Theros

Benito Pérez Galdós


Cuento



I

El tren partió de la estación, machacando con sus patas de hierro las placas giratorias, como si gustara de expresar con el ruido la alegría que le posee al verse libre. Echaba sin interrupción y a compás bocanadas de humo, como los chicos cuando fuman su primer cigarro, y al mismo tiempo repartía a uno y a otro lado salivazos de vapor, asemejándose a un jactancioso perdonavidas o a demonio travieso. Ni siquiera volvía la cabeza para saludar a los empleados de la línea, ni a las señoras y caballeros que poblaban el andén. Descortés y sin otro afán que perderse de vista, dejó atrás los almacenes, los muelles y oficinas de la pequeña velocidad, el cocherón, los talleres, la casilla del guarda agujas, y se deslizó por la Cortadura, un brazo de tierra cuya mano tiene la misión de asir a Cádiz para que no se lo lleven las olas.

Corriendo por allí, veíamos el mar de Levante, las turbulentas aguas y el nebuloso horizonte, que bien podríamos llamar el campo de Trafalgar, veíamos por otro lado la bahía, en cuya margen se asientan sonriendo alegres ciudades y villas; veíamos también a Cádiz, que daba vueltas lentamente cual fatigada bolera, y tan pronto se nos presentaba por la derecha como por la izquierda.

Después, el tren pisó las charcas salobres de la Isla, abriéndose paso por entre montes de sal. Franqueó los famosos caños en cuyos bordes España y Francia han dirimido sus últimas contiendas; cruzó las célebres aguas en que flotó el manto del último rey de los godos, y se dirigió tierra adentro avivando el anhelante paso. Llevábale sin duda tan aprisa el exquisito olor de las jerezanas bodegas, que más cerca estaban a cada minuto, y por último, la inquieta maquinaria dio resoplidos estrepitosos, husmeó el aire, cual si quisiera oler el zumo almacenado entre las cercanas paredes, y se detuvo.

Estábamos en la más colosal taberna que han visto los siglos, llena de lo más fino, delicado y corroborante que en materia de néctares existe. Al llegar a aquel punto del globo, ningún viajero puede permanecer indiferente. Ve un glorioso campo de batalla sembrado de despojos, los mutilados miembros de la sobriedad vencida y destrozada por su formidable enemigo. El triunfo de este es completo. Su insolente orgullo ha poblado de emblemáticos trofeos el campo. Millones de vides coronan de verdes pámpanos la tierra. Toneles hacinados se alzan en pilas, o ruedan como borrachos que han perdido la cabeza. Todo es bulla, animación, mareo.

No se puede resistir a la tentación del hijo de Noe. Es del color del oro y tiene el sabor de la lisonja. Beberlo es tragarse un rayo de sol. Es el jugo absoluto de la vida, que lleva en sus luminosas partículas fuerza, ingenio, alegría, actividad. Su delicado aroma se parece a un presentimiento feliz; su gusto estimula la conciencia corporal. Engaña al tiempo, borra los años y aligera las cargas que nos hacen doblar el fatigado cuerpo. Lleva en sí un espíritu poderoso que se une al nuestro, y juntos forman una especie de seráfico genio, el cual, si se ensoberbece, puede trocarse en demonio.

Yo fui de los seducidos, y antes de que el tren partiera me llené el cuerpo de rayos de sol. Poco después admiraba las villas, respetables madres de aquel insigne vencedor de las naciones, cuando sentí que me tocaban el hombro.

Sorprendiome esto, porque me creía solo en el coche; volvime con presteza y,

II

... en efecto, era una mujer; quiero decir, que al volverme vi a una mujer. Al partir de Jerez, hallábame solo en el coche. ¿Cómo, cuándo, por dónde había entrado aquella señora? He aquí un punto difícil de aclarar, mayormente cuando mi cabeza, forzoso es declararlo, no gozaba del beneficio de una perspicacia completa.

«Caballero...

A esta palabra siguieron otras que no pude entender bien. Tengo idea de haber dicho:

«Señora...

