Amadís

Carmen de Burgos


Novela, novela de caballerías



Prólogo a la novela del muy esforzado y virtuoso caballero Amadís de Gaula

Amadís, vuelve a salir al palenque, en buen hora, por cierto. Hace falta que el esforzado y virtuoso caballero cabalgue y lidie descomunal batalla en pro de los ideales del romanticismo, derrotados y maltrechos, aprovechando un momento en que la ansiedad espiritualista se deja sentir, en una gran parte de la sociedad moderna; como en campo, largo tiempo reseco y sin lluvia, se advierte la sed que lo abrasa y lo consume. Amadís no ha muerto. El pequeño lays de su primitiva tradición, que, como el Doncel del Mar cruzó las aguas, se fortaleció en el combate y en el ejercicio del amor y de la justicia, para ser, como ellos, inmortal.

Tal se prolonga la vida de Amadís, al través de la tradición, que, a los dos libros primeros que se conocen, siguen luego otros dos y de ellos, como de robusto tronco, continúan floreciendo hijuelas, hasta llegar al octavo, en el que Juan Díaz, bachiller en cánones, se atrevió en 1526, a matar al héroe, tan amado de sus lectores que algunos hicieron duelo y llevaron luto por su muerte, como si de un personaje real se tratase.

Sin embargo, Amadís no ha muerto; parece que ha estado en alguna nueva prisión o nuevo encantamiento, porque lo vemos aparecer en 1535 redivivo, en un noveno libro debido a la torpe pluma de Feliciano de Silva.

Y sigue viviendo el esforzado paladín a través de las aventuras de todos los descendientes de Esplandián, D. Florisando y demás héroes anteriores a su resurrección: D. Silves de la Selva, Esferamundi, etc., hasta llegar a la décimacuarta continuación, que menciona D. Pascual de Gayangos, en su «Catálogo de los Libros de Caballerías» por referencia de Nicolás Antonio.

Este último libro, intitulado Penalva, se le atribuye a un caballero portugués, que, no satisfecho con la santa muerte del ejemplar caballero, la misma de que Cervantes mata a nuestro D. Quijote, quiso hacerle morir a manos de un portugués, especie de Caballero de la Blanca Luna, en singular combate. Este libro, tuvo tan escasa fama, que casi nadie se enteró de la segunda muerte de Amadís. Ahora, Amadís de Gaula vuelve a aparecer, casi simultáneamente, en España y Portugal.

La tradición no se desmiente: poetas portugueses y damas españolas aman los libros de caballerías (). Pero, debo advertir, que el inspirado poeta D. Alfonso López Viera y yo, no nos hemos copiado el uno al otro. El ilustre poeta portugués hace su obra sobre lo que él conjetura que sería la obra de Lobeira, cuyos ejemplares nadie conoce, y yo la he hecho sobre el Amadís de Gaula, a cuyo frente escribió el autor castellano:

«Aquí comienza el primero libro del esforzado et virtuoso caballero Amadís, hijo del rey Perion de Gaula y de la reina Elisena, el cual fué corregido y enmendado por el honrado e virtuoso caballero Garci-Ordóñez de Montalvo, regidor de la noble villa de Medina del Campo, e corregióle de los antiguos originales que estaban corruptos e compuestos en antiguo estilo, por falta de los diferentes escriptores; quitando muchas palabras superfluas, e poniendo otras de mas polido y elegante estilo, tocante a la caballería e actos de ella; animando los corazones gentiles de los mancebos belicosos, que con grandísimo afeto abrazan el arte de la milicia corporal, animando la inmortal memoria del arte de caballería, no menos honestísimo que glorioso».

Hay que tener en cuenta que en la época en que aparece en castellano la edición del Amadís, a la cual me refiero, impresa en Zaragoza, por Jorge Colcí, en 1508, las palabras traducir y componer tenían un mismo valor; y fundándose en esto el erudito Mr. Baret, cree que el Amadís solo tenía tres libros, y Garci-Ordóñez le agregó el cuarto y el quinto, y que el desenlace lógico de la historia está en la llegada de Amadís a la corte del Rey Lisuarte después de la batalla con los gigantes.

Pero de esta edición, casi desaparecida, quedan escasos ejemplares, uno de ellos en el Museo Británico, y no hemos podido servirnos de ella, ni tampoco de otra más antigua que se supone apareció en España el año 1499.

Mi trabajo está hecho sobre el libro de Gayangos, que confiesa haberse servido de la edición que hizo en Venecia el español Francisco Delicado, en 1533. Confrontándola en los pasages dudosos con otra hecha en Medina del Campo, por Juan de Villaquirán y Pedro de Castro, en 1545.

Todos hasta ahora, desde Garcí-Ordoñez de Montalvo, con más o menos acierto, pero con buena voluntad, hemos tratado de realizar la misma labor: purgar, podar y modernizar el inmortal Amadís, libro digno de ser leído y que tiene un público muy limitado, por lo costoso de sus ediciones, en castellano antiguo, y por resultar demasiado pesada su lectura, sin extractarlo, para el gusto de nuestra época.

¿Cuál es el origen de los libros de caballerías?

Se han escrito sobre esto tantos volúmenes, que sólo nos queda que hacer un resumen, según nuestro leal saber y entender. Suponen unos que la literatura caballeresca se produjo por el contacto que establecieron entre europeos y orientales las Cruzadas; supónenla algunos de origen árabe, otros se lo asignan escandinavo, y no falta quien la crea derivada de las fábulas mitológicas de griegos y romanos; pero la literatura caballeresca no tiene un origen común: brota a un mismo tiempo, como semilla que vuela en el aire y cae en tierra fecunda. Fué planta que nació del espíritu de la Edad Media.

Derivación la novela de la poesía épica, se comprende la concepción de los libros de Caballerías. La epopeya, en su forma grandilocuente, no da intervención en su fábula al pueblo, más que en el papel secundario de coro o acompañamiento. Los personajes de la epopeya son todos reyes, príncipes, nobles y grandes señores. Se tejen en torno del héroe todas las aventuras y alrededor del episodio central se agrupan los pequeños episodios. Real o imaginario, el héroe de la epopeya, tiene siempre algo de sobrenatural. A veces, un anti-protagonista, el enemigo del héroe, toma tanta importancia como su adversario. Siempre se advierte un elemento del que la epopeya no prescinde: lo sobrenatural.

Aquellos dioses paganos, tan humanos, como hechos por el hombre a su imagen, con todos sus vicios y pasiones llevadas al más alto grado, sirven de elementos al arte con sus luchas, sus odios, sus venganzas y sus enamoramientos.

Si se analiza la primitiva novela, la más cercana a la grandiosa epopeya, antes de que ésta decaiga, veremos como su forma lógica es la de los libros de Caballerías.

Ellos tienen su héroe, casi sobrenatural, en cuyo torno giran episodios y proezas. Todos sus personajes son príncipes, reyes, emperadores, grandes. Ya los dioses paganos se han desacreditado y los monoteístas respetan a su único Dios lo suficiente para no poderlo mezclar a sus fábulas. Los encantadores sustituyen a los dioses, y las hadas ocupan el lugar que dejaron vacante Juno, Minerva y Venus.

Más tarde, al aparecer el elemento popular en el arte y dar vida a la novela moderna, es cuando los libros de Caballerías caen en desuso.

Don Quijote, héroe plebeyo del último libro de Caballerías que combate a los héroes de que ha nacido, pudiera considerarse como una novela que tiene su equivalente en la epopeya heroi-cómica. Sancho es un antiprotagonista: el materialismo que lucha con la espiritualidad y la vence. Es como el falso caballero que vence a Don Quijote y arranca lágrimas a Enrique Heine, cuando lee en su mocedad el relato de la batalla, en la que el hidalgo manchego le dice a su vencedor:

«Dulcinea es la más bella mujer del mundo y yo el más desdichado caballero de la tierra y no es bien que mi flaqueza defraude esta verdad. Aprieta, caballero, la lanza y quítame la vida; pues me has quitado la honra.» ¡Ay!—dice el gran Poeta—¡El vencedor del hombre más noble de la tierra, el Caballero de la Blanca Luna, era un barbero disfrazado!

No es raro encontrar que los libros de Caballerías se prestan unos a otros sus héroes. Un poema tan nacional como el de Fernán González toma sus personajes del Turpín y podemos encontrar en Maynete, la Galiana española, encarnada en la reina de Sevilla o en la infanta mora de Todelo. Indudablemente, muchos detalles, como el de herrar los caballos del revés para despistar a los perseguidores, son de origen español.

Los libros de Caballerías tardaron en introducirse en España, por la razón de existir ya entre nosotros un espíritu caballeresco nacional; pero luego tuvieron gran difusión, en especial los pertenecientes a los ciclos Carolingio y Bretón.

Reinados de Montalbán, Flores y Blancaflor, Oliveiros de Castilla y Artur de Algarbe, Lanzarote, La Demanda del Santo Grial y otros muchos, han sido inspiradores de romances y leyendas españolas. Los encontramos citados desde muy antiguo.


«Ca nunca fue tan leal Blancaflor a Flores,
Nin es agora Tristan con todos sus amores»,


dice ya el Arcipreste de Hita, aludiendo a los fabulosos y enamorados abuelos de Carlo-Magno, reyes de Almería.

Pero en la región que primero se aclimataron los libros de Caballerías fué en Galicia. Era ésta la Meca española en esas épocas de devoción, y allí iban los peregrinos españoles y extranjeros, al sepulcro del Apóstol. Por eso el Turpín, que elogiaba la Iglesia de Santiago, halagó el amor propio de los gallegos, y fué allí donde tuvo más boga e imitadores.

Ni en Castilla ni en Cataluña arraigó tanto la alambicada y andante caballería como en Galicia y en Lusitania.

Tal vez elementos étnicos, celtas y bretones, podrían explicar la mayor predisposición de ese sector peninsular. Menéndez y Pelayo explica esto por el primitivo celtismo, que cree ver persistir en el fondo para producir el renacimiento del Mesianismo del Rey Artús, en el Rey D. Sebastián de Portugal.

Desde muy antiguo, los reyes de esa nación fueron aficionados a imitar a los caballeros andantes. D. Diniz, gran cultivador de las letras, como su abuelo Alfonso X de Castilla, comparaba uno de sus innumerables amores al de Tristán e Iseo:


«e o muy namorado
Tristan sei ben que non amava Iseo
Quant'eu vos amo, esto certo se eu.»


A fines del siglo XIV se acrecentó en Portugal el entusiasmo por la literatura caballeresca, especialmente en la corte de D. Juan I, a causa de la estrecha alianza del monarca con los ingleses, por su casamiento con D.ª Felipa de Lancaster. La severa Reina que tomó a su cargo moralizar las costumbres portuguesas, debía hallar bien los ejemplos de fidelidad y de virtud de los buenos caballeros.

El Condestable Nuño Alvarez Pereira, había elegido por modelo al caballero Galaaz, conquistador del Santo Grial y, como él, era casto.

Los caballeros imitaban a los héroes de las novelas y las damas adoptaban hasta los nombres de las heroínas: Isolda o Isea, Viviana, Oriana y Briolanja. Algunos de estos nombres aún se usan en la actualidad.

Se organizaban pasos de armas para los caballeros: «Ala-dos-Namorados» y se creaban órdenes de caballería, para realizar aventuras como las de los Doce Pares.

El mismo rey trataba de poner en acción las fantásticas pompas del mundo novelesco de la Tabla Redonda, comparándose a veces con el buen Rey Artús.

Las lecturas favoritas de las veladas de palacio eran las novelas de la demanda del Santo Grial, las hazañas de Baladro, Merlín, Galaaz y todos los héroes de este género.

El Amadís apareció entre todas las obras de Caballerías, con el prestigio de la primera novela de su especie, por cómo supo transformar su autor las vulgares aventuras y dar a su relato la belleza y serenidad que hasta entonces no habían tenido. No es raro, pues, que muchas naciones se disputen el honor de ser madres de tal hijo. En la Península Ibérica se lo han disputado gallegos, castellanos y portugueses, estos dos últimos con verdadero encarnizamiento.

No son extraños los pleitos literarios entre los dos países. Los hilos se cruzan de tal manera en el telar de la Península, que a veces se hace difícil deshacer su tejido.

Pero después de examinar todas las opiniones, yo afirmaría que el Amadís llegó hasta la Península en uno de esos lays antiguos, que puso de moda en toda Europa María de Francia, durante su estancia en Inglaterra. Es indudable que eran conocidos desde muy antiguo; pues con cinco de estos encantadores lays, tres de los cuales son traducción libre del francés, se abre uno de los grandes cancioneros galaico-portugueses de Roma: el llamado Colocci-Brancuti.

La frecuencia con que los escritores portugueses traducían estos poemitas y los intercalaban entre la prosa, demuestra lo familiar que debía serles la literatura de Bretaña.

Nicolás de Herberay, señor de Essartes, sostenía en el siglo XVI, que ha existido una obra de Amadís en lenguaje Picardo o Bretón, de la cual había un ejemplar en la biblioteca de la Reina Cristina de Suecia. En apoyo de esto aseguraba que existen vestigios del antiguo francés en el Amadís, cuyo nombre es Aime Dieu, y lo mismo sucede con los otros: Arcalaus, Arc-a-l'eau; Briolanja, Brio l'ange; Bonamor, Bonne mére, y otros. Se ha llegado a suponer que el río de la pequeña Bretaña, donde arrojaron a Amadís, es el Loira, y que el título de la novela está inspirado en la novela francesa Amadas et Idoine. Frente a esta opinión sostienen otros que Gaula no es Francia, sino Gales, Wales.

Pero parece evidente que Amadís es extranjero; lo dicen todos los detalles: paisajes, nombres de lugares, de personas, espíritu, todo. Es verdaderamente Amadís de Gaula.

No encaja en las costumbres de la Península la casta serenidad con que las mujeres enamoradas se entregan a sus dueños, sin artificios de coquetería y de sabias resistencias.

La cuestión que pueden debatir Portugal y España es en qué idioma apareció primero.

Es indudable que en España se conocía desde época remota. Uno de los más antiguos poetas del Cancionero de Baena, Pero Ferrus o Ferrández escribe en un dezyr, al Canciller Pero López de Ayala, ponderando la vida de la sierra.


«Amadys, el muy fermoso,
Las lluvias y las ventiscas
Nunca las falló ariscas
Por leal ser e famoso:
Sus proezas fallaredes
En tres libros e diredes
Que le de Dios santo poso.»


El mismo Canciller, Pero López de Ayala, cuenta entre sus pecados, en la confesión que hace al principio de su Rimado de Palacio, la lectura de libros profanos, y dice:


«Plugome otrossi oyr muchas uegadas
Libros de deuaneos e mentiras probadas
Amadís, Lanzarote e burlas asacadas
En que perdí mi tiempo a muy malas jornadas.»


En el citado cancionero de Baena se lee también:


«Ginebra e Oriana
E la noble rreyna Iseo,
Minerva e Adriana,
Dueña de gentil aseo,
Segunt que yo estudio é leo,
En escripturas provadas,
Non pudieron ser libradas
Deste mal escuro y feo.»


Se comprueba con esto, sin necesidad de otros muchos ejemplos que podría citar, que Amadís se conocía en España a principios del siglo XV, y aún antes.

Los primeros poetas de Portugal que citan el Amadís son Nuño Pereira y Francisco da Silva, en la controversia de Cuidar y Suspirar, que tuvo lugar en el palacio de Santarem, y con la que comienza el Cancionero de Resende:


«Se o disesse Oryana
E Iseu allegar posso...
A legays-me vos Iseo
E Oriana com ella
E falays no cuidar seu,
Como que nunca ly eu
Sospirar Tristán por ella...»


Los portugueses sostienen que el Amadís es original de un Vasco de Lobeira, y luego traducido al castellano. Pero es raro que no se hallen en los poetas portugueses alusiones al Amadís, tan antiguas como en los poetas castellanos. Tal vez esto sea debido a que desapareció casi todo el caudal poético de la literatura portuguesa de la primera mitad del siglo XV, y ha quedado una laguna entre los cancioneros de la escuela Galaica, que se abre al terminar el reinado de Alfonso IV, hasta el Cancionero de Resende.

En el Cancionero Colocci-Brancuti figuran dos composiciones atribuidas a un Joao de Lobeira, poeta de la corte de D. Diniz, en las cuales usa el estribillo de la canción castellana de Amadís, publicada en 1508.

Es la llamada Chacona de Oriana. Sabemos que Chacona es ciega, y, por lo tanto, la canción de la ciega es un canto popular:


«Leonoretta sin rossetta,
Bella sobre toda fror,
Sin rosetta non me metta
En tal coita vosso amor.»


Este estribillo aparece así vertido al castelllano:


«Leonoreta sin roseta,
Blanca sobre toda flor,
Sin roseta no me meta
En tal cuita vuestro amor.»


Esta canción o villancico, como la llama Montalvo, no constituye por si sola un argumento en favor del origen portugués. Pero en el libro en prosa Crónica del Conde D. Pedro de Meneses, escrita en 1454 por Gómez Cannes de Azurara, dice: «assy como som os primeiros feitos de Inglaterra, que también se llamaba Gran Bretanha, y assi o Libro d'Amadis, como somente este fosse feito a prazer de hum homem que se chamaba Vasco de Lobeira, en tiempo del Rei Don Fernando, sendo todas las cosas de dito liuro fingidas do autor».

Este testimonio seria de un valor indiscutible si se hubiera conocido antes del año 1792. El haber permanecido inédito todo ese tiempo, permite dudar de su veracidad.

Existe otro libro, inédito aún, de Joao de Barros, escrito en 1549, el cual refiere que Vasco de Lobeira hizo los primeros libros del Amadís.

Pero no se comprende que pueda ser el autor este Vasco de Lobeira, natural de Oporto, al que armó caballero D. Juan I el día de la batalla de Aljubarrota. Esto hace suponer que sería en aquella fecha un mozalbete, y no es lógico que tuviese escrita su obra y que la leyese en su juventud el viejo Canciller de Castilla.

Imparciales y eruditos escritores portugueses han advertido la dificultad de que Ayala pudiera conocer la obra de Lobeira.

Antonio Ferreira atribuye, en un soneto, la alteración del episodio de Briolanja a Vasco de Lobeira. Su hijo Miguel Leite Ferreira, que organizó la edición de los Poemas Lusitanos, puso en ella esta nota: «Los dos sonetos que van en el folio 24 los hizo mi padre en el lenguaje que se acostumbraba en este reino en tiempo del Rey D. Diniz y que es el mismo en que fué compuesta la historia de Amadís de Gaula, por Vasco de Lobeira, natural de la ciudad de Porto, y cuyo original anda en la casa de Aveiro.»

Véase uno de los sonetos a que alude:


Bom Vasco de Lobeira, de gra sem,
De prao que Vos avedes bem cantado
O feitos d'Amadís o Namorado,
Sem quedar ende por cantar hirem.
E tanto nos aprougue, ea tambem,
Que voi seredes sempre ende loado
E entre homes bôs por bom mentado,
Que vos lerao adeante, e que hora lem.
Mais por que vos fizestes a fremosa
Brioranja amar endoado hu nom amaram
Esto cambade, e compra sa vontade
Ca en hei grado de a ver queixosa
Por sa gram fermosura, e sa bondad
E er porque o fim amor nom lhe pagarom.


Se cree que la forma primitiva del Amadís fué variada, porque el infante D. Alfonso, hermano según unos e hijo primogénito, según otros, del Rey D. Diniz, llevó muy a mal (como se consigna en el libro) que Amadís rechazase a la hermosa Briolanja. También se atribuye esta anécdota al Infante D. Pedro, lo que viene a aumentar la confusión de fechas y de autor.

Esto tiene gran importancia, porque parece natural que si el Infante, cualquiera que este fuese, no gustó de ese episodio es porque el libro estaba ya escrito, y en ese caso no debió ser a su autor a quien mandase cambiarlo, pues cambiaba todo el sentido de la obra.

Amadís, faltando a la fe de Oriana, pierde toda su gran virtud y ya no podría pasar bajo el arco de la ínsula Firme, ni desenvainar la espada mágica.

Si el infante que conoció este libro, ya escrito, fué el hermano de D. Diniz, la fecha en que se escribió tuvo que ser anterior a la que se le asigna generalmente.

Puestos a buscar autores de Amadís, D. Luis Zapata dice en su Miscelánea:

«Y D. Hernando, segundo Duque de Berganza (Nieto del rey D. Alonso de Portugal, de donde aquella real casa salió, y rebisabuelo del gran príncipe, Duque D. Teodosio II, que hoy es), también como los demás fué escritor, que escribió el Amadís de Gaula, como lo supe yo de aquella real casa y de su Alteza la señora D.ª Catalina, su biznieta; y bien creo yo que tan alta y generosa composición había de ser de buena casta, que hombre rudo no pudo hacerla, y así me alegré de lo saber como fabulosamente el mismo Doncel del Mar de se hallar hijo del Rey.»

Lope de Vega, en su novela Las Fortunas de Diana, dice que «Una dama portuguesa compuso el celebrado Amadís, padre de toda esta máquina». Jorge Cardoso, asegura, que Juan de Lobeira, escribano de Elva, tradujo este libro del francés, por mandato del Príncipe D. Pedro.

Llega a atribuirse el Amadís al mismo Pero López de Ayala, cosa ilógica, pues ya hemos visto que tiene remordimientos sólo por haberlo leído.

El P. Sarmiento, fundándose en algunos galleguismos que creyó notar en el Amadís, le asigna autor gallego.

De una manera absurda se atribuye también el Amadís a Santa Teresa de Jesús, la cual nació en 1515, cuando llevaba ya muchos años de estar impresa la obra.

Menéndez Pelayo asegura que el Amadís existía ya en tiempo de Alfonso el Sabio, en cuya corte estaban de moda los cantares de Cornualla.

Deduce que no hay ningún dato serio para asegurar en qué lengua estaba escrito el primitivo Amadís, aunque «es probable que hubiera varias versiones en Portugués y en Castellano, puesto que Montalvo no dice haber traducido, sino corregido los tres primeros libros, únicos que aquí importan».

El empleo de las palabras Soledad, en el sentido de Saudade, y de Fucía derivado del latín Fiducia no prueban nada, porque Soledad en el sentido de melancolía que se tiene por la ausencia de una persona amada, es legítimamente castellana, como sostiene Menéndez Pelayo, y se prueba con multitud de ejemplos clásicos, y hasta ha llegado a dar nombre a un género de cantares andaluces. Fucía se emplea hasta en los refranes castellanos. «En Fucía del Conde, no mates al hombre».

En la actualidad se han realizado importantes descubrimientos sobre el Amadís, que pueden ser origen de nuevas investigaciones.

Teófilo Braga, el incansable y erudito trabajador, ha seguido una indicación hecha por Amador de los RÍOS, en una nota de su «Historia Crítica de la Literatura Española».

«Sin duda precedió a todas ¡as versiones, más o menos conformes con el libro castellano, tal como lo publicó Montalvo, otra de pocos citada, y cuyo examen, a ser hoy posible, resolvería satisfactoriamente la mayor parte de las cuestiones que dejamos apuntadas. Nos referimos a la traducción hebraica, o tal vez meramente rabínica, que cita Wolf con el título de Amadís de Gaula, y declaró haber visto en la escogida biblioteca de Oppenheimer; si, lo que no parece disparatado, esta traducción se hizo antes de Montalvo (1508), su importancia es de mucho relieve en la historia de nuestras letras. Lástima que Wolf no diera un extracto de su argumento, para saber si constaba de los tres libros que mencionó Pero Ferrus, o si de los cuatro conocidos».

Juan Cristóbal Wolf había hecho un viaje para examinar los manuscritos hebraicos en las bibliotecas de Leyde y de Amsterdam y su testimonio tenía gran valor.

Teófilo Braga, creyó ver en este texto hebreo una prueba del origen portugués del Amadís.

La literatura judaica en Portugal, en los tiempos de Alfonso V y D. Juan II, fué muy importante.

El ilustre Alrabanel, mantenía en Portugal la cultura filosófica, extinta en el norte de España, por las persecuciones del reinado de los Reyes Católicos.

Sólo en Portugal existían entonces condiciones de tolerancia y de interés para esta versión rabínica del Amadís de Gaula; que debió ser llevada por las familias judaicas, expulsadas a consecuencia del compromiso contraído por el rey D. Manuel para casarse con una hija de los Reyes Católicos.

La traducción de la novela de Amadís de Gaula en hebreo, no es un hecho aislado; una de sus fuentes, el poema de Flores y Blancaflor, fué también traducido a ese idioma, sobre antiguas versiones alemanas del texto francés.

Para los judíos, el Amadís tenía un interés especial, por la semejanza del nacimiento del héroe con Moisés: un niño recién nacido, expuesto en una cesta a la corriente del río o en el mar y salvado por un caballero o una Princesa. Alrededor de ese tema se tejieron las aventuras de un patriarca o de un caballero andante; según el carácter de cada edad y de cada civilización.

Es de suponer que una traducción hebraica del Amadís se imprimiría en Portugal, cuya tolerancia favorecía la implantación del nuevo arte de la tipografía.

Graesse, en su Tesoro de Libros raros, cita una edición in folio, impresa en Constantinopla, por Eliezer ben Gershon Soncino. Los judíos Socinantes de Secino fueron los primeros tipógrafos que se establecieron en Portugal.

Por la noticia de Graesse se ve que el traductor de Amadís debió ser un judío levantino, y por lo tanta uno de los que fueron expulsados de Portugal.

En la época en que el Amadís de Gaula podía ser traducido e impreso en hebreo, tuvo que ser en Portugal, donde los judíos tenían imprenta e imprimían numerosos libros. Basta considerar qué gran cantidad de libros hebraicos no saldrían de Portugal para tierras extrañas, sabiendo que los judíos portugueses eran, en aquellos tiempos, los mayores depositarios de la literatura hebraica y los únicos artífices que imprimieron libros de ese género; y casi los únicos señores que poseían esas obras, consigo se llevaron la mayor parte de ellas a los países donde fueron a buscar refugio y asilo.

Hasta los mismos judíos que quedaron en Portugal, disfrazados de cristianos, no pudieron conservar los ejemplares de esa clase de obras. Se veían obligados a abandonarlas o remitirlas al extranjero, a consecuencia de la fatal prohibición que se les hizo en 1494 de usar libros hebraicos.

Por eso desde 1497 no aparecen más ediciones de esta clase de libros. Si algunos quedaron de fechas anteriores fueron quemados como sospechosos de errores y blasfemias. En la península fué en Portugal donde se imprimieron los últimos libros hebreos. En Castilla no había tipografía hebrea en ese tiempo.

Ahora bien: Teófilo Braga, argumenta que si el texto castellano apareció en Zaragoza en 1508 y la traducción hebrea tuvo que estar hecha en Portugal entre 1485 y 1497, ésta es anterior a la publicación de Montalvo.

El no existir de la edición hebrea más que el primer libro de la novela debe revelar que no se han impreso los tres restantes, por la extinción de la tipografía hebraica, a comienzo del reinado de D. Manuel, por la imposición de la corte castellana.

La aproximación de José Visinho al Príncipe Don Juan II, al que dirigía en su gobierno colonial de Guinea, lleva a Teófilo Braga a suponer que fué éste quien hizo la traducción hebraica de la novela de Amadís, cuya posesión quedó en la familia del bastardo D. Jorge de Lencastre, jefe de la Casa de Aveiro, en la que, sin prueba, se supone que se conservó el manuscrito, por lo menos, hasta 1598.

El ejemplar hebraico del Amadís de Gaula que existe en el Museo Británico, según notas del Doctor Barnett, que lo ha examinado, no tiene fecha ni lugar de Impresión. Arbitrariamente figura en el catálogo como impreso en Constantinopla.

El Dr. L. D. Barnett, que pertenece a la sección orientalista del Museo Británico, ha examinado este ejemplar hebreo de Londres, y da los siguientes detalles interesantes: Aunque el traductor dice que la obra está dividida en cuatro libros, sólo existe el primero, que consta de 44 capítulos. El volumen tiene 163 páginas, contando la introducción. No hay resumen o sumario de cada capítulo. El texto de cada página es de cerca de 0’10 de ancho por 0’14 de largo, impreso a todo lo ancho, no a dos columnas. Cada página tiene 53 líneas, y el tipo es pequeño y de difícil lectura, por estar gastado y ser la impresión en papel áspero. Comparando el texto hebraico y el castellano, se ve que a los 44 capítulos del hebreo, corresponden 45 del castellano, y a las 165 páginas del primero, 100 páginas de la colección Rivadeneyra.

Parece a primera vista que hay una relación íntima entre las dimensiones de uno y otro; pero fijándose en la altura y anchura, hace Teófilo Braga este cálculo: «Las páginas en hebraico tienen 55 líneas; teniendo de anchura 0’10 y de altura 0'14, las páginas en castellano tienen de altura 0'24; y siendo a dos columnas de 0'07 de anchura, contiene cada página 244 líneas de texto. Sería imposible resumir en la traducción cada 244 líneas del castellano en las 55 del hebreo, además de ser un penosísimo trabajo de condensación literaria. Viene, por tanto, ese libro de Amadís en hebreo de un manuscrito anterior a la degeneración retórica de la ampliación castellana.»

El ejemplar de Bresláu es en todo semejante al de Londres, y ambos proceden de la Biblioteca del gran bibliógrafo del siglo XVII, David Oppenheimer.

La rudeza del papel y de los tipos de impresión, comparada con la belleza de los caracteres y del papel de las ediciones hebraicas de Lisboa, no es óbice para que ésta sea portuguesa, porque el lujo de la tipografía se reservaba para las impresiones de libros religiosos, como el Pentateuco, los Psalmos y los Comentarios ().

Teófilo Braga hizo traducir las tres primeras páginas del Amadís de Gaula hebraico por el Dr. Abraham Galante, y me ha proporcionado esta traducción, con la que yo comienzo el arreglo del Amadís, vertiéndola por vez primera al castellano.

Fácilmente se ve que el texto hebreo tiene una gran belleza y mayor sobriedad que el castellano, por lo que lo guardo como la clave que debe dar el tono del arreglo que me propongo llevar a cabo al extractar el texto de Montalvo.

Esta sobriedad es uno de los argumentos que esgrimen los portugueses, pues en la época en que aparece Amadís, el idioma castellano era ampuloso y retórico en demasía. La corrección de Montalvo, suponen que debía haber añadido y desnaturalizado el texto portugués, que nadie conoce. En cambio sabemos que el Amadís se conocía en Castilla desde la época de Alfonso X, el Sabio.

Pero hay otra cosa más interesante en esta versión hebraica: lo que al episodio de Briolanja y Amadís se refiere.

Sabemos que según el texto primero, que se cree existió de esta novela, Amadís protegió a la desvalida Briolanja, a la que habían arrebatado su reino de Sobradisa. Conseguido esto, Briolanja, reina ya, se enamora del héroe y quiere ser suya.

Pero Amadís le dio a conocer las angustias y dolores pasados por el amor de su señora Oriana, y rechazó a la joven reina. El Infante D. Alfonso de Portugal, tuvo piedad de la hermosa doncella y mandó cambiar el episodio, en forma que Montalvo tiene buen cuidado de decir que se aparta de la verdad.

Hay, pues, tres versiones: la más antigua, la que está de acuerdo con el espíritu del libro, que se supone existió, es la de que Amadís resiste a los requerimientos de Briolanja y permanece fiel a la fe de Oriana.

La segunda, es la corrección que mandó hacer el piadoso infante, según la cual Amadís sucumbe al fastidio y la tentación de su encierro, tiene de Briolanja, dos hijos de un vientre y la abandona luego.

Pero como esta piedad es un tanto rara y sin la fidelidad de Amadís no hay obra posible, pues el tipo de caballero es el del perfecto enamorado, se le ha echado el remiendo de la tercera versión: la flaqueza de Amadís se disculpa con el mandato de Oriana, que le ordenó ceder a los requerimientos de la doncella para que recobrase la libertad.

Pues bien, en este tomo hebreo hay otra versión que es más racional.

Briolanja se quiere dar a Amadís, no por liviandad, sino como galardón de haberla vengado y; de haberle restituido su reino; es como la mayor ofrenda que le puede hacer: la ofrenda de sí misma.

Pero Amadís no la rechaza ni la engaña, le agradece, cortés, su favor, y le dice:

—Mi hermano va a llegar.

Darle a su hermano, joven, bello, noble y Valiente como él, es darle algo de sí mismo.

Ella ama a su esposo y es feliz, y Amadís no falta a su caballerosidad ni a su amor.

Es la más bella de las interpretaciones. Pero esto no prueba que no sea traducción o arreglo del texto castellano. Todo lo que se hable respecto a cómo era el Amadís portugués no tiene más valor que el de meras conjeturas. La misma D.ª Carolina Michaélis de Vasconcellos, dice: «La supuesta redacción primitiva, del tiempo de D. Alfonso 111 y su hijo D. Deniz, no fué nunca impresa. Ni se conservó manuscrita»

Respecto al argumento de ser Amadís portugués, por el carácter especial de su lirismo, es demasiado débil para que pueda hacerlo prevalecer, ni en favor ni en contra, ninguno de los contrincantes.

El lirismo dominaba a toda Europa en esa época, y España es un país de grandes líricos. El espíritu de los reinos de la Península se confundía por las influencias mutuas y el galaico-portugués influyó en la lírica de las Cortes Castellanas.

En el período trovadoresco escribió Alfonso el Sabio en gallego sus Cantigas de Santa María, y Alfonso XI versificaba también en el dulce galaico-portugués sus impulsos amorosos.

Los Cancioneros de Baena, del Vaticano y Colocct-Brancuti, guardan todo el tesoro de la poesía lírica de la Península y en ellos están mezclados los ingenios portugueses y españoles, en un íntimo enlace.

La poesía brota, fecundada por la placidez del cielo de la Península. De esta condición de ser un pueblo de poetas, nace la leyenda, que se confunde con la prehistoria, de que ya Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé, que vino a España 2165 años antes de J. C, dio leyes en coplas.

Cervantes, en ese donoso y grande escrutinio que el Cura y el Barbero hicieron en la librería del Ingenioso Hidalgo, no salva más libros que Amadís de Gaula y Palmerín de Inglaterra.

La sobrina de D. Quijote no quería perdonar del fuego ninguno de aquellos libros dañadores, que volvieran el juicio a su tío, pero el Cura no consintió en condenarlos sin leer siquiera sus títulos, y Cervantes dice:

«El primero que maese Nicolás le dio en las manos fué los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el Cura: Parece cosa de misterio ésta, porque, según he oído decir, este libro fué el primero de caballería que se imprimió en España, y todos los demás han tomado principio y origen de éste, y así parece que, como a dogmatizador de una seta tan mala, le debemos sin excusa alguna condenar al fuego. No, señor—dijo el Barbero—que también he oído decir, que es el mejor de todos los libros de este género que se han compuesto, y así, como a único en su arte, se debe perdonar. Así es verdad—dijo el Cura—y por esa razón se le otorga la vida por ahora.»

Pero no cabe la misma suerte a Las Sergas de Esplandían, Amadís de Grecia, y todo el linaje de los Amadíes, de los Palmerines (excepto el de Inglaterra) y a todos los demás libros que van a parar sin remisión a la hoguera, arrojándolos al corral por la ventana.

Tal vez, más que su fondo, fué la forma, lo que Cervantes condenó en los libros de Caballerías, puesto que de no ser así, no podrían salvarse Amadís y Palmerín. Los libros que Cervantes más ataca, son los extravagantes de Feliciano de Silva, que escribe aquellos párrafos enrevesados: «La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura.» O aquello de «Los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas os fortifican y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza.»

Pero la creencia de que los libros de Caballerías eran perjudiciales y llevaban a la locura, se extendió y exageró de tal modo que el Gobierno y las Cortes intervinieron en el asunto, mandando que no, se pudiesen imprimir, vender ni leer semejantes libros, en la Metrópoli ni en las posesiones de Ultramar; y que se quemaran públicamente cuantos ejemplares se hallasen de los mencionados libros.

Como se ve, no fué sólo la magna obra de Cervantes la que acabó con los libros de Caballerías. Debilitado el ideal de la Edad Media; herido con la terrible arma del ridículo por la lanza del noble Don Quijote, que parece combatir lo mismo que exalta, aún hubieran continuado viviendo mucho tiempo los libros caballerescos, si la persecución oficial no hubiera acabado con ellos. Sólo así se explica una total y rápida desaparición de obras tan buscadas y que acabaron como arrancadas de raíz por un hachazo. Al peligro que ofrecía el poseer entonces esta clase de libros responde el refrán egoísta que proclama la necesidad de buscar cada uno su propia seguridad, sin preocuparse del prójimo: «¿Quién te manda meterte en libros de Caballerías?»

A no ser por el mismo Don Quijote, que ha perpetuado su memoria, no se tendría idea de lo que eran estas obras. D. Quijote las ha salvado.

Respecto al Amadís, hay que convenir con Cervantes en que ningún libro de este género fué tan leído, tan popular y tan alabado como él, ni que más veces se haya impreso y continuado, hasta la quinta generación. Enaltecido por todos como espejo de Caballeros, Amadís el Casto, Amadís el Leal, Amadís el Virtuoso, ejerció una influencia benéfica en la vida social. Amadís ha recorrido las Siete Partidas del mundo, en todos los idiomas y en él se han inspirado muchos grandes artistas. Menéndez Pelayo ha dicho de esta obra: «Sin el vértigo amoroso de Tristán, sin la adúltera pasión de Lanzarote, sin el equívoco misticismo de los héroes del Santo Graal, Amadís es el tipo del perfecto caballero, el espejo del valor y de la cortesía, el dechado de vasallos leales y de finos y constantes amadores, el escudo y amparo de los débiles y menesterosos, el brazo armado y puesto al servicio del orden moral y de la justicia».

Un gran crítico italiano dice del Amadís, que es: «la piú bela e forse la piú giovevole storia favolata».

La ilustre y erudita señora D.ª Carolina Michaëlis de Vasconcellos refiere, que el olímpico Goethe, en una carta a Schiller, confiesa avergonzarse de haber conocido tarde libro tan excelente.

Porque no debe creerse que los lectores del Amadís se contaban sólo entre el pueblo, aficionado a la aventura. La corrección de su estilo y su arte hicieron que figurasen entre los lectores Carlos V y Francisco I, por cuya influencia lo tradujo al francés, Nicolás de Herberay, Señor des Essarts, tornándose tan buscado y popular en Francia como en España lo era. Consta que leyeron y alabaron el Amadís, a pesar de sus crudezas, perdonables a la artística serenidad que en ellas hay, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, Diego de Mendoza, Simón de Silveira, Montaigne, Ariosto, Torcuato Tasso y otras muchas personas de prestigio, sin contar los monarcas, señores y damas portuguesas que ya hemos mencionado.

¡Ojalá que el virtuoso caballero tenga en esta nueva salida, que hace en el siglo XX, la acogida que merece, de una sociedad tan necesitada de justicia, como sobrada de materialismo!


Carmen de Burgos

Colombine

Introducción

Aquí comienza el primer libro del esforzado y virtuoso caballero Amadís, hijo de Perión de Gaula y de la Reina Elisena


«Hubo en otro tiempo en la pequeña Bretaña, un rey cristiano llamado Garínter, dotado de gran rectitud y bondad de corazón. Este rey tenía dos hijas, extraordinariamente hermosas; era la mayor casada con un rey de Escocia llamado Languínes y a ella la conocían por la Bella de la Corona, porque el Rey su esposo, había dispuesto que adornase su cabeza con una corona de oro, pedrería y perlas. La corona era tan linda, que no se podía hallar otra igual. Estaba abierta por la parte superior para que pudiesen ser vistos sus cabellos, principalmente los bellos rizos.

La Reina Bella de la Corona, se halló grávida y dio a luz un hijo al cual puso el nombre de Agrájes. Nuevamente en cinta nació una niña, que ella llamó Mabilia. Este Agrájes creció y se tornó un caballero denodado, y su hermana Mabilia era también muy gentil. En cuanto a la hermana de la Reina, Elisena, era de perfecta beldad, aun más hermosa que ella.

Su belleza hacía que fuese pretendida en casamiento por muchos monarcas. Ella no aceptó ningún casamiento, y su negativa dio origen a que la llamasen la Beguina.

El rey Garínter, reconociendo su avanzada edad, se había dejado de guerras y, sólo alguna que otra vez, salía al monte para recrearse en la caza. Un día andaba en montería con sus hombres, y aconteció que, persiguiendo una fiera, se halló separado de su cortejo. Tendiendo la vista notó que un hombre estaba luchando solo contra otros dos. Reconoció el rey aquellos dos hombres, que eran sus vasallos, pero no conoció quién fuese el otro. Al rey le disgustaban mucho aquellos dos malvados, viciosos y rebeldes, aunque no se atrevía a castigarlos, porque tenían larga parentela, y deseaba que el atacado los matase. Tanto, tanto lucharon, que vio al justador matar a los dos asaltantes. El caballero levantó entonces los ojos y vio al rey, sin saber quién era; llegó junto a él, y le dijo:

—¿Qué reino es éste en el que los hombres se matan así los unos a los otros?

Respondió el Rey diciendo:

—¡Oh, caballero! ¡No os espantéis de eso, porque en todas las tierras hay buenos y hay malos; y esos que acabáis de matar, maltrataron mucha gente e hicieron muchos daños por ese mundo, hasta el punto de que si el mismo rey no los castigó es porque les temía, a causa de su mucha parentela!

El caballero respondió diciendo:

—A ese rey de que hablas busco yo y vengo de un país lejano para encontrarlo y darle nuevas de un gran amigo que tiene; te ruego, si tú sabes dónde lo puedo encontrar, que me lo digas.

Dijo el rey en respuesta:

—Acontezca lo que aconteciere, te diré la verdad: sabrás que yo soy el Rey que tú buscas.

En cuanto el caballero oyó esto, soltó el escudo, se quitó la visera de hierro, entregó todo a su paje, y corrió a abrazar al rey.

Así que el caballero descubrió su rostro, reconoció el rey que él era rey también; se llamaba Perion de Gaula, y eran grandes amigos, que se conocían apenas de nombre y que deseaban encontrarse reunidos; y ahora que se habían encontrado se abrazaban con grande alegría.

Entretenidos en su conversación fueron a encontrarse con la gente de la comitiva que andaba en la caza; pero de pronto, vieron en su camino un ciervo que se les había escapado a los cazadores y venía hacia ellos. Los reyes se lanzaron en su persecución para matarlo, pero en la carrera salió un león de entre las matas y descuartizó al ciervo, dirigiéndose después con gran saña contra los reyes. Cuando el rey Perion vio que el león iba hacia ellos, se apeó del caballo que montaba, el cual aterrado delante del león no quería avanzar; y embrazando el escudo, arrancó la espada de la vaina, y arremetió contra el león.

El rey Garínter gritaba, a Perion que no ostigase al león; pero el rey Perion, con su extremada bravura, no se pudo contener. Entonces el león salió de entre los árboles, y vino hacia el rey, derribándolo por tierra. Perion reunió toda su energía y su valor, y atravesó con la espada la barriga del león, que cayó muerto por tierra a su lado.

Así que el rey Garínter vio tal hazaña quedó muy asombrado, diciéndose:

—No en vano se ha esparcido su fama por el mundo.

Después de haber matado al león, llegaron los hombres del séquito del rey Garínter, y viendo el hecho, se maravillaban y conversaban acerca de la valentía y de la bravura de Perion.

El rey Garínter hizo cargar el ciervo y el león en palafrenes y llevarlos a la ciudad.

Los reyes caminaron hacia ésta, con sus hombres, llenos de gran alegría y contento.

Cuando la reina, esposa de Garínter, fué avisada de la llegada del rey Perion, mandó adornar el palacio con colgaduras de seda y oro y que se pusiesen las mesas para el banquete.

Luego que los reyes llegaron se sentaron en torno de la mesa principal y en otra, puesta al lado, se sentó Elisena, hija del rey. Fueron servidos los manjares y bebidas con profusión y cuando estaban en aquel regocijo el rey Perion reparó en Elisena y en su belleza extremada, porque ella era lindísima. Elisena también halló que el rey Perion era muy apuesto y merecía la fama de su pujanza y bravura que se había esparcido por el mundo; y así se gustaron tanto el uno al otro, que las llamas del amor se encendieron en ambos, no ya como en los tiempos que Elisena se desviaba de todas las cosas mundanas. Tampoco el rey había rendido nunca su corazón a otra mujer sino en aquel momento. Así se encendió su mutuo amor de tal manera, que nada más probaron del banquete.

Después que se levantaron de las mesas, la Reina se dirigió a su cámara con su aya, y Elisena se levantó para acompañarla; pero al levantarse se le cayó del regazo un anillo de oro que llevaba y que se había quitado para lavarse las manos. Elisena fué a cogerlo, al mismo tiempo que el rey Perion y sus manos se encontraron; el rey le tomó la mano y se la apretó. A Elisena le subió el rubor a las mejillas y mirando el rostro del Rey con ojos enternecidos le dijo bajito que mucho le agradecía el servicio que le hiciera. Perion respondió diciendo:

—No será el último homenaje que os preste, pues durante todos los días de mi vida yo seré vuestro servidor.

Ella salió detrás de su madre, llena de cuidado, hasta el punto de tornársele pálido el semblante, y tanto aumentó su amor, que ya no podía sostenerse, y tuvo que llamar al aya que la servía y en quien depositaba toda su confianza para contarle sus proyectos y secretos.

Darioletta se llamaba el aya, y con lágrimas en los ojos se entendió con ella, le descubrió su secreto y le pidió consejo.

—¿Cómo podría saber si el rey Perion ama a otra mujer y si su amor me convendrá, y cómo podría yo corresponderá?—dijo.

El aya se turbó con la mudanza tan repentinamente efectuada en una Princesa apartada de las cosas del mundo; pero viéndola llorar le dijo:

—Ta noté que el amor, tocó con su dardo los corazones y que no hay tiempo para aconsejar y ponderar; y, como vuestra que soy, yo haré vuestros loores de la manera más conveniente y más ligera que me fuera posible.

Cuando el aya acabó de hablar fué a la Cámara donde estaba aposentado el Rey Perion y encontró al criado, que estaba a la puerta, teniendo en las manos los trajes que el rey quería vestir. El aya dijo al paje:

—Entrégame esos trajes y vete a tratar de tus asuntos, que yo ayudaré al rey a vestirse.

El paje, pensando que eso sería más en honra del Rey, le entregó los vestidos y se fué.

El aya llegó a presencia del Rey, que estaba sentado sobre el lecho; y conoció que era la que servia, a Elisena, y a la que ésta distinguía más que a las otras ayas, porque a todas las había visto cuando estuvieron en la mesa (). Estremeciéndosele el corazón le dijo:

—¿Buena doncella, qué es lo que queréis?

—Daros de vestir—respondió ella.

—Eso al corazón había de ser—dijo él—que de placer y alegría muy despojado y desnudo está.

—¿Por qué causa?—dijo ella.

—Porque yo vine a esta tierra—dijo el rey—con entera libertad, solamente temiendo las aventuras que de las armas ocurrirme podían, y ahora me encuentro llagado de herida mortal. Si alguna medicina para ella me procuraseis seríais por mí muy bien galardonada.

—Decidlo todo sin recelo—dijo ella.

—Pues amiga señora,—respondió él—os digo que en fuerte hora miré la gran hermosura de Elisena, vuestra señora, porque atormentado de cuitas y congojas estoy, hasta el punto de morir si algún remedio no hallo.

La doncella se puso muy alegre al oir esto y díjole:

—Mi señor, si me prometéis como rey en todo guardar la verdad y como caballero, según corresponde a vuestra fama, tomar a Elisena por mujer a su debido tiempo, yo haré que no solamente vuestro corazón sea satisfecho, sino también el suyo, herido de esa misma llaga; y si no lo hacéis así, ni vos la tendréis ni yo creeré que vuestras palabras sean de leal y honesto amor salidas.

El Rey tomó la espada que al lado tenía y poniendo la diestra mano en la cruz dijo:

—Yo juro en esta cruz y espada, con que la Orden de Caballería recibí, hacer eso que vos, doncella, me pedís cuando vuestra señora Elisena me lo mande.

—Pues entonces holgad—dijo ella—que yo cumpliré lo que dije.

Darioletta fué a buscar a su señora y le contó lo que con el Rey Perion concertara.

Elisena se puso muy contenta y abrazándola le dijo:

—Eres mi verdadera amiga, pero ¿cuándo llegará la hora de que vea en mis brazos al señor que me has dado?

—Ta sabéis, señora—respondió Darioletta—que la cámara en que el Rey Perion está, tiene una puerta que sale al huerto donde vuestro padre va algunas veces a pasear. Cuando el rey salga yo la abriré y siendo tan de noche que los del Palacio sosieguen, podremos entrar sin que nadie nos sienta.

Cuando llegó la noche, Darioletta fué a buscar al escudero del Rey Perion y le preguntó si sabía a qué doncella amaba su señor entrañablemente.

—Mi señor—respondió él—las ama a todas en general, pero a ninguna del modo que decís.

Llegó en esto el Rey Garínter y dijo a Darioletta:

—¿Qué tienes tú que hablar con el escudero del Rey?

—Por Dios, señor, me ha llamado él para decirme que su señor tiene costumbre de dormir solo y siente mucho empacho de que durmáis en la misma habitación.

El Rey fuese a ver a Perion y le dijo:

—Mi señor, yo tengo muchas cosas de qué ocuparme en mi hacienda y levantóme a la hora de los maitines; para no daros enojo creo mejor que quedéis solo en la cámara.

Cuando Darioletta vio que todo sucedía como deseaba, fué a contarlo a su señora Elisena.

—Amiga mía—dijo ésta—ahora creo que Dios así lo ha dispuesto y esto, que al presente yerro parece, redundará algún día en servicio suyo.

I. Amadís Sin-Tiempo, hijo de rey

Cuando toda la gente estuvo acostada, Darioletta se levantó y llevó a Elisena desnuda, como en su lecho estaba, solamente con la camisa y cubierta por un manto; y salieron ambas a la huerta. Hacía una luna muy clara, la doncella miró a su señora y abriéndole el manto tocóle el cuerpo y dijo riendo:

—Señora, en buen hora nació el caballero que esta noche os tendrá.

Y decía bien, porque Elisena era la doncella más hermosa de rostro y de cuerpo que se conocía.

El Rey Perion, entre tanto, vencido por el sueño, se había adormecido, y soñaba que entraba en la cámara, por una puerta falsa, alguien que no sabía quién era, le metía las manos por el costado, le sacaba el corazón y lo echaba al río.

—¿Por qué hacéis tal crueldad?—decía él.

—Eso no es nada—le respondía—que aún os queda otro corazón que yo os quitaré, aunque no sea por mi voluntad.

A esta sazón abrieron las doncellas la puerta y el Rey despertó despavorido y se comenzó a santiguar; luego saltó de la cama, tomó su espada y escudo y fué hacia donde divisaba los bultos. Darioletta cuando vio esto dijo;

—¿Qué es eso, señor? Tirad vuestras armas que contra nosotras poco os pueden defender.

El Rey vio a Elisena y tirando la espada y el escudo cubrióse con un manto que cerca de la cama tenía y fué a enlazar a su amada entre los brazos. Ella lo abrazó, como a la cosa que más amaba, y Darioletta le dijo:

—Quedad, señora, con este caballero, que aunque vos, como doncella, hasta aquí de muchos os habéis defendido, y él así mismo de otras muchas se defendió, no bastarán vuestras fuerzas para defenderos el uno del otro.

Y Darioletta recogió la espada y se la llevó como prenda del juramento de casarse con su señora que el Rey había hecho.

El Rey quedó solo con su amiga y la miraba a la luz de tres antorchas que en la cámara ardían, pareciéndole que se había juntado en ella toda la hermosura del mundo; y así, abrazados, se fueron a echar en el lecho, donde aquella que durante tanto tiempo, había defendido su hermosura y juventud de tantos príncipes y de tantos hombres notables por permanecer doncella, rompió en poco más de un día las fuertes ataduras de su honesta y santa vida, quedando convertida en matrona de allí en adelante. Estando los dos amantes en su solaz, Elisena preguntó al Rey Perion si se iría pronto de allí y llegaría a olvidarla.

—No tengáis temor de eso—dijo el Rey—que aunque mi cuerpo de vuestra presencia se aleje, mi corazón junto con el vuestro quedará y a entrambos dará so esfuerzo, a vos, para sufrir, y a mí, para volver más pronto.

Al amanecer vino Darioletta a llamar a su señora y las dos se fueron a sus camas, y el Rey quedó en la suya muy prendado de su amiga, pero espantado del sueño que había tenido, el cual le hacía desear ir pronto a su tierra, donde había a la sazón muchos sabios que sabían descifrar los sueños.

Así transcurrieron diez días, durante los cuales el Rey Perion holgó todas las noches con su muy amada amiga.

Al cabo de ese tiempo, forzando su voluntad y las lágrimas de su señora, que no fueron pocas, se despidió del Rey Garínter y de la Reina y después de recomendar a Darioletta que cuidase de Elisena, partió armado de todas las armas menos de su espada, por la que no se atrevió a preguntar, aunque le dolía mucho perderla, porque era muy buena y hermosa.

Elisena quedó con mucha soledad y con gran dolor por la partida de su amigo y pasado algún tiempo se sintió preñada; perdió el apetito, el sueño y su hermoso color. Ordenaba la ley de aquel reino que cualquier mujer, por grande que fuese su estado y señorío, si en ese trance, siendo soltera, se hallaba, no pudiera librarse de la muerte. Así es, que Elisena no hallaba medio de poder salvar su vida, a no ser con la ayuda de Darioletta.

