El Último Grande de España

Carlos-Octavio Bunge


Cuento



I

Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almeira, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y de Calatrava, señor de otros títulos y honores, era, ¡cosa extraña en persona de tan ilustre abolengo y alta jerarquía! un joven modesto, sensato y virtuoso.

Huérfano desde temprana edad, fue educado por su única hermana, Eusebia, quien, por los muchos años que le llevaba, podía ser su madre, y de madre hizo. Desmedrado, rubio, paliducho, con incurable aspecto de niño, de facciones finas, de ojos dulces y claros y porte de principesca mansedumbre, contrastaba el joven con la igualmente interesante figura de su hermana. Era ésta una mujer alta, huesosa, de dura y vieja fisonomía, coronada por abundante masa de negrísima cabellera. Aristócrata y célibe empedernida, en cuanto él cumplió la mayor edad, profesó ella en la orden de las ursulinas. No sin decirle antes, sintetizando su obra educativa:

—Por tu nombre y antepasados, eres el primer noble, el primer grande de nuestra siempre noble y grande España. Después del rey nadie tiene más altos deberes que tú. Modelo debes ser, en virtudes y sentimientos, de tanto hidalgo indigno de su prosapia y de tanto plebeyo blasonado por el dinero y la vanidad. No olvides jamás lo que a ti mismo te debes, y a tus gloriosos predecesores. Ellos fueron virreyes, generales, cardenales y hasta reyes y santos; conquistaron tierras para su patria, laureles para sus sienes y almas para el cielo. En nuestros tiempos tu acción será forzosamente más reducida y simple. Tu vida, pura y retirada, no sólo será ejemplo de verdaderos hidalgos, sino también muda protesta contra estos tiempos corrompidos y vulgares.

Así dijo, en el tono austero y profético de una sibila. Y sin más, permitiendo apenas que por toda despedida el joven besara respetuosamente su mano de abadesa, cubriéndola de lágrimas, se retiró del mundo.

Pablo, Pablito, como ella cariñosamente le llamara, quedó solo. Aunque emparentado con los mismos Borbones y con toda la nobleza antigua, no mantenía con sus parientes más que ceremoniosas relaciones de etiqueta; chocábale la excesiva familiaridad propia de las cortes modernas. Reservando en el fondo de su corazón tesoros de ternura, creía torpe derrocharlos en afectos pasajeros y advenedizos. Por eso vivía retraído y hasta huraño, en su palacio de familia.

Era éste, más que palacio, convento, por su arquitectura sobria y maciza y por sus vastas dimensiones. El ala central había sido levantada durante el reinado de Carlos III, en un extremo de la calle del Rey Francisco, que pertenecía entonces a los suburbios de Madrid. Completado y reconstruido luego, era todavía grandiosa morada.

Por las muchas deudas que contrajera el último duque de Sandoval, viejo y disipado solterón, tío del heredero, el palacio había sido embargado en la liquidación testamentaria de sus bienes. Ocurrió esto en la minoría de Pablito. Y aquí fue donde primero se manifestó la entereza de su hermana Eusebia, a cuyos esfuerzos y diligencias debiose en gran parte la salvación de la finca, con sus magníficas reliquias. Apenas heredara Pablo los blasones, dio ella en desplegar la perseverancia y hasta el buen criterio comercial que se revela en el epistolario de Santa Teresa de Jesús. ¡Había que salvar de la ruina que lo amenazara el ducal mayorazgo, honra y prez de la patria historia! Y tanto bregó, luchó, suplicó, transigió y aun especuló, que al cabo de algunos años iban en vías de salvarse de las garras de los acreedores las tierras más tradicionales y las dos más ricas dehesas de la opulenta casa. Al joven duque no le tocaba ahora más que seguir las operaciones iniciadas y aconsejadas por su hermana, para que, al cumplir los treinta años, se viera en posesión de fortuna suficiente al decoro de su rango.

—Mira a nuestro primo Osuna—habíale dicho Eusebia.—Por la magnificencia de su padre, digno embajador de España ante el zar, ha debido liquidar en pública almoneda los honrosos trofeos de su estirpe. Hay que evitar decadencia semejante. Y no podemos evitarla sino con trabajo y ahorro. El comercio y los negocios no son para nosotros. ¡Recuerda al duque de Gandía! Los deportes, que convendrían a tus gustos, no convienen aún a tu fortuna. No olvides que Alba, propietario de cuantiosos bienes, ha gastado una mitad de ellos en los llamados «sports», que nos traen las modas de Inglaterra. Tampoco te aconsejaría que esperes aumentar tus caudales, como Montesclaros, uniéndote a la heredera de algún rico comerciante bilbaíno. Esa gente no participa de nuestros sentimientos, no es capaz de desinterés ni de delicadeza. Hasta en ideas políticas te concedo que puedas a veces templar las pasiones tradicionales con los nuevos tiempos, puesto que tu abuelo y tu tío disimularon su fidelidad a don Carlos; pero nunca en cuanto a tu casamiento... ¡Una verdadera duquesa de Sandoval es tan difícil de encontrar como una reina de España!

Y después de una larga pausa, con una emoción que nunca, antes ni después, le notara su hermano, había concluido:

—No me he casado yo, tal vez por que no hallé un marido para mis sentimientos y mi linaje. Dios sabe que sólo quería nobleza, no dinero. Pero tú, mejorada la suerte de nuestra casa y heredero de sus títulos, te encontrarás un día en ocasión de poder elegir una princesa. Espero del cielo que ella exista entre la miseria y corrupción de nuestro siglo. ¿No has visto nunca crecer, pura y lozana, en montones de estiércol, una azucena blanca?

Mucho meditó Pablo sobre tan excelentes advertencias. Y después de guardar durante algún tiempo el duelo que sentía por la profesión de su hermana, comenzó a frecuentar, de cuando en cuando, si no la sociedad bullanguera y aparatosa, las recepciones de Palacio, donde era bien quisto por su ejemplar conducta. Allí conoció las beldades de la corte, cuyas «toilettes» y modos le chocaron, a veces hasta la indignación. Encontrábales cierta desfachatez que se le antojaba canallesca, bien distante de la casta y severa majestad de las grandes damas de otros tiempos. Llegó a pensar que hallaría la esposa soñada en las soledades de provincia y hasta en otras cortes menos modernas, como las de ciertos pequeños principados de la feudal Alemania. Pero, ¡ay! esas infantas eran generalmente herejes... Y al defecto de la herejía innata, cuyo dejo subsiste aún después de la conversión, era casi preferible el defecto del modernismo parisiense, del modernismo Revolución Francesa!