Pero no estoy seguro de lo que tras esta palabra balbucieron mis torpes labios, aunque debió ser alguna frase de cortesía.

Es indudable que yo estaba aturdido, no sé en realidad por qué, como no fuera por el maldito zumo de oro que había alojado en mí. Hallábame cortado y absorto, y seguramente contribuiría mucho a esto el aspecto singularísimo y por mí nunca visto de aquella persona.

Causábanme estupefacción indecible su persona y su traje, del cual no podía apartar los asombrados ojos: y en verdad, no es fácil imaginar atavíos más originales. No debía sostenerse que el traje de la dama fuese extravagante, sino que no tenía traje alguno.

Tengo idea de haber dicho a medias palabras, teñida de rubor la cara y apartando los ojos:

«Señora, tenga usted la bondad de vestirse... Eso traje, mejor dicho, esa desnudez no es lo más a propósito para viajar en pleno día dentro de un coche del ferrocarril.

Echose a reír. Era de una hermosura sobrehumana.

Yo recordaba vagamente haberla visto en pintura, no sé dónde, en techos rafaelescos, en cartones, dibujos, quizás en las célebres Horas, en relieves de Thornwaldsen, en alguna región, no sé cuál, poblaba por la imaginación creadora de los dioses del arte.

Nada de cuanto modelaron griegos, ni de cuanto cincelaron florentinos, puede superar a la incomparable estructura de su cuerpo. Su rostro era como el que la tradición artística da a todas las ninfas acuáticas y terrestres, a las diosas que fueron, a las jubiladas matronas simbólicas que durante siglos han representado en doradas techumbres el pensamiento humano. Más perfecta belleza no vi jamás; pero no era fácil contemplarla, porque sus ojos eran pedazos del mismo sol, que deslumbraban y ofendían quemando la vista, de tal modo que perdería la suya el observador si se obstinaba en mirar sin vidrios ahumados la hermosa imagen. De sus cabellos ni diré si no que me parecieron hilos del más fino oro de Arabia, perfumados de aroma campesino, y que en ellos se entretejían amapolas y espigas en preciosa guirnalda.

Su vestido era, más que tal vestido, una especie de túnica caliginosa, una flotante neblina que la envolvía, ocultando o dejando ver, según las posturas de la dama, esta o la otra parte de su cuerpo. No tenía yo noticia de aquella singularísima manera de presentarse en sociedad, y si he de hablar claro, el atavío de mi noble compañera de viaje pareciome en el primer momento escandalosa y desenvuelto en gran manera. Pero bastaron algunos minutos de observación para formar juicio más favorable. En las divinas formas, en la actitud graciosa y natural de la viajera, así como en sus palabras y ademanes, resplandecían la castidad más perfecta y la más irreprensible decencia.

III

Y eso que la señora, sino era el mismo fuego, lo parecía. Dígolo, porque echaba de su cuerpo un calor tan extraordinario, que desde su misteriosa entrada en el wagón empecé a sudar cual si estuviera en el mismo hogar de la máquina.

—Señora —le dije respetuosamente, limpiando el copioso sudor de mi rostro—, permítame usted que me aleje todo lo posible de su persona, porque, o yo no entiendo de verano, o es usted la misma Canícula en cuerpo y alma.

Sonrió con bondad, y rebuscando en cierto morralillo que a la espalda traía, ofreciome un abanico. Felizmente yo llevaba espejuelos azules con los que pude resguardar mi vista de los flamígeros ojos de la señora. A pesar de estas precauciones, cuando el tren se precipitó por las llanuras de la izquierda del Guadalquivir, la irradiación calorífera de mi compañera aumentó de tal modo, que destrocé el abanico sin poder refrescarme. Las perspectivas, ora interesantes, ora comunes del viaje, aburríanme soberanamente. Los pinos valsaban en mareantes círculos ante mi vista; marchaban en columna cerrada los olivos de Utrera, como ordenados ejércitos que van al combate, sin que estos juegos de óptica, ni el variado espectáculo de las sucesivas estaciones, ni la cercana presencia de Sevilla, que desde el último confín visible nos saludaba con su Giralda, aplacaran mi mal humor.

