El Chucro

Carlos-Octavio Bunge


Cuento


I
II

I

Casi diariamente desaparecía alguna res vacuna o lanar de las haciendas esparcidas sobre la orilla del Paraná, cinco o seis leguas al sur de la ciudad del Rosario.

Por muchas diligencias que hiciera la policía del departamento, no pudo darse con los ladrones que se apropiaran de las reses, sin dejar siquiera el cuero. La imaginación popular explicó entonces las diarias desapariciones por causas o fuerzas sobrenaturales. Decíase que en las islas vecinas vivía una especie de ogro insaciable. Este ogro atravesaba todas las noches el río a nado, apoderábase de una res cualquiera, y se la devoraba viva, ¡se la tragaba íntegra!... Y lo peor del caso era que, cuando no encontraba reses sino «cristianos», tragábase lo mismo a los «cristianos». De otro modo no podría explicarse la súbita desaparición de dos o tres peones que vigilaran nocturnamente en los campos ribereños la hacienda, por orden de sus dueños. Hasta una mujer, «Pepa la Gallega», la cocinera del estanciero don Lucas, habíase también esfumado una noche, como llevada por el diablo...

El diablo debía andar sin duda metido en el asunto. Sería el padrino o el compadre del ogro...

Y como tenía padrino, tenía también el ogro su nombre propio. Llamábasele «el Chucro», sin que nadie supiese quiénes, cuándo y cómo lo bautizaran.

De todos los robos del Chucro ninguno consternó más que el de Pepa la Gallega. Su marido y sus hijos ayudados por los gendarmes, buscáronla sin descanso, hasta en las islas más próximas a la costa. No se la halló ni viva ni muerta, y diósela por muerta.

Como las desapariciones de reses, ya que no de personas humanas, continuaran impunemente durante todo el año, los estancieros apremiaron a la policía para que diese una nueva «batida» en las islas. Buenos burgueses comerciantes, ellos no creían en las supersticiones populares. Para ellos, el Chucro, si existiese, era un hombre mortal, de carne y hueso, y no el espeluznante fantasma que se figurara la imaginación gauchesca.

Especialmente encargado por el jefe de policía de la provincia, el comisario Rodríguez fue a revisar prolijamente las islas donde debía habitar el ogro. Acompañábalo un corto piquete de cuatro o cinco hombres. Todos iban murmurando. ¿Para qué desafiar al diablo, o al ahijado del diablo? ¡Nada más vano que luchar contra vestiglos y fantasmas!

En su incursión a las islas se internaron el comisario Rodríguez, seguido del escribiente Peñálvez, mientras los demás hombres estaban «mateando» junto a la canoa que los trajera, a través de una tupida selva de helechos, ceibos y espinillos. Después de andar una considerable distancia, extraviáronse ambos completamente. Y mientras buscaban el rumbo con la brújula, sonó un tiro en la espesura... El comisario cayó muerto instantáneamente de un balazo en el pecho, y el escribiente echó a correr...

No tenía muy robustas piernas el escribiente, muchachón enclenque y larguirucho; y a breve distancia perdió fuerzas, tropezó con un tronco, cayó de bruces... Tendido en el suelo sintió que se acercaba un hombre y que dos hercúleos brazos lo ataban codo con codo, lo registraban y le quitaban el revólver... Pidió gracia por la vida... Nadie le contestó... Pero un violento puntapié lo obligó a levantarse... Vio entonces que tenía enfrente un gaucho forajido. Era el gaucho alto, nervioso, de cejas espesas, cutis cetrino y nariz aguileña. Poblábanle el rostro largas e hirsutas barbas; bajo el rústico chambergo caíale una melena grasienta y enmarañada. Llevaba una carabina en la mano y un enorme facón en la cintura...

—¡Ya verán quién es el Chucro!—dijo a Peñálvez—y lo obligó a que le siguiera dándole culatazos con la carabina.

