Pesadilla Drolática

Carlos-Octavio Bunge


Cuento



(Impresiones de veinticuatro horas de fiebre)

I

Yo no podía dormir... En vano regularizaba mi respiración, trataba de apaciguar mi pensamiento, me oprimía el pecho para contener sus latidos, ¡en vano!... ¡Yo no podía dormir!

El insomnio acabó por vencerme y desmoralizarme. Me abandoné a él como un náufrago que pierde las fuerzas en la corriente. No pudiendo ya contener mi intranquilidad, me revolvía en las sábanas, me sentaba, fumaba, encendía y apagaba la luz... Cuando la encendía, no vislumbraba más que sombras... Cuando la apagaba, en la obscuridad más completa, veía unos vagos arabescos, como de humo, que se agrandaban y achicaban, subiendo y bajando en el aire.

En mi cabeza penetró, poco a poco, el clavo ardiendo de una idea fija. Yo lo sabía perfectamente... Y lo que supiera era esto, que me repetía a cada instante, a cada minuto, a cada segundo:

—Tucker, ese bribón de Tucker tiene la culpa.

¿Quién era Tucker? ¿Cómo era Tucker? ¿Qué hacía? ¿Dónde estaba?... Nada de eso sabía yo; pero sabía bien, ¡ah, muy bien! que él solo, que sólo él tenía la culpa... ¿La culpa de qué? Yo lo ignoraba asimismo. Comprendía únicamente que eso debía ser Algo Terrible, macabramente terrible, diabólicamente terrible. Sería como una inconmesurable esfera de barro que debía aplastarnos; sería como si todos, hombres y espíritus, me burlasen y despreciaran; sería, en fin como una cosa que no cupiese en el mundo ni pudiera decirse en lenguaje humano...

¿Había ocurrido ya? ¿Iba a ocurrir más adelante? ¿Estaba ocurriendo entonces? ¡Tampoco sabía yo eso!... Mas nunca, jamás me sentí tan agitado, ¡y con tanta razón agitado! como aquella noche fatal en que me repetía, arracándome los pelos:

—¡El malvado de Tucker tiene la culpa!

Consolábame, empero, el vago pensamiento de que aquello no sucedía realmente. Yo sabía que estaba soñando. ¡Y sin embargo no podía dormirme!... ¿Quién hubiera dormido con semejante preocupación? ¡No, no dormí un instante en toda la noche!

Cuando amaneció, el sirviente me trajo el desayuno. ¡El sirviente!... ¿Qué venía a buscar a mi habitación ese espía odioso?... Yo lo maldije y lo eché con voz de trueno (con una voz muy rara, que no era mi voz):

—¡Váyase al infierno!

Puso él la bandeja sobre una mesa, y salió disparado, cerrando la puerta. Al cerrarla dio un chillido, porque se apretó la cola. (Indudablemente tenía cola, una larga y peluda cola de mono.)

Dejé que el desayuno se enfriara en la taza durante todo el día. Era un desayuno de hirviente sangre humana, y yo no podía olvidar que la sangre humana tarda mucho en enfriarse.

Esperando pues que se enfriara el desayuno, me lo pasé todo el día en cama. Felizmente tenía caramelos de goma en la mesita de luz, porque estaba muy resfriado. Tan resfriado que la respiración se me había detenido por completo. Esto me daba, naturalmente, mucha risa. ¡Vivir sin respirar, como los muertos! ¡Qué cosa más ridícula!...

Y todo el día me estuve repitiendo:

—¡El infame de Tucker tiene la culpa! todo el día, hasta que anocheció.

Cuando anocheció, esta idea llegó a hacerse más dolorosa que nunca. Comprendí que debía ver a Tucker para enrostrarle su infamia... Por eso me vestí y salí a la calle.