Decíase que, avalorando su nobleza y señorío, la reina madre llegó a insinuarle, por discreto intermediario, la proposición de que casara con la menor de las infantas reales... Él la conocía, él sabía de memoria su perfil borbónico... Debió pensar si podría amarla... ¡No, nunca la amaría, a pesar de su adhesión y su respeto! ¿Cómo engañar, entonces, a una princesa real ante el altar divino? ¿No sería eso faltar doblemente a su Dios y a su rey? Fue así que, según se contaba, rechazó el ofrecimiento en agradecidos y leales términos.

Parece que el emisario de Palacio insistió a pesar de su negativa. Creyó que ésta fuese inspirada por la modestia; y debió llegar hasta ofenderle, con su moderno espíritu comercialista, encareciendo las ventajas de la alianza, como si el joven duque fuese una mercancía que se ofreciera... Esto acabó por indignarle en su íntimo y concentrado orgullo, y tan hondamente que, para terminar el enojoso asunto, dio Pablo una réplica digna de los antiguos tiempos de la grandeza española:

—Diga usted a su majestad la reina que, siendo yo el primer grande de España, no quiero ser el último infante.

Picado, el proponente preguntó:

—¿Es ésa la última palabra del señor duque?

Pablo se encogió de hombros:

—El duque de Sandoval no tiene más que una palabra. Lo mismo da llamarla primera que última.

Y, diciendo esto, se puso de pie, para significar a su interlocutor que había terminado la entrevista.

Poco a poco, disgustado por el ambiente, fue retirándose otra vez a su palacio. Maldecía allí a las nuevas invenciones, que le obligaban a vivir continuamente preocupado en el saneamiento económico de su casa, cuyas deudas estaban todavía a medio amortizar. En los reinados de Carlos V y de Felipe II, ¡cuánto mejor aprovechamiento tuvieran sus juveniles energías, al frente de los tercios de Flandes y de Italia, o de las huestes conquistadoras de las Indias! ¡Felices tiempos aquellos en que el sol no se ponía nunca en los dominios del Rey Católico!

Cansado por los tráfagos de la administración harto del inacabable cálculo de intereses y amortizaciones, pensó en distraerse viajando por el extranjero. Mas desistió por entonces de la idea, en parte por ahorro, en parte porque todavía no estaban los asuntos de su casa como para delegarlos en manos de procuradores o intendentes. Seguiría pues aun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa misma generosidad y esa altivez.

II

Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera para gabinete de trabajo. Era ésta una amplia sala, decorada con cinco antiguos retratos de familia, los mejores de la colección, verdaderas piezas de museo, obras de grandes maestros. Terminada la lectura, dejó caer al suelo la última revista y absorviose en la contemplación del cuadro, firmado por el Tiziano, que tenía frente a su poltrona. Representaba él a don Fernando, el primer duque de Sandoval, fundador de la grandeza de su casa, en traje de gran maestre de la orden de Calatrava... Y, por súbita y peregrina ocurrencia, Pablo dirigió mentalmente a don Fernando, esta breve, pero sentida alocución:

—Ya ves. Llevo por ti, ¡oh mi glorioso abuelo! una vida lánguida y aburrida, una verdadera vida de sacrificio. Sólo espero que tú, ya que eres el dios tutelar de nuestra casa, me apruebes y bendigas.

Pareciole entonces ver al joven duque que su abuelo don Fernando, soltando la preciosa empuñadura de su espada, le tendía, en la tela del Tiziano, ambas manos, como para bendecirle y protegerle...

—Esto es ilusión de mis ojos—se dijo.—El viento que penetra por la ventana entreabierta la ha producido, sacudiendo la luz de las bujías.

Y se levantó bruscamente, para cerrar la ventana, volviendo a arrellanarse después en su asiento. Pero, realmente, don Fernando parecía haber cambiado de postura y estar poco dispuesto a tomar de nuevo la que le diera el pintor...

—Me siento mal—se repitió su último heredero.—No, no puede ser así. Es tarde... Acaso estoy soñando ya. Debo irme a acostar... Mañana desaparecerá la alucinación.

Efectivamente, era ya entrada la noche, pues en una habitación vecina el reloj dio la una. Hizo entonces el joven un esfuerzo para levantarse, aunque sin conseguirlo, saludando al retrato, entre burlón y respetuoso:

—De todos modos, don Fernando, os agradezco en el fondo de mi alma vuestra bendición. Y me despido hasta mañana, porque ya es tarde y me voy a dormir. ¡Buenas noches... o buenos días!

Los labios de don Fernando parecieron desplegarse en el retrato, mientras en la misma habitación decía vagamente una voz engolillada:

—Dios te ayude, hijo mío.

Al oír esta voz, estremeciose Pablo, alarmado.

—Debo de tener fiebre—pensó.—Decididamente, esta vida que llevo es antihigiénica para cualquiera, y más para mí, que pertenezco a una familia de guerreros y de ascetas, es decir, de nerviosos. Estoy fatigado por las preocupaciones y el trabajo. Me siento medio neurasténico... Es preciso que mañana mismo haga mis maletas y me dé una vuelta por Roma o por París, para reponerme.

Quiso levantarse otra vez, y le faltaron fuerzas. Quedó así clavado, siempre en su sillón, agitándolo extraños e indefinibles presentimientos...

De las tres bujías que alumbraban la estancia, apagose una, ya consumida... Al disminuir la luz, Pablo dirigió una mirada a los retratos que colgaban en los muros, y vio que todos, hombres y mujeres, lo miraban y sonreían cariñosamente, como saludándolo. El único que no le hiciera manifestación alguna de simpatía era la efigie de un dominico, fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II. La adusta rigidez de este fraile, que permanecía tal cual fuera pintado hacía siglos, infundió a Pablo todavía mayor temor que las sonrisas y los movimientos de las demás figuras...

Junto al fraile estaba el retrato de su hermana doña Brianda, la esposa de don Fernando, en un traje de terciopelo negro de severidad casi monástica. Y destacábase enfrente, atribuida al pincel del Tintoretto, la arrogante imagen del joven caballero gascón vizconde Guy de la Ferronière, que cayó prisionero del emperador en la batalla de Pavía. Embajador más tarde ante Carlos V, aunque por unas semanas, en rápida misión secreta, habíase enamorado y casado con una española, doña Bárbara de Aldao. De cuyo matrimonio naciera doña Mencía, la que fue segunda duquesa de Sandoval, por casarse con el primogénito de don Fernando y doña Brianda. Doña Bárbara, doña Mencía y su esposo y demás ascendientes de ese tronco no estaban representados en la galería del salón. En cambio, hechizaban los ojos de demonio de un ángel pintado por Goya. Este ángel era una mujer descendiente de los nombrados, tía-tatarabuela de Pablo, llamada doña Inés de Targes y Cabeza de Vaca, dama admirable que trastornaba los afeminados corazones de los palaciegos de Carlos IV y María Luisa. Diz que el mismo príncipe de la Paz se enamorara de ella, y que el rey, a pesar de las insinuaciones de la reina no llegó nunca ni a fruncir el ceño ante su triunfante belleza. Al verla, Pablo no pudo menos de sonreír con intensa ternura, lo que tal vez no le ocurriera desde que profesara su hermana...