Después de caminar un cuarto de hora, llegaron a un estrecho claro que se abría en medio de la maleza, junto a un arroyo disimulado por gigantescas plantas acuáticas. En medio del claro alzábase un misérrimo ranchito de barro, ramas y paja. A primera vista todo parecía desoladamente desierto; ni se oía ladrar un perro... Mas, fijándose mejor, vio Peñálvez que al borde del arroyo, pescaba una sucia y desgreñada mujer... A pesar de su aspecto salvaje, él la reconoció. Era Pepa la Gallega, la antigua cocinera de don Lucas, la desaparecida hacía unos ocho o diez meses...

El Chucro silbó, imitando a la perfección el estridente grito de una ave acuática. Al oírlo, la Pepa tiró su anzuelo y corrió a su encuentro como un perro. Peñálvez se sorprendió extraordinariamente de su actitud de esclava. Pues antes, en la vida civilizada de la estancia de don Lucas, había sido la gallega más gruñona y colérica. Respondía a su marido, pegaba a sus hijos, insultaba a los peones, encarábase con el mismo patrón y vociferaba el día entero. Propios y extraños tenían miedo a su lengua ponzoñosa y a su genio luciferino. Tolerábanla sólo porque era honesta y muy trabajadora. En sus habilidades de cocinera no le conocían rival...

No bien vio a Peñálvez pareció reconocerlo por un leve fruncimiento de cejas; pero no dijo palabra, esperando en silencio las órdenes de su amo y señor... Él le preguntó:

—¿Lo conoces?

Ella repuso, bajando los ojos:

—Sí. Es Peñálvez, el escribiente de la policía.

El Chucro ató a Peñálvez contra un árbol, y, después de un silencio, dijo a Pepa:

—Ha venido policía a la isla. Voy a ver si ya se fue. Cuidá entretanto de ese maula para que no se escape. Tomá la pala y si quiere irse, le partís la cabeza. ¿Has oído?...

Era imposible una entonación de voz más despótica y absoluta que el que usara el Chucro con la Pepa. Y la Pepa acataba sus órdenes como si emanasen de un dios, ¡ella, que antes impusiera siempre su voluntad a su marido y le mandara a modo de dueña. Hasta a don Lucas, un solterón bondadoso y tranquilo, recordó Peñálvez que lo intimidaba muchas veces, disponiendo y arreglando a su gusto las cuestiones caseras...

Comprendiendo Peñálvez que su salvación dependía de la Pepa, esperó conmoverla y propiciársela... Al efecto, tomó la actitud más triste, dejando correr las lágrimas del miedo. Pensó que ella, la sempiterna charlatana de antaño, hablase en cuanto se alejase el Chucro...

Alejose el Chucro con su carabina, agachado como una fiera en acecho. Ella tomó la pala de hierro, se sentó en un árbol caído, y se puso a silbar entre dientes...

Viendo que la Pepa no dijera nada, Peñálvez se atrevió a hablarle y le dijo muy quedo, con su voz más tierna e insinuante:

—Pepa, ¿no me conoces ya?...

Pepa seguía silbando como si no le oyese...

—Pepa, soy Peñálvez, el escribiente de la policía y amigo de don Lucas. ¿No te acuerdas de cuando iba a visitarlo?

Pepa continuaba sin responder...

—El Chucro me va a matar, Pepa, y si eres buena debes ayudarme... Nos escaparemos los dos en su canoa... Yo sé remar bien...

Pepa seguía en su misma actitud...

—¡Escúchame, Pepa, por Dios!... ¡Si me salvas, te juro por las cenizas de mi madre y por mi salvación, que te regalaré los cinco mil pesos que tengo en el banco!... ¡Piénsalo bien, Pepa!... Podrías comprarte con eso una quintita y vivir feliz...

Pepa silbaba siempre...