Advertí en la calle que me había olvidado de ponerme el saco, aunque estaba muy bien peinado y llevaba una estrella verdadera prendida en la corbata. Esta estrella, que era como la cabeza de un clavo, yo la había arrancado del cielo con mi propia mano, parándome en puntas de pies y estirando enormemente el brazo derecho. Tenía así el brazo derecho algo descoyuntado y andaba sin saco por la calle... ¡Pero lo peor era la estrella que me quemaba el pecho como una brasa!

Afuera de mi casa noté una cosa bien tonta. Noté que el cielo era un gran toldo negro. Y el toldo se caía, por haberle quitado yo la estrella que lo sostuviera, en el cenit. Había que caminar levantando la tela del cielo con las manos, como dentro de una carpa de techo muy bajo. ¡Era esto muy incómodo! Mas sucedió lo que debía suceder. Caído el cielo sobre las luces de la ciudad, se incendió cómo estopa y voló en levísimas partículas de ceniza. (No tan levísimas, diré de paso, pues una que me entró en el ojo derecho era del grandor de una avellana.)

Yo estaba apresuradísimo por ver a Tucker. Tan rápidamente iba, que caminaba por el aire sin notarlo. La tierra se había hundido en un abismo sin fin y yo seguía corriendo por el plano vacío que antes fuera su superficie. No importaba. La cuestión estribaba en ver cuanto antes al canalla de Tucker.

De pronto sentí tierra firme bajo mis pies. Estaba en una ciudad extranjera, pero habitada por mis conciudadanos. En las calles había mucha luz amarillenta y mucha gente que reía, corría, gesticulaba. Todos estaban tan contentos que bailaban desarticulándose y rearticulándose como títeres. Yo mismo me daba cuenta de que perdía en el camino, ora un pie, ora un brazo, ora parte del tronco... No me tomaba el trabajo de recoger estos órganos cuando los veía caerse, y los dejaba detrás de mí, porque iba muy apurado y sabía que ellos solos—el pie, el brazo, la parte del tronco,—volverían a incorporarse a mi persona. Además, todo era un sueño. Además, yo tenía el privilegio de la salamandra, de hacer retoñar los muñones para recuperar los órganos perdidos.

La gente seguía riendo, corriendo, gesticulando... Vi algunos amigos que me reconocieron y me saludaron con gestos extravagantes, quién sacándome la lengua, quién escupiéndome una ranita verde en la cara. No me paré a preguntarles la razón de su loca alegría, porque mi prisa arreciaba como un ciclón.

Mi prisa por arrancarle los ojos a Tucker, ¡el miserable! era tal, que recorrí muchas veces aquella dilatadísima ciudad de punta a punta. (Y digo «dilatadísima» sin hipérbole, porque ocupaba muy bien una tercera parte y más de la Tierra.)

¡Por fin!... Por fin descubrí en la puerta de una casa de dos pisos una tablilla de cobre que decía:

TUCKER
procurador

—Aquí vive—me dije inmediatamente.

Y traté de pararme. Pero el impulso que llevaba de tanto correr, me hizo seguir, por la ley de la inercia, varias leguas más allá de la puerta de Tucker. Así un automóvil a toda velocidad no puede detenerse de repente, aunque el «chauffeur» descubra en el camino un obispo de mitra y gran capa pluvial, seguido de una veintena de monaguillos con rojas sobrepellices.

Después de desandar lentamente en diez o doce horas las leguas que rodara sin poder pararme, me volví a encontrar ante la casa de Tucker. Justo en la puerta me detuve esta vez. ¡Para ello había vuelto paso a paso!...

En el tiempo de mi vuelta, la casa había cambiado bastante. Ahora parecía una ruina y una cueva. Pero no había cómo equivocarse por la chapa de cobre, que siempre decía:

TUCKER
procurador

Di dos o tres aldabonazos, que retumbaron como truenos y fulguraron como relámpagos...

—¡Santa Bárbara!—me dije, persignándome a modo de vieja gruñona.

Y como nadie saliera a recibirme y la puerta estaba abierta, me colé adentro de la casa de Tucker. El rojo fulgor de los relámpagos producidos por los aldabonazos, en medio de una profunda obscuridad, me guiaron hacia la escalera. Era una angosta escalera de caracol. Comencé a subirla, y no terminaba nunca...