Sevilla nos vio llegar al fin junto a sus achicharrados muros, que quemaban como calderas puestas al fuego. Reposaba la placentera ciudad bajo mil toldos, adormeciéndose en la fresca umbría de sus patios. Las cien torres, presididas por la veleidosa mujer de bronce que da vueltas, a ciento veintidós varas del suelo, desafiaban al furioso sol. Cual condenados, cuyo itinerario de expiación ha sido invertido, subían a los infiernos.

No pude contenerme, y dije a la dama:

«Presumo que usted se quedará en esta estación que tan bien cuadra a su temperamento.

—No señor —repuso con la timidez de una novicia—. Voy a Madrid.

Y diciéndolo, se acercó a mí. Creí hallarme de súbito en la proximidad de un incendio, porque no era ya calor, sino llamaradas insoportables, lo que el misterioso cuerpo de la endemoniada ninfa despedía.

—Señora, señora, por amor de Dios —exclamé—. Es muy doloroso para un caballero huir... Es un desaire, una grosería, pero...

Me hubiera arrojado por la ventanilla si la rapidez de la locomoción no me lo impidiese. Felizmente, la misma que tan sin piedad me achicharraba, brindome con refrescos, que sacó no sé de dónde, y esto me hizo más tolerable su platónica respiración y aquel tufo de infierno que de su hermoso cuerpo emanaba.

Íbamos por la alegre comarca que separa las Dos famosas Hermanas andaluzas a orillas del florido río, entre naranjales y olivos, saludando cada dos o tres leguas a un pueblo amigo, tal como Lora, Peñaflor, Palma. Ya cerca de Córdoba, mi sofocación puso a prueba mi paciencia, pues sintiendo que los sesos me burbujaban como si hirvieran, y que mi sangre se iba pareciendo a un metal derretido, tomé la resolución de librarme de la molesta compañera que desde Jerez traía, y al punto, una vez parado el tren, apresureme a poner en ejecución mi pensamiento, dando parte del caso a los empleados de la vía.

No sé por qué se reían de mí aquellos malditos, oyéndome formular mis justas quejas. Podría colegirse que yo me habría expresado en frases incongruentes y desatinadas. Era para reventar de cólera. El mismo jefe de la estación tratome como a un loco cuando le dije:

—Sí señor, sí señor. Va en mi coche una señora que echa fuego por los ojos, y por todo el cuerpo un calor tan vivo que se podrían asar chuletas y freír pescado sobre las palmas de sus manos. Esto no se debe permitir... Es un abuso, un escándalo. Me quejaré al inspector del Gobierno, al Gobernador, al Gobierno mismo.

Movioles la curiosidad, más que otra cosa, a registrar el departamento. En él continuaba la dama. Yo la vi... era ella misma sin duda; pero no ya con aquellos ligerísimos ropajes que tanto llamaron mi atención, sino vestida con el habitual modo de nuestras damas. Sus ojos picarescos y vivos no deslumbraban ya; su cuerpo no tenía rastro de haber pasado por el infierno, llevaba en la cabeza el vulgar sombrerillo adornado de espigas, mas todo conforme al arte de las modistas, sin nada que trajese a la memoria el tocador de las diosas.

IV

Mudo y perplejo la contemplé, y no es dudoso que me deshice en cumplimientos y excusas, achacando a desvanecimiento de mi cabeza la increíble equivocación en que había incurrido; mas apenas marchó el tren camino de las sierras, volvió la dama a presentarse en su primera forma y desnudez, con los mismos cendales vaporosos que contorneaban sus bellas formas, con el mismo ornato de rústicas espigas en la cabellera de oro, los mismos ojos que no se podían mirar, y la propia irradiación abrasadora de su cuerpo. El calor que despedía era ya un calor ecuatorial, intolerable, un fuego que derretía mi persona, como si fuese de cera. Quise saltar del coche, llamar, vocear, pedir socorro; mas ella me detuvo. Caí exánime, sin fuerzas, todo sudoroso, desmayado, sin aliento; creo que mis facultades se alteraron profundamente; perdí la noción de todas las cosas, se nubló mi juicio, y apenas pude formular este pensamiento angustioso: «Estoy en las calderas infernales».