—¿Cómo, Pepa?... ¿Te has olvidado ya de tus hijos y de tu marido?... Ellos te han buscado de día y de noche... Se les ha dicho que has de haber muerto ahogada en el río y te han hecho un funeral... Te han llorado; todavía andan de luto...

Pepa, impasible...

—Tu marido, creyéndose viudo, podría casarse con Juana, la hija del capataz, por ejemplo... Si tú vuelves impedirás ese casamiento, porque él te ha querido mucho, mucho...

Pepa oía como quien oye la lluvia...

—Juana, la hija del capataz, te ha sustituido en la cocina de don Lucas. Pero don Lucas está muy descontento; dice que no volverá a tener otra cocinera como tú... Y esa Juana es una desfachatada, que provoca sin cesar los festejos de tu marido... Felizmente, tu marido no te ha olvidado aún. Estás en tiempo de volver...

Pepa, como antes...

—Tus hijos están bien todos, Pepa... Sólo Perico, el chiquitín, ha tenido últimamente escarlatina o sarampión... ¡El pobrecito está muy débil y no tiene quien lo cuide!... La que está hecha una señorita es tu hija mayor, la Pepeta. Ha cumplido los quince años y se ha puesto vestido largo... Don Lucas teme que se case pronto con Roque Torres, el compadrito aquel que echaste con cajas destempladas, como que ahora no estás para echarlo...

Y Pepa, silbaba, como si nada se le dijera...

—Todos te recibirán con los brazos abiertos, Pepa, si quieres volver... Se sabe que el Chucro te robó contra tu voluntad... ¡Nadie te diría una palabra!

Pepa, siempre lo mismo...

—¡Recuerda, Pepa, la buena vida que antes llevabas y que pudieras llevar de nuevo!... Compárala con tu vida actual, tan llena de peligros y privaciones... Además, cualquier día, en un momento de rabia, el Chucro te matará de una puñalada... ¡Ya que no por mí, por tí misma, Pepa, que siempre has sido una mujer buena, y por tu marido y tus hijos, escapémonos!... ¡Quizás no se te presente en mucho tiempo otra ocasión mejor que esta!...

Y Peñálvez siguió gimiendo, implorando, aconsejando largas horas, sin que Pepa la Gallega pareciera apercibirse de sus gemidos, imploraciones y consejos...

II

Ya el sol empezaba a declinar, cuando volvió el Chucro...

—Los policías se han ido—dijo a Pepa.—Priende fuego y poné agua a calentar pa' el mate.

Pepa hizo como se le dijo. Y, puesta ya el agua al fuego, el Chucro agregó:

—Ahora andate a buscar el cuerpo del comisario. Está a unos pasos del seibo grande, donde enterramos a Pancho el isleño. Cargalo y tráilo pa' acá, mientras se calienta el agua.

Con su habitual reserva y obediencia, Pepa fue a buscar el cuerpo del comisario... Entretanto, el Chucro tomaba mate tras mate. Y su aspecto era tan torvo y sombrío, que Peñálvez no se atrevía a hablarle...

Al rato volvió Pepa, jadeante, arrastrando el cadáver. Arrojolo sumisa a los pies del Chucro, dicióndole en un tono de ternura ilimitada:

—Aquí está.

El Chucro le repuso:

—Dejalo ahí.

Se levantó, sacó el facón y se dirigió a Peñálvez. Peñálvez creyó que lo iba a acribillar a puñaladas, atado al árbol, y se echó a llorar como un niño... Pero el Chucro se limitó a cortarle, sus ligaduras; diole la pala que antes tuviera Pepa y le dijo:

—Cavá pronto un hoyo pa' enterrar al comisario.

Sin hacerse repetir la orden, Peñálvez se puso a cavar con todas sus fuerzas. Mientras cavaba recordó, sin saber por qué, la defectuosa instalación que se había dado a su mesa de trabajo en la comisaria... «Cuando vuelva, la mudaré de sitio», pensó. Mas al ver el cadáver del comisario Rodríguez se dijo que bien podían nombrar para suceder al muerto a un extraño que le pidiera renunciara él su puesto, así colocaba allí algún pariente o amigo... «En tal caso—dijose,—me ofreceré de mayordomo a mi buen amigo don Lucas.»