—Es realmente curioso—pensaba mientras subía—que una casa tan baja, de dos pisos, tenga una escalera tan alta... como de diez... de veinte... de cien pisos...

Y, bien agarrado de un pasamanos de hierro, seguí subiendo, subiendo, subiendo... Para distraerme me puse a contar los escalones... Al pasar de los quince mil perdí la cuenta y me sentí un poco mareado... Mas estaba tan contento que pude llegar hasta el final de aquella nueva escala de Jacob.

Terminada la escalera interminable, penetré como por escotillón en una ancha pieza cuadrada. Una pieza cuadrada, muy grande, con los muros, el techo, el piso, todo de un blancor de nácar. No habla allí muebles ni puertas, ni personas, ni el más leve objeto, mancha o sombra. Me sentí deslumbrado, pues aunque no se veían lámparas, focos ni bujías, estaba iluminadísima, estaba enteramente iluminada a giorno.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida—la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo,—toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela. Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas.

—Hace ya siete años que te estoy esperando—me dijo.

Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse:

—¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero tú sabes...

—Sí, yo también sé—me interrumpió ella—que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.

—¡Cómo!—exclamé lleno de asombro.—Yo creía que Tucker era tu padre.

Riéndose con sus dientes centellantemente blancos, ella me informó:

—Algunas veces es mi padre, otras un extraño, otras mi tío y tutor. Eso depende del estado de ánimo.

—Cierto, ciertísimo—le contesté, convencido.—Pero también es cierto, ciertísimo—agregué atemorizado—que él está en el fondo de la casa, mirándonos a través de las paredes con sus ojos de ahorcado o de basilisco.

—Huyamos, entonces—me propuso Nanela, echándose apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuervo de sus cabellos.

—Huyamos.

Y salimos del brazo, bajando juntos una recta y amplia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que convenía a aquella casita de dos pisos.

—Yo subí por una escalera mucho más alta, obscura y de caracol—le dije a mi acompañada.

—Verdad—me aseguró Nanela.—Pero cuando se la baja, esa escalera es como mil veces más corta, y es cómoda y derecha.

Yo me alcé de hombros... ¿Qué tenía que ver eso conmigo?...

Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas callejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmobiles, hacíannos al pasar muecas y gestos, unas veces de paz y amor, otras de odio y cólera. Pululaban allí lechuzas, viejas y ánimas en pena.

—¿Has notado, Nanela—pregunté a mi amada—que en esta ciudad siempre es noche?

—Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos.

No sé por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien en cambio dijo:

—Muy obscura está la noche.

Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población...

El sol debía estarla escuchando. De otro modo no puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto ella dijera que algunas veces amanecía en la ciudad.

Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era la madrugada, la ciudad parecía un cementerio.

—No bien se abra una iglesia, entramos a casarnos—murmuró Nanela.

—Claro.

Fue así que entramos en la iglesia de un convento de franciscanos, donde oraban muchos caballeros medioevales con la visera calada. A través de la penumbra, los acordes del órgano parecían sollozos e imprecaciones. En el altar mayor decía misa, parándose en puntas de pie, un frailecito rechoncho, con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba siempre estereotipada la doble risa de un hombre satisfecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo tenía que subirse a un banquillo que le colocaba al efecto el sacristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies... Y aprovechamos su bendición para casarnos. Él nos convidó después con el vino del cáliz, un empalagoso vinillo azucarado. Y nos dio la enhorabuena con la doble sonrisa de sus dientes de perro y de lobo.

Al salir de la iglesia, me dijo Nanela:

—Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue.

Yo contesté:

—Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién?—Y lancé hondísimo suspiro, exclamando:—¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos!

—Huyamos.

Y huímos de nuevo, dando varias veces la vuelta al mundo, como si arrolláramos un hilo inacabable alrededor de un ovillo redondo.