Pasándose largas horas, bajo la escasa luz de la última bujía que duraba encendida, acabó el joven por familiarizarse con el raro caso de aquellas figuras que se movían y hasta hablaban...

—Vamos, yo os agradezco vuestros saludos—les dijo,—y os invito a que bajéis de vuestros cuadros, a tomar conmigo una copa de vino Oporto. Lo tengo bastante bueno, del que olvidara en la bodega mi tío, que en paz descanse. Esto os reconfortará y servirá de distracción. Pues debéis sentiros un tanto aburridos de estaros quietos tantos años y hasta siglos colgados de las paredes...

—Aceptamos—repuso en seguida don Fernando.

—Todo sea a la mayor gloria de Dios—dijo fray Anselmo, el dominico.

—«C'est gentil!»—exclamó el vizconde de la Ferronière.—«J'en meurs pour le bon vin du Porto, et de Bourgogne aussi.» ¡Gracias, gracias!

—Has tenido una piadosa idea, mi querido nieto, digna de la generosa hospitalidad de tus abuelos—articuló la voz de doña Brianda.

Y doña Inés nada dijo, pero sonrió con tal encanto a su sobrino-nieto, que su sonrisa era una flecha de amor...

Recibida con tanto gusto la invitación, Pablito se adelantó hacia su noble antepasado don Fernando, tendiéndole la mano para que descendiese el primero. El anciano tomó formas corpóreas, y saltó del cuadro al suelo con la agilidad de un hombre acostumbrado a los hípicos ejercicios de combate. Su joven descendiente, con una rodilla en tierra, le besó la velluda y callosa diestra, que midiera su fuerza alguna vez con el mismo Francisco I.

Luego ayudó al inquisidor, quien, materializado a su vez, se persignó y masculló alguna oración en ininteligible latín.

Doña Brianda, tocándole inmediatamente el turno, descendió con dificultad, por sus años y su respetable peso de matrona española. Hasta parece que se dislocó un poco el tobillo izquierdo, sin que el dolor le impidiera acomodarse el zapato con serio y recatado ademán, dando amablemente las gracias a Pablito.

Al contrario, la bella doña Inés sólo apoyó ligeramente su mano en el hombro del joven duque, y saltó con tanto salero y coquetería, que el mismo gran maestre don Fernando hubo de sonreírle.

Por fin, el vizconde de la Ferronière, tocando apenas y como por broma la cabeza de Pablo, bajó con la elegancia de un gimnasta. Riose francamente, y exclamó, luego, con marcado acento gascón:

—«Mais, c'est drôle!» Ya se me había dormido la pierna derecha de estar tanto tiempo en la incómoda postura en que me puso en el lienzo ese «brigand» de Tintoretto. ¡Si estuviera aquí, ya le calentaría un poco las orejas!

Altamente turbado, Pablo no sabía cómo hacer los honores de su casa... El vizconde intervino, muy oportunamente:

—¿Y no nos habías ofrecido buen vino de «Bourgogne»... o de «Porto»?

—Voy a buscarlo con el mayor gusto, si lo deseáis, caballero...

—¡Eh! Yo no soy español. Puedes tutearme, muchacho. Los franceses, entre iguales, nos tratamos como iguales.

Dejando instalados a sus extraños huéspedes, todos como en cuerpo y alma, bajó Pablo a la bodega, y volvió al rato con copas de cristal y botellas cubiertas de polvo y telaraña. Estaba pálido y tembloroso, pues en el estado de sobreexcitación en que se hallaba, habíale asustado como espectros un par de lauchas que corrieran en la obscuridad de la bodega.

—Vamos, tranquilízate, «mon cher»—le dijo el gascón.—¿Te han aterrorizado las ratas del sótano? En mi tiempo, los jóvenes eran más animosos. Cuando yo tenía quince años...

—Dejad vuestra historia para otro momento, vizconde, si os place. Ahora beberemos—interrumpió con serena autoridad don Fernando.

—Tenéis razón, querido consuegro. Bebamos a la salud del último duque de Sandoval.

Y el mismo gascón descorchó las botellas y sirvió a los presentes con gallarda alegría. Entonces pudo ver Pablo que las cinco visitas habían tomado completa posesión de su casa. Encendidas nuevas luces, estaban diseminadas por la sala, en familiares posturas y cómodos sitiales. El único que permanecía en un rincón, fosco y como inspirado, era fray Anselmo.

—Yo me siento aquí tan a «mon aise», como si estuviese «chez moi»—decía el gascón.—Siempre me encontré bien en España, porque si los españoles son un poco orgullosos, también son valientes, valientes como los mismos franceses. ¡Y nunca vi mujeres más lindas que las de España!—Doña Inés agradeció con su mejor sonrisa, mientras proseguía el vizconde:—¡Sobre todo, que las mujeres de España cuando tienen también su poquito de sangre francesa, como mi nieta doña Inés!

—No seáis adulador, vizconde—repuso ésta, irónicamente.—Tal vez si me vierais bajo mi estatua yacente que está en la catedral de Ávila...

—Estos franceses—murmuró doña Brianda, con la severidad de una dueña,—más que galantes, parecen deschabetados.

—El hecho es—dijo don Fernando a Pablo, como para cortar la conversación,—que nos encontramos muy bien en tu casa y que gozaremos algún tiempo de tu castellana hospitalidad.

Aquí se oyó la gruesa voz del fraile, con entonación casi iracunda:

—No es por encontrarnos bien por lo que nos quedaremos un tiempo en vuestra casa, joven duque, sino para cumplir un designio de Dios. Él nos dio la vida, Él nos la quitó, Él nos la devuelve hoy. No somos más que instrumentos de su Voluntad omnipotente, que acaso nos llama a cumplir una grande acción en su pueblo predilecto, el reino católico.

—Amén—agregó doña Inés, más devota que burlona.

—Para servir mejor a mi Dios—continuó el fraile,—permitidme que me retire a mi habitación... No tenéis por qué incomodaros acompañándome, joven duque; yo conozco el aposento que me destináis y puedo ir solo y abrirlo, con la gracia de Dios, llave que abre todas las puertas. Buenas noches.