Arrojado cual cuerpo muerto sobre los cojines aspiraba con ansia el rarificado aire. La diabólica aparición llegase a mí: sostuvo mi cabeza, diome a beber no sé qué delicado y refrigerante licor que facilitó el trabajo de mis pulmones, difundiendo cierta frescura por todo mi cuerpo, y entonces me sentí mejor; mis excitados nervios se dilataron, dándome algún reposo; y al aclarárseme los sentidos, pude oír el discurso que con dulce voz me dirigió la señora, y que si mi memoria no me es infiel, fue de este modo.

V

«Yo soy la plenitud de la vida, la cúspide del año natural; soy la ley de madurez que preside al cumplimiento de todas las cosas, la realización de cuantos conatos bullen en el seno infinito de la Naturaleza. Antes de mí, todo es germen, esfuerzo, crecimiento, aspiración; después de mí, todo decae y muere. Soy el logro supremo y la victoria que se llama fruto, victoria admirable de las múltiples fuerzas que luchan con la muerte. Por mí vive todo lo que vive. Sin mí la Creación sería en vez de gloria y triunfo, una especie de bostezo perenne, el fastidio de los elementos al verse sin objeto. En el hombre, soy la edad del discernimiento y del trabajo; en la mujer, la fecundidad y el amor conyugal; en la Naturaleza, el desarrollo de todos los seres que al verse completos se recrean en sí mismos, apreciando por su propia magnificencia la magnificencia del Creador. Mis cabellos son el sol; mis ojos la luz; mi cuerpo el ardoroso ambiente que al pasar reparte la existencia; mi sombra el rocío que bautiza las nuevas vidas; mi habitación es el cielo con sus admirables ritmos, mi trono, el zenit. Soy la sazón universal».

»En mi curso infinito, guíame el dedo de Dios. Cuando aparezco, ya está todo preparado.

Bástame sonreír para que el mundo se llene de frutos. El labrador me espera con ansia, porque mi benignidad o mi cólera deciden su suerte. Doile abundantes mieses y regalados frutos; le anuncio los mostos que llenarán sus tinajas; multiplico sus ganados y sus colmenas; aumento para el pescador los inmensos rebaños de los mares, y al industrioso le ofrezco días largos, al enfermo alivio, al sano alborozo, expansión al rico, consuelo al miserable.

»Celébranme los hombres de todas castas, y los que cultivan la tierra festejan mis clásicos días destinados al comercio, a la amistad, a los campesinos banquetes, a las regocijadas bodas. San Antonio, San Juan, San Pedro, el Carmen, Santiago, Santa Ana, San Lorenzo, la Virgen de Agosto, San Roque, la Virgen de Septiembre son en el orden religioso mis triunfales fechas.

»Mis días son fecundos y la vida se duplica en ellos, porque avivo las pasiones de los hombres, y exaltando su entusiasmo, les llevo a las acciones más osadas. Acúsanme de incitar a las revoluciones y de seducir a las muchedumbres, agitando en mis manos ardientes la bandera roja de la emancipación. Me vituperan por triunfos populares, y yo, sin pronunciar sentencia sobre esto, tan sólo digo que derribé la Bastilla, que destruí al vencedor de Europa no lejos de estos sitios por donde vamos, que también aquí salvé al mundo cristiano de las huestes de Mahoma. Yo abolí la Inquisición de España; yo detuve a los turcos a las puertas de Viena; yo he realizado mil y mil altísimos hechos cuyo número no puede contarse, pues son más que las vueltas que en todo el curso de nuestro viaje dan las ruedas del coche en que velozmente caminamos».