II

Andábamos a pie, en dromedarios, en ferrocarriles, trineos, diligencias, globos... ¡qué sé yo!... Y siempre veloces, más veloces que el viento.

Recorríamos la Siberia, la España, el Sahara, Alaska, Groenlandia, Siria, Siracusa, Macedonia, Tierra del Fuego, Holanda, Antioquía... Y mares, bosques, hielos, estepas, montañas, desiertos, pampas...

También atravesábamos tierras sumergidas, Lemuria, Atlántida, Sudlandia, Cracatoa... Y asimismo ciudades subterráneas, en Nicomedia, en Babilonia, Pompeya, Herculano.

Veíamos hombres rojos como el fuego y negros como la noche, hombres peludos como monos y cuadrúpedos como perros, pigmeos del tamaño de una uña y gigantes más grandes que montañas... Y faunas y floras indescriptibles... Y hombres piedras, hombres árboles, hombres líquidos, hombres gases, hombres luminosos, hombres translúcidos y quebradizos como el cristal...

Veíamos pueblos de animales más inteligentes que hombres y pueblos de cíclopes, centauros, ninfas, sátiros... Y los jardines del Paraíso Terrenal, y las cumbres rosáceas del Olimpo, y la Ciudad de la Muerte... ¡La Ciudad de la Muerte! ¿Qué indiscreto mortal dijera una palabra de ella? Al decirla, por el solo hecho de decirla, mataría su alma inmortal... ¿Y qué mayor suplicio que el suplicio del No-Ser?

¡El suplicio del No-Ser! Esto me sugirió una idea estrambótica, que inmediatamente comuniqué a Nanela.

—¡Esposa mía!—le dije.—¿No podría ser Tucker el Fantasma del Remordimiento?

Al oírlo, mi mujer se descuajeringaba de risa, diciéndome:

—¿Cómo crees, menguado, que Tucker pueda ser una frase hecha?

—Muchos hombres conozco que son una frase hecha, nada más que una frase hecha,—murmuré.

¡Pero no! Tucker no podía ser un remordimiento... ¿Por qué? Yo no sabía por qué, ¡y sin embargo sabía que no era un remordimiento!

Y seguimos y seguimos... y yo vi que si seguíamos así, pronto íbamos a acabar el hilo que enrollábamos alrededor de la Tierra, que era nada menos que el hilo de nuestras vidas.

Con harta razón alarmado, supliqué a Nanela que nos detuviéramos... Ella no me escuchó, ocupada en cantarme su canto de amor a través de nuestra ruta vertiginosa. Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se me cayeron los ojos...

—Se me han caído los ojos—le dije.—Parémonos a recogerlos.

Así le dije, deseoso de detenerla y detenerme, aunque no hubiera olvidado que yo era una salamandra hombre... ¡No era preciso recoger mis ojos, pues que ellos retoñarían solos!

—Baja los párpados y vuelve a levantarlos—me insinuó Nanela.

Hícelo así y me retoñaron los ojos... Nanela me los besó, cantándome con su voz de sirena:

—¡Cuán bellos ojos!... Has ganado en el cambio, esposo mío. Antes eran pardos y ahora son más negros y expresivos que los de un arcángel después de rebelarse.

—Por bellos que sean, estos ojos deben cerrarse pronto—observé desalentado—si continuamos nuestro desenfrenado viaje de bodas...

—Nuestra huida—rectificó ella.

—Nuestra huida, perfectamente.—Pero los hilos de nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos devanando... ¡Y para qué morir tan jóvenes!... Además, antes de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes.

—¿Estás loco?—prorrumpió Nanela.—¿Quién habla de morirse? Te equivocas si piensas que todavía no nos queda bastante hilo que enrollar en nuestros viajes alrededor de la madeja de la Tierra. Y es mejor que no pienses ahora, ¡oh mi ídolo! en ver a Tucker. Porque tiene lepra y te la contagiaría si lo vieras.