—Buenas noches, padre—repuso a coro la compañía.

Y fray Anselmo se retiró, haciendo sonar entre sus magros dedos las gruesas cuentas negras del rosario que pendía en la cintura de su hábito blanco.

—Es uno de los más preclaros varones de nuestra casa, un verdadero santo—exclamó con unción doña Brianda.

—¿Está limpia y ventilada la habitación que se le destina?—preguntó zumbonamente el gascón.

—Hace algún tiempo que no se abre...—repuso Pablo.

—Algún tiempo... un par de añitos, por lo menos... Pues en tal caso, si el fraile pasa la noche de rodillas, «saperbleu!», se va a ensuciar su hábito blanco, y cuando vuelva al retrato, dará asco.

Doña Inés lanzó una alegre carcajada; doña Brianda estiró su labio con una mueca de desdén y de fastidio...

—Tantas veces os dije, vizconde—observó don Fernando,—que en España no debéis nunca burlaros o hablar ligeramente de sacerdotes y cosas de religión...

—Sois insufrible, caballero—aseguró a Guy doña Brianda.

—¿Cuándo aprenderéis a estaros con juicio?—preguntole el primer duque de Sandoval.

—¿Cuándo? ¿Y todavía me lo preguntáis? ¿No me he pasado tres siglos quieto, quietecito, colgado siempre de la pared, sin moverme, sin pediros en préstamo ni un maravedí, mi querido consuegro, sin haceros una guiñada, «sage comme une image»? ¡Bien sabéis que muchas veces me ha picado la nariz, porque se paraba una mosca encima, y que ni a escondidas he desprendido la mano de la cintura para rascarme!

—Lo cierto es que mi abuelito el vizconde—intervino graciosamente doña Inés—debe haberse aburrido de lo lindo en su cuadro, habiendo llevado antes una vida tan divertida en Gascuña, en París y hasta en Toledo. ¿Os distraíais recordando vuestras aventuras?

—A veces, cuando no flechaba el corazón de la respetable matrona que tenía en frente—repuso Guy, aludiendo a doña Brianda.

—Estáis faltando a una dama... ¡y a una dama de vuestra familia!—clamó indignada la aludida.

—Pensad más bien en vuestros pecados, vizconde—dijo gravemente don Fernando,—para que Dios os perdone en el día del juicio final.

—Felizmente, don Fernando, todavía llevo la espada al cinto para pelear al Demonio si se atreve conmigo—repuso gallardamente el gascón, desnudando su toledano estoque y acometiendo con él a un enemigo invisible... Cuando lo volvió a envainar, agregó, decidor:—Pero es ridículo que no aprovechemos estas cortas vacaciones y que, mientras pudiéramos divertirnos, nos quedemos aburriéndonos aquí, con las solemnes caras de tontos que teníamos en los retratos... ¡Bebamos por mis pecados!

—¡Por vuestros pecados!—exclamó indignada doña Brianda.

—No, por el perdón de los pecados de abuelito el vizconde—intercedió seductoramente doña Inés.

—Vamos, perdonadme, oh duquesa, mi ilustre consuegra, por el amor de nuestros hijos—solicitó galantemente Guy de la Ferronière a doña Brianda, que, en prueba de su buena voluntad, le tendió la mano para que la besara.—Bastante reñimos ya en el siglo xvi, para que volvamos a las andadas. La cosa no nos divertiría ahora, porque ya no tiene novedad. ¿No es cierto?

Suspiró doña Brianda dignamente, por única respuesta. Y todos bebieron después; todos menos uno, el anfitrión, pues no le alcanzaron las copas, habiendo él roto dos, de puro nervioso, al tomarlas para que sirviera el vizconde...

—No os apuréis por eso, amado sobrino—díjole doña Inés, tendiéndole su propia copa, después de haber sorbido en ella dos o tres traguitos.

Bebiose el joven el resto, y sintió mirando a su bella tía, que un fuego interno le abrasaba, como si el añejo Oporto fuera un filtro de amor.

—Parece que nuestro querido sobrino no pierde el tiempo—observó maliciosamente el vizconde, refiriéndose a doña Inés y al joven duque.—Haznos los honores de tu casa, Pablo. Piensa que sentimos nuestros músculos un poco entumecidos de las posturas que nos dieron los pintores. Para desentumecernos nos vendría muy bien danzar un poco. ¿No tienes por acá un laúd?

—¡Bailar! ¡Excelente idea!—interrumpió palmoteando doña Inés.—Ahí no sé por qué capricho, pues yo nunca amé la música ni supe tocar una nota, me ha puesto Goya un laúd sobre una consola, en el fondo de mi cuadro. ¡Tomadlo, vizconde, y tocadnos algo para que bailemos!

Guy tomó en efecto el indicado laúd, sentose sobre una mesa y preludió unos bonitos acordes. Se formaron en seguida dos parejas, una de don Fernando y doña Brianda y la otra de doña Inés y Pablo, y pusiéronse a bailar pausada y alegremente. Sin saber por qué, Pablo pensó de pronto en la sorpresa que sufriría su hermana si pudiese verlo en tan curiosa compañía, ¡y en las caras que pondrían, si lo vieran, su confesor, y sus primos, y sus acreedores, y sus arrendatarios! Este pensamiento le causó tal alborozo, que se puso a reír como si le hicieran cosquillas.

—Estáis alegre, sobrino—le observó doña Inés.

—¿Cómo podría yo estar a vuestro lado, mi tía, sino contento con la felicidad de veros?

El gascón, que había oído muy bien, intervino:

—¿Qué decís?... ¡Más despacio, jovenzuelos! Hace apenas media hora que os tratáis... Esperad siquiera a estar solos, que faltáis al respeto a vuestros mayores.

Y sin más ni más, tiró el laúd, levantose, dio dos o tres volteretas, y besó en las mejillas a doña Brianda y a doña Inés. Doña Brianda se limpió el beso con el pañuelo de encajes; pero doña Inés miró sonriendo amablemente a Pablo, como invitándole a que hiciera otro tanto... Todos, hasta la anciana duquesa, parecían de buen humor, y siguieron luego danzando y riendo... Mas de pronto, como convidado de piedra, se apareció en el dintel de la puerta la imponente figura de fray Anselmo. Y habló:

—Vergüenza me da contemplaros y pensar que sois de mi sangre y de mi raza, ¡oh humanas criaturas! Tenéis apenas, por divina gracia, horas o días, de una vida especial, y en vez de aprovecharla en la oración y el recogimiento, armáis una batahola del infierno, interrumpiendo mis santas meditaciones. ¿No os dije que Dios nos llama a portentosa obra? Dejad de revolcaros en el fango de la concupiscencia y de la imprevisión, y seguidme a la capilla, que Jesús nos espera, con los brazos abiertos y tendidos.

