me resta ha de ser consagrado a la gran ciudad de Oporto, la segunda de Portugal y una de las más importantes de la península ibérica.

Pocas ciudades he visto más simpáticas, en que el viajero se encuentre más a sus anchas. Carece, como Lisboa, de interés monumental; pero los encantos de la campiña superan a cuanto la imaginación podría soñar.

Menos opulenta que la campiña valenciana, la de Oporto es también menos monótona, más variada y más rica en risueñas perspectivas. Nada más bonito y apacible que los pueblecillos balnearios de Espínho y Granja, émulos de Biarritz en situación deliciosa, en alegre “confort” y en la belleza del paisaje marítimo y terrestre. El mismo Porto ofrece inapreciables hechizos, como residencia de verano, en sus bellísimos contornos poblados de las quintas más placenteras y más umbrosas que es posible hallar en todo el continente.

La suavidad de este clima se revela en la riqueza y abundancia de vegetales y en la lozanía con que ¿crecen las especies más raras de flores y arbustos.

Se puede asegurar que no existen en región alguna, después de Cintra, jardines más hermosos que los de Oporto.

Los paseos públicos y los cementerios de esta ciudad ostentan vegetación espléndida. Crecen magníficos árboles en cualquier encrucijada, en un corral, en los infinitos huertos de la población, que debe sin duda a esto su aspecto alegre y la simpatía vivísima que inspira a cuantos la visitan.

Hállase construida a la orilla derecha del Duero (otro gran río que criamos y engordamos para ellos) en pendientes no menos ásperas que las de Lisboa.

Hay, entre el puerto y la parte alta de la ciudad, cuestas verdaderamente aterradoras, y que serían inaccesibles si no ayudarán a salvarlas los admirables vehículos y las valientes caballerías de este pais.

En las principales calles se revela, con solo pasear por ellas, un cierto aliento industrial y comercial que las anima y embellece. Salvo las pendientes características de toda gran ciudad portuguesa, Oporto me trae a la memoria el aspecto de otras grandes poblaciones occidentales, como Burdeos y Amberes. En hoteles, nada tiene que envidiar a ninguna ciudad de la península; aún me atrevo a asegurar que a todas las supera, sin excluir Madrid y Barcelona. He dicho que nada contiene de interés bajo el punto de vista monumental; pero esta pobreza de arquitectura histórica está en cierto modo compensada con el suntuoso edificio moderno destinado a Bolsa y Tribunales de Comercio y con el lindo Palacio de Cristal, que en lo más alto de la ciudad se eleva, dominando el río, el mar, las frondosas campiñas, entre amenísimos y deleitosos jardines. La torre de los Clérigos, del gusto barroco, siglo diez y siete, menos elegante que las construcciones de Pombal, ofrece bellísimos panoramas a los que suben a ella; la catedral apenas merece una visita rápida, las demás iglesias son poco notables; los museos y colecciones lo mismo, y, por fin, las plazas y sitios públicos tampoco ostentan maravillas como no sean del orden vegetal. La estatua ecuestre de Don Pedro en la plaza del mismo nombre es digna de una gran capital. Pero la verdadera maravilla es el soberbio, arrogante y sólido puente sobre el Duero, por el cual pasa el ferrocarril a vertiginosa altura. Es una de las construcciones más atrevidas de Europa. Actualmente se está armando otro, también de plancha de palastro, para unir el barrio de Villanova de Gaia con la parte más céntrica y alta de la ciudad. Las riberas del Duero desde el puente del ferrocarril hasta la barra son de lo más pintoresco que pueden gozar ojos humanos. Casas apiñadas en la orilla derecha, jardines en anfiteatro; en la izquierda fábricas, quintas, edificios diversos sobre un fondo de intensa y variada verdura; masas de pinos y eucaliptus por todas partes, praderas, y hacia el mar rocas, rompientes de espuma y toda la poesía del Océano.

Lástima grande que el puerto de Porto sea una vana palabra. Nunca se ha visto ciudad alguna que merezca menos el nombre que lleva.

La barra es angosta, peligrosísima y de tan poco calado, que solo entran buques pequeños. Los grandes trasatlánticos no pueden franquearla.

Actualmente se construye un puerto de refugio en Matusiños a poca distancia al Norte de la barra; pero es dudoso que este emporio del comercio portugués venza de un modo completo los obstáculos que la naturaleza le ofrece.

De Oporto puede decirse que si no merece el nombre que lleva, en cambio merece un puerto que justifique su hasta hoy impropia denominación, porque es pueblo activo, emprendedor, algo como Bilbao y Barcelona juntos, aunque sin minería, ni una industria tan potente como la de la capital catalana.

El tren nos conduce a lo largo de aquel incomparable campo, y nos acerca al Miño que parte el suelo de Portugal y España. Es la frontera más bella y más melancólica que se puede imaginar.

Aquel hermosísimo río no está hecho sin duda para que en cada una de las dos riberas flote pabellón distinto.

A la izquierda la bandera azul y roja con el elegante escudo de las quinas, a la derecha nuestro oriflama rojo y amarillo que flota como una llamarada de tela.

Se ha concluido hace poco el puente internacional que une los ferrocarriles del Norte de Portugal con la red de Galicia; pero aún no se ha abierto al servicio público, y tenemos que pasar el río por el primitivo medio de la barca, que es bastante molesto, con su poquito de peligro.

Desde el río vemos la triste y vetusta ciudad episcopal de Tuy y las orillas fertilísimas pobladas de viñas. No desmerece el paisage desde Tuy hasta Vigo del que hemos admirado entre Oporto y el Miño. Toda Galicia es encantadora región, superando Pontevedra a sus tres hermanas las provincias de la Coruña, Orense y Lugo.

De buen grado os haría conocer las cuatro grandes rías de Galicia: Vigo, Pontevedra, Arosa y Muros; pero me veo forzado a suspender por ahora el viaje, sin perjuicio de emprenderlo de nuevo en la próxima canícula.

Es Galicia una de las regiones más interesantes de nuestra península, y sus rías gozan de universal fama. Son los lagos del mar, no menos bellos que los que caudalosos ríos forman en la agreste y riscosa Suiza.

Para mí, la más hermosa de las cuatro rías es la de Vigo, que también es el primer puerto de España, y quizás de Europa.

No se puede formar idea, sin verla, de aquella inmensa balsa de agua encalmada, que mide cinco leguas de largo por dos de ancho en algunas partes, resguardada de todos los vientos por altísimas montañas defendida de los furores del Océano por las islas Cíes, rompeolas natural que sólo deja al Norte y al Sud dos espaciosas y profundas bocas para la entrada y salida de buques en todo tiempo.

El porvenir de Vigo como punto comercial es indudable. Está llamado a ser un gran depósito y el punto de recalada de todos los buques que vienen de América a tomar ordenes.

Nuestra apatía ha tenido en gran abandono durante muchos años este importantísimo puerto, pero de algún tiempo a esta parte ha empezado a prosperar, y al paso que se construye allí una ciudad grande y cómoda, se emprenden obras considerables para dotarla de dársenas y muelles.


Publicado el 3 de junio de 2021 por Edu Robsy.
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