—Pero cuando que es tu tío y tutor no tiene lepra—objeté a Nanela.

—No lo niego. Sólo tiene lepra cuando es un extraño para mí. Cuando es mi padre, unas veces la tiene y otras no.

Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era ni padre ni extraño para Nanela, antes bien, por el estado de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise sin embargo contradecirla, porque nunca conviene contradecir a la mujer amada, cuando ella es una mujer pálida y nerviosa. El tiempo me daría razón. Por entonces seguiríamos dando vueltas alrededor del mundo como mulos vendados alrededor de una noria.

Y cada vez gastábamos más y más el hilo de nuestras vidas. Enardecíame esta preocupación extraordinariamente. Por eso me sentía enflaquecer por minutos. Me palpé las manos, los brazos, el rostro, y sentí que no me quedaba carne y ni siquiera pellejo. Era yo un simple esqueleto andante. Díjeselo así a Nanela...

—¿De qué te asombras y qué te importa?—me replicó.—Tampoco yo soy más que un esqueleto andante.

La miré, y la vi como siempre la viera. Nanela no podía ser sino la mujer más hermosa, más pálida y más alta del mundo. Sin embargo, ella tampoco conservaba carne y ni siquiera pellejo... Nos quisimos besar y nuestros dientes chocaron contra los huesos de nuestras calaveras, produciendo un extraño crac-crac. Si conserváramos nuestros nervios, nos hubiera horrorizado este crac-crac, tan siniestro como el croar de los sapos en el pantano de un castillo en ruinas... También las órbitas donde tuvimos las narices aspiraron el nauseabundo hedor de nuestras podredumbres...

Con todo, lejos de pararnos, tomé de la cintura a Nanela, ¡Nanela, la mujer única de mi universo!... Ella recostó su cráneo sobre mi hombro, y seguimos como Paolo y Francesca en las profundidades del infierno.

—Aspiremos el aire de la montaña—me dijo—para fortalecernos.

Aspiramos, en efecto, mientras marchábamos, un aire lleno del estruendo de las batallas y de los resplandores del incendio. Muy vivificante debía ser este aire, pues nos repuso en nuestras antiguas figuras humanas.

Ya no podíamos más de fatiga. Para mejor, a cada instante se hundía el piso bajo nuestras plantas... Caíamos bruscamente y surgíamos de nuevo, como si nuestro camino fuese cruzado por innumerables zanjas invisibles. O, más bien, como si flotáramos en un viscoso mar de sombras líquidas que a cada instante abriera sus abismos para tragarnos y, por nuestro menor peso, nos hiciese flotar después de zambullirnos... Y así de seguido...

Algunas veces continuábamos durante años caminando y caminando sin poder adelantar un paso. Estábamos estacionarios, y el hilo seguía sin embargo gastando nuestras vidas... Entonces nuestro suplicio era más espeluznante si cabe, porque chocaban dentro de nuestros organismos las espadas de dos principios contrarios, ¡el movimiento y el reposo! ¡la vida y la muerte!... El choque de esas espadas arrancaba a nuestros nervios chispas que eran rayos y centellas.

Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano...

—¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!... ¡Debo verlo ahora mismo!

—¡Qué! ¿No sabes que ha muerto?—me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno.

Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente. Una palmada tan sonora como el martillo de un titán al caer sobre el yunque de una altiplanicie. Fuéronla repitiendo los ecos indefinidamente... Cuando ya estaban bastante amortiguados para dejar oír mi voz, lancé un funesto juramento y grité colérico:

—¡Es verdad!... ¡No me acordaba!... ¡Tucker ha muerto!... ¡Pero quiero verlo de todos modos, de todos modos quiero verlo!

Deseaba seguir vociferando, y tuve que callarme, pues la mandíbula se me caía sobre el pecho...

Eva (Nanela debía llamarse ahora «Eva» sin duda alguna), Eva sí podía hablar, y consintió fervorosamente:

—Vamos a verlo. Está en el cementerio.