VI

Y era la verdad que caminaba con rapidez, traspasando ya la fragosa sierra que es muro de Castilla. Había caído mansamente la tarde, y con la mudanza del cielo la señora aplacaba sus insoportables ardores, como fragua en que mueren durmiéndose las brasas. Sus ojos seguían brillando, mas no con el resplandor del sol, sino con claridad blanquecina semejante a la de la luna. Su cuerpo despedía tibieza grata, que poco a poco se iba trocando en frescura. De este modo, la repulsiva diosa, cuyo contacto sofocaba, se convertía en el ser más bello y amable que imaginarse puede, y todo convidaba a reposar a su lado con sosiego y descuido, viendo rodar las horas y los astros, sintiendo pasar el aire rico en fragancias.

Sus miradas me cansaban dulce arrobamiento. Vi en sus pupilas algo semejante al plateado reflejo de un lago tranquilo, y su sonrisa me sumergía en dulce éxtasis. En sus labios observé no sé qué cosa semejante celestiales puertas que se abrían.

Así pasamos toda la noche, recorriendo de un cabo a otro la tierra ilustre que sirvió de campo a la imaginaria contienda de lo ideal con el positivismo. Pero la noche recogía sus obscuridades para huir a punto que salían a saludarnos los primeros árboles de Aranjuez, no lejos de donde celebran pacto de amistad eterna Tajo y Jarama.

Rueda que rueda y silba que silba, entre polvo y ruido, llegamos al fin a Madrid, donde mi compañera de viaje, profundamente aficionada a mi persona, no quiso dejarme, y me siguió en el coche, y se aposentó en mi mismo cuarto, y se sentó a mi mesa, vuelta ya a su primitivo estado, o sea a la desnudez abrasadora en que se apareció, pero conservando siempre aquel natural fantástico que la hacía invisible para todos, excepto para mí.

Por el día, hízome sudar la gota gorda, y me sofocaba con sólo acercar a mí las yemas de sus candentes dedos; mas llegada la noche, recobró su constitución tibia y placentera, alcanzando de mí las amistades que no podía concederle a la luz del sol.

Lo más extraño es que habiéndola invitado a comer en los Jardines del Buen Retiro, la bendita señora descubrió de súbito unas mañas que me pusieron en gran desasosiego, y fue que en mitad del yantar, pretextando que su naturaleza lo exigía, empezó a menudear copas y a vaciar botellas con tanta presteza, que aquella no era señora, sino más bien una bacante.

VII

No bien hablamos concluido de comer, cuando la dama, enteramente transformada por todo aquel líquido que había metido entre pecho y espalda, empezó a hacer los más desaforados desatinos que pueden verse. Agitó primero las palmas de las manos, al modo de abanico, haciendo correr un aire cálido y seco que tostaba. Después rompió a reír con carcajadas estrepitosas de insensato, y cayó espantosa lluvia, que puso como nuevos a los parroquianos de aquel hermoso sitio, obligándoles a dispersarse. Corrió después la niña con tanta rapidez que parecía vendaval, rompiendo las bombas de vidrio, alzando las faldas a las señoras, arrebatando sus sombreros a los galanes, desgarrando el telón del teatro, doblando los árboles, haciendo gemir las ramas y cubriendo de hojas los mecheros del gas. No he visto dispersión tan precipitada, pánico tan horrible ni confusión más grande. ¡Y cómo reía la pícara al ver tales estragos! Yo procuraba calmarla, mas esto no era posible. Temí que la llevaran a la prevención por sus diabluras; pero la muy tunanta tuvo la suerte (como todos los pillos) de que no la viera la policía.

Después que desató sobre Madrid la importuna lluvia que tanto molestó a los paseantes, sopló a diestro y siniestro, y he aquí que comienza un frío seco y displicente que hace tiritar a todo el mundo. Estirando los cuellos de sus ligeros gabancillos, y abrigándose con pañuelos de la mano a falta de otra cosa, los madrileños corrían a sus casas, y gruñendo murmuraban: «¡Qué demonio de clima! ¡Maldito sea Madrid y quien aquí puso la corte de España!».

La misma autora de tantos desastres andaba con capa aquella noche burlándose de los cortesanos y de su cólera. Yo no pude contenerme y le eché en cara su conducta, diciéndole que no me parecía propio de personas bien educadas molestar al prójimo y turbar diversiones lícitas.