Había en aquel palacio del Rey Garínter una cámara apartada que daba sobre el río y tenía una puerta por la cual solían salir a pasear las doncellas de palacio. Por consejo de Darioletta pidió Elisena a su padre la llave de aquella estancia, para rezar en ella sus horas sin que nadie la estorbase. Aposentada allí Elisena, se aconsejó con su doncella sobre lo que harían con lo que pariese.

—Señora—dijo ésta—es menester que perezca para que vos seáis libre.

—¡Ay, Santa María!—respondió Elisena—. ¿Cómo consentiré yo en matar lo que fué engendrado por la persona que más amo en el mundo?

—No penséis en eso—dijo la doncella—porque si os matan a vos, no dejarán viva a la criatura y sacrificándoos vos, condenáis a vuestro amado, que sin vos no podrá vivir, y viviendo vos y él otros hijos e hijas tendréis que el dolor de éste os harán olvidar.

Entre las dos hicieron un arca con cuatro grandes tablas de la largura de la espada, cubrieron las junturas con betún para que no entrase el agua y la guardaron bajo la cama.

No tardó mucho Elisena en sentir los dolores del parto, que se doblaban con la angustia de no poder gemir y quejarse; mas quiso el Señor, que sin peligro suyo, un hijo pariese, y aunque era tan hermoso, como si fuese afortunado, la doncella no dudó en poner en ejecución lo que convenía. Lo envolvió en muy ricos paños, tomó tinta y pergamino y escribió una carta que decía:

«Este es Amadís sin tiempo, hijo de rey». Decía sin tiempo, porque creía que moriría en breve, y Amadís, porque era el nombre de un santo muy preciado, al que la doncella lo encomendó. Cubrió la carta toda con cera, la sujetó con una cuerda al cuello del niño, junta con el anillo del Rey Perion que Elisena guardaba, puso a un lado la espada y quitó al niño de los brazos de su madre, que lloraba desconsoladamente diciendo:

—¡Ay mi hijo pequeño, qué pena tan grande me da su suerte!

Darioletta lo colocó en la caja, clavó la tapa bien galafateada, para que el agua no pudiera entrar, y la echó al río. Como el agua era muy recia pronto la llevó al mar que a una media legua estaba. Pero aconteció que navegaba a la sazón por allí una barca, en la que iban un caballero de Escocia y su mujer, que se dirigían a su país, desde la pequeña Bretaña. La dama estaba parida de un hijo, que se llamaba Gandalin y el caballero tenía por nombre Gandáles. Este vio el arca que por el agua nadando iba, y mandó a cuatro marineros que echasen un batel a la mar y la trajesen. Cuando el caballero levantó la tapa y contempló al doncel, comprendió que era de gente principal, por los ricos paños, el anillo y la espada, y comenzó a maldecir de la mujer que tan cruelmente había desamparado a la criatura. Le rogó a su esposa que lo hiciese criar y ella mandó al ama que amamantaba a su hijo que le diese la teta. El niño la tomó, con tan gran gana de mamar, que el caballero y su esposa se pusieron muy contentos.

Los bondadosos señores siguieron con buen tiempo su viaje a Escocia, hasta la villa de Antalia donde tenían un hermoso castillo, en el que criaron al doncel como si su hijo propio fuese.

II. El sueño misterioso

Salió el Rey Perion de la pequeña Bretaña con el ánimo atormentado por la gran soledad que de su amiga sentía y por el sueño que no acertaba á descifrar. Llegado a su reino, envió por todos sus ricos hombres y mandó a los obispos que consigo trajesen los más sabios clérigos que había en sus tierras.

Cuando sus vasallos supieron su venida, acudieron todos a verlo, llenos de contento; pero el Rey los recibió con triste semblante, y, una vez despachados sus negocios, mandó que a sus tierras se volviesen e hizo quedar consigo a tres clérigos que eran los que más sabían de lo que él deseaba. Tomáronse éstos algunos días para meditar, y al cabo de ellos, dos de los clérigos, predijeron al Rey que debía referirse su sueño a alguna guerra de invasión, en la que perdería una parte de su territorio; pero el tercero de los adivinadores pidió quedarse a solas con el monarca y le reveló todo lo sucedido con Elisena, describiéndosela como si la tuviese delante.

—Las manos que en vuestros costados metían—dijo—significan el juntamiento de ambos, y el corazón que sacaban, significa el hijo o hija que de vos tendrá.

—¿Pero qué representa eso de echarlo en el río?

—Antes de decírtelo, quiero que me prometáis que no tendréis saña y enojo, contra la que tanto os ama, por esa causa.

—Yo lo prometo—dijo el Rey.

—Pues lo que en el río habéis visto lanzar, es el hijo que tendrá de vos.

—¿Y el otro corazón que me queda—preguntó el Rey—qué será?

—Otro hijo que tendréis—respondió el Maestro—y el cual perderéis contra la voluntad de la que ahora os hace perder el primero.

El Rey Perion quedó muy satisfecho y colmó de regalos al adivino.

Aquella misma tarde, al salir de Palacio, halló el Rey a una doncella, más adornada de atavíos que de hermosura, la cual le dijo:

—Sabe Rey Perion que cuando recobres tu prenda perderá el señorío de Irlanda su flor.

Y diciendo esto desapareció, sin que el Rey la pudiera detener.

Pasado algún tiempo, estando Perion en su Palacio, entró una doncella y le entregó una carta de Elisena, en la que le hacía saber que el Rey Garínter, su padre, había muerto y ella estaba desamparada si no iba en su ayuda; porque la Reina de Escocia, su hermana, y el Rey su cuñado, le querían quitar sus tierras.

El Rey dijo a la doncella:

—Decid a vuestra señora, que no me detendré ni un solo día en ir a su lado.

Llegó Perion a la pequeña Bretaña, donde supo que Languínes se había apoderado de todo el reino, salvo las villas que su Padre dejó a Elisena. Encontró a ésta en la villa de Arcarte y creo inútil decir si fué bien recibido, sabiendo lo mucho que se amaban. El Bey le dijo que hiciese llamar a todos sus amigos y parientes, porque la quería tomar por mujer.

Cuando el Rey Languínes supo esto, mandó llamar a todos los hombres buenos del país y llevándolos consigo fué a saludar a Perion, que lo recibió con mucho afecto; y una vez celebradas las bodas y las fiestas, acordaron los dos reyes volver a sus reinos.

En el camino de Gaula encontró el Rey Perion a un ermitaño que le preguntó:

—¿Es verdad que el Rey Perion se ha casado con la hija del Rey nuestro señor?

—Verdad es—dijo él.

—Pues yo quiero que sepáis—añadió el ermitaño—lo que me ha comunicado una doncella muy sabia. Me ha dicho que de la pequeña Bretaña saldrán dos dragones que tendrán su señorío en Gaula "y sus corazones en la gran Bretaña, y de allí irán a comerse las bestias de las otras tierras, siendo con unas, muy bravos y feroces, y con otras, mansos y humildes, como si no tuvieran ni uñas ni corazón.

El Rey se maravilló de oir esto y estando en su lecho, con gran placer, aquella noche le dijo a la Reina lo que los intérpretes habían declarado de su sueño, y le rogó que le dijese si había parido algún hijo. La Reina que esto oyó, sintió tal vergüenza que hubiera preferido la muerte, y lo negó diciendo que nunca había parido. Partieron al día siguiente, caminando a pequeñas jornadas, hasta llegar al reino de Gaula donde a todos encantó la Reina con su noble apostura. El Rey holgó más que solía y tuvo un hijo y una hija; al hijo le pusieron Galaor y a la hija Melicia.

Cuando el niño tenía dos años y medio estaba un día asomado a la ventana que daba al jardín, donde la Reina se solazaba con sus dueñas y doncellas, cuando entró por un postigo del muro que daba al mar, un jayán con una gran maza en la mano, tan grande y diforme, que no había hombre que lo pudiese ver sin espantarse. Así le sucedió a la Reina y a sus damas; unas huían entre los árboles, y otras se dejaban caer en tierra tapándose los ojos para no verlo; pero el gigante se dirigió al niño, desamparado y solo, y cogiéndolo entre los brazos se volvió por donde vino y entrando en una lancha se fué mar adentro.

La Reina que vio que se llevaba al niño, comenzó a dar grandes gritos; pero todo fué inútil y el duelo de todos fué tan grande, que no le superaba más que el del Rey, el cual sentía una gran pena de no haber podido socorrer a su hijo. La Reina estaba desesperada y se le venía a la memoria el otro hijo que al mar había echado, al ver perdido a éste, con el que pensaba remediar su gran tristeza. El Rey la llevó consigo a su cámara y cuando la vio más sosegada le dijo:

—Dueña, ahora conozco que es verdad lo que los clérigos me dijeron y que éste era el último corazón que me quedaba.

La Reina, con gran vergüenza, le contó lo que con el primer hijo le aconteciera.

—No os apuréis—dijo el Rey—pues si a Dios le plugo que gozáramos poco de estos dos hijos, yo espero que con el tiempo tendremos la fortuna de volver a saber de ellos.

El gigante que se llevó el niño era natural de Leonís y tenía dos castillos en una isla. Se llamaba Gandalac y no era tan malo como los otros gigantes. Llevó al niño hasta el interior de la isla, donde había un ermitaño de santa vida. El gigante había hecho poblar la isla de cristianos, y el ermitaño era el encargado de repartirles la limosna para su sostenimiento.

—Amigo—le dijo—os doy este niño para que lo criéis y le enseñéis todo lo que conviene a un caballero, porque es hijo de rey y reina.

El hombre bueno le contestó:

—Dime por qué has hecho esta crueldad tan grande.

—Sábete—respondió el gigante—que al ir a entrar en la barca para combatir con Albadán, el que mató a mi padre y tiene tomada por fuerza la peña de Galtares, hallé una doncella que me dijo:

—Lo que tú pretendes lo ha de conseguir el hijo de Perion de Gaula, que tendrá mucha más fuerza y ligereza que tú.

To le pregunté cuándo sucedería eso, a lo que ella me respondió:

—Sucederá a la sazón en que se junten las dos ramas de un árbol que están ahora separadas.

De esta manera quedó Galaor en poder del ermitaño.

III. Las profecías de Urganda la Desconocida

Entre tanto el caballero Gandáles y su mujer criaban a Amadís, al cual llamaban el Doncel del Mar y era tan hermoso, que todos los que lo veían se maravillaban. Un día que iba Gandáles de paseo encontró a una doncella que le dijo:

—¡Ay Gandáles, si supieran muchos altos hombres lo que yo sé, te cortarían la cabeza!

—¿Por qué?—preguntó él.

—Porque tú guardas su muerte—respondió ella.

Y continuó su camino. Al poco rato Gandáles, que había quedado muy preocupado, la vio tornar montada en su palafrén, diciendo a grandes voces:

—¡Ay Gandáles, socórreme que me matan!

EL miró y vio venir en pos de la doncella un caballero armado, con la espada en la mano. Gandáles espoleó su caballo y se metió entre ambos diciendo:

—Don caballero, a quien Dios dé mala ventura, ¿por qué importunáis a esta doncella?

¿Y por qué queréis vos ampararla, cuando me trae perdidos el alma y el cuerpo?—respondió.

—Nada de eso sé—dijo Gandáles—pero la defenderé, porque las mujeres no deben ser castigadas, aunque lo merezcan.

—Ahora lo veremos—dijo el caballero.

Y metiendo la espada en la vaina tornóse a la arboleda, donde estaba una doncella muy hermosa, que le dio un escudo y una lanza, y entonces arremetió contra Gandáles. Hiriéronse ambos con las lanzas en los escudos; y así que éstos volaron en piezas, juntaron los caballos y los cuerpos tan bravamente, que cayeron en sendas partes y los caballos con ellos; pero cada uno se levantó lo más presto que pudo y combatieron a pie, hasta que la doncella que huía se metió entre ellos y dijo:

—¡Caballeros, deteneos!

El que tras ella venía se detuvo y ella le dijo:

—¡Venid a mi obediencia!

—Iré de buen grado—dijo él—porque sois la cosa que más amo en el mundo.

Arrojó el escudo del cuello y la espada de la mano y se hincó de rodillas ante ella.

La doncella que continuaba en el bosque, comprendió que su amigo estaba encantado, subió en un palafrén y se marchó llorando.

—Vos podéis perdonar—dijo Gandáles a la otra—pero yo no dejaré de combatir, si no se declara vencido.

—Tú no le harás daño—dijo ella—y en cambio te diré algo que te interesa saber: El doncel que hallaste» en el mar será la flor de los caballeros de su tiempo, hará estremecer a los fuertes, realizará tales empresas que nadie podrá creer que fueron comenzadas y acabadas por cuerpo de hombre; hará a los soberbio» ser amables; será de corazón duro contra los que lo merezcan; y será el caballero del mundo que más lealmente ame y que sea más fiel a su amor, como conviene a su alta jerarquía, porque sabe que viene de reyes por ambas partes.

—Decidme, señora, vuestro nombre—respondió Gandáles—por aquello que más améis en el mundo.

—Tú me conjuras tanto—respondió ella—que te diré que mi nombre es Urganda la Desconocida y lo que más amo en el mundo es el hermoso caballero con quien has combatido; aunque él es quien menos me ama, aunque lo tengo sujeto a mi voluntad, Bin que pueda librarse. Ahora mírame bien y conóceme si puedes.

Y Gandáles, que la había visto doncella de unos diez y ocho años, la vio tan vieja y tan fea, que se maravilló de cómo podía tenerse en el palafrén, y comenzó a santiguarse de aquella maravilla.

Camino de su morada Gandáles vio a la otra doncella llorando a la orilla de una fuente y jurando que se había de vengar.

Al llegar al castillo Gandáles tomó en brazos al doncel y comenzó a besarlo con lágrimas en los ojos, pidiendo a Dios en su corazón vivir lo bastante para ver su gloria. Tenía a esta sazón el doncel tres años y como vio a su amo llorando, le pasó la mano ante los ojos como si se los quisiera limpiar, de lo que Gandáles se puso muy contento, considerando que cuando fuese mayor más se dolería de su tristeza.

Apenas tuvo cinco años el niño, Gandáles mandó hacer un arco a su medida y otro para su hijo Gandalin y los enseñó a manejarlos. Siete años tenía ya el Doncel cuando el Rey Languínes, viajando por su reino, con su mujer y toda su comitiva, se hospedó en el castillo de Gandáles. Este, para que no molestasen a los soberanos, mandó meter al Doncel del Mar, a su hijo Gandalin, y a otros donceles, en un corral. La Reina, que en el piso más alto de la casa se aposentaba, los vio desde la ventana y quedó maravillada de la hermosura del Doncel del Mar, hasta el punto de que llamó a sus dueñas y doncellas y les dijo:

—Venid y ved la más hermosa criatura que jamás ha existido.

En aquel momento el Doncel dejó su arco y sus saetas en tierra y fué a beber a un caño de agua. Un doncel, mayor que los otros, tomó su arco y quiso tirar con él; pero Gandalin no lo consintió y el otro le dio un golpe tan recio, que Gandalin gritó:

—Socórreme, Doncel del Mar.

Cuando éste lo oyó dejó de beber, le quitó el arco al gran doncel, y le dio con él un golpe en la cabeza, diciéndole:

—En mal hora heriste a mi hermano.

El otro echó a correr y buscó al ayo que los guardaba y le dijo:

—El Doncel del Mar me ha herido.

El ayo tomó una correa, se acercó al niño y exclamó:

—¡Cómo, Doncel del Mar! ¿Osas ya herir a los mozos? ¡Ahora verás cómo te castigo!

El Doncel hincó los hinojos ante él y dijo:

—Señor, mejor quiero que me castiguéis, que ver que alguien ose hacerle mal a mi hermano delante de mí.

La Reina vio todo esto y se maravilló mucho. Cuando entraron el Rey y Gandáles preguntó:

—Decid, Don Gandáles. ¿Es hijo vuestro aquel hermoso Doncel?

—Sí, señora—dijo él.

—¿Pues por qué le llamáis el Doncel del Mar?

—Porque en el mar nació, cuando veníamos de la pequeña Bretaña.

La Reina pensaba en lo poco que el doncel se parecía a Don Gandáles, que tenía más bondad que hermosura.

El Rey, que al hermoso doncel miraba, dijo:

—Hacedle venir aquí, Gandáles, que yo lo quiero educar.

—Señor—dijo Gandáles—así lo haré, pero aun no está en edad de poderlo separar de su madre.

Mandólo llamar, y le dijo:

—Doncel del Mar, ¿quieres ir con el Rey, mi señor?

—Yo iré donde vos me mandéis—dijo él—con tal de que mi hermano vaya conmigo.

—Yo no me separo de él—dijo Gandalin.

—Creo, señor—dijo Gandáles—que los tendréis que llevar a ambos.

—Mucho me place—respondió el Rey.

En seguida mandó llamar a su hijo Agrájes, y le dijo:

—Hijo, ama mucho a estos donceles, que mucho amo yo a su padre.

Cuando Gandáles vio que ponían al Doncel del Mar en maños de otro que no valía tanto como él, le vinieron las lágrimas a los ojos, y dijo entre sí: «Hijo hermoso: ¡qué pequeño comienzas a andar en aventuras y peligros! ya que ahora te veo en servidumbre de los que a tí te debían servir, quiera Dios concederme que vea las grandes maravillas que me ha prometido la sabia Urganda».

Después se apartó a un lado con los Reyes, y les dijo:

—Sabed, señores, la verdad: este Doncel que os lleváis, lo encontré yo en el mar.

Y contóles todo lo sucedido y lo que le reveló Urganda.

—Ahora—añadió—haced con él lo que debéis, pues yo creo que es de muy gran linaje.

El Rey, muy satisfecho de saber todo aquello respondió:

—Puesto que Dios tanto cuidado tuvo en guardarlo, razón es que yo lo tenga en criarlo y protegerlo.

—Yo quiero que sea mío—dijo la Reina,—mientras esté en edad de servir mujeres; después será vuestro.

El Rey así lo otorgó.

IV. El paje de Oriana la Sin-Par

En el tiempo que estas cosas sucedían murió el Rey Falangriz, de la Gran Bretaña, sin dejar heredero, y fué ofrecido el trono a Lisuarte, casado con la hija del Rey de Dinamarca. Acompañando al nuevo Rey vinieron su esposa Brisena y su hija Oriana, la cual no tenía más que diez años, y era tan hermosa que le llamaban Sin-par, porque no había quien la igualase. Tanto había sufrido la princesita con el mareo del mar, que su padre decidió dejarla bajo el cuidado del Rey Languínes y la Reina su esposa.

El Doncel del Mar, que a la sazón tenía doce años aunque aparentaba quince, era muy amado de la Reina y de todas las dueñas y doncellas de la Corte; pero la Reina lo destinó al servicio de Oriana, diciéndole:

—Amiga, este es un Doncel que os servirá.

Ella dijo que le placía, y el doncel guardó aquella palabra en su corazón, de tal guisa, que nunca la apartó de su memoria, pues, como luego se verá, el amor de ambos duró cuanto ellos duraron; que, así como él la amaba, así lo amaba ella a él; de manera que no dejaron de amarse ni una hora; mas el Doncel del Mar, que no conocía ni sabía nada de que ella lo amaba, se tenía por muy osado de haber puesto su pensamiento en semejante grandeza y hermosura, y no se atrevía a decir ni una sola palabra; y ella, que lo amaba de corazón, se guardaba de hablar con él más que con otro, para que ninguna cosa sospechasen.

Así vivían sin decirse nada el uno al otro, pero pasando el tiempo, pensó el Doncel del Mar que ya podría tomar las armas si hubiera quien le hiciese caballero, lo cual deseaba vivamente, considerando que él haría tales cosas, que vivo o muerto lo estimaría su señora. Con este deseo fué a ver al Rey que en una huerta paseando estaba, e hincando los hinojos:

—Señor—le dijo—Si quisierais, ya es tiempo de que yo pueda ser caballero.

El Rey respondió:

—¿Cómo, Doncel del Mar, ya os esforzáis por mantener caballería? Sabed que es fácil de tener y difícil de mantener; y quien el nombre de caballero ganar quisiera, tiene que mantenerlo con honra. Tantas y tan graves son las cosas que ha de hacer que muchas veces se le encoje el corazón, y si es un caballero que por miedo o cobardía deja de hacer lo que conviene, más le valdría la muerte que vivir en vergüenza.

—No importa todo lo que habéis dicho—respondió el Doncel—para que yo deje de ser caballero; que si no tuviera intención de cumplirlo no se esforzaría mi corazón por serlo; y puesto que soy criado de vuestra merced, cumplid conmigo como debéis, y si no, yo buscaré otro que lo haga.

El Rey, temiendo que así lo haría, le dijo:

—Estad tranquilo, que a su tiempo, honradamente lo seréis.

Mandó el Rey a decir a Gandáles todo cuanto con su criado le aconteciera, y Gandáles, muy alegre, le envió al Doncel la espada, el anillo y la carta, envuelta en cera, que había en el arca donde lo halló.

Estaba un día la hermosa Oriana con otras dueñas y doncellas en el palacio holgando, en tanto que la Reina dormía, y estaba con ellas el Doncel del Mar, que no osaba mirar a su señora y decía entre sí:

—¡Ay Dios! ¿Por qué os plugo poner tanta beldad en esta señora, y en mí tan gran cuita y dolor por causa de ella? En mal hora la miraron mis ojos, que perderán su lumbre con la muerte, y pagarán así la gran locura qué en mi corazón han puesto.

En aquel momento le anunciaron que una doncella extranjera que le traía unos regalos deseaba verlo. El quiso salir; pero Oriana, que tanto lo amaba, sintió que se le extremecía el corazón y le dijo:

—Doncel del Mar, quedaos, que entre la doncella y veremos los regalos.

El permaneció inmóvil y la doncella entró.

—Señor Doncel del Mar—dijo—vuestro amo Gandáles os saluda y os envía este anillo, esta cera y esta espada y os ruega que no os separéis de ellas nunca, por su amor.

El tomó los dones, puso el anillo y la cera a un lado, y comenzó a desenvolver de la espada un paño de lino que la cubría, maravillándose de como no traía vaina; en tanto Oriana tomó la cera, creyendo que no había nada en ella, y dijo:

—Este regalo lo quiero para mí.

A él le hubiera gustado más que tomase el anillo, que era uno de los más hermosos del mundo; pero en aquel momento entró el Rey.

—Doncel del Mar, ¿qué os parece esa espada?—le preguntó.

—Señor, me parece muy hermosa, pero no sé por qué está sin vaina.

El Rey entonces le refirió de qué manera fué hallado en el mar, con esa espada y ese anillo en un arca.

—Yo creo lo que me decís—repuso el Doncel—porque la doncella me dije que mi amo Gandáles me enviaba esta espada y yo pensé que erró al no decir mi padre; pero no me pesa, porque yo ganaré honra y prez como aquel que no sabe de dónde viene, y como si todos los de mi linaje muertos fueran, que por tales los cuento; pues no me conocen, ni yo a ellos.

Algunos días después de esta escena llegó el Rey Perion a la Corte del Rey Languínes, a pedirle ayuda contra el Rey Abies de Irlanda, que le había quitado tierra y señoríos. Agrájes, que era ya caballero, rogó a su padre que le dejase ir en defensa de Perion y de la Reina su tía, y éste se lo concedió.

El Doncel del Mar miraba al Rey Perion admirando la grande fama que tenía y pensaba que de su mano recibiría las armas con más gusto que de ninguna otra. Fué a buscar a su señora Oriana e hincándose de rodillas ante ella dijo:

—¿Os acordáis, señora, de que el día que vuestro padre partió me tomó la Reina de la mano y poniéndome ante vos dijo: «Este Doncel os doy para que os sirva», y vos dijistes que os placía? Desde entonces me tengo y me tendré por vuestro, para siempre.

—Esa palabra—dijo ella—la habéis tomado vos con distinta significación que yo la dije, pero me place que así sea.

El quedó tan atónito de placer, que no pudo responder nada y Oriana vio todo el poder que sobre él tenía.

—Si quisierais, señora, que yo fuese caballero, iría en ayuda de la hermana de la Reina y del Rey Perion.

—Y si yo no quisiera, ¿no iríais?—dijo ella.

—No—dijo él—porque este, mi vencido corazón, sin el favor de aquella a quien pertenece, no podría ser sostenido en ninguna afrenta, ni aun sin ella.

Oriana se rió amablemente y repuso:

—Puesto que así os he ganado, os otorgo que seáis mi caballero y ayudéis a la hermana de la Reina.

El Doncel le besó las manos y dijo:

—Ya que el Rey mi señor no ha querido hacerme caballero, podría serlo por la mano del Rey Perion, si vos se lo pidierais.

—Yo haré lo que pueda—dijo ella—y procuraré que nos ayude la Infanta Mabilia.

Esta era muy animosa y quería mucho al Doncel.

—Hagámoslo, porque él lo merece—dijo—que vaya a la capilla de mi madre armado con todas las armas, y nosotras le haremos compañía.

Así acordado, el Doncel llamó a Gandalín y le dijo:

—Hermano, lleva mis armas todas a la capilla de la Reina encubiertamente, que pienso esta noche ser caballero, y como me voy a ir de aquí, quiero saber si querrás irte conmigo.

—Señor—respondió Gandalín—¡amás por mi gusto me separaré de vos.

Al Doncel se le vinieron las lágrimas a los ojos y lo besó en el rostro diciendo:

—Entonces, amigo, hazlo que te he encargado.

Gandalín puso las armas en la capilla en tanto que la Reina cenaba; y una vez alzados los manteles, fuese el Doncel a la capilla, y armóse de BUS armas todas, salvo la cabeza y las manos, e hizo su oración ante el altar, rogando a Dios, que así en las armas, como en aquellos mortales deseos que por su señora tenía, le diese victoria.

Cuando la Reina se fué a dormir Mabilia acompañó a su amiga a presencia del Rey Perion.

—Señor, le dijo, haced lo que os rogare Oriana, hija del Rey Lisuarte.

El Rey, viendo a Oriana tan hermosa, pensó que no podía tener igual en el mundo y dijo que estaba dispuesto a complacerla.

—Pues haced a mi Doncel caballero—dijo ella.

Y se lo mostró de rodillas ante el altar. El Rey vio al Doncel tan hermoso, que quedó maravillado, y llegándose a él preguntó:

—¿Queréis recibir la orden de caballería?

—Quiero—contestó él.

—En el nombre de Dios os la concedo, y El mande que tan bien empleada en vos sea, y tan próspera en honra, como os favoreció en hermosura..

Le puso la espuela derecha y añadió:

—Ahora sois caballero y podéis tomar la espada.

El Rey la tomó y se la entregó al Doncel, que se la ciñó con gallardía.

—Ciertamente—dijo el Rey—que este acto de armaros caballero, según vuestro gesto y apariencia, con más pompa quisiera yo haberlo hecho; pero confío en Dios que vuestra fama será tal, que dará testimonio de lo que con más honra se ha debido hacer.

Mabilia y Oriana, muy alegres, besaron las manos al Rey, el cual encomendó el Doncel a Dios y se marchó.

Oriana, que sentía partírsele el corazón, sin darlo a entender, llevó al Doncel aparte y le dijo:

—Doncel del Mar, yo os tengo por tan bueno, que no creo que seáis hijo de Gandáles: decídmela verdad.

El le dijo lo que el Rey Lisuarte le había comunicado, y Oriana se puso muy contenta.

El Doncel, al separarse de su amada, halló en la puerta de Palacio a Gandalin, que le tenía la lanza, el escudo y el caballo; y cabalgando apresuradamente se fué camino adelante, sin que nadie lo viese, por ser aún noche cerrada.

V. El mejor caballero del mundo

No había andado mucho el Doncel del Mar, cuando vio venir a una doncella en un palafrén, con una lanza en la mano, y a otra doncella, que por otro camino venía y se reunió con la primera. Cuando llegaron a donde él estaba, dijo la doncella de la lanza:

—Señor, tomad esta lanza, que antes de tres días daréis con ella tales golpes, que libraréis la casa de donde habéis salido.

Y espoleando el palafrén continuó su camino.

La otra doncella dijo al Doncel:

—Señor caballero, soy de tierra extraña, y si queréis me quedaré en vuestra compañía, hasta el tercer día, pues quisiera ver esos prodigios y luego continuaré mi viaje, para buscar a mi señora.

—¿De dónde sois?—dijo él.

—De Dinamarca—respondió la doncella.

El Doncel conoció que decía verdad, porque algunas veces oyó hablar aquel idioma a su señora Oriana, cuando era niña. Le preguntó si conocía a la doncella que le dio la lanza, y ella dijo que nunca hasta entonces la había visto, pero que le había asegurado que la traía para el mejor caballero del mundo.

—Me ha encargado—dijo—que así que ella se fuese, os hiciese saber que era Urganda la Desconocida.

—¡Ay, Dios!—dijo él—. ¡Qué desgracia no haberla conocido! Si no la busco es porque sé que nadie puede hallarla contra su voluntad.

Siguió su camino, en compañía de la doncella, hasta que llegó la noche y encontraron un escudero que le dijo:

—Si queréis aposentaros en poblado, señor caballero, aquí cerca hay una fortaleza que es de mi padre, donde seréis bien recibidos.

Aceptaron el ofrecimiento; y a la mañana siguiente continuaron su camino. Apenas habían andado tres leguas, cuando vieron un castillo muy hermoso, a la orilla del río, sobre el que había un puente levadizo y al extremo de él una torre muy alta. La doncella pasó el puente y los escuderos y el Doncel del Mar en pos de ella; pero apenas llegó la doncella, seis hombres armados de capellinas y corazas, sujetaron la brida de su caballo, y le dijeron:

—Doncella, jura que no consentirás en el amor de tu amigo, en ningún tiempo, si antes no te promete que ayudará al rey Abies contra el rey Perion; si no lo haces, te mataremos.

La doncella dio voces diciendo que la querían matar, y acudió el Doncel del Mar.

—Villanos, malos—exclamó—¿quién os manda poner mano en dueña ni doncella, y sobre todo si va en mi compañía?

Y llegándose al mayor de ellos, lo cogió por el hacha, y le hizo tal herida que lo derribó en tierra. Los otros lo acometieron, pero él dio a uno tal golpe que lo hendió hasta los ojos, e hirió a otro en el hombro, cortándole hasta los huesos de los costados. Cuando los otros vieron a estos muertos de semejantes golpes echaron a huir; y el Doncel le tiró a uno el hacha, y le cortó la pierna. Volvióse hacia la doncella, y le dijo:

—Venid en pos de mí, y no tengáis miedo.

Al penetrar en el castillo vio el Doncel a un escudero que venía llorando, y decía:

—¡Ay, Dios, que matan al mejor caballero del mundo!

Acudió el Doncel del Mar, y vio al Rey Perion tan mal tratado, que le habían matado el caballo, y dos caballeros, con diez peones armados, lo herían por todas partes. El Doncel exclamó:

—Fuera, gente mala y soberbia; no pongáis la mano en el mejor caballero del mundo, o todos moriréis.

Ellos dieron voces al portero para que cerrase la puerta, mas el Doncel dejó ir su caballo contra uno de los caballeros y lo hirió con su lanza en el escudo, de manera que lo derribó en tierra por encima de las ancas del caballo, y al caer dio con la cabeza en el suelo, se le torció el pescuezo, y quedó tal como muerto. El Doncel dejó a los peones que lo herían, se dirigió al otro caballero, y, de un golpe le pasó el escudo y el arnés, y le metió la lanza por los costados.

Cuando el Rey Perion vio que de tal manera lo socorrían se esforzó en defenderse, dando con su espada grandes golpes a los que lo rodeaban; pero el Doncel del Mar entró tan desaforadamente entre ellos con el caballo, descargando con su espada tan mortales golpes, que a la mayor parte les hizo caer al suelo. Con esto y lo que el Rey hacía, no tardaron mucho en destrozarlos a todos, y algunos que lograron huir, se subieron en el muro. El Doncel se apeó del caballo y fué tras ellos; pero tan grande era el miedo que llevaban, que no osaron esperarlo y se echaron de la tapia al suelo, salvo dos de ellos, que se metieron en una cámara. El Doncel entró en pos de ellos, y vio en un lecho a un hombre tan viejo que de allí no se podía levantar y decía a grandes voces:

—Villanos, malos, ¿ante quién huís?

—Ante un caballero—dijeron ellos—que hace diabluras y ha matado a vuestros dos sobrinos y a todos nuestros compañeros.

El Doncel dijo a uno de ellos.

—Muéstrame a tu señor, o te mato.

El le señaló al viejo que en el lecho yacía.

—Viejo malo—dijo el Doncel—estás en el trance de la muerte y aún tienes tales costumbres.

—¡Ay señor, gracia, no me matéis!—exclamó el viejo.

Entonces el Doncel dio un puntapié al lecho y lo volvió boca abajo, y encomendándolo a todos los diablos del infierno salió al corral; tomó uno de los caballos de los caballeros que matara y se lo llevó al Rey.

—Cabalgad, señor—le dijo—que me fío poco de este lugar y de los que en él están.

Salieron del castillo y el Doncel del Mar no se quitó el yelmo para que el Rey no lo conociese, pero éste le dijo:

—Amigo señor, ¿quién sois que me habéis socorrido estando tan cerca de la muerte?

—Señor—respondió el Doncel del Mar—yo soy un caballero que tuvo gusto en serviros.

—Caballero—respondió él—eso ya lo veo, pero quiero conoceros.

—Eso no tiene importancia—dijo el Doncel.

—Pues OB ruego—dijo el Rey—que por cortesía os quitéis el yelmo.

El bajó la cabeza sin responder, pero el Rey rogó a la doncella que se lo quitase, y cuando le vio el rostro conoció que era el Doncel que había armado caballero.

—¡Por Dios, amigo—dijo el Rey—ahora os conozco ya mejor que antes!

—Señor—respondió él—yo bien os conocí, puesto que me habéis hecho la honra de armarme caballero, pero no quería mostrarme a vuestros ojos hasta después de haberos servido en la guerra de Gaula.

Hablando así llegaron a un sitio en que había dos caminos y el Doncel del Mar dijo:

—Señor, ¿cuál de esos dos caminos queréis seguir?

—El de la izquierda—dijo el Rey—que es el que conduce a mi tierra.

—Pues id con Dios—respondió él—que yo tomaré el otro.

—Dios os guíe—dijo el Rey—y acordaos de lo que me habéis prometido, que vuestra ayuda me da gran confianza.

El Doncel se quedó con la doncella, la cual le dijo:

—Señor caballero, yo os rogué que me dejarais en vuestra compañía, porque la doncella que os dio la lanza me dijo que erais el mejor caballero del mundo, y tantas cosas he visto, que conozco que es verdad, y ahora quiero continuar mi camino para ver a mi señora.

—¿Y quién es ella?—dijo el Doncel del Mar.

—Oriana, la hija del Rey Lisuarte.

Cuando él oyó nombrar a su señora, extremeciósele el corazón tan fuertemente, que por poco cae del caballo.

—Muerto soy del corazón—dijo.

La doncella, pensando que se trataba de una enfermedad, exclamó:

—Señor caballero, desarmaos, que habéis padecido mucho.

—No es necesario—dijo él—porque sufro siempre de este mal.

Gandalin se abrazó al Doncel y luego dijo a la doncella:

—¿Vais a casa del Rey Languínes?

—Sí—respondió ella.

—Pues yo os haré compañía, que tengo que estar allí a plazo fijo.

Despidiéronse ambos del Doncel del Mar y se volvieron por donde habían venido, mientras el Doncel continuaba su camino hacia donde la ventura lo guiaba.

Andando, andando, llegó el Doncel del Mar cerca de un castillo y vio venir hacia él una doncella haciendo muestras de gran duelo y con ella un escudero y un doncel que la guardaba. La doncella era muy hermosa y se iba arrancando los cabellos, El Doncel del Mar le dijo:

—Amiga, ¿cuál es la causa de tan gran pena?

—¡Ay señor—dijo ella—es tanto el mal, que no os lo puedo decir!

—Decídmelo—insistió él—por si puedo remediarlo.

—Señor—dijo ella—yo vengo por mandato de mi señor a ver a un caballero mancebo de los buenos que hay; pero me cogieron cuatro hombres, me llevaron a ese castillo, y allí fui escarnecida por un traidor que me hizo jurar que no tendré otro amigo en tanto que él viva.

El Doncel tomó las riendas del caballo y dijo:

—Venid conmigo y yo os relevaré de vuestro juramento, si puedo.

Llegaron donde estaban los cuatro hombres y el Doncel metió mano a la espada, se dejó ir contra ellos y a uno, que alzaba el brazo para herirlo, le dio tal golpe que le cortó el brazo y lo echó en tierra; después hirió a otro en la nariz de través y le cortó hasta las orejas. Los otros dos echaron a huir hacia el río, por un espeso jaral. En esto apareció un caballero que acometió al Doncel, pero le falló el golpe y el Doncel del Mar lo hirió con su lanza en el escudo, tan fuertemente, que ninguna arma de las que traía le aprovechó; pasóle el hierro de parte a parte, y cayó muerto en tierra. El Doncel sacó la lanza y se dirigió hacia otro caballero que contra él venía. El caballero dio tal golpe al Doncel en el escudo, que se lo pasó, pero se detuvo el hierro en el arnés, que era muy fuerte, y él le dio tal golpe con su lanza en el yelmo, que se lo derribó de la cabeza, y el caballero cayó en tierra. En esto vieron salir tres peones armados y el caballero gritó:

—¡Matad a este traidor!

Ellos hirieron el caballo del Doncel, que cayó con él a tierra, pero levantándose con presteza hirió al caballero con la lanza en la cara, de manera que el hierro le salió por entre la oreja y el pescuezo; enseguida se volvió hacia los de a pie que lo habían herido en una paletilla, de donde le salía mucha sangre; pero tanta era su saña, que no lo sentía; e hirió con su espada a su agresor en la cabeza, de suerte que le cortó la cara y la oreja y le metió la espada hasta el pecho; los otros dos salieron del corral dando grandes voces.

—Venid, señor, venid, que nos matan a todos.

El Doncel del Mar cabalgó en el caballo del caballero que había matado y vio junto a la puerta del castillo un caballero desarmado que le dijo:

—¿Qué es eso, caballero? ¿Habéis venido aquí a matar a mis hombres?

—Vine—respondió él—a vengar a esta doncella, si encuentro a quien la ofendió.

La doncella dijo:

—Señor, es él mismo quien me ha escarnecido.

—¡Ay, caballero soberbio, lleno de villanía—exclamó el Doncel—armaos, porque no quiero mataros así desarmado; aunque con los malos como vos no se debe tener templanza!

El caballero se armó, montó a caballo y comenzaron a pelear, hiriéndose con las lanzas en los escudos, que quedaron falseados, y los arneses lo mismo; de modo que los hierros se les metieron en la carne; pero juntaron los cuerpos, escudos y yelmos, uno contra otro, tan bravamente, que ambos dieron en tierra. Volvieron a levantarse el Doncel y el caballero Galpano y metieron manos a las espadas, pusieron los escudos delante y se hirieron con tanta saña, que causaron espanto a los que los miraban. De los escudos caían en tierra muchas astillas, de los arneses muchas piezas y los yelmos estaban aboyados y rotos; la plaza donde lidiaban estaba tinta de sangre. El Doncel le dio tan terrible golpe, encima del yelmo, a su adversario, que le hizo hincar las dos rodillas en tierra; pero él se levantó con presteza y continuó defendiéndose, aunque estaba tan cansado, que apenas podía sostener la espada, y no atendía más que a cubrirse con el escudo, el cual cayó con el brazo que lo sostenía, cortado en redondo. Entonces, no teniendo remedio, comenzó a huir por la plaza, acá y allá, perseguido por la espada del Doncel del Mar, que no le dejaba descanso. Galpano quiso refugiarse en la torre, donde había hombres suyos; pero el Doncel del Mar lo alcanzó y cogiéndolo por el yelmo le dio un tirón tan recio, que le hizo caer a tierra cuan largo era. El yelmo quedó entre las manos del Doncel, que de verlo descubierto le dio con la espada tal golpe en el pescuezo que le separó la cabeza del tronco.

—De hoy en adelante—dijo el Doncel del Mar a la doncella—podéis tener otro amigo si queréis, que este a quien juraste está ya despachado.

—Gracias a Dios y a vos—dijo ella—. Quisiera llevarme su cabeza para dársela al caballero que me envió.

—No os la llevéis—dijo él—será muy enojoso; llevad el yelmo en lugar de ella.

La doncella mandó a su escudero que lo tomase y salieron todos del castillo por la puerta que habían dejado abierta los que huyeron.

Estando en el camino dijo el Doncel del Mar a la doncella:

—¿Decidme quién es el caballero a quien lleváis el trofeo?

—Sabed—dijo ella—que es Agrájes, hijo del Reyde Escocia.

—¡Bendito sea Dios!—exclamó él—.Es el mejor caballero que conozco. Y si por su causa habéis encontrado deshonra, él la hará volver en honra; decidle que se lo recomienda un caballero suyo, al cual hallará en la guerra de Gaula.

—¡Ay, señor!—dijo la doncella—. Hacedme el don de decirme vuestro nombre.

—Pedidme otro don, doncella—dijo él—que en esto no os puedo complacer.

—No quiero más que ese.

Cuando él vio que no tenía otro remedio, contestó:

—A mí me llaman el Doncel del Mar.

Y separándose de ella, lo más de prisa que pudo, continuó su camino.

Iba el Doncel del Mar tan herido, y le salía tanta sangre, que la senda quedaba tinta de ella, y el caballo blanco, parecía bermejo en muchas partes; pero así continuó andando hasta la hora de vísperas, que vio una fortaleza muy hermosa, de la que salió un caballero desarmado, el cual llegó hasta él, y le dijo:

—Señor, ¿dónde os han herido?

—En un castillo cercano—dijo él.

—¿Y ese caballo dónde lo habéis encontrado?

—Lo tomé porque me mataron el mío.

—Y el caballero a quien pertenecía, ¿qué fué de él?

—Perdió la vida en el combate.

Entonces el caballero bajó de su caballo y fué a besar el pie del Doncel, que lo desvió de la estribera.

—¡Ay, señor—exclamó—sed bien venido a mi casa, pues me habéis devuelto mi honra!

—Señor caballero—dijo el Doncel—. ¿Sabéis dónde podrán curarme estas heridas?

—Sí lo sé—respondió él—en mi casa os asistirá mi sobrina, que es la mejor doncella que hay en este país. Ese traidor que habéis matado me tuvo año y medio prisionero, y me ha hecho perder mi nombre, y jurar que no me llamaría sino su vencido.

Llegados al castillo pusieron al Doncel del Mar en un rico lecho, donde fué curado de sus llagas por mano de la doncella, la cual dijo, que al cabo de unos días de reposo estaría sano.

VI. Se cumplen las profecías

El Doncel del Mar estuvo enfermo quince días en casa del caballero, asistido por su sobrina que lo curaba, pero no quiso detenerse más y partió un domingo por la mañana, acompañado de Gandalin que había regresado de su excursión a Escocia, donde había ido con la doncella. El Rey Languínes y su corte estaban admirados de las hazañas del caballero desconocido cuya fama había llegado hasta ellos; y cuando el Rey supo que este era el Doncel del Mar, tuvo gran pesadumbre de no haberlo armado él mismo caballero, cuando tanto lo merecía. Agrájes había partido para tomar parte en la campaña de Gaula, muy agradecido a la defensa que el Doncel había hecho de la doncella ultrajada por Galpano; pero la más contenta de todos era Oriana, la cual, desde que oyó hablar de las proezas del caballero nobel, había comprendido que del Doncel del Mar se trataba.

Encontráronse Gandalin y el Doncel en aquella hermosa mañana del mes de Abril en medio del frondoso bosque lleno de flores, en el cual se oía el canto de los pájaros por todas partes. Aquella belleza despertó más vivamente el recuerdo de su amada en el Doncel que comenzó a lamentarse:

—¡Ay triste Doncel del Mar, sin linaje y sin ventura! ¿Cómo fuiste tan osado para poner tu corazón y tu amor en poder de aquella que vale más que todas las mujeres en bondad, hermosura y linaje? Ay triste, que no sé quién soy y tendré que morir amándola sin atreverme a decírselo.

Tan abstraído estaba, que no reparó en un caballero armado que lo escuchaba y que poniéndosele delante le dijo:

—Caballero, me parece que amáis más a vuestra amiga que a vos mismo. Puesto que tanto os despreciáis para alabarla a ella, os ruego que me digáis quién es, y yo la amaré, ya que vos no podéis servir a tan alta y hermosa señora.

—Señor—respondió el Doncel—no lo sabréis de ninguna manera; porque no sacaréis ningún fruto por amarla.

Hizo ademán de continuar su camino, pero el caballero insistió:

—Deteneos, que es preciso que me digáis lo que os pregunté, de grado o por fuerza.

—Dios no me ayude—dijo el Doncel—si os lo digo.

—Entonces entraréis en batalla conmigo—repuso el otro.

—Más me place eso.

Enlazaron sus yelmos, tomaron sus escudos y sus lanzas y estaban próximos a acometerse, cuando vieron llegar a una doncella que les dijo:

—Señores, tengo mucha prisa, y no puedo esperar vuestro combate. ¿Queréis darme noticias de un caballero joven que se llama el Doncel del Mar?

—¿Para qué lo queréis?—dijo él.

—Le traigo nuevas de Agrájes su amigo, el hijo del Rey de Escocia.

—Aguardad un poco que yo os daré noticias suyas.

Pero el caballero se precipitó contra el Doncel y le dio un lanzazo tan fuerte en el escudo, que la lanza fué en piezas por el aire; más el Doncel del Mar lo acertó tan de lleno, que dio con él y con el caballo en tierra. El caballero se levantó y quiso huir, pero el Doncel lo sujetó diciéndole:

—Señor caballero, tomad vuestro caballo y no querrais nunca saber nada de nadie contra su voluntad.

Tornóse el Doncel del Mar hacia la doncella y le dijo:

—To soy aquel por el cual preguntáis.

Se desenlazó el yelmo, y la doncella, cuando le vio el rostro, exclamó:

—Lo creo, porque he oído alabar vuestra hermosura.

—Pues decidme—respondió él—dónde está Agrájes.

—A la orilla del mar, con su gente, dispuesto a embarcar para Gaula, donde desea que vayáis en su compañía.

Siguió el Doncel camino adelante en compañía de la doncella y no tardaron en divisar en la ribera las tiendas de los caballeros de Agrájes. Estaban ya próximos a ellas, cuando oyeron a sus espaldas unas voces que decían:

—Tornad, caballero, que todavía es tiempo de que me contestéis a lo que os preguntaba.

Volvió la cabeza el Doncel y vio al caballero con quien antes justara acompañado de otro caballero; y tomando las armas fué contra ellos, que traían las lanzas bajas y a galope los caballos. Los de las tiendas lo vieron ir tan bien puesto en la silla, que se quedaron maravillados. Los dos caballeros le dieron con las lanzas en el escudo, y se lo falsearon, pero no pudieron traspasar el arnés, que era tan fuerte, que las lanzas se quebraron. El hirió al que había derribado antes, le quebró un brazo y lo dejó como muerto en tierra. Como había perdido la lanza, echó mano a la espada, se dejó ir contra el otro que lo hería, dióle encima del yelmo y lo dejó en tierra aturdido. Hecho esto dio las armas a Gandalin y se fué con la doncella a las tiendas.

Agrájes, que estaba maravillado de la bravura del caballero sin conocerlo, le dijo:

—Sed bien venido, señor.

El Doncel del Mar descendió de su caballo y cuando lo conocieron fué muy grande la alegría de todos.

Aquel día holgaron allí con mucho placer, y a otro día cabalgaron y anduvieron tanto, que llegaron a Palíngues, una buena villa que era puerto de mar, frontera de Gaula, y allí entraron en las naos de Agrájes. Pasaron de prisa el mar con el buen viento que hacía y llegaron a una ciudad de Gaula, que Galfán tenía por nombre, y desde allí se dirigieron por tierra a Baladín, un castillo donde el Rey Perion estaba, y desde donde mantenía la guerra, habiendo perdido ya mucha gente. La Reina Elisena llamó a su sobrino Agrájes y éste llevó consigo al Doncel del Mar y a otros dos caballeros. El Rey Perion conoció al Doncel, que él había armado caballero y que lo había socorrido en el castillo del Viejo, y dijo a la Reina:

—Dueña, ved aquí al buen caballero de que yo os hablé, que me sacó del mayor peligro en que nunca me he visto; os lo digo para que lo améis más que a todos los otros.

Ella fué a abrazarlo y él se hincó de rodillas.

—Señora—le dijo—yo soy criado de vuestra hermana y como ella misma me podéis mandar.

La reina se lo agradeció con mucho amor, y mirándolo tan hermoso, se acordaba de los hijos que había perdido y se le llenaban de lágrimas los ojos.

—Señora, no lloréis—dijo el Doncel del Mar—que con la ayuda de Dios, del Rey, de vuestro sobrino y la mía no tardaréis en recobrar vuestro contento.

El rey y la reina se empeñaron en que había de hospedarse en su propio palacio, de manera que tuvo que quedarse en su compañía.

El Rey Abies y Daganes su primo, supieron la llegada de Los caballeros y dijo el Rey Abies, que era el caballero más preciado que allí había.

—Si el Rey Perion tiene corazón de lidiar y es esforzado, ahora querrá batalla con nosotros.

Galain, el duque de Normandía, que estaba allí, dijo:

—Debemos cabalgar esta noche y al alba apareceremos cerca de su villa, con razonable número de gente; cuando salgan contra nosotros, mostraremos temor y nos replegaremos hacia la floresta de Galpano, donde estará el Rey Abies con nuestra gente; y allí perecerán todos.

Llegada la mañana, fueron el Rey Perion y su mujer a ver qué hacía el Doncel del Mar y lo hallaron recién levantado, lavándose las manos, y vieron que tenía los ojos bermejos y las mejillas mojadas de lágrimas.

La reina llamó a Gandalín.

—Amigo—le preguntó—¿qué tiene vuestro señor para estar tan triste?

—Señora—dijo él—aquí se encuentra muy honrado, pero es que tiene la costumbre de llorar durmiendo.

En esto vieron los de la villa a los enemigos que se aproximaban y comenzaron a dar grandes voces.

—¡A las armas! la las armas!

El Rey dijo al Doncel que se había puesto muy contento:

—Buen amigo, nuestros enemigos están aquí.

Se armaron ambos y en compañía de Agrájes salieron al campo.

Cuando los otros los vieron venir se prepararon a recibirlos. El Doncel se encontró con Galain y chocaron tan fuertemente que le hizo caer en tierra a él y a su caballo y quebró la lanza. Hecho mano a la espada y continuó corriendo hacia los otros como un león sañudo, haciendo maravillas de dar golpes por todas partes; así que no quedaba cosa ante su espada que a tierra no hacía caer, unos muertos, otros heridos. Pero tantos lo rodearon que el caballo no podía moverse. El Rey Perion vino en socorro del Doncel y dio a Daganel con su espada tal golpe que la hundió hasta los gavilanes. Entonces huyeron los de la Sierra de Normandía hacia donde estaba el Rey Abies gritando:

—¡Ay, Rey Abies! ¿cómo tardas tanto que nos dejas que nos maten?

Entonces apareció el Rey Abies gritando:

—¡A ellos, que no quede ninguno vivo, y entrad en pos suyo en la ciudad!

Cuando el Rey Perion y los suyos los vieron, sin saber de qué parte salían, quedaron espantados porque estaban ya rendidos, no tenían lanzas y sabían que el Rey Abies era uno de los mejores caballeros del mundo, así es que vacilaban, mas el Doncel comenzó a decir:

—¡Es preciso mantener nuestra honra!

Los de Irlanda comenzaron a herir bravamente porque llegaban descansados y con mal corazón; el Ray Abies no dejó caballero en la silla mientras le duró la lanza, y así que la perdió echó mano a la espada, hiriendo y derribando enemigos; de manera que los del Rey Perion, no pudiendo ya sostenerse, se retiraban hacia la villa.

Cuando el Doncel del Mar vio la cosa tan mal parada redobló el valor, metiéndose en medio del combate, para evitar que los suyos volviesen la espalda. Agrájes y el Rey Perion, viéndolo en tan gran peligro, no se separaban de él, y entre los tres contenían a los enemigos. A no ser por los tres caballeros las gentes del Rey Abies hubieran tomado la ciudad. Daganel y Galain habían muerto en el combate, y un caballero le dijo al Rey Abies:

—Señor, aquel caballero del caballo blanco no hace más que maravillas, él ha muerto a vuestros dos capitanes y a multitud de hombres.

Entonces el Rey Abies, encolerizado, llegó hasta el Doncel y le dijo:

—Caballero, habéis matado al hombre que más amaba yo en el mundo; pero yo haré que lo paguéis caro, si queréis combatir conmigo.

—Yo combatiré con vos—dijo el Doncel del Mar—pero no ahora, que vos tenéis mucha gente y descansada, y nosotros muy poca y rendida; mas si vos queréis vengar como caballero a ese que decís, y mostrar la gran valentía de que sois alabado, escoged entre vuestra gente los que os parezcan mejores, y yo elegiré en la mía; y siendo iguales» podréis ganar más honra que no en venir con sobra de gente y soberbia, a tomar lo ajeno sin causa ninguna.