No sin echar antes una melancólica mirada al fondo desierto de sus respectivos cuadros, todos siguieron al fraile, como dominados por su ojo aquilino. Llegaron en solemne y lenta procesión, después de cruzar varios corredores, a la gótica capilla del palacio, que parecía aguardarlos con sus mortecinas luces encendidas. Se descubrieron. Entraron. Persignáronse. Y fray Anselmo subió al púlpito, desde el cual proclamó, con su calurosa palabra de vidente, la necesidad de extirpar en España hasta las últimas raíces de herejía, si se deseaba salvar el reino... Tan extraña y arrebatadora fue su elocuencia, que todos lloraron. Hasta el vizconde, si bien en su llanto parecía haber un poco de risa, porque durante el sermón, con un alfiler y una tirilla de papel que encontrara por casualidad en el suelo, había prendido una pequeña cola en las abultadas polleras de doña Brianda. Por suerte, nadie advirtió su impiedad, «nadie—diría fray Anselmo,—¡menos Dios!»

Terminado el sermón, el dominico bajó del púlpito, y se dirigió al altar... Interrumpiole el vizconde, antes de que se arrodillara:

—Padre, todos nos sentimos un poco fatigados de haber estado nada más que la friolera de unos doscientos o trescientos años metidos en nuestros cuadros... ¿No podríamos dejar para mañana nuestras devociones, e irnos ahora a estirar nuestros cuerpos en las frescas y finas sábanas de Holanda que nos ha de ofrecer el joven duque?

El fraile ni se dignó responder, prosternándose ante el ara...

—«Ces spagnols catholiques son entêtés comme des huguenots!»—murmuró entonces el gascón.

Y comenzó el rosario. Fray Anselmo iniciaba las Avemarías, que luego coreaban sus catecúmenos. Era interminable aquel rosario... Atraído por las luces y la curiosidad, entró en la capilla un gato negro, familiar de la casa. Pensó el dominico que el animal fuera una encarnación del demonio mismo, y se disponía a hisoparlo... Pero como el gato era muy manso, restregose contra las pantorrillas de Guy, el primero que topara. Y Guy aprovechó la oportunidad para pisarle la cola y hacerlo mayar, con gran refocilamiento de doña Inés... Huyó atemorizado el gato, terminó el dominico su rosario, y Pablo despidió a sus huéspedes, instalándolos en sus respectivas habitaciones. Tiempo era, pues la aurora se desperazaba ya en el horizonte, y pronto empezaría el tragín de la mañana.

Satisfecha el alma por el santo cumplimiento de sus devociones, y satisfecho el cuerpo por los varios tragos de viejo Oporto que se echara entre pecho y espalda, durmió muy bien el joven duque. No hay para qué decir si los demás dormirían a gusto en las «finas y frescas sábanas de Holanda», que dijera Guy. Hasta fray Anselmo las aprovechó, a pesar de haber anunciado que prefería una tarima y aun el duro suelo... ¡Estaban todos tan cansados!

III

Pocos servidores tenía Pablo: un intendente general, un ayuda de cámara y un cocinero, tres viejos catarrosos, más gordos y reservados que canónigos, los cuales a su vez manejaban tres o cuatro galopines para los barridos y fregados. Mujeres, ni para muestra las había en la casa. Tal había sido la voluntad de Eusebia, quien consideraba que la mujer sólo debe servir a su familia o a su monasterio.

Embrutecidos por la monotonía del servicio y acostumbrados a ver en su amo un ente perfecto, incapaz de humanos yerros, ni pizca se asombraron los tres antiguos criados del brusco cambio sobrevenido en la casa durante la última noche. Los nuevos huéspedes eran casi tan tranquilos como sombras; diríase que apenas tocaban el suelo. Y se imponían: don Fernando y doña Brianda por su prestancia, fray Anselmo por su austeridad, doña Inés por su belleza y Guy por su donaire.

Naturalmente, en las sobremesas de la antecocina se explicó el caso de la manera más natural. Doña Inés era la prometida del amo; venía a casarse con él. Don Fernando y doña Brianda eran sus padres. Fray Anselmo bendeciría la boda. El vizconde era un confianzudo amigo de la casa, que serviría de testigo. Se trataba de una familia de alta alcurnia, que llegaba de provincia, con los históricos y vistosos trajes de sus antepasados, conservados por puro orgullo, en una vida de voluntario aislamiento. ¡Al fin había encontrado el señor duque la deseada esposa, que parecía como mandada a hacer a su medida!

Y no podía concebirse gente más cómoda y discreta. El único que fastidiaba un poco, a veces bastante, era el franchute. Tenía ocurrencias de demonio... De buenas a primeras preguntó a Bautista, el intendente, si vivía en la casa alguna doncella, porque, desde unos trescientos años atrás, tenía el capricho de volver a pellizcar blancas y rollizas formas femeninas... Bautista, con la dignidad propia de un alto servidor de casa ducal, dijo que allí no había hembra alguna, ni se estilaban mujeres con semejantes formas... ¿Qué hizo entonces la extravagante visita? Gritó a Bautista que se quedara quieto; que no huyese si deseaba conservar la vida; desenvainó el estoque, ¡y lo acribilló a amagos y fintas, enganches y desenganches, quites y estocadas! ¡Y todavía, porque «ce frippon de Batiste» no gritaba a cada momento «touché», lo corrió hasta la cocina, cruzándole la espalda a cintarazos!

También Manuel, el ayuda de cámara, tenía quejas no menos serias del vizconde extranjero. Solía éste darle unas «latas» formidables, en las cuales barajaba duelos, raptos, batallas, letanías, torneos y mil demonios. Y hasta recordaba unas señoritas con nombres estrafalarios... algo como de Montmorency y de Rohan... de quienes decía haberse enamoriscado en su juventud. Hablaba también de un tal «François» o Francisco, al que llamaba «rey de Francia»... ¡Ante ignorancia semejante, Manuel no había podido contenerse!

—Señor vizconde—le replicó,—en Francia ya no hay reyes. Hay una república gobernada por un presidente...

—¡Una república!... Esas son cosas de Venecia y locuras de la nobleza de Polonia... ¡República en Francia!... ¿Negarás, «cochon du diable», que en Francia reina el muy grande y generoso rey «François I»?—Y sacando su espada como de costumbre cuando se enfadaba, lo que ocurría muchas veces en medio de sus bromas, agregó con ademán harto amenazador:—¡Contesta, villano de España, si no quieres que manche mi acero en cortar tu lengua de perro!

