Almas y Rostros

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


Había una vez una princesa que se llamaba Cristela y estaba siempre triste. No tiene esto último nada de extraño si se considera que sólo en un cuento modernista puede llamarse «Cristela» una princesa, y que las princesas de los cuentos modernistas generalmente están tristes. Lo que sí era extraño es que Cristela ignoraba la causa de su tristeza...

Mas nunca falta quien nos endilgue las cosas desagradables que nos atañen. Por esto, una noche se le apareció a Cristela un enano de largas barbas blancas, uno de esos enanos que trabajan los metales en el seno de la tierra... Y le dijo:

—Yo sé por qué estás triste, Cristela.

Cristela repuso, displicente:

—Muy curioso sería, caballero, que usted supiese más de lo que yo sé de mí misma.

Sin inmutarse, continuó el enano:

—Los viejos conocemos a los jóvenes mejor que ellos se conocen.—Y repitió:—Yo, Bob el enano, sé por qué estás triste, Cristela...

Cristela se encogió de hombros, como diciendo: «Pues si usted lo sabe, guárdeselo para usted. No le pido yo que me lo diga.»

Como si no advirtiera el desvío de la princesa, dijo todavía el enano:

—Estás triste, Cristela, porque tienes una mala costumbre...

Miró Cristela al enano de pies a cabeza, con mirada tan despreciativa, que a no llevar Bob puesta su cota de hierro bajo el mandil de cuero, hubiérale partido en dos mitades como la espada de un gigante. ¿Cómo se atrevía esa rata de las montañas a suponer que ella, Cristela, la princesa mejor educada de la cristiandad y sus alrededores, tuviera una mala costumbre?... Verdad que de pequeña tuvo algunas, como la de pellizcarse la nariz, comerse las uñas y empujar con el dedo la comida servida en el plato... Pero todas fueron corregidas por las reprensiones y castigos que le impusiera la reina, su agusta madre.

A pesar de su silencio, lleno de principesca dignidad, el odioso enano se explayó:

—Tu mala costumbre, Cristela, consiste en no contentarte con mirar el rostro de la gente, y mirarles también el alma. ¡Nunca mayor imprudencia! El rostro es, generalmente, la máscara del alma. Los rostros suelen ser agradables o interesantes; las almas son casi todas desagradables y vulgares. En ellas se lee egoísmo, concupiscencia y vanidad.

Hizo el enano una pausa para que Cristela se sondara a sí misma, y Cristela descubrió que el enano tenía razón. Estaba ella triste porque su curiosidad de mirar las almas la había desengañado de hombres y cosas.

Y Bob le observó:

—A ti, Cristela, los rostros te sonríen como rosas, blancas, amarillas y encarnadas. Pero las almas son siempre rosales llenos de espinas... ¡Mira las rosas y no toques los rosales!

«Es verdad—pensó Cristela.—El rostro es la flor, el alma es la planta. Flores hermosas como el jacinto, el clavel y la orquídea, provienen de plantas pequeñas y miserables. El arbusto de la rosa es mediocre y espinado. En cambio, pobres e insignificantes son las flores del laurel, el roble, la palma, la encina, de todas las plantas más grandes, fuertes y nobles.»

Penetrada pues de la perspicacia del enano, clavóle Cristela sus ojos azules con sorpresa y hasta con benevolencia. Sus ojos azules parecían preguntar cómo pudiera curarse su mala costumbre de arrancar las rosas de los rosales...

—¡No mires más las almas, Cristela, sino los rostros!—insistió Bob.—Los rostros bellos encantan por su belleza; en los feos hay inteligencia y audacia... Conténtate con la máscara, gózate de su mueca y su pintura; pero no penetres en los sentimientos y las ideas. Tal es el desinteresado consejo de tu amigo Bob el enano.

Hizo Bob una irónica y profunda reverencia y desapareció, tragado por la tierra. (Es de advertirse que el aposento de Cristela estaba en el piso bajo y que el palacio no tenía allí sótanos.)