—Así sea—dijo el Rey Abies.

Hizo llamar a los diez mejores caballeros de su hueste y con otros diez que el Doncel del Mar designó, concertaron la batalla para el día siguiente.

El Doncel del Mar entró en la villa con el Rey Perion y Agrájes; llevaba la cabeza desarmada, y todos decían:

—¡Ay, buen caballero; Dios te ayude y te dé honra! ¡Ay, qué hermosura de caballero!

Al llegar al palacio hallaron a la Reina y a muchas dueñas y doncellas que les quitaron las armaduras. La Reina no consintió que nadie más que ella pusiera la mano en el Doncel, lo desarmó y lo cubrió con un manto. En esto llegó el Rey, y viendo al Doncel herido le preguntó:

—¿Por qué de señalaste un plazo más largo para la batalla?

—No era necesario—dijo el Doncel.

Al otro día por la mañana, después de despedirse de la Reina y de las demás señoras, cabalgó el Doncel en un caballo, bien descansado, que a la puerta de palacio le tenían preparado. El Rey Perion le llevaba el yelmo, Agrájes el escudo, y un caballero anciano, que se llamaba Aganon, muy preciado por su valor y su gran bondad y de linaje de reyes, le llevaba la lanza. El escudo del Doncel tenía dos leones azules en campo de oro, acometiéndose el uno al otro como si se quisieran morder.

Al salir de las puertas de la ciudad, vieron al Rey Abies sobre un caballo negro, todo armado. El escudo del Rey Abies tenía campo indio y en él un gigante y un caballero que le cortaba a éste la cabeza. Este escudo representaba uno de sus hechos de armas.

Así que el Rey y el Doncel se hubieron enlazado los yelmos y tomado los escudos, Balieron los combatientes al campo y se acometieron a todo correr de sus caballos. A las primeras acometidas quedaron todas sus armas falseadas y se quebraron las lanzas; juntáronse uno con otro, tan bravamente, que cada uno cayó por su lado y todos creyeron que eran muertos; porque tenían los trozos de las lanzas metidos en los escudos de tal modo, que los hierros le llegaban a las carnes; mas, como ambos eran muy ligeros y vivos de corazón, se levantaron con presteza, se sacaron los pedazos de las lanzas, y echando mano a las espadas, se acometieron tan bravamente, que los que alrededor estaban tenían espanto de verlos, pero la batalla parecía desigual, no porque el Doncel del Mar no fuese bien hecho y de buena estatura, sino porque el Rey Abies era tan alto, que nunca halló caballero al que no le llevase un palmo; sus miembros parecían de un gigante, y era un hombre bueno y amado de su gente, cuyo defecto consistía en ser demasiado soberbio.

La batalla era entre ellos tan cruel y los golpes que daban tan tremendos, que parecían veinte caballeros cada uno. Se cortaban los escudos, haciendo caer en el campo grandes rajas, se aboyaban los yelmos y se desguarnecían los arneses.

El Rey Abies, como era muy diestro por el gran uso de las armas, combatía muy cuerdamente, guardándose de los golpes e heriendo donde más podía dañar. Las maravillas que el Doncel hacía en andar ligero y acometedor, llegaron a desconcertarlo de tal modo, que fué perdiendo el campo, y el Doncel le acabó de deshacer el escudo, cortándole el brazo por varias partes; así es que, con la mucha sangre que perdía, no podía ya sostener la espada, y volviendo las espaldas, buscaba donde guarecerse con miedo a la espada que tan cruelmente lo hería. Al fin, viéndose perdido, cogió su espada con ambas manos, y se dejó ir contra el Doncel, para darle encima del yelmo, pero él alzó el escudo, y era tal la fuerza del golpe, que la espada entró dentro de él, y el Rey no la pudo sacar. El Doncel, viendo a su enemigo en descubierto, le dio un golpe con su espada en las piernas, cortándole en redondo la izquierda, y el Rey cayó tendido en el campo. El Doncel, se precipitó sobre él, y quitándole el yelmo, le dijo:

—¡Muerto eres, Rey Abies, si no te entregas por vencido!

—Verdaderamente, muerto soy—respondió—pero no vencido. Te ruego, que no hagas daño a los míos, y que me lleven a mi tierra. Veo que me mató mi soberbia. Te perdono a tí y a todos mis enemigos y mando que le entreguen al Rey Perion cuanto le he quitado. Ahora te ruego, que me den confesión, que muerto soy.

El Doncel del Mar, cuando esto oyó, tuvo gran pena. Acudieron todos los de ambas partes, y el Rey Abies mandó dar al Rey Perion cuanto le había quitado, y éste le aseguró que toda su gente sería libre y lo llevarían a su tierra. En cuanto recibió todos los sacramentos de la iglesia, rindió el alma el Rey Abies, y sus vasallos lo llevaron a su tierra con gran duelo.

Pocos días después de este acontecimiento, llegó una doncella de Dinamarca, que traía un recado al Doncel, de parte de Oriana. Recibióla éste con gran contento, y refirióle ella, que el Rey Lisuarte, había enviado a Galdar de Rascuil, con cien caballeros, dueñas y doncellas, para llevar a Oriana a su reino. Después de obsequiar a la comitiva durante algunos días, el Rey Languínes había cedido a que su hija Mabilia acompañase a Oriana, y ésta, al recoger sus joyas, vio la cera que le quitó al Doncel del Mar, y con lágrimas en los ojos, la apretó entre sus manos, con lo que rompiéndose la cera, vio la carta que estaba dentro, y encargó a la doncella, que fuese a Gaula, para entregársela.

—Señor—añadió la doncella—mi señora os ama, y os manda a decir, que cuando acabe esta guerra, vayáis a Bretaña. En esta carta, está escrito vuestro nombre, y dice que sois hijo de Rey.

El Doncel tomó la carta, y exclamó:

—¡Ay, carta, que fuiste bien guardada por aquella señora a quien pertenece mi corazón! Si muchos dolores y angustias padecí por su causa, mayor es hoy mi alegría y satisfacción. ¡Ay, Dios Señor! ¿Cuándo llegará el tiempo en que pueda servir a aquella señora, que esta merced me hace?

A la hora de la siesta, vio el Doncel del Mar a Melicia, hija del Rey Perion, que estaba llorando, y le preguntó qué tenía.

—Señor—dijo la niña—perdí un anillo que el Rey me dio a guardar mientras él dormía.

—Pues yo os daré otro tan bueno o mejor—dijo él.

Se sacó del dedo su anillo y se lo dio a la princesita.

—Este es el que yo perdí—dijo ella.

—No es—replicó el Doncel.

—Pues es completamente igual—aseguró la niña.

Cuando el Rey despertó pidió el anillo a su hija, y se lo puso en el dedo, creyendo que era el suyo; pero vio en un ángulo de la habitación, el que su hija había perdido, y lo recogió, juntólo con el otro, y vio que era el que él le había dado a la Reina.

—Qué has hecho de mi anillo?

—Por Dios, señor—respondió la niña, que le tenía gran miedo—. He perdido el vuestro, y el Doncel del Mar, que me vio llorando, me dio éste, que yo creí que era el mismo.

El Rey sospechó, que el valor y la hermosura del Doncel del Mar, pudieran haber despertado en la Reina un sentimiento indebido. Tomó su espada, penetró en la cámara de su esposa, cerró la puerta y dijo:

—Dueña, me habéis ocultado siempre el anillo que yo os regalé, y el Doncel del Mar se lo ha dado ahora a Melicia.

La Reina al verlo tan airado, cayó a sus pies diciendo:

—¡Ay señor, por Dios! ¿Cómo habéis podido pensar mal de mí? Yo os confesaré todo lo que os he ocultado.

Comenzó a llorar con desconsuelo, y le refirió como había echado su hijo al río, con el anillo y la espada.

—Entonces—dijo el Rey—debe ser nuestro hijo.

Entraron los dos en la habitación donde dormía Amadís y el Rey cogió la espada, que tenía colgada a la cabecera de su lecho, y examinándola atentamente, dijo:

—Ahora conozco, que es verdad cuanto me habéis dicho.

La Reina se dejó caer llorando al lado del lecho, y el Doncel del Mar, despertó sobresaltado.

—Señora, ¿qué os sucede?, decidme si es cosa que yo pueda remediar.

—Ay amigo—dijo la Reina—primero es necesario que me digáis quién sois.

—Así Dios me ayude—respondió él—os juro que no lo sé, fui hallado en el mar.

La Reina se hincó de rodillas ante él y exclamó:

—Hijo, aquí tienes a tu padre y a tu madre.

—¡Santa María! ¿Qué es lo que oigo?

La Reina lo rodeó con sus brazos y añadió:

—Es, hijo, que quiso Dios, con su gran bondad, que pudiese reparar el error que cometí, obligada por el miedo; hijo mío, yo, como mala madre, te eché al mar, y mírame, aquí, a tus pies, con el Rey que te engendró.

Entonces él se hincó de hinojos, y besó llorando, las manos de su madre, dando gracias a Dios, que lo había sacado de tantos peligros para darle la gran ventura, de conocer tales padres.

El Doncel, sacó la carta que le había enviado Oriana y se la entregó a la Reina, la cual conoció que era la misma, que Darioletta escribió.

—¡Bendito sea Dios!—dijo—. Este es tu nombre, de aquí en adelante no debes usar otro.

—Así lo haré—respondió el Doncel.

El Rey Perion, mandó hacer grandes fiestas, y convocó las Cortes, para que todos vieran a su hijo Amadís, y en medio de las fiestas, llegó una doncella y tomando por el freno el caballo del Rey, le dijo:

—Rey, acuérdate, que una doncella te profetizó, que cuando recobrases la prenda que habías perdido, perdería su flor el señorío de Irlanda; recobrastes el hijo que perdido tenías, y murió el esforzado Rey Abies que era la flor de Irlanda. Mira si era verdad, lo que te dijo Urganda mi señora.

Amadís, al oír este nombre, dijo a la doncella:

—Yo también veo, que es verdad, lo que me profetizó. Con la lanza que me dio libré de la muerte al Rey mi padre. Decidle que quedo obligado, para siempre a su servicio.

VII. La espada de la encantadora

Hora es ya de que sepamos qué le aconteció a Galaor, cuando el gigante lo depositó en poder del ermitaño, a cuyo lado se educó, hasta la edad de diez y ocho años. Hízose un mancebo alto y fuerte, muy aficionado a leer, en los libros que su protector le daba, las aventuras y hechos de armas de los antiguos caballeros; por lo cual sintió un gran deseo de ser caballero también, y como no sabía si tenía derecho a ello, le rogó al hombre bueno que lo criaba, que se lo dijese; pero a éste que sabía que estaba llamado a combatir con el terrible gigante Albadán, se le vinieron las lágrimas a los ojos y le dijo:

—Hijo mío, mejor sería que tomases otro camino más seguro para tu alma en lugar de la orden de caballería, que es muy trabajosa de mantener.

Pero Galaor le manifestó que su corazón lo inclinaba por aquel camino, y el hombre bueno, que vio su voluntad, le dijo:

—Ta que así lo quieres, te haré saber que por tu linaje puedes ser caballero, sin dificultad ninguna; porque eres hijo de rey y de reina. Pero esto que no sepa el gigante que te lo he dicho.

El buen hombre envió a decirle al gigante lo que sucedía con Galaor. A los pocos días apareció el gigante, que al ver a Galaor tan hermoso y valiente, le dijo:

—Hijo, ya sé que quieres ser caballero, y vengo a llevarte en mi compañía para procurar complacerte.

Despidióse Galaor del ermitaño, y partió con el gigante, que lo llevó a su castillo, mandó construir armas a su medida, le regaló un hermoso caballo y puso a su servicio dos esgrimidores, con los que durante un año se ejercitó en el uso de las armas y en aprender todas las cosas que a un caballero convenían.

Pasado este tiempo dijo Galaor al gigante:

—Padre, yo creo que ya es tiempo de que me hagáis caballero, y desearía recibir la investidura de manos del rey Lisuarte, que tanta fama tiene.

—Yo te llevaré allí—dijo el gigante.

Pusiéronse en camino, y al cabo de tres días llegaron a un hermoso castillo, rodeado de un foso y sin más entrada que el puente levadizo, a cuyos lados había dos altos olmos. El gigante y Galaor vieron debajo de éstos a dos doncellas y un escudero, y a un caballero armado, sobre un caballo blanco, y en cuyo escudo había dos leones. El caballero daba voces a los del castillo, demandando entrada. Galaor dijo al gigante:

—Desearía ver qué hace aquel caballero.

Al cabo de diez minutos vieron aparecer al otro extremo del puente dos caballeros armados y diez peones, que dijeron al caballero que deseaba entrar:

—Para penetrar en este recinto es preciso que antes combatáis con nosotros.

—Pues por eso no ha de quedar—respondió él—haced bajar el puente y venid a la justa.

Los caballeros hicieron que los peones bajasen el puente, y uno de ellos, lanza en ristre, echó a correr con su caballo, y el de los leones fué contra él, encontrándose ambos con tal ímpetu, que el caballero del castillo quebró su lanza, y el otro lo hirió tan duramente, que lo derribó en tierra, y el caballo sobre él; y se dirigió al otro, que en el puente entraba, y lo derribó en el agua, donde cayó muerto. El caballero de los leones pasó el puente, sin oir las voces de las doncellas que le advertían que alzaban éste, y vio venir contra sí tres caballeros muy bien armados, que le dijeron:

—En mal punto llegaste aquí, porque morirás en el agua como ha muerto ese que vale más que tú.

Arremetieron los tres contra él tan bravamente, que le hicieron ahinojar al caballo, y hubiera caído en tierra si no le hubiesen quebrado las lanzas, porque los dos lo hirieron; mas él hirió a uno de ellos, de manera que no le aprovechó la armadura, pues la lanza le entró por un costado y le salió por el otro. Entonces metió mano a la espada y comenzó una peligrosa batalla con los otros dos; como veía tan cercana la muerte, pugnaba por librarse de sus contrincantes, y dio a uno tal golpe en el brazo diestro, que se lo hizo caer a tierra con espada y todo. El otro echó a huir hacia el castillo, diciendo a grandes voces:

—¡Acudid, amigos, que matan a vuestro señor!

Cuando el de los leones oyó decir que aquél era el señor, puso más empeño en vencerlo, y le dio tal golpe por encima del yelmo, que le metió la espada en la carne, y el caballero perdió las estriberas y hubiera caído al no haberse abrazado del cuello del caballo; el otro le quitó el yelmo y le dijo:

—Muerto sois, si no os otorgáis preso.

El vencido tuvo gran miedo de la espada que había sentido en la cabeza, y dijo:

—¡Ay, buen caballero, gracia, no me matéis, tomad mi espada y otorgóme preso!

Pero el de los leones, que vio salir del castillo caballeros y peones armados, lo sujetó por el brocal del escudo, le puso la punta de la espada en el rostro y le dijo:

—Mandad a aquéllos que se vuelvan u os mato.

El les dio voces de que se volviesen, y los otros, viendo su gran peligro, así lo hicieron.

—Mandad a los peones que echen el puente—dijo el vencedor.

Una vez hecho esto, se llevó al prisionero consigo, donde estaban las doncellas. Cuando el caballero vio a Urganda la Desconocida, dijo:

—¡Ay, señor, si no me amparáis de esa doncella, muerto soy!

El de los leones dijo a Urganda:

—Decidme qué queréis que haga con él.

—Cortadle la cabeza si no os entrega a mi amigo, que tiene preso en el castillo, y a una doncella que fué causa de su prisión.

—No me matéis—dijo el prisionero—que yo haré lo que me manda.

Llamó a uno de los peones y le ordenó:

—Vé y dile a mi hermano, que si me quiere ver vivo, me envíe al caballero que está preso y a la doncella que lo trajo.

Cuando aparecieron los dos, el de los leones dijo al recién venido:

—Caballero, aquí tenéis a vuestra amiga, amadla, por lo mucho que se ha afanado en que salgáis de la prisión.

—La amo más que nunca—respondió él, abrazando a Urganda.

El caballero de los leones preguntó a ésta:

—¿Qué queréis hacer de la doncella?

—Matarla, por lo mucho que me hizo sufrir.

Hizo un encantamiento, y la doncella echó a correr, fremiendo, para tirarse al agua.

—Señora—dijo el de los leones—haced que no muera esta doncella, ya que yo la prendí.

—La perdonaré esta vez, por vos, pero si me molesta lo pagará todo junto.

Galaor, que veía todo esto, dijo al gigante:

—Yo quiero que éste me haga caballero, porque el rey Lisuarte es nombrado por su grandeza, y este caballero merece serlo por su gran esfuerzo.

Asintió el gigante, y Galaor fué a donde estaba el de las armas de los leones.

—Señor caballero—dijo—vengo a pediros un don.

EL lo vio tan hermoso, que nunca había visto otro igual; le tomó la mano y le dijo:

—Sea con derecho, porque yo os lo otorgo.

—Pues os ruego que me arméis en este momento caballero, y así no tendré que ir a buscar al rey Lisuarte, al cual deseaba pedir este honor.

—Amigo—dijo él—gran locura haríais en cambiar al mejor rey del mundo por un pobre caballero como yo.

—Señor—dijo Galaor—la grandeza del rey Lisuarte no estimulará mi esfuerzo, como las valentías que os he visto hacer; cumplidme lo que me habéis prometido.

—Ciertamente—intervino Urganda—que así debéis hacerlo, porque en nadie estará mejor empleada la orden de caballería.

—Pues entonces—dijo el caballero—en el nombre de Dios sea, vamos a alguna iglesia, para tenerla vigilia.

—No es necesario—dijo Galaor—que ya he oído misa hoy, y he visto el verdadero cuerpo de Dios.

—Eso—dijo el de los leones—basta.

Le puso la espuela derecha, lo besó y le dijo:

—Ahora ya sois caballero—tomad la espada de quien más os agrade.

—Vos me la daréis—dijo Galaor—que de nadie la tomaría con tanto gusto.

Llamó a un escudero para que le trajese una espada que en la mano tenía, pero Urganda dijo:

—No le deis esa, Bino aquella que está colgada de este árbol.

Entonces miraron todos al árbol y no vieron nada. Ella comenzó a reir y añadió:

—Por Dios, que hace diez años que está ahí y nadie la ha visto; pero ahora la verán todos.

Volvieron a mirar, y vieron la espada colgada de una rama del árbol, tan hermosa y tan fresca como si entonces la acabaran de poner; con la vaina muy ricamente labrada de seda y de oro.

El de las armas de los leones la tomó, y ciñéndosela a Galaor dijo:

—Tan hermosa espada convenía a tan hermoso caballero.

—Señor—respondió éste—tengo que ir a cumplir una obligación que no puedo excusar; pero os ruego me digáis dónde podré volver a encontraros.

—En casa del rey Lisuarte—respondió el de los leones.

Galaor dijo a Urganda:

—Señora doncella, mucho os agradezco esta espada que me habéis dado; acordaos de mí como de vuestro caballero.

Se despidió y fué adonde estaba el gigante.

—Padre—le dijo—ya soy caballero; loores a Dios y al buen caballero que lo hizo.

—Hijo, estoy muy contento—respondió el gigante—y tengo que pedirte un don.

—Pues pedidlo, que yo os lo otorgo.

—Hijo, algunas veces me habrás oído decir cómo Albadán el gigante mató a traición a mi padre y le tomó la peña de Galtáres, que debe ser mía. Te pido que me vengues de él.

—Ese don—dijo Galaor—no teníais que pedirlo, sino yo demandarlo.

En esto llegó adonde estaba Urganda la Desconocida, la cual acababa de separarse de Amadís, después de revelarle que aquel a quien había armado caballero, era el hermano que, siendo niño, arrebató el gigante de los brazos de su madre. Urganda dijo a Galaor:

—¿Sabéis quién os hizo caballero?

—Sí—respondió éste—el mejor caballero de cuantos oí hablar.

—Pues ese caballero—dijo Urganda—es vuestro hermano, mayor que vos dos años. El gigante Gandalac os debe revelar vuestro nacimiento.

No se hizo éste rogar, y Galaor pensó morir de contento al saber que era hijo del rey Perion y de la reina Elisena y, sobre todo, hermano de aquel buen caballero, a quien tanto admiraba.

Apenas se había despedido Urganda, vieron venir una doncella por un camino, y otra por otro. Así que llegaron cerca de la tienda y vieron al gigante, quisieron huir; pero Galaor corrió tras ellas, las tranquilizó y les demandó qué deseaban. Una dijo:

—Voy por mandato de mi señora, a ver una batalla muy extraña, de un solo caballero que va a combatir con el fuerte gigante de la peña de Galtáres.

La otra doncella dijo:

—Me maravillo de que haya un caballero que tan gran locura ose acometer, y aunque me dirigía a otra parte, me quedo para ver lo que sucede.

—Doncellas—dijo Galaor—si queréis, venid en nuestra compañía, que también vamos a esa batalla.

Pasaron el día todos reunidos, comieron y descansaron, y a la mañana siguiente dijo Galaor al gigante:

—Padre, dejadme ir ya a la batalla, que sin vos llegaré antes.

El gigante accedió a lo que quería, aunque contra su voluntad; y Galaor se armó y se puso en camino, acompañado de las doncellas y de tres escuderos que le llevaban las armas y cuanto podía necesitar. Así anduvieron todo el día, y al anochecer buscaron albergue casa de un ermitaño, a dos leguas de la peña de Galtáres. El buen ermitaño, al saber que Galaor iba a reñir con el gigante, trató de disuadirlo, advirtiéndole el peligro que corría, y al ver que Galaor no cejaba en su intento comenzó a llorar diciendo:

—¡Hijo, Dios os socorra y os de fuerza, porque en gran peligro os veo!

Llegaron las nuevas al gigante de lo que sucedía, y éste tomó sus armas y salió al encuentro del que lo buscaba, de tal manera, que no había hombre en el mundo que osase mirarlo. Llevaba unas placas de hierro tan grandes, que desde la garganta hasta la silla lo cubrían; un yelmo enorme, y una gran maza.'sí de hierro. Las doncellas y los escuderos quedaron ' espantados al verlo, y Galaor sintió también gran miedo; pero cuanto más se le acercaba, más lo perdía. El jayán le dijo:

—Mal caballero, ¿te atreves a buscar tu muerte? ¡Verás cómo te aplasto con mi maza!

—¡Diablo—respondió Galaor con saña—tú serás vencido y muerto, porque yo traigo en mi ayuda a Dios y a la razón!

El jayán parecía una torre, y se dejó ir contra Galaor que lo recibió con la lanza baja al galope de su caballo, y le dio al que montaba el gigante en los pechos, con tal fuerza, que hizo a éste perder una estribera, y a él se le quebró la lanza. El jayán alzó la maza para herirlo en la cabeza, pero Galaor esquivó el golpe, que era tan fuerte, que el gigante no lo pudo contener, y le dio en la cabeza a su mismo caballo, el cual cayó muerto, cogiéndolo debajo. Levantóse, no sin gran trabajo, y recogió la maza del suelo, pero Galaor echó mano a la espada de Urganda y dio un tajo a la maza, que contra él venía, de tal suerte, que le cortó el mango y no quedó más que un pedazo en manos del gigante; pero éste le dio un golpe con él, encima del yelmo, y le hizo poner una mano en tierra. Galaor, ligero y vivo de corazón, se levantó enseguida, se volvió hacia el jayán, guardóse del segundo golpe que le amenazaba, y le dio con la espada tal golpe que le cortó el brazo por el hombro; y descendiendo la espada hacia la pierna le cortó cerca de la mitad. El jayán dio un gran grito:

—¡Ay, desdichado, que me escarnece un solo hombre!

Quiso abrazar a Galaor con gran saña, pero no pudo ir adelante por la gran herida de la pierna que le obligó a sentarse en el suelo. Galaor volvió a herirlo, y como el gigante tendió la mano para cogerlo, le echó de un golpe los dedos en tierra con la mitad de la mano. El jayán, que por alcanzarlo se había tendido mucho, cayó, y Galaor fué sobre él, lo mató con su espada y le cortó la cabeza.

Entonces vinieron hacia él los escuderos y las doncellas, y Galaor mandó a las últimas que llevasen la cabeza a su señor.

—Por Dios, señor—dijeron ellos muy alegres—él os ha criado bien para que ganaseis la honra, y él la venganza y el provecho.

Galaor vio salir del castillo diez caballeros amarrados a una cadena, y éstos le dijeron:

—Venid a tomar el castillo, que vos habéis matado al jayán y nosotros a los suyos.

Galaor mandó quitar la cadena a los caballeros y todos fueron al castillo, donde pasaron el día descansando y comiendo y bebiendo alegremente. Aunque todos aquellos señores querían proclamar dueño a Galaor, éste les hizo saber que su señor legítimo era Gandalac, y tomó homenaje de dos caballeros, los que más honrados le parecieron, para que cuando viniese Gandalac le entregasen el castillo.

VIII. El campeón desconocido

Amadís, después de haber dejado a Urganda la Desconocida, muy contento de saber que aquel mancebo que armó caballero era su hermano, continuó su camino por medio de la selva, hasta llegar a una hermosa fortaleza, en una de cuyas torres se oían voces y cantos de hombres y de mujeres. Llamó a la puerta, y apareció un caballero entre las almenas.

—¿Quién sois, que a tal hora llamáis?—le preguntó.

—Soy un caballero extraño—respondió Amadís.

—Así parece,—dijo el del muro—que eres extraño, porque descansas de día y andas de noche; seguramente lo harás por no encontrar con quien pelear, pues a esta hora no hallarás sino diablos. Continúa tu camino, que aquí no has de entrar.

—Al menos—dijo Amadís—decidme vuestro nombre.

—Te lo diré con tal de que cuando me halles combatas conmigo. Me llamo Dardán.

—Pues yo quiero—dijo Amadís—cumplir enseguida mi promesa, podemos combatir a la luz de las candelas.

—¡Cómo!—dijo Dardán—. ¿Crees que voy a tomar las armas de noche para ir a combatir con un tal como tú?

Se separó del muro, y Amadís tuvo que continuar su camino. Iba buscando un sitio donde poderse albergar, cuando vio a dos doncellas, montadas en sus palafrenes y seguidas de sus escuderos. Amadís las saludó cortésmente y una de ellas le preguntó de dónde venía armado a tales horas. El les contó lo que acababa de acontecerle en el castillo y una de las doncellas dijo:

—Ese Dardán tiene por nombre el Soberbio, porque es el más soberbio caballero que hay en esta tierra.

Invitaron a Amadís a aposentarse en sus tiendas, y cuando éste se desarmó, las doncellas celebraron mucho su hermosura. Cenaron reunidos con mucho placer, y las doncellas le contaron que se encaminaban hacia la Corte del rey Lisuarte, para presenciar la batalla que tenía pedida Dardán el Soberbio, contra quien quisiera mantener los derechos de una dama a la que acusaba su hijastra, amada de Dardán, de no tener derecho al capital que su padre le había dejado. Las doncellas, alabaron mucho a la señora acusada por su hijastra, y acabaron diciendo:

—Tememos mucho que no se presente ningún caballero a sostener su derecho, porque todos tienen miedo de la fiereza de Dardán.

Cuando se fueron a acostar, Amadís no podía dormir, pensando en la ocasión que se le presentaba, para vengarse del caballero soberbio y combatir por una buena causa, delante de su señora Oriana; así es que decidió seguir el viaje en compañía de las doncellas.

A los pocos días divisaron la ciudad, y Amadís se separó de sus acompañantes, se sentó al pie de un árbol y contemplando las torres y los muros que ante sí se alzaban exclamó:

—¡Ay ciudad! ¡Qué felicidad y qué honor tienes, en albergar a la señora que no tiene par entre todas las del mundo, en bondad ni en hermosura, y que es la más amada entre todas las amadas que existen, como lo probaré yo que soy el mejor caballero del mundo!

Llegó el día en que había de celebrarse el juicio, y el rey Lisuarte cabalgó con gran compañía de hombres buenos y fué a un campo que había entre la villa y la floresta. Allí encontró a Dardán muy bien armado sobre un hermoso caballo, en compañía de su amiga a la que le llevaba la rienda de su palafrén. Fué a detenerse con ella ante el rey Lisuarte y dijo:

—Señor, mandad que entreguen a esta dueña todo aquello que debe ser suyo, y si algún caballero se opone, yo lo combatiré.

El rey Lisuarte mandó llamar a la madrastra y le preguntó:

—¿Dueña, tenéis quien combata por vos?

—No, señor—dijo llorando.

El Rey tuvo mucha lástima de ella, que era una excelente señora; pero Dardán tomó su puesto en la plaza, donde tenía que esperar hasta la hora de tercia, así armado; y si no viniera nadie a combatir con él, el Rey, a pesar suyo, tendría que darle la razón, como era la costumbre.

Transcurría el tiempo, y nadie aparecía, pero de pronto el Rey y los de la ciudad vieron con asombro, salir de la floresta un caballero desconocido, tan hermoso y apuesto como nunca lo habían visto. El Rey dijo a la dueña retada:

—¿Dueña, quién es aquel caballero que quiere sostener vuestra razón?

—¡Así Dios me ayude—dijo ella—como no me acuerdo de haberlo visto nunca!

Amadís entró en el campo donde estaba Dardán y le dijo:

—Dardán, ahora mantén la razón de tu amiga, que yo defenderé a la otra dueña con la ayuda de Dios, y te cumpliré lo que te prometí.

—¿Qué me habéis prometido?—dijo él.

—Que combatiría contigo—respondió Amadís—y eso sucedió la noche en que fuistes tan villano que me dijistes tu nombre sin concederme la entrada en tu casa.

En esto llegó el Rey para ver lo que pasaba y Dardán dijo a la dueña:

—¿Este caballero quiere combatir por vos? ¿Le otorgáis vuestro derecho?

—¡Sí—dijo ella—y que Dios le dé buena suerte!

El Rey miró a Amadís y vio que tenía el escudo falseado por muchos lugares y todo el rededor cortado por golpes de espada, y dijo a los suyos:

—Si ese caballero desconocido pidiese un escudo dárselo, que está en su derecho.

No tardó en comenzar la batalla. Dardán y Amadís tomaron distancia, y como sus caballos eran corredores y ligeros y ellos de gran fuerza, se dieron con las lanzas tan bravamente que las armas todas se falsearon, pero ninguno se hirió, y las lanzas se quebraron. Juntaron los cuerpos de los caballos y los escudos con tal denuedo, que era una maravilla. Dardán cayó en tierra en aquella primera justa, pero no soltó las riendas del caballo. Volvió a cabalgar y desenvainó la espada. Cuando Amadís volvió hacia él su caballo lo vio en tren de acometerlo, y sacó también su espada, arremetiéndose los dos con tanta saña, que todos estaban espantados de ver semejante batalla y las gentes de la villa se subían a las torres y a los muros para contemplar el combate. Las habitaciones de la Reina daban sobre el muro, y tenían muchas ventanas, desde donde las dueñas y doncellas veían la espantosa batalla de los caballeros. Estos se herían por encima de los yelmos, que eran de fino acero, de modo que parecía que les ardían las cabezas, según las chispas que las espadas arrancaban de ellos. Caían en tierra mallas, piezas de los arneses y rajas de los escudos. El rey Lisuarte exclamó:

—¡Esta es la más brava batalla que ningún hombre ha visto, y haré figurar en la puerta de mi palacio el nombre del que obtenga la victoria!

—Caballero—exclamó de pronto Dardán—nuestros caballos están demasiado cansados y esto hace durar mucho la batalla, yo creo que si estuviéramos a pie hace rato que hubiera vencido.

Lo dijo muy alto para que lo oyeran el Rey y los que con él estaban; y el caballero desconocido sintió gran vergüenza y exclamó:

—Si te crees que te defenderás mejor a pie que a caballo nos apearemos y defiéndete, que bien lo has de menester, porque me parece que un caballero no debe dejar su caballo mientras pueda mantenerse en él.

Descendieron de los caballos sin más tardar, tomó cada uno lo que le quedaba de su escudo, y se dejaron ir el uno contra el otro con gran ardimiento, hiriéndose con más bravura que antes, pero el caballero desconocido acosaba de tal manera a Dardán, que éste se cuidaba ya más de parar los golpes, que de acometer; e iba replegándose hacia el muro del palacio de la reina.

Entonces oyó hablar Amadís a la doncella de Dinamarca, conoció la voz, miró a lo alto, y vio a su señora Oriana que estaba en la ventana y a la doncella con ella. En cuanto la vio se olvidó Amadís de la batalla y de todas las cosas del mundo, de modo que Dardán tuvo, lugar de reponerse, y como vio que su enemigo miraba a otro lado, cogió la espada con ambas manos y le dio tal golpe por cima del yelmo que se lo torció en la cabeza. Amadís no respondió al golpe, ni hizo más que enderezar su yelmo, y Dardán lo comenzó a herir por todas partes, mientras que Amadís respondía pocas veces a sus ataques, absorto en mirar a su señora.

Ya comenzaba a mejorar Dardán y Amadís a empeorar, cuando de pronto se dio cuenta de la gran vergüenza que sería morir y que su señora, sin saber el motivo de su vencimiento, le creyese cobarde. Entonces recobró su ánimo, se dejó ir contra Dardán, le descargó tal golpe en el yelmo que le hizo dar con las manos en tierra y se lo sacó de la cabeza. Dióle con el puño de la espada en el rostro y le dijo:

—¡Dardán, muerto eres si no reconoces el derecho de la Dueña por quien combato!

—¡Ay caballero!—respondió él—. ¡Gracia! No me matéis, yo se lo reconozco.

En esto llegaron el Rey y los caballeros pero, al verlos Amadís escapó hacia donde estaba su caballo, montó en él y se lanzó a galope a través de la floresta.

La amiga de Dardán llegó a donde éste estaba y le dijo llena de rabia:

—Dardán, de hoy en adelante no me tengas por amiga, porque fuera de ese hermoso caballero que te ha vencido no amaré nunca a nadie.

—¿Cómo?—dijo Dardán—¿Me ves vencido y escarnecido por tu culpa y quieres dejarme por el causante de tu daño y mi deshonra? ¡Yo te daré el galardón que mereces!

Y tomando la espada, que al lado tenía, dióle con ella tal golpe que le echó la cabeza a los pies.

En medio del asombro de todos, Dardán comenzó a gritar:

—¡Ay desdichado! ¿Qué es lo que hice? ¡He matado la cosa que más amaba en el mundo! Pero yo vengaré su muerte.

Volvió a coger la espada y se la clavó en el pecho, antes que lo pudieran socorrer.

Sorprendidos todos con aquel acontecimiento, nadie pensó en correr detrás del caballero para enterarse de quién era, y el Rey estaba muy pesaroso de no encontrarlo. Oriana le dijo a la Doncella de Dinamarca:

—Amiga, sospecho que aquel caballero que aquí combatió es Amadís.

—Cierto—dijo la doncella—yo me acordé de él cuando vi el caballo blanco, pues aunque el escudo estaba despintado de los golpes me pareció que era el mismo que tuvo en la batalla con el Rey Abiés, en el que llevaba dos leones azules en campo de oro.

—Amiga—dijo Oriana—vé y mira la manera de cómo puedes enterarte y hacer que yo le hable.

Salió la doncella y no tardó en ver a Gandalín, el cual le dijo que su señor lo enviaba en su busca y que estaba escondido en la floresta.

—Pues ven conmigo—dijo ella—y si alguien te pregunta di que eres servidor de la Reina de Escocia y traes su saludo a Oriana; y que vienes a buscar a Amadís, que está en esta tierra, para ir en su compañía. Así te quedarás con nosotras sin que nadie sospeche nada.

Entraron en el palacio de la Reina y la doncella dijo a Oriana:

—Señora, aquí hay un escudero que trae un recado para vos de la Reina de Escocia.

Oriana se puso muy alegre cuando vio a Gandalín que hincando los hinojos ante ella, le dijo:

—Señora, la Reina os envía un saludo muy cariñoso.

Oriana lo llevó aparte y le preguntó:

—¿Dónde has dejado a tu señor?

El rompió a llorar y le dijo:

—Señora, tened piedad de él, porque sufre tanto, que no hay en el mundo quien pudiese soportar el enorme dolor que por vuestro amor padece; tanto que muchas veces, esperé verlo caer muerto con el corazón deshecho en lágrimas.

Oriana, respondió con lágrimas en los ojos:

—Ay Gandalín, cállate por Dios y no me digas más, que Dios sabe cuánto me pesa su sufrimiento, pues yo no podría vivir ni un sólo día si él muriese.

—Entonces, señora, mandad lo que debe hacerse, él espera oculto en la floresta. Haced lo que debéis, si lo amáis; él os ama sobre todas las cosas que hoy son amadas.

Oriana le mostró una huerta, que estaba debajo de la ventana donde hablaban y le dijo:

—Amigo, vé y dile a tu señor que venga esta noche muy escondido, que entre en la huerta y que la ventana que hay debajo de ésta es la de la habitación donde dormimos Mabilia y yo.

Luego mandó llamar a Mabilia y se pusieron de acuerdo las dos con Gandalín. Oriana, le dijo a la Keina su madre, que el escudero, iba a esperar allí al hijo del Rey de Gaula.

—Así Dios me ayude—respondió la Reina—como me gustaría verlo en compañía del Rey mi señor. Porque dicen que es muy famoso caballero.

—Señora—dijo Oriana—de su caballería no sé más de lo que me dicen, pero os aseguro que era el más hermoso doncel que había en casa del Rey de Escocia cuando lo puso a mi servicio.

La Reina mandó obsequiar al escudero y dio orden para que pudiera entrar y salir libremente en el palacio.

Amadís pensó morir de gozo con las nuevas que Gandalín le llevaba, y llegada la noche armóse, por lo que pudiera acontecerle, y cabalgando llegaron a la entrada de la huerta, se introdujeron en ella por un portillo que las agrias habían hecho, y cuando llegaron a la ventana llamó Gandalín muy bajito. Oriana que lo oyó, se levantó y dijo a Mabilia:

—Creo que está ahí tu primo.

—Mi primo es—dijo ella—pero vos tenéis más parte de él que todo su linaje.

Entonces se fueron ambas a la ventana, pusieron dentro unas candelas que daban gran lumbre, y la abrieron. Amadís vio a su señora a la luz de las candelas, y le pareció tan bien, que no creyó que pudiera caber tanta hermosura en ninguna mujer del mando. Estaba Oriana vestida con unos paños de seda India, bordada de flores de oro, y llevaba en los cabellos, que eran maravillosamente hermosos, una guirnalda muy rica; cuando Amadís la vio así se extremeció de placer y el corazón le latía con tal violencia que no podía pronunciar palabra.

Oriana se acercó a la ventana y le dijo:

—Mi señor, sed bien venido a esta tierra, que mucho os hemos deseado y hemos tenido gran placer en vuestras buenas aventuras, así en las armas como en el conocimiento de vuestro padre y madre.

—Señora,—respondió Amadís—no sé qué decir para agradeceros la merced que me hacéis; no os maravilléis de ello, porque el corazón tengo tan turbado y de tan gran amor preso, que no deja la lengua libre; y si yo, mi señora, fuera tan digno, o mis servicios lo mereciesen, demandaría de vos piedad para este tan atribulado corazón, no para mi descanso, que las cosas verdaderamente amadas cuanto más se las alcanzan, mucho más el deseo y cuidado aumenta y crece, sino por serviros mejor.

—Mi señor—dijo Oriana—todo lo que me decís creo, porque mi corazón así lo siente, pero no tenéis razón de sufrir tanto y os mando, por el señorío que sobre vos tengo, que pongáis templanza en vuestra vida, pues así la pondréis en la mía; pues no pienso más, sino en buscar manera de que vuestras ansias hallen descanso.

—Señora—respondió él—yo soy vuestro y no haré más que lo que me mandéis.

Mabilia los interrumpió, diciéndole a Oriana:

—Señora, dadme alguna parte de ese caballero.

—Llegad—dijo Oriana.

—Señor primo—añadió Mabilia—sed bien venido, que gran placer nos habéis dado.

—Señora prima—respondió él—sed bien hallada; que en todas partes os amo y estoy a vuestro servicio, y mucho más en ésta, donde por ser vuestro pariente tendréis piedad de mí.

Gandalín que veía llegar el día, avisó que era la hora de partir, y Amadís tomó las manos que Oriana había sacado por la red de la ventana para limpiarle las lágrimas que del rostro le caían, y se las besó apasionadamente muchas veces.

Antes de que rompiese el alba, ya estaban Amadís y Gandalín en sus lechos, sin que nadie se hubiese dado cuenta de su ausencia.

Amadís pasó el día descansando en compañía de las doncellas, las cuales le hicieron saber que la dueña por quien había combatido estaba presa, porque el Rey no quería creer que no conocía al caballero que tomó su defensa, y no la dejaría en libertad mientras éste no pareciese. Amadís las tranquilizó, ofreciendo que se presentaría al rey Lisuarte, aunque esto mucho lo contrariaba.

Al día siguiente, en cumplimiento de su palabra, Amadís se dirigió al palacio, y las gentes que lo veían pasar iban en pos suyo gritando:

—Este es el caballero que venció a Dardán.

El Rey que lo oyó, salió a su encuentro.

—Amigo—le dijo—sed bien venido, que mucho he deseado veros.

Amadís se hincó de rodillas y dijo:

—Señor, Dios os dé alegría, aquí me tenéis a vuestro servicio; pero os ruego que deis libertad a la dueña por quien combatí, porque realmente no sabe quién era el que salió a su defensa.

El Rey lo concedió así, y tomando de la mano a Amadís, lo llevó a una cámara, donde le hizo desarmarse, le dio un manto para que se cubriese, y llamó al rey Arbán de Norgales y al conde de Glocestre para que le hiciesen compañía mientras él iba a comunicarle a la reina que tenían en su casa al buen caballero que venció en la batalla.

—Señor—dijo la Reina—ese caballero debe ser Amadís, el hijo del rey Perion de Gaula; porque hay aquí un escudero esperándolo.

Amadís no negó su nombre y condición. Su prima Mabilia fué a abrazarlo, como si no lo hubiera visto antes, y la Reina le dijo a su hija:

—Recibe tú a este caballero, que ha sido tu doncel, y ayudadme todas a rogarle lo que voy a pedirle.

Volvióse hacia Amadís y añadió:

—Caballero, el Rey, mi señor, os ha rogado que os quedarais con él y no lo ha podido alcanzar; pero las mujeres tienen más poder sobre los caballeros que los hombres, y por eso, os ruego que os quedéis para ser mi caballero, el de mi hija y el de todas estas damas, y así no tendremos que molestar al Rey con nuestras cosas.

Lo rodearon todas, rogándoselo, y Oriana le hizo una seña de que accediese.

—Señora—dijo él a la Reina—¿quién puede negarse al mandato de la mejor reina del mundo y al de todas estas señoras? Me quedaré con la condición de ser sólo vuestro, y si al Rey en algo le sirviese será como vuestro y no como suyo.

De esta manera quedó Amadís en casa del rey Lisuarte, por mandato de la Reina, su señora.

IX. Arcalaus el Brujo

Transcurrieron varias semanas, con gran placer de todos. Amadís seguía en casa del rey Lisuarte como caballero de la Reina, muy amado y honrado de todos.

Pero un día, vieron entrar por la puerta de palacio a una doncella que fué a hincarse de rodillas ante la Reina, y le dijo:

—Señora, ¿queréis decirme si está aquí un caballero que trae unos leones en las armas?

La Reina comprendió que se trataba de Amadís, y preguntó:

—¿Para qué lo queréis?

—Señora—dijo ella—le traigo nuevas de un joven caballero que ha hecho el más alto y grande comienzo de caballería que nadie realizó en todas las Islas.

La Reina llamó a Amadís, y la doncella le dijo:

—Señor, el hermoso doncel que hicisteis caballero en el castillo de Bradoid, cuando vencisteis a los dos caballeros del puente, a los tres de la calzada, prendiste al señor del castillo y sacaste por fuerza de armas al amigo de Urganda, os manda sus recuerdos y os asegura que os tiene como a su señor, y tratará de ser digno de la honra que le habéis hecho, o perecerá en la demanda.

Entonces contó la batalla de Galaor y el gigante, y cómo el primero tomó la peña de Galtáres. Amadís, al oir hablar así de su hermano se le llenaron los ojos de lágrimas, y como la Reina se admirase de eso, le confesó que se trataba del niño que el gigante le robó a su madre. Oriana estaba lejos, y no oía lo que hablaban, pero se puso muy enojada de ver a Amadís llorar, y le pidió a Mabilia que lo llamase.

—¿De quién os habéis acordado con las nuevas que os ha traído la doncella?—le dijo.

Amadís le refirió cuanto le había contado a la Reina, y Oriana depuso su enojo.

—Mi señor—le dijo—os ruego que me perdonéis, porque sospeché lo que no debía.

—¡Ay, señora!—respondió él—no hay que perdonar, porque nunca en mi corazón entró saña contra vos, pero os ruego que influyáis con vuestra madre y me deis licencia para ir a buscar a mi hermano y traerlo aquí a vuestro servicio.

Oriana lo hizo así, y la Reina le dijo:

—Os otorgo el permiso, en el nombre de Dios, con la condición de que volváis cuando lo hayáis encontrado.

Amadís se despidió muy alegre de ella, de su señora y de todas las otras damas y al día siguiente por la mañana partió acompañado de Gandalín.

Caminaron hasta la noche, que se albergaron casa de un viejo infanzón y al otro día entraron en una floresta, por la que anduvieron hasta el atardecer. Al volver un recodo del camino vieron venir una dueña acompañada de dos doncellas, y a cuatro escuderos, que traían un caballero en unas andas. Todos iban llorando desconsoladamente. Amadís les preguntó qué les acontecía y supo que el caballero herido era el esposo de la dueña, al cual le había acontecido aquella desgracia, porque al pasar un puente cercano habían hallado a otro caballero que le exigió juramento de no ser amigo del Rey Lisuarte, y habiéndose negado a esto lo acometió rudamente, poniéndolo en el estado en que se veía.

—¿Y por qué quiere tan mal ese caballero al rey Lisuarte?—preguntó Amadís.

—Porque tiene en su Corte a un caballero que mató al esforzado Dardán—respondió la dueña.

Amadís le rogó que le diese un escudero que lo guiara hasta donde estaba el caballero de la puente y él vengaría a BU esposo.

No tardó Amadís en llegar a donde el caballero estaba y lo vio entretenido jugando a las tablas con otro, pero en cuanto lo divisó dejó el juego y vino hacia él encima de su caballo, armado de todas sus armas, y dijo:

—Esperad, caballero, no entréis en la puente si antes no juráis.

—¿Qué he de jurar?—dijo él.

—Si sois de casa del rey Lisuarte, porque entonces os cortaré la cabeza.

—Pues yo os diré—dijo Amadís—que sí soy de su casa y caballero de la reina su mujer, aunque no hace mucho tiempo.

—¿Desde cuándo lo sois?—dijo el caballero de la puente.

—Desde que hice alcanzar su derecho a una dueña retada—respondió Amadís.

—¡Por mi cabeza!—exclamó el caballero.—¿Sois vos el que habéis matado a uno de los mejores de mi linaje?

—Yo no lo maté—dijo Amadís—no hice más que humillar su soberbia; él se mató por malo y descreído.

—No—dijo el caballero—él murió por vuestra culpa y vos moriréis por él.

Se lanzó sobre Amadís a todo el correr de su caballo, y Amadís contra él, de tal manera que se quebraron las lanzas de la primera acometida y el caballero cayó en tierra y Amadís se precipitó sobre él y le introdujo la espada en el pescuezo cortándolo de manera que la cabeza no se pudo sostener y quedó colgada sobre el pecho.

Cuando vieron muerto al caballero, huyeron todos los que con él estaban en el puente y Amadís dijo al escudero que lo acompañaba:

—Ahora vete y di a tu señora lo que has visto.

Amadís pasó el puente y caminó por la floresta, hasta salir a una hermosa vega, de vegetación exuberante. Apenas había caminado unas horas por ella, vio a un enano muy diforme que iba en un palafrén. Amadís lo llamó y le dijo:

—¿Has visto pasar por aquí a un caballero novel que se llama Galaor?

—No señor—dijo el enano—pero sé dónde está el' mejor caballero que en esta tierra ha entrado.

—¿Y podrías llevarme a verlo?

—Sí—dijo el enano—con tal de que me otorguéis el don, de ir conmigo donde yo os diga.

Amadís, con el gran deseo que tenía de saber de Galaor, respondió:

—Yo te lo otorgo.

Caminó tres días, en compañía del enano, hasta llegar a un hermoso valle donde, bajo dos altos pinos, vio a un caballero todo armado sobre un gran caballo y dos caballeros que andaban por el campo tras los suyos que huían. Debajo del segundo pino yacía otro caballero acostado sobre su yelmo, con su escudo al lado. Amadís preguntó al enano:

—¿Conoces tú a esos caballeros?

—Sí señor, el que yace acostado bajo el pino es el que os quería mostrar.

—¿Sabes su nombre?

—Se llama Angriote de Estravaus y es el mejor caballero que existe.

—¿Y por qué tiene ahí tantas lanzas?

—Habéis de saber—dijo el enano—que él amaba a una dueña de esta tierra y ella no lo amaba a él; pero tanto la guerreó, que sus padres, por fuerza, tuvieron que entregársela; y cuando la tuvo en su poder declaró que se tenía por el más rico del mundo. Ella le exigió que para ganar su cariño había de hacer lo que le mandase y cuando se lo hubo prometido, como ella tanto lo odiaba, le mandó que guardase este valle de los pinos de todos los caballeros andantes que por él pasasen, haciéndoles confesar que la amiga de Angriote era más hermosa que las suyas; y si por ventura ese caballero que veis a caballo, que es su hermano, fuese vencido, defendiese la empresa solo Angriote; pero hace tres meses que comenzaron y hasta ahora no ha tenido Angriote que combatir, porque su hermano a todos los ha vencido.

En esto se adelantó un escudero y le dijo:

—Señor caballero, no paséis adelante si no otorgáis que es más hermosa que vuestra amiga la de aquel caballero que está acostado bajo el pino.

—Dios mediante—dijo Amadís—¡amás otorgaré tan gran mentira, si por fuerza no me la hacen decir, o la vida no me quitan.

—Pues tornaos o tendréis que combatir con ellos.

—Si me acometen—dijo Amadís—yo me defenderé, si puedo.

Y pasó adelante sin temor ninguno.

Así que el hermano de Angriote lo vio, tomó sus armas y yendo hacia él le dijo:

—Caballero, habéis hecho una gran locura en no otorgar lo que os demandaron porque tendréis que combatir conmigo.

—Más me place eso—respondió Amadís—que otorgar la mayor mentira del mundo.

Entonces fueron el uno contra el otro al mayor correr de sus caballos y el caballero atravesó el escudo de Amadís, pero la lanza se quebró contra el arnés; y Amadís lo acometió tan duramente que lo lanzó por encima de las ancas del caballo; y el caballero, que era muy valiente, tiró de las riendas, las quebró y dio de pescuezo y de espaldas en el suelo. Amadís descendió, quitóle el yelmo de la cabeza, y viéndolo desmayado lo sacudió violentamente por el brazo; el caballero abrió los ojos y Amadís le dijo:

—Muerto sois si no os otorgáis preso.

El caballero que vio la espada sobre su cabeza temió que lo matara y se otorgó por preso. Entonces Amadís cabalgó de nuevo, pero vio que Angriote cabalgaba, tomaba sus armas y le enviaba una lanza con su escudero. Amadís tomó la lanza y fué hacia el caballero, éste vino contra él a todo el correr de su caballo, e hiriéronse con las lanzas en los escudos quedando ambas rotas en pedazos. Amadís echó mano a la espada y el caballero le dijo:

—No os quiero mal, señor caballero, y creo que será mejor justar otra vez que echar mano a las espadas.

—Señor—dijo Amadís—yo tengo que hacer en otra parte y no me puedo detener.

—¿Cómo?—exclamó Angriote—¿creéis que vais a continuar vuestro camino? No lo pienso yo así, pero os ruego que justemos otra vez.

Amadís se lo otorgó, tomaron sendas lanzas, se alejaron uno de otro, y se dejaron ir con tal ímpetu que Angriote cayó en tierra, y el caballo sobre él; pero Amadís, al pasar, tropezó con el caballo de Angriote y fué a caer del otro lado, y un trozo de la lanza, que por el escudo le había entrado, con la fuerza de la caída se le metió por el arnés y por la carne, pero no mucho; y él se levantó muy ligero, se sacó el trozo de lanza, echó mano a la espada, y se dejó ir contra Angriote.

—Caballero—dijo éste—yo os tengo por buen mancebo y os ruego que antes de que recibáis más daño confeséis que es más hermosa mi amiga que la vuestra.

—Caballero—dijo Amadís—mi boca no otorgará nunca tal mentira.

Entonces se acometieron de nuevo con las espadas dándose tan fuertes golpes que ponían espanto en los que miraban; pero la batalla no duró mucho, pues Amadís, que combatía por la hermosura de su señora, quería mejor ser muerto que vencido y se batió con tan gran sabiduría y valor, que a Angriote le salía ya la sangre por más de veinte sitios. Cuando ya no pudo más Angriote, dijo:

—Me otorgo por preso y no lo tengo por mengua, sino por gran tristeza, pues hoy pierdo la cosa que más amo en el mundo.

Angriote quiso llevar a Amadís a su castillo, pero él no lo consintió y continuó su camino con el enano para darle el don que le había prometido. Al cabo de cinco días de camino, detuviéronse ante un hermoso castillo, y el enano le dijo a Amadís:

—Señor, en ese castillo me habéis de dar el don. ¿Sabéis cómo se llama?

