El Tesoro de Coco

Carlos Gagini


Cuento


(Publicado en el n.° 1983 de El Pacifico, del 26 de agosto de 1911).
 

Señor Redactor de El Pacífico:

Al retiro en donde vivo hace más de un año, olvidado de Dios y de los hombres, ha llegado el rumor de que se proyecta una expedición a la Isla del Coco para buscar el tesoro enterrado por los piratas. Ésta noticia me obliga a revelar un secreto que había pensado llevar conmigo al sepulcro. Helo aquí, señor Redactor: el tesoro fué encontrado el 3 de mayo de 1910 por dos individuos: uno de ellos es el que esto escribe; en cuanto al nombre del otro me lo reservo por razones que expondré más adelante. En Marzo de ese año me encontraba yo en la vega del río Jesús María excavando sepulturas de indios, y ya había recogido buena cantidad de cacharros, hachuelas e ídolos de piedra, cuando una mañana mis dos peones desenterraron un esqueleto que por su tamaño y por la forma del cráneo no parecía pertenecer a la raza indígena. Sorprendido por el hallazgo hice remover cuidadosamente la tierra de la sepultura y apareció una daga muy oxidada y luego un tubito de hojalata bien conservado.

Dentro de él encontré un pedazo de pergamino amarillento, como de dos decímetros cuadrados, sobre el cual estaba dibujado un mapa. Era el contorno de una isla, trazado con tinta azul, sin detalles ni más nombre que el de Wafer en la parte inferior y una calavera en el ángulo superior izquierdo. Debajo del mapa estaba escrito en tinta roja: h. boulder, 150 y N. 10 y E.; y luego estos tres nombres en columna: Wilson, Danbury, Mortimer.

Con rápida intuición adiviné la realidad y sentí latir el corazón violentamente. No cabía duda: aquel era el plano de la Isla del Coco, la reconocí por su forma regular y por la palabra Wafer, una de sus pocas bahías. La h. quería decir hight, alto, y la inscripción significaba: del peñasco alto 150 yardas al Norte y 10 yardas al Este, distancias indicadas en el plano por una línea delgada con una perpendicular más pequeña en su extremo. Una crucecita roja sobre esa segunda línea señalaba el lugar donde estaba enterrado el tesoro; y los tres nombres del margen eran acaso los de los piratas poseedores del secreto. Si alguna duda podía quedarme, la disipó aquella calavera pintada en el pergamino como membrete, insignia de los corsarios. El esqueleto pertenecía probablemente a uno de ellos, muerto tal vez en el saqueo de la antigua Esparza.

Seguro de no equivocarme, y en un estado de excitación que usted, señor Redactor, podrá imaginarse, me fui al día siguiente a Puntarenas a estudiar los medios de realizar mi expedición sin despertar sospechas. La cosa no era fácil; la isla dista unas cien leguas de la costa, e ir a ella en el vapor del gobierno era como publicar a voces mi secreto. Pero tampoco era posible hacer el viaje en un bote y mucho menos solo.

El diablo hizo que en el hotel me encontrase con X. josefino desocupado, que había sido mecánico, boticario, empleado y jugador. Ninguno más a propósito para llevar a cabo mi idea: X. había trabajado como maquinista en los vapores del Golfo, había ido tres veces a la isla del Coco, y era audaz e inteligente. ¡Maldito sea! Célebre con él una larga entrevista, le enteré a medias de mi descubrimiento, sin mostrarle el mapa y convinimos en que él conseguiría con un amigo una magnífica gasolina acabada de llegar al puerto y partiríamos pretextando una excursión por la costa de Golfo Dulce. Una serie de contratiempos nos impidió poner por obra el proyecto; pero al fin en la noche del 30 de Abril nos encontramos a bordo del vaporcito, con combustible y provisiones para ocho días, dos picos, dos palas y dos excelentes escopetas. ¡Qué emoción cuando al amanecer del día 1° de Mayo nos encontramos fuera del puerto! La costa se iba esfumando en la lejanía y la embarcación hendía las verdes olas como una flecha.

En la tarde el mar se puso un poco picado y pude advertir cierta inquietud en el rostro del infame X.

¿Teme usted que sobrevenga la tempestad? le pregunté.

— No, me contestó, pero creo que hemos perdido el rumbo. Es muy difícil encontrar esa maldita isla.

¡Qué noche, Dios mío! Las olas y el cielo parecían de tinta, el viento soplaba con violencia y la frágil embarcación subía y bajaba como un caballo en una carrera de obstáculos.

Al amanecer X. consultó sus instrumentos y me dijo que no estábamos tan extraviados como había creído: a la tarde la isla estaría a la vista y eso favorecía nuestros planes, pues era mejor arribar de noche sin ser notados por los colonos.

Como a las dos de la tarde un pico negruzco surgió de las aguas, ¡era la isla! Poco a poco fué apareciendo la cima de las verdes colinas y al caer la tarde pudimos divisar una ensenada, ¡la de Wafer, la bahía del tesoro!