Reconociendo la utilidad del consejo de Bob, Cristela lo siguió escrupulosamente. No volvió ya a mirar las almas. No vio las almas feas tras los rostros hermosos, las almas cínicas tras los rostros severos, las almas tristes tras los rostros cómicos... Sin pensar en las almas, deleitábase ahora con los rostros hermosos, se edificaba con los severos, se divertía con los cómicos, y en todos hallaba su mérito y su interés. La alegría volvió a su corazón. Y no necesitó más darse colorete a las mejillas, porque ellas recuperaron su natural carmín.

Al verla por fin tranquila y alegre, el rey su padre le dijo un día:

—Cristela, ya tienes edad de casarte y debes elegir un marido sin tardanza. Recuerda que eres mi única hija y que yo soy un anciano.

Cristela se sintió perpleja. ¿Cómo debía elegir marido, sólo por el rostro, o también por el alma? ¡Era tan grave esto de decidirse por un compañero para toda la vida!... Pensó entonces que lo mejor fuera consultar a Bob el enano, puesto que tanto sabía. Y le llamó con los más íntimos deseos de su corazón...

Bob vino y le dijo:

—¿Qué quieres, Cristela?

Cristela contestó:

—Quiero consultarle, buen hombre. Mi padre el rey me manda que elija un marido. ¿Miraré el rostro o el alma de los candidatos?

El caso debía ser peliagudo, porque Bob se tiró de la barba un buen rato, respondiendo al cabo:

—Para casarse, casarse por amor... El amor entra por los ojos y se alberga en las almas... Haz lo que te parezca, Cristela.

Así contestó el malicioso enano. Y desapareció enseguida para no verse en el apuro de responder más clara y categóricamente.

Cristela daba vueltas y más vueltas en su imaginación la sibilina respuesta del enano, y no la comprendía. «El amor entra por los ojos...—pensaba.—Esto quiere decir que es el rostro lo que enamora. Pero el amor se alberga en el alma... ¿Puede entonces haber amor si no se conocen las almas en que ha de albergarse?...»

Después de mucho cavilar, díjose Cristela: «El rostro es la puerta del amor, el alma su albergue. Prefiero un palacio con puerta de cárcel a una cárcel con puerta de palacio. Miraré, pues, las almas antes que los rostros.»

Vinieron a pedir su mano cientos, millares de príncipes más o menos desocupados. Pero ella leyó siempre en sus almas jactancias y ambiciones, llegando a desesperar de que pudiera hallarse un alma verdaderamente hermosa...

Como rechazara uno por uno los candidatos, su padre insistió:

—¿En qué piensas, Cristela, que por nadie te decides?...

Y al sentir que el tiempo pasaba en vacilaciones y negativas, concluyó con amenazar a su hija con el cetro, como un viejo mendigo que levanta el bastón en el medio de la calle para intimidar a los rapaces que le arrojan cascaras y carozos.

Cristela sabía que el rey amenazaba con el cetro sólo cuando estaba muy enojado. Tres veces no más le vio hacerlo, y las tres en graves circunstancias. Una, cuando el primer ministro le presentó una renuncia insolente; otra, cuando el mariscal en jefe le hizo traición, y la tercera, cuando perdió el gran diamante de su corona...

Como él no se quitaba la corona más que al ponerse el gorro de dormir, forzosamente habíaselo arrancado alguien tomándola de la percha donde colgaba la ropa... ¿Quién?...-¡Aunque no lo sabía, bastante lo maldijo!... Cierto que el diamante era falso, por no haberse podido encontrar uno verdadero de ese tamaño, y que él no lo ignoraba, cierto... Mas después de usarlo tantos años como verdadero, por verdadero lo sentía. Su único consuelo era pensar en el chasco que se llevaría el pícaro ladrón.

Cristela sabía, pues, que si su padre la amenazaba pegarle con el cetro de oro macizo, es porque se hallaba dispuesto, no precisamente a pegarle, pero sí a tomar una resolución extrema. La resolución sería casarla con el primer príncipe que llamara a la puerta del palacio en una noche de lluvia, pidiendo alojamiento...

¿Y quién le garantizaba que este príncipe no fuera tuerto o picado de viruelas?... ¡Había que evitar resolución tan inconsulta!... Y para evitarla, no veía otro medio que dejar de mirar las almas y mirar sólo los rostros... ¿No era al fin y al cabo eso lo que le aconsejó el enano cuando le dijera: «mira las rosas y no toques los rosales?...»