—No, respondió Amadís—porque nunca he estado en esta tierra.

—Pues sabed que es castillo de Valderin. Tomad vuestras armas.

—¡Cómo!—dijo Amadís—¿por qué razón?

—Porque de aquí no dejan salir fácilmente a los que entran.

—¿Y para qué me trajiste aquí? ¿qué don quieres que te dé?

—Señor,—dijo el enano—el dueño de este castillo mató a mi señor, tan cruelmente, que yo juré vengarlo; con ese objeto he traído aquí a varios caballeros, pero todos han perecido. El don que quiero pediros es la cabeza del traidor que lo mató.

—Enano—dijo Amadís—tú eres leal para con tu amo, pero no debías traer aquí caballeros sin decirles antes con quién tienen que combatir.

—Señor, es que este caballero es uno de los más bravos del mundo, y temo que no querrían venir.

—¿Sabes su nombre?

—Se llama Arcalaus el encantador.

Amadís miró a todas partes y no vio a nadie.

—Señor—dijo el enano—yo no quiero pasar aquí la noche, porque tengo gran miedo de Arcalaus que me conoce y sabe que quiero hacerlo matar.

—Pues yo no me moveré de aquí—respondió Amadís—y tú permanecerás conmigo.

—Dejadme ir, yo os quito el don y téngome por contento—respondió el enano llorando.

—Pues vete—respondió Amadís—que yo me quedaré aquí hasta mañana esperando al caballero.

El enano se fué y Amadís entró en un gran corral oscuro donde vio unas escaleras que descendían bajo tierra. Amadís bajó por ellas y topó con una pared en la que había una amarra de hierro con un candado y una llave colgada. Cogió la llave, abrió el candado y oyó una voz que decía:

—¡Ay, señor Dios! ¿hasta cuándo durará mi tormento? ¡ay muerte! ¿cómo tardas tanto en donde eres necesaria?

Amadís se metió por la puerta de la cueva con el escudo al cuello, el yelmo en la cabeza, y la espada desnuda en la mano. Se encontró en un hermoso palacio, alumbrado por una magnífica lámpara, y vio en una cama seis hombres armados que dormían al lado de sus escudos y hachas. El tomó una de las hachas, pasó adelante, y oyó más de cien voces que decían:

—Dios, Señor, envíanos la muerte para que no suframos más.

Quedó maravillado de oir esto, cuando el ruido de las voces despertó a los hombres que dormían, y uno dijo a otro:

—Levántate, toma el látigo y haz callar a esa maldita gente que no nos deja dormir.

El hombre se levantó, tomó el látigo, y, vio delante de sí a Amadís.

—¿Quién va allá?—dijo.

—Soy yo—respondió Amadís.

—¿Y quién sois vos?

—Un caballero extraño.

—¿Y quién os ha dado licencia para entrar aquí?

—Nadie—dijo Amadís—yo he entrado.

—Pues peor para vos que iréis a parar donde están esos que dan tan grandes voces.

Se volvió, cerró la puerta, y despertando a los otros, dijo:

—Compañeros, aquí hay un malandante caballero.

Entonces uno de ellos, que era el carcelero, exclamó:

—Dejadme con él, que yo lo llevaré donde están los otros.

Tomó un hacha y una adarga y fué contra Amadís, diciendo:

—Si no quieres morir, deja tus armas.

—No daré por tí ni una paja—dijo Amadís—que aunque seas alto y valiente eres malo y de mala sangre y te faltará corazón.

Alzaron las hachas y el carcelero le dio con la suya encima del yelmo y le entró el hacha por él, pero Amadís le dio en la adarga y se la pasó, y el otro tiró hacia fuera y se llevó el hacha en el adarga. El carcelero cogió entre sus brazos a Amadís pugnando por derribarlo, pero Amadís le dio con el puño de la espada en el rostro, le quebrantó una quijada y lo derribó aturdido. Los otros que los miraban le dieron voces diciendo no lo matase, porque entonces lo matarían a él. Amadís sin hacerles caso, se fué contra ellos, que venían todos juntos, e hirió a uno, metiéndole el hacha hasta los sesos, le abrió a otro un costado; hizo caer a otro de rodillas en tierra y todos atemorizados le pedían que no los matase.

—Pues dejar las armas—dijo Amadís—y mostradme esa gente que da voces.

Uno de ellos tornó donde yacía el gran carcelero, tomó dos llaves que tenía en la cintura, y abrió una puerta. Amadís oyó una voz de mujer que decía:

—¡Ay carcelero, ten piedad de mí y dame la muerte!

—Dueña—respondió Amadís con lágrimas en los ojos—yo no soy el carcelero. Soy un caballero que OB quiere socorrer.

—¿Y qué se ha hecho del cruel carcelero y los otros que me guardaban?

—Lo que será de todos los malos que no se enmiendan.

Mandó a los hombres que le trajesen luz y vio a la dueña con una gruesa cadena a la garganta y los vestidos rotos, por muchas partes, dejando ver las carnes. Amadís mandó quitarle la cadena y que llevasen algo con que poderla cubrir. El hombre que había traído las candelas vino con un manto de escarlata. Amadís la cubrió con él y tomándola por la mano la sacó fuera del palacio. En esto apareció un hombre y le dijo al que llevaba las candelas:

—Arcalaus dice que dónde está el caballero que aquí entró. Desea saber si lo mataste o si está preso.

El hombre sintió tan gran miedo que se le cayeron las candelas de la mano. Amadís las tomó y dijo:

—No tengas miedo, estando bajo mi protección. Vé delante.

Subieron la escalera hasta salir al corral, iluminado por una hermosa luna. Cuando la dueña vio el cielo y el aire, exclamó:

—¡Ay buen caballero, Dios te guarde y te dé el galardón que por sacarme de aquí mereces!

Llegaron al sitio donde Amadís había dejado a Gandalin y no lo encontraron.

—Si el mejor escudero del mundo ha muerto—dijo Amadís—tomaré la más atroz y cruel vengaza que se ha visto.

En esto oyó unas voces a su espalda y vio al enano colgado por una pierna de una viga y debajo de él una hoguera de materias mal olientes; y a otro lado a Gandalin amarrado a un poste. Acudió a desatarlo, pero él dijo:

—Señor, socorred primero al enano.

Amadís lo hizo así, y sosteniéndolo por un brazo cortó la cuerda con su espada, lo puso en el suelo y fué a desatar a Gandalin, diciéndole:

—Ciertamente amigo, que no te apreciaba tanto como yo el que así te puso.

Trataron de salir del castillo, pero la puerta estaba cerrada y tuvieron que sentarse en un poyo hasta ver lo que podían hacer.

Gandalin le mostró una habitación donde metieron su caballo y rompiendo la puerta lo hallaron ensillado y enfrenado. Entretanto la dueña había referido a Amadís como ella era hija de rey, y amada de otro rey, enemigo de Arcalaus, el cual, por hacerle padecer, la había reducido a aquella horrible prisión.

—Decidme—dijo Amadís—si no os molesta, quién es ese Rey.

—Arbán de Norgales—dijo la dueña.

—¡Ay Dios!—dijo Amadís—¡es el caballero del mundo que yo más amo y ahora es doble mi alegría!

Hablando de esto y de otras cosas estuvieron hasta que fué de día claro. Entonces vio Amadís, en la ventana, a un caballero que le dijo:

—¿Eres tú el que ha matado a mi carcelero y a mis hombres?

—¿Y eres tú—respondió Amadís—el que injustamente mata caballeros y prende dueñas y doncellas? Te tengo por el más desleal y cruel hombre del mundo.

—Aún no sabes bien toda mi crueldad—respondió el caballero—pero yo haré que la sepas antes de mucho.

Se retiró de la ventana y no tardó en aparecer en el corral, muy bien armado y encima de un gran caballo, porque era uno de los más corpulentos caballeros del mundo.

Amadís lo miraba asombrado, y Arcalaus le dijo:

—¿Por qué me miras?

—Te miro, porque podrías ser hombre muy señalado, si tus malas obras no lo estorbasen.

Arcalaus, enfadado de oir ésto arremetió contra él, y juntáronse los caballos uno contra otro, tan bravamente, que cayeron a sendas partes, pero enseguida se pusieron de pie e hiriéronse con las espadas, de tal guisa, que causaba maravilla. Arcalaus se echó fuera y dijo:

—Caballero, tú estás en trance de muerte, y no sé quién eres; dímelo, porque pienso más en matarte que en vencerte.

—Mi muerte—dijo Amadís—está en la voluntad de Dios, a quien yo temo, y la tuya en la del diablo, que está ya harto de sostenerte y quiere que el cuerpo, a quien tantos malos vicios ha dado, perezca con su ánima; pero ya que deseas saber quién soy, te diré que me llamo Amadís de Gaula, y soy caballero de la reina Brisena.

Volvió a comenzar la batalla, con tanto brío, que la plaza estaba sembrada de los pedazos de sus escudos, de las mallas y de las armas. Arcalaus quiso dar un golpe por encima del yelmo a Amadís, pero estaba tan cansado, que la espada se le cayó de la mano, y Amadís le empujó tan fuerte que le hizo dar en tierra. Arcalaus, viéndose en peligro de muerte, echó a huir hacia el palacio, y Amadís en pos suyo, hasta llegar a una habitación, a cuya puerta había una dueña, que miraba como combatían. Arcalaus tomó una espada, se volvió hacia Amadís y le dijo:

—Entra y combate aquí conmigo.

Amadís se cubrió con el escudo y alzó la espada para herirlo, pero en el mismo momento perdió la fuerza de todos los miembros y el sentido, y cayó en tierra como muerto. Arcalaus le dijo a la dueña que los miraba:

—¿No os parece, amiga, que me vengaré bien de este caballero?

—Me parece—dijo ella—que os podéis vengar a vuestro gusto.

Luego desarmó a Amadís, que no daba razón de sí, se armó él con sus armas y dijo a la dueña:

—Que a este caballero no lo mueva nadie de aquí, por lo que más querráis; dejadlo así hasta que entregue el alma.

Salió armado con las armas de Amadís al corral, y todos creyeron que lo había matado. La dueña que Amadís había sacado de la cárcel, hacía gran duelo por él, y del dolor de Gandalin no hay para qué hablar.

—Dueña—dijo Arcalaus—buscad otro que os saque de aquí, porque el que quería hacerlo ya está despachado.

Cuando Gandalin oyó eso cayó en tierra como muerto.

—Venid conmigo—dijo Arcalaus a la dueña—y veréis como maere el mal aventurado que conmigo combatió.

Cuando la dueña vio a Amadís en el suelo comenzó a llorar exclamando:

—¡Ay, buen caballero; cuánto dolor y tristeza tendrán los buenos de tu muerte!

Arcalaus dijo a la otra dueña, que era su mujer:

—Amiga, cuando este caballero muera, vuelve esta dueña a la cárcel de donde él la sacó; yo me voy a casa del rey Lisuarte, y diré allí que he combatido con él, tratando que el vencedor le cortara la cabeza al otro y fuera a decirlo en el plazo de veinte días a la Corte del rey Lisuarte. De esa manera nadie me pedirá cuenta de su muerte y yo tendré la honra de haberlo vencido.

Y tornándose al corral mandó llevar a la cárcel a Gandalin y al enano.

—¡Traidor!—decía Gandalin—¡ya mataste al más leal caballero que nunca nació, mátame también a mí!

Mas Arcalaus lo mandó llevar arrastrado por una pierna y le dijo:

—Si te matase no te daría tanta pena; allí dentro sufrirás más que con la muerte.

Cabalgó en el caballo de Amadís, y acompañado de tres escuderos emprendió el camino hacia la Corte del rey Lisuarte.

X. La estatua de piedra

Grindalaya, que así se llamaba la dueña presa, nacía tan gran duelo por Amadís, que daba lástima oírla.

—Ay señoras,—le decía a la mujer de Arcalaus y a las otras dueñas que con ellas estaban: no veis qué hermosura de caballero y en qué tierna edad era uno de los mejores caballeros del mundo.

La mujer de Arcalaus era tan dada a la virtud y la piedad, como su marido a la maldad y a los vicios, y siempre rogaba a Dios que lo enmendase. Tuvo lástima de la dueña y trataba de consolarla, cuando vieron aparecer en la puerta del palacio dos doncellas que traían en las manos muchas candelas encendidas y las colocaron en los ángulos de la habitación donde yacía Amadís. Las dueñas que estaban allí no pudieron hablar ni moverse de donde estaban; y una de las doncellas sacó un libro de una arquita que llevaba debajo del sobaco, comenzó a leer en él y oyeron que le contestaba una voz que no sabía de dónde salía. Cuando leyó un capítulo respondieron tantas voces, de seres invisibles, dentro de la cámara, que parecían más de ciento. Entonces vieron salir un libro rodando por el suelo, como si lo llevase el viento, y fué a pararse a los pies de la doncella, la cual lo recogió y lo partió en cuatro pedazos y fué a quemar cada uno de ellos en un ángulo de la habitación. Enseguida se acercó a Amadís y dijo:

—Levantaos, señor.

Amadís se levantó exclamando:

—¡Santa María! ¿Qué es esto? ¿He estado a punto de morir?

—Cierto—respondió la doncella—pero Dios no lo ha querido, pues antes tienen que morir por vuestra mano otros que lo merecen más.

Dicho esto, las dos doncellas se fueron por donde habían venido. Grindalaya le contó cuanto había sucedido y cómo Arcalaus se había ido a la Corte del rey Lisuarte.

Amadís se armó con las armas de Arcalaus y preguntó qué se había hecho de Gandalin y el enano. Grindalaya le dijo que los habían metido en la cárcel. Los escuderos y los hombres de armas cuando vieron aparecer a Amadís echaron a correr. Amadís llegó a la prisión llamando a Gandalin, muy asustado de que no le respondiera; hasta que al fin lo oyó el enano, que comenzó a gritar:

—¡Señor, aquí estamos, vivos todos, aunque hemos deseado mucho la muerte!

Amadís abrió la puerta y salieron ciento quince cautivos amarrados a una cadena. Gandalin era el último. Todos bendecían a Amadís diciendo:

—¡Ay caballero bienaventurado, que nos ha sacado de este infierno; como Nuestro Señor Jesucristo sacó a sus servidores! ¡Dios te dé tanta suerte como bien nos haces!

Cuando llegaron al corral y vieron el sol y el cielo, se hincaron de rodillas dando gracias a Dios. Amadís los miraba con gran pena de verlos tan mal tratados, que parecían cadáveres. Uno de ellos se acercó a Amadís y le dijo:

—Señor caballero. ¿Queréis decirnos el nombre del que nos libró de esta cruel cárcel?

—Mi nombre es Amadís de Gaula, hijo del rey Perion, y soy de la casa del rey Lisuarte caballero de la reina Brisena.

—Pues yo—dijo el caballero—también soy de la Corte del rey Lisuarte y me llamo Brandoibas.

Amadís lo abrazó exclamando:

—Gran merced me ha hecho Dios en dar lugar de que os sacase de tan cruda pena, porque muchas veces oí hablar de vos al rey Lisuarte, condoliéndose de no tener noticias vuestras.

Todos los libertados pidieron a Amadís que les mandase lo que debían de hacer.

—Amigos—dijo él—que cada uno se vaya donde más le agrade.

—Señor—respondieron ellos—aunque vos no nos conozcáis ni sepáis de qué tierra somos, todos os conocemos y cuanto sea ocasión de ayudaros no esperaremos a que nos llaméis, porque acudiremos a buscaros.

Amadís fué acompañado de Brandoibas donde estaba la mujer de Arcalaus y le dijo:

—Dueña, por vos y por vuestras mujeres no quemo este castillo, como la gran maldad de vuestro marido me daba derecho.

La dueña respondió llorando:

—Dios es testigo, señor caballero, del pesar que mi alma siente con lo que Arcalaus mi señor hace, y no puedo sino como a marido obedecerlo y rogar a Dios por él.

Mandó dar sus armas y caballo a Brandoibas y sus escuderos y muy ricos trajes a Grindalaya y servirles una suculenta comida, que Grindalaya no quiso probar, quejándose de lo mucho que tardaban en irse de aquel castillo.

Amadís y Brandoibas se reían mucho del enano, que estaba tan espantado que no podía comer ni hablar.

—Enano—dijo Amadís—¿quieres que esperemos a Arcalaus o me devuelves el don que me has pedido?

—Señor—dijo él—tan caro me ha costado éste, que ni a vos ni a nadie le volveré a pedir un don mientras viva; vámonos de aquí antes que el diablo vuelva, que yo no puedo sufrir el dolor en la pierna de que estuve colgado, y aún tengo la nariz llena de la piedra de azufre que debajo me puso, de modo que no" hago más que estornudar... y otras cosas peores.

Grande risa tuvieron todos al oirlo, y una vez terminada la comida, se despidieron de la esposa de Arcalaus y salieron del castillo.

Caminaron todo aquel día, y a la noche se albergaron casa de un infanzón, que a cinco leguas del castillo moraba. A la mañana siguiente, el caballero Brandoibas y la dueña se despidieron muy cariñosamente de Amadís, y se encaminaron a la Corte del rey Lisuarte. Amadís dijo al enano:

—¿Y tú qué quieres hacer ahora?

—Señor—respondió él—quisiera ser vuestro vasallo.

Amadís se lo concedió y continuó su camino por donde la aventura lo guiaba.

No tardó mucho en encontrar una doncella, que lloraba y se lamentaba desconsoladamente.

—Señora doncella—preguntó él—¿por qué lloráis?

—Porque aquel caballero que va allí—respondió ella—me ha robado una arquita milagrosa que conmigo llevaba.

Amadís echó a correr tras del caballero, lo alcanzó y le dijo:

—Ciertamente caballero, que no es cortés hacer que una doncella vaya tras vos llorando; os aconsejo que le devolváis su arca.

El caballero comenzó a reir y Amadís le preguntó:

—¿Por qué os reís?

—Me río de vos—dijo él—pues seguramente estaréis loco para dar consejos a quien no os los pide.

—Puede ser—dijo Amadís—que os trajera cuenta seguirlos.

—Parece que me amenazáis.

—Os amenaza vuestra gran soberbia.

El caballero puso el arqueta en un árbol y dijo:

—Si vuestra osadía es tanta como vuestras palabras, venid a tomarla y dársela a su dueña.

Arremetieron uno contra otro y no tardó Amadís en derribar al caballero, tan mal trecho que no se pudo levantar. Entregó el arca a la doncella que le dijo:

—¡Oh, caballero!, ya que sois tan valiente, rescatad a otra doncella que venía conmigo y la ha arrebatado un caballero para deshonrarla, por aquel sendero van.

Amadís se internó por el camino que le señalaba, y a poco rato halló un caballo y un palafrén atados debajo de un árbol, y vio a un caballero que llevaba arrastrando de los cabellos a una doncella, la cual se defendía gritando:

—¡Ay, traidor, ojalá mueras de mala muerte por quererme así deshonrar!

Amadís corrió hacia ellos dando voces para que dejase a la doncella, pero el caballero que lo vio cabalgó en su caballo, tomó las armas y dijo:

—En mal punto me estorbáis hacer mi voluntad.

—Dios confunda tal voluntad—respondió Amadís—que así hace perder la vergüenza a un caballero, para ultrajar mujeres, cuando las debe guardar y respetar.

Se acometieron los dos bravamente, y al poco rato el caballero quedó fuera de combate, más muerto que vivo. Amadís, cuando lo vio tendido en el suelo, echó sobre él el caballo y le dijo:

—Así perderéis el celo deshoneto.

Llegaron en esto la otra doncella y el escudero de Amadís. Las dos amigas se abrazaron y entonces conoció Amadís que eran las doncellas que acompaban a Urganda la desconocida, y que eran las mismas que lo habían desencatado en el castillo de Arcalaus. Descendió del caballo y fué a abrazarlas, dándoles gracias por la gran merced que le habían hecho.

—Señor—dijo una doncella—mi tía Urganda me mandó que viniera a prestaros socorro.

—¡Dios se lo agradezca!—dijo él—y yo la serviré en cuanto mande y quiera, lo mismo que a vos.

Después de haber descansado un rato en agradable compañía, las doncellas se fueron por su camino y Amadís siguió por el suyo.

No había caminado mucho Amadís, cuando vio en medio de un llano una hermosa fortaleza, a la que se dirigía una carreta, la más grande y bella que nunca había visto. Tiraban de ella doce palafrenes, e iba cubierta con un paño bermejo, de modo que no se podía ver lo que iba dentro. Ocho caballeros armados la escoltaban y Amadís se dirigió hacia ellos lleno de curiosidad; pero uno de los caballeros se adelantó a su encuentro y le dijo:

—Idos por otro lado, señor caballero, y no oséis llegar hasta aquí.

—Yo no vengo por mal—dijo Amadís.

—Como quiera que sea—respondió el otro—pues si queréis saber lo que aquí llevamos os costará la vida.

—No me iré sin ver lo que en la carreta va.

Entonces tomó las armas y los dos caballeros que venían delante fueron contra él y él contra ellos. Amadís derribó a uno y volviéndose al otro lo empujó tan fuertemente que dio con él y el caballo en el suelo. Entonces vinieron los otros dos caballeros, a todo el correr de sus caballos, pero Amadís hirió a uno tan fuertemente que no le sirvió la armadura que llevaba, y dio al otro, por cima del yelmo, con la espada, tal golpe que lo dejó sin sentido.

Cuando los otros cuatro caballeros vieron a sus compañeros vencidos por uno sólo, quedaron espantados y se dirigieron a un tiempo llenos de ira contra Amadís; pero éste se defendió bravamente de ellos; mató a uno, derribó a dos y le arrancó el yelmo al otro, viendo con pena que era un anciano.

—Señor caballero—dijo Amadís—yo creo que a vuestra edad no debíais ya andar en el oficio en que hasta ahora habréis ganado honra y prez.

—Amigo—respondió el otro—si a los mancebos les conviene ganarla, los viejos tienen que sostenerla, mientras puedan.

Oídas por Amadís las razones del viejo, respondió:

—To tengo por mejor lo que vos, caballero, decís, que lo que yo dije.

Amadís se dirigió a la carreta, alzó el paño, metió la cabeza dentro y vio un monumento de piedra de mármol con la imagen de un rey, de paños reales vestido, que tenía la corona y la cabeza hendidas hasta el pescuezo y a una dueña acostada en un lecho, al lado de una hermosísima niña.

—Señora, ¿por qué tiene esa figura así el rostro partido?—preguntó.

La dueña lo miró y al ver que no era de su compañía, le dijo:

—¿Qué es eso, caballero? ¿Quién os mandó mirar aquí?

—Yo—dijo él—que tuve gana de ver lo que por aquí andaba.

Alzó la dueña el paño y al ver a los caballeros unos muertos y otros mal trechos, exclamó:

—¡Ay, caballero, maldita sea la hora en que habéis nacido para hacer tales diabluras!

—Señora—dijo él—vuestros caballeros me acometieron, no es culpa mía; pero os ruego que me digáis lo que os pregunto.

—¡Así me ayude Dios—dijo la dueña—que por mí no lo habéis de saber!

Cuando Amadís la vio tan enfadada se retiró de allí y siguió el camino por donde antes iba.

Apenas había andado una legua, cuando vio venir en pos suyo al caballero viejo dándole voces para que lo esperase.

—Señor caballero—le dijo—vengo a vos por mandato de la dueña que en la carreta habéis visto, porque quiere enmendar la descortesía con que os ha tratado, y os ruega que os alberguéis en su castillo esta noche.

Aceptó Amadís y al llegar cerca del castillo vio a la hermosa niña y a la dueña asomadas a la ventana.

—Entrad, señor caballero—dijo la dueña—que mucho agradecemos vuestra venida.

Apenas había atravesado el umbral se encontró rodeado de caballeros armados y gente de a pie que decían:

—Daos preso o seréis muerto.

Amadís enlazó el yelmo, pero no tuvo tiempo de coger el escudo, por la prisa que se dieron en acometerlo por todas partes; pero él en cuanto el caballo le duró defendióse muy bravamente, derribando por tierra a los que tenía a su alcance, y como se vio muy apurado, por ser mucha la gente, se fué yendo contra un cobertizo que en el corral había; y allí metido hacía maravillas para defenderse, pues el ver como prendieron al enano y a Gandalin le daba nuevos bríos. Los adversarios eran tantos y tantos los golpes que le daban que a veces le hacían caer de rodillas en tierra, y no hubiera podido escapar de la muerte si la hermosa niña, que estaba mirando la batalla, no hubiera tenido piedad de él.

—Amiga—dijo la niña llamando a una doncella—mejor quiero que muera toda nuestra gente que ese valiente caballero.

—Señora—respondió la doncella—¿qué queréis hacer?

—Soltad mis leones—dijo ella—y que maten a los que en tal situación tienen al mejor caballero del mundo; os lo mando como a mi vasalla.

La doncella fué a soltar los leones, que eran dos y muy bravos, amarrados a una cadena, y comenzó a dar voces diciendo que se habían escapado. Antes que la gente pudiera huir los leones los alcanzaron e hicieron a algunos pedazos entre sus agudas y fuertes uñas. Amadís, cuando vio que la gente huía subiéndose a los muros y a las torres y que quedaba libre de ellos, en tanto que los fuertes leones se empachaban comiéndose a los que tenían más cerca, fuese lo más deprisa que pudo a la puerta del castillo y saliendo fuera la cerró tras de sí, de modo que los leones se quedaron dentro; y él se sentó en una piedra, muy cansado, conservando en la mano su espada desnuda y rota.

Los leones andaban por el corral de una parte a otra y acudían queriendo salir, pero la gente del castillo no osaba bajar, ni la doncella que los guardaba tampoco, porque ellos eran tan feroces qué a nadie obedecían. Así es que no sabían qué hacer y pidieron a la dueña que rogase al caballero que abriese la puerta, creyendo que por ser mujer habría de complacerla.

—Señor caballero—dijo fa dueña asomándose a la ventana—aunque os hayamos ofendido, sin tener conocimiento de lo que vale vuestra merced, os ruego que abráis la puerta a los leones, porque en saliendo ellos quedaremos libres del peligro.

El respondió con muy manso hablar:

—No teníais necesidad de ofenderme, señora, para que yo os hubiera servido.

—Entonces, señor—dijo ella—haréis la merced de abrir la puerta.

—No, así Dios me libre—dijo Amadís.

La dueña se retiró llorando de la ventana y la niña hermosa le dijo:

—Señor caballero, aquí hay muchos que no tienen culpa del mal que os han hecho.

Amadís que la miraba con gran simpatía, le preguntó:

—¿Queréis vos que abra?

—Mucho os lo agradeceré.

Iba ya Amadís abrir cuando la niña añadió:

—Pero antes es preciso que os aseguréis bien de la lealtad de todos.

La dueña, se apresuró a decir que ella estaba arrepentida y dispuesta a entregar a Gandalin y al enano. El caballero viejo le aconsejó a Amadís que tomase una maza y un escudo para poder defenderse de los leones. Amadís envainó su espada, embrazó el escudo y con la maza en la mano fué a abrir la puerta; los leones cuando la sintieron abrir acudieron allí y salieron corriendo al campo.

Amadís, que se había quedado oculto detrás de la hoja de la puerta, se dirigió al castillo, donde fué muy bien recibido de la dueña y de todos los que allí se encontraban. La dueña cumplió su palabra de entregarle al enano y a Gandalin y Amadís le dijo:

—Señora, puesto que me han matado mi caballo, haced el favor de mandar que me den otro, pues no 68 cosa de que me vaya a pie.

La dueña dijo que estaba dispuesta a complacerlo, pero que le rogaba que se quedase a pasar allí la noche.

Llevaron a Amadís a una cámara, lo desarmaron y lo cubrieron con un manto. Cuando la dueña y la niña lo vieron tan hermoso, no pudieron ocultar su admiración. Amadís miraba a la niña que le parecía maravillosamente bella, y dijo a la dueña:

—Decidme ahora, señora, si os place, por qué tenía la cabeza partida la figura que vi en la carroza.

—Os lo diré—respondió ella—si prometéis cumplir vuestro deber; si no, no.

Amadís lo prometió y entonces la dueña mandó que saliesen todos de la estancia, quedando sólo a su lado la niña, y habló de esta manera:

—Señor caballero, aquella figura de piedra que habéis visto se hizo en recuerdo del padre de esta niña, el cual yace en el monumento que iba metido en la carreta. El era rey coronado, y estando sentado en su silla, en una fiesta, llegó un hermano suyo y le dijo que mejor le estaría a él la corona. Sacó una espada, que debajo del manto traía, y le hundió la cabeza como habéis visto en la estatua. Como tenía ya premeditada su traición, iba acompañado de muchos caballeros, de manera que muerto el rey, sin dejar hijo varón, le usurpó el reino. El caballero viejo que habéis visto escapó con mi sobrina y la trajo a mi lado y después pude traerme el cuerpo de mi hermano. Desde entonces lo llevo todos los días de paseo en la carroza, porque he hecho juramento de no decir mi cuita nada más que al caballero que sea capaz de vengarlo.

—Dueña—respondió Amadís—yo estoy pronto a tomar venganza, con ayuda de Dios, del mal que a esta niña se ha hecho.

—No respondió la dueña—necesito hallar otros dos caballeros más para que combatan con el traidor y con otros dos hijos suyos.

—Entonces ¿qué queréis que yo haga?

—Que estéis aquí dentro de un año para que yo tenga tiempo de haber buscado a los otros dos.

—Así lo haré—dijo Amadís—pero no os molestéis en buscar a los otros caballeros, porque yo los traeré en mi compañía.

Al hablar así pensaba en su amigo Agrajes, y en que para esa fecha ya habría encontrado a su hermano Don Galaor.

—Señor—dijo la dueña—¿de dónde sois y dónde os podemos buscar?

—Soy de la casa del rey Lisuarte, caballero de la reina Brisena, su esposa.

Entraron en el palacio, que era muy hermoso y bien adornado, y después de comer llevaron a Amadís a una estancia donde tenía preparado el lecho. Apenas se había quedado sólo, vio entrar a la doncella, que soltó los leones.

—Señor caballero—le dijo ésta—hay aquí quien os ha prestado un servicio que no sabéis.

—¿Cuál ha sido?

—Libraros de la muerte, que teníais próxima, yo he soltado los leones, por mandato de mi señora.

Amadís quedó admirado.

—Decidle que yo se lo agradezco mucho y que deseo me tenga por su caballero.

La doncella salió de la cámara; pero Gandalin y el enano, que a los pies de su señor dormían, habían oído la conversación, y el enano, que ignoraba el amor que Amadís le profesaba a Oriana, creyó que su señor y la hermosa niña se amaban.

Pasada la noche levantóse Amadís y después de ir a saludar a la dueña, le rogó que le dijese los nombres de aquellos con quienes había de combatir.

—El padre se llama Abiseos—respondió ella—el hijo mayor Darasion y el otro Damis y los tres son muy diestros en el manejo de las armas.

—¿Y el país cómo se llama?

—Sobradisa, que linda con Serolis por un lado y por otro con el mar.

Cuando Amadís montó a caballo y estaba próximo a partir, apareció la hermosa niña, llevando en la mano una espada, que había sido de su padre.

—Señor caballero—dijo—llevad por amor mío esta espada y que Dios os ayude con ella.

Amadís se lo agradeció riendo y le dijo:

—Señora amiga, tenedme por vuestro caballero para hacer todas las cosas que en vuestro provecho y honra sean.

Ella se puso muy contenta y el enano, que todo lo miraba, dijo:

—Ciertamente, señora, que no habéis ganado poco con tener tal caballero.

XI. Las aventuras de Galaor

Entre tanto Galaor, después de matar al gigante y hacer que juraran a Gandalac señor de la Peña de Galtares, partió deseoso de ganar honra y prez.

Caminaba por una floresta llamada Brananda, seguido de su escudero, cuando oyó las voces de una mujer que pedía socorro.

Lanzóse hacia el lugar de donde partían los gritos y vio un enano muy feo, rodeado de cinco hombres, el cual golpeaba con un palo a una hermosa doncella.

Galaor se precipitó contra él, le quitó el palo, y dándole con él, le dijo:

—¡Vete, cosa mala y fea, Dios te dé mala ventura!

Los hombres que acompañaban al enano se lanzaron contra Galaor; pero éste dio a uno un palo en el rostro, y le hizo caer por tierra; hirió a otro con la lanza en el pecho, tan profundamente que no la podía sacar; y fué contra los otros con el hacha y el escudo; pero ellos no osaron esperarlo y desaparecieron huyendo por la espesura.

El enano, entre tanto, había cabalgado y azotando a su rocín partió lo más deprisa que pudo.

Galaor y la doncella, llegaron a un río, que se pasaba con una barquilla, en la que no cabía más que un sólo pasajero. Pasó la doncella, y cuando Galaor esperaba la barca vio venir al enano, en compañía de tres caballeros armados.

—Dame la doncella que me has quitado—decía el enano, con grandes voces, que si no, serás muerto.

El combate fué rudo; pero Galaor mató a uno, hirió a otro y el tercero huyó despavorido. El enano se había escapado también.

Reunióse Galaor con la doncella y siguieron caminando hasta el anochecer. Entonces la doncella le mostró un castillo y le dijo:

—Esta es mi casa y en ella nos podremos albergar.

Fueron muy bien recibidos por la madre de la doncella, y al día siguiente volvieron a emprender su camino para ir al castillo donde moraba la señora de la doncella.

Llegaron al cabo de dos días a una hermosa villa, y se dirigieron a la parte donde estaba el alcázar. La doncella dejó allí a Galaor, entró en el palacio, le franqueó la entrada por un postigo secreto, y, en unión de otra doncella, que esperándola había, le quitaron la armadura, lo cubrieron con un manto y le hicieron atravesar en su compañía suntuosas salas, en las que estaban acostadas en sus camas muchas dueñas y doncellas. Si alguna preguntaba quién era, le respondían ambas doncellas.

Así llegaron hasta una cámara colgada de ricos paños, donde una" hermosa doncella peinaba sus cabellos. Cuando ésta vio a Galaor se puso en la cabeza una hermosa guirnalda y le salió al encuentro, diciéndole:

—Amigo, sed bien venido, como el mejor caballero de quien tengo noticias.

—Señora—respondió él—sed bien hallada como la' más hermosa doncella que jamás he visto.

La doncella que lo guiaba, dijo:

—Señor, ved aquí a mi señora Aldeva, hija del rey de Serolis, criada aquí por su tía materna, esposa del Duque de Bristoya.

Luego, volviéndose a su señora, añadió:

—Yo os doy al hijo del rey Perion de Gaula; ambos sois hijos de reyes y muy hermosos; si os amáis mucho nadie os lo tomará a mal.

Salióse de la habitación y Galaor holgó con la doncella aquella noche a su placer.

Llegada la hora en que debía salir, lo llevaron de nuevo las doncellas al sitio donde había dejado sus armas. Apenas se había armado, cuando vió venir al enano, gritando:

—¡Acudid, caballeros, que un hombre sale de la cámara del Duque!

Galaor saltó la tapia y montó a caballo; pero la gente del palacio salía ya en pos del enano. Galaor no sabía qué hacer; pero al alzar la vista, vio en una ventana a su amiga que le hacía señas de que se fuese, y para abedecerla se internó en la selva, seguido de su escudero.

El enano fué entonces al lugar donde estaba el Duque y le reveló como la doncella había metido un hombre en su palacio. El Duque, lleno de enojo, mandó que Ye dieran tormento a la doncella, pero no confesó nada, que pudiera comprometer a su señora.

El Duque la mandó encerrar en un calabozo, con gran pesar de Aldeva, que la amaba mucho y no sabía qué hacer en su favor.

Galaor caminó todo el día por la selva, sin encontrar poblado alguno. Al atardecer vio venir a un escudero encima de un rocín. El caballero Galaor sufría de una terrible y grande llaga que en el combate del día anterior le habían hecho y cumpliendo su voluntad con la doncella se le había agravado; así es que le dijo al escudero:

—Buen escudero, podríais decirme si hay por aquí algún lugar donde puedan curarme una herida.

—En el lugar que yo conozco—respondió él—lo que encontraréis será quienes otras peores os hagan.

—Mostradme dónde es—dijo Galaor—y veremos de qué me queréis amedrentar.

—No seré yo quien sirva a un caballero de tan poca importancia como vos.

—Pues me guiarás o te dejarás aquí la cabeza.

Galaor sacó la espada para amedrentarlo, y el escudero dijo:

—Ya que lo queréis vamos a donde castigarán vuestra locura.

Echó por un camino y Galaor en pos suyo y al cabo de un cuarto de legua llegaron a una hermosa, fortaleza situada en un valle cubierto de árboles.

Galaor vio a un caballero bien armado y cinco hombres de a pie junto a la puerta.

—¿Sois vos el que trae preso a nuestro escudero?—preguntó uno.

—No sé quién es vuestro escudero—repuso Galaor, pero yo hice venir aquí al hombre de peor talante que en mi vida he visto.

—Bien pudiera ser eso—repuso el caballero—¿pero qué es lo que queréis?

—Señor—dijo Galaor—ando mal llagado de una herida y querría que me la curasen.

—Pues entrad.

Galaor adelantó unos pasos y los peones lo acometieron por un lado y el caballero por otro. Galaor arrancó de sus manos el hacha con que le amenazaba un villano y le dio con ella tan gran golpe que no necesitó los sacramentos. Arremetió con los peones de tal guisa, que mató a otros tres de ellos y los dos restantes huyeron hacia el castillo, perseguidos por él; pero su escudero le dijo:

—Deteneos, señor, que oigo gran revuelo en el castillo.

Galaor lo hizo así y el escudero tomó el hacha de uno de los muertos y dijo:

—Señor, contra los villanos os ayudaré; pero en caballero no puedo poner mano, sin serlo yo, porque entonces me castigarían a perderla.

—Cuando yo halle al buen caballero que busco—respondió Galaor—él te armará caballero.

En esto vieron venir contra ellos dos caballeros y diez peones armados. El escudero que allí los había conducido estaba asomado a una ventana y gritaba:

—¡Matadlo, matadlo y guardar el caballo para mí!

Al oir esto Galaor, sintió crecer su enojo y sin pensar en lo crecido del número, se precipitó contra ellos y a uno con la lanza y a otro con la espada, mató a los dos caballeros, Se volvió enseguida contra los peones y vio que su escudero había ya matado a dos con su hacha.

—Mueran todos, que traidores son—gritó Galaor.

Así lo hicieron y ninguno escapó.

Cuando esto vio el escudero se quitó de la ventana y subió corriendo una escalera, diciendo a voces:

—Señor, armaos o muerto sois.

Galaor se dirigió a la torre y antes de llegar vio a un caballero armado, que se disponía a cabalgar en el caballo que al pie de la torre tenía.

Galaor, que había descendido del suyo para poder pasar por el portal, se dirigió a él y sujetando el caballo de la rienda, dijo:

—Caballero, no cabalguéis, que no me fío de vos.

—¿Sois vos quien ha matado a mis cohermanos y a la gente de este castillo?—preguntó él.

—No sé por quién preguntáis—respondió Galaor—pero os aseguro que aquí he hallado la gente peor y más falsa que en mi vida VI.

—Pues los que habéis matado eran mejor que vos—dijo el caballero—y lo pagaréis caro.

Se fueron el uno al otro y así, a pie, se acometieron bravamente, hasta que el caballero, huyendo de los golpes de Galaor se replegó hacia el castillo, queriendo saltar por la ventana a un andamio, pero con el peso de las armas le hizo caer y quedó muerto.

En esto oyó Galaor voces dentro del castillo.

—Señor—decía un a voz de mujer—no me dejéis aquí.

—Pues abrid—respondió Galaor.

—No puedo porque estoy amarrada a una cadena.

Galaor derribó la puerta de un puntapié y vio a una dueña con una cadena al cuello. Rompió el candado y la sacó del castillo en su compañía.

Al llegar al campo, Galaor reparó en que la dueña era maravillosamente hermosa y le dijo:

—Yo os he librado de la prisión, pero he caído en ella si vos no me socorréis.

—Os socorreré—dijo ella—en todo lo que me mandéis, que si de otra guisa lo hiciera, poco agradecida sería.

Con tales razones amorosas, y con las mañas de D. Galaor, y con las de la dueña que con ellas eran conformes, no tardaron en poner en práctica aquello que no sin gran empacho debe ser en escritos puesto.

Finalmente, aquella noche se albergaron en la selva, en los tendejones de unos cazadores y allí lo curó la dueña de la herida y del buen deseo que le había mostrado.

La dueña le contó que era hija de Tolois el flamenco, al que había dado el rey Lisuarte el condado de Clara, y el caballero que Galaor mató, la había robado de un monasterio cercano, donde estaba con su madre, para obligarla a casarse con él; pero ella había preferido el tormento antes de consentir en ser su esposa.

A la mañana siguiente le rogó a Galaor que la llevase con su madre y éste la acompañó al monasterio, donde tuvo que detenerse 15 días para curar su herida, siendo muy obsequiado por todas las damas.

Al cabo de aquel tiempo, volvió a montar a caballo y seguir su camino por donde la ventura lo guiaba. Al medio día se halló en un valle donde había una fuente y vio a su lado a un caballero armado de todas sus armas, pero que no tenía caballo.

El caballero, al ver su extrañeza, le contó que unos hombres lo habían acometido y le habían robado el caballo.

—Estoy muy cansado—dijo—pero necesito irme a mi castillo, donde ya estarán en cuidado por mí.

—No iréis a pie—dijo Galaor—sino caballero en el palafrén de mi escudero.

—Muchas gracias—dijo él—pero antes de irnos quiero que sepáis la gran virtud de esta fuente, que no hay en el mundo otra que la iguale; pues no existe ponzoña que tenga fuerza contra esta agua. Las bestias envenenadas revientan cuando la beben y las gentes de la comarca acuden a ella como al más poderoso contraveneno.

—Cierto—dijo Galaor—que me maravilla lo que decís, y yo también quiero beber de esa agua.

Descabalgó Galaor y dijo a su escudero:

—Desciende y bebamos.

El escudero obedeció, y dejaron las armas arrimadas a un árbol.

En tanto que los dos bebían, el caballero de la fuente enlazó el yelmo, tomó el escudo y la lanza de D. Galaor, y cabalgando en el caballo, le dijo:

—Don Caballero, yo me voy, quedaos vos aquí hasta que engañéis a otro.

Galaor alzó el rostro y al ver como el caballero se iba, le gritó:

—Caballero, no sólo me habéis engañado, sino que sois un desleal. Aguardadme, que yo os lo probaré.

—Eso quede—respondió el caballero—para cuando tengáis otro caballo y otras armas con que combatir.

y picando espuelas, desapareció.

Galaor quedó con gran saña y al cabo no tuvo más remedio que cabalgar en el palafrén donde llevaban las armas y emprendió el camino que el caballero tomara.

Al cabo de un rato, vio venir una doncella a la que preguntó:

—Doncella, ¿habéis visto, por ventura, a un caballero montado en un caballo bayo, y lleva un escudo blanco con una flor bermeja?

—¿Para qué lo buscáis?

—Porque me ha robado.

—Yo puedo hacer que lo encontréis, si me concedéis un don.

Galaor, que tanto deseaba vengarse del caballero, se lo otorgó; pero la doncella era amiga del caballero, y tendían entre los dos un lazo a Galaor.

Así es que lo condujo a una cabaña, donde el caballero lo aguardaba, para hacerle entrar a traición; pero Galaor advirtió la maniobra, arremetió contra él y lo mató del primer golpe.

Cuando la doncella lo vio muerto, comenzó a lamentarse y amenazar a Galaor.

—Yo te seguiré a todas partes—le dijo—y te exigiré el don que me has prometido en lugar donde no podrás huir de la muerte, por muchos bríos que tengas.

Tuvo Galaor que resignarse a seguir su camino seguido de la doncella, que no hacía más que insultarlo y maldecirlo, y al cabo de tres días entraron en una selva que se llamaba Angaduza.

A poco de caminar por ella, vieron venir a un caballero al que seguían un escudero y un enano, y la doncella dijo a Galaor:

—Caballero, ya es hora de que me otorguéis el don. Quiero la cabeza de aquel enano.

Galaor, aunque mucho le pesaba, echó mano a la espada y se dirigió al enano, que al verlo venir escapó corriendo hacia su dueño y gritando:

—¡Socorredme, señor, que me matan!

Amadís, se adelantó.

—¿Qué es eso, señor caballero—dijo—por qué queréis matar a mi enano? No pondréis la mano en él porque yo lo amparo.

—Lo siento—dijo Galaor—pero es preciso que le corte la cabeza.

—No será sin reñir conmigo.

Tomaron sus armas, fueron uno contra otro al correr de sus caballos y se encontraron con tanta fuerza que se falsearon escudos y lorigas. Juntaron caballos, cuerpos y yelmos, de tal guisa que cayeron a sendas partes; pero enseguida se pusieron de pie y comenzaron la batalla de las espadas, tan cruel y fuerte que causaba espanto.

En estos momentos, apareció en el camino un caballero, que al ver tan gran batalla se comenzó a santiguar y le preguntó a la doncella si sabía quiénes eran aquellos valientes luchadores.

—Sí lo sé—dijo la doncella—, que yo los he lanzado uno contra otro, con el deseo de que los dos se maten.

—¿Y por qué los odiáis tanto?

—Porque el uno es enemigo de mi tío Arcalaus, y el otro ha matado al hombre que más amaba yo en el mundo.

—¿Cómo se llaman?

—Uno se llama Amadís y el otro Galaor. Este me había otorgado un don, y como yo conocí a Amadís, le pedí la cabeza del enano que lo acompañaba.

No bien había oído esto el caballero, cuando exclamó:

—¡Maldita sea la mujer que tal infamia pensó contra los dos mejores caballeros del mundo!

Y sacando la espada de la vaina, dióle tal golpe en el pescuezo, que le hizo caer la cabeza a los pies del palafrén.

Enseguida corrió a galope hacia los combatientes, gritando:

—¡Deteneos, señor Amadís, que ese es vuestro hermano Galaor, al que tanto buscáis!

Cuando Amadís lo oyó, dejó caer la espada y el escudo, y se fué hacia Galaor, diciendo:

—¡Ay, hermano, qué suerte que haya habido quien nos dé a conocer!

—¡Ay, infame y desventurado—respondió Galaor—, que he sido capaz de atentar a mi hermano y señor!

Se hincó de hinojos llorando y pidiéndole perdón. Amadís lo levantó abrazándolo, y dijo:

—Hermano, tengo por bien empleado el peligro que por vos pasé, pues así he probado vuestra alta proeza y lealtad.

El caballero les contó lo que le había dicho la doncella y como él la había matado.

—Dios os lo premie—dijo Galaor—que me habéis librado de este don.

—Más me place a mí que estéis libre de él—dijo el enano.

—Señores—dijo el caballero—ambos estáis mal heridos, os ruego que cabalguéis y me acompañéis a mi castillo que está aquí cerca.

—Dios os dé ventura por las mercedes que nos hacéis—dijo Amadís.

—Señor, por bienaventurado me tengo de serviros, que vos me sacasteis de las prisiones de Arcalaus el encantador. Yo soy Baláis de Carsante.

Cabalgaron como mejor pudieron y llegaron al castillo, donde hallaron gran número de caballeros, dueñas y doncellas que con gran amor los recibieron.

Amadís le contó a Galaor como había dejado la corte del rey Lisuarte por buscarlo y como había prometido llevarlo allí.

—Señor hermano—dijo D. Galaor—Todo lo que os plugiere tengo yo que hacer. Pero no quería ir a esa corte hasta dar testimonio de parecerme en algo a vos.

—Pues por eso, hermano, no lo dejéis—dijo Amadís—que vuestra fama es tal que ya la mía, si alguna tengo, se va oscureciendo.

—¡Ay señor!—exclamó Galaor—No digáis tal desatino, que no ya de obra, sino ni de pensamiento podría alcanzar vuestro gran esfuerzo.

—Dejemos ahora OBO—dijo Amadís—que entre vos y yo, según la gran bondad de nuestro padre, no debe haber diferencia.

Enseguida mandó al enano que fuese casa del rey Lisuarte y besando por él las manos de la reina le dijese de su parte que había hallado a Galaor, y que en cuanto sus llagas estuviesen curadas irían los dos a ponerse a sus órdenes.

XII. En la corte del Rey Lisuarte

Mientras esto sucedía, Arcalaus, cuando dejó encantado a Amadís en su castillo, emprendió el camino hacia la corte del Rey Lisuarte, armado con sus armas y montado sobre su caballo. A los diez días de camino llegó a dicha Corte, a la sazón que el rey Lisuarte paseaba en la floresta acompañado de sus caballeros y cuando vieron el caballo y las armas de Amadís, pensaron que era él quien venía, y salieron a su encuentro muy alegres; pero al acercarse, como Arcalaus llevaba las manos y la cara descubiertas, se quedaron confusos y asombrados. Arcalaus, se dirigió al rey, y le dijo:

—Señor, yo vengo a vos, porque prometí venir a daros cuenta de como maté en batalla a un caballero, con el cual convine antes de la lucha, en que el vencedor cortaría la cabeza al otro y vendría a comunicároslo. Yo le dije que si me mataba, mataba a Arcalaus, pues éste es mi nombre, y él me respondió que se llamaba Amadís de Gaula y era caballero de la Reina vuestra esposa.

—¡Ay, Santa María nos valga—exclamó el Rey—ha muerto el mejor y más esforzado caballero del mundo! ¡Ay, señor Dios! Comenzó a llorar, lo mismo que todos los que allí estaban; y Arcalaus tuvo que volverse por donde había ido.

El Rey se fué a su palacio y la Reina y las dueñas, cuando oyeron decir que Amadís había muerto, comenzaron también a llorar. Oriana, que estaba en su cámara, envió a la doncella de Dinamarca para que se enterara de por qué era aquel llanto. La doncella salió y no tardó en volver golpeándose el rostro y llorando también desconsoladamente.

—¡Ay, señora, qué pena y qué gran dolor!

Oriana, se estremeció al oiría, y exclamo:

—¡Ay, Santa María! ¿Ha muerto Amadís?

—Muerto es—respondió la doncella.

Oriana cayó en tierra como muerta. Cuando la doncella la vio así, corrió hacia Mabilia que lloraba arrancándose los cabellos de desesperación, y le pidió que fuese a socorrer a su señora.

Mabilia mandó a la doncella que cerrase la puerta de la cámara, para que no se enterase nadie de lo que allí sucedía, y tomando a Oriana entre sus brazos, le aflojó las vestiduras y le echó agua fría en el rostro hasta hacerle volver en sí. Cuando la joven recobró el uso de la palabra.

—¡Ay, amigas—exclamó—no evitéis por Dios mi muerte si deseáis mi felicidad, que sólo una hora que viva, seré desleal a aquel que no hubiera podido vivir una hora sin mí!

Y sin hacer caso de las razones de sus amigas, siguió lamentándose:

—¡Ay, fiel espejo de toda caballería, no seré yo sola la que padezca por vuestra muerte, sino el mundo todo que ha perdido tal caudillo y capitán!

Rendida de llorar y lamentarse, se desvaneció de manera que todas pensaron que se había muerto. Tenía la hermosa cabellera revuelta y tendida por el suelo y las manos sobre el corazón como si sintiera en él una herida rabiosa.

—¡Dios mío—decía Mabilia—no consintáis que yo viva después de la muerte de las dos personas que más amo en el mundo!

—Por Dios, señora, que si vos no conserváis la serenidad, no hay quien pueda valemos.

Mabilia, se levantó y tomando a Oriana la colocaron en su lecho. Oriana suspiró entonces y comenzó a mover los brazos de un lado a otro, como si el alma se le arrancase. Mabilia le roció el rostro con agua fresca y le hizo abrir los ojos.

—¡Ay, señora!—le dijo Mabilia—qué poco seso es dejarse morir por las noticias que aquel caballero trajo, sin saber si son verdad, o si el caballo y las armas se las ha robado.

Pero Oriana, se lamentaba sin prestar atención a lo que le decían.

—¡Ay, amigo de mi alma! ¡Flor de todos los caballeros, cuántos han perdido contigo socorro y defensa! ¡Tú eras todo mi gozo y mi alegría! ¡Ta no tengo más esperanza que la de morir para que mi alma con la tuya se junte!

—¡Cómo, señora!—interrumpió Mabilia—¿Pensáis que si yo en la muerte de Amadís creyese, tendría ánimos para tratar de consolaros? ¿Tan poco pensáis que quiero yo a mi primo?

Aquellas razones calmaban un poco a la desventurada, pero bien pronto la acometía otro acceso de desesperación. Durante la noche se desmayó varias veces, de tal manera, que pensaban que no llegaría viva al día siguiente.

Por fortuna, al despuntar la mañana, llegaron Brandoibas y Grindalaya, y así que los introdujeron a presencia del Rey, éste preguntó al primero cómo había tardado tanto en volver.

—Señor, dijo Brandoibas, estuve metido en un calabozo, de donde no hubiera podido salir, si el buen caballero Amadís de Gaula no nos hubiera libertado, a esta dueña, a otros muchos caballeros y a mí. Gracias a que él, con el auxilio de dos doncellas que vinieron en su socorro, se pudo librar del lazo que le tendió el traidor Arcalaus.

El Rey, al oir esto, se puso de pie exclamando:

—Por la fe que le debéis a Dios y a mí, amigo, decidme si vive Amadís.