Y fuimos al cementerio. Destacábase en el pórtico, secular cancerbero, una Esfinge de piedra, ¡una viva y rugiente Esfinge de piedra!... En vez de proponernos cuestiones insolubles para devorarnos si no las resolvíamos, como a Edipo y a tantos otros mortales, huyó a nuestra vista arrastrando el rabo. Un rabo tan pesado, que hacía un surco en la tierra que se dijera el lecho seco de un torrente.

—¡Gracias a los dioses que la Esfinge nos abre paso!—exclamé.—¡Gracias!

Porque desde tiempo inmemorial veníanos siguiendo, a cientos, a miles, a millones, una bandada de hambrientos lobos con ojos de fuego... Por mucho que corriéramos, ellos ganaban cada vez más y más terreno... Ya sentíamos sus dientes en nuestros muslos... ¡Y eran tantos, que cubrían la superficie de la Tierra!

Apenas entramos al cementerio, echamos los cerrojos de sus pórticos, para que los famélicos lobos innumerables quedasen al otro lado. Sus aullidos formaban un trueno infinito.

Tuvimos que echar a vuelo todas las campanas del cementerio, las colosales campanas de bronce del cementerio, para cubrir el trueno de sus aullidos. Cubre así a veces la cancerosa llaga de una princesa el peplo de lino recamado de rubíes.

—¡El descanso, al fin!—prorrumpió mi esposa sollozando.

—El cementerio es el descanso. Sí, Rosalinda de mi vida.

Porque había llegado el momento de que Nanela se llamase «Rosalinda», yo la llamaba «Rosalinda»... Después la llamé, ¡y siempre tan acertadamente! Isaura, Dioclecia, Xantippa, Agripina, Isabel de Hungría, Delia, Valentina y María de los Dolores.

—Siempre me aciertas el nombre que corresponde al instante en que me hablas. ¡Eso prueba que me quieres y comprendes!—me dijo.—Pero el caso es que yo todavía no sé tu nombre...

—¡Adivínalo!

Esperaba yo que ella me bautizara de mil modos. No fue así. Sólo me observó, sonriendo con tristeza:

—No puedes engañarme. ¿Para qué voy a darte mil nombres, malos y buenos, propicios y funestos, alegres y terribles, si tú mismo, no sabiendo cómo te llamas, no podrás advertirme cuando acierte o desacierte?...

Hice yo un doloroso esfuerzo de memoria... Un largo y doloroso esfuerzo de memoria... Y no conseguía acordarme de mi nombre. Pude decir entonces:

—Nunca tuve nombre. O, si lo tuve, ya no lo tengo. Lo he perdido. Y, aunque salamandra para los órganos materiales de mi cuerpo, ¡no sé retoñar mi nombre!

Clotilde (así se llamaba ahora Nanela) se rió al escucharme. Y transformose sucesivamente en una pantera, una garza, una culebra, una mosca, una corsa...

—Déjate de fastidiarme con tus mutaciones—le observé severamente.—Es inútil que pretendas lucirte, porque el ruido de las campanas que echamos a vuelo me obscurece la vista como una niebla... ¡no olvides que estamos en el cementerio, y que hemos venido a ver a Tucker!

¿Y cómo dudar que nos hallábamos en el cementerio?... Y debía de ser un día de difuntos, porque el cementerio estaba lleno de gente y de flores. Lo malo es que la gente parecía flores y las flores parecían gente. Pero yo no paré mientes en este pequeño detalle insignificante. Gente o flores, flores o gente... ¿qué importaban al mundo?

Lejos, bastante lejos, muy lejos, inconmesurablemente lejos, a través de flores de cardo que eran cabezas de mercachifles y cabezas de doncellas que eran rosas y anémonas, en fin, más allá de todo lo que fue y sería—inconmensurablemente lejos, como he dicho,—vi la misma placa que antes viera en la casa en que encontré a Nanela (ahora Nanela era Nanela). Vi la placa de cobre, la insignia mortal de todas mis penas y desdichas:

TUCKER
procurador

—Aquí está enterrado—nos dijimos en silencio mi mujer y yo.