Temblando de miedo ante furia semejante, el viejo servidor tuvo que tartamudear:

—Es cierto, señor vizconde, es cierto... En Francia hay un rey...

—Hay un grande y magnánimo rey, «François I».

—Hay... un grande... y magnánimo... rey... «François I»...

—¡A quien Dios guarde muchos años!

—A quien Dios guarde muchos años...

La infantil docilidad del criado pareció encantar a su verdugo, que le palmoteó la espalda con mano de plomo, exclamando:

—Eres un buen garzón, villano. Vete corriendo a buscar dos botellas del mejor vino de Borgoña que encuentres, y trae dos vasos. Quiero que tú también bebas por las glorias del rey de Francia.

Sin comprender claramente y todavía paralizado de terror, no se movió Manuel... Nuevamente impacientado el hidalgo gascón, le aplicó un leve puntapié en un sitio que por decoro nadie nombra, salvo los gascones, gritando:

—¡Anda pronto a traer esas botellas, holgazán del infierno!

Ni tres minutos pasaron antes de que Manuel volviera con las botellas y dos copas. Guy tomó las copas riéndose a mandíbula batiente...

—¿Y a esto llamas vasos para beber vino de Borgoña, maese Manuel?

—Sí... señor... si el señor no se enfada...

—¿Y crees tú que un francés honesto puede beber sangre de Cristo en estos dedales de muñeca?

—Sí... no...

—Por la primera vez, cuando tu amo nos convidó, los he tolerado. ¡Pero ya no los toleraré más! ¡Por los clavos de Cristo, que no los toleraré más!... ¡Llévaselos a fray Anselmo para cuando diga misa, o a mi buena amiga la abadesa del convento de Saint Etiene, madame de Montballon!

Pero, sin dar tiempo de que se llevaran los «dedales de muñeca» a fray Anselmo o a la abadesa madame Montballon, desnudó la espada, tomó las dos copas con ambas manos, e intentó con ellas unos ejercicios como juegos malabares, dándolas muy pronto contra el suelo, donde se hicieron añicos. Inmediatamente increpó a maese Manuel, que le miraba azorado:

—¿Qué haces ahí, zopenco, que no destapas las botellas? Pareces el arcángel Gabriel que esculpió maese Nicolás para la capilla de la reina Margarita. ¿Soy acaso la Virgen para que me anuncies el nacimiento del niño Jesús?

En un abrir y cerrar los ojos, las botellas estuvieron abiertas. Guy envainó la espada, tomó una, la alzó, la miró, tendió el brazo, y dijo:

—¡Por las glorias del rey de Francia!

Mas viendo que no se movía Manuel, lo increpó de nuevo:

—¡Toma pues la otra botella, animal, y no me mires así! Te he dicho que no soy la Virgen María.

Empuñó Manuel tembloroso la otra botella y la acercó a los labios...

—Repite antes, ¡por San Clemente de Alejandría! que bebes por las glorias del rey de Francia, si no quieres que te rompa la cabeza de un botellazo.

Manuel repitió:

—Por la gloria del rey de Francia...

Y el vizconde y el ayuda de cámara empinaron cada cual su botella. Poco acostumbrado a este deporte, a Manuel le faltó pronto el aliento, interrumpiose y erutó rociando el rostro del gascón con un gran buche de vino.

—Esto trae suerte—dijo Guy, riéndose.—Sigue, muchacho...

Había terminado su botella el vizconde y el ayuda de cámara, que no podía ver el vino y jamás lo probaba, iba apenas por la mitad de la suya...

—¡Si no bebes hasta la borra, insultas al rey de Francia, y yo, que soy su embajador, te castigaré como mereces!—exclamó el gascón, requiriendo otra vez su espada...

Más muerto que vivo, y todavía más borracho que muerto, Manuel se bebió «hasta la borra», dejando luego caer al suelo estrepitosamente la botella...

—¡Bravo, bravísimo!—aplaudió Guy.

Surgiendo en la puerta, don Fernando observó severamente a su alegre consuegro:

—¡Pero vizconde! Os olvidáis de vuestro rango...

—¡Un francés no se olvida nunca de su rango ni en los torneos ni en las batallas!

—Sois un embajador y parecéis un juglar...

—¡Y vos sois un grande de España y parecéis un fraile mendicante!

—Me insultáis...

—Decid más bien, ¡nos insultamos!

Hízose una pausa, que interrumpió el anciano duque:

—Guardemos compostura, vizconde. Recordad que tenemos una alta obra que cumplir. Dejad para otro momento vuestros arrebatos y vuestras bromas.

—¡Para otro momento, querido consuegro? ¿Para cuándo? ¿Para cuándo tenga que estarme otra vez años y siglos, ahí, rígido en el cuadro, aunque me pique la nariz o se me duerma una pierna?

Y cambiando en seguida de tono, sacó Guy de un bolsillo de terciopelo verde una grande y pesada moneda de oro, y se la tiró a Manuel, diciéndole:

—Anda, buen hombre. Ahí tienes para poner gallina en tu puchero todos los domingos durante un año. No la vayas a jugar como un bellaco.

—Mejor que estar departiendo con los criados, vamos al salón, vizconde—interrumpió don Fernando.—Hay allí un complicado y curioso instrumento moderno, que Pablo, creyéndolo antiguo, lo ha hecho traer, para tocarnos en él no sé qué danzas, también muy modernas... pavanas y gavotas. El instrumento es llamado «clavicordio». Doña Inés lo conocía y está encantada.

—¡Cómo! ¿Doña Inés y Pablo están tocando el clavicuerno?...

—¡Cla-vi-cor-dio!

—¿Y no está colgado en esa sala algún retrato de nuestro amado pariente el conde de Targes?

Don Fernando se alzó de hombros y salió, seguido del vizconde, en dirección a la sala del clavicordio. Manuel volvió a la cocina, bamboleándose y creyendo haber soñado; pero la arcaica moneda atestiguaba la realidad del supuesto sueño... ¡y más que la moneda, su borrachera!

—Se han querido reír de tí—le observó Bautista.

Al día siguiente también se quisieron reír de Bautista. Pues Guy le pidió una tintura, con estas enigmáticas palabras:

—Búscame pronto algo para teñirme el bigote otra vez de negro, pues se me está destiñendo; y no quiero volver al cuadro del Tintoretto sino como él me pintó, con los mostachos ennegrecidos por la pasta que fabrica maese Sabino, el barbero del rey.

Parece que una caja de betún ordinario sustituyó bastante pasablemente la antigua industria de maese Sabino...