—Por esa fe, Señor, os aseguro que es verdad que lo dejé vivo y sano no hace aún diez días. ¿Por qué me lo preguntáis?

—Porque nos vino a decir anoche el traidor Arcalaus que lo había matado.

—¡Ay, santa María, que mal bribón!—exclamó Brandoibas—. Pero la cosa no le ha salido tan bien como él se figura.

El Rey, comenzó a dar gritos de júbilo, que repitieron todos los de la casa, y mandó que llevasen a la dueña a presencia de la Reina para que le contase la buena nueva.

En cuanto la doncella de Dinamarca oyó lo que sucedía, corrió a decírselo a Oriana, que de muerta se tornó en viva y mandó que hiciesen ir a Grindalaya a su cámara, con el pretexto de que la viese Mabilia.

Grindalaya, contó a las jóvenes toda la aventura y la gran valentía de Amadís, colmándolas de contento.

En esto llegó el Rey Arbán de Norgales, y dijo a la Reina que Grindalaya era hija del Rey Android de Serolis, la cual por amor suyo, había sufrido la venganza de Arcalaus y que la quería tomar por esposa. La Reina, al oir esto, dijo que deseaba que la joven quedase en su compañía, y enterada de que tenía una hermana muy hermosa llamada Aldeva, que se había criado en la casa del Duque de Bristoya, mandó que la trajesen para que ambas viviesen en compañía. Sin saber que Aldeva estaba prendada de Galaor, después de la aventura que conocemos.

Así el pesar se volvió alegría y contento, y todo fueron fiestas y diversiones en la corte del Rey Lisuarte.

Añádase a esto, que Agrájes había ido allí, ea compañía de su tío D. Galvánes, para estar cerca de su amada Ólinda, infanta de Noruega, que a la sazón allí se encontraba, y se tendrá idea del gozo con que fué recibido el enano que llevaba el mensaje de Amadís y la impaciencia con que los dos príncipes de Gaula eran esperados.

Viéndose el Rey Lisuarte rodeado de tan buenos caballeros, decidió que, cuando llegasen Galaor y Amadís, se celebrasen las cortes más honradas y más numerosas que jamás en la Gran Bretaña se habían visto.

El Rey, mandó que todos sus altos hombres fuesen en su compañía, el día de Santa María de Septiembre, a las Cortes, y la Reina, así mismo, con todas las dueñas y doncellas nobles.

Ocupados estaban todos en los preparativos de la gran fiesta, cuando vieron llegar al palacio una doncella extraña y bien garnida, con un gentil doncel que la acompañaba, y echando pie a tierra, pidió que le dijesen dónde estaba el Rey.

—Doncella—dijo él—yo soy.

—Señor—respondió ella—bien parecéis un rey en el cuerpo, pero no sé si lo seréis de corazón.

—Doncella—respondió él—lo primero lo veeis ahora y lo segundo lo sabréis cuando querrais probarlo.

—Señor—añadió ella—acordaos de esa palabra que me dais ante tantos hombres buenos, porque yo quiero probar el esfuerzo de vuestro corazón, cuando sea menester, y he oído decir que queréis tener cortes en Londres, y allí donde tantos caballeros habrá, quiero saber si sois tal que con razón merezcáis ser Señor de tan gran reino y de tan famosa caballería.

—Doncella—dijo el Rey—mis obras responderán de mis palabras.

La doncella, saludó a todos y subiendo en su palafrén, se marchó por donde había venido.

Todos los presentes se quedaron preocupados y pesarosos, presintiendo que la doncella quería poner en algún peligro al Rey y no tuvieron por bueno que tan alto príncipe, sin escuchar más que a su valor, hubiera dado tan ligeramente su palabra a una mujer desconocida, comprometiéndose a cumplirla, sin enterarse de lo que ella le quería demandar.

En"esto vieron venir tres caballeros, dos armados y otro desarmado, alto y fuerte, con toda la cabeza cana, pero fresco y guapo para su edad. Este traía una arqueta pequeña en la mano.

Llegado ante el Rey, descendió de su palafrén, hincóse de hinojos ante él, con el arqueta en la mano, y le dijo:

—Dios os salve, Señor, como al mejor príncipe del mando, si mantenéis la promesa que habéis hecho.

—¿A qué promesa os referís?

—A la de mantener caballería con la mayor alteza y honra que pudierais; pues son pocos los príncipes que en ésto trabajan.

—Esa promesa la mantendré yo mientras tenga vida.

—Pues como he oído decir que vais a reunir Cortes en Londres, de muchos hombres buenos, traigo aquí lo que a un príncipe como vos en tal fiesta conviene.

Abrió la arqueta y sacó de ella una corona de oro, tan bien labrada y con tantas piedras y aljófar, que todos se quedaron maravillados; pues bien se comprendía que no podía ponérsela nada más que un gran señor.

El Rey, la miraba mucho, con deseo de que fuera para él.

—Creed, Señor, que esta obra es tal—dijo el caballero—que ninguno de cuantos hoy saben labrar el oro y poner piedras, serían capaces de hacerla.

—Así lo creo—respondió el Rey.

—Pues otra cosa tiene más notable que su hermosura—siguió el caballero—y es que el rey que se la pusiere, mantendrá y acrecentará su honra, que así le sucedió a aquel para quien fué hecha hasta el día de su muerte, y de entonces acá ningún rey la tuvo en su cabeza. Si vos, Señor, la queréis, os la daré a cambio del don que os demande.

La Reina que esto oyó, dijo:

—Señor, os conviene esa joya; dad por ella cuanto al caballero pide.

—Y vos, Señora—dijo el desconocido—mirad el rico manto que os traigo.

Sacó de la arqueta el manto más rico y mejor labrado que jamás se había visto; pues además de las piedras y aljófar de gran valía, estaban en él bordadas todas las aves y animales que hay en el mundo, tan sutilmente que era una maravilla.

—Dios me valga, amigo—exclamó la Reina—que parece que este manto sólo puede haber sido hecho por la mano del Todopoderoso.

—Ciertamente, señora—respondió el caballero—que es imposible ya hacer nada semejante ni encontrar otro igual. Además, este manto conviene más a mujer casada que soltera, porque tiene la virtud de que el día que se lo ponga no puede haber entre ella y su marido disgusto alguno.

La Reina, que mucho amaba al Rey, sintió mayor deseo de tener el manto, y el rey que lo notó, dijo al caballero:

—Pedidme por el manto y la corona lo que deseéis.

—Señor—respondió él—yo voy ahora a gran cuita emplazado, por uno de quien soy cautivo, y no tengo tiempo para detenerme y para saber lo que esas prendas valen; pero yo iré a las Cortes de Londres, Quedaos, entre tanto, con la corona y la reina con el manto. En esa ocasión me daréis lo que yo os pidiese por ambas cosas o me las devolveréis.

—Así os lo prometo—dijo el Rey.

El caballero, dijo a los presentes:

—Señores caballeros y dueñas: ¿Habéis oído bien que el rey y la reina me prometen darme lo que les pidiese o devolverme mi corona y mi manto?

—Todos lo oímos—dijeron ellos.

—Pues entonces, con Dios quedad.

Mientras hablaban, ano de los caballeros armados se había quitado el yelmo y vieron que era joven y hermoso, pero el otro no se lo quiso quitar. Era tan alto, que no había en la casa del Rey Lisuarte caballero al que no llevase un palmo.

Los tres se fueron, dejando en poder del Rey el manto y la corona.

XIII. Astucias de Caballeros

Amadís y Galaor, fueron recibidos en casa del Rey Lisuarte con tanta honra y alegría, como no lo había sido a la sazón ningún caballero del mundo.

Las gentes salían a verlos en tal número que apenas podían andar por la calle, ni entrar en palacio, y todas, al verlos tan hermosos, jóvenes y apuestos, maldecían a Arcalaus que a tales hermanos quiso matar, considerando que no podría vivir el uno sin el otro.

La Reina tuvo mucho placer en verlos y con su propia emoción no se fijó en la de Oriana y Amadís. A éste se le estremeció el corazón al ver a su señora, y ella, al verlo sano y alegre, recordó la cuita y el duelo que por él tuvo, y no pudo impedir que las lágrimas se vinieran a los ojos, por lo que tuvo que quedarse atrás para limpiárselas.

Amadís se hincó de hinojos ante la Reina y tomando a Galaor por la mano le dijo:

—Ved, aquí, señora, al caballero que me habéis enviado a buscar.

—Muy contenta estoy de ello—respondió la Reina.

Y alzándolo por la mano lo abrazó y luego a D. Galaor.

—Dueña—dijo el Rey—quiero que me deis a Galaor, ya que Amadís es vuestro.

—Ciertamente—respondió ella—que no pedís poco; pues nunca tan gran don se dio en Bretaña; pero así es de derecho, porque vos sois el mejor rey que en ella reinó.

Oriana, Mabilia y Olinda estaban juntas, aparte de las otras doncellas y Mabilia le dijo a Agrájes señalando a Amadís:

—Señor hermano, traednos aquel caballero, por el que tanto hemos sufrido.

Cuando Amadís se vio ante su señora, el corazón le saltaba en el pecho y sus ojos no sabían apartarse de ella. Oriana lo saludó y tendiéndole las manos por entre las puntas del manto, cogió las del joven y se las apretó diciendo:

—¡Ay amigo! ¡Qué cuita y qué dolor me hizo pasar aquel traidor con las nuevas que de vuestra muerte trajo! Creed, amigo señor, que ninguna mujer hubo en más peligro de muerte que yo, como es razón que sea, pues jamás nadie perdió tanto como yo perdiéndoos a vos; que así como soy más amada que todas las otras, así quiso mi buenaventura que lo fuese por el hombre que vale más de todos.

Cuando Amadís se oyó alabar así de su señora, bajó los ojos a tierra y no supo qué responder, hasta que más sosegado respondió:

—Señora, de la dolorosa muerte que todos los días por vuestra causa padezco, os pido que os compadezcáis; que la otra, si viniere, sería para mí consuelo, porque aunque puedo tenerme por dichoso sólo con que vuestra memoria me recuerde, mi corazón necesita mayor merced para ser sostenido y confortado, y si ésta presto no viniese no habrá para él remedio.

Cuando Amadís decía estas palabras, las lágrimas le caían a hilo de los ojos por las mejillas.

—Por Dios no me habléis así—dijo Oriana—que mi corazón desfallece, pues no es menos mi dolor y el amor que os profeso. Os prometo, que si alguna ocasión favorable de apagar nuestras ansias se nos ofrece, yo sabré aprovecharla, pues es preferible sufrir los peligros que nos puedan sobrevenir, que seguir padeciendo tan graves y crueles deseos como cada día se nos aumentan y nos sobrevienen.

A esta sazón llamó la Reina a Amadís y lo hizo sentar al lado de D. Galaor, para comparar el milagro de hermosura que Dios obrara en ellos; pues se asemejaban tanto, que apenas se podían diferenciar, sino en que D. Galaor era algo más blanco, y Amadís tenía los cabellos crespos y rubios y el rostro algo más encendido.

Oriana y Mabilia le hicieron señas a la Reina de que les enviase a Galaor y ella le dijo:

—Aquellas doncellas os quieren conocer. La una es mi hija y la otra vuestra prima hermana.

Galaor se dirigió hacia ellas y quedó asombrado al ver la gran hermosura de Oriana, pues jamás había creído que se, pudiera llegar a tal perfección. Enseguida sospechó que la afición de su hermano a morar allí era debido a esto.

Después de unos días de fiestas y placeres, decidió el Rey Lisuarte partir de Vindilisara para Londres, llevando en pos suyo los mejores caballeros de la cristiandad, que de todas partes del mundo acudían a servirlo. La Reina lo acompañaba rodeada de sus dueñas y doncellas, todas de gran linaje, entre las que había no pocas Infantas hijas de reyes.

Muy alegre fueron los días del viaje, durante el cual se aposentaron en las tiendas que el rey había mandado llevar, a la orilla de los ríos y de las fuentes, celebrando fiestas y otros regocijos.

Cuando llegaron a la gran ciudad de Londres, hallaron tanta gente, que parecía que el mundo todo se había convocado allí. El Rey, la Reina y toda su compañía fueron a descabalgar en los palacios que les tenían preparados, donde continuaron, así como en toda la ciudad, las danzas y los juegos.

A estas Cortes, acudió un gran señor, más poseedor de riquezas que de dignidad y virtudes, llamado Barsinán, señor de Sansueña, que no era vasallo del Rey Liguarte, ni siquiera amigo o conocido, pero al cual recibió el Rey con grandes honores; hasta el punto de que dejó su palacio para que el caballero morase y mandó armar tiendas en el campo para habitar él y la Reina.

El caballero, al ver el gran poder del Rey y los caballeros que con él estaban, quedó muy confuso y arrepentido de haber ido allí, por instigaciones de Arcalaus, que le había prometido que le daría a Oriana por mujer y heredaría el Reino, matando al Rey Lisuarte.

Llegó por fin el día de comparecer ante las Cortes, y el Rey vistió su traje real y mandó que trajesen la corona que el caballero le dejara y que dijesen a la Reina que se pusiera el manto.

La Reina abrió la arqueta, en donde ambas cosas estaban guardadas, con la llave que ella tenía en su poder, y no halló nada dentro. Muy maravillada se comenzó a santiguar y se lo envió a decir al Rey, que cuando lo supo fué a donde estaba su esposa y le dijo:

—Dueña.—¿Cómo guardaste tan mal, cosa que tanto nos convenía?

—Señor—dijo ella—. No sé qué decir, sino que la arqueta estuvo cerrada y yo no confié la llave a ninguna persona. Sólo una noche, en sueños, oí a una doncella que me pidió la llave, abrió el arca, sacó la corona y el manto, volvió a cerrar y a entregarme la llave. «Aquél y aquélla de quien estas prendas sean, reinarán antes de cinco días en las tierras del poderoso», me dijo, y desapareció.

El Rey, muy inquieto y maravillado, dijo:

—Pues vamos y no digáis nada de eso.

Salieron ambos de la tienda y se fueron a otra, acompañados de tantos caballeros, dueñas y doncellas, que todos los que los vieron quedaron maravillados.

El Rey, se sentó en una silla muy rica, y la Reina en otra más baja, que en un estrado cubierto con paños de oro estaban puestas, y al lado del Rey se pusieron los caballeros, y al de la Reina sus dueñas y doncellas; y los más próximos eran los cuatro caballeros que el Monarca más estimaba: Amadís, Galaor, Agrájes y Galvánes Sin-Tierra; a sus espaldas estaban, Arbán, Rey de Norgales, todo armado, con su espada en la mano, y con él 200 caballeros, también armados.

En medio del gran silencio, se puso de pie una hermosa dueña, ricamente ataviada, y levantáronse con ella hasta doce dueñas, todas con el mismo atavío vestidas; porque las dueñas de gran calidad y los ricos hombres tenían costumbre de llevar a los suyos tan bien vestidos como ellos.

La hermosa dueña se adelantó hacia el Rey y la Reina, con su compañía, y les dijo:

—Señores, oídme: Yo fui hace tiempo pedida en matrimonio por Angriote de Estravaus, que aquí presente está.

Y contó como le había mandado defender el valle de los pinos y como fué vencido por un caballero llamado Amadís de Gaula, al que ella no conocía; pero que se había hecho después amigo de Angriote, dándole el don de que haría que se casara con ella. Después de eso, por librar a su tío de la muerte, en un combate que sostenía con un caballero desconocido, le había dado a éste un don, ofreciéndole que a su vez él haría que Amadís anulara el que había concedido a Angriote.

—Ese caballero, que es el mismo que veis ahí—acabó diciendo, y señalando a Amadís—me mandó que viniese a estas Cortes. Así lo he hecho y pido que me cumpla su promesa y yo cumpliré lo que me ordenare.

Amadís, se adelantó entonces, y dijo:

—Señor, la dueña ha dicho verdad. Yo le otorgo en este instante anular el don que Amadís le dio a Angriote y pido que me dé el don que me prometió.

La dueña se puso muy alegre.

—Pedid lo que deseéis—dijo.

—Lo que yo quiero es que os caséis con Angriote y así cumplo el don que le di a él y el que a vos os he dado, porque yo soy Amadís.

La dueña comenzó a lamentarse de haber sido engañada; pero el Rey intervino, y dijo:

—Creo, señora, que debéis estar contenta con lo sucedido; porque si vos sois hermosa, él es hermoso también, y si vos sois rica en hacienda, él lo es en bondad y virtud.

La dueña apeló a la Reina, pidiendo su consejo:

—Yo os digo—respondió Brisena—que Angriote merece ser señor de una gran tierra y amado por la mujer que él ame.

Entonces Amadís, tomó a la dueña de la mano, y le dijo a Angriote:

—Yo os la entrego, con condición de que os caséis y la honréis y la améis sobre todas las mujeres del mundo.

El Rey, mandó al Obispo de Salerno que los llevase a la capilla y les diese las bendiciones.

Después de esto levantóse una doncella, cubierta de luto e hincando la rodilla ante el Rey, le dijo:

—Señor, todos son felices, menos yo que estoy llena de tristeza, si vos no remediáis mi cuita.

—¿Qué cuita es esa?

—Tengo a mi padre y a mi tío prisioneros de una dueña, que jura que no los soltará hasta que vayan en su rescate dos caballeros tan buenos como uno que ellos le mataron.

—¿Por qué lo mataron?

—Fué en batalla; porque él se alababa de ser el mejor caballero del mundo.

Comenzó a llorar tan amargamente, que el Rey sintió lástima, y volviéndose a la Reina, le pidió su consejo.

—¡Ay, doncella—dijo la Reina—no os quiero negar el amparo que me pedís! Irán con vos, si les place, los caballeros Amadís y Galaor, pues no conozco otros mejores.

Amadís miró a Oriana, para ver si lo consentía, y ella, teniendo piedad de la doncella, dejó caer el guante, para significarle, con aquella seña convenida, su conformidad.

Entonces los dos caballeros se fueron a armar y se pusieron en camino con la doncella.

Después de dos días de marcha, ella comenzó a quejarse de lo poco que la dejaban descansar y les propuso hacer un alto en unas tiendas que cerca del camino había.

Llegados a ellas, acudieron otras doncellas que los invitaron a descabalgar, y varios sirvientes, los cuales se llevaron las armas y los caballos.

—¿Por qué os lleváis las armas?—dijo Amadís.

—Porque vais a dormir en la tienda donde las ponen—le respondió la doncella.

Una vez desarmados, se sentaron sobre un tapete, esperando la cena; pero no pasó mucho sin que aparecieran hasta 15 hombres, entre caballeros y peones, bien armados, diciendo:

—¡Daos presos, o sois muertos!

—Por Santa María, hermano—exclamó Amadís, levantándose—nos han traído con engaño a la mayor traición del mundo.

Se juntaron el uno al otro, dispuestos a defenderse, pero no tenían con qué.

Los hombres les pusieron las lanzas a los pechos. Amadís, estaba tan sañudo, que le salía sangre por la nariz y por los ojos.

Como sus agresores vieron que no los podían reducir, fueron en busca de una dueña muy hermosa y le dijeron:

—Señora, no se quieren dar por presos, ¿Los matamos?

La dama, les dijo:

—Si no os entregáis, os cortarán la cabeza.

Amadís no contestó, y Galaor le dijo:

—Hermano, ahora no debemos dudar, pues la dueña lo quiere.

Y volviéndose a ella, añadió:

—Mandad que nos den nuestras armas y caballos y si vuestros hombres no nos pueden prender, nos entregaremos a vos voluntariamente.

—Yo os aconsejo que lo hagáis ahora—dijo ella; y los dos, viendo que otro remedio no había, se lo otorgaron.

Fueron los peones a amarrarlos, y Amadís le dio a uno tal golpe con el puño en la cabeza, que le hizo caer a tierra.

Todos lo querían matar; pero Galaor dijo a la dueña.

—Señora, sólo por vos que sois mujer y muy hermosa, nos dejaremos atar.

La dueña les amarró ella misma las correas y poniéndolos en sendos palafrenes así atados, comenzaron a caminar. Gandalin y el escudero de Galaor, iban a pie, atados con una soga.

—Caballeros—les dijo ella—yo os otorgaré la libertad con tal que me prometáis ir a la Corte del Rey Lisuarte y decir que dejáis su servicio por mandado de Madasima, señora de Gautasi, en castigo de tener en su casa al caballero que mató a Dardán.

—Señora—dijo Galaor—si hacéis esto contra nosotros por causarle pesar al Rey Lisuarte, os equivocáis. Nosotros somos dos caballeros que no tenemos más que nuestras armas y él tiene en su compañía otros muchos caballeros notables, incluso ese que decís, y no se preocupará por nosotros.

Llegada la noche, se acercó a Amadís un caballero viejo y le dijo que era el padre de la doncella que los condujo hasta allí, y que ésta, arrepentida de su proceder, había ocultado que él era Amadís, pues entonces lo matarían.

—Vos sois muy hermoso—le dijo—; requerid a la dueña en casamiento, o para tener su amor de otra suerte, y podréis conseguir la libertad, que ella es mujer sensible.

Pero Amadís, que temía más faltar a su señora Oriana que morir, repuso:

—Dios puede hacer de mí su voluntad, pero eso jamás lo haría, ni aunque ella me lo rogase.

—Me maravillo—dijo el caballero—de que rehuséis el único medio de salvaros.

Se fué entonces a Galaor y le habló como lo había hecho con su hermano.

—Señor caballero—respondió él—si lográis que yo me junte con la dueña siempre estaré a vuestro servicio.

El caballero fué a decirle a la dueña que se fijara en la extraordinaria belleza de Galaor. Hízolo ella así, y quedó tan prendada del joven, que le dijo:

—Caballero, ¿cómo os va?

—Dueña,—respondió él—me va como no os iría a vos si estuvieseis en mi poder, pues yo os daría mucho placer y vos, no sé por qué causa, hacéis conmigo todo lo contrario; sin ver que mejor sería que os sirviese y amase como caballero, que no tenerme injustamente en prisión.

—¿Y si yo os tomara por amigo, dejarías el servicio del Rey Lisuarte y no temerías ir a decírselo?

—Probadlo y lo veréis.

La dueña mandó soltarlos, así como a los escuderos, y fué todo el camino hablando con Galaor, hasta llegar al castillo de una amiga suya, a la cual le dijo:

—Estos caballeros son prisioneros míos y yo quiero hacer de éste mi amigo, con la condición de que vayan él y su compañero a la corte del Rey Lisuarte y le digan que lo abandonan por mi causa. Es preciso que vayan con ellos vuestros dos hijos para que tengan la certeza de que así lo hacen y lo publiquen por todas partes.

Esto convenido, durmió aquella noche Galaor con Madasima, que era muy hermosa, rica e hidalga, pero no tan recatada como debiera. Ella quedó más pagada de él que de todos los que había conocido y a la mañana siguiente mandó darles a los dos sus armas y dejarlos en libertad, emprendiendo el regreso a su castillo, mientras ellos muy alegres tomaban el camino de Londres, esperando salir bien de su promesa. Aquella noche se albergaron casa de un ermitaño, donde tuvieron muy pobre cena, y al otro día continuaron su camino.

XIV. El don de la Reina Brisena

El Rey Lisuarte había reunido su consejo y les habló así a sus ricos hombres:

—Amigos, así como Dios me ha hecho el más rico y más poderoso en tierra y gente, de todos mis vecinos, así es razón que yo procure hacer en su honor cosas más dignas de encomio que ninguno de ellos, y os ruego que me digáis todo lo que se os ocurra, para que vosotros y yo ganemos más honra y os aseguro que lo haré.

Barsinan, señor de Sansueña respondió dirigiéndose a los otros:

—Buenos señores, ya oís lo que nos dice el Rey; yo creo que sería mejor que deliberásemos lejos de su presencia, con mayor libertad y luego le expondríamos nuestros juicios para que él acuerde lo que de acuerdo con su opinión fuese.

El Rey dijo que le parecía bien y los dejó solos.

Serolís, el flamenco, que a la sazón era conde de Clara, dijo:

—Señores, en esto que el Rey nos mandó que le «consejáramos, conocido y manifiesto está lo que más conviene para que su grandeza y honra sea guardada y ensalzada: Los hombres en este mundo no pueden ser poderosos sino por tener muchas gentes y grandes tesoros; pero que los tesoros sirvan para buscar y pagar a la gente, que ésta es la más conveniente cosa de los temporales en que gastar deben. Los reyes y grandes, por la mucha compañía son amparados y defendidos, y por eso, buenos señores, yo aconsejaría al Rey nuestro señor, que hiciera buscar por todas partes a los buenos caballeros, dándoles abundantemente de lo suyo, amándolos y honrándolos, y de ese modo los caballeros de otras tierras se moverían a servirlo, esperando que su trabajo alcanzase el fruto que merece. Si recorréis vuestra memoria, hallaréis que nunca hasta hoy ha sido ninguno grande ni poderoso, sino aquellos que buscaron a los caballeros famosos y los tuvieron en su compañía y que gastaron con ellos sus tesoros, para conquistar otros mayores.

No hubo allí hombre que no tuviese por bueno cuanto había dicho el conde de Clara, pero Barsinán dijo:

—Nunca vi tantos hombres buenos que tan locamente otorguen una palabra. Si vuestro señor hace eso que propone el conde de Clara, antes de que pasen dos años habrá en vuestra tierra tantos caballeros extraños, que no solamente el Rey les dará lo que a vosotros os debía dar, sino que queriéndolos agradar y contentar, como con los amigos nuevos naturalmente se hace, vosotros seréis olvidados, y en mucho menos tenidos; así, pues, mirad bien y con más acuerdo lo que debéis aconsejar; que a mí no me atañe más que estar muy pagado y contento, puesto que aquí me hallo.

Hubo algunos envidiosos y codiciosos que se atuvieron a este consejo; así es que la discordia apareció entre ellos. Al fin acordaron que el Rey decidiese, y cuando le hubieron expuesto ambos pareceres, el Rey dijo:

—Los reyes no son grandes solamente por lo mucho que tienen, sino por lo mucho que sostienen; pues con su sola persona, ¿qué harían? Por ventura no tanto como otro; ni con ella sola, ¿cómo bastaría para gobernar su estado? Ta lo podéis comprender. ¿Serían suficientes las muchas riquezas para librarlos de cuidados? Seguramente que no, si no se gastaran como se debe; luego bien se ve que el buen juicio y esfuerzo de los hombres es el verdadero tesoro. Mirad lo que hicieron aquel grande Alejandro, aquel fuerte Julio César y aquel orgulloso Aníbal, y otros muchos que contarse podría, que fueron liberales en dinero, muy ricos y ensalzados con sus caballeros, y lo repartieron con ellos, según lo que cada uno merecía; y si algo en ello de más o de menos hubo, puede creerse que de la mayor parte de ellos servidos y acatados fueron. Así, pues, buenos amigos, no sólo tengo por bueno el buscar y tener buenos caballeros, sino que vosotros me los traigáis, que cuanto más honrado y temido sea yo de los extraños, más honrados y seguros estaréis vosotros; y si en mí alguna virtud existiera, nunca olvidaré a los buenos y los antiguos. Así, pues, decidme los mejores que conocéis de los que aquí se encuentran para que en nuestra compañía se queden.

Así se hizo, y cuando los caballeros estuvieron en su presencia les pidió que le otorgasen leal compañía y les prometió amarlos y honrarlos de guisa que guardando la posesión de sus bienes, él los mantendría.

Cuando todos se lo otorgaron, se levantó la Reina? y dijo que deseaba hablar.

—Señor—dijo, dirigiéndose al Rey—puesto que tanto habéis ensalzado y honrado a vuestros caballeros, cosa natural es que yo haga lo mismo con mis dueñas y doncellas, y por su causa a todos en general, os pido que me otorguéis un don; que en semejantes fiestas se deben pedir y otorgar las cosas buenas.

El Rey, miró a los caballeros, y dijo:

—Amigos, ¿qué hacemos de esto que la Reina pide?'

—Que se otorgue—dijeron ellos—todo lo que demandare.

—Pues que así os place—dijo el Rey—séale el Don otorgado.

—Así sea—dijeron todos.

Esto oído por la Reina, dijo:

—Lo que os demando en don es, que siempre sean por vosotros defendidas las dueñas y doncellas, de cualquier injusticia u ofensa que se les hiciere, y que si os pidiese un don un hombre, y otro don alguna dueña o doncella, que estéis obligados a cumplir antes el de ella, que como la parte más flaca es la que más remedio ha de menester. Así las dueñas y doncellas serán favorecidas y respetadas en los caminos que recorrieren; y los hombres desmesurados y crueles no osarán hacerles fuerza ni agravio, sabiendo que tales defensores de su parte y en su favor tienen.

El Rey y todos los caballeros se pusieron muy contentos al oír el don que la Reina pedía; y el Rey lo mandó guardar, como es fama se guardó, durante largos años en la Gran Bretaña, sin que ningún caballero lo osase quebrantar.

XV. La traición de Arcalaus

Estando los reyes solazándose enmedio de su Corte, apareció el caballero que el manto y la corona les había dejado, y doblando la rodilla ante el Rey le dijo:

—Señor. ¿Cómo no tenéis puesta la hermosa corona que os dejé y vuestra esposa el rico manto?

El Rey no supo qué contestar y el caballero prosiguió:

—Puesto que no os placen, mandad que me los devuelvan.

—Caballero—dijo el Rey—. No os puedo devolver ni el manto ni la corona, porque ambas cosas se han perdido, y lo siento más por vos que por mí, aunque mucho valían.

—¡Ay desgraciado, muerto soy!—exclamó el caballero; y comenzó a hacer un duelo tan grande que causaba asombro.

—¡Desgraciado de mí!—decía—. ¡Voy a morir de la peor muerte de que nunca murió caballero alguno, y que menos la mereciese!

Le caían las lágrimas por la barba que era blanca, como la lana blanca.

—Caballero—dijo el Rey, lleno de piedad—. No temáis por vuestra vida que yo la defenderé y pedidme lo que deseéis, que estoy pronto a cumplirlo, como os prometí.

—Señor—dijo él—. Dios sabe que no era mi ánimo demandar lo que me veo ahora obligado a pediros.

—Decid lo que queréis.

—Antes dadme palabra de que sea lo que fuere nadie de cuantos están en vuestra corte me harán fuerza por causa de lo que pidiera, ni me estorbarán cuando me lo entreguéis.

—Razón es y así os lo otorgo.

Lo mandó pregonar y entonces el caballero dijo:

—Señor, nada me puede librar de la muerte más que llevar a su poseedor el manto y la corona o en su defecto a vuestra hija Oriana. Yo mejor quisiera lo primero.

—¡Ay, caballero—dijo el Rey—mucho me habéis pedido!

Todos tuvieron gran pesar, pero el Rey que era el más leal del mundo dijo:

—No os pese que mejor quiero perder a mi hija que faltar a mi palabra; pues lo primero nos daña a unos pocos y lo segundo a muchos; porque las gentes, no estando seguras de la verdad de sus señores, no conservarían entre ellas un verdadero amor, y donde éste no existe no puede haber cosa buena.

Cuando la Reina, las dueñas y las doncellas oyeron esto, comenzaron a hacer el mayor duelo del mundo; pero el Rey les mandó recogerse en sus habitaciones y mandó a todos los suyos que no llorasen, bajo pena de perder su amor.

—A mi hija le acontecerá lo que Dios tenga a bien—dijo—pero mi verdad no será falsedad a sabiendas mías.

En esto llegó la hermosa Oriana ante el Rey, como atónita, y cayendo a sus pies le dijo:

—Padre y señor, ¿qué es esto que queréis hacer?

—Lo hago—dijo el Rey—por no faltar a mi palabra.

Y volviéndose al caballero añadió:

—Aquí tenéis el don que habéis pedido. ¿Queréis que vaya con ella otra compañía?

—Señor—respondió él—no traigo conmigo más que dos caballeros y dos escuderos y no puedo llevar otra compañía; pero yo os aseguro que nada hay que temer y que la pondré en manos de aquél a quien he de darla.

—Deseo—dijo el Rey—que vaya con ella una doncella, para mayor honra y honestidad, y que no vaya sola entre vosotros.

El caballero así lo otorgó, y al oírlo Oriana, cayó desvanecida. En ese momento el caballero la tomó en los brazos llorando, como si obrase contra su voluntad, y se la dio a un escudero, que estaba sobre un rocín muy grande y andador, y poniéndola en la silla, dijo:

—Tenedla, no se caiga.

El rey mandó a la doncella de Dinamarca que la acompañara, y el caballero que no se quiso quitar el yelmo en Vindilisora, y que no era otro que Arcalaus, tomó las riendas del rocín que conducía a Oriana.

Mabilia, que estaba en la ventana, llena de desesperación, vio a Ardián, el enano de Amadís, que iba sobre un rocín y lo llamó, y le dijo:

—Ardián, si amas a tu señor, no descanses noche ni día hasta que lo halles y le cuentes la gran desgracia que aquí ocurre. Si no lo haces serás traidor; pues esto le interesa a él más que tener esta gran ciudad por suya.

—Por Santa María—respondió el enano—que lo haré lo más pronto que pueda.

El Rey, entre tanto, había cabalgado en su caballo y con un palo en la mano salió detrás de los que llevaban a su hija, cuidando de que nadie los molestase y lo pudiesen juzgar traidor.

Más de veinte caballeros se habían ya reunido con él a la entrada de la selva, cuando vieron venir a la doncella que le había pedido el don, y a la que él había dicho que lo probase.

Venía en un hermoso palafrén, traía al cuello una espada, ricamente guarnecida y una lanza de hierro, muy hermosa, con el asta pintada.

—Señor, Dios os salve y os dé alegría de corazón—le dijo al Rey—. Vengo a que os atengáis a lo que me prometisteis en Vindilisora ante vuestros caballeros.

—Doncella—respondió el Rey—no necesito más alegría que la que tengo. Me acuerdo bien de lo que os dije y lo cumpliré.

—Señor, con esa esperanza vengo yo al más leal rey del mundo. Por esta selva va ahora un caballero que mató a mi padre y me forzó a mí. Este hombre no puede ser muerto, sino cuando el más honrado hombre del reino de Londres, le dé un golpe con esta lanza y otro con esta espada, que él había dado a guardar a una mujer, que creía lo amaba, y ella me las ha entregado para vengarse de sus malos tratos. Vos sois el más honrado caballero y os pido que vengáis sólo conmigo en busca de ese malvado.

—En el nombre de Dios, iré con vos—dijo el Rey.

Mandó traer sus armas, pero la doncella le quitó su espada, que era la mejor del mundo y le dio la suya.

El Rey, prohibió a los suyos que lo siguiesen y entró con la doncella en la selva. Ella lo guió hasta donde estaba un caballero todo armado, sobre un caballo negro, con un escudo verde.

El Rey, tomó su lanza y el caballero la suya y se dejaron ir uno contra otro, con toda la ligereza que sus caballos los podían llevar, y se dieron con las lanzas en los escudos con tal fuerza que ambas se quebraron. Echaron manos a las espadas, acometiéndose por cima de los yelmos. La espada del caballero entró en el yelmo del Rey, pero la de éste se quebró y cayó el hierro al suelo. Entonces el Rey conoció la traición de que había sido víctima y el caballero le comenzó a dar golpes por todas partes a él y al caballo.

Viendo el Rey que le mataban el caballo se abrazó a él, y el otro lo abrazó también por el otro lado, tirando tan fuerte que cayeron en tierra, y el caballero cayó debajo. El Rey se apoderó de su espada y comenzó a golpearlo con ella.

La doncella, al ver esto echó a correr gritando:

—¡Ay, Arcalaus, corre, no tardes, que matan a tu, cohermano!

Acudieron al oir esto diez caballeros, a todo el correr de sus caballos. El que venía delante, gritaba:

—Rey Lisuarte, muerto eres; que jamás reinarás ni te pondrás corona en la cabeza.

Guando esto oyó el Rey se tuvo por muerto, pero con el gran esfuerzo que siempre tenía respondió:

—Bien puede ser que muera, puesto que tanta ventaja me lleváis, pero todos moriréis por mi causa como traidores y falsos.

Al llegar el caballero, le dio al Rey una lanzada tan fuerte en el escudo, que le hizo poner las manos en tierra; él se levantó enseguida, dispuesto a defenderse hasta la muerte, y le dio tan cruel golpe con la espada a la pata del caballo, que se la cortó toda y el caballero cayó debajo. Pero lo acometieron todos los otros y aunque él se defendía bravamente, lo rodearon y le arrebataron la espada de la mano. Le quitaron el escudo del cuello y el yelmo de la cabeza y le echaron una gruesa cadena a la garganta. Luego le hicieron montar en un palafrén y sendos caballeros tomaron los dos extremos de la cadena y lo condujeron a un valle donde estaba Arcalaus con Oriana y la doncella de Dinamarca.

Arcalaus llamó a su doncel y le dijo:

—Vete a Londres y dile a Barsinán que trabaje para ser Rey, que yo mantendré lo que le dije, y ya está todo preparado.

El Doncel se fué y Arcalaus ordenó a Daganel que llevara al Rey Lisuarte a la cárcel que tenía en sus dominios, mientras él conducía a Oriana a su castillo de Monte-Aldín, que era uno de los más fuertes castillos del mundo.

Los diez caballeros se fueron escoltando al Rey y Arcalaus con otros cinco se llevó a Oriana, para dar a entender que él solo valía por los otros cinco.

XVI. El rescate de Oriana

Apenas les faltaban dos leguas a Amadís y Galaor para llegar a la ciudad de Londres, cuando vieron venir a Ardián, todo lo deprisa que su rocín podía. Amadís lo conoció.

—Aquel es mi enano—dijo.

Salió a su encuentro y quedó espantado al saber lo sucedido y que se llevaban a Oriana.

—¡Ay, Santa María, valedme!—exclamó Amadís—¿Por dónde van los que la llevan?

El enano les mostró el sendero, cercano al palacio, y al pasar bajo las ventanas, la reina vio a Gandalin y le echó la espada del rey que era una de las mejores que nunca caballero ciñera, y le dijo:

—Da esa espada a tu señor y Dios le ayude con ella. Dile a él y a Galaor que el Rey partió de aquí esta mañana con una doncella y no ha vuelto ni sabemos a dónde lo llevó.

Amadís iba tan fuera de sí que no sabía por dónde caminaba, y al pasar un arroyo su caballo, demasiado cansado, cayó y dio con él en el lodo.

Allí lo alcanzó Gandalin que le entregó la espada del Rey y le contó lo que sucedía.

Montó Amadís en el caballo de Gandalin y ambos hermanos continuaron su camino, siguiendo el rastro de los caballos de los otros. Al poco rato, encontraron unos leñadores que les dijeron como habían visto pasar al Rey prisionero por un camino y a Oriana por otro.

—¿Habéis conocido alguno de los traidores?—preguntó Amadís.

—No—dijo uno—pero oí a una doncella que le llamaba Arcalaus.

—¡Ay señor Dios!—exclamó Amadís—Haced que yo logre encontrarlo.

Los leñadores les fueron a mostrar los caminos por donde se llevaron al Rey y a Oriana, y Amadís le dijo a Galaor:

—Hermano, sigue tú en pos del Rey: Y Dios nos guíe a tí y a mí.

Tanto corrió Amadís, que al ponerse el sol llevaba el caballo tan cansado que ya no podía andar. Lleno iba de congoja, cuando vio a un lado del camino un caballero muerto y a su lado un escudero que tenía de la rienda un hermoso caballo.

—¿Quién mató a ese caballero?—preguntó Amadís.

—Un traidor que va por ahí llevando forzadas a las dos más hermosas doncellas del mundo. Lo mató sin más motivo que haberle preguntado quiénes eran, lío encuentro quien me ayude a llevármelo de aquí.

—Yo te dejaré mi escudero para que te ayude—dijo Amadís—y dame ese caballo, que te prometo dos mejores que él.

El escudero se lo otorgó y Amadís subió en el caballo que era muy hermoso y continuó su camino, andando toda la noche. Al amanecer, vio una ermita y preguntó al ermitaño si había visto cinco caballeros que llevaban dos doncellas.

—No—dijo el ermitaño—; pero un sobrino mío me ha dicho que en el castillo cercano está Arcalaus el encantador, que traía a dos doncellas robadas.

—A ese traidor busco yo.

—¿Y no traéis ayuda?

—Sólo la de Dios.

—Señor—dijo el ermitaño—Arcalaus es el mejor caballero del mundo y no conoce el miedo.

—Pero es un traidor y un soberbio y Dios me ayudará—respondió Amadís.

Le echaron un pienso al caballo y una vez descansado Amadís, continuó su camino, en dirección al castillo, rodeado de altos muros, que no tenía más que una puerta. Amadís, oculto entre unas peñas y con el caballo de la rienda, se puso en acecho. No tardó mucho en ver salir del castillo a Arcalaus, en compañía de los otros cuatro y en medio de ellos la hermosísima Oriana.

Pasaron tan cerca de él, que oyó que Oriana, iba diciendo:

—¡Amigo, señor, ya no te veré nunca, porque ha llegado la hora de mi muerte!

A Amadís le vinieron las lágrimas a los ojos, y saliéndole al encuentro a su enemigo, gritó:

—Arcalaus traidor, no te conviene llevar tan buena señora.

Oriana, conoció la voz de su amigo y se estremeció toda; pero Arcalaus y los otros fueron contra él a galope tendido, y él contra ellos, de manera que hirió a Arcalaus, que iba delante, tan duramente, que lo derribó en tierra por cima de las ancas del caballo; los otros lo acometieron, pero desfallecieron en los encuentros.

Amadís pasó por medio de todos e hirió a Gruñen, el señor, del castillo, de tal guisa que el hierro y el fuste de la lanza le salieron por el otro lado y cayó muerto.

Metió mano a la espada del Rey y dejóse ir contra los otros, tan bravo y con tanta saña, que eran una maravilla los golpes que les daba, y tanto crecía en fuerza y ardimiento y en andar valiente y ligero, que parecía que todos los caballeros del mundo no lo podrían detener.

La doncella de Dinamarca, le decía a Oriana:

—Señora, socorrida sois, que está aquí el caballero bienaventurado y mirad las maravillas que hace.

Oriana, dijo entonces:

—¡Ay amigo, Dios te ayude y te socorra, que no hay nadie que más valga y lo merezca!

El escudero que sujetaba el rocín, dijo:

—No esperaré yo que me dé en la cabeza uno de esos golpes que ni yelmos ni lorigas pueden resistir.

Y poniendo a Oriana en tierra se fué huyendo cuanto más pudo.

Amadís dio a un caballero tal golpe en el brazo, que se lo derribó a tierra. El comenzó a huir dando voces con la rabia de la muerte, y Amadís se fué al otro, al que ya el yelmo de la cabeza le había derribado, y le cortó el pescuezo. El cuarto caballero echó a huir, y Amadís corrió tras él, cuando oyó dar voces a su señora y vio a Arcalaus que la llevaba en su caballo.

Lanzóse Amadís en pos suyo y no tardó en alcanzarlo; pero no se atrevió a herirlo con la espada, por miedo de herir también a su señora, pero le dio en la espalda un golpe, aunque no con toda su fuerza, que le derribó un pedazo de loriga y una pieza del cuero.

Entonces Arcalaus dejó caer en tierra a Oriana y quiso huir, pero Amadís lo alcanzó y le descargó otro golpe que lo acabó de desarmar y alcanzó al caballo. Este, al sentirse herido, salió corriendo, y Amadís, por atender a su señora, le dejó ir. Llegó a donde estaba Oriana, descendió del caballo, se hincó de hinojos ante ella, y le besó las manos, diciendo:

—¡Ahora haga Dios de mí lo que quiera, que pensé que no os volvería a ver!

Ella estaba tan espantada y tenía tal miedo de los caballeros muertos que a su lado estaban, que se abrazó a él sin poder hablar.

La doncella de Dinamarca vio la espada de Arcalaus en el suelo y se la llevó a Amadís.

—Ved, señor, qué hermosa espada, le dijo.

El la miró y conoció que era aquella con que lo echaron al mar y que le quitó Arcalaus cuando lo encantó.

Llegó en esto Gandalin que toda la noche había estado andando, después de dejar al caballero muerto en uña ermita.

Entonces le mandó Amadís que pusiera a la doncella de Dinamarca en un caballo de los que por allí andaban sueltos, y él puso a Oriana en el palafrén de la doncella, y se fueron de allí tan alegres, que más no podía ser. Amadís llevaba la rienda del palafrén en que iba su señora, y ella le decía el miedo que le causaban aquellos caballeros muertos, que no podrían tornar en sí.

—Mucho más espantosa y cruel es la muerte que por vos padezco, señora—dijo él—doleos de mí y acordaos de lo que me tenéis prometido, que si hasta aquí me sostuve, es porque creía que no estaba en vuestra mano darme más que me dabais. Pero si de aquí en adelante, viéndoos, señora, en tanta libertad, no me socorréis, ya no habría nada en la vida que sostenerme pudiese, y moriría con la más rabiosa esperanza que jamás persona alguna murió.

Oriana le dijo:

—Nunca, amigo, si yo puedo, pasaréis por mí ese peligro. Yo haré lo que querrais y vos haced que lo que aquí yerro y pecado parezca no lo sea ante Dios.

Así anduvieron tres leguas hasta entrar en un bosque muy espeso de árboles, que cerca de una ciudad había. A Oriana la acometió un gran sueño, porque no había dormido la noche anterior.

—Amigo, tan gran sueño tengo—dijo—que no lo puedo dominar.

—Señora—respondió él—vamos a aquel valle y dormiréis.

Y apartándose del camino fueron al valle, donde hallaron un pequeño arroyo de agua y yerba verde muy fresca.

Allí descendió Amadís a Oriana y le dijo:

—Señora, la siesta entra muy caliente, aquí dormiréis hasta la tarde, en tanto enviaré a Gandalin a la villa a traernos con qué refrescar.

—Vaya—dijo Oriana—¿Pero a cambio de qué se lo darán?

—Se lo darán a cambio del caballo y se vendrá a pie—respondió Amadís.

—No será así—dijo ella—: que lleve mi anillo, que nunca nos valdrá tanto como ahora.

Y sacándolo del dedo se lo dio a Gandalin. El se marchó diciéndole a su amo.

—Señor, quien buen tiempo tiene y lo pierde tarde lo cobra.

Amadís entendió bien lo que le quería decir. Orian a se acostó sobre el manto de la doncella, en tanto que Amadís se quitaba la armadura, que bien lo había de menester. La doncella de Dinamarca se fué a dormir entre las matas y Amadís volvió al lado de su señora. Cuando la vio tan hermosa y en su poder, habiéndole ella otorgado su voluntad, se sintió tan turbado de placer y de empacho, que ni siquiera mirarla osaba; así es que se puede decir, que en aquella verde yerba, encima de aquel manto, más por la gracia y el comedimiento de Oriana, que por la desenvoltura y osadía de Amadís, fué hecha dueña la más hermosa doncella del mundo; y creyendo con ello sus encendidas llamas resfriar, aumentáranse en mayor cantidad, más ardientes y con mayor fuerza, como suele acaecer en los sanos y verdaderos amores.

Así estuvieron hasta que la llegada de Gandalin le hizo a Amadís levantarse, y llamando a la doncella, comieron los manjares que llevaba Gandalin, y aunque les faltaron los muchos servidores y las vajillas de oro y plata, no les faltó el gran placer que en la comida sobre la yerba tuvieron.

XVII. La vuelta del Rey

Galaor había continuado camino adelante siguiendo las huellas de los caballos de los que llevaban al Rey y tan deprisa caminaba, que hubo de llamar la atención de un caballero, armado de todas armas que en su camino encontró.

—Esperad, señor caballero, y decidme a dónde vais con tanta prisa.

—No me puedo detener a explicarlo—dijo Galaor.

—Pues no pasaréis sin decírmelo o reñir conmigo.

Pero Galaor, sin hacerle caso siguió su camino, y fué en vano que el caballero intentase combatir, porque Galaor no se cuidaba más que de correr en pos del Rey.

—Si queréis saber la prisa que llevo—dijo—venid detrás de mí.

Y continuó corriendo con el caballero detrás.

No habrían andado una legua, cuando vieron un caballero que iba a pie detrás de un caballo. El que iba en seguimiento de Galaor conoció que el que iba a pie, era su primo hermano.

Este tuvo gran alegría y le contó como sin motivo lo había agredido y desmontado un caballero desconocido.

—Vamos detrás de él—dijo—y veréis cómo me vengo.

—Eso no puede ser—respondió el otro—pues tengo empeño en ver lo que hace éste que voy siguiendo, y que según me parece es un cobarde que tiene algún mal designio.

Le contó lo que con Galaor le había sucedido, y el otro, convencido de que había algún misterio, se brindó a acompañarlo también.

A la noche, Galaor encontró a unos arrieros, que habían encendido una pequeña hoguera y les pidió un poco de cebada para su caballo y que lo dejasen dormir junto al fuego unas horas.

Confortado por este descanso, volvió a ponerse en marcha. Caminó hasta el límite de la selva y al salir de ella vio a los diez caballeros que llevaban al Rey con la cadena al cuello. Ciego de ira, arremetió contra ellos, diciendo:

—¡Ay, traidores, por vuestro mal pusisteis la mano en el mejor hombre del mundo!

Los dos caballeros que lo habían seguido por la selva, al verlo correr, exclamaron:

—Nos ha visto y huye. Vamos detrás de él.

Entre tanto, Galaor combatía con denuedo, él solo contra todos los que llevaban al Rey y hacía tales proezas que los dos caballeros, admirados, dijeron:

—No teníamos razón en culpar a aquél de cobarde cuando a tantos hombres acomete, es por alguna razón poderosa y debemos ayudarle.

Se dejaron ir a galope y como eran muy buenos caballeros, pues el primero tenía por nombre Ladasín el esgrimidor, y el otro D. Guilán el cuidador, llegaron a tiempo de socorrer a Galaor en el gran peligro en que se hallaba; pues en pocos encuentros dejaron, entre los tres, a todos muertos y vencidos.

Cuanto esto vio el cohermano de Arcalaus, se dirigió al Rey con intención de matarlo. Pero el Rey, al ver huir a los que lo custodiaban, había bajado de su palafrén, con cadena y todo, para coger la espada y el escudo de uno de los caballeros muertos. Así fué que puso el escudo, para defenderse de su agresor y éste le dio tal golpe que la espada le entró en el brocal un palmo y lo alcanzó con la punta en la cabeza y le cortó el cuero y la carne. El Rey le dio al caballo en la cabeza tal golpe, que le dejó dentro la espada, sin poderla sacar, y el animal dio un bote y cayó encima de su caballero.

En esto llegaron Galaor y los dos caballeros que al ver al Rey quedaron espantados, pues no sabían nada de su prisión. Descendieron apresuradamente, se quitaron los yelmos y fueron a hincar los hinojos delante de él, que enseguida los conoció y les dio la mano, diciendo:

—En buen hora me habéis socorrido.

Galaor quitó la cadena al Rey y se la puso al cohermano de Arcalaus, y tomando dos caballos de los caballeros muertos, emprendieron todos el regreso a Londres con gran alegría; pues el Rey al saber que Amadís iba en socorro de su hija la tenía ya por salvada.

En Londres reinaba una enorme confusión. Los leñadores que habían visto al Rey preso, lo contaron al llegar a la ciudad, y cuando esto fué sabido, los caballeros todos se apresuraban a armarse y a salir corriendo en su busca, así que todo el campo estaba poblado de caballeros.

Arbán, el rey de Norgales, estaba hablando con la Reina cuando llegaron sus escuderos con sus armas y caballo y le dijeron:

—Señor, armaos, ¿qué estáis haciendo? Ya no queda más caballero que vos en la ciudad.

—¿Por qué?—preguntó Arbán.

—Porque dicen que llevan preso al Rey diez caballeros.

La Reina cayó desmayada al oir esto y Arbán la dejó en poder de sus dueñas y doncellas y fué a armarse, pero oyó decir a grandes voces que tomaban el alcázar. Entonces comprendió la traición y que haría mal en desamparar a la Reina.

Arbán fué a colocarse a la puerta del palacio de la Reina, armado y con doscientos caballeros suyos. Supo que Barsinán estaba dentro del alcázar y degollaba y mataba a todos los que podía. Se había aprovechado de que todos los caballeros se habían ido en socorro del Rey. Después de apoderarse del alcázar dejó en él la mitad de su gente y salió con la otra mitad para ir a prender a la Reina y apoderarse de la silla y la corona del Rey. Los de la ciudad, que se dieron cuenta de lo que sucedía, se iban todos al Palacio de la Reina, armados como podían, y cuando Barsinán llegó allí, se encontró con Arbán, toda su compañía y bastante gente de la ciudad.

—Arbán—dijo Barsinán—, hasta ahora has sido el más sesudo caballero joven que se ha conocido; no dejes de serlo de aquí en adelante.

—¿Por qué me lo dices?

—El Rey va en manos de quien antes de cinco días me enviará su cabeza sin el cuerpo, y en esta tierra no hay nadie más que yo que pueda ser rey. Yo te daré la tierra de Norgales que en señoría tienes. Quítate de enmedio, que voy a tomar la silla y la corona. Si te opones, en vez de ser tu amigo te mandaré cortar la cabeza.

—Jamás serás rey mientras yo viva, traidor—dijo Arbán.

Comenzó la lucha bravamente por ambas partes, así que hubo muchos muertos y heridos. Duró el combate hasta la noche, en que Barsinán se retiró al alcázar, y Arbán fué a ver a la Reina, que más muerta que viva estaba, y cuando lo vio con el yelmo roto, con cinco heridas en el rostro y la garganta y la faz llena de sangre le dijo llorando:

—¡Ay buen sobrino! Dios os sostenga y os ayude para que podáis hacer triunfar vuestra lealtad; ¿qué será del Rey y de nosotros?