Resignose así Cristela a no fijarse más que en el rostro y a elegir el príncipe más hermoso que encontrara. Y como muy pronto descubriera que el príncipe más hermoso del mundo era el príncipe de Marruecos, comprometiose con el príncipe de Marruecos sin mirarle el alma.

Y pensaba: «Por lo menos el rostro es hermoso. ¿Qué sería de mí si ni siquiera fuera hermoso el rostro?...»

Concertado su matrimonio, enamorose perdidamente del príncipe. Su amor fulguraba y la enceguía como el sol. Por eso se forjó otra vez ilusiones, a pesar de su experiencia. Su experiencia, como las gotas de rocío que la aurora vierte en los cálices de las flores con su ánfora de nácar, se evaporó cuando el sol de su amor llegó al meridiano... Y esperaba todavía que el alma de su novio respondiera a su rostro y fuera grande como la encina, fuerte como el roble o gloriosa como el laurel... Sin embargo, aun no se atrevía a descubrirla cara a cara...

Pero la pobre princesa había adquirido desde niña la mala costumbre de mirar las almas, y las malas costumbres renacen cuando menos se piensa. Imposible era que hiciera vida común con su marido sin verle el alma. ¡Y se la vio, ya al día siguiente de casarse se la vio!...

¡Horrible desengaño!... Si el rostro del príncipe de Marruecos era bello como la flor de un tulipán, su alma era débil y pequeña como la planta, y tenía por raíz una cebolla venenosa.

El alma hermosísima de Cristela no podía simpatizar con alma semejante. Su antiguo amor se trocó en verdadera repulsión. La vida matrimonial se le hacía inaguantable... Por eso se separó de su marido y se echó a llorar sin consuelo...

Felizmente, en la azotea del palacio anidaba una pareja de cigüeñas. Eran curiosas, y como tenían las patas muy largas y muy largo el cuello, parándose en la punta de las patas y estirando el cuello, veían por las ventanas lo que pasaba adentro del palacio. Vieron así llorar a Cristela de día y de noche...

Eran tan buenas como curiosas esas cigüeñas. Compadeciéndose de la princesa, resolvieron hacerle un regalo para que se distrajese. Y, ya que era casada, trajéronle de París un hijito, en una canasta de mimbre.

Al recibirlo, Cristela olvidó su pena dando un grito de alegría. Púsose tan contenta, que tarareó la canción de «Mambrú se fue a la guerra», palmoteo y tocó las castañuelas, bailó en un pie, hizo reverencias al espejo y besó en la frente al viejo rey, que venía incomodado a indagar la causa de tanto barullo. ¡Al mismo príncipe de Marruecos hubiera besado en la nariz si en ese momento entrara en su habitación a ver a su primogénito!

Es que el princesillo era realmente encantador, tan bello de rostro como de alma. Festejando el raro consorcio de ambas bellezas, Cristela quiso llamarle el príncipe «Unico»... Pero con mucha cordura pensó luego que el nombre de «Unico» se prestaría un poco a las chungas de los liberales y demócratas... Deseosa de librar al niño hasta de la sombra de este pequeño ridículo, le llamó entonces el príncipe «Fénix». Y con tal nombre lo bautizó el gran cardenal arzobispo de palacio, oficiando ayudado por veintitrés monaguillos.

Protegido por el cariño maternal, el príncipe Fénix creció tan provechosamente, que a los veinte años era el más gallardo infante. Veneraba a sus mayores, amaba al pueblo y sabía derecho, astrología y alquimia.

Vivía aún el viejo rey. Estaba tan achacoso que para caminar tenía que apoyarse en su cetro de oro macizo como en una muleta. Su cabeza calva se le caía sobre el pecho, por el enorme peso de la corona. Y la vejez, antes había aguzado que disminuido su celo casamentero... Fue así que dijo a Cristela:

—Casa cuanto antes a tu hijo, Cristela, si no quieres que se corrompa en las tentaciones de la corte. Como eres una madre ejemplar, premio yo tu conducta dándote plena libertad para que lo cases a tu guisa y criterio.