Todas estas cosas raras se comentaban, aunque parsimoniosamente, en la antecocina. La ausencia de las figuras en los cuadros del gabinete de trabajo del amo había pasado hasta entonces inadvertida. ¿Acaso los sirvientes se ocupan de obras de arte cuando no se les manda limpiarlas? Contentábanse, pues, con decir que esos nobles de provincia eran incansables bromistas... ¡y nada más!

Donde se decía mucho más era en la corte. Corrían las versiones más extraordinarias. Hablábase vagamente de una secreta compañía de titiriteros, que el joven duque albergaba en su palacio. Otros suponían una comparsa de bufones, cuyo oficio era distraer, a la antigua usanza, los ocios del magnate moderno. Creíase también en un tropel de locos y de idiotas que, por caridad más que por humorismo, cuidaba el joven en su propia casa. En fin, no faltó quien recordase la presencia de una beldad desconocida, que mantenía a Pablo cautivo de sus hechizos... Alguien pensó en hacer intervenir la policía... Pero los antecedentes y la conducta del duque se impusieron. El palacio permaneció cerrado y silencioso, hasta para los más allegados parientes.

IV

Lejos de las cortesanas habladurías, Pablo pasaba una vida casi feliz, una vida de ensueño. Había cobrado verdadera afición a sus huéspedes. Respetaba las virtudes un tanto agresivas de fray Anselmo, aprobaba la gravedad de don Fernando y doña Brianda, reía de las ocurrencias de Guy, enamorábase de las gracias de doña Inés... Y también se sentía entre ellos, que una tarde llegó hasta disgustarse seriamente con una broma del vizconde...

—Creo que ya debemos volver a nuestros cuadros, por San Luis rey de Francia—había exclamado Guy, metiéndose, sin más ni más, en el que le correspondía...

—Vamos, dejaos de chanzas, Guy...—díjole Pablo.

—Pero el gascón se hacía el muerto, o, mejor dicho, se hacía el retrato, en la misma o semejante postura en que el Tintoretto lo pintara.

—Bajad de una vez...—suplicaba Pablo.

Como si no lo oyera, lo mismo que antes de la noche memorable, el vizconde de la Ferronière se estaba quieto y silencioso, «sage comme une image».

—No seáis terco, abuelito—intervino doña Inés.—Ved que inquietáis a Pablo.

—Dios podría castigaros—manifestole doña Brianda—dejándoos allí otra vez para siempre.

El hecho es que no sólo Pablo, sino que todos estaban alarmados, temiendo fuera ya llegado el momento fatal de despedirse de su último sueño de vida humana...

—Siempre con bromas de mal gusto, vizconde—refunfuñó don Fernando.

Haciendo oídos sordos, el porfiado gascón permanecía impávido, sin fruncir ni la punta de la nariz... De pronto, doña Inés soltó una carcajada cristalina:

—¡Se ha equivocado de postura! En vez de cruzar la pierna derecha, que es la que se le había dormido, como estaba antes, ha cruzado la izquierda... ¡Si lo sabré yo, que lo he tenido tantos años ante mis ojos... ¡En la pierna izquierda es donde le dará ahora no más un calambre!

Así fue; le dio tan fuerte y repentino calambre en la pierna derecha al pobre vizconde, que tuvo que saltar del cuadro... Y con tanta torpeza lo hizo, que con todo su peso le pisó un pie a doña Brianda...

—¡Grosero!—exclamó ésta, sin poder contener su dolor.

Para tranquilizarla, dobló Guy la rodilla en tierra y le suplicó:

—«Pardón, madame!»

Fray Anselmo, que musitando sus oraciones había vislumbrado la escena desde los corredores, vociferó:

—¡Esto es intolerable, ya!—Y dirigiéndose a Pablo:—¿No sabéis cuándo habrá recepción en Palacio?

—No...

Como era hora de cenar, pasaron al comedor. Después del «Benedicite», el dominico preguntó al dueño de casa:

—¿Quién se sienta ahora en el trono de España?

—Felipe II—repuso doña Brianda.

—Carlos IV—afirmó doña Inés.

Fray Anselmo impuso silencio, con su mirada de águila, a tanta ligereza femenina...

—Alfonso XIII—respondió entonces Pablo.

—¿De la casa de Austria todavía?

—No... de la casa de Borbón... rama de la antigua casa de Francia...

—¡Luego la España de hoy pertenece a Francia, como la Navarra!—exclamó alegremente el vizconde.—¡Ya lo había previsto el rey Francisco!

—¡Bah!—interrumpió despreciativamente don Fernando.

—¡Después de Felipe II, Felipe III y Felipe IV, la casa de Austria se extinguió sin sucesión en Carlos II el Hechizado...—aclaró Pablo.

—Justo—confirmó doña Inés.—Y después vinieron los Borbones, pero Borbones españoles, con Felipe V, Carlos III y nuestro buen rey Carlos IV.

—Desde Carlos IV hasta ahora—terminó Pablo—se han sucedido muchos gobiernos... Hoy reina Alfonso XIII de Borbón.

—¿Estos gobiernos fueron siempre católicos?—interrumpió fray Anselmo.

—Naturalmente, padre...

—¿Alfonso XIII es joven?

—Muy joven; pero tiene la prudencia y la ilustración de un viejo.

—¿Es casado?

—Hace meses.

—¿Con una princesa de cuál casa?

—De la casa... de Inglaterra—contestó Pablo, algo confuso.

Fray Anselmo se puso de pie, como si se le apareciera el demonio...

—¿De la herética casa de Enrique VIII y de Isabel?

—Sí, padre. Pero la princesa se ha convertido... se ha convertido previamente, según los cánones...

—Se ha convertido. ¡Sí... si!... ¿Pero se la ha exorcizado?

—...En su religión protestante llamábase Ena de Battenberg. En su nueva religión de los Reyes Católicos se llama Victoria... ¡Es una bella y virtuosa reina!

Nada más quiso oír el gran inquisidor de Felipe II; agarrándose la cabeza gritó:

—¡Una hereje en el trono de Carlos V! ¡Una hechicera, llamada Ena, usurpando la corona de Isabel de Castilla! ¡Oh Dios mío, apiádate de tu desgraciada España, apiádate de tu desgraciada ahora y otrora tan fiel y gloriosa España!—Y se retiró a su aposento con lágrimas en los ojos y fuego en los labios.

En un silencio de tumba sintiose como un soplo de destrucción y profecía...

—«Sacrement de Dieu!»—interrumpió el gascón, después de una pausa.—«Jamais je ne pourrais comprendre cet esprit d'exaltation hugonotte qu'on trouve dans le catolicisme d'Espagne.»

—Más os valiera no hablar de ello, si no lo comprendéis—observole don Fernando.—Y agregó, dirigiéndose a toda la compañía:—Buenas noches.