—Tened confianza, que vuestros vasallos os defenderán.

En este tiempo, estando Amadís en el bosque con su señora Oriana, le preguntó qué decía Arcalaus y ella repuso:

—Decía que no me quejase, que antes de quince días me haría reina de Londres y me daría a Barsinán por marido, y que él sería el mayordomo de éste, en premio de entregarme a mí y la cabeza de mi padre.

—¡Ay, Santa María!—dijo Amandís—algún mal tratan de hacerle también a la Reina.

—Socorredla, amigo, lo mejor que podáis.

—Así conviene y mucho me pesa, pues yo tenía gran placer en holgar con vos unos días en esta floresta, si a vos, señora, os agradaba.

—Dios sabe—respondió ella—cuánto me gustaría, pero podría sobrevenir con ello un gran mal a la tierra que aún será mía y vuestra, si Dios quiere.

Holgaron sólo hasta el alba, y Amadís se levantó, se armó, y tomando el palafrén en que iba su señora por las riendas, emprendió el camino de Londres. No tardaron en hallar los caballeros que de Londres salían cinco a cinco y diez a diez, que eran ya más de mil, y Amadís les señalaba la dirección en que llevaban al Rey, del que Galaor iba en socorro.

A cinco leguas de Londres halló a D. Gramedón, el buen viejo que había criado a la Reina, con veinte caballeros de su linaje, que habían estado toda la noche por la selva buscando al Rey. Cuando conoció a Oriana fué a abrazarla llorando.

Amadís le contó a Gramedón la gran traición de Arcalaus y Barsinán, y le dijo:

—Quedaos con Oriana, y yo iré a defender a la Reina, si lo necesita, como temo. Haced volver a Londres a todos los caballeros que encontréis.

Antes de entrar en la ciudad supo todo lo que Barsinán estaba haciendo. Llegó lo más encubierto que pudo hasta donde estaban Arbán y los suyos que se pusieron muy contentos.

A la mañana siguiente llegó de nuevo Barsinán con su gente, y se trabó la batalla, no menos cruenta; pero Amadís se fué directamente a Barsinán y lo desarmó y lo venció, mandándolo encerrar en un calabozo hasta la vuelta del Rey, del que llegaban nuevas, de que venía hacia Londres, con el séquito de caballeros que en su busca salieron y entre los cuales estaban Agrajes, Galvánez, Solimán, Galdán, Dinadaus y Bervás, los cuales iban juntos haciendo gran duelo cuando vieron al Rey.

Inútil sería querer dar idea de la alegría con que se reunieron el Rey, la Reina, Oriana y todos sus caballeros, dueñas y doncellas.

Se celebraron grandes fiestas en todo el reino sin más incidente que el de aparecer un día ante el Rey una dueña, con dos hijos suyos, que dijo señalando a Galaor y a Amadís, que cerca de él estaban.

—Señor, yo vine aquí para exigir a esos caballeros la promesa que hicieron a una dueña.

El Rey preguntó qué promesa era aquélla, y cuando la dama lo explicó tuvo mucha pena y dijo:

—¡Ay Galaor, me habéis matado!

Galaor explicó entonces al Rey y a todos los presentes la gran traición de que habían sido víctimas su hermano y él, viéndose obligados a dar el don, que, aún a pesar suyo no podían dejar de cumplir. Luego dirigiéndose al Rey dijo en voz alta, para que todos lo oyeran:

—Señor Rey, yo me despido de vos y de vuestra compañía, como prometido lo tengo, y así lo cumplo. Os dejo a vos y a vuestra compañía por Madasima, la señora del castillo de Guntasí, que tuvo a bien proporcionaros este disgusto y todos los que pudiera, porque mucho os aborrece.

Amadís repitió las mismas palabras y Galaor dijo a la dueña:

—¿Os parece que hemos cumplido nuestra promesa?

—Seguramente—respondió ella.

—Pues entonces podéis ir y decir a Madasima que no se condujo tan cuerdamente como creía; como ahora vais a ver—dijo Galaor.

Se volvió al Rey y añadió:

—Señor, le hemos cumplido a Madasima lo que le prometimos; pero como no nos había puesto plazo alguno, ni nos había prohibido tornar a vos, está claro que podemos volver cuando nuestra Voluntad fuere. Por lo tanto, hagámoslo enseguida y volvamos a estar como estábamos.

Cuando oyeron esto el Rey y la Corte, se pusieron muy alegres y el Rey dijo:

—Dueña, estos caballeros, después del engaño que sufrieron, no están obligados a más, ni aún a tanto como hicieron; y es muy justo que los que quieren engañar resulten engañados, y decidle que si tanto me aborrece, en la mano tenía hacerme el mayor mal que a esta sazón me pudiera ocurrir, haciendo sufrir a estos caballeros.

—Señor, decidme al menos quiénes son para que yo sepa por qué los estimáis tanto.

—Son Amadís y su hermano don Galaor.

—Pues de saberlo Madesima no los hubiera dejado con vida, y estoy segura de que al enterarse, se dará muerte a causa de su gran desesperación.

—Eso sería lo mejor que hiciese—respondió el Rey.

La dueña se despidió y se marchó muy confusa, mientras el Rey y su corte seguían entregados a sus recreos y sus fiestas.

XVIII. D. Florestán

Se cumplió en este tiempo el año de la aventura de Amadís en el castillo de Grovenesa, y recordando la promesa que había hecho de vengar a la niña Briolanja y restituirle su reino, pidió permiso a su señora Oriana para ir a cumplirla, y ella, con lágrimas y dolor de su corazón, se la concedió, por tal de que no cayera en falta.

Tomó también Amadís el permiso de la Reina, para que pareciese que por su mandado iba, y se puso en camino con su hermano Galaor y con su primo Agrájes.

No habían andado media legua cuando Amadís le preguntó al enano si llevaba los tres pedazos en que se le había roto, en un combate, la espada que la hermosa niña le dio.

El enano respondió que volvería por ellos, como así lo hizo; y al pasar frente a las ventanas de palacio oyó que le llamaban Oriana y Mabilia, que le preguntaron si no había ido con su señor.

—Sí,—dijo él mostrándoles la espada—pero he tenido que volver por lo que llevo aquí.

—¿Y para qué quiere tu señor esa espada rota?—preguntó Oriana.

—Porque la aprecia más, por quien se la dio, que las más hermosas que pudiera tener.

—¿Quién fué?

—La misma por quien va a combatir ahora; que aunque vos sois hija del mejor rey del mundo y de tanta hermosura, quisierais haber ganado lo que ella ganó.

—¿Qué ganancia fué esa? ¿Quizás a tu señor?

—Sí, por cierto que él le entregó su corazón y quedó en ser su caballero para servirla.

Dicho esto azotó a su rocín y fué lo más de prisa que pudo a reunirse con su señor, al que no le dijo nada de lo sucedido.

No habían andado mucho cuando apareció una doncella y les advirtió que estaba guardado el paso de aquel valle por un caballero. Ellos continuaron su camino sin hacerle caso y no tardaron en encontrarse con el caballero desconocido que obligó a combatir en él a Agrájes y a Galaor, los venció y se marchó sin querer combatir con Amadís.

Los tres quedaron muy afligidos, poniendo gran empeño en encontrarlo, pero la doncella le dijo:

—Sólo yo podría conduciros donde se halla, pero no lo haré sin que me digáis quiénes sois y me otorguéis sendos dones, para cuando yo os los pida.

Ellos lo hicieron así y como Amadís tenía que continuar su camino, para cumplir la palabra dada, decidieron que se quedaría Galaor con la doncella en busca del desconocido caballero.

Cuatro días anduvieron por el bosque Galaor y la doncella, y al cabo de ellos encontraron un castillo donde fueron muy bien recibidos de un caballero anciano, que dijo:

—Caballero, mucho siento que mis dos hijos no puedan estar con vos. Los dos están mal heridos por un caballero que pasó ayer por aquí, en ocasión que ellos habían salido, como solían, en busca de aventuras.

—¿Y quién era ese caballero?

—Sólo sé que lleva un escudo bermejo y dos leones partidos en él, y en el yelmo otro igual. Iba en un caballo ruano.

—Pues es el mismo que busco yo.

A la mañana siguiente cabalgó de nuevo Galaor y continuó su camino hasta llegar a un llano en que hallaron un hermoso castillo, que estaba encima de un alto otero y tenía alrededor una vega muy hermosa.

—En ese castillo está el caballero que buscáis—dijo la doncella a D. Galaor.

Él se puso muy contento y siguiendo adelante vieron un portón de piedra, encima del que había un cuerno.

—Sonad ese cuerno—dijo la doncella, que en oyéndole vendrá el caballero.

Así lo hizo Galaor, y vieron salir del castillo hombres que armaron un tendejón muy hermoso en medio del prado, y vieron que diez dueñas y doncellas, entre las que iba una muy ricamente ataviada, entraron en el tendejón.

—¿Por qué causa no sale el caballero?—preguntó Galaor.

—No vendrá hasta que aquella dueña se lo mande.

—Pues os ruego que le digáis que no me puedo detener mucho.

La doncella hizo el mandado, y la dueña, al oirlo, exclamó con enojo:

—¡Cómo! ¿En tan poco tiene a nuestro caballero que cree que va a quedar en disposición de acudir a otro asunto?

Mandó llamar al caballero, y cuando lo vio, dijo:

—Ved a ese caballero loco, al que os ruego le hagáis conocer su locura.

Lo abrazó y lo besó, hablando así, y el caballero se dirigió contra Galaor, cuya saña había crecido al ver todo aquello.

En el primer encuentro quebraron las lanzas y quedaron los dos mal heridos. Galaor metió mano a la espada, pero el caballero le dijo:

—Caballero, por la fe que debéis a Dios y a los que amáis, justaremos otra vez.

Mandó al escudero que llevase dos lanzas: tomó una, dio a Galaor otra, y de nuevo se encontraron con tal fuerza, que el caballo de Galaor hincó las rodillas y por poco no cae, y el caballero extraño perdió ambos estribos y tuvo que abrazarse al caballo.

Galaor echó mano a la espada y el caballero sacó la suya diciendo:

—Yo temía la batalla de espadas sólo por vos, como ahora veréis.

—Haced todo lo que podáis—dijo Galaor—que yo también lo haré hasta morir o vengar a los que habéis vencido en la floresta.

El caballero lo conoció entonces y dijo con gran saña:

—Véngate si puedes, aunque creo que llevarás una mengua sobre la otra.

Entonces se acometieron tan bravamente, que la dueña y todos los que los miraban estaban espantados. Se daban mortales golpes; las cabezas se juntaban con los pechos mal de su grado, cortando de los yelmos los áreos de acero, así es «que las espadas descendían a los almófares y los escudos todos se hacían rajas, de las que el campo estaba sembrado así como de mallas de los arneses. La porfía duraba tanto que cada uno de ellos se maravillaba de no vencer al otro.

Galaor no recordaba batalla semejante, sino la que con su hermano Amadís tuvo.

Al fin dejaron los caballos y continuaron combatiendo a pie, dispuestos a no cejar hasta que uno de los dos muriese.

Por más fuerza y ardimento que el caballero extraño ponía, la de Galaor lo superaba, y lo hería de tal modo, que le despedazaba las carnes, y se le iba tanta sangre, que el campo estaba tinto de ella.

Cuando la señora vio al que amaba en tan gran peligro, no pudo aguantar más y llegó corriendo hasta ellos.

—No hagáis daño a este caballero—dijo a Galaor.

—Dueña—dijo éste—yo lo dejaré con la condición de que me diga cómo se llama, por qué se encubre, y cuáles son los dos caballeros que más aprecia en el mundo.

—Eso os lo diré yo. Tiene por nombre D. Florestan, y se encubre así porque tiene dos hermanos de tan alto renombre, que no quiere darse a conocer hasta que pueda juntar sus proezas a las suyas. Esos dos hermanos son los caballeros que más aprecia, pertenecen a la casa del rey Lisuarte; el uno se llama Amadís, el otro D. Galaor y los tres son hijos del rey Perion de Gaula.

—¡Ay, Santa María me valga!—exclamó Galaor—¿qué he hecho?

Después rindió la espada y dijo:

—Buen hermano, tomad esta espada y la honra de la batalla.

—¡Cómo!—dijo él—¿Yo soy vuestro hermano?

—Sí, porque yo soy D. Galaor.

—Señor—dijo D. Florestán—perdonadme, si erré en combatir con vos; no lo hice sino por poderme llamar, sin vergüenza, hermano vuestro, pareciéndome en algo a vuestro gran valor y esfuerzo en las armas.

D. Galaor lo abrazó llorando de placer por haberlo conocido y de dolor al verlo con tantas heridas pensando que su vida estaba en peligro.

La hermosa dueña Corisanda los llevó al castillo donde en una hermosa cámara los hizo acostar en dos ricos lechos, y como sabía mucho de curar heridas, tomó a su cargo el cuidarlos, con el gran cariño, que le hacía desear la vida de ellos como la suya propia.

D. Florestán le contó cómo en un viaje que siendo soltero hizo el rey Perion a Alemania se hospedó en casa del Conde de Selandia y la hija de éste, prendada de su fama, le amenazó con suicidarse sino le concedía su amor, y el Rey se vio obligado a hacer su voluntad.

De esta aventura nació D. Florestán, al que crió una tía suya, y cuando fué grande lo armó caballero su abuelo, sin saber quién fuese. Cuando se lo revelaron sintió el deseo de ser digno hijo de tal padre, y para conquistar fama se fué a Constantinopla, donde estuvo combatiendo cuatro años, y tales proezas hizo, que lo tenían por el mejor caballero que allí nunca habían visto.

Una vez logradas tan alta honra y fama acordó ir a Gaula y darse a conocer a su padre, mas al llegar a aquellas tierras oyó hablar de la gran fama de Amadís y de Galaor, de manera que pensó que al lado de ellos era tanto como nada la suya y decidió empezar a hacer proezas para ser conocido y poderse presentar dignamente.

Una vez curados Galaor y Florestan, decidieron ir a buscar a Amadís, que debía estar en Sobradisa.

La despedida de D. Florestan y su amiga fué tan triste, que todos tuvieron piedad de las angustias y dolores de la dueña, a la que en vano pretendía consolar el caballero prometiéndole una pronta vuelta.

XIX. La hermosa Briolanja

Después de separarse de Galaor, anduvieron Amadís y Agrájes, casi sin descansar hasta llegar al castillo de Gorín, que así se llamaba aquél en donde estaban la niña y Gronenesa. Cuando la dueña supo la llegada de Amadís, se puso muy contenta y salió a recibirlo, llevando de la mano a la hermosa niña.

Briolanja, era a esta sazón tan hermosa, que parecía una estrella luciente, Así ellos se quedaron maravillados, pues no tenía comparación lo que era al presente con lo que parecía cuando Amadís la vio.

—¿Qué os parece esta doncella? le preguntó Amadís a Agrájes.

—Me parece que si Dios tuvo gusto en hacerla hermosa, cumplió por entero su voluntad.

—Señor Amadís—dijo la Dueña—Briolanja os agradece mucho vuestra venida y lo que de ella se seguirá con la ayuda de Dios. Desarmaos y descansad.

Los llevaron a una cámara, donde dejaron sus armas, y cubiertos con ricos mantos tornaron a la sala donde los esperaban. En tanto que Amadís hablaba con Gronenesa, Briolanja lo miraba y le parecía el más hermoso caballero que había visto, y ciertamente lo era en aquel tiempo, que no pasaba de los veinte años y tenía el rostro manchado de las armas; mas considerando que bien empleadas en él aquellas manchas eran, y como con ellas tan limpia y clara su fama y honra hacía, mucho en su hermosura y apostura crecía, y a tal punto aquella vista complacía a la hermosa doncella, que sentía llenarse de amor y de gratitud su corazón.

Cinco días descansaron allí Amadís y Agrájes y al cabo de ellos partieron, llevando solamente Gronenesa y Briolanja dos doncellas y cinco hombres para que las sirviesen, y tres palafrenes del diestro, con muy ricas guarniciones; pero Briolanja no vestía más que de negro, hasta que su padre fuese vengado.

Apenas habían andado una legua, Briolanja pidió un don a Amadís y otro Agrájes y ellos se lo otorgaron sin saber lo que iba a pedir. Ella les dijo que por ninguna cosa que viesen salieran del camino sin su permiso, ni se ocupasen de otra afrenta, sino de la que tenían presente.

Mucho les pesó a ellos haberlo otorgado y gran vergüenza pasaron, porque en algunos lugares bien hubieran de menester su socorro, que con gran derecho se podría emplear y no lo hicieron. Así, iban avergonzados.

A los 12 días de camino entraron en tierras de Sobradisa; era ya noche cerrada y por una travesía caminaron tres leguas y llegaron a un pequeño castillo que pertenecía a una dueña, criada del padre de Gronenesa, que se llamaba Galumba y era muy vieja y muy discreta.

Fueron allí muy bien recibidos, les dieron de cenar y buenos lechos para que descansaran, y a la mañana siguiente, enterada la dueña de lo que sucedía, tomó tinta y pergamino, escribió una carta, la selló con el sello de Briolanja y llamando a una doncella, la instruyó en lo que debía hacer.

La doncella montó en su palafrén, llegó a la ciudad de Sobradisa y se encaminó al palacio del Rey Abiseos, el tío de Briolanja, que por codicia había matado a su hermano y usurpado el reino a su sobrina.

Como iba ricamente ataviada, llegaron varios caballeros para ayudarle apearse, y ella dijo que no descendería hasta que el rey se lo mandara. Tomaron entonces las riendas y la metieron en la sala donde estaba el Rey con muchos caballeros y él le rogó que descendiese del palafrén si le quería decir algo.

—Lo haré—dijo ella—si me prometéis que no recibiré ningún mal por nada que contra vos diga.

El le dio su palabra real y entonces ella se apeó y dijo:

—Señor, es preciso que reunáis a los mayores del Reino para que yo cumpla mi mandato.

El Rey les mandó llamar, y cuando estuvieron reunidos la doncella dijo:

—Rey, Briolanja, a la que tienes desheredada, te envía esa carta, mándala leer ante todos y dame la respuesta.

Sintió gran vergüenza el Rey al oir nombrar a su sobrina, pero mandó leer la carta la cual decía que creyesen lo que la doncella que iba de su parte expondría.

—Decid lo que os mandaron y seréis creída—dijo el Rey.

—Señor Rey—dijo ella—vos matasteis al padre de Briolanja y la tenéis desheredada; pero habéis dicho muchas veces que vos y vuestros hijos defenderéis con las armas lo que hicisteis de derecho. Briolanja os manda a decir que ella os traerá aquí tres caballeros, que por su razón entrarán en batalla y os harán conocer la gran deslealtad que vuestra soberbia cometió.

Cuando Darasion, hijo mayor, oyó esto, se levantó muy sañudo y respondió:

—Doncella, si esos caballeros por tal razón quieren combatir, yo prometo batalla por mí, por mi hermano y por mi padre.

—Pues dad salvo conducto y seguridad a esos caballeros.

El Rey así lo prometió y la doncella volvió a dar cuenta de su misión.

—Señor—dijo Briolanja a Amadís—ahora en vuestras manos está mi suerte.

Amadís, que tenía el corazón lleno de virtud y dulzura, tuvo piedad de ella.

—Mi buena señora—le dijo—tengo confianza en Dios de que mañana, antes de la noche, vuestra gran tristeza se torne en claridad y alegría.

Briolanja se le humilló tanto que le quiso besar los pies; pero él con mucha vergüenza se alejó, y Agrájes le tomó la mano y le ayudó a levantarse.

Descansaron allí aquella noche, y Briolanja, que habló mucho con Amadís, estuvo muchas veces a punto de requerirlo en matrimonio; pero temiendo que las lágrimas que a veces había sorprendido en sus ojos, y no eran ciertamente por debilidad, obedecieran a una pasión, hacia otra, que lo traía sojuzgado y afligido, refrenó su impulso.

A la mañana siguiente, se armaron con todas las armas Amadís y Agrájes, llevando solo el rostro y las manos sin ellas, y continuaron su camino hasta llegar a Sobradisa, a cuyas puertas encontraron al rey Abiseos y sus hijos, con gran compañía de gente.

Amadís llevaba de la rienda el palafrén en que iba Briolanja, y el pueblo todo se amotinaba por verla, teniéndola por su legítima y natural señora.

Cuando le vieron el rostro lleno de lágrimas vuelto hacia ellos y mirándolos con amor, prorrumpieron en bendiciones.

Abiseos, fuera de sí, comenzó a increpar a sus vasallos y Amadís le dijo:

—Bien veo, Abiseos, que te pesa la venida de Briolanja por la gran traición que hiciste al matar a su padre, tu señor natural; pero si en tí tanta virtud y conocimiento hubiese que quisieras reparar tu gran maldad, devolviéndole lo suyo y pidiendo a Dios perdón en tu pecado, yo no tendría por qué incomodarte.

Darasion, se adelantó con ira a responder, antes que su padre:

—Caballero loco, no sigas hablando porque no me podré reprimir para castigarte.

—Pues si quieres sostener la traición de tu padre—dijo Agrájes, ármate y ven a batalla.

—Así lo haré y mandaré tu lengua sin tu cuerpo a casa del rey Lisuarte.

Se armaron él y su hermano y salieron a combatir contra Amadís y Agrájes. El Rey dijo:

—Yo creía que erais tres, pero veo que le ha faltado corazón al otro para combatir conmigo.

—Por eso no lo dejéis—respondió Amadís, que nosotros supliremos al otro.

Abiseos, oído esto, salió también al palenque, y con sus dos hijos atacó a Amadís y Agrájes. Tan cruenta fué la batalla, que en trance de muerte se veían todos los caballeros, y Briolanja, no pudiendo resistir aquel espectáculo, se desmayó en su palafrén.

Al fin la espada de Amadís atravesó al hijo mayor de Abiseos, mientras Agrájes cortaba la cabeza al otro.

El Rey al ver muertos a los dos hijos, que mucho amaba, arremetió contra Amadís y le dio tan fuerte golpe en la cabeza que lo aturdió; pero éste le dio con la espada un golpe en el brazo, con que a su hermano había matado, que se lo cortó en redondo junto al hombro.

—Abiseos—le dijo—mira como la traición que te puso en gran placer y alteza te conduce ahora a la muerte, y a lo profundo del infierno.

Abiseos cayó en las angustias de la muerte y todos sus vasallos acudieron muy alegres a besar las manos de Briolanja.

Esta se dirigió con Amadís y su compañía al Palacio Real, donde todos acudieron a jurar obediencia a su Reina.

Pero Amadís y Agrájes estaban tan mal heridos que sus vidas peligraban. Agrájes tenía una herida en la garganta, que le obligaba a guardar silencio y Amadís tuvo que permanecer'también en el lecho, asistido por la hermosa Reina, que más que a sí misma lo amaba, y no se separaba de él más que para dormir.

Apenas convalecientes, llegaron D. Florestan y Galaor. Amadís abrazó a sus dos hermanos, muy satisfecho de la bondad y hermosura de D. Florestan, el cual se hincó ante él de hinojos, besándole las manos.

Cuando la hermosa Briolanja vio en su casa a los cuatro caballeros, después de haber estado tanto tiempo encerrada en un solo castillo, donde casi por piedad la tenían, y ahora en posesión de sus honores y de su reino, pensó que todo aquello, junto con su propia persona, debía dar como ofrenda a Amadís, y así noblemente le propuso que sin más tardanza fuese dueño de ella y de cuanto poseía.

Pero Amadís le dio a conocer las muchas lágrimas que había derramado por su señora Oriana, las angustias y dolores que por ella sufría y la gran lealtad que le;consagraba. Procurando hábilmente inclinar la voluntad de la reina hacia su hermano, tan parecido a él, con el cual le daba algo de sí mismo para que fuera dichosa, como más tarde sucedió ().

XX. La ínsula Firme

Nunca se alejaba de la memoria de Amadís el recuerdo de su señora Oriana y de su gran hermosura, que le atormentaba el corazón, haciéndole derramar abundantes lágrimas, y no pudiendo sufrir más, pidió licencia a la hermosa reina para volver con sus compañeros a la Corte del rey Lisuarte.

Caminaron varios días a la ventura y hallaron una ermita, a cuya puerta vieron una hermosa doncella que les preguntó a dónde iban.

—Doncella—respondió Amadís—vamos a casa del rey Lisuarte y si os place ir allá os acompañaremos.

—Mucho os lo agradezco—dijo ella—yo voy a otra parte; pero como os he visto armados como caballeros que buscan aventuras, he acordado esperar por si alguno de vosotros quiere ir a la ínsula Firme y ver las extrañas maravillas que allí suceden, porque yo soy hija del Gobernador de esa insula.

—¡Por Dios!—exclamó Amadís—que ya hace tiempo que deseaba hacer ese viaje, y no se me presentó ocasión.

—Buen señor—dijo la doncella—no os pese el haber tardado, porque muchos tuvieron ese deseo y cuando lo pusieron en práctica no salieron de allí tan alegres como entraron.

—¿Y rodearíamos mucho para ir allí?

—Unas dos jornadas.

Agrájes se volvió a sus compañeros y les dijo:

—No sé lo que vosotros pensaréis, pero yo quiero ir a esa Ínsula y ver las maravillas que están reservadas al hombre que jamás haya hecho traición a la mujer que ama.

—Iremos todos—respondieron ellos.

—Yo he andado por muchas tierras y nada semejante he oído decir—añadió D. Florestan.

—A mí me habló de eso un caballero joven al que mucho amo—dijo Amadís—el rey Arbán de Norgales, que estuvo allí cuatro días y que nada pudo llevar a cabo.

—Yo desearía—dijo D. Florestan—que esta señora nos contase, mientras caminamos, las maravillas de la ínsula.

—Lo haré de muy buen grado—dijo ella—. Habéis de saber, que en tiempos antiguos hubo en Grecia un rey, casado con la hermana del emperador de Constantinopla, el cual tenía un hijo llamado Apolidon, de sutil ingenio, muy versado en la ciencia y en las artes.

El rey, su padre, que era muy rico en dinero y pobre de vida, por su gran vejez, ordenó que a su muerte quedara Apolidon con el reino, por ser el mayor, y al otro le diesen sus grandes tesoros y sus libros, que eran muchos y mucho valían.

No quedó el hijo menor contento con esto y comenzó a llorar, diciendo que su padre lo había desheredado.

Entonces Apolidon, viendo la cuita de su padre y la poquedad de su hermano, dijo que él tomaría los tesoros y los libros y que quedase el reino para su hermano, con lo cual el rey, su padre, muy consolado, le dio su bendición.

Apolidon, tomó los grandes tesoros y los libros, hizo aparejar ciertas naves, así de buenos caballeros escogidos como de bastimentos y de armas, y con ellas se metió en el mar sin saber a dónde la fortuna lo guiaba.

Esta, en premio de su nobleza, lo llevó hasta Roma, donde a la sazón era emperador Siudan, del cual fué muy bien recibido, y allí permaneció largo tiempo, consiguiendo gran honra y fama por sus hechos de armas.

Grimanesa, la hermana del emperador, seducida por su gran bondad se enamoró de él, no quedando Apolidon menos prendado de su gran hermosura; y no viendo los dos manera de realizar sus amores, salió Grimanesa del palacio y embarcó en la flota de Apolidon, que navegando llegó a la ínsula Firme, en donde dominaba un bravo gigante.

Apolidon, sin saber qué tierra era aquella, mandó sacar una tienda y un rico estrado para que su señora descansase; pero el gigante que lo vio, vino contra ellos armado, y Apolidon combatió con él y lo mató, quedando señor de la ínsula.

Allí permanecieron 10 años Grimanesa y Apolidon, gozando su amor y su felicidad. Al cabo de este tiempo murió sin sucesión el emperador de Grecia, y sus súbditos, conociendo la gran virtud de Apolidon, fueron a ofrecerle la corona.

Mucho dudó Apolidon, que tan feliz era en la ínsula, y conocía los disgustos y cuidados que cuestan los grandes señoríos; mas como nadie está contento ni harto de gloria y poder, acabó por aceptar, pero antes de irse quiso dejar memoria imperecedera en la ínsula.

Entonces hizo un arco a la entrada de la ínsula y cuatro habitaciones, en las que nadie podía entrar sin pasar por debajo del arco. Encima de éste, puso una estatua de hombre hecha en cobre, la cual tenía una trompa en la boca, como si fuese atañer. Dentro de una habitación de aquéllas, puso dos figuras, representándolo a él y a su amiga, de tal manera que parecían vivos y las caras y la estatura eran idénticas a las suyas; al lado de ellas colocó una piedra de jaspe muy clara.

Luego mandó poner un poste de hierro, a un tiro de ballesta de la entrada del arco, con un letrero donde se leía:

«De aquí para adelante no pasará ningún hombre ni ninguna mujer, si hubiesen faltado a su primer amor, porque la estatua del arco tocará la trompeta con son tan espantoso y saldrán de ella tal humo y llamas que los dejará como muertos; pero si los que aquí viniesen, fueran dignos de acabar la aventura, por su gran lealtad, entrarán sin ningún obstáculo y la estatua hará oir un son tan dulce y sabroso que encantará a los que lo escuchen, y éstos verán nuestras imágenes y su nombre escrito en el jaspe, sin saber quién los ha escrito».

Tomó de la mano a su amiga y la hizo entrar debajo del arco, y la imagen produjo una suave música. El le mostró sus imágenes y sus nombres sobre el jaspe.

Entonces sintió Grimanesa el deseo, de que vieran la maravilla sus doncellas, pero la imagen produjo un son tan espantoso, con tal humo y llamas de fuego que quedaron sin sentido y fueron lanzadas fuera del arco. Lo mismo le sucedió a los caballeros.

Fueron después Apolidon y Grimanesa a la cámara donde tanto tiempo durmieron y él le dijo señalándole dos postes, uno de piedra y otro de cobre:

—En esta estancia no pueden entrar, hombre que no me sobrepase a mí en valor ni mujer que no os aventaje a vos en hermosura.

Mandó poner este letrero en el poste de cobre:

«De aquí pasarán los caballeros, hasta donde a cada uno le consienta su valor».

Y en el puntal de piedra:

«De aquí no pasará sino el caballero que sobrepase a Apolidon».

Hizo con su sabiduría tal encantamiento, que en doce pasos alrededor nadie podía acercarse a la cámara. Mandó que hubiese un gobernador que rigiese la isla y guardase las rentas para el caballero que tuviese la fortuna de entrar en la cámara, el cual sería dueño de la ínsula, y dispuso que al os que desfalleciesen en el arco de los enamorados, los echasen fuera y a los que lo pasasen los sirvieran.

En cuanto a los caballeros que la cámara probasen y no pudiesen pasar el portón de cobre, ordenó que dejasen allí sus armas, a los que pasasen que no les quitaran más que las espadas, a los que llegasen al poste de mármol sólo los escudos y a los que lo pasasen, pero no pudieran entrar, solamente las espadas.

Y a las doncellas y dueñas que no les quitasen nada, pero que pusieran sus nombres en la puerta del castillo, señalando el lugar a que cada una había llegado.

—Cuando esta isla tenga señor—añadió—se deshará el encanto para los caballeros, pero continuará para las mujeres, hasta que venga aquella que por su gran belleza dé fin a la aventura y se albergue en la cámara con el caballero que gane el señorío.

Después de esto, Apolidon y Grimanesa partieron a Grecia, donde fueron emperadores y tuvieron hijos que los sucedieron en su Imperio.

Conversando de estas maravillas y ardiendo en deseos de verlas, anduvieron dos días, al cabo de los cuales llegaron a un prado donde estaban recreándose muchas personas y entre ellas un caballero, ricamente vestido.

—Buenos señores—les dijo la doncella—aquel que veis allí es mi padre.

El caballero vino a recibirlos muy cortésmente, los llevó a una tienda, donde pudieron desarmarse y cenaron y descansaron aquella noche.

Al día siguiente se dirigieron con el Gobernador a la ínsula, que tenía cinco leguas de ancha y siete de larga. Llegados a ella, vieron un gran palacio, con las puertas abiertas, en el que había muchos escudos, puestos de varias maneras. Un ciento de ellos estaban arrimados a unos poyos y sobre ellos diez más altos y dos sobre todos, de los cuales uno sobresalía un poco más arriba del otro.

Amadís preguntó qué significaba aquello, y le digeron que los escudos que estaban en el suelo pertenecían a los caballeros que no llegaron al portón de cobre. Los diez que llegaron estaban más altos. De los otros dos, uno pasó del cobre y no llegó al mármol y el otro logró llegar, pero no pudo pasar de allí.

Amadís, examinó los escudos y conoció el de Arcalaus, que tenía el campo negro y un león negro «con las uñas blancas y la boca bermeja. Conoció también el del rey Abies de Irlanda y el de su hermano D. Guadragante y se sintió muy desanimado al "ver que no habían conseguido su objeto tan buenos caballeros.

Agrájes, descendió de su caballo y dijo:

—Amor, si os he sido leal, acordaos de mí.

Pasó el mareo y llegó bajo el arco. La imagen comenzó a dar un son tan dulce, que Agrájes y todos los que lo escucharon sentían gran deleite. Así llegó al palacio donde estaban las estatuas de Apolidón y Errimanesa, que le parecieron personas vivas. En el jaspe había tres nombres escritos y leyó:

«Esta aventura acabó Madanil, hijo del Duque de Borgoña».

El otro decía:

«Este es el nombre de D. Bruneo de Bonamor, hijo de Vallados, el Marqués de Troque».

En el último se veía:

«Este es Agrájes, hijo de Languínes, rey de Escocia.»

Amadís, propuso a sus hermanos que ellos también entraran, y él probaría a hacerle compañía a su primo Agrájes.

Se apeó de su caballo, se encomendó mentalmente a su señora, y apenas penetró bajo el arco, comenzó una música aún más deliciosa, y la trompeta echaba flores muy hermosas y perfumadas, que caían como una nube espesa sobre el campo. Nunca habían visto nada semejante.

Don Galaor y Florestan, viendo que tardaban, acordaron ir a ver la cámara defendida, pero apenas se acercaron a ella, sintieron que los herían por todas partes con lanzas y espadas, de un modo tan doloroso que ningún hombre las podía sufrir; a pesar de eso llegaron al portón de mármol, pero allí cayeron sin sentido y no pudieron seguir adelante.

Entre tanto, Amadís veía con Agrájes las dos imágenes y su nombre escrito en el jaspe:

«Este es Amadís de Gaula, el leal enamorado, hijo del rey Perion de Gaula».

En este momento oyeron al enano que gritaba:

—¡Señor Amadís, socorred a vuestros hermanos que son muertos!

Acudieron Amadís y Agrájes y los encontraron tan mal trechos como habían quedado. Agrájes, sin hacer caso del ejemplo, probó a entrar y cayó al suelo aturdido como los otros.

Amadís, se encomendó a Oriana y a su vez pasó delante; pero al llegar al mármol sintió que lo herían por todas partes y voces que decían:

—Si a este caballero vencéis, ya no habrá quien pueda entrar aquí.

El siguió adelante, cegado y molido de golpes, hasta llegar a la puerta de la cámara, donde oyó una voz que le decía:

—Bien venido el caballero que con su gran valor ha terminado con este encantamiento.

Una mano grande y dura, como de hombre viejo, tiró de él y lo metió dentro de la cámara.

Los del castillo que oyeron la voz misteriosa y comenzaron a gritar:

—¡Ta tenemos el señor que tanto hemos deseado!

Todos se alegraron mucho y el Gobernador entregó inmediatamente el mando a Amadís, comenzándose a celebrar fiestas en su honor.

XXI. El enojo de Oriana

Estando en esta gran alegría vieron venir un paje llamado Durin, perteneciente a la corte del rey Lisuarte.

En cuanto lo divisó Amadís pensó que viniera de parte de su señora Oriana. Se quedó a solas con él y le preguntó qué nuevas traía.

—Señor—respondió—yo dejo la Corte igual que cuando vos estabais allí; pero vengo a buscaros por mandato de mi señora Oriana.

Tomó Amadís la carta que el paje le presentaba, y pensando que nada sabía de sus amores quiso disimular, pero su sobresalto fué grande al ver el papel cerrado con su propio sello y leer estas palabras:

«Yo soy la doncella herida de punta de lanza en el corazón y vos sois quien me ha herido.»

Conforme iba leyendo la misiva Amadís, derramaba lágrimas sin poderse contener, y sus suspiros eran tan tristes y profundos, que parecía que el corazón se le deshacía en ellos.

La misiva decía así:


Carta que la señora Oriana manda
a su amante Amadís

«Mi rabiosa queja, acompañada de sobrada razón, da lugar a que la débil mano declare lo que el triste corazón encubrir no puede contra vos, el falso y des» leal caballero Amadís de Gaula; pues ya es conocida la deslealtad y poca firmeza que contra mí, la más desdichada y menguada de ventura de todas las mujeres del mundo, habéis mostrado, mudando vuestro querer de mí, que más que a nada del mundo os amaba, y en venganza quiero dejaros de amar desde este momento. ¡Ay, qué mal empleé mi corazón, que en pago de mis anhelos y mi pasión burlada y rechazada me veo! Pero ya que vuestro engaño está descubierto, no aparezcáis en ninguna parte donde yo esté. Id a engañar a otra desventurada, que yo sola plañiré con mis lágrimas mi desastrada aventura y con ella daré fin a mi existencia.»


Al acabar estas palabras Amadís quedó desmayado y como muerto. Durin, espantado, no se atrevía a llamar por temor de que se descubriera su secreto.

Recobróse Amadís, al fin, y metiendo la carta en el seno, dijo a Durin:

—¿Te mandaron que me dijeses alguna otra cosa?

—No, señor.

—Pues llevarás mi contestación.

—Me han prohibido que la lleve.

—¿Has visto a Mabilia y a tu hermana la doncella de Dinamarca?

—No supieron que venía porque mi señora me mandó que de ellas me encubriese.

—¡Ay! ¡Válgame Santa María!—exclamó Amadís—. Ahora veo que mi desventura no tiene remedio.

Fué a un arroyo que salía de unas piedras, se lavó el rostro y los ojos, y dijo a Durin que le dijese a Gandalin que viniese.

Cuando vino el escudero, Amadís estaba como muerto, y cuando recobró el conocimiento, mandó que llamasen a Isanjo, el gobernador de la Isla, y le hizo jurar como caballero, que hasta el día siguiente no diría a sus hermanos nada de lo que viera.

Luego se abrazó a Gandalin llorando desconsoladamente, y cuando pudo hablar exclamó:

—Mi buen amigo Gandalin, tú y yo fuimos criados con una misma leche y jamás estuve en peligro del que no tuvieses parte. Tu padre, me sacó del mar, tan poca cosa como acabado de nacer, y en tu casa me criaron como buen padre y madre al hijo bien amado. Cuando yo pensaba que con algo podría llegar a recompensar tu gran merecimiento, me ocurre esta gran desventura, más cruel que la propia muerte. Me voy a ir solo tal vez para siempre, y mando a Isanjo y a los otros, que por el homenaje que me han prestado, te reconozcan por señor, y que este señorío lo gocen tu padre y tu madre mientras vivan y después te quede libre. También ordeno a Isanjo que con las rentas que tiene guardadas edifique en este lugar un monasterio en honra de la Virgen Santa María, donde puedan vivir 30 frailes y les dé renta para sostenerse.

—Señor—dijo Gandalin—¡amás habéis tenido cuitas de las que yo no participase, ni ahora dejará de ser así. Si vos morís yo no quiero vivir, y no necesito entonces honra ni señorío. Dad esto a alguno de vuestros hermanos, que yo no lo tomaré ni lo necesito.

—No digas esa locura. Si quieres ser caballero toma mis propias armas, y que te haga mi hermano Galaor, al que mucho amo. Encárgale que cuide de mi enano y dile a éste que lo sirva.

Dicho esto, y prohibiéndoles que lo siguieran, metió espuelas al caballo, sin tomar el yelmo, el escudo, ni la lanza, y se metió en lo más espeso de la montaña a voluntad del animal. Así anduvo hasta más de la media noche, que el caballo topó con un arroyuelo de agua que de una fuente salía y con su sed se puso a beber en ella dé manera, que las ramas de los árboles dieron a Amadís en el rostro y le hicieron recuperar el sentido. Miró a una y otra parte, y como no vio más que espesos matorrales, sintió gran placer, pensando que no lo encontrarían. Ató el caballo a un árbol y se sentó sobre la hierba verde para entregarse a su duelo, pero tanto había llorado, que tenía la cabeza desvanecida, así es que se adormeció.

Gandalin, entretanto, a pesar de la prohibición, tomó las armas de Amadís, y acompañado de Durin, se lanzó en pos de su señor, dejándose guiar por el instinto de sus caballos. El que montaba Amadís relinchó al sentirlos cerca, y de esa manera encontraron a Amadís, que dormía sobre la hierba. Sin despertarlo pusieron a los caballos a pacer y se sentaron entre la espesura.

No tardó mucho en recordarse Amadís, que comenzó a lamentarse.

—¡Ay fortuna, cosa liviana y sin raíz! ¿por qué me levantaste más alto que a los otros caballeros para hacerme así descender? Todos los deleites y placeres que me diste me los has robado con crueldad, dándome una amargura superior a la muerte. ¿Qué haré yo triste y sin ventura, sin la voluntad de mi señora? ¡Ten piedad de mí y quítame la vida!

Dicho esto volvió a desmayarse, y al cabo de un rato continuó:

—¡Oh, mi señora Oriana! Vos me habéis dado la muerte, yo os obedezco, pero obedeciéndoos no puedo vivir y lo que más siento de mi muerte es el dolor, que al saber mi inocencia tendréis.

Luego añadió:

—¡Oh, rey Perion de Gaula, mi padre y señor; qué poca razón tenéis vos, no sabiendo la causa de mi muerte, de doleos de ella! Yo la tomo como consuelo o remedio de mis penas y si supierais mi dolor no me culparíais. Y tú, bueno y leal caballero, mi amo Gandáles, que tanto por mí has hecho y mi desventura no me deja recompensártelo.

Y así mismo habló del rey Arbán de Norgales, de sus hermanos y sus amigos, sin olvidar a Mabilia y a la doncella de Dinamarca, dando muy grandes gemidos.

Gandalin y Durin, que lo oían, hacían gran duelo; pero no osaban presentarse.

Estando así pasó por el camino cercano a ellos un caballero cantando y oyeron que decía:

—Amor, amor, mucho tengo que agradeceros por el bien que de vos me viene. Me habéis puesto sobre los otros caballeros, pues me hiciste amar a la muy hermosa reina Sardamira, y ahora, para mayor bienaventuranza, me hacéis amar a la hija del mejor rey del mundo, y ésta es aquella hermosa Oriana, que en el mundo no tiene par. Dadme esfuerzo para servirla.

Gandalin dijo a Durin:

—Quédate aquí que voy a ver lo que Amadís quiere hacer.

Vio que éste estaba de pie y buscando su caballo.

—¿Quién está ahí?—exclamó al sentir a Gandalin.

—Señor, soy Gandalin que os trae vuestro caballo.

—¿Y quién te mandó venir contra mi prohibición? Dame el caballo y vete por tu camino.

—Dejaos de eso y decidme si habéis oído las locuras que dijo un caballero que está ahí cerca.

—Bien lo oí y por eso quiero mi caballo para irme.

—¡Cómo!—exclamó Gandalin—¿No hacéis nada contra ese caballero?

—¿Qué tengo yo que hacer?

—Combatir con él y que conozca su locura.

—No—dijo Amadís—no tengo seso, ni corazón, ni esfuerzo. Todo lo he perdido cuando perdí la gracia de mi señora, que de ella y no de mí me venía todo.

—Mucho me pesa ver que desfallecéis así—dijo Gandalin—y más estando ahí Durin, que ha oído vuestros lamentos y lo que el caballero dijo.

—¡Cómo! ¿Está ahí Durin?

—Hemos venido juntos para que pueda contar cuanto pase a quien lo envió.

Al oir esto sintió Amadís renacer su esfuerzo.

—Dame mis armas y caballo—dijo.

Amadís cabalgó y fué al encuentro del desconocido, que reposaba debajo de un árbol.

—Vos, caballero que estáis holgando—dijo Amadís—conviene que os levantéis y que veamos cómo sabéis mantener el amor de que tanto loáis.

—¿Quién sois vos?—preguntó el caballero levantándose—. Ahora veréis cómo mantengo amor si conmigo osáis combatir, que yo os castigaré a vos y a todos los que estáis desamparados de amor.

—Desamparado de amor soy yo—respondió Amadís.—Mal galardón me ha dado mi señora sin merecerlo, por los grandes servicios que le hice. Ahora venid a mantener su razón y veamos si ganó más en vos que perdió en mi.

Al decir esto, se ensañaba Amadís viendo como contra toda razón su señora lo había dejado.

El caballero cabalgó, tomó sus armas, y dijo:

—Vos, caballero, desesperado de amor y despreciador de todo bien, sabed que si amor os desamparó, tuvo razón, que un tal como vos no era para acompañarle y servirle, y viendo que no servíais os apartó de sí. Idos, no estéis más aquí, que me da rabia sólo el veros y despreciaría cualquier arma que en vos emplease.

Se quiso ir, pero Amadís lo detuvo.

—Caballero—dijo Amadís—vos no queréis defender el amor más que con palabras para luego escapar con cobardía.

—¡Cómo!—respondió él—te dejaba porque te desprecio, y crees que es por miedo. Te buscas tu propio daño.

Entonces corrieron los caballos el uno contra el otro, se dieron con las lanzas en los escudos, que se falsearon, y se detuvieron en los arneses, que eran muy fuertes, y el caballero enamorado dio en tierra. Pero se levantó sin soltar las riendas y cabalgó valiente y ligero.

—Si no mantiene mejor la espada que la lanza el amor—dijo Amadís—no merecéis el galardón que os ha dado.

El caballero no respondió, pero fuese contra él muy sañudo, desenvainando la espada.

El combate fué duro y terrible, pero al fin, uno de los soberbios tajos de Amadís alcanzó al cuello del caballo, el cual cayó muerto al suelo y el caballero cayó tan violentamente, que quedó privado de conocimiento.

Cuando se recobró un poco, Amadís le dijo:

—Caballero, cuando en vos ganó amor, y vos en él, sea vuestro y suyo, que yo me quiero ir.

Luego fué a donde estaba Durin.

—Amigo—le dijo—mi desamparo no tiene par, ni mi cuita y soledad se pueden sufrir y me conviene morir. Vete y saluda mucho a Mabilia, mi buena prima y a tu hermana, la doncella de Dinamarca, y diles que se duelan de mí que voy a morir con la mayor sin razón que ha muerto caballero en el mundo.

Mientras esto decía, lloraba amargamente, y Durin también lloraba y no podía responder.

Luego Amadís dijo a Gandalin:

—Si quieres venir conmigo no me estorbes en ninguna cosa que yo haga o diga, sino vete desde aquí.

El respondió que así lo haría y se fué en pos suyo.

XXII. Beltenebros

Como Amadís se marchó tan secretamente de la ínsula Firme, sus hermanos D. Galaor y D. Florestan y su primo Agrájes, no supieron nada de lo que sucedía hasta que a la mañana siguiente Graujo les dio el recado de Amadís, encareciendo cuánto les rogaba que no lo siguieran y que no se afligieran por su muerte.

—¡Ay, Santa María nos valga!—dijeron ellos—que va a morir el mejor caballero del mundo, y es menester ir a buscarlo, pues si no le podemos dar consuelo, será nuestra muerte en compañía de la suya.

Granjo, le dijo a D. Galaor, que Amadís había encargado que no desamparase al enano y que armase caballero a Gandalin. Entonces Galaor tomó en sus brazos al enano, que se daba con la cabeza en la pared de desesperación, y le dijo:

—Ardián, vente conmigo, como ha dispuesto tu señor, y lo que sea de mí será de tí.

—Señor—respondió el enano—yo os seguiré, mas no como a señor, hasta que no sepa lo que es de Amadís.

Cabalgaron y siguiendo por el sendero por donde había ido Amadís, encontraron un caballero herido, un caballo muerto y varios escuderos que preparaban una camilla con ramas de árboles.

Los escuderos les dijeron que su señor había combatido con un caballero que venía en la dirección de la ínsula Firme, el cual de un solo golpe, le había matado el caballo y lo había puesto en el estado en que estaba.

—Buenos escuderos—dijo D. Galaor—¿Habéis visto hacia dónde se fué el caballero?

—No—dijeron ellos, pero antes de llegar a este lugar, vimos ir por la selva a un caballero armado, llorando y maldiciendo su ventura, y a un escudero en pos suyo, que le llevaba las armas. El escudo tenía dos leones cárdenos en campo de oro, y el escudero también iba llorando.

—Él es—exclamaron y Be dirigieron presurosos a la selva, pero vieron muchos senderos, sin poder conocer cuál sería él suyo.

Entonces decidieron ir cada uno por camino distinto y reunirse el día de San Juan en casa del rey Lisuarte, por si no lo habían encontrado tomar allí un acuerdo. Se abrazaron llorando y marchó cada uno por su lado.

Entre tanto Amadís, después de herir a Pantín, que así se llamaba el caballero enamorado de Oriana, anduvo errante por la selva todo el día y toda la noche, hasta que al caer la tarde del segundo día, se encontró a orillas de un rio, en un lugar desierto. Se apeó y bebió agua, mientras Gandalin cuidaba de los caballos. Gandalin lo vio tan desmayado, que más bien parecía muerto que vivo, pero no osó decirle nada y se acostó al lado suyo.

Amadís, volvió en sí a la hora en que el sol estaba próximo a desaparecer, y levantándose le dio con el pie a Gandalin y dijo:

—¿Duermes o qué haces?

—No duermo—respondió é!—. Pienso dos cosas que os interesan y que os diré si me queréis oir.

—Vé y ensilla los caballos, que no quiero que me encuentren los que me buscan.

—Señor—dijo Gandalin—vuestro caballo está tan cansado que si no le dais algún reposo no os podrá llevar.

Amadís, dijo llorando:

—Haz lo que quieras, que ni en reposo ni caminando puedo tener descanso.

Gandalin, cuidó de los caballos, y volviendo donde su amo estaba, le rogó que comiese un pedazo de una empanada que traía; pero él no quiso probarla.

—¿Señor, queréis que os diga lo que pensaba?

—Di lo que quieras, pues yo no deseo vivir más que lo suficiente para tener confesión.

—Pues de todos modos os ruego que me oigáis. He pensado mucho en esa carta que Oriana os envió y en las palabras del caballero con quien habéis combatido; y como la firmeza de las mujeres suele ser liviana, temo que Oriana os haya engañado y quiso antes de que lo supierais fingir enojo. Pero la otra, cosa que pienso es que siendo ella tan leal, no obraría así, si no le hubieran dicho algo de vos, y vuestro deber está en aclarar lo que pueda ser.

—Por Dios, cállate—dijo Amadís—y jamás pienses en que Oriana, mi señora, erró en cosa ninguna, y si yo muero es con razón, no porque yo lo merezca, sino porque así cumplo su voluntad, y si yo no supiera que todo lo que me has dicho es por consolarme te cortaría la cabeza; pero sabe que me has causado gran enojo y de aquí en adelante no oses volver a decirme nada.

Y apartándose de él, se fué a pasear solo por la orilla del río.

Gandalin, que hacía dos días y una noche que no descansaba, se durmió profundamente. Cuando Amadís volvió y lo vio que tan sosegadamente dormía, fué a ensillar su caballo, escondió la silla y el freno del caballo de Gandalin, entre unas espesas matas, para que no pudiese ir en pos suyo; y tomando sus armas, se metió por lo más espeso de la montaña, muy enfadado por lo que Gandalin le había dicho.

Así anduvo toda la noche y todo el día siguiente, hasta la hora de vísperas, que se encontró en una gran vega al pie de una alta montaña. Vio dos árboles altos que estaban al lado de una fuente y se dirigió allí para darle agua a su caballo.

Cuando llegó a la fuente, vio a un ermitaño, vestido con un hábito muy pobre de lana de cabras y la cabeza y la barba blancas, que daba de beber a un asno. Amadís lo saludó y le preguntó si era de misa, y el buen hombre le dijo, qué hacía cuarenta años que lo era.

—Gracias a Dios—dijo Amadís—. Os ruego que os detengáis aquí esta noche y me oigáis en penitencia, que mucho lo he de menester.

—En el nombre de Dios—dijo el ermitaño.

Amadís se apeó, puso las armas en tierra, desensilló el caballo y lo dejó pacer por la hierba, y quitándose la armadura, se puso de hinojos ante el buen hombre y comenzó a besarle los pies.

El ermitaño lo tomó por la mano, y alzándolo, le hizo sentarse a su lado y vio que era el más hermoso caballero que en su vida había encontrado; pero viéndole tan descolorido y con las mejillas y el pecho bañados en lágrimas, tuvo gran lástima de él y le dijo:

—Caballero, me parece que sufrís una gran cuita si es por algún pecado que habéis cometido y esas lágrimas son de arrepentimiento; en buen hora habéis nacido; pero si padecéis por alguna cosa temporal, que según vuestra edad y hermosura no deben seros muy ajenas, acordaos de Dios y pedidle merced.

Alzó la mano, lo bendijo, y añadió:

—Ahora decid todos los pecados de que os acordéis.