Aleccionada por su propia vida, Cristela resolvió elegir su nuera por el alma y no por el rostro. Lo malo es que el príncipe no lo deseaba así. Con la imprudencia de su juventud, gustaba de las mujeres bonitas, sin importársele un comino de las bellezas del alma.

Pero Cristela era mujer enérgica y hábil, si la hubo. Además era madre, vale decir, doblemente enérgica y doblemente hábil, y de tal modo se condujo, que conminó al príncipe a que pidiese por esposa la novena hija casadera del duque de los Siete Castillos. Llamábase Isaura y era una infanta modesta, harto más hermosa de alma que de rostro...

El príncipe Fénix había objetado:

—Tiene pecas.

Cristela le repuso:

—Haz de cuenta que sus pecas son las monedas de oro de su dote.

El príncipe Fénix añadió:

—Su pelo es rojo y su cuerpo parece agobiado...

Mas Cristela le dijo:

—Piensa que si tiene el pelo rojo es porque no sabe teñirse y no le gusta engañar... si su cuerpo se agobia, es porque siente sobre su espalda las penas de todos los desgraciados... ¡Alégrate, hijo mío, de que sea verdadera y buena!

No se alegró mucho el príncipe Fénix. Sólo aceptó la infanta Isaura para no entristecer a su madre... Y el Papa mismo vino de Roma expresamente para casarlos, cabalgando sobre su caballo blanco y coronado con su tiara. Seguíalo un cortejo de rojas sotanas cardenalicias y violetas capas episcopales, tan largo y compacto como un río que baja de las cumbres.

La princesita Isaura quería tanto a su esposo, que cuando lo miraba se quedaba mirándolo como un mirasol que se aduerme mirando el sol. No tenía otro pensamiento que servirlo. En su bastidor le bordó unas zapatillas con sus iniciales de perlas y rubíes. También le bordó una relojera para el día de su santo, pero no le puso iniciales para que no se confundiese con las zapatillas...

Cada noche que el príncipe colgaba su reloj en la relojera y cada mañana que se ponía las zapatillas para ir al cuarto de baño, no podía menos de recordar conmovido el cariño de su mujer. Y llegó a idolatrarla. Fue muy feliz. Fue también un buen rey, porque tuvo la suerte de que muriera pronto su abuelo y le dejase el trono. Y Dios bendijo la unión de los reyes Fénix e Isaura, colmándoles de hijos y prometiéndoles una vida tan larga que, si no han muerto han de vivir todavía.

Observando la felicidad de sus hijos Cristela llegó a ser una viejita muy pulcra, que hilaba para sus nietos de la mañana a la noche en una rueca de plata.

Mientras hilaba inventó un aforismo que haría enseñar en todas las escuelas del reino. Decía así: «El amor que entra por los ojos, se escapa por los ojos, porque, los ojos son dos ventanas que están siempre abiertas. El amor que se refugia en el alma, en el alma queda, porque el alma es una torre cerrada.»

Y al inventar el aforismo, recordó a Bob el enano. Con ser un sabio, él la había engañado miserablemente, favoreciendo su desgraciado casamiento con el príncipe de Marruecos.

Como si la oyera, apareció una última vez Bob y le dijo:

—¿De qué te quejas, Cristela?... Ningún mortal puede ser del todo feliz, y tú has pagado, con la desgracia de tu juventud, la felicidad de tu vejez. Debes estar contenta. Aunque tu experiencia no te aprovechara a tí, ha aprovechado a tu hijo, a quien quieres más que a tí misma... ¡Y no puedes reprocharme que te aconsejara mal por malicia o mala voluntad! Te aconsejé como pude y como supe. Si me equivoqué, merezco tu perdón.

Cristela paró la rueca, suspiró, y repuso, con más tristeza que amargura:

—¿Para qué te sirve entonces tu sabiduría, Bob? ¡Linda cosa es ser sabio!

Bob se sonrió, tirose de la larga barba blanca, como acostumbraba, y dijo:

—Ser sabio... es tener el derecho de equivocarse.


Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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