—Buenas noches—respondieron uno a uno, levantándose todos antes de concluir la comida, no sin empinarse el gascón dos o tres copas más de vino tinto.

Sintiendo un vago e indefinible malestar, retirose cada cual a su aposento, a hacer sólo las oraciones, que las demás noches hicieran juntos, bajo la dirección del dominico, en la polvorosa capilla.

Al siguiente día, después de oír, como de costumbre, la misa que fray Anselmo dijera a las seis, Pablo anunció:

—Esta noche hay una gran recepción en Palacio. Acabo de recibir la invitación...

—Pues todos iremos a Palacio, como corresponde a nuestras dignidades—decidió el inquisidor con voz de trueno.—¡Dios lo manda!

La proposición fue acogida con júbilo general. Don Fernando, doña Brianda y Pablo tuvieron como un presentimiento de que prestarían un inapreciable servicio a la dinastía. Guy y doña Inés vieron al fin llegado el momento de salir de la casa solariega, echar un vistazo por el mundo, a ver si habían cambiado mucho las cosas y los hombres... No se atrevió el vizconde a exteriorizar su gusto, por temor de que lo dejaran en casa; mas doña Inés, riendo como una loca, no pudo contenerse:

—¡Qué suerte!... ¡Luciré todavía ante ese Alfonso XIII o XIV mi precioso vestido blanco con encajes de Inglaterra!—Y dio unos saltitos, aunque con moderación, para no desarreglarse el moño del peinado, y golpeó el hombro del gascón con su abanico de nácar, si bien cuidadosamente, para no descuajaringarlo, pues como era viejo estaba algo estropeado y pegoteado.

Esperando impaciente que llegase la hora de presentarse en Palacio, cada cual se retiró a su habitación. Pablo pasó el día entero poniendo en orden sus papeles, como si se despidiera del mundo; fray Anselmo, postrado en oración; don Fernando y doña Brianda, platicando sobre el poderío del primer Carlos y el segundo Felipe, que imponían al mundo su ley... El vizconde de la Ferronière se atusaba el bigote y ensayaba pasos y sobrepasos, danzas y contradanzas... Doña Inés se sonreía ante el espejo...

Sentáronse a la mesa en la hora de la cena; pero nadie probó bocado, absorbidos, quiénes en altas y graves ideas, quiénes en pensamientos frívolos y galantes... Y a las once en punto de la noche, presentábanse todos ante la escalinata de Palacio. Centinelas y guardias dejáronles pasar, deslumbrados por sus brillantes uniformes; los alabarderos golpearon el suelo con sus lanzas, pues que los seis de la comitiva eran cinco grandes de España y un embajador... Y anunciados por los ujieres, corrieron sus nombres produciendo general estupefacción:

—¡Fray Anselmo de Araya, gran inquisidor de Felipe II!...

—¡Don Fernando y doña Brianda, primeros duques de Sandoval!...

—¡El vizconde Guy de la Ferronière, embajador de S. M. el rey Francisco I ante S. M. el emperador Carlos V!...

—¡Doña Inés, condesa de Targes y Cabeza de Vaca!...

—¡El duque de Sandoval y de Araya!...

Bastaba mirar a los nombrados para comprender que no se trataba de una broma irreverente; nadie se atrevió ni a pensarlo... El misterio de lo sobrenatural y lo inexplicable se cernía, como una grande ave negra, sobre las frentes, pálidas y sudorosas... Los mismos reyes se pusieron de pie... Y fray Anselmo dobló una rodilla en tierra, besó la mano del monarca, levantose, y habló... Sus palabras eran como sombras de palabras. Comprendiose que se referían a la reina, hacia quien tendía sus manos escuálidas, entre amenazadoras y suplicantes... ¡Lo mandaban las augustas reliquias del Escorial, para que exorcizara a la princesa que antes fuera hereje!

Pasó algo indefinible... Todos se sintieron como aletargados... La reina Victoria se arrodilló ante el fraile; el fraile la tendió como un cadáver a los pies del trono; rezó las oraciones del exorcismo... Y dijo:

—«Exi, Wycliffe!»

Y surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, un murciélago... Era el espíritu de Wycliffe.

El fraile dijo:

—«Exi, Calvine!»

Y surgió, también revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra, otro murciélago... Era el espíritu de Calvino.

El fraile dijo:

—«Exi, Luthere!»

Y un tercero y último murciélago surgió, revoloteando en amplia elipsis, hasta perderse en la sombra... Era el espíritu de Lutero.

Entonces la reina se arrodilló otra vez, volviendo en sí. El fraile la bendijo y colocó sobre su cabeza una como diadema de estrellas.

—Ya estás purificada, Ena de Battenberg. Ahora puedes ser reina de España, reina Victoria. En nombre del monje imperial de San Yuste y de Felipe, su hijo, yo os bendigo. ¡Que Dios os guarde en su santa gracia con vuestro digno esposo, Alfonso rey!

Como un inmenso murmullo de marea, todas las bocas confirmaron a coro:

—Amén.

La reina se levantó, y se sentó en el trono, junto al rey, resplandeciendo de santidad y de hermosura. Y en la atmósfera vibró un coro de invisibles ángeles, mientras se retiraban lentamente el gran inquisidor de Felipe II y sus demás acompañantes, de vuelta al palacio de la calle del rey Francisco.

Y las cinco figuras volvieron a sus respectivos cuadros, sepultando en un silencio eterno este acontecimiento inaudito. Nadie dirá nunca nada de él, porque su propio recuerdo se desvaneció milagrosamente de la memoria de quienes lo presenciaran. Si alguno vislumbra vagamente algo, lo desecha como reminiscencia de inoportuna y trágica pesadilla. La historia lo ignorará siempre, ¡la Historia, la ignorante ineducable, la incorregible mentirosa! Un solo espíritu hay todavía bastante castizo para poder comprender y recordar el Hecho. Pero este espíritu vive ya retirado de los hombres, enfermo de nostalgia y de hipocondría, entre las cuatro paredes de su gabinete de estudio. En el armorial español se le registra—después de la reciente muerte de su hermana Eusebia—como único representante de una de las más gloriosas familias de la nobleza europea, con el nombre de Pablo Gastón Enrique Francisco Sancho Ignacio Fernando María, último duque de Sandoval y de Araya, conde-duque de Alcañices, marqués de la Torre de Villafranca, de Palomares del Río, de Santa Casilda y de Algeciras, conde de Azcárate, de Targes, de Santibáñez y de Lope-Cano, vizconde de Valdolado y de Almería, barón de Camargo, de Miraflores y de Sotalto, tres veces grande de España, caballero de las órdenes de Alcántara y Calatrava...


Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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