Echose a reír de nuevo, y me dijo que en Madrid no pasaba semana sin hacer alguna travesura de aquel jaez; que la alegría de la capital y su constante humor de bromas era contagiosa, por lo cual ella no podía resistir a la tentación de dar chascos; que se complacía en deshacer la fiesta, en trastornar el tiempo, en soltar los fríos del Norte después de sofocantes horas, y que se divertía mucho viendo el descontento de la gente madrileña. Añadió que no pudiendo eximirse de asistir a francachelas y comilonas, la obligaban a empinar el codo, y que una vez alterado el sentido, hacia las mayores locuras, casi sin darse cuenta de ellas.

Yo le dije que la veía camino de Leganés si se repetían sus pesadas bromas; pero ella, riendo de mi enfado, me contestó que al día siguiente el calor sería más insoportable.

Así fue en efecto, por lo cual tomó las de Villadiego hacia el Norte, metiéndome en el tren al pie de la montaña del Príncipe Pío: y he aquí que no había andado dos metros la máquina, cuando mi compañera y amiga tomaba asiento junto a mí.

VIII

—Madrid es feliz —le dije—, si usted le abandona.

—No, porque allí dejo mis delegados, que son como yo misma.

Excuso decir que la señora, transformada por la noche, era la más grata compañera de viaje que puede concebirse. De tiempo en tiempo sus ojos despedían lívidos relámpagos, lo que me puso algo intranquilo; pero no pasó de ahí, y a la claridad que difundían sus miradas por todo el espacio, vi el Escorial, monte de arquitectura al pie de otro monte; vi los extensos pinares, cuyo bailoteo al paso de minueto me recordaba los olivos de Andalucía; traspasamos la alta sierra en cuyo término Santa Teresa ha dejado su imperecedera memoria sobre un caserío amurallado que parece montón de ruinas.

Arévalo, Medina, los graneros y las eras de Castilla, nos vieron pasar, y sobre el suelo amarilleaba la paja recién separada del grano. Pasábamos por los dormidos pueblos, que ni al estrépito del tren despertaban, y cuando avanzó la noche y aumentó el silencio de los campos, nuestro inmenso vehículo articulado parecía un gran perro fantástico que corría ladrando de provincia en provincia.

Valladolid la dormida se quedó a mano izquierda, obscura, grande, glacial, acariciada por su amante Pisuerga, que anhela y apenas lo consigue. Atravesamos luego los frescos viñedos y deliciosas huertas de Dueñas la troglodita, que vive en cuevas. Vino al poco rato Venta de Baños, que es un mesón puesto en una encrucijada de vías férreas en desierto campo. Torciendo ligeramente a la izquierda, tocamos en Palencia, ya inundada de sol, sin soltar jamás el manto de polvo que la cubre, y luego atravesamos la tierra de Campos, surcada por el arado de un cabo a otro, toda seca, llana, ardiente, verdadero mapa trazado sobre yesca. Ninguna montaña grande ni chica ha encontrado apetecibles aquellos sitios para fijar su residencia; ningún río caudaloso la ha escogido para pasearse en ella; ningún bosque arraiga en su suelo.

Más allá, arroyos y lagunas, en cuyo espejo se miran hileras de chopos, anuncian la frescura de próximos montes cuyas primeras estribaciones acomete el tren sin que le estorben rocas ni pantanos. Venciendo las grandes masas de la cordillera, que convidan a la ascensión, el tren se empeña en subir a Reinosa, la encapotada vecina de las nubes, y lo consigue.

Más allá un monte huraño se empeña en detenernos el paso. ¡Pueril terquedad! En castigo de su impertinencia es atravesado de parte a parte, y el tren pasa como la aguja por la tela. Después todo es fragosidad, aspereza, bosques en declive que se agarran a la tierra y a las rocas con sus torcidas raíces: arroyos que se precipitan gritando como chicos que salen de la escuela. Pero antes vimos el Pisuerga, un miserable hilo de agua, que describiendo más curvas que un borracho se dirige al Sur, y el Ebro, un niño que pronto será hombro, y marcha hacia Levante.