Amadís lo hizo así, y el ermitaño le dijo:

—Según vuestro entendimiento' y el linaje tan alto de donde procedéis, no os debéis matar ni perder por ninguna cosa que os acontezca, y mucho menos por causa de mujeres, que tan ligeramente se ganan y se pierden, pues el hombre no debe amar a quien no le ame.

—Buen señor—dijo Amadís—he llegado a tal punto que viviré muy poco, y os ruego, por aquel Señor poderoso, cuya fe mantenéis, que me llevéis con vos este poco tiempo, para tener los consejos que necesita mi alma; y como las armas y el caballo no me hacen ya falta, las dejaré aquí y me iré con vos a pie, haciendo la penitencia que me mandéis. Si no lo hacéis así, andaré perdido por la montaña sin hallar quien me remedie.

El buen hombre comenzó a llorar al oirlo y le dijo:

—Yo moro en un lugar muy esquivo y trabajoso de vivir, que es una ermita, metida en el mar más de siete leguas, en una peña muy alta, y es tan estrecha y tan escarpada la peña, que ningún navío puede llegar a ella como no sea en verano; allí habito yo hace treinta años, manteniéndome de las limosnas que los de la costa me dan.

—Todo eso—dijo Amadís—es de mi agrado y me place pasar con vos la poca vida que me queda; os ruego, por amor suyo, que me llevéis en vuestra compañía.

El ermitaño le dio la bendición, luego dijo vísperas, y sacando de una alforja pan y pescado, le ordenó a Amadís que comiese. Guando fué hora de dormir, el buen hombre se echó sobre su manto y Amadís a sus pies; pero en toda la noche no hizo más que revolverse y dar grandes suspiros, hasta que ya cansado y vencido por el sueño, se adormeció.

Al día siguiente se pusieron ambos en camino y Amadís le rogó que no le dijese a nadie quién era ni lo llamase por su nombre.

El ermitaño le respondió:

—Yo os pondré un nombre que esté de acuerdo con vuestra persona y con la angustia que padecéis; puesto que sois joven y hermoso y vuestra vida está llena de amarguras y tinieblas, os llamaré Beltenebros.

Hablando de esto y de otras cosas, llegaron al mar cuando era de noche cerrada y hallaron allí una barca para conducir al buen hombre a su ermita. Beltenebros, dio su caballo a los marineros y ellos le dieron un traje de gruesa lana parda.

Beltenebros, le preguntó al ermitaño cómo se llamaba su morada.

—Se llama la Peña Pobre—respondió él—porque allí no puede morar ninguno sino con gran pobreza. Mi nombre es Andalod; fui clérigo bastante entendido, y pasé mi juventud en muchas vanidades; pero Dios, con su gran bondad, me hizo pensar en que los que lo sirven tienen grandes dificultades tratando con las gentes, porque su flaqueza se inclina más a lo malo que a lo bueno; y por eso acordé retirarme a aste lugar tan solo, de donde no he salido hace treinta años, hasta ahora que fui al entierro de una hermana mía.

De esta manera quedó encerrado Amadís con el nombre de Beltenebros, en aquella Peña Pobre, olvidado de su gloria y consumiendo los días en lloros y suspiros.

Entre tanto el pobre Gandalin, cuando despertó y se encontró solo, comenzó a dar voces llorando y buscando por las espesas matas, hasta que convencido de que no estaba Amadís, quiso ir en pos suyo; pero no halló la silla ni el freno de su caballo. Entonces comenzó a maldecir su suerte y el día en que naciera; andando de un lado para otro, hasta que los encontró en una mata muy espesa. Cabalgó y anduvo cinco días, albergándose en yermos y en poblados, preguntando en todas partes por su señor, hasta que al sexto día llegó a la fuente donde Amadís dejó sus armas, y halló al lado de ella una tienda armada, donde había dos doncellas. Gandalin les preguntó si habían visto a un caballero que llevaba un escudo de oro con dos leones cárdenos.

—No vimos tal caballero—respondieron ellas—pero hemos encontrado el escudo de que habláis.

—¡Ay, Santa María me valga! Muerto es mi señor, 2 El mejor caballero del mundo!—exclamó Gandalin, y se dejó caer al suelo como muerto.

Las doncellas dieron voces, diciendo:

—¡Santa María, que se ha muerto este escudero!

Y acudieron a socorrerlo, echándole agua en el rostro. Cuando lo vieron más calmado, le refirieron como habían encontrado las armas y el escudo de Amadís, al lado de la fuente, cuando iban en compañía de don Guilán el Cuidador, que había buscado al caballero durante tres días por aquellos alrededores, y no hallándolo, se había ido a llevar las armas a la corte del Rey Lisuarte, hacia donde ellas se dirigían, e invitaron a Gandalin a que las acompañase.

—Yo—dijo él—seguiré buscando a mi señor; pues de él dependen mi vida o mi muerte.

Y despidiéndose de las doncellas, continuó su camino.

XXIII. Las lágrimas de Oriana

Durin, asombrado del daño que la carta de Oriana le había causado a Amadís, emprendió su viaje de regreso, deseando referirle a su dueña lo sucedido por si ella podía encontrar algún remedio; y tanto anduvo, que en diez días llegó a Londres y se presentó en el palacio de la reina. Cuando Oriana lo vio, el corazón le saltaba del pecho de tal modo que tuvo que retirarse a su habitación y acostarse.

Mandó a la doncella de Dinamarca que llevase a su hermano Durin a su presencia, y cuando se vio a solas con él, le dijo:

—Amigo, dime a dónde has encontrado a Amadís, qué hizo cuando le diste mi carta y si has visto a la reina Briolanja; cuentámelo todo sin olvidar nada.

—Señora—dijo Durin—yo os lo diré todo, aunque no es poco lo que tengo que contar, porque he visto muchas cosas maravillosas y extrañas. Cuando llegué a Sobradisa vi a Briolanja, que es tan hermosa, tan apuesta y de tal donaire, que, aparte de vos, creo que no hay en el mundo una mujer tan hermosa como ella; pero Amadís y sus hermanos habían ya partido. Siguiendo yo su rastro, supe que habían ido a la ínsula Firme para probar las extrañas aventuras que allí suceden; y en el momento que yo llegué, entraba Amadís bajo el arco de los leales amadores, donde no puede entrar nadie que haya engañado a la primera mujer que amó.

—¡Cómo!—exclamó Oriana—¿Ha sido tan osado que ha emprendido tal aventura, sabiendo que no podía acabarla?

—Sí, por cierto—respondió Durin, y la llevó á cabo con mayor éxito que nadie, porque se hicieron en su recibimiento las señales que hasta entonces nunca se habían hecho.

El paje le contó como don Galaor, Florestan y Agrájes no pudieron acabar la aventura y quedaron como muertos, y cómo la acabó Amadís, ganando el señorío de aquella ínsula, que era la más hermosa del mundo.

Oriana, alzó las manos al cielo llena de alegría y comenzó a pedirle a Dios que la llevase pronto a aquella isla; pero a Durin se le llenaron los ojos de lágrimas y le dijo:

—Desgraciadamente, señora, vuestra crueldad ha puesto fin a tanta dicha. ¡Maldita sea la hora en que habéis escrito aquella carta!, y ¡maldita sea la muerte que no me mató antes que yo la llevara!

Entonces le contó lo que Amadís dijo e hizo cuando le entregó la carta, como salió de la ínsula Firme, como lo hallaron él y Gandalin, desmayado al lada de la fuente, el dolorido llanto que allí derramó, el duelo con Patin y como se marchó, diciendo a Gandalin que no estorbase su muerte.

Cuando Oriana oyó esto, sintió tal pena que cayó sin sentido, y cuando lo recobró, gracias a los cuidados de Mabilia y de la doncella de Dinamarca, comenzó a lamentarse.

—¡Ay desdichada de mí, que mátela cosa que más amaba en el mundo! ¡Ay mi señor! ¡Yo moriré por vos, aunque vuestra muerte sea mal vengada con la mía, que vos, mi señor, siendo leal, no quedaréis satisfecho con que la desleal y mal aventurada muera!

Esto decía ella con tanto dolor y angustia como si el corazón se le despedazase. Sus amigas la consolaron y le hicieron escribir una carta con palabras muy humildes y ruegos muy tiernos, para que Amadís, dejando todas las cosas, fuese a buscarla a su castillo de Miraflores, donde su gran yerro sería enmendado.

La doncella de Dinamarca fué la encargada de ir a buscar a Amadís para entregársela.

Como Durin había dicho que Amadís en su llanto nombraba mucho a su amo don Gandáles, creyeron que estaría allí y acordaron que la doncella llevase regalos a la reina de Escocia y le diese nuevas de su hija Mabilia. Oriana, habló con la reina, su madre, para demandar su permiso, y ésta lo encontró muy bien. Juzgúese la desesperación de Oriana al ver regresar a la doncella después de su largo viaje, diciendo que Gandáles, no sabía nada de Amadís, desde que de allí partiera.

La llegada de D. Guilán, trayendo el escudo de Amadís, causó gran alarma al que el Rey dijo:

—Por Dios, D. Guilán, decidnos lo que de Amadís sabéis.

—Señor—dijo él—nada sé, ni nada he oído; pero os contaré, delante de la Reina, si os place, cómo encontré el escudo.

El Rey, lo llevó en su compañía, a presencia de la Reina, y Guilán, hincándose de rodillas ante ella, le dijo llorando:

—Señora, yo hallé en una que llaman la Fuente de la Vega todas las armas de Amadís, y aunque recorrí buscándolo toda la comarca, tuve la desgracia de no hallar noticias suyas. Pero sabiendo yo el valor de este caballero y que su deseo era estar a vuestro servicio hasta la muerte, decidí que ya que no podía traerlo a él, sus armas os diesen testimonio de lo que a vos y a él estoy yo obligado, Ponedlas en lugar donde todos las vean y así los que de todas partes del mundo vienen a vuestra corte, tal vez puedan dar noticias de su dueño.

—Mucho me pesa—dijo la Reina—la pérdida de tal hombre, que tanta falta hará en el mundo, y os agradezco mucho lo que habéis hecho; y mucho agradeceré a todos los que llevan armas, que trabajen en buscar a aquel que tanto honró la orden de caballería y defendió a dueñas y a doncellas.

Mucha pena tuvieron el Rey y toda la Corte creyendo muerto a Amadís; pero sobre todo Oriana, que no pudiendo contenerse, se fué a su cámara, donde deshecha en llanto, maldijo su suerte, por haber sido causa de tanto mal.

En esto llegó a la Corte del Rey Lisuarte, con gran acompañamiento, Corisanda, que fué muy bien recibida, por saber que era dueña de alta guisa, y la aposentaron en el palacio.

La Reina le preguntó a Corisanda la razón de su visita.

—Mi señora—dijo ésta—voy por el mundo buscando a mi amado D. Florestan y he pensado que el Rey Lisuarte me podría dar razón.

—Así es en efecto—repuso la Reina.

Le refirió entonces cuanto se sabía de la pérdida de Amadís y de como lo buscaban sus hermanos y Agráj es.

Al oir esto Corisanda, comenzó a llorar amargamente.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué será de D. Florestan? El amaba tanto a su hermano, que si no lo encuentra, será también perdido para mí.

Oriana, que al lado de su madre estaba, sintió una gran simpatía por la dueña, al saber que amaba a un hermano de Amadís y sufría por su causa, y se la llevó consigo a sus habitaciones.

Hablando de muchas cosas, Corisanda les contó a ella y a Mabilia, como en su peregrinación, en busca de D. Florestan, había estado en la Peña Pobre, donde encontrándose enferma le dieron hospitalidad, y que allí vivía con el ermitaño un caballero, que hacía penitencia, el cual les enseñó a sus doncellas una canción diciéndoles que la había compuesto Amadís de Gaula, en momentos de gran tribulación.

—Mi buena amiga y señora, mucho os agradecería que mandaseis cantar esa canción a vuestras doncellas, por ser cosa de mi primo—dijo Mabilia.

Vinieron las doncellas y cantaron al son de sus instrumentos, tan dulcemente, que daba alegría oírlas:


«Pues se me niega Vitoria
Do justo me era debida,
Allí de muere la gloria
Es gloria morir la vida.
Y con esta muerte mía
Morirán todos mis daños,
Mi esperanza é mi porfía,
El amor y sus engaños.
Mas quedará en mi memoria
Lástima nunca perdida,
Que por me matar la gloria,
Me mataron gloria é vida».


Oriana, al escuchar estas palabras, comprendió la gran razón de la queja de Amadís, y le entró tan gran congoja, que se tuvo que retirar.

Mabilia, dijo a Gorisanda:

—Amiga, ya veis que Oriana está enferma y por estar con nosotras, más de lo que debía, se ha puesto peor. Voy a ir a cuidarla; pero os ruego que me digáis qué hombre es ese que está en la Peña Pobre.

Ella le dijo que había oído que le llamaban Beltenebros, y que nunca había visto un hombre tan apuesto, a pesar de estar enfermo, flaco y cubierto de harapos.

Mabilia, pensó que aquel era Amadís, y fué a buscar a Oriana.

—Señora—le dijo—ese caballero de la Peña Pobre debe ser Amadís.

—¡Oh, Señor del mundo!—exclamó Oriana—Ojalá sea cierto, y tú, mi buena amiga, aconséjame qué debo hacer; pues en tal estado estoy, que no tengo fuerzas para nada.

—Lo primero que hay que hacer es enviar a la doncella de Dinamarca de nuevo en su busca, llevando vuestra carta.

XXIV. En la Peña Pobre

La doncella de Dinamarca se puso inmediatamente en camino, y después de mucho andar, llegó una mañana al despuntar el alba a la Peña Pobre y preguntó por el ermitaño diciendo que deseaba oir la misa.

Estaba a la sazón Beltenebros a orillas de la fuente, bajo los árboles, y tenía ya la salud tan acabada, que no esperaba vivir quince días. Del mucho llorar y su gran debilidad, tenía el rostro tan descarnado, que no había persona que lo pudiese conocer.

Vio venir la nave que conducía a la doncella, escuchó la demanda que ésta hacía a los pescadores, y como no quería ver a nadie, se dirigió a la ermita y dijo al ermitaño:

—Me parece que viene gente deseosa de oir misa.

El ermitaño se aprestó a celebrar y Beltenebros se postró de rodillas ante el altar, pidiendo a Dios que tuviese piedad de su alma.

La doncella, Durin y Enil, oyeron la misa, y al acabar ésta, Be quitaron los antifaces.

En este punto, volvió Beltenebros la cabeza y al ver a la doncella, su emoción fué tanta, que cayó al suelo como muerto.

El ermitaño pensó que había llegado su fin y dijo:

—¡Señor Poderoso! ¿Por qué no has tenido piedad de este hombre, que tanto podía hacer en tu servicio?

Le caían las lágrimas por sus blancas barbas y rogó que le ayudasen a llevar a su cama al moribundo.

La doncella, que desde el primer momento tuvo la sospecha de que fuese Amadís el enfermo, se acercó al lecho y tuvo la certeza de no haberse engañado.

—¡Ay, Santa María!—exclamó—¿Qué es lo que veo? ¡Sois vos, señor!

Cayó de rodillas al lado de la cama, besándole las manos.

—Señor—añadió—tened piedad de la que a tal extremo os ha conducido, porque ella también sufre una existencia más amarga que la propia muerte; y tomad esta carta que os envía.

El tomó la carta, y después de besarla muchas veces, se la puso sobre el corazón, exclamando:

—¡Oh atribulado corazón, que tanto tiempo y con tanta angustia has derramado lágrimas, y que en el momento en que ibas a morir, recibes la única medicina que salvarte podía. Toma fuerza para servir a la señora que te hace la merced de librarte de la muerte!

Luego, abrió la carta y comenzó a leer:


Carta de Oriana a Amadís

«Si los grandes errores que por enemistad se cometen son dignos de ser perdonados, ¿cómo no lo serán aquéllos que por exceso de amor se causaron? No por esto niego yo, mi verdadero amigo, que merezco mucha pena; pues debía confiar en la discreción y honradez del que nunca engañó. Así, pues, mi leal amigo, os mego que recibáis esta carta, como de persona culpable que con humildad su error conoce, y que tengáis de mí piedad».


Leída la misiva, la alegría de Beltenebros fué tan excesiva que volvió a desmayarse y le corrían las lágrimas por las mejillas sin sentirlas.

Cuando volvió en sí se aprestó a partir del lugar donde tanto había padecido; pero antes se despidió del ermitaño, rogándole que se encargara del monasterio que al pie de la peña de la ínsula Firme quería fundar.

El camino tuvieron que hacerlo con gran lentitud, a pequeñas jornadas, a causa de la gran debilidad de Amadís.

La doncella le refería los llantos y las penas de Oriana, y cómo ni ella ni Mabilia habían sabido nada de la carta que le envió.

Beltenebros, a su vez, les refería sus amarguras y su martirio en la Peña Pobre, donde había visto a las doncellas de Corisanda, que lo sorprendieron cantando la canción que en su tristeza había improvisado.

Al cabo de diez días llegaron a un convento de monjas que estaba situado cerca de una hermosa ciudad, y decidieron que Amadís, ya muy mejorado, se quedaría con Enil, sobrino de su amo Gandáles, esperando las órdenes de su señora; y la doncella siguió su camino, para avisarle a Oriana. Antes de partir le dio a Beltenebros dinero para que pudiera comprarse armas, caballo y vestido, a fin de presentarse de un modo conveniente.

Entre tanto, D. Galaor, Florestan y Agrájes, después de haber buscado en vano, por todas partes a Amadís, y llegada la fecha en que habían acordado reunirse, fueron al lugar convenido, que era una ermita situada a media legua de Londres, donde se hallaba el rey Lisuarte.

El primero en llegar fué D. Galaor, luego Agrájes y al poco rato D. Florestan con Gandalin. Se abrazaron todos con gran placer; pero al ver la inutilidad de sus esfuerzos, rompieron a llorar amargamente, creyendo perdido para siempre a su querido Amadís.

Gandalin se esforzaba en animarlos, y que en vez de llorar redoblasen los esfuerzos para encontrar a su señor. Así lo acordaron todos, proponiéndose llegar a la Corte, y si allí no encontraban ninguna noticia, buscarlo por todas partes del mundo, por tierras y mares, hasta saber si era muerto o vivo.

El Rey los recibió con gran alegría y muchos agasajos, y se apresuró a preguntarles si tenían nuevas de Amadís. Cuando se supo lo inútil de sus gestiones, hubo gran duelo en toda la Corte, creyendo ya perdido a Amadís.

Oriana no pudo disimular su dolor y cayó desmayada al contemplar a D. Florestan, que tanto se parecía a su amado.

En cuanto tuvo ocasión de hablar a solas con Gandalin, le dijo con voz entrecortada por los sollozos:

—¡Oh, Gandalin! ¡No dejes de hacer lo que debes, y Dios te colmará de ventura!

—Señora—respondió él llorando—, ¿qué me mandáis que haga?

—Que me mates—dijo ella—, porque yo maté a tu señor injustamente y tú debes vengar su muerte como él hubiera vengado la tuya.

En esto se quedó desmayada, como si el alma le hubiese salido del cuerpo, y Mabilia acudió a echarle agua en el rostro, con lo que le hizo recobrar el sentido.

—¡Por Dios, Gandalin!—dijo suspirando y retorciéndose las manos—. ¡No tardes en cumplir tu deber!

—Dios me libre de cometer semejante deslealtad—dijo el escudero—. Porque vos sois la cosa que más ama mi señor en el mundo; tanto, que si murierais no viviría él ni una sola hora. Yo estoy seguro de que Amadís no ha muerto y vos debéis conservar vuestra vida para recompensarlo del gran mal que le habéis hecho.

Las palabras del escudero convencieron a Oriana.

—Mi buen amigo—le dijo—, mañana me voy a Miraflores y allí esperaré la muerte o la vida. No dejes de ir a verme para aliviar la tristeza que devora mi corazón.

Aquella noche pidió licencia Oriana al Rey y a la Reina para irse a Miraflores, y al día siguiente partió con Mabilia y con otras dueñas y doncellas.

A la vista del castillo, que le había regalado el Rey, situado en un lugar tan apacible, rodeado de rosas, de toda clase de flores y de fuentes y arroyuelos de agua corriente, sintió un gran consuelo, confiando en que Dios haría que regresara Amadís.

Enseguida mandó a decir a Adalasta, la abadesa del monasterio que ella había fundado, que le enviase las llaves del castillo y de unos postigos por donde se salía a una hermosa huerta. Le dio las llaves a los porteros que su padre había enviado, y les mandó que todas las noches, después de cerrarlo todo bien, le diesen las llaves a la abadesa.

Escogió su habitación en una rica cámara que daba a un pequeño patio con tres árboles que lo cubrían todo, impidiendo penetrar el sol.

Cuando Oriana se vio en tan bello lugar, alzó las manos al cielo, exclamando:

—¡Ay, Amadís! Aquí es donde deseo tenerte conmigo, y si no lo logro no saldré jamás de este retiro hasta que muera. Socórreme, amigo mío, por el amor que me profesas.

Al otro día llegó Gandalin, y Oriana le ordenó al portero:

—Abran al buen escudero que con nosotros se ha criado y es hermano de leche de Amadís, a quien Dios guarde de todo mal.

—Dios os oiga—replicó el portero—, que sería gran pérdida y gran daño para el mundo que se perdiese un caballero tan bueno y virtuoso.

Cuando el portero salió, Oriana dijo a Mabilia:

—Amiga, ¿no ves cómo es Amadís amado y estimado de todo el mundo, hasta de los hombres más simples?

—Bien lo veo—respondió Mabilia.

—¿Pues qué debo hacer yo, a quien él tanto amaba y que he sido causa de su muerte? Maldita fué la hora en que nací, que por mi locura y mis celos le hice tanto daño.

Mucho trabajo les costó a Mabilia y a Gandalin hacer que se serenase y tuviese confianza en la vuelta de Amadís.

Gandalin se llevó las llaves del castillo y las trajo al día siguiente, juntas con las nuevas que había mandado hacer. Mabilia se las entregó a Oriana, diciendo:

—Estas llaves abrirán para tí y para Amadís la puerta de la felicidad.

XXV. La canción de Leonoreta

Estando de sobremesa el rey Lisuarte, en ocasión de que D. Galaor, D. Florestan y Agrájes, se iban a despedir de él y de la Reina, para ir a acompañar a Corisanda, entró por la puerta del palacio un caballero extraño, armado de todas armas y seguido de dos escuderos. Traía una carta en la mano, con cinco sellos, e hincándose de rodillas se la entregó al Rey, diciéndole:

—Haced leer esa carta y después os diré a lo que vengo.

El Rey la leyó y viendo que era de identidad, le respondió:

—Ta podéis decir lo que os plazca.

—Rey—dijo el caballero—yo te desafío a tí y a todos tus vasallos y amigos, de parte de Famongomadan, jayán del Lago Ferviente; y de Cartada, que es su sobrino, el jayán de la Montaña Defendida; y de Madanfabul, su cuñado, el jayán de la Torre Bermeja; y de D. Cuadragante, hermano del rey Abies de Irlanda; y de Arcalaus el encantador; que te envían a decir que hallarás la muerte a sus manos, lo mismo que todos aquellos que se llamen tuyos; y te hacen saber que irán en ayuda del rey Cildadan, en la batalla a que éste te tiene retado; pero que si quieres dar tu hija Oriana a Madasima, la hermosa hija de Famongomadan para que le sirva de doncella, no te desafiarán ni serán tus enemigos, y que casarán a Oriana con Básagante, su hermano, que es señor, en el que estará bien empleada tu corona. Ahora, Rey, mira lo que más te convenga.

El Rey le respondió riendo, para demostrar lo poco que le importaba todo aquello.

—Caballero, mejor es la guerra peligrosa que la paz sin honra. Mala cuenta podría yo dar a Dios, que tan alto me puso, si por falta de corazón a tanta mengua y envilecimiento descendiese. Id y decidles que mejor quiero guerrear toda mi vida con ellos y después morir, que otorgar la paz que me demandan. Decidme dónde los encontraré.

—En el Lago Ferviente, en la isla llamada Mongaza.

—¿Y vos, como os llamáis?

—Yo soy Landin, hijo de una hermana de don Cuadragante, que con él he venido de Irlanda para vengar la muerte del Rey Abies, pasándonos mucho de no haber podido encontrar al que lo mató.

Cuando oyó D. Florestan, que de su hermano Amadís se hablaba, le dijo:

—Caballero, yo no soy de esta tierra ni vasallo del Rey, y por eso nada puedo decir acerca de las cuestiones que con él tengáis; pero como habéis dicho que andáis buscando a Amadís y no lo encontráis, creo que no es eso un perjuicio para vos; y si conmigo, que soy su hermano D. Florestan, queréis combatir, estoy pronto, con la condición de que dejéis esta demanda si yo os venciera y lo mismo si me matáis, porque igual sentimiento que tenéis vos por el rey Abies, y mucho más grande lo tendrá Añadís por mi muerte.

Landin le hizo presente que siendo embajador de los gigantes no podía tomar ningún otro empeño, pero que acabada su misión, aceptaría el reto.

El Rey mandó a un criado suyo que acompañase a Landin y desafiara a los que le desafiaban a él.

Cuando hubieron partido, el Rey continuó hablando con sus amigos y queriendo demostrar lo poco que aquéllo le preocupaba, mandó llamar a Leonoreta su hija menor, para que viniera a danzar con todas BUS doncellas, niñas como ella.

Para más complacer a los hermanos de Amadís, el Rey dijo a la niña que cantase una canción que Amadís le había hecho y la niña y las doncellas comenzaron a cantar los villancicos que había compuesto Amadís un día que estando con la Reina Brisena, Oriana, Mabilia y Olinda, le digeron a la infanta Leonoreta que le pidiese a Amadís que fuese su caballero y la sirviera y no mirara a ninguna otra. La niña lo hizo así, entre las risas de todas y Amadís, tomándola en sus brazos, la sentó en el estrado y le dijo:

—Si queréis que sea vuestro caballero, dadme alguna joya en prenda.

Ella se quitó de la cabeza una diadema de oro, con piedras finas y se la entregó.

Entonces Amadís le compuso la canción, que la niña y sus doncellitas solían decir con tanta gracia, que el Rey se deleitaba oyéndolas.

Las doncellitas de la infanta eran doce, todas hijas de duques, condes y grandes señores y estaban encantadoras, vestidas ricamente, con guirnaldas en la cabeza. Leonoreta era muy hermosa, aunque no tanto como Oriana, que no tenía par en el mundo.

La canción decía así:


Lonoreta sin roseta
Blanca sobre toda flor
Sin roseta no me meta
En tal cuita vuestro amor.


Sin ventura yo en locura
Me metí,
En vos amor es locura
Que me dura,
Sin me poder apartar;
Oh hermosa sin par,
Que me da pena é dulzor.
Sin roseta no me meta
En tal cuita vuestro amor.


De todas las que yo veo
No deseo
Servir otra sino a vos;
Bien veo que mi deseo
Es devaneo,
Do no me puedo partir,
Pues que no puedo huir
De ser vuestro servidor.
No me meta sin roseta
En tal cuita vuestro amor.


Aunque mi queja parece
Referirse a vos, Sefiora,
Otra es la vencedora,
Otra es la matadora
Que mi vida desfallece;
Aquesta tiene el poder
De me hacer toda guerra;
Aquesta puede hacer,
Sin yo gelo merecer,
Que muerto viva so tierra ().


Cuando acabaron la canción fueron a hincarse de rodillas ante el rey y luego se retiraron.

Entonces el rey les dijo a D. Galaor, D. Florestan y Agrájes:

—Amigos, en el mundo no hay nadie en quien yo tenga más confianza que en vosotros. El plazo de mi batalla es en la primera semana de Agosto y ya habéis oído la gente que tengo contra mí. Por eso os ruego que no os encarguéis de otras afrentas y demandas, que yo fío en Dios que con vuestra ayuda venceré.

Ellos se lo prometieron y partieron acompañando a Corisanda.

Cuando Oriana supo lo sucedido comenzó de nuevo a lamentar la ausencia de Amadís, para que no pudiese auxiliar a su padre en aquel peligroso trance.

Afortunadamente llegó a esta sazón la Doncella de Dinamarca, que cambió su desesperación en alegría, con el relato de todo lo que con Amadís había sucedido, y le dijo como éste quedaba esperando sus órdenes. Entonces convinieron en enviar a Durin para que condujese a Amadís a Miraflores con el mayor secreto, y le diese noticias de todo cuanto en la corte sucedía.

XXVI. La batalla de los gigantes

Se había equipado Beltenebros convenientemente para presentarse a su señora. Había mandado hacer unas armas con campo verde y leones de oro pequeñitos, todos los que en ellas cupiesen, con sus sobreseñales; compró un buen caballo, una espada y la mejor loriga que pudo hallar.

En cuanto supo que Oriana lo esperaba en Miraflores, se apresuró a ponerse en camino. Cuando Durín le contó las pretensiones de Pamongomadan respecto de Oriana, sintió tal ira, que le temblaban las carnes y juró que no tomaría ninguna otra empresa hasta que vengase la ofensa que hacían a su señora.

Al segundo día de camino vio venir un caballero, tan grande y membrudo que parecía un gigante, jinete en un caballo bayo, y detrás dos escuderos que le llevaban las armas. Cuando estuvo cerca el gigante le gritó:

—D. Caballero, no paséis adelante hasta que sepáis lo que quiero.

Beltenebros se paró y miró el escudo del caballero, que tenía tres flores de oro en campo indio y entonces conoció que era D. Guadragante, por el que había visto en la ínsula. Firme, alzado sobre todos los otros como el que más honra había ganado en la prueba de la cámara prohibida.

—¿Qué deseáis?—respondió Beltenebros.

—Que me digáis vuestro nombre y si sois de casa del rey Lisuarte, pues tengo jurado matar a todos los caballeros suyos que halle.

—A mí me llaman Beltenebros—respondió él—y seguramente no me conoceréis, pues mi nombre es poco célebre. Me han dicho que buscáis a Amadís de Gaula y que tenéis la suerte de no hallarlo.

—¡Cómo!—dijo D. Guadragante—. ¿Y te atreves a decirme tal cosa? Sabe que ha llegado la hora de tu muerte.

Se acometieron entonces bravamente y lucharon largo rato de manera que daba espanto verlos. El ruido de sus espadas era tanto como si combatiesen diez caballeros. Después de matarse los caballos, seguían luchando y, a veces, se trababan a brazo partido para derribarse. Más de dos horas duró la terrible lucha, hasta que un golpe de Beltenebros hizo caer en tierra a su adversario, el cual quedó inmóvil.

Llegóse a él Beltenebros y le quitó el yelmo para ver si estaba muerto. El aire hizo recobrar el sentido a D. Guadragante y entonces su adversario le puso la punta de la espada en el rostro y le dijo:

—Encomienda tu alma, que muerto eres.

—¡Ay Beltenebros!—exclamó él—. Os ruego por amor de Dios que me dejéis vivir.

—En ese caso otórgate por vencido y haz lo que yo te mande.

D. Guadragante lo ofreció así y Beltenebros dijo:

—Os mando que vayáis inmediatamente a la corte del rey Lisuarte y estéis allí hasta que regrese Amadís, y entonces os pongáis a su servicio y le perdonéis la muerte de vuestro hermano el rey Abiés, pues que ellos se desafiaron y por su propia voluntad entraron en batalla: de manera que esa muerte no debe ser demandada; y también os mando que devolváis vuestro desafío al rey Lisuarte y todos los suyos y no toméis las armas más que para su servicio.

Todo lo otorgó D,Guadragante, aunque contra su voluntad, por el gran miedo que a la muerte tenía.

Continuó Beltenebros su camino, y al día siguiente llegó a un lugar desde donde se veía la ciudad de Londres y a su derecha el castillo de Mirafiores.

Al ver el lugar donde estaba su señora Oriana, Beltenebros sintió una gran alegría y no pensó más que en llegar lo antes posible; de modo que se apartó del camino para no tener que entretenerse con las doncellas y caballeros que estaban a la puerta de una lujosa tienda armada al lado del río.

Los caballeros, al verlo apartarse, corrieron tras él para invitarlo a justar con ellos.

—No me place justar ahora—dijo él.

—Yo creo—dijo uno—que tenéis miedo de perder el caballo.

—¿Por qué lo perdería?

—Porque yo os derribaría de él—le respondió.

—Entonces—respondió con cachaza Beltenebros—más vale que me vaya sin meterlo en esa aventura.

Y quiso continuar su camino.

—Parécenos caballero—dijo otro—que defendéis vuestras armas más con palabras que con hechos. Así las podrán colocar sobre vuestra sepultura, aunque viváis cien años.

Todos comenzaron a reir y a decir chistes y hacer burla del miedoso caballero, y él lo soportaba sin hacerles caso, atento a seguir su camino; hasta que salió de la tienda una doncella muy lujosa, montada en un palafrén y le dijo:

—Caballero, en aquella tienda está Leonoreta, hija del rey Lisuarte y ella y todas sus doncellas os ruegan que aceptéis la justa.

—¡Cómo—dijo Beltenebros—la hija del Rey es la que está aquí!

—Sí señor.

—Siento tener enemistad con sus caballeros, que de otra manera la querría servir, pero ya que lo manda justaré.

Tomó sus armas, entró en el campo y a la primer acometida derribó al caballero que salió a su encuentro, quebrándole tres costillas y una cadera, del lanzazo.

Iba a continuar su camino, cuando vio que venía otro caballero a la justa, gritándole que lo aguardase, Beltenebros se fué hacia él, lo derribó como al primero y lo mismo hizo con el tercero, el cuarto y todos los demás.

Acabada la justa, Beltenebros le envió a Leonoreta todos los caballos de los vencidos diciéndole que aconsejase a sus caballeros que fuesen más corteses con los que por el camino pasaban o que justasen mejor, que ya veían cómo había quien los podía obligar a ir a pie.

Todos se quedaron maravillados y uno dijo:

—Si Amadís estuviese vivo, diría que era él.

—Ciertamente que sólo Amadís podía hacer esto.

—¡Ojalá, fuera él y daríamos por bien empleada nuestra vergüenza!

Entre tanto Beltenebros llegó a orilla de una fuente y se apeó a beber agua y descansar un rato. Al cabo de una hora vio venir por el camino que él había traído una carreta tirada por doce palafrenes y guiada por dos enanos. Al aproximarse vio que iban en la carreta muchos caballeros encadenados y varias hermosas doncellas que lloraban a gritos. Delante de la carreta iba un espantoso gigante, montado en un caballo negro. El gigante dijo a los enanos:

—Procurad que no les suceda nada a esas niñas que necesito su sangre para hacer un sacrificio al dios que adoro.

Cuando esto oyó, Beltenebros recordó que Famangomadan tenía costumbre de degollar doncellas delante de su ídolo del Lago Ferviente y conoció que los caballeros que venían en la carreta eran los que habían justado con él poco antes, y las mujeres, Leonoreta y sus doncellas.

Sin tomarse tiempo de reflexionar montó a caballo y pidió a Enil sus armas.

—Dejad que pasen esos demonios, señor—dijo éste.

—No—repuso Beltenebros—, que yo me opondré a su infamia.

—Ved lo que hacéis, señor, y tened piedad de vos mismo. Mirad que si aquí se hallasen reunidos los veinte mejores caballeros del rey, no acometerían esa empresa.

—No te importe, que si dejara de hacer lo que debo, tendría vergüenza de presentarme ante los hombres honrados.

Enil le dio las armas llorando, y Beltenebros salió al encuentro del gigante, diciéndose:

—¡Oh, mi señora Oriana! Nunca he acometido ninguna gran empresa con mi esfuerzo, sino con el vuestro; ahora, mi buena señora, socorredme, porque bien lo necesito.

Con esto le pareció sentir tanto valor, que perdió todo el miedo y ordenó a los enanos que se detuviesen.

—Caballero sin ventura—exclamó el gigante—, ¿quién te ha dado osadía para ponerte delante de mí?

—El Señor a quien tú ofendes—respondió él—que me dará hoy esfuerzo para quebrantar tu soberbia.

—Pues ven y verás si alcanza su poder a defenderte de mí.

Beltenebros apretó la lanza bajo el brazo y a todo correr de su caballo se fué contra él y le metió la lanza por entre las piezas de la armadura, de modo que le pasó el vientre de parte a parte. Pero el gigante, antes de caer, disparó el venablo y dio al caballo de Beltenebros que cayó muerto. El joven se desembarazó de su caballo y echó mano a la espada, pero el gigante estaba herido de muerte y lo llevaba el caballo arrastrando. Sin embargo, al ver de pie a Beltenebros, aún tuvo fuerza para arrancarse la lanza y arrojársela con tal fuerza, que lo hubiera derribado si lo llegase a alcanzar. Con el esfuerzo que hizo se le salieron las tripas por la herida y comenzó a gritar:

—Socórreme, hijo Besagante, que me han muerto.

A estas voces llegó Besagante, a todo el correr de su caballo, y se lanzó contra Beltenebros para hacerle pedazos con la gran hacha de hierro que llevaba; pero el joven, con gran ligereza esquivó el golpe y al pasar bajo el caballo del gigante, le dio a éste una estocada que le cortó la mitad de la pierna. La lucha fué cruel y desesperada, hasta que al fin Beltenebros, logró desarmar al gigante y matarlo con sus propias armas.

A esta sazón, Pamongomadan, que se había quitado el yelmo y se ponía las manos en las heridas para detener la sangre, comenzó a maldecir y a blasfemar al ver muerto a su hijo.

Beltenebros se hincó de rodillas, dio gracias a Dios por la merced que le había hecho, y dijo al gigante:

—Pide perdón a Dios de todas tus maldades.

Pero él no hacía más que maldecir de Dios y de los santos. Entonces Beltenebros sacó el venablo del caballo y se lo metió por la boca, de modo que le pasó más de un palmo y lo clavó en el suelo.

Hecho esto se puso el yelmo de Basagante, para que no lo conocieran; cabalgó en el caballo de Famongomadan y se fué hacia la carreta, donde los caballeros, las doncellas y las niñas se le humillaron dándole gracias por el socorro que les había prestado, librándolas de aquellos jayanes que las habían sorprendido en su recreo.

El les quitó las cadenas a los caballeros y les pidió que cabalgasen en sus caballos, que allí trabados iban, y escoltasen los palafrenes de Leonoreta y BUS doncellas. Ordenó que pusieran en la carreta los cuerpos de los gigantes y los llevasen al rey Lisuarte, de parte de un caballero extraño, que se llamaba Beltenebros, y le digesen la razón que había tenido para matarlos.

Rogóles que dieran de su parte al Rey el caballo de Basagante, que era muy grande y hermoso, para que lo montase al entrar en la batalla con el rey Cildadan.

Todos lo obedecieron con mucho placer y Leonoreta, las niñas y las doncellas cogieron flores y se hicieron guirnaldas y se las pusieron en la cabeza. De este modo, riendo y cantando, entraron en Londres, donde la gente se maravillaba de verlos y bien pronto se extendió por todas partes la noticia de la hazaña de Beltenebros.

En cuanto se quedó solo Beltenebros, volvió a emprender el camino hacia Miraflores y llegó a la huerta donde lo esperaban Gandalin y Durin, que tomaron su caballo. Oriana, Mabilia y la Doncella de Dinamarca, estaban asomadas a la tapia, y con ayuda de los escuderos, y dándole ellas la mano, pudo subir el caballero hasta donde estaban, y estrechar a su señora entre sus brazos.

¿Quién será capaz de contar los amorosos abrazos, los dulces besos y las lágrimas que allí se mezclaron boca con boca?

Estuvieron largo tiempo abrazados, sin darse cuenta de sí mismos, hasta que Mabilia, como si de un pesado sueño los despertase, los condujo al castillo.

Allí aposentaron a Beltenebros en la cámara de Oriana, donde después de todas las cosas pasadas, se encontraba como en el mismo paraíso ().

XXVII. Los leales amadores

Un día Gandalin, que iba con frecuencia a visitar a los dos amantes y les llevaba nuevas de la corte, les contó que había llegado un escudero desconocido llevando una arqueta de jaspe en la que guardaba la más rara espada que nunca se ha visto; la vaina era de hueso, color verde esmeralda y tan transparente, que la hoja se veía dentro. Esta hoja era limpia y clara en la parte superior y bermeja en la otra, y tenía muy rica empuñadura de marfil y oro. Dentro de la arqueta iba también una diadema, la mitad de flores frescas y la otra de flores marchitas.

—Rey—había dicho el escudero.—Esta espada no la puede sacar de la vaina más que el caballero que con más intensidad ame en el mundo; y esta diadema tiene la virtud de que puesta en la cabeza de la dueña o doncella que más ame a su marido o a su amante, tornará las flores secas en verdes y hermosas; yo he jurado que no seré armado caballero más que por aquel que realice estas maravillas y hace años que recorro en vano el mundo.

—Y decidme—preguntó el Rey—¿cómo es que el vivo fuego que tiene la hoja de esa espada no quema su vaina?

—Os lo voy a decir. Consiste en que entre Tartaria y la India hay un mar tan caliente, que hierve el agua; es todo verde y en el se crían las mayores serpientes y los mayores cocodrilos que existen. Tienen alas, con las que vuelan y emponzoñan a las gentes, que huyen de ellos con terror; pero algunas veces, cuando hallan muertos estos animales a los que estiman mucho, porque son muy provechosos para medicinas, les sacan un hueso que va desde la cabeza hasta la cola, y es tan grueso, que sobre él se ha formado todo el cuerpo, tan verde como lo veis; y como están cazadas en aquel mar hirviente, ningún otro fuego los puede quemar. Las flores son de dos únicos árboles que hay en tierra de Tartaria, en un lugar tan peligroso que es muy difícil poderlas coger.

Encantando el Rey con estas maravillas, había determinado que se hiciera solemnemente la prueba en su corte, el día de Santiago.

Cuando oyó esto Amadís, dijo a Oriana:

—Mi señora, yo quisiera que fuéramos los dos a la prueba, seguro de que la hemos de ganar y de que así nuestros corazones quedarán siempre al abrigo de toda duda.

—¿Pero cómo podría yo hacer eso?

—Os llevaré tan encubierta que ni vuestros padres os podrán reconocer.

Llegado el día, vistieron a Oriana con un rico manto, taparon sus manos con guantes y su rostro con un antifaz.

—Nunca pensé, Señora—le dijo Amadís—, que me pudiera causar alegría el no conoceros.

Llegaron al palacio del Rey, donde éste, con todos sus caballeros, y la Reina, con todas sus dueñas y doncellas, esperaban la prueba.

El Rey recibió bien al caballero Beltenebros, sin reconocerlo y a Oriana le temblaban de miedo las carnes, al verse allí; después de haberse disculpado de asistir diciendo que estaba enferma.

El Rey tomó la espada que estaba en una mesa y sacó solo cuatro dedos fuera de la vaina.

—Rey—le dijo Macandon, que así se llamaba el escudero que la trajo.—Si en esta tierra no hay otro más enamorado que vos, me iré como he venido.

Luego probó Galaor y no sacó más que unos tres dedos; tras él, probaron Florestan, Galvánes, Grumedan y otros muchos, sin lograr resultado. Al fin llegó Agrájes, mirando a su Olinda con todo el inmenso amor que le tenía y tanto sacó de la hoja que solo le faltaba una cuarta, y el fuego de la espada le prendió en la ropa y le quemó una parte de ella, pero no logró acabar de sacarla.

Siguieron otros muchos sin resultado, hasta que llegó el turno a. Amadís. Tomó éste la espada, la sacó de la vaina y la hoja quedó toda clara y brillante.

Macandon se hincó de rodillas ante él diciendo:

—¡Oh, buen caballero, Dios te honre como tú has honrado a esta corte! Pídote que me des por tu mano la orden de caballería, que de nadie mejor puedo tenerla, después de haber aguardado tantos años.

—Buen amigo—dijo Beltenebros—veamos la prueba de la guirnalda y yo haré luego con vos lo que proceda.

Tomó a su señora de la mano y esperó.

Púsose la guirnalda la Reina, pero las flores no hicieron mudanza.

—Reina y señora—dijo Macandon—si el Rey vuestro señor, no ganó mucho con la espada, ya se lo habéis pagado.

Ella se volvió con gran vergüenza, sin decir nada.

Enseguida probó la hermosa Briolanja, Reina de Sobradisa, que allí había acudido, pero no consiguió nada tampoco. Llegaron cuatro infantas, hijas de reyes, sin resultado, hasta Olinda, en cuya cabeza reverdecieron algunas flores.

Más de cien dueñas y doncellas habían probado, cuando llegó Oriana, que había pasado gran miedo de que ganara la Reina Briolanja.

Apenas cayó la guirnalda sobre su cabeza, todas las flores secas se tornaron tan frescas y tan hermosas que no se diferenciaban de las otras.

—Yo os ruego que me deis vos la espada cuando me armen caballero—dijo Macandon.

—Ahora mismo—dijo Amadís—porque no puedo detenerme.

Maeandon se vistió unos hábitos blancos que consigo traía y Amadís le puso la espuela derecha, y Oriana le entregó la espada.

Todas las dueñas y doncellas reían del viejo escudero, y Aldeva dijo:

—¡Ay, Dios mío, que extraño doncel! Este será novel ya toda su vida.

—Dios lo haga—dijeron los otros—y lo mantenga tan hermoso como ahora está.

—Buenas señoras—respondió él—, lo mismo estoy ya de juventud que vosotras de cortesía y de vergüenza.

Al Rey le agradó la respuesta, pues no aprobaba las burlas de las damas.

Regresaba Amadís con Oriana a Miraflores, cuando al llegar a la Fuente de los tres Caños apareció un caballero que dijo:

—Caballero, Arcalaus os manda que llevéis esta doncella a su presencia, pues si no vendrá a buscarla y os cortará la cabeza.

—¿Dónde está?—Preguntó con calma Amadís.

El hombre le mostró dos caballeros armados que estaban debajo de un árbol.

—Pues decid a Arcalaus que yo soy un caballero extraño, que no lo conozco ni atiendo sus mandatos.

Cuando Arcalaus oyó esto, ordenó al otro caballero, que era su sobrino Sindoraque, que saliese a combatir.

A los pocos asaltos, el hierro de la lanza de Amadís le entró por el pecho a su enemigo y le salió por la espalda.

Arcalaus acudió a socorrer a su sobrino, pero Amadís le dio tal golpe que le hizo caer al suelo la lanza con la mitad de la mano. El echó a huir y Amadís mandó a Enil que llevase la cabeza de Sindoraque y la mano de Arcalaus al rey Lisuarte y le contase lo sucedido.

Mientras, ellos continuaron su camino, y volvieron a Miraflores, donde aún se detuvo tres días Amadís gozando sus amores.

Al cabo de este tiempo llegó el día señalado para la batalla del rey Lisuarte y sus caballeros contra el rey Cildadan.

Estaban todos muy preocupados, porque habían recibido unas cartas misteriosas de Urganda la Desconocida, que presagiaban grandes peligros.

Amadís no podía ya continuar en la molicie ha biendo necesidad de su espada; así es, que se despidió de su señora Oriana, y solamente con sus armas y caballo bajo el disfraz de Beltenebros, fué a reunirse con las huestes del Rey.

Galaor, Florestan y Agrájes, que tenían enemistad a Beltenebros, por como su fama eclipsaba ya la de Amadís, lo recibieron con enojo.

No se guarda memoria en el mundo de una batalla más reñida, más cruel y en la que más caballeros de una y otra parte muriesen.

Mandanfabul se fué derecho hacia el Rey Lisuarte, con tanta bravura, que los que estaban a su lado no lo pudieron defender. Le echó el brazo al pescuezo y tan fuerte le apretó, que perdió el Rey toda su fuerza y el gigante pudo arrancarlo de la silla y escapar con él en dirección a sus huestes.

Beltenebros que vio como se lo llevaban exclamó:

—¡Oh, Señor! No permitáis que sufra Oriana esta pena.

Espoleó el caballo, alcanzó al gigante y de un tajo le cortó el brazo con que sujetaba al Rey, el cual cayó al suelo, mientras el gigante huía como si lo llevasen los diablos.

La espada de Amadís le había cortado al Rey parte de la loriga, haciéndole una herida, de la que le salía mucha sangre.

Entonces comenzó Beltenebros a gritar:

—¡Gaula, Gaula, que yo soy Amadís!

Esto decía, hiriendo, derribando y matando a sus contrarios.

Aquello decidió la batalla. Los enemigos huían asustados, mientras que los del rey Lisuarte cobraban nuevos ánimos.

Cuando terminó el combate todos los caballeros, incluso Amadís, estaban heridos; el más grave era D. Galaor, al que dos doncellas, enviadas por Urganda, se encargaron de cuidar. El rey Cildadan había caído prisionero y mal herido.

Amadís fué colmado de honores y agasajos. El Rey envió a dar las buenas nuevas a la reina Brisena y a Oriana, que con mucho cuidado estaban.

Cuando llegaron los emisarios estaba Oriana con la hermosa reina Briolanja, que había ido a visitarla.

Briolanja, que había visto las angustias y lágrimas de Amadís, sospechó que, según su gran mérito, no debía entregar su corazón más que a tan extraordinaria hermosura. Entonces disculpó la conducta de Amadís.

Oriana, siempre un poco celosa, le preguntó cómo habiéndola protegido Amadís para recuperar su reino y siendo futuro rey de Gaula, no se casó con él.

—Amiga—respondió Briolanja—, me hubiera tenido por la más bienaventurada mujer del mundo si hubiera podido alcanzar ese bien; pero os confieso en secreto, rogando que como señora me lo guardéis, que yo se lo propuse, y me avergüenzo de recordarlo; porque él me dio a entender que ni a mí ni a otra alguna miraría. Aunque jamás le he oído hablar de ninguna mujer; creo que debe tener un gran amor ().

Oriana quedó con esto contenta y satisfecha, y Briolanja tuvo no menos alegría que ella al saber que el valeroso Beltenebros y Amadís de Gaula eran una, misma persona.

—¿Qué os parece, amiga—le preguntó a Oriana—, era él mismo aquel caballero que iba ya oscureciendo la fama de Amadís?

—Debíamos haberlo supuesto—respondió Oriana con malicia femenina—y cuando mi padre venga le preguntaremos por qué causa dejó su nombre y quién era aquella dama que lo acompañaba y en cuya cabeza revivieron las flores.

XXVIII. La gratitud real

Tenía el rey Lisuarte en la corte dos ancianos caballeros que habían servido a su antecesor el rey Falangris; el uno se llamaba Brocadan y el otro Gandandel; éste tenía dos hijos, que eran caballeros muy preciados antes de que llegasen a la Gran Bretaña Amadís y sus hermanos, a los cuales profesaba, por ese motivo, gran odio. Un día Gandandel dijo al Rey:

—Señor, es menester que me oigáis en secreto, porque no cumpliría con mi lealtad si no os dijera lo que debo:

Cuando estuvieron solos, el traidor, después de grandes protestas de lealtad, dijo:

—Ya sabéis, señor, como desde muy antiguo ha habido grandes discordias entre el reino de Gaula y la Gran Bretaña y no habréis olvidado que aquel reino debía estar sujeto a éste, rindiéndole vasallaje; Amadís no sólo es natural de allí, sino el señor principal y futuro monarca, y creo muy peligroso que él y los suyos se hayan metido en vuestra tierra.

—Esos caballeros me han servido, con tanta honra y provecho.—respondió el Rey—, que no puedo pensar mal de ellos.

—Señor—dijo el otro—, esa es la peor señal, porque siempre obra así todo el que pretende engañar.

A los pocos días vino Brocadan, a hacerle al Reylas mismas observaciones, y éste se dejó ganar por la perfidia de los dos consejeros y olvidó todos los servicios que le había hecho Amadís, como lo había librado de la muerte; y lo mucho que a todos los de su linaje debía, pues Galaor también le había salvado la vida.

Desde entonces, no sólo se enfrió el gran cariño que a Amadís y a sus parientes profesaba, sino que los aborreció de tal modo, que sólo deseaba que se marchasen de su reino.

Dejó de visitar a Amadís, que estaba herido en el lecho, y apenas se dignaba saludar a los otros caballeros que lo acompañaban.

Estos notaron pronto el cambio y se lo dijeron a Amadís, el cual lo atribuyó a que el Rey tendría alguna preocupación. Uno de los que más se esforzaba por hacer entrar a Amadís en sospechas era el mismo Gandandel, pero sin poder lograrlo.

Pasados algunos días pudo Amadís levantarse y se dirigió al palacio, donde fué de todos muy bien recibido, menos del Rey que no lo miró ni lo recibió como solía.

Amadís no reparó en ello, pero Angriote y D. Bruneo estaban muy quejosos y de mal talante, lo que aprovechó Gandandel para decir al Rey:

—¿No veis la cara que esos caballeros ponen contra vos?

Sucedió por entonces que el Rey quiso hacer cumplir a sus enemigos las condiciones impuestas después de la batalla, y como entre los prisioneros había quedado Madasima, la hija del gigante muerto, y sus doncellas, dijo que haría matarlas si no le entregaban la isla de Mangaza, que estaba entre los estados que habían pertenecido al gigante su padre.

Pero Madasima era tan bella que tenía prendado a D. Galvánez, el cual le dijo que deseaba hacerla su esposa y ella accedió muy contenta.

Amadís y Agrájes, en vista de esto, fueron a hablar al Rey.