Después se le ocurrió que acaso le asesinaran allí mismo, como a Rodríguez. Pero hacía una tan hermosa tarde de primavera, que la idea de morir le pareció absurda, verdaderamente absurda.

Miró al Chucro y vio que no le sacaba los ojos, siempre con la carabina cargada en la mano...

«Si intento escaparme—agregose Peñálvez,—me fulmina de un tiro, con su excelente puntería de cazador profesional. A no ser que me ayude la Pepa, no podré huir de la isla...»

Entonces imaginó Peñálvez la odiosa vida de servidumbre a que lo sometería quizás el Chucro en aquel desierto lugar de salvajes y bandoleros. Su esclavitud sería aún más dolorosa y miserable que la de la mujer aquella, que tan resignada parecía de su suerte, ¡y hasta satisfecha!

En ese momento Pepa alcanzaba un nuevo mate al Chucro, que le decía, en su tiránica forma acostumbrada:

—Con la carne que sobró de ayer haceme un churrasco al asador.

Otra vez obedeció servilmente la Pepa. Puso el churrasco en el asador y se quedó contemplando a su amo y señor en una actitud que rayaba en frenética adoración...

—¿Qué estás mirando, gallega bruta?—preguntole de pronto el Chucro, con colérica voz—¿Por qué no ponés salmuera al asado?

—Se me olvidaba...—repuso ella.—Voy a ponerle.

Sin manifestar su atención, Peñálvez seguía mientras tanto cavando la fosa del comisario... «¡Pobre comisario!—decíase.—Era demasiado pueblero... ¿Por qué no haría caso cuando le advertimos que no debía internarse así no más en los matorrales de las islas?... ¡Yo fui un tonto en seguirlo! Podría haberme excusado diciendo que estaba enfermo... Pero, ahora que no tiene remedio nuestra imprudencia, ¡sabe Dios lo que me espera!...»

Al rato, el Chucro volvió a preguntar a la mujer:

—¿Hay galleta?

Ella contestó:

—Sí. Todavía nos queda una de las que compré la vez pasada a los isleños.

El Chucro preguntó aún:

—¡Cómo! ¿Queda una sola? ¿Te habrás comido vos las demás?...

Con la indiferencia de su absoluta pasividad, Pepa repuso:

—Yo nunca he comido galleta sino cuando tú me das un pedazo...

—¿Y hay caña?

—Sí.

—Poné entonces la galleta y la caña cerca del fogón, que en cuanto esté el churrasco, comeré...

—Voy...

Al contemplar a la Pepa, Peñálvez rememoraba las frecuentes visitas que hacía a don Lucas. No faltaba un domingo a su mesa. ¡Se comía antes también en aquella casa!... ¡Lástima que desapareciera la Pepa! Porque Juana, su sucesora, no tenía la habilidad de la española...

Lo malo de la española era entonces su geniazo. Y recordó algunas escenas que presenciara, en las que se demostraba ese geniazo de la Pepa. ¿No había llegado una vez a tirar una cacerola a la cabeza de su marido, el cochero de la casa, porque éste pellizcara a Juana, la hija del capataz?... ¡Cómo había cambiado esta mujer bajo el dominio fascinante del Chucro!...

Un poco cansado de tanto cavar, Peñálvez hizo una pausa y miró al cielo. Muy alto, bajo las nubes algodonosas, pasaba una larguísima bandada de pájaros blancos, volando con majestad de serafines. Luego, bajó la vista, y vio que, en la maleza, daban su alegre nota las flores de los ceibos, rojas de un rojo húmedo, como encías de mujer. A lo lejos oíase el monótono grito de un ave zancuda... ¡Él no podía morir en medio de aquella Naturaleza exuberante de vida!