Nosotros marchamos con las aguas que van hacia el Norte. A poco de salir de aquel largo túnel, que parece una pesadilla, se nos presenta a la derecha un chicuelo juguetón que marcha a nuestro lado brincando, haciendo cabriolas, riendo y echando bromitas a todas las piedras y troncos que en su camino encuentra. Es el Besaya, un modesto río que nos acompañará gran trecho.

Mientras descendemos con no poco trabajo la gigantesca escalera de Cantabria, el pillete, en vez de trazar curvas como nosotros de monte a monte, baja a saltos, y le vemos en la hondura, riendo y jugando. Pero no quiere abandonarnos, y en Bárcena de pie de Concha se nos pone al lado izquierdo, y por todos aquellos valles y cañadas nos va dando conversación con mucha cortesía y sosegado estilo.

En una garganta tapizada de lozano verdor, hallamos las Caldas, una gran tina entre dos montañas, y poco más allá, agujereando montes y franqueando precipicios, salimos a un ancho y hermoso valle. Allí el Sr. Besaya se despide cortésmente de nosotros, pues su amigo (El Saja) le espera en Torrelavega para ir juntos a tomar baños de mar. Lo damos las gracias por su atención y seguimos.

Las praderas verdes y limpias a nada del mundo son comparadas en belleza; los bosques de castaños se extienden por las laderas, a cuya falda ricas huertas Y frondosos maizales recrean la vista y el ánimo con su lozanía. Atravesamos por entre rejas un gran río que dicen Pas, y poco después olemos el mar. Sin duda está cerca. Anúnciase en irregulares charcas, como dedos retorcidos; vemos después sus manos que agarran la tierra, y por último un enorme brazo que se introduce entre dos cordilleras.

IX

¿Y mi compañera de viaje?

Al llegar aquí, mejor dicho, desde que dejamos aquellas fastidiosas llanuras castellanas, desaparecieron los accidentes caniculares que tan aborrecible me la habían hecho. Amenguose el resplandor molesto de sus ojos, que brillaban, sí, pero empañados por tenues celajes; dejó de echar fuego como fragua su hermoso cuerpo, y pude acercarme libremente a ella, sintiendo, antes que calor, un dulce temple que a un tiempo confortaba cuerpo y alma.

Despertose de improviso en mi viva inclinación hacia ella. Hablamos, se animó mi conversación con requiebros y se salpimentó con suspiros, me entusiasmé, coqueteé, me entusiasmé más, me declaré, hícele proposiciones de matrimonio. ¡Ay! humanos, ¿sois mortales porque sois débiles, o sois débiles porque sois hombres?

Condújome la taimada a un delicioso lugar nombrado Sardinero, vecino al Océano, verde y cubierto de flores como un jardín, reuniendo en sí la suave tibieza de la tierra y la frescura del mar, un vergel con playa de doradas arenas, donde las holgazanas olas se extienden desperezándose al sol, un montecillo encantador, primaveral, compendio de todas las bellezas de la Naturaleza.

Mi compañera, a quien desde aquel instante llamé mi esposa (porque consintió en serlo con pérfida complacencia), me sumergió en el mar, me invitó después a paseos y meriendas. ¡Oh, qué felices días pasamos! ¡Qué apacibles noches! ¡Cómo rodaban las horas sin que sus pasos sonaran sobre aquel césped florido ni sobre las cariñosas arenas de la playa! Yo era el hombre más feliz de la creación hasta que un día, ¡infausto día!... nunca había visto a mi compañera tan hermosa, ni tan alegre, ni tan amable...

Nos bañamos juntos, disfrutando del halago de las olas, asidos de las manos, mirándonos el uno al otro, cuando de repente desapareció no sé cómo ni por dónde, dejándome lelo, lleno de desesperación. Busquela por todos lados, dentro y fuera del agua. No estaba en ninguna parte. Me eché a llorar y sentí frío, un frío que penetraba hasta mis huesos.

¡Triste, tristísimo día, horrible fecha! La recuerdo bien.

Era el 22 de Setiembre.


Publicado el 22 de febrero de 2018 por Edu Robsy.
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