Anclamos en ella ya entrada la noche, y como a las 11 desembarcamos con todo sigilo, provistos de una brújula, una cinta métrica, algunas estacas, una linterna sorda, picos y palas. No nos costó mucho encontrar el peñón indicado en el plano: era una roca negruzca que descollaba entre sus vecinas. Orientados por la brújula comenzamos a medir escrupulosamente las 150 yardas al Norte y por fortuna encontramos el terreno libre de maleza. Tres veces repetimos la operación para estar más seguros y luego procedimos a medir las 10 yardas al Este. Confieso que cuando clavé la estaca en el punto deseado, el corazón se me saltaba del pecho. La noche era oscurísima y una llovizna persistente calaba nuestros vestidos: pusimos manos a la obra y cavamos por espacio de dos horas sin resultado alguno. Mi compañero desalentado iba ya a soltar su herramienta cuando se me ocurrió escarbar un poco más a la izquierda. De pronto el pico chocó contra algo duro que produjo un sonido metálico. Acercamos la linterna, quitamos la tierra con la pala y apareció a nuestros ojos la tapa de un cofre forrado con bandas de hierro oxidado. La impresión fué tan grande que permanecimos un rato como petrificados; luego mi compañero forzó la tapa con el pico y entonces ¡Dios mío! la luz de la linterna cayó sobre algo que brillaba como millones de estrellas.

¡Custodias incrustadas de brillantes, cálices de oro, tachonados de perlas y rubíes, barras de oro y plata, onzas y escudos, joyas y mil objetos valiosos arrebatados a las colonias españolas, robados en el Perú, México y Chile! Saqué el reloj ¡eran las dos de la mañana del 3 de mayo de 1910!

Como era imposible levantar el enorme cofre, llevamos a la lancha nuestra preciosa carga en varios viajes y a las tres y media de la mañana zarpamos silenciosamente de la isla. A bordo hicimos el recuento de nuestro tesoro; mi compañero como jugador y perito en el avalúo de joyas, estimó por lo bajo nuestro hallazgo en cerca de dos millones de pesos oro. A mí me parecía estar soñando. ¡Dueño yo de dos millones de colones! ¡Cuántos planes hice en un momento! ¡Cuántos palacios fabriqué! ¡Cuántos viajes realicé aquel día a bordo de la gasolina!

Era el plan de mi camarada desembarcar secretamente cerca de Tivives, ocultar el tesoro, devolver la lancha y luego dividirnos por partes iguales las joyas y el oro, embarcarnos para Europa y vender allá tantas riquezas.

La noche del 3 fué borrascosa: mareado, rendido de cansancio, sacudido sin cesar por el oleaje, no pegué los ojos un momento. Al amanecer, el mar se apaciguó un poco, pero no se veía tierra alguna en el horizonte. A medio día apareció la línea azulada de las montañas costarricenses. ¡Oh fortuna! estábamos a la altura de Tivives y al amanecer estaríamos en seguridad.

Eran las seis y media de la tarde cuando divisamos la rada a donde nos dirigíamos. Pero en aquel instante el océano se agitó de una manera extraña y con rumor formidable, mientras un resplandor rojizo iluminó el cielo, un enorme globo de fuego surcó el firmamento y fué a sepultarse en las aguas del Golfo de Nicoya [1]. Tan inexplicable fenómeno fué lo único que nos ocurrió durante la travesía. A las diez de la noche desembarcábamos cerca de Tivives y después de cubrir el tesoro con ramas y algunas mantas sacadas de la gasolina, nos echamos en el suelo y nos dormimos profundamente. Cuando los rayos del sol me despertaron miré en torno mío: mi compañero no estaba allí: miré hacia el mar ¡la lancha había desaparecido! Lo comprendí todo: el infame había huido con el tesoro. Cuando llegué a Puntarenas, a pie y destrozado, la gasolina estaba allí, pero el ladrón había tomado el tren para San José. Observé que todos me miraban con curiosidad y recelo: me encerré en mi cuarto, tuve fiebre y creo que deliré toda la noche. Al siguiente día unos amigos me condujeron a la estación, uno de ellos me acompañó en el tren y al llegar a la capital encontré a mi familia esperándome afligida. Quise ir al punto en busca del traidor para exigirle lo que era mío; pero me lo impidieron mis parientes. Protesté, di voces, referí a gritos lo ocurrido, me sujetaron, forcejé... Después no supe de mí hasta que me encontré en la celda número 910 del Asilo Chapuí en donde he vivido un año sin más compañía que mi libro favorito, El escarabajo de oro, de Edgardo Poe.

En cuanto al villano estafador, al miserable ladrón, voy a . . . Señor Redactor, cuando oiga usted contar que un millonario ha sido despedazado por una bomba o descuartizado a hachazos y su palacio reducido a cenizas, puede usted estar seguro de que me he escapado del Asilo y sabrá usted entonces el nombre del que desenterró conmigo el tesoro del Coco en la madrugada del 3 de mayo de 1910.


Publicado el 26 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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