Advertido de su distracción, apostrofolo el Chucro, apuntándole al pecho con la carabina:

—¿Por qué te quedas papando moscas? ¡Acabá de una vez el pozo, si no querés que te entierre antes que al comisario!

Peñálvez se secó el sudor de la frente y siguió cavando. Entre los golpes de pala cavilaba cómo daría, cuando volviera, la noticia de su viudez a la mujer del comisario. Era bastante simpática esta muchacha. La última vez que la vio llevaba un traje de muselina blanca con pintas azules y unas rosas thé en el pecho. Sería la viuda más apetecible del pueblo...

Después de cavar un momento más, vio que la fosa ya era bastante grande, aunque el comisario fuera hombre alto y grueso. Fue así que dijo tímidamente al Chucro:

—Creo que ya podríamos enterrarlo...

El Chucro miró la fosa, pareció satisfecho, y ordenó a la Pepa:

—Quítale al muerto las prendas que lleva.

La Pepa sacó al muerto el dinero, las alhajas y la ropa, dejándole sólo la camisa...

—¡Sácale también la camisa!—gritole el Chucro.

Y cuando la Pepa había cumplido su orden, él mandó a Peñálvez:

—Enterrálo.

Peñálvez tendió el cadáver en el fondo del hoyo y comenzó a arrojarle palada tras palada de tierra... Sorbiéndose las lágrimas que le corrían por dentro de la nariz, pensaba: «¡Lástima de hombre, tan guapo y tan joven!... Pero, «como no hay mal que por bien no venga», tal vez su muerte sea una felicidad para mí... Si el gobierno es justo, puede nombrar para suceder a Rodríguez, al sub-comisario... Entonces yo debiera ser también ascendido. Le pediré a don Lucas que me recomiende al jefe político... Seré sub-comisario y ganaré cincuenta pesos mensuales más. Con esto ya podré casarme, si Rogelia me acepta... ¡Y me aceptará! ¿Por qué no? ¡Me aceptará!... Si me muero aquí, tal vez se case con el borrachón de Manolo... ¡Pero no me moriré! ¿Cómo dejará la Pepa que se me asesine?...»

No bien arrojara Peñálvez la última palada de tierra sobre el cuerpo todavía caliente del comisario, díjole el Chucro:

—Ahora cavá otro pozo para enterrarte vos mismo.

Tan alelado sentíase Peñálvez, que no le extrañó esta nueva orden. Como en un sueño doloroso y febril, obedeció a su destino, y, pocos pasos más lejos, púsose a cavar la otra fosa...

El Chucro preguntó entonces a la Pepa:

—¿Está ya el asado?

La Pepa repuso:

—Todavía no. Dentro de un momento estará...

Al oír esta respuesta, el Chucro intimó a Peñálvez:

—Apúrate, así te entierro antes de que esté el asado.

Y Peñálvez se apuró...

El Chucro le añadió en seguida, riéndose sonoramente por primera vez:

—Como sos flaco, basta una zanja larga...

Peñálvez cavaba sin darse cuenta de lo que hacía... Y la Pepa dijo:

—El asado ya va a estar...

Apremiado por esta advertencia, el Chucro se plantó con su carabina a pocos pasos de su víctima, cuidando sin embargo, de no ponerse al alcance de la pala, y le gritó:

—¡Apúrate más, maulón!...

Apresurose nuevamente Peñálvez, aunque sin terminar todavía...

La Pepa dijo:

—Si el asado no se come ahora, se reseca y se quema...

Viendo que la segunda fosa no se concluía, decidiose el Chucro a comer antes de enterrar a Peñálvez... Pero estaba en los primeros bocados, cuando éste se detuvo...

—¿Por qué no seguís?—preguntole.

—Ya acabé...—contestó Peñálvez, verdaderamente sonámbulo.