—Señor—dijo Amadís—, no quiero pediros nada por los servicios que os haya podido prestar, pues harta honra gané en eso, pero conociendo vuestro gran corazón me atrevo a demandaros un don, del que seréis bien servido y haréis justicia en derecho.

—Ya que pedís un don—respondió Gandandel, adelantándose a la respuesta—, es bueno que el Rey sepa de lo que se trata antes de concederlo.

—Lo que deseamos Agrájes, D. Galvánez y yo—siguió Amadís—es que deis a Madasima el señorío de la isla de Mangaza, quedando bajo vuestro dominio. Con ello haréis merced a D. Galvánez que la quiere desposar.

Al oir esto, Brocadan y Gandandel miraron al Bey, como diciéndole que ya comenzaba lo que temían.

El Rey reflexionó un rato, embarazado por el recuerdo de que había ganado aquella tierra por su ayuda; pero al fin respondió:

—No es de buen seso aquel que pretende un imposible. Lo que me pedís hace cinco días que se lo di a la Reina para su hija Leonoreta.

Los traidores se pusieron con esto muy alegres; pero Agrájes no pudo callar y con gran enojo respondió:

—Bien nos dais, señor, a entender que nos tenéis en poco y no estimáis nuestros servicios.

—Sobrino—dijo D. Galvánez—, los servicios no tienen valor cuando se le hacen a quien no los sabe agradecer, y por eso los hombres deben buscar el lugar donde bien empleados sean.

—Señores—intervino Amadís—, no os quejéis, si el Rey no os puede dar lo que pedís. Rogadle sólo que os de a Madasima y llevarla a la ínsula Firme, donde podéis estar hasta que el Rey otra cosa os ofrezca.

—A Madasima la tengo yo prisionera y si no me cumplen lo ofrecido le cortaré la cabeza.

—Ciertamente, señor, que con más cortesía nos debéis de responder y no haríais mal en enmendar vuestros errores—dijo Amadís.

—Yo os conozco ya bien—díjole el Rey—; el mundo es bastante grande: id por él y buscar quien no os conozca.

¡Qué palabras tan extrañas eran aquéllas, en boca del Rey Lisuarte, que tanto amaba al buen caballero Amadís de Gaula!

Este, sin contar con que los reyes se creen exentos de gratitud, quedó tan sorprendido con la desabrida contestación, que exclamó:

—Os aseguro, señor, que yo había creído que no existía en el mundo otro rey ni otro gran señor que con vos se comparase; pero, puesto que tan diferente de lo que yo creía os habéis mostrado, conviene que busquemos nueva manera de vivir.

—Haced lo que sea vuestra voluntad, que yo hago la mía—dijo él.

Se levantó y fué a contar lo sucedido a la Reina, la cual tuvo gran pena y le hizo presente lo mucho que debían a aquellos caballeros; pero el Rey no la quiso escuchar.

Amadís se fué a su posada y contó a sus amigos todo lo que con el Rey le había sucedido, quedando en reunirse a la mañana siguiente para tomar una resolución.

Llegada la noche, cuando todos se hubieron acostado, Amadís fué, acompañado de Gandalin, a ver a Oriana que lo esperaba con otro amor tan leal y verdadero como el que llevaba él consigo.

Después de muchos besos, caricias y abrazos, Amadís contó a Oriana lo que le había sucedido con su padre.

—Señora—le dijo—, puesto que él nos ha dicho que nos podemos ir, debemos hacerlo así, pues de otra manera perdería toda la honra y fama que por serviros he ganado, y no habría caballero más villano que yo; pero nada haré sin vuestro consentimiento.

Oriana dominó su gran congoja y le respondió:

—Mi querido amigo. No es a mi padre a quien siempre habéis servido, sino a mí, pero como él no lo sabe os debería estar agradecido y no obrar como lo ha hecho. Yo quiero que os pierda para que conozca todo el valor que tenéis.

Pasaron juntos toda la noche, mezclando a su gran placer muchas lágrimas al considerar la soledad que en el porvenir les esperaba. Al ser de día se levantó Amadís y partió, recomendando a Mabilia y a la doncella de Dinamarca que consolasen a Oriana.

Cuando se reunió con sus amigos les dijo:

—Es notorio, mis buenos señores y honrados caballeros, que desde que mis hermanos y yo hemos venido del reino de Gaula, hemos servido todos fielmente al rey Lisuarte en muchas ocasiones, que no es necesario recordar. Cuando teníamos derecho a esperar justamente un galardón, la mudable fortuna, que las cosas trabuca y revuelve, hace que recibamos la ofensa que ya conocéis. Decidme qué debemos hacer.

Todos los caballeros estuvieron conformes en que no debían servir más al rey Lisuarte y en marcharse con Amadís.

—Entonces—dijo éste—voy a despedirme del Rey y de la Reina, si me quieren ver, y nos iremos a la ínsula Firme, que es tierra muy fértil, en la que abundan árboles, flores, frutas, caza y mujeres hermosas, que con su presencia dan alegría y ardimiento a los caballeros. To tengo allí lo necesario para pasarlo bien y recibiremos muchas visitas importantes. Además, de que así en vida de mi padre, el rey Perion, como después de su muerte, tenemos siempre por nuestro el reino de Gaula.

Dirigióse Amadís al palacio, seguido de los caballeros, y cuando se halló en presencia del Rey, le dijo:

—Señor, si en algo contra mí erráis, Dios y vos lo sabéis, y por ahora no os diré más; pues aunque mis servicios hayan sido grandes, más grande era la voluntad de pagar los honores que de vos he recibido. Ayer me habéis dicho que me vaya a andar por el mundo y hoy me despido de vos, de aquel gran deseo que teníais de concederme honores y mercedes, y del gran amor con que yo os servía para pagarlo. No me despido como vasallo, porque nunca lo he sido vuestro ni de nadie, sino de Dios.

Luego se despidieron D. Galvánez y Agrájes, Florestan y Dragonis y Palomir, y D. Bruneo de Bonamar y Branfil y Angriote y Grindoman y Pinores y D. Guadragante. Este dijo al Rey:

—Señor, yo no me quedé con vos, sino a ruegos de Amadís; pero ahora veo que poca recompensa podrán tener mis pequeños servicios, cuando tan mezquina la tienen los grandes que él os ha prestado. Mal os acordáis de cuando os sacó de manos de Madanfabul, de donde nadie más que él sería capaz de sacaros. Tampoco os acordáis de que por él os habéis librado de enemigos como Famongomadan y Basagante, los dos gigantes más fuertes del mundo; y también de Sindoraque y de Arcalaus, y de mí mismo; que a no ser por eso, otra hubiese sido la suerte de la batalla.

En esto llegaron D. Brian de Monjaste, caballero muy preciado, hijo del rey Ladasan de España y de una hermana del rey Perion; Gandiel Urlandin, hijo del conde de Orlanda; Grandores y Madancil, el de la Puente de la Plata; y Lisloran de la Torre Blanca; y Landaderin de Fajarque; y Transíles el orgulloso; y Gavarte de Val Temeroso, y digeron al Rey:

—Señor, nosotros vinimos a vuestra casa por Amadís y éste es ahora causa de que no queramos estar más en ella.

Se marcharon todos los caballeros dejando sola y entristecida la corte de la Gran Bretaña.

Fueron recibidos con gran placer y alegría en la ínsula, que era muy bella y tenía nueve leguas de larga y siete de ancha, toda poblada de bellos edificios.

Apolidon había hecho en los más bellos lugares cuatro palacios en los que se veían las maravillas más extraordinarias. El primero era el de la Sierpe y los Leones; el otro el del Ciervo y los Canes; al tercero le llamaban el Palacio Turnante porque tres veces al día daba una vuelta tan brusca; que los que estaban dentro pensaban que se caían. El cuarto se llamaba del Toro porque todos los días salía un toro de un agujero y se lanzaba sobre la gente como si los quisiera acometer, y todos huían delante de él, que iba a dar con los cuernos en una puerta de hierro, la abría y desaparecía por ella.

Muy a gusto estaban allí los caballeros, cuando les llegó la noticia de que el rey Lisuarte había fijado el plazo de un mes para decapitar a Madasima y sus doncellas si no le entregaban la Isla.

D. Galvánez, que sufría grandes angustias por la suerte de su prometida, dijo a sus compañeros que no dejaría consumarse aquella sin razón. Todos le ofrecieron su ayuda y Arnadís dijo:

—Me place, señores, ver cómo estáis dispuestos a no dejar sin defensa una justa causa. Vamos de nuevo a la Gran Bretaña.

En este tiempo, el Rey había tenido tiempo de reflexionar, y sospechar de las intrigas de sus consejeros, así es que al llegar los caballeros de la ínsula Firme, los recibió cortésmente preguntándoles qué deseaban.

Ellos le manifestaron que querían combatir por las doncellas, y como el Rey accedió, se verificó el lance, en el que los caballeros amigos de Amadís y Galvánez mataron a los dos hijos del falso Gandandel y rescataron a Madasima.

Esto, en vez de apagar la furia del Rey, la encendió más contra Amadís, que no obstante todas sus provocaciones no hizo jamás armas contra el padre de la que tanto amaba.

Al fin, curado de sus heridas D, Galaor, fueron todos a Gaula, donde presentaron al Rey su hijo don Florestan, el cual fué recibido con gran cariño por su padre y por la reina Elisena.

Allí pasaron días de sosiego y descanso, pero Amadís, quería tener un renombre digno de su señora, ya que no podía estar a su lado, y decidió irse por el mundo en busca de nuevas y honrosas aventuras.

XXIX. El caballero de la Verde Espada

Con el pensamiento de realizar los grandes hechos que habían de hacerle famoso, comenzó Amadís su viaje por Alemania, donde en poco tiempo fué tan conocido que muchas personas acudían a él para contarle las injusticias y agravios que les hacían y por su mediación alcanzaban sus derechos.

Pasando a veces grandes trabajos y peligros, combatiendo en muchas partes con valientes caballeros, ya uno a uno, o ya con dos o tres a un tiempo, tanto hizo, que en toda Alemania era conocido por el mejor caballero que en aquella tierra entrara. Como no sabían su nombre, lo conocían por el caballero de la Verde Espada.

Anduvo por aquella tierra todo el verano y llegado el invierno, temiendo al frío, pasó a Bohemia, donde fué muy bien recibido por el Rey y allí hizo no menos grandes y extraordinarias proezas; después pasó a Rumania, donde había oído decir que había caballeros muy valientes.

Allí fué de una parte a otra, enmendando muchos tuertos y agravios que a las personas débiles, de ambos sexos, les hacían caballeros soberbios. Muchas veces fué herido en sus combates.

Un día, al cruzar por un bosque, salió a su encuentro un caballero que iba en compañía de una dama y quiso hacerle comparecer ante ella a la fuerza.

Pocos combates más peligrosos había sostenido Amadís que el que tuvo con aquel famoso caballero. Así que lo venció, se presentó ante la dama, que era muy hermosa, y le dijo:

—Mi señora, por vuestra voluntad y la mía, vengo a ponerme a vuestro servicio, pero no por la fuerza.

La dama lo llevó a su palacio, cruzando la ciudad entre la admiración de las gentes que se asomaban a ver al caballero que había vencido al famoso Brandesidel.

Al llegar a palacio la Dueña, le hizo aposentar en una rica cámara, donde lo desarmaron y le dieron una capa de escarlata color grosella para que se cubriese. Cuando la señora Grasinda lo vio así quedó maravillada de su gran hermosura, que no creía que hombre humano la pudiese tener. Hizo venir a un maestro en el arte de curar heridas que era el más sabio que en ninguna parte se podía hallar, para que viese una herida que Amadís tenía en la garganta, la cual le obligó a guardar cama unos días, teniendo el cuerpo en el lecho y el alma presa en el recuerdo de su señora Oriana.

Grasinda no hacía más que pensar en la hermosura del caballero de la Verde Espada y en los grandes hechos que había realizado, y como era sobrina del rey Tafinar de Bohemia, viuda de un caballero, con el que solo estuvo casada un año, y que no le dejó hijos, determinó tomarlo por marido.

Con este pensamiento se fué a la habitación de Amadís, haciéndole compañía y prodigándole todas las atenciones que a su alcance estaban, pero viendo que él no hacía caso de sus insinuaciones, le preguntó a Gandalin si su amo estaba enamorado.

—Señora—dijo Gandalin—yo hace poco que vivo con él y no se nada de eso, pero lo veo muchas veces llorar y sufrir y creo que su pena no puede tener más origen que un profundo amor.

La dama al oir esto desistió de su empeño y cuando estuvo Amadís en estado de partir, le dijo:

—Mi señora, ya estoy en disposición de andar camino y la honra que de vos he recibido me pone en gran confusión porque no sé cómo pagarla.

—Caballero de la Verde Espada—le respondió ella—. Estoy satisfecha dé haberos sido agradable y os ruego me digáis a dónde queréis ir.

—Pienso dirigirme a Grecia.

—Pues yo os daré una nave, bien dotada de marinos y aprovisionada para un año. En ella irá con vos Elisabat, el gran maestro en el arte de curar heridas, por si lo habéis menester.

Mucho se lo agradeció Amadís y se embarcó con Gandalin y el Enano, a los que llevaba siempre consigo. Alzó la nave velas y dándole a los remos, comenzó su viaje por las islas del archipiélago griego, donde Amadís realizó grandes hechos de armas, combatiendo con gentes extrañas, siendo el amparo de los débiles y oprimidos, y el azote de los soberbios. Muchas veces recibió en sus aventuras heridas tan granves, que no hubiera sanado de ellas a no ser por los cuidados del gran maestro Elisabat ().

Al cabo de algún tiempo, se dirigieron a Costantinopla con muy buen viento, pero de pronto se tornó en contrario y el mar se puso tan embravecido que estaban en peligro de perecer.

Así anduvieron ocho días sin saber ni atinar en qué parte del mar estaban; al cabo de este tiempo se serenó el viento y se encontraron cerca de una isla que se llamaba del Diablo, porque la había despoblado una bestia feroz.

Los marinos que esto sabían comenzaron a llorar, con gran asombro de Amadís que esperaba verlos contentos. Preguntó la razón que tenían para afligirse así y el Maestro Elisabat, no menos turbado que los otros, tomó la palabra para explicarle lo que sucedía.

—Caballero—le dijo—habéis de saber que de esta isla a donde hemos arribado, era señor el gigante Bandaguido, el cual por su bravura hizo tributarios a los demás gigantes del contorno. Estaba casado con una giganta, mansa y de tan buena condición, que mientras su marido mataba y atormentaba a los cristianos, ella los socorría ocultamente. Tuvieron una hija de tan gran hermosura, que era una maravilla; pero de tan mal espíritu, que se confabuló con su padre para matar a su propia madre.

Entonces apareció en la isla una alimaña con el cuerpo cubierto de conchas, superpuestas, tan fuertes que ningún arma las puede pasar. Los pies y las piernas son muy gruesos y recios, y encima de los hombros tiene grandes alas, que le cubren hasta los pies, y no de plumas, sino de un cuero negro como la pez, luciente, velloso, tan fuerte, que ningún arma les hace mella, y se cubren con ellas como con un escudo. De debajo de las alas le salen los brazos, fuertes como de león, todos cubiertos de conchas, más menudas que las del cuerpo, y las manos de hechura de garra de águila, tienen cinco dedos, cuyas uñas son tan fuertes y tan grandes, que no hay cosa en el mundo que no pueda deshacer. Tiene dos dientes en cada una de las dos quijadas, tan fuertes y tan largos que le salen media vara fuera de la boca. Los ojos son grandes, redondos, bermejos como brasas, y se ven de noche desde lejos.

Corre tanto, que no hay venado que por pies le pueda escapar. Todo su gusto es matar hombres y fieras; y cuando algún león le resiste, se enfurece, echa humo y llamas por la nariz y da unas voces roncas que causan espanto. Huele tan mal, que no hay cosa que no emponzoñe, y cuando sacude sus conchas toda la isla se estremece. A este monstruo, que ha matado al gigante, a su hija y a todos los habitantes de la isla, le han dado el nombre de Endriago.

Maravillado quedó Amadís de este relato.

—Maestro—dijo—, muy espantoso es lo que me habéis contado, pero yo quiero buscar al Endriago y luchar con él.

Todos se quedaron asustados al oir eso, e intentaron disuadirlo de tan arriesgada empresa. Pero fué inútil y armado de todas sus armas se dirigió al castillo de la isla, donde tenía su morada el monstruo.

Gandalin iba en pos de él, llorando y lamentándose, y el enano, sin atreverse a desembarcar, daba gritos de desesperación y se arrancábalos cabellos.

Amadís dijo a Gandalin:

—Mi buen hermano, no tengas tan poca esperanza en la misericordia de Dios y en el esfuerzo de mi señora Oriana para desesperarte así. El recuerdo de Oriana está tan vivo delante de mí, que en este momento la veo pidiéndome que la libre de esa mala bestia. No puedo dejar de obedecerla e impedir que ese monstruo la asesine, pues en su vida o en su muerte está la mía.

En esto vieron, salir de las peñas al Endriago, más bravo y fuerte que nunca, echando llamas de fuego por la boca, haciendo chocar sus conchas y dando unas voces roncas y espantosas. En cuanto vio a Amadís y Gandalin comenzó a dar grandes saltos y se dirigió hacia ellos. Los caballos, asustados comenzaron a huir, y entonces Amadís echó pie a tierra, entregó el caballo a Gandalin, empuñó la lanza, cubrióse con el escudo y se dirigió al Endriago.

El diablo que vio esto, echó más fuego por la boca, con un humo tan negro, que apenas se podían ver el uno al otro. Amadís se entró por el humo adelante y llegando cerca del monstruo le metió la lanza por un ojo y se lo saltó. El Endriago echó las uñas a la lanza y la cogió con la boca para hacerla pedazos, pero se le quedó el hierro y un poco del asta clavado en la lengua. Cuanto más resoplidos daba más se le hundía el hierro en la garganta y le quitaba el aliento. No podía cerrar la boca y estaba ciego de la sangre que le salía del ojo y le bañaba el rostro.

Amadís echó mano a la espada y le dio un golpe en el cuello, y la espada rebotó como si diera en peña dura.

El Endriago quiso cogerlo con las uñas, pero no le alcanzó más que el escudo y tiró de él tan recio, que hizo dar a Amadís con las manos en tierra. Le quitó el escudo y lo despedazó como si fuera de papel.

Vióse Amadís sin escudo, conoció que de nada le servía la espada y se consideró ya muerto; pero aún intentó ver si acertaba a saltarle el otro ojo a su enemigo. Se fué contra él, con la espada de punta, pero ésta resbaló y le entró al Endriago por una de las ventanas de la nariz, que eran muy anchas, y tanto apretó la espada que le llegó a los sesos. El Endriago, cuando lo tuvo tan cerca se abrazó a él y con las fuertes y agudas uñas le rompió todas las piezas de la armadura por la espalda y la carne y los huesos, hasta las entrañas. Pero le faltaron las fuerzas y cayó sin sentido.

Amadís entonces le metió la espada en la boca y la acabó de matar. Hecho esto, se dirigió hacia donde estaba Gandalin, pero no se pudo sostener y cayó desmayado.

Cuando Gandalin vio aquellas espantosas heridas que tenía, creyó que estaba muerto y comenzó a dar grandes voces. Entonces Amadís volvió en si.

—¡Ay, mi buen hermano y verdadero amigo!—dijo—. Ta ves que soy muerto. Te ruego por el amor de tus padres que me criaron, que seas tan bueno para mí después de mi muerte como lo has sido en vida. Sácame el corazón, llévaselo a mi señora Oriana y dile que siempre fué suyo, desde el primer día que la VI.

No pudo hablar más y Gandalin sin responderle tocó la bocina para que supieran que el Endriago había muerto y vinieran en su socorro.

Uno de los primeros en llegar fué el maestro Elisabat que quedó pasmado de la gravedad de las heridas de Amadís, así que le quitaron la armadura, y no creyó que sería posible curarlo. Sin embargo, le puso medicinas, lo vendó y lo colocó en un lecho, donde estuvo más de veinte días sin conocimiento, dando grandes gemidos y delirando con el Endriago.

—¡Gandalin! ¡Gandalin!—decía—. Guárdate de que no te mate ese diablo cruel y malo.

Al cabo de ese tiempo comenzó a mejorar y un mes después se encontró curado.

En este tiempo ya había llegado a Constantinopla, esparciéndose por el mundo la noticia de la muerte del Endriago, y el Emperador envió una embajada para convidar al caballero de la Verde Espada a ir a su corte, donde lo recibieron con grandes honores él y la Emperatriz. Todas las damas lo admiraban; asombradas de su valor y de su gran hermosura, la Emperatriz mando a llamar a su hija Leonorina, que tenía nueve años y era de tan gran hermosura que no había quien no se maravillase de mirarla. La niña besó las manos de su madre con humilde reverencia y se sentó a su lado en el estrado. Amadís la miraba con mucho agrado, admirando su gran belleza, que le parecía la mayor que había visto hasta entonces, excepto su señora Oriana, la cual tendría aquella edad cuando la conoció, y tanto lo absorbió aquel recuerdo que se le vinieron las lágrimas a los ojos y todos lo vieron llorar.

El emperador sintió un gran deseo de saber por qué aquel caballero tan esforzado y valiente daba señales de una flaqueza mayor que la de una mujer.

Mandaron llamar al maestro Elisabat.

—¿Por qué ha llorado el caballero de la Verde Espada?—Lie preguntó el Emperador.

—No lo sé, señor. Es el más discreto caballero que he visto y nada dice de lo que le sucede. To lo veo llorar muchas veces y creo que debe ser por algún gran amor que lo domina.

—To quisiera saber a quién ama para hacer que quedase satisfecho, pues estoy cierto de que ningún príncipe ni ningún rey me negarían su hija, si yo para él la pidiese.

Pero fué en vano todo lo que hicieron el Emperador y la Emperatriz para averiguar el secreto y forzar a Amadís a quedarse en su compañía. El les agradeció gentilmente sus favores, pero les manifestó que compromisos a los que no podía faltar, le impedían complacerlos.

Próximo ya Amadís a partir, idearon los Emperadores sorprender su secreto, valiéndose de su hija Leonorina.

Estando Amadís con los soberanos, entró Leonorina con su gesto resplandeciente, acompañada de otras infantas, fué derecha al caballero de la Verde Espada y le dijo:

—Señor caballero, jamás he pedido ningún don a nadie, sino a mi padre y ahora deseo pedíroslo a vos. Decidme si me lo otorgaréis:

El se arrodilló y le dijo:

—Mi buena señora: ¿quién podrá dejar de hacer vuestro deseo? Pedidme lo que queréis que hasta la muerte lo cumpliré.

—Mucho lo agradezco—respondió ella—y quiero pediros tres dones.

Tomó una corona muy hermosa y se la entregó.

—El primero es—le dijo—que deis de mi parte esta corona a la más hermosa doncella que conozcáis.

Luego tomó otra corona de perlas y piedras de gran valor, entre las que había tres tan hermosas que alumbraban una habitación por oscura que estuviese, y se la dio también a Amadís.

—El segundo es que deis esta corona a la más hermosa dueña que conozcáis.

—Decidme el tercero.

—Antes quiero saber que haréis de estos dos.

—Lo que yo haré será cumplir el primer don y librarme de él: Pongo esta corona en la cabeza de la más hermosa doncella; y si hubiera quien digese lo contrario, yo se lo haré conocer por la fuerza de las armas.

Diciendo esto, colocó la corona sobre la cabeza de Leonorina.

Todos tuvieron gran contento, y él añadió:

—Os ruego que demandéis el tercer don.

—Pues os pido que digáis la causa que os hace llorar y quién es la dama que tan gran señoría tiene en vuestro corazón.

Se le demudó el color a Amadís y respondió:

—Señora, si quisierais dejar esa demanda y pedirme otra cosa, me obligaríais aún más a vuestro servicio.

—No quiero nada más que eso.

El bajó la cabeza y estuvo en silencio un rato; luego la alzó y mirando con semblante alegre a Leonorina, le dijo:

—Mi señora, puesto que no puedo faltar a mi promesa, os diré que cuando os vi por primera vez me acordé de otro tiempo muy dichoso, ya pasado, y se me entristeció el corazón.

—Decidme quién manda en él.

—Pues sabed, señora, que aquella que yo amo es la misma a quien llevo la corona que me habéis dado, porque es, a mi entender, la más hermosa dueña que conozco. No querrais saber más que ya estoy libre de mi promesa.

—Libre estáis—dijo el Emperador—pero de tal modo que no sabemos más que antes.

—Pues jamás salió tanto de mi boea—respondió él.

—Así Dios me ayude—dijo el Emperador—. Me asombra ver tan bien guardado el secreto de vuestros amores y pues mi hija ha sido la causa de que lo hayáis tenido que descubrir, es menester que os pida perdón.

—No estoy yo quejoso de ella—respondió Amadís—que mucho tiene que agradecer un oscuro caballero andante como yo a una señora tan alta y tan señalada en el mundo, que se digna interesarse por sus cosas.

—Señor caballero—respondió la hermosa Leonorina—Mucho sentiría haberos causado un pesar y en prueba de que no me guardáis rencor os ruego que aceptéis este anillo, que tiene la mitad de la piedra que hay en esta corona que me habéis otorgado.

Amadís lo tomó y vio que era el más hermoso que había visto en su vida.

—Quiero que sepáis de dónde vino esta piedra—dijo el Emperador—veis que la mitad de ella es el más fino y ardiente rubí que en el mundo se ha visto y la otra mitad es rubí blanco mucho más preciado y raro que el bermejo. El aro es una magnífica esmeralda y ha pertenecido a mi abuelo Apolidon, que lo mandó hacer de la mitad de esa piedra de su corona para mi abuela Grimanesa.

Todavía permaneció Amadís algún tiempo en Constantinopla a ruegos de los Emperadores, recobrando sus esfuerzos, muy honrado y festejado por todos, que de buena gana no le hubieran dejado irse nunca.

Pero Amadís no podía ya sufrir más los tormentos de la separación de su señora, y pensando haber ganado suficientes honores, decidió volver a su patria, para demandarla en matrimonio y que fuese la futura reina de Gaula.

XXX. El hijo del amor

Muy triste y desconsolada se quedó Oriana después de la partida de Amadís. Se la veía enferma, triste y desmejorada.

—¡Ay, amigas mías!—dijo un día a Mabilia y a la Doncella de Dinamarca—. No es sólo mi mal la ausencia de Amadís, sino el que tengo la certeza de encontrarme encinta.

—No os asustéis, señora—le respondió Mabilia—, que ya podíais esperar de tales juegos tener tal ganancia. Ahora lo que hay que hacer es tratar de salir con bien del lance.

Entre ellas convinieron en que Oriana se fingiese aún más débil y enferma de lo que estaba, para que la dejasen gozar de reposo, sola con ellas.

—¿Pero qué haremos de la criatura?—dijo Mabilia.

—Yo os lo diré—repuso Oriana—. Todo tendría remedio si la Doncella de Dinamarca quisiera salvarme poniendo su honra en menoscabo para remediar la mía.

—Señora—respondió la Doncella—, no tengo yo vida ni honra, más que hasta cuando vos querrais.

—Entonces, mi buena amiga—dijo Oriana—, debéis ir algunas veces a ver a la abadesa de mi monasterio de Miraflores, como si fueseis por placer, y cuando llegue el tiempo de que yo dé a luz, le diréis que estáis encinta, que os guarde el secreto y cuide de lo que naciere, que vos lo pondréis en la puerta de la Iglesia y que ella lo mande criar. Es muy buena y tengo certeza de que así lo hará.

Transcurrido el tiempo del embarazo dio a luz Oriana, con grandes dolores, una hermosa criatura, a la que la Doncella de Dinamarca envolvió en ricos pañales.

—¿Habéis visto lo que este niño tiene en el cuerpo?—dijo la Doncella a Mabilia.

—No—dijo ella—; estuve tan ocupada en socorrer a la madre, que no pude ocuparme de nada.

—Pues—dijo la Doncella—tiene algo en los pechos que las otras criaturas no tienen.

—Encendieron una vela y vieron que tenía debajo de la tetilla derecha unas letras más blancas que la nieve y bajo de la tetilla izquierda siete letras tan coloradas como brasas vivas; pero no las pudieron leer, porque las blancas estaban en latín muy oscuro, y las encarnadas en lenguaje griego cerrado.

Oriana pidió que le llevasen el niño a la cama, y tomándolo en brazos lo besó muchas veces, hasta que se quedó dormida con él al lado.

La Doncella de Dinamarca salió en secreto del palacio y llegó debajo de la ventana de Oriana, donde estaba su hermano Durin con los palafrenes.

Mabilia, entre tanto, puso al niño en una canasta, la envolvió en una venda y la bajó con una cuerda hasta donde estaba la Doncella que, como hijo suyo, iba a darlo a criar secretamente.

Al cabo de una hora de caminar, en dirección a Miraflores, llegaron a una fuente, que en medio de una selva estaba. Era un lugar salvaje, poblado de fieras y alimañas, donde moraba Nasciano, un ermitaño muy santo y muy devoto, al que todas las fieras respetaban.

Cerca de su ermita había una cueva, donde una leona criaba a sus cachorros, y muchas veces el ermitaño los visitaba y les daba de comer.

La Doncella de Dinamarca y su hermano bajaron de sus palafrenes para beber en la fuente y pusieron la cestita con el niño al pie de un árbol cercano.

En esto oyeron el rugido de la leona, y los palafrenes echaron a correr espantados. Durin corrió tras ellos, logró detenerlos y dijo a su hermana:

—Subid y huyamos pronto.

—Traed al niño—respondió ella.

Durin fué al lugar donde habían dejado a la criatura, pero no la encontró.

Cuando su hermana lo vio venir sin la criatura comenzó a llorar y a dar gritos, pensando que se lo había comido alguna fiera.

Al fin, más serenos, acordaron llegar a Miraflores, descansar allí dos o tres días, y al volver decirle a Oriana que el niño quedaba a buen recaudo, para que no supiera lo que había sucedido.

La leona que asustó a los caballos con sus bramidos, había oído llorar al niño y llegando a donde estaba, agarró la cesta con los dientes y se lo llevó para darle de comer a sus hijos.

Como hacía mucho calor, el santo Nasciano había ido a la fuente, vio a la leona que llevaba el cesto en la boca y oyó el débil llanto del recién nacido.

Salió al encuentro de la fiera y le dijo:

—Vete, bestia mala, y deja la criatura de Dios.

La leona, moviendo las orejas en señal de obediencia, llegó hasta él, puso el niño a sus pies y se marchó.

Nasciano, hizo al niño la señal de la cruz, lo tomó en brazos y fué a la cueva donde la leona estaba con sus cachorros.

—Te mando, de parte de Dios—le dijo—que le des teta a este niño y lo guardes y defiendas como a tus mismos hijos.

La leona fué a echarse a los pies del ermitaño; éste le puso al niño la teta en la boca y la criatura mamó con avidez.

Al día siguiente, el ermitaño mandó llamar a una hermana suya casada que estaba criando, y mientras venía, buscó una oveja para que diera de mamar al infante.

Al segundo día vino la hermana y se llevó al niño para devolvérselo al ermitaño cuando supiese hablar.

Fueron a bautizarlo, y al quitarle los ricos paños que lo cubrían, vieron las letras blancas y las coloradas, lo que causó a todos gran asombro. Las letras griegas no las supo leer el ermitaño, pero las blancas que estaban en latín, vio que decían Esplandian y pensando que sería su nombre lo bautizó con él.

El ama, al ver aquel prodigio, se lo llevó con mayor placer a su casa, pensando que el niño había de hacer su suerte y la de toda su familia.

Pasados algunos años, fué un día el Rey Lisuarte de caza a la floresta, llevando consigo a la Reina y a sus hijas con todas sus dueñas y doncellas, y mandó armar sus tiendas al lado de la fuente de las Siete Hayas.

Cuando el Rey estaba paseando por la selva, vio venir un ciervo muy cansado. Corrió tras él a caballo hasta entrar en el valle, y vio a un doncel de seis o siete años, el más hermoso que jamás había visto, que traía una leona sujeta con una traílla.

Cuando el doncel vio al ciervo, echó a la leona para que lo cogiese. La leona alcanzó al ciervo, lo derribó y comenzó a beberle la sangre. El doncel llegó muy alegre y tras él otro mozo, poco mayor. Sacaron sus cuchillos y cortaron las piernas del animal. Cuando la leona comió, le pusieron la traílla y se la llevaron dócil como un perro.

El Rey estaba maravillado de lo que veía; pero su caballo, espantado de la leona, no lo dejaba acercarse. Echó pie a tierra, ató su caballo a un árbol y salió al encuentro del doncel, admirado de su hermosura.

—Buen doncel—demandó—decidme dónde os habéis criado y de quién sois hijo.

—Señor—respondió el doncel—me ha criado el santo ermitaño Nasciano y a él lo tengo por padre.

El Rey no podía creer que un hombre tan viejo tuviese un hijo tan joven y pensó que allí existía un misterio. Pidió al niño que le mostrase su morada.

—Por ese sendero, llegaréis—le dijo éste—. Quedad con Dios que voy con aquel mozo y la leona a orilla de una fuente donde tenemos nuestra caza.

El Rey montó de nuevo a caballo y echó por el sendero que el niño le señalara. No había andado mucho, cuando descubrió la ermita metida entre unas hayas y unos zarzales muy espesos. Entró en ella y vio a un hombre con la cabeza toda blanca, rezando. Se acercó a él, se hincó de rodillas y le pidió su bendición.

—Buen amigo—le dijo después—he encontrado en esta montaña un hermoso doncel cazando con una leona, y me dijo que era vuestro criado. Me ha parecido todo tan raro, que os ruego me descubráis este misterio, y os doy mi palabra de Rey de que no os vendrá daño ninguno.

Al oir el ermitaño que era el Rey el que estaba en su presencia, se arrodilló y quiso besarle la mano, pero él lo levantó y lo abrazó.

El ermitaño le contó cómo había hallado al niño y con su relato aumentó el asombro del Rey.

—To os ruego—le dijo al ermitaño—que vengáis mañana a comer conmigo aquí en esta floresta, a la fuente de las Siete Hayas. Allí hallaréis a la Reina y os ruego que llevéis a Esplandian y a vuestro sobrino.

Al otro día, estando reunida toda la corte, vieron llegar al ermitaño, con los dos niños, que traían con ellos la leona.

La vista de la fiera produjo a todos gran espanto, pero el Rey los aquietó.

El ermitaño les dio su bendición y Esplandian ofreció a la Reina un corzo que había cazado la noche antes. Luego se dirigió a Oriana, su madre, que no lo conocía, y poniéndose de rodillas, le ofreció varias perdices y conejos.

El Rey, rogó al ermitaño que refiriera la historia del doncel.

Segán iban oyendo el relato, Oriana, Mabilia y la Doncella de Dinamarca se miraban las unas a las otras y les temblaban las carnes de placer. Cuando el ermitaño habló de las letras blancas y coloradas que tenía el niño en el pecho, tuvieron ya la seguridad de que era cierta su sospecha. Calcúlese su alegría y especialmente la que experimentaba la hermosa Oriana, que durante tanto tiempo sufría por su hijo y por el constante recuerdo de Amadís.

El Rey pidió a Nasciano que le confiase a los donceles, y los llevó en su compañía.

Puso a Espíandian al servicio de la Reina, la cual viendo el mucho amor que Oriana profesaba al niño, se lo cedió, quedando así éste bajo la guardia de su propia madre.

XXXI. La futura Emperatriz

La felicidad de Oriana no debía ser muy duradera. Aquel caballero Patin que había ido años antes a la corte del rey Lisuarte y se había enamorado de Oriana hasta el punto de querer mostrar sus fuerzas combatiendo con otros caballeros para probarle su amor, y que fué vencido por Amadís cerca de la ínsula Firme, acababa de heredar el Imperio de Roma por muerte de su hermano.

El nuevo Emperador no había olvidado su pasión por Oriana y acordó pedirla en matrimonio al rey Lisuarte, mandándole una embajada compuesta de Salustanquido, príncipe de Calabria; el famoso caballero Brondajel de Roca; su mayordomo mayor y el arzobispo de Talancia, con más de trescientos hombres de acompañamiento.

Iba también en la embajada la hermosa reina Sardamira, con gran séquito de dueñas y doncellas, para acompañar a la futura Emperatriz.

Cuando Oriana supo lo que sucedía y que el rey Lisuarte había accedido a los deseos del Emperador, sintió tanto miedo que no vivía ni sosegaba pensando en la manera de hacer desistir a su padre de tal propósito, y decidida a morir antes que faltar á la fe de Amadís.

El rey Lisuarte, muy enfadado de la actitud de la joven, mandó que fuesen a Miraflores y llevasen a Oriana a su presencia; pero los mensageros se vieron en la necesidad de conducirla en unas andas, según estaba de débil a fuerza de tanto llorar.

Así llegaron con ella desde Miraflores hasta Londres, donde estaba el Rey, que salió a recibirla acompañado de los romanos y de otra mucha gente.

Cuando Oriana vio a su padre comenzó a llorar desconsoladamente, bajó de sus andas, rodeada de todas las doncellas, que lloraban también, de un modo tan dolorido como si la Princesa hubiese muerto.

El Rey tuvo mucho disgusto de verla así y envió al rey Arban de Norgales, a decirle que se serenase y no se presentase de aquel modo ante los enviados del Emperador.

—¡Oh rey de Norgales, mi buen primo!—dijo ella—. Mi desventura es tan cruel que vos, que por socorrer a las doncellas afligidas tantos peligros habéis pasado, no me podéis socorrer a mí con las armas, socorredme siquiera con vuestra palabra, aconsejando al Rey mi padre, que no me haga tanto mal y que tenga la bondad de oirme delante del conde Argamon y de D. Grumedan, que son nuestros parientes y los caballeros más sabios, de la corte.

El rey Arban estaba tan conmovido que no podía responder y volvió a decirle al Rey lo que pedía Oriana.

Se apeó el Rey y fué al encuentro de su hija en compañía de los dos caballeros que ella había demandado.

—Padre y señor mío—le dijo Oriana—tened piedad de esta hija que tanto os ama. Vos me queréis enviar al Emperador de Roma, separándome de vuestro lado, de mi madre y de esta tierra de la que Dios me hizo natural. Antes de eso prefiero la muerte y estoy dispuesta a dármela yo misma. To no quiero casarme sino entrar en un convento y renunciar a los derechos que pueda tener a todos vuestros reinos y señoríos en favor de mi hermana Leonoreta.

—Hija—dijo el Rey—ya entiendo lo que me decís. Idos con vuestra madre, que delante de ella os daré la respuesta.

Entonces volvieron a poner en las andas a Oriana y la llevaron con su madre que la recibió con mucho amor, pero llorando, porque contra su voluntad se hacía aquel casamiento.

Pero ni la Reina, ni todos los grandes del Reino lograban influir en la decisión del Rey.

La Reina consolaba a su hija, que de rodillas le pedía misericordia, diciendo que ella era la señalada en el mundo para consolar a las mujeres tristes y buscar remedio a las atribuladas, y debía salvar a su propia hija.

Los caballeros, por su parte, fueron a rogar al Rey que no sacrificase a su hija; pero él les contestó que tenía aquel matrimonio por cosa laudable y conveniente para todos, puesto que el Emperador había elegido a Oriana entre todas las princesas de la Cristiandad, honrando así la corona de la Gran Bretaña, y aliándola a las Grandezas del Imperio.

El conde Argamon, tomó la palabra y le dijo:

—Señor, creía que no tendría que daros en esté caso ningún consejo, porque conozco bien vuestro talento; pero así como los hombres de talento casi siempre aciertan, si una vez se equivocan, su error suele ser más grande. La codicia y la soberbia pueden cegar a los poderosos, y ved, señor, que en este caso estáis a punto de cometer una gran crueldad, con una doncella desvalida, que es además hija vuestra.

—Buen tío—respondió el Rey—. Es inútil todo cuanto me digáis; pues yo cumpliré lo que he prometido.

—Pues en ese caso, señor—dijo el Conde—os pido licencia para irme a mi tierra.

—Id con Dios—respondió el Rey.

Entonces se adelantaron el Rey Abies y gran número de caballeros, diciendo al Rey que iban a pedir su venia para retirarse a la ínsula Firme.

—¿Por qué os queréis ir?—preguntó el Rey.

—Señor, porque hacéis con vuestra hija lo que no se hace con la más miserable mujer y no queremos estar a vuestro servicio.

El Rey, más enfadado aún, mandó llamar a Brondajel de Roca.

—Amigo—le dijo—ya veis que este casamiento se hace contra la voluntad de mi hija y de todos mis vasallos, que la quieren mucho; pero yo estoy cierto de que se la entrego a un hombre tan honrado, que no dejaré de cumplir mi propósito. Preparad las naves y dentro de tres días os entregaré a Oriana con todas sus dueñas y doncellas. Tened cuidado con ella, que no salga de su cámara ni le suceda ninguna desgracia.

—Se hará todo como lo mandáis, señor—dijo Brondajel—que aunque ahora se apene la Emperatriz, mi señora, por dejar su tierra, cuando vea las grandezas de Roma, y cómo se humillan ante ella Reyes y Príncipes, se tendrá por dichosa.

—Así lo espero yo también y he de tratar de convencerla.

Fué a ver a Oriana, que no hizo más que llorar e implorar piedad, sin escuchar sus razones, y le dio la orden de prepararse a partir.

En tal apuro, y sabiendo que los caballeros amigos de Amadís habían dejado la corte, escribió un mensaje y lo envió por medio de Durín a la ínsula Firme, rogándoles que vinieran en su socorro.

En vano intentaba Mabilia consolar el dolor de su amiga, impotente esta vez para protegerla.

—¡Ah!—gemía Oriana—nada de esto sucedería si no me hubiera dejado tan sola Amadís, que es el mejor defensor de las mujeres oprimidas.

El Rey, entretanto, firme en su empeño, mandó embarcar a todas las doncellas e infantas que con Oriana habían de ir. Hizo llevar a los barcos las ricas telas, joyas y atavíos que le daba en dote, y luego mandó que condujesen a Oriana por la fuerza a la embarcación que le estaba destinada, en compañía de Mabilia, la Doncella de Dinamarca y Olinda.

Llegado el fatal momento, Oriana se abrazó a su madre llorando.

—Buena hija—le dijo la Reina—, haced lo que vuestro padre os manda, que yo confío que será por vuestro bien y Dios no querrá desampararnos.

—Señora—respondió Oriana—, yo creo que esta separación será para siempre, porque mi muerte está próxima. Cuidad en mi nombre de Esplandian, como de mí misma.

Diciendo esto cayó desmayada y la Reina también. El Rey mandó que se la llevasen así como estaba.

En cuanto los embajadores romanos la tuvieron en su poder, la metieron en la lujosa cámara que le tenían preparada, en compañía de Mabilia; cerraron la puerta con fuertes candados y se dieron a la vela, izando encima del mástil de la nave, donde iba Oriana, casi muerta, la gran enseña del Emperador.

XXXII. ¡Gaula!, ¡Gaula!

Muy contentos y alegres caminaban los romanos, cuando vieron que se dirigía hacia ellos otra flota, compuesta de nueve bajeles bien armados.

Pensaron que serían gentes pacíficas, que por allí cruzaban; pero cuando advirtieron que se dividían las embarcaciones en tres grupos, dos les tomaban la delantera, una a cada lado, y la otra los seguía, se alarmaron mucho y se aprestaron a la defensa.

No tuvieron que esperar mucho, porque pronto la flota enemiga les dio alcance y se inició un terrible abordaje a los gritos de:

«¡Gaula! ¡Gaula! ¡Aquí está Amadís!»

Mabilia, que en la cámara de Oriana se encontraba encerrada, oyó las voces, y corriendo a su señora, que estaba más muerta que viva, la tomó en sus brazos.

—¡Animo, señora!—le dijo—ya llegó en vuestro socorro el bienaventurado caballero que es vuestro vasallo y leal amigo: ¡Gaula, Gaula! ¡Aquí está Amadís!

Ella se puso de pie preguntando qué era aquello, pues de tanto llorar estaba tan débil y desmayada, que tenía casi perdida la vista y el oído.

Entretanto la batalla continuaba cada vez más rada, pero no tardaron en llevar ventaja las huestes de Amadís.

Este había sabido, cuando se disponía a volver a Bretaña, lo que sucedía en la corte de Lisuarte, y ya puede calcularse su dolor al ver la fuerza que querían hacer a su señora, y su temor de llegar tarde para salvarla, con la certeza de que ella preferiría morir a faltar a su amor. Pidió auxilio a sus amigos y reveló su secreto a la noble Grasinda, que le ayudó a improvisar su flota y marchar a la ínsula Firme.

El amor guió sus naves y pudo llegar a tiempo de recibir el mensaje que Oriana enviaba a sus amigos.

Allí estaban todos: su amo D. Gandáles, con su sobrino Enil, D. Galaor, Agrájes, Florestan, Angriote, y más de cien caballeros, que eran la flor de Bretaña. Todos decidieron seguir a Amadís para rescatar a Oriana.

La enseña del Emperador guió a Amadís para dirigirse a la nave en que iba su amada.

Entró en ella espada en mano y dio a Brondajel de Roca tan fuerte golpe en la cabeza, que lo dejó tendido a sus pies, y si no hubiese llevado tan buen yelmo le hubiera partido el cráneo.

Le puso la punta de la espada delante de los ojos y le ordenó que le dijese dónde estaba Oriana. El le mostró la cámara de los candados diciéndole que allí la hallaría.

Amadís llamó a Angriote y D. Bruneo, y uniendo sus fuerzas derribaron la puerta.

Amadís fué a arrodillarse delante de su señora, para besarle la mano, pero ella lo abrazó, manchándose su traje con la sangre de los enemigos, de que estaba lleno Amadís, y le dijo:

—¡Ay, Amadís! ¡Consuelo de todas las afligidas! Ta sabía yo que mi salvación sólo de vos podía venir.

Luego abrazó Amadís a su prima Mabilia y quiso salir para dar órdenes, pero Oriana lo retuvo.

—¡Por Dios, señor, no me desamparéis!

—Señora, no tengáis miedo, que dentro de esta nave están Angriote, D. Bruneo, D. Gandáles y treinta caballeros más para guardaros. To necesito ir a socorrer a los nuestros que aún luchan.

Cuando Amadís apareció en la cubierta y los romanos que combatían en las otras naves vieron bajar la enseña romana y colocar en lo alto de los mástiles la enseña de Gaula, tuvieron tal pánico que se rindieron.

Agrájes cortó la cabeza a Salustanguido, y sus compañeros hicieron prisioneros a todos los caballeros romanos.

La reina Sardamira, muy asustada, pedía que no la matasen ni le hiciesen mal.

—Buena señora,—dijo Amadís—no tengáis cuidado alguno por vos ni por vuestras damas, que todos tenemos por ley servir y honrar a las mujeres.

Terminado el combate, y sometidos los romanos a su obediencia, pusieron los remadores rumbo hacia la ínsula Firme.

XXXIII. El triunfo del amor

En medio de las fiestas y regocijos que hubo en la ínsula Firme para recibir a Oriana, ésta Be apresuró a enviar una carta a la Reina, su madre, y Amadís una embajada al rey Lisuarte, para pedirles su perdón por el disgusto que les hubieran podido causar y su venia para consagrar su amor.

Pero el Rey, con gran saña, no quiso escuchar ningunas razones, y como supo que el Emperador de Roma aprestaba una gran flota para apoderarse de la ínsula Firme y vengar la ofensa que le habían hecho, se alió con él, preparándose a tomar parte en el ataque.

Ante ese peligro, Amadís despacho propios pidiendo auxilio a sus amigos. El Rey de Bohemia, el Emperador de Constantinopla, la reina Briolanja y a todos los grandes señores que en su vida había servido.

No tardaron todos en acudir a la demanda de Amadís: de modo que continuamente llegaban naves a la ínsula Firme.

El primero en acudir fué su padre, el rey Perion de Gaula, que traía en su compañía tres mil caballeros; el Rey de Bohemia envió a su hijo y al conde Galtínes con mil quinientos caballeros. Tantíles, mayordomo de la reina Briolanja, trajo mil doscientos; con Branfil, hermano de D. Bruneo, vinieron seiscientos; Landin, hermano de D. Guadragante, trajo de Irlanda otros seiscientos; el rey Ladasan de España le envió dos mil caballeros a su hijo D. Brian de Monjaste; D. Gandáles trajo del rey Languínes de Escocia, padre de Agrájes, mil quinientos, y la gente del Emperador de Constantinopla, que trajo Gastíles, su sobrino, eran ocho mil caballeros.

Oriana, a quien le pesaba mucho aquella discordia, no hacía más que llorar y maldecir su suerte, que era causa de tanto mal.

—¿Qué os pasa, señora—dijo Mabilia—, para estar así, cuando no hay en el mundo quien tenga tan buen caballero a su servicio?

—¡Ay, amiga mía!—respondió Oriana—. Mi corazón no puede sufrir lo que sucede. De un lado está el que es la luz de mis ojos, y sin el cual me sería imposible vivir; de otro está mi padre, al que, aunque ha sido cruel, no le puedo negar el amor que le debo. Y así gane el uno o el otro, siempre será gran desventura para mí.

El rey Perion, que veía con gran simpatía los amores de su hijo, se esforzaba también por consolarla.

Los días se pasaban en diversiones, como si de cosa tan grave no se tratase; departiendo los caballeros con dueñas y doncellas en gratos coloquios; pero no por eso se descuidaba el rey Perion en fortificar la ínsula y repartir la gente para cuando llegase el momento de la batalla.

Amadís armó caballero a Gandalin, que sólo con la promesa de que no le haría separarse de él consintió en recibir la preciada orden.

Llegó, al fin, el día de la terrible batalla. Aparecieron las naves enemigas, que atacaron la isla al grito de:

—¡Roma! ¡Roma y el Emperador!

El Emperador mismo venía al frente de sus más valientes caballeros y de numerosos soldados.

La batalla fué tan terrible, que no se guardaba memoria de otra igual. Tres días con tres noches duró sin cesar. Al tercer día las huestes de Amadís alcanzaron la victoria, y el rey Lisuarte tuvo que retirarse, llevando consigo el cuerpo del Emperador, muerto en la batalla, aun monasterio cercano.

Pero sucedió que como el rey Lisuarte había abandonado sus estados, sus enemigos aprovecharon la ocasión para tratar de apoderarse de ellos.

Muy comprometido estaba, cuando el santo ermitaño Nasciano, que conocía por Oriana el secreto del nacimiento de Esplandian, pidió a la Reina Brisena que le confiase el niño, y lo llevó con sus padres. Entonces Amadís, por amar a su hijo y a Oriana, acudió a socorrer al Rey.

Ante la generosa conducta de Amadís, el Rey Lisuarte conoció sus errores, y confesándolos públicamente, quiso ir a la ínsula Firme para darle testimonio de su amistad y asistir al casamiento de su hija.

Partió el Rey para la ínsula, en compañía de la Reina y de Leonoreta. Cuando lo supo Amadís, reunió a todos los príncipes y caballeros que con él estaban y salió a recibirlos a dos leguas de la ínsula.

Nunca se habían visto juntos tantos caballeros de tan alto linage y de tanto esfuerzo; ni tantas señoras, reinas e infantas, tan hermosas y bien vestidas.

El Rey Lisuarte salió a su encuentro y vio delante al Rey Perion y a la Reina Elisena, y detrás de ellos a Amadís, que venía hablando con D. Galaor, el cual estaba tan flaco y pálido, a consecuencia de BUS heridas, que apenas podía sostenerse.

Cuando llegaron cerca, Amadís se apeó del caballo, por más que el Rey le dio voces de que no lo hiciese, e hizo ademán de besarle el pie; pero como no quiso consentirlo, le besó las manos.

La Reina Brisena, se apeó para abrazarlo, y entonces Oriana, que iba en un rico palafrén, cuyas riendas llevaba su hijo, saltó a tierra y cayó en los brazos de su madre, llorando de placer.

Todo fueron saludos y abrazos durante largo rato y luego partieron para la ínsula. Asombrada estaba la reina Brisena de ver tantos caballeros que prestaban vasallaje a Amadís, de contemplar el lujo de su palacio, cuando había creído que no existía otra corte en el mundo mejor que la del Rey Lisuarte.

Amadís no quiso ser egoísta en su dicha y dispuso que se casaran también, el día de sus bodas, todos los enamorados que allí se encontraban: Galaor, casó con Briolanja; Agrájes, con Olinda; D. Bruneo de Bonamar, con Melicia; Grasandor, con Mabilia y D. Cuadragante con Grasinda.

Se celebraron 15 días de fiestas, con gran brillantez, y Amadís hizo que todas las recién casadas probasen a entrar en la cámara prohibida y a pasar bajo el arco de los leales amadores, no pudiéndolo conseguirlo ninguna más que Oriana.

Estando en estas diversiones, llegó una embajada del nuevo Emperador de Roma que pedía la mano de Leonoreta, como prenda dé que no debían quedar rencillas entre ellos, y la joven infanta aceptó muy contenta con grande regocijo de todos.

Para que nada faltase, apareció en medio de la corte la bella Urganda, que pronosticó a los nuevos esposos dichas sin fin y a Esplandian tanta gloria, que sus hazañas y aventuras podrían ser origen de un libro tan interesante como el que contuviera las de su padre.

Acabadas las fiestas, se marchó cada cual a sus estados, y Amadís y Oriana quedaron en su ínsula, gozando la paz de sus amores fieles.


Publicado el 14 de septiembre de 2021 por Edu Robsy.
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