Yo sentí una opresión de agonía, un ansia de llorar que era como ansia de morirme... ¡Y no podía llorar, y no podía morirme!

Por no poder llorar ni morirme me sentí sonámbulo. Y di un puntapié con toda mi fuerza a la puerta del sepulcro, una encantadora capillita gótica. Aunque era de hierro, la puerta voló en astillas y pavesas.

Adentro del sepulcro había un ataúd cerrado con llave. Como yo llevaba la llave en mi llavero, lo abrí y levanté la tapa. Las bisagras debían estar muy enmohecidas, pues al abrirse gimieron y silbaron. Adentro del ataúd había un hombre...

Había un hombre vivo, enteramente vivo, hasta sano y de buen color. Se le conocía el oficio en su afeitado rostro de curial y en sus grandes anteojos azules. Su negra y raída levita estaba arrugada por la incómoda postura que tuviera en el féretro. Era Tucker. Al reconocerlo me reí un buen rato de la sorpresa... ¿No había temido que ese hombre fuera ya putrefacto cadáver?... Nanela (de este modo continuaba llamándose ahora mi mujer, acaso ab eternam), Nanela se reía también. Reíase y aplaudía de todo corazón...

Esperaba yo que Tucker, una vez sentado en el féretro, bostezara y se desperezase... ¡Pues nada de eso!... Una vez sentado en el féretro, me dio un abrazo y me besó paternalmente, diciendo:

—¡Oh mi querido sobrino! ¡Oh mi querido hijo!

Sus labios de carne de víbora, al posarse en mi frente, me dieron tanto asco y tanta risa, que no me atreví a increpar a Tucker por sus infamias. Además, yo no podía recordar sus infamias... Al agarrarlas con los dedos del recuerdo, ellas se deslizaban bajo mis manos como anguilas... La misma Nanela, en vez de enfadarse, seguía riéndose, riéndose... ¡La verdad es que era chusco ver a un hombre vivo metido en su ataúd a modo de un saltaperico de elástico resorte en su cajita de madera!

Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza... Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla...

Nanela gritó:

—¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!...

Yo gritó también:

—¡Socorro, que un muerto quiere escaparse, socorro!...

Pero Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudiera abrir la tapa del cajón... Yo no podía volver a echarle llave, por haber perdido el llavero...

A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió mucha gente emparentada con los muertos de aquel cementerio. Entre todos claveteamos sólidamente el cajón de Tucker. Uno pudo echarle llave con la llave de su reloj... (¿Sería un ataúd su reloj?... ¿Qué reloj no es un ataúd de esperanzas e ilusiones?...)

Después, Nanela y yo nos persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perseguía, una Fatalidad indescriptible... Debíamos seguir... Y cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras vidas, ¡una brazada menos!...

Tan corto nos quedaba ya el hilo, que me parecía tener atados mis dos pies a una soga... ¡Y la Fatalidad tiraba de la soga para atrás!... Ya no veía sino un mar de luz... Y oía la luz... Y sentía mi cabeza llena de una luz que pesaba como plomo derretido...

Aunque Nanela me exhortara:—¡Adelante! ¡Adelante!—la Fatalidad tiraba para atrás del hilo de mi vida, cada vez con más fuerza... Y yo avanzaba cada vez con menos fuerza... Tanto me pesaban las piernas que creía echar raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfixiaba, que me devoraba como a una gota líquida más... Dejé de sentir mis pies... mis manos... mis brazos... mi cuerpo... Ya era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azúcar!... Perdí el pensamiento, la vista, el tacto...

Lo último que debí perder eran los tímpanos... Porque todavía alcancé a escuchar la furibunda voz con que clamaba Nanela:

—¡Tucker, el demonio de Tucker tiene la culpa!


Publicado el 19 de diciembre de 2020 por Edu Robsy.
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