El Chucro dejó su asado sobre un madero, acercose, vio que la obra estaba terminada, se rió, tomó la pala de manos de Peñálvez y le asestó un golpe mortal en la cabeza. Luego, hundiole varias veces en el cuerpo la misma cuchilla con que comiera, y tiró a la fosa el ensangrentado cadáver del escribiente...

Limpiado que hubo la cuchilla en el césped, volvió a comer su churrasco, mezclando en el acero las mal limpiadas gotas de la sangre de Peñálvez con el jugo del churrasco. De cuando en cuando se empinaba el porrón de aguardiente de caña, hasta quedarse medio borracho, según su costumbre, a la caída del sol.

Como el crepúsculo se obscurecía ya, fue a tenderse en el rancho. Y vio que la Pepa estaba cortando dos palos.

—¿Qué estás haciendo?—le preguntó.

Después de vacilar un momento, ella contestó, trémula de miedo:

—Una cruz para los muertos.

—¡Dejáte de cruces, gallega, y sacá pronto las ropas del mocito que está en la zanja todavía vestido!

La Pepa despojó también el cadáver de Peñálvez, y después, creyendo ya dormido al Chucro, fue a terminar su cruz. Es que ella sabía que los muertos se levantan como ánimas en pena cuando no tienen una cruz sobre su tumba, y temía a las ánimas en pena casi tanto como al Chucro...

Extrañando que se retardara tanto afuera, el Chucro salió del rancho a buscarla... La halló de rodillas colocando su cruz al comisario. ¡Era la primera vez que Pepa le desobedecía! Púsose tan furioso, que tomó la pala allí tirada, y pegó a la mujer el mismo golpe que antes pegase a Peñálvez. La Pepa cayó como muerta, y él la arrojó, refunfuñando, en la misma fosa de Peñálvez, todavía destapada.

Acostose de nuevo; pero no podía dormirse. ¡Había cometido una gran estupidez! ¡Ahora que la borrachera se le despejaba un poco, iba comprendiéndolo. La Pepa le vendía a los isleños los cueros de las nutrias y las plumas de los mirasoles que cazara. La Pepa le compraba las provisiones. La Pepa le hacía la comida... ¿Qué haría él ahora sin la Pepa?

Ocurriósele que la gallega podría no estar muerta, y sólo desmayada, como que no se la había aún cubierto la tierra. Por eso fue a sacarla de la fosa y la tendió en el rancho. Rociole la cara con agua fría, le desprendió la bata y le volcó en la boca las últimas gotas del aguardiente de caña que quedaban en el porrón. Pero su corazón parecía no latir de nuevo, ella no recuperaba la vida. Irritado por esa obstinación de morirse, le dio un puntapié, se acostó otra vez bajo su raído poncho y a los pocos instantes irrumpió en ronquidos...

Sin embargo, la mujer no estaba más que desvanecida. Incomodada por las hormiguitas que invadían su cuerpo e iban a libar en ciertas secreciones de sus ojos, a media noche ya, hizo un esfuerzo, se apoyó sobre sus manos, se sentó, se puso de pie. Tomó agua de una vasija, se cerró la bata, se arregló el enmarañado cabello y miró al Chucro con una suprema mirada de amor y de miedo, castañeteándole los dientes. Con grandes precauciones para no despertarlo, metiose bajo su poncho, se acostó a su lado, apoyando la cabeza contra su pecho...

El Chucro, como hombre salvaje, tenía el oído alerta aun durante el sueño. Sintiola perfectamente, despertose, y al saberla junto a sí, le dijo, con su recia voz de siempre:

—¿Has resucitao, gallega perra? ¡Esto te enseñará a no morirte otra vez!

Diose vuelta al otro lado, y, mientras ella se acurrucaba a sus espaldas, como un polluelo friolento bajo el ala de la madre, estallaron de nuevo sus ronquidos.


Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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