Cuentos de Colombine

Novelas cortas

Carmen de Burgos


Cuentos, Novelas cortas, Colección



Un momento...

Colombine revé, surprise
de sentir un coeur dans le brise
et d'entendre en son coeur des voix.

P. Verlaine, Fétes galantes.—Pantomime.


Dícenme que Colombine está encaprichada con la flor de la melancolía, como antes con aquella amapola congestionada de risa; y que, por milagro de los días lluviosos, ha puesto palabras á la pantomima de la vida.

Y dícenme también que una muy hermosa artista se ha encontrado tan impensadas palabras y las ha hermanado en joyas de cuento.

El pretérito me ha cegado como una lumbrada de sol y me ha cegado como un torbellino de humo negro. Que en mí el dolor y el amor encontraron un nido donde cantar y donde ahogarse el silencio con lágrimas.

¡Colombine seria! ¡Colombine buscándose el corazón! ¿Verdad que es peregrino suceso este de una frivola despreocupación que se detiene en el camino de locura y piensa el por qué de los hechos inrazonados?

Bien curado del desequilibrio de amar, ahora soy un orondo burgués que sueña entre expedientes y ya no viste de blanco el pecho roto ni la cara de muecas. Están muy lejos el bueno de Casandro, Leandro el fatuo y aquella Pierreta bobalicona... y sobre todo mi Enemigo, en cuyo traje de mil colores, tú, Colombine, habías encontrado un espejo.

Sin embargo —clarín en oído de veterano—, el anuncio de que Colombine se ha puesto seria me ha enlutado de tristeza, y mi vida, semejante á día de niebla, ha tenido un loco desgarrón azul.


* * *


Ya no es sólo juicio de rumores. He leído.

Toda la mujer vibra y se desmaya y ríe y se enamora del sol y se duerme vestida de luna en este libro que ha recordado Colombine y ha orificado una artista que sabe de sufrir y de soñar y también de los disfraternos horizontes.

Pero el más alto airón es de plumas negras, por ser esta obra de hondo humanismo y porque, sobre un río de encanto, la barca empavesada, hinchada de músicas y de luz, deja estela que ha de absorber la noche cuando el viento va rompiendo la última cadencia y en la alta negrura comienza una palpitación de brillos.

Todo corazón que, como el mío, haya sido incendio y todo cerebro que, como el mío, sea látigo del espíritu, ha de sentir la pena de verse descubierto el secreto y el íntimo gozo de que las ideas desnudas y sin oriente ya han encontrado un lujoso vestido y una linda voz para andar por esos mundos de la sentimentalidad.


* * *


Seguramente Colombine tornará á la amapola congestionada de sol y con un encogimiento de hombros se sacudirá la formalidad y con sangre de corazones se limpiará la tinta con que la mancharon los recuerdos al escribirse.

Pero no importa. Detrás de ella se alza el milagro de unos cuentos que siendo bellos son amargos...


PIERROT.

La muerte del recuerdo

Sentado cerca de la lumbre, perezosamente envuelto en su pelliza, el viejo senador contemplaba cómo caía la nieve en el jardín.

Los delicados cristalinos prismáticos venían, en una lluvia de pétalos de jazmín, á cubrir con su blancura la desolada tristeza de los desnudos troncos, empavesados por la nieve, como si les envolviesen guirnaldas de misteriosas flores nacidas en el aire.

Un criado anunció desde la puerta:

—El señor esta servido.

Al mismo tiempo los cristales y el pavimento retemblaban con el rodar silencioso de las ruedas de un coche en el patio.

Perezosamente se rodeó el anciano al cuello la bufanda de piel forrada en seda; se abotonó el abrigo de arriba á abajo; introdujo en el bolsillo la tabaquera; afianzó sobre la nariz las gafas que ocultaban los hundidos ojos, y después de calarse reposadamente los guantes de piel, tomó el bastón y el sombrero, que le sostenía el ayuda de cámara, y salió tapándose la boca con el pañuelo, tardo el paso, como si le costase trabajo dejar su gabinete en aquel día de frío.

Un secretario alto, rubio, atildado, de patillas simétricas é irreprochable traje, se inclinó á su paso ceremoniosamente, esperando que el señor se dignase dirigirle la palabra; pero don Juan pasó sin mirarlo.

—¿Deja mandado algo el señor? —preguntó con timidez.

—Nada.

Ya el lacayo sujetaba abierta la portezuela del coche... El secretario volvió á inclinarse con esa rigidez de los aduladores, que parecen tener una articulación más en su espina dorsal para doblar servilmente el cuerpo, y el carruaje partió con el cadencioso trotar de su tronco normando.

Encendió un cigarro don Juan y se arrellanó sobre los almohadones azules, mientras el coche cruzaba las calles del Caballero de Gracia, de Peligros y Alcalá, para salir al Prado.

Allí lucía con toda su hermosura la nieve. Grupos de chiquillos y mozalbetes corrían sobre ella, ensuciando con los pies su transparencia, contentos y satisfechos los pulmones de respirar aquel aire puro y sereno, cuya ligereza centuplicaba la actividad.

Perseguíanse unos á otros arrojándose puñados de nieve, que se deshacía en espuma blanca; rodaban algunos esas enormes bolas, consagradas como imagen de la murmuración y de la calumnia, porque según corren engruesan y se enlodan. Varios artistas improvisados se entretenían en modelar con aquel mármol blando estatuas y caricaturas, con tanto esmero como si algunas horas más tarde su obra no hubiera de convertirse en agua sucia.

Se respiraba la poesía de la blancura de la nieve, cuyo gran encanto consiste en su misma fragilidad, en lo inestable, en lo fantástico, lo ideal de su vida corta... símbolo de lo irrealizable, de lo soñado, de todas las ilusiones que no pueden detenerse.

Había un rayo de envidia en los apagados ojos del viejo senador viendo á los muchachos correr, azotarse, caer y revolcarse sobre aquella alfombra, que se hundía á su peso como mullido vellón de lana, con crujido de cristalinos que se quiebran.

Recordaba en su abrigado coche la época feliz de la infancia, de la adolescencia, cuando medio desnudo y hambriento jugaba entre los copos de nieve en el Retiro ó la Moncloa. ¡Cuan lejos estaba aquel tiempo! ¡Era una existencia pasada!

Se recordaba con tristeza: no había nada de común entre él, don Juan, y aquel Juanillo de los primeros años de su vida. ¡Juanillo había muerto! Ni una molécula del cuerpo joven, fuerte, gracioso, quedaba en su pobre, achacosa y vieja armadura. Sólo escasas reminiscencias de la voluntad, de los afectos que el otro sintió vivían aún en éste.

Pensaba con terror que se muere varias veces antes que la descomposición final del individuo disgregue las moléculas de su cuerpo para formar otras combinaciones en el transcurso de los siglos.

Sí; se muere varias veces. Cada una de las nuevas épocas de la vida, cada uno de esos cambios de costumbres, de afectos que se verifican en nosotros, es la muerte de nuestro propio ser, la renovación de un yo que expira. ¿Qué le quedaba de las edades anteriores? Tristeza, cansancio, desengaños, amargura de los recuerdos vividos, de aquellos desdoblamientos de su mismo ser ya sepultados.

Así la monotonía de la existencia nos aflige como una vejez anticipada y los cambios nos apenan. Lo que se separa, lo que se aleja, lo que se olvida, muere. Por eso es tan triste olvidar.

Recordaba sus existencias pasadas: había muerto ya la niñez miserable y feliz, la adolescencia trabajosa y mezquina, la juventud de luchas, ambiciones... y hasta bajezas, con tal de sobresalir entre la vulgaridad de los comparsas humanos, nacidos para asistir á las representaciones de la vida de los demás, aplaudiendo ó censurando las comedias que se hacen á sus expensas, pero sin pasar jamás de las galerías al escenario.

Era aquella la época en que más había vivido el ciclo de las esperanzas, del amor... Don Juan recordaba la imagen de una mujer que iluminó su vida con reflejos de ópalo.

Sacrificó el amor á la ambición, á un casamiento que le abrió las puertas de la política y del gran mundo. Había logrado sus esperanzas: lujo, influencia, poderío, pero nunca volvió á ver á la mujer que amaba. Supo que era directora de un centro de enseñanza oficial en una provincia y que continuaba siempre soltera; pero el abandono de que la hizo víctima había sido tan infame, tan cobarde, que jamás se decidió á intentar una reconciliación, que seguramente hubiera sido rechazada.

Y sin embargo, ¡cuánto la había amado! ¡Cuántas veces la recordó en el solitario hogar de viudo sin hijos ni familia! En muchas ocasiones pensaba cuánta alegría pudo traer á aquella casa la mujer inolvidable, compañera de sus luchas y ambiciones juveniles... Hasta algún día tuvo intención de ir á buscarla, pedirle perdón, ser feliz con la dulce abnegación de aquella vestal de un amor único.

Unas veces, la reflexión de sus diferentes posiciones sociales triunfó de su sentimiento; otras las tareas urgentes del Parlamento y la organización del partido, aplazaron su resolución... Algunas, los éxitos y las ocupaciones se la hicieron olvidar.

¿Por qué surgía de nuevo en aquel día de invierno, entre la nieve de su ancianidad, la imagen de aquella mujer? Era una evocación extraña, una especie de telepatía, como si una corriente eléctrica le agitase. Por un momento creyó no estar solo, sentir un aliento á su lado, la proximidad de otro ser, de un fluido, de un pensamiento que solicitase con fuerza el suyo... Miró en torno sobresaltado.

La figura de Alicia se conservaba en su memoria tal como la última vez que la vio: sonriente, tranquila, sin desconfiar de su amor; sin que ni un solo latido de su pecho le anunciase la perfidia del amante que la sacrificaba á la ambición. ¡Cuánto sufrió él también! Necesitó recordar todos los placeres que el mundo le ofrecería después del matrimonio, para consumar su traición. Hasta se engañó á sí mismo, para poderse ir, diciéndose que volvería de nuevo.

¡Pobre Alicia! Soportó su abandono sin un grito, sin una queja... no le molestó jamás... y sin embargo, él supo que no dejó de amarle nunca... Se lo habían asegurado viejos amigos... lo escuchaba siempre con satisfacción... Ya hacía muchos años que nadie le hablaba de la historia aquella... enterrada en un pasado remoto.

Creía aún ver á Alicia con su belleza rubia, menudita, pálida, de rostro de marfil y manos de hostia, quebradiza y frágil como flor de almendro temprano. Le parecía que se acercaba á él con la mirada dulce de sus ojos claros, de extraños cambiantes de acero, tan ingenuos y tan puros como un lago que dejase ver el fondo limpio de sus pensamientos.

Ni por un momento le ocurrió nunca la idea de las transformaciones que habría operado el tiempo. La veía alta, erguida, grácil, con su talle delicado y esbelto. Más de una vez volvió la cabeza en la calle al paso de una joven rubia, delgada y frágil, diciendo: «¿Será ella?»

El coche se detuvo en la puerta de los ministerios de Instrucción Pública y de Fomento.

Dentro del gran patio de ladrillitos cuadrados, que desvanece con sus cambiantes de agua rizada, esperaban dos soberbios coches de ministro, con lacayos galoneados en el pescante. Los coches en que se suceden unos á otros. Por ir en ellos sacrificó él sus sentimientos más nobles, lo que no podría recobrar nunca en su triste vejez solitaria. ¡Han rodado la fe y la dignidad de tantas personas ante aquellos estribos!

Subió la escalera lentamente, tapándose la boca con el pañuelo y devolviendo los saludos sin pararse.

A pesar del mal tiempo, la afluencia de pretendientes era grande. Los empleados iban de acá para allá, presurosos y de malhumor, rebuscando Gacetas y reales órdenes entre el continuo tejer y destejer de una legislación que se pliega á todos los caprichos de los influyentes, á quienes se necesita complacer, sin reparar en la justicia de sus peticiones.

Un jefe de negociado, alto, de mal guarnecido cráneo y aspecto de necio satisfecho, se pavoneaba ante la mesa de su despacho. El senador le saludó con la mano, recordando cuántas veces se humilló en su presencia para obtener aquel puesto de pequeño tiranuelo, y penetró en la sala de espera.

—¿Aviso al señor subsecretario?—preguntó el portero.

—No; no tengo prisa; esperaré á que haya terminado su tarea—murmuró don Juan, sentándose en el ángulo del sofá, cerca de una ventana.

Quedaban unos diez visitantes, que iban siendo llamados por turno ante el subsecretario. La prontitud con que se hacían los llamamientos probaba la poca atención que se les prestaría. Pero los pretendientes iban contentos, creyendo haber sido escuchados.

Don Juan vio con satisfacción que no había mujeres jóvenes y bonitas, pues ya sabía por experiencia que ésas tardan más en salir de los despachos de los ministros y de los subsecretarios.

Desde el gabinete cercano llegaban las conversaciones de los escribientes, que abrían y comentaban la correspondencia del jefe.

La gran antesala, alta de techo y poco guarnecida de muebles, tenía algo de solemne; todos hablaban en voz baja, y los desconocidos se miraban unos á otros con recelo. De vez en cuando se apartaba el portier, y un nuevo visitante se detenía deslumbrado junto á la puerta, buscando una orientación entre todas aquellas gentes que esperaban. Algunos jefes de negociado, con la cabeza descubierta, paso ligero y el legajo de papeles debajo del brazo, entraban y salían del despacho del subsecretario, causando la envidia de los atormentados por larga espera.

Don Juan lo contemplaba todo. En el estado de su espíritu veía lo ridículo, lo cómico, lo vano de toda aquella farsa de egoísmos, luchas y miserias.

Sin duda acababa también de morir en su alma la ambición, y veía claro la insignificancia de lo que antes le parecía grande.

Una señora, sentada en el otro extremo del sofá, atrajo al cabo su atención. Llevaba un traje color marrón y una capota violeta sobre los cabellos blancos, blancos como la nieve del jardín.

Sostenía con trabajo el corsé un cuerpo flácido, de pecho hundido, al que no se ceñía la floja tela de su traje; la carita arrugada, color tabaco seco; sumida la desdentada boca; en punta la barbilla y tallado en nervios el cuello. Aquella anciana tenía para don Juan un extraño encanto. ¿Por qué? Acaso por la plata de los cabellos, sobre los que parecía un pensamiento temprano la gorrita violeta... Acaso por los ojos claros, dulces, tranquilos, que brillaban juveniles dentro de las hundidas órbitas sin pestañas. Le parecía conocer la caricia de una mirada semejante...

—Doña Alicia Moreno —dijo el portero mayor, llamando á la anciana, que se dirigió con paso vacilante al despacho del subsecretario.

¡Alicia Moreno! ¡Alicia Moreno! ¿Había oído bien? Trémulo, formuló don Juan su pregunta al portero:

—¿Quién es esa señora?

—Doña Alicia Moreno, directora de la escuela de Ávila.

¡Oh! ¡Era ella! ¡No cabía duda!

Entonces pensó por vez primera en las transformaciones de los años desaparecidos. ¡Sus existencias de jóvenes habían pasado hasta el punto de no conocerse!

Y sintió una amargura, una amargura infinita, al perderla visión de aquel rostro juvenil y fresco, para sustituirlo con la imagen de la anciana de los cabellos blancos. ¡Imposible!

Alicia seguiría viviendo joven en sus recuerdos; la anciana no tenía nada de común con ella.

Entonces, con temor supersticioso, se explicó el pertinaz recuerdo de antes hacia aquella mujer que se le acercaba. ¿Le recordaría ella también?

Evocó la caricia de los ojos claros, la misteriosa simpatía que les aproximaba, y por un momento pensó en los últimos días de una vejez dulce, con las remembranzas desqueridas memorias... Sí; al salir Alicia de aquel despacho, la seguiría, le pediría perdón... En su memoria se confundían de nuevo, bajo la mirada clara, la Alicia de cabellos blancos y la Alicia de cabellos rubios.

Se entreabrió la puerta y apareció entre las cortinas la curva silueta de la anciana.

—¡Señora!...—murmuró don Juan aproximándose.

Se detuvo ella, y miró tranquila, esperando.

El no hallaba qué decir. ¡No le conocía! ¡Sin duda, ella guardaba otra imagen de juventud!

—¡Caballero!...—repuso al fin una voz cascada, extrañando aquel largo silencio.

—Este pañuelo, ¿es de usted?—preguntó el senador, recogiendo el suyo del sofá.

—No, señor.

—Creí...—tartamudeó.

—Gracias.

—¡No me ha reconocido!—exclamó él viéndola alejarse lentamente.—¡Más vale así! Es preferible que no conozca el dolor de ver morir en el alma una imagen de juventud y amor acariciada tanto tiempo... ¡Para ella, al menos, vivirá el recuerdo!

Y se limpió apresuradamente los ojos con el pañuelo, mientras guardaba con la otra mano en el bolsillo los empañados lentes, para entrar en el despacho del subsecretario, que llamaba obsequioso desde la puerta:

—¡Mi querido don Juan!...

Por las ánimas

Había llegado sin saber cómo hasta la estación del Mediodía, después de vagar toda la noche por los desiertos paseos de la Castellana, Recoletos y el Prado.

Sentíase aún la impresión de las sombras barridas por la luz del nuevo día, el ambiente húmedo de la noche, entre el perezoso bostezar de Madrid.

Los primeros rayos del sol, con su luz blanca y suave, esclarecían las copas de los árboles del Jardín Botánico y del Salón, haciéndoles brillar con reflejos cristalinos y esa tonalidad de verde tierno que recuerda el amarillo y el blanco, mientras el ramaje obscuro, negruzco, se mantenía envuelto en los desgarrones de la sombra y los troncos parecían las columnas de una loggetta con montera de hojas de cristal. Empezaban á llegar viajeros madrugadores; camiones y carros que paraban junto á la cerrada verja de la estación esperando que fuese hora de abrirla. Un hombre de blusa y pantalón de pana voceaba entre los grupos ofreciendo grotescas cabecitas de cartón: «Toribio, que saca la lengua y menea las orejitas.» Algunos viajeros aburridos compraban la antipática figurilla, la cual, merced á un tosco mecanismo, movía dos cuernecillos y una lengua roja, con el gesto procaz, desvergonzado de los chícueios que se burlan.

Los trabajadores y hombres del pueblo se agrupaban en torno de una mesilla, cafetería ambulante, donde una buena moza con falda corta de percal y blusa de blancura deslumbradora, despachaba tazas del café ó del té hirviente en vasijas colocadas á su derecha. Sobre la mesa la botella de aguardiente, el barrilito de vino, la fuente de buñuelos y de churros ofrecían por cinco ó diez céntimos su rica variedad á los compradores. La vendedora, puestos sobre una tabla los pequeños pies para no manchar la albura de sus zapatos, acudía ligera á todas las demandas, incitante con su cabeza lustrosa de rizos negros, los brazos morenos y las caderas redondas y amplias. La manecita regordeta se hundía en el barreño de fregar los vasos, y los agitaba produciendo relampagueos de luces entre sus vidrios y los cristales del agua.

Una sensación de frescura se unía á la de limpieza y olor sano, vaho de lienzos fuertes y jabón moreno escapados al cuerpo de jamona espléndida, incitante, acre y fuerte.

De vez en cuando se abría la puerta para facilitar la entrada á alguno de la casa, á algún empleado soñoliento que procuraría hacer pagar al público el malhumor causado por la necesidad de levantarse temprano.

La verja se abrió al fin, salió el ejército de barrenderos con los escobones de ramaje seco, sujetos al extremo de un largo palo, sobre el hombro, y los que esperaban pudieron penetrar en la estación. Aumentó el bullicio: vibrar de alambre, rechinar de ruedas, golpes de los frenos, tintineo de campanillas, voces y gritos poblaban el aire. El cercano ministerio de Fomento abrió sus puertas con el chirriar de goznes enmohecidos propio de todo lo inmovilizado, y los tranvías de Atocha y el Pacífico, los de Embajadores, los cangrejos de la Carrera de San Jerónimo, se cruzaban por todas partes.

Manuel seguía parado junto á la esquina de la verja, mirando sin ver todo aquello, como si su cuerpo sin voluntad estuviera retenido allí por la influencia de la imitación. Una mano que cayó sobre su hombro le produjo un estremecimiento de despertar. Detrás de él un hombre alto, moreno, de ojos dulces y rostro franco, sonreía afectuosamente:

—¿Qué haces aquí á estas horas?

Manuel quiso responderle, pero ni su cerebro coordinó la idea ni los órganos, tantas horas en reposo, hallaron fuerza para modular el sonido.

Su amigo lo miró fijamente: caía el elegante traje gris en descuidados pliegues, como si el cuerpo flácido no tuviese fuerza para sostenerlo; hondas ojeras violeta rodeaban los ojos de azul intenso: el matiz pálido esclarecía el color moreno del rostro; el fino bigote castaño, descuidado, cubríalos rasgos fatigados y tristes de la boca correcta y del semblante simpático; un mechón de cabellos revueltos y rebeldes escapaba bajo el sombrero de paja y caía sobre la frente noble acusando la falta de atención en su tocado. Álvaro apreció todos los detalles de un dolor sin ostentaciones, de una desesperación honda, muda, callada, que pretendía dominar.

Le apretó la diestra con interés cariñoso, preguntándole:

—¿Qué es esto? ¿Qué te pasa?

Fué como un sollozo la voz escapada á la garganta de Manuel; estrechó con presión poderosa la mano de su amigo; se abrió el corazón á la fuente de ternura; ablandóse la rigidez de los músculos contraídos; un rocío de lágrimas iluminó el intenso azul de los ojos, rodeados de círculo violeta, y suspiró apenas:

—¡Álvaro, amigo mío, soy muy desgraciado!...

La inquietud de un afecto sincero se extendió sobre el semblante de Álvaro.

—Renuncio —dijo— á las cosas que hoy me ocupaban; es preciso que yo sepa lo que te sucede. ¿Dónde quieres que vayamos?

Un encogimiento de hombros fué la respuesta..

Álvaro le hizo subir en el tranvía de Atocha, y al llegar á la plaza de Antón Martín, entraron en el café de Zaragoza. La sala, casi desierta, con las persianas caídas y el suelo recién fregado, blancas las mesas, rezumantes de agua las botellas de barro rojo colocadas encima de ellas, ofrecía un aspecto de limpieza y frescura. Dos ó tres camareros dormitaban, emperezados por el descanso, junto al mostrador.

Media hora después, ante las copas llenas de dorada cerveza, entre las mutuas protestas de amistad, vencedoras del pudor de hablar de los afectos íntimos, Manuel daba principio al relato de sus dolores, mientras sus ojos grandes, obscuros y sombríos, miraban distraídos el cristalino burbujeo de las ampollas de espuma que se rompían bulliciosas en la copa.

—Sí, amigo mío, sí; la culpa de mi desgracia la tienen las ánimas benditas. ¡No te asombres! Escúchame. Tú sabes cuánto amaba á mi mujer: mi fe absoluta en ella. Yo, Álvaro, creo la fe la condición indispensable del amor. Por eso sin duda las religiones se basan en la fe, en la creencia de lo eterno...

He de decírtelo todo. Los hombres estamos hechos del peor barro, del lodo más impuro... A pesar de mi amor á Amparo... yo tenía una amante...

El sagrado de mis afectos, de mi consideración mi aprecio, eran para el hogar, para la esposa... las locuras de la fantasía iban á satisfacerse al lado de la otra, aristócrata, elegante, espiritual.

El secreto, la posición social de Matildita (permíteme que oculte su verdadero nombre), su belleza, todo era un encanto para mí. Sentía placer al verla en el mundo rodeada de admiradores, respetada, con pretendientes á su mano; te confesaré que es soltera, hija de un general,..

No me creía culpable por tener estos amores; era un rato empleado agradablemente, que en nada perjudicaba á mi esposa... Al contrario, redoblaba mis atenciones para con ella. La infidelidad del marido es siempre provechosa para la mujer, con tal de que ella no lo sepa. El remordimiento de traicionarla nos hace más tiernos, más amantes; la comparación ó el recuerdo encienden la pasión, y luego, amigo mío, la mujer propia, protegida por las leves y las costumbres, tiene en su favor el elemento principal para dominarnos, el invencible: el hábito. Hasta los más rebeldes caen en la celada, final que la costumbre establece en el matrimonio. Se reposa en la casa de las borrascas pasadas; la mujer que no brinda amor, ofrece paz, y ¡somos tan egoístas!... ¡El egoísmo es la fuente de las virtudes de la humanidad!

Un día, Matilde me exigió que todos los domingos primeros de cada mes fuese á verla á las siete de la mañana en el hotelito alquilado para nuestras citas. Estaba cerca de su casa, pero muy lejos de la mía, en la calle de Don Ramón de la Cruz. Tenía necesidad, para ser galante con Matilde, de levantarme á las cinco de la mañana, dejar el lecho suave, perfumado por la piel de mi esposa, romper la cadena de los brazos de Amparo, sin saber qué responder á sus preguntas acerca de mi intempestiva salida; cruzar tan gran distancia; llegar dormitando en un coche, con el estómago disgustado del ayuno, y encontrarla á ella también lánguida, soñolienta, cansada.

EL pasado domingo, entre bostezo y bostezo, me atreví á preguntarle el por qué de este capricho.

—Cada vez te amo más y deseo aprovechar las ocasiones de verte —respondió.

—También yo —le dije—, pero podemos elegir otra hora.

—¡Oh! es que vengo de confesar por las mañanas todos los primeros domingos de mes. Soy Hija de María —objetó con coquetería encantadora, mientras desprendía el velo de la mantilla de encaje ante el espejo, mostrando, al arquear los brazos sobre la cabeza, un talle esbelto y redondo, que no acusaba, seguramente, virginidad.

—¡De confesar! ¿y después de confesar vienes aquí? —pregunté con asombro.

Revoloteaban las manecitas desenguantadas como dos mariposillas blancas, buscando entre los encajes los alfileres que sujetaban el velo. Se detuvieron un instante, y volviendo á medias la cabeza hacia mí, contestó con naturalidad:

—¿Por qué no? El confesor lo sabe...

Sentí un movimiento de repugnancia hacia aquel cinismo,y un deseo de curiosidad por penetrar en los misterios de una religión con la que siempre fui tolerante por indiferencia.

Matildita acababa de dejar la mantilla sobre una butaca y su cabeza brillaba con la corona de oro de sus trenzas rubias.

La atraje hacia mí.

—¡Cómo! ¡El confesor sabe esto! ¿Y te lo permite?

—Sí, ya ves... una pasión... no siendo más que una... y sin escándalo... sin mal ejemplo... El padre jesuíta sabe que la carne es flaca, débil... ya lo dijo Cristo... y... ¡se hace cargo de todo!...

—Sí, ¿eh?

—¡Oh! Tú no sabes qué experiencia tienen del mundo esos santos padres jesuítas...

—¡Ya veo, ya veo!... Pero tu padre nada sabe... le engañas...

—Yo no engaño á mi padre —dijo con altivez Matilde—; el confesor me ha dado la fórmula de conciliarlo todo.

Mi curiosidad, despierta por aquellos misterios del confesonario, deseaba ya saberlo todo. Aprisioné entre las mías las manecitas blancas que acababan de plegarse ante el altar de las Hijas de María, y con un beso en las uñas rosadas, le pregunté:

—¿Cómo es eso?

—Muy sencillo... Cuando salgo de casa digo á papá que he de ir á ver á mi tía, á oir misa á San Luis; á comprar á casa de Herce... á varias partes... Ya sabes que vengo aquí... pero también voy á todos los sitios que he indicado... Yo no engaño á mi padre.

—¿Le cuentas que me has visto? —dije inquieto.

—No, pero le cuento todo lo demás... esto no es un engaño, es una omisión...

—¡Ya!—exclamé admirado de la sutileza frailuna.

Y como me quedase silencioso, ella añadió con adorable misticismo:

—¡Dios ve los corazones!... Dios ve que te amo y no puedo hacer otra cosa... Dios ve que me sacrifico para alcanzar el perdón de mi culpa...

Estaba próxima á sollozar. La senté sobre mis rodillas y acariciando sus manos marfileñas le dije con forzado acento de amor:

—Vamos, rica, no me ocultes nada. ¿Qué sacrificio te impones para que el confesor te absuelva?...

Coloreó el rubor su delicada piel de rubia y me dijo:

—Papá me da todos los meses doce duros para alfileres; no es mucho para nuestro círculo... y aun he de dar la mitad á las ánimas benditas.

—¡Cómo!...

—Sí; todos los meses, al ir á las Hijas de María, llevo las treinta pesetas para las ánimas, al padre... Ya ves, rico, es justo... Puesto que Dios misericordíoso nos perdona por su intercesión... debemos hacer algo por corresponder á su bondad... por el culto... por las pobres ánimas,..

La aparté suavemente de mí. Ella, sin fijarse prosiguió:

—Mi sacrificio es relativamente pequeño, mi falta no es grande... Soy libre... soltera... ¡Oh! Si tú vieras las casadas, las que engañan a los maridos... esas no tienen bastante con lo que pueden economizar de su toilette... necesitan pedir dinero al amante... y hasta al marido mismo...

¿Qué sentí? No sé explicarlo aún. Repugnancia, asco, desprecio de aquella comedia en que la astucia y la ignorancia legitiman el vicio. Pretexté el mal estado de salud y me despedí de Matilde.

Al llegar á mi casa pregunté á Rosina, la doncella, por Amparo.

—La señora ha ido á los Luises, para comulgar con la congregación del Sagrado Corazón —me contestó.

Sentí como un latigazo frío en la médula. ¡Mi mujer también iba todos los meses á comulgar en una iglesia de jesuítas! Sin saber por qué, pensaba en la inocencia del padre de Matilde y me sentí molesto...

Entré en el tocador de Amparo; cada minuto de espera se me hacía más angustioso. ¡Tardaba demasiado! Al fin escuché el ruido del coche en el patio, un ligero cuchicheo y el frou-frou de una falda de seda sobre la alfombra. Amparo pareció sorprendida al verme allí. ¡Era natural! ¡No tenía costumbre de que viniese tan temprano!... Yo era un infame que arrojaba sobre ella el reflejo de mi propia culpa. No tenía derecho á sospechar de la casta compañera de mi vida.

La estreché entre mis brazos; estaba algo pálida de la madrugada y el ayuno, y (preciso es confesarlo) me pareció más bonita que nunca, quizás por el vago temor de perderla. Se colocó delante del espejo y se quitó con lentitud los guantes; después sus manos plateadas empezaron á desprender el velo. Vestía como la otra: de negro y con mantilla. Volví á sentir la mordedura de la desconfianza. Amparo me miraba en el espejo, y en su boca fresca había para mí una sonrisa de ternura. ¿Con qué derecho dudaba de ella?

La enlacé por el talle y la besé apasionadamente... Pero en el fondo de mi cerebro había cristalizado una idea.

—¿Dónde has estado? —interrogué á pesar mío.

—En los Luises.

—¿Nada más?

—Y en casa de tía Pepita.

—¿Y después?...

—Aquí...

—¿Nada más?

Me pareció que vacilaba al responder.

—Nada más...

—Recuerda bien...

—Sí; aquí nada más...

—¿A qué hora saliste de casa de tía Pepa?

—Á las once.

—Mira... son las doce y cuarto.

—¿Me pides cuenta del empleo de mi tiempo? —dijo altanera y disgustada.

En otra ocasión hubiera desistido, avergonzado de mi interrogatorio; pero los celos me mordían, impulsándome á continuar.

—No —le respondí con amabilidad—; bien sabes que no tengo esa costumbre; pero me llama la atención lo que tú misma dices. ¿Cómo has tardado hora y cuarto desde casa de tía Pepa aquí?

—Porque di la vuelta en el coche por la Castellana y entré un momento casa de Luisita...

—¿Y por qué no me lo has dicho?

—Temí que te disgustara que te hubiera hecho esperar.

—¿Y por eso me mentías?

—No, no era una mentira; es sólo una omisión.

¡La misma frase de la otra!

—¿Es jesuíta tu confesor? —pregunté.

—Sí, sí; el padre Gorzones.

Y sin dejarme tiempo de responder, como si deseara variar de conversación, empezó con volubilidad encantadora á hablarme de la esplendidez de la función celebrada aquella mañana. Toda la aristocracia había asistido. Me iba citando nombres ilustres: marquesas, condesas... Yo iba mientras recordando las historias escandalosas unidas á aquellos nombres y que ella, en su pureza, ignoraba.

—¡Y el sermón! ¡Oh! ¡Qué boca de padre! ¡Cómo lloraban todos! Lo interrumpían los sollozos; hasta los hombres gemían condolidos de los dolores que traspasaron los corazones de Jesús y de María... Les había aconsejado que no leyeran la mala prensa; ella lo había prometido... y acariciándome mimosa añadía:

—Deja la suscripción de La Correspondencia de España y toma en su lugar El Universo.

Para eludir el compromiso le besé los ojos, que palpitaron con aleteo de palomas asustadas.

—Tengo que hacerte una petición —añadió coqueta y satisfecha.

—¿Qué deseas?

—Necesito... doscientas pesetas...

Las peticiones de este género son frecuentes, y yo las he satisfecho siempre sin titubear y contento de poder hacerlo. Los dispendios de una mujer hermosa que se engalana para nosotros recaen en provecho nuestro.

—¿Para qué las quieres?

Algo confusa por dar cuenta de una cosa á la que no estaba acostumbrada, Amparo me contó que había tenido gastos extraordinarios aquel mes, y no le bastaban las trescientas pesetas asignadas para su tocador.

—¿No das nada para el culto? —le dije.

Y como la viera vacilar, añadí sereno:

—Deseo saberlo todo, no omitas nada.

—Doy á las ánimas...

—¡A las ánimas!...

—Sí; á las benditas almas del purgatorio...

Pasó por mi cerebro una ola de sangre. Vi un hotel semejante al de la calle de Don Ramón de la Cruz, en otra calle cuyo nombre ignoraba, y en aquel hotel otro hombre desconocido que tenía en los brazos á mi Amparo, mientras yo, tranquilo como el padre de Matilde, trabajaba para ella sin sospechar de su pureza.

Ciego, loco, como si fuera cierta la visión que la imaginación me fingía, rechacé á Amparo con brutalidad, arrojándola contra el ángulo del sofá.

—¡Infame! ¡Infame! —exclamé apretándole los brazos loco de furor—. ¡Tú también!... ¡Tú también pagas á un jesuíta, con el dinero del trabajo del hombre á quien traicionas, la absolución de tu pecado!

No puedo describirte la expresión de aquel rostro y de aquellos ojos: terror, sorpresa, miedo... La hubiera matado á no entrar los criados y quitarla de mis manos. ¡Qué escena!...

Calló, fatigado de la larga y penosa revelación.

Su amigo, convencido de que en caracteres como el de Manuel todo consuelo es inútil, murmuró, sin embargo:

—No seas niño; todo eso son quimeras; ninguna prueba cierta acusa á tu esposa. Su conducta es perfectamente natural.

—No te esfuerces en convencerme, amigo mío; todo eso me lo he dicho yo cien veces, pero la duda existe. Sin fe no son posibles el amor y la felicidad... Prefiero el alejamiento á la continua mentira, al disimulo constante, al espionaje de la desconfíanza. Mi situación es la del enfermo que prefiere la operación que mata ó salva, al sufrimiento de la enfermedad crónica...

Y como si cruel consigo mismo quisiera negarse todo consuelo, añadió con acento desesperado:

—¡Oh! ¡Aquella mirada! ¡Aquella mirada de terror que cuajó en sus ojos! ¿Era de la inocencia sorprendida? ¿Era del criminal descubierto? ¡Quien pudiera ver el fondo del alma al través de unas pupilas!

Madre por hija

María, la molinera, se rejuvenecía cada vez más desde la muerte de su marido.

Muchas personas de las que iban á llevar costales de trigo y á recoger la harina, observaban cómo de día en día la molinera se redondeaba de formas y adquiría color de manzana.

Su matrimonio había sido feliz: el marido, aunque algo brusco y rudo, fué siempre cariñoso; no faltó jamás pan en la casa ni manta de abrigo en el invierno; la molienda abundante permitía vivir bien de la maquila.

María era entonces una jovencita delgaducha, pálida, sin curvas y sin jugos; una niña apenas desarrollada, que sufría la pobreza orgánica de las hembras sujetas á la inmoralidad de la monogamia. Todos los años tenía un chiquillo y se le moría otro. Siempre pariendo y criando, entre el continuo trabajo de la casa, del corral y del molino. Cuando murió su Vicente, lo lloró con verdadero sentimiento; no puede decirse si lo amaba; estaba acostumbrada á él y no había querido á nadie con amor de hembra.

Pero desde que se murió el buen hombre, María empezó á ser joven, en el descanso de una existencia tranquila. Se encerró en el molino con sus dos hijos para que nadie tuviese que murmurar de ella.

Los libró del servicio militar: el mayor se había casado hacía un año, y ya era abuela María.

Aquella noche acababa de soltar al perro en el corralón y de correr las trancas de las puertas del molino y de la casa, cuando fuertes aldabonazos vinieron á turbar el silencio.

¡Aquel que llamaba no era Frasquillo! Ella conocía bien el modo de llamar de su hijo. Y sin embargo, debía ser algún conocido, porque el perro, que lo había olfateado, no ladraba.

Descolgó el candil del clavo, desde donde ahumaba la pared, y se dirigió hacia la puerta. El que llegaba redobló impaciente el aldabón.

—¿Quién va? —preguntó la molinera.

—Soy yo, Pepe Manteca —repuso una voz malhumorada—. Abre pronto.

Descorrió la mujer el mazo de madera y la tranca; el enorme portalón crujió sobre sus goznes, facilitando la entrada al que llamaba.

Un hombre alto, huesoso, de movimientos bruscos y aspecto huraño, penetró en la casa. Llevaba una vara alta de almendro en la mano, y por entre los pliegues de la faja encarnada se veían el puño de una faca y la culata de un revólver.

Sin dar las buenas noches, sin mirar á la molinera, que le contemplaba atónita, Manteca empezó á recorrer la estancia á grandes pasos, empuñando la vara en actitud de descargar y preguntando siempre:

—¡Tu hijo! ¿Dónde está tu hijo?

—¿Mi Frasquito?—preguntó á su vez la madre—. ¿Para qué buscas á mi Frasquito?

El hombre, sin oírla, penetró en la alcoba; después en el granero; luego en el molino. Registró por todas partes, al mismo tiempo que descargaba la vara sobre los sacos, esparciendo el blanco polvo de la harina en el aire.

—¿Dónde está ese pillo, ese bandido, ese ladrón?

Seguíale la molinera, alentando apenas, con el candil en la mano, vacilante y próxima á dejarlo caer, murmurando con voz doliente:

—¡José, José! ¡por caridad! ¿Díme qué es eso, ó qué le pasa á mi Frasquito?

Se paró delante de ella el hombretón, se echó el sombrero para atrás y mostró sus facciones francas, abiertas, fuertemente pronunciadas y animadas entonces por una expresión de enojo.

—¿Qué pasa? —preguntó con sorna—; ¿acaso no lo sabes tú?

—No; te lo juro —repuso la pobre mujer, alentando apenas.

La miró con atención José, y á pesar de su enojo, la encontró hermosa. ¡Nunca, en los muchos años que se conocían, la había visto así!

El refajo, corto y ajado, se le plegaba al cuerpo, dejando dibujarse unas caderas redondas, y al descubierto una pierna y un pie desnudos, blancos y de forma irreprochable; el corpiño, desabrochado, mostraba una garganta de mármol y unos brazos fuertes, bajo el mantoncillo mal sujeto. La cabeza, libre del pañuelo con que la ocultan las mujeres del campo de Níjar desde el momento en que se casan, lucía un bosque de cabellos negros, enmarañados y bellísimos en su rebeldía, jugando sobre una carita fresca de manzana.

Sin darse cuenta, José suavizó la voz:

— ¡Ah! ¿Conque no lo sabes? ¡Ese bigardo, ese perillán, ese... de tu hijo que me ha robado á mi Isabel!

Irritado de nuevo, volvía á vomitar denuestos é imprecaciones.

Hacía muchos años que estaba viudo, muchos; no se había querido volver á casar, por consagrar todo su cuidado á aquella niña. El era chalán, iba de pueblo en pueblo y de feria en feria; siempre entre gitanos, entre líos, pero no le faltaban buenas monedas de oro. Su hija, era una reina; ninguna tan bien cuidada como ella. No había mozuela que tuviera tantos vestidos ni mantones de Manila: disponía en su casa; su voluntad era virgen y el padre se miraba en ella como en un espejo... Y su hija lo había abandonado; aquella noche, al volver á la casa, la encontró vacía. Era Frasquito, Frasquito, el que le robó su clavel disciplinado; pero se vengaría; lo había de matar... Los juramentos más atroces salían de sus labios contra el hijo de la pobre mujer, que lo escuchaba temblando.

—Cálmate, José, cálmate —le decía ella—. No han abierto ningún libro; los casaremos en seguida; yo me encargo de todo; el molino va bien y no ha de faltarles el pan.

José no se resignaba; no era el casamiento de la hija lo que le producía inquietud. Acostumbrados estaban allí á que los enamorados se juntaran, sin escándalo de nadie y sin darles de comer á los curas para que los bendijesen. Era la falta de la mujer en la casa, la necesidad de verla á su lado, de no estar solo, lo que le enfurecía; por eso se había opuesto al noviazgo y por eso mataría al que le había quitado á su hija.

—Si no está aquí —concluyó— lo encontraré en casa de su hermano. Nada podrá librarlo...

Se dirigió á la puerta . Intentó María detenerlo con su cuerpo, y se puso delante de él.

—No lo mates, José, no lo mates —gimió—; ten compasión de nosotros.

Y lo abrazaba con sus hermosos brazos desnudos, haciéndole estremecer al contacto de su carne.

De unos cincuenta años, alto, enjuto, lo que se llama un buen mozo, José conservaba rasgos de una belleza varonil en el semblante, de ojos grandes y ancha frente sombreada de cabellos grises. La mujercita, menuda, redonda, le llegaba apenas á la barba y le hacía aspirar en aquel abrazo inocente todo el perfume de hembra que rodeaba su cabeza.

Se desasió él bruscamente y se dirigió á la puerta.

Un terror inmenso agitó á la madre.

—¡Virgen del Carmen! ¡Va á matar á mi hijo! —gimió angustiada.

Dejó el candil en el suelo, metió los pies en unas alpargatas, que no se entretuvo en atar, y salió al campo detrás de José, arrebujándose con el raído mantoncillo, y repitiendo entre sollozos:

—¡José, José, por caridad! ¡Detente! ¡No mates á mi hijo! ¡José, José, por caridad!...

Seguía él impasible, murmurando maldiciones y amenazas á cada tropiezo del camino.

El otro hijo vivía lejos; habían de recorrer más de una legua.

Brillaba la luna en un cielo claro, entre las estrellas pálidas, y un ambiente otoñal envolvía el campo. Un panorama de ensueño se dibujaba á lo lejos; los objetos se marcaban con líneas fantásticas en la sombra, que no era bastante densa para dejar de ver los matices de los rastrojos segados y de las hierbas nacientes.

Dormía el puebleciilo á los pies del cerro donde se alzaba el molino, cuyas aspas, paradas por falta de viento, tenían desplegadas las velas para recibir la brisa de la mañana, con el ansia de la desposada que, envuelta en velos blancos, espera el primer beso de amor.

De vez en cuando el ruido de un reptil arrastrando sobre las piedras su piel de escamas ó el lejano ladrido de un perro, interrumpían la dulce música misteriosa de los campos.

Y seguía José su carrera con la vara en la mano y las armas en la faja, sin hacer caso de la pobre mujer que, tropezando con las piedras y las cintas de sus alpargatas, le seguía siempre cayendo y levantándose, mientras murmuraba con voz suplicante:

—¡José, José, por caridad, no mates á mi hijo!

Poco á poco el odio iba entrando en el alma de ella. Si tuviera un arma podría matarlo impunemente.

Contemplaba su figura destacarse entre el claro de luna. Era buen mozo, eso sí, y hasta lo había encontrado simpático; pero en aquellos momentos lo mataría de buena gana para librar á su hijo.

Ideas bien distintas agitaban á José; sentía subírsele á la cabeza un perfume femenino, que emanaba de la molinera. Cada vez que la oía tropezar con las piedras, recordaba los lindos pies blancos casi descalzos; y si la dejaba ya seguirlo, suplicante, era por el deleite de escuchar la vocecita mimosa, repitiendo: «¡José, José!».

Después de todo, ¡qué diablo! La mujer tenía razón; si los muchachos se querían, habían hecho una cosa muy natural... Pero su casa sin mujer...

De pronto José se detuvo, como si viera escrita en el aire una idea salvadora.

La molinera seguía en tanto su plegaria.

—Escucha, María —dijo él deslumbrado por la blancura azulina que arrancaba la luna á las duras carnes de mármol—. Yo perdonaría á tu hijo, si tú vinieras conmigo. Hace falta una mujer en mi casa. El molino para los muchachos; tu para mí...

—¿Qué dices, José? —preguntó ella desconcertada.

—Que te quiero y me hace falta una mujer en mi casa.

—Pero yo, José... mis años... mis hijos... ¿Cómo pudiera perder así la vergüenza?...

—Bien, bien, no te fuerzo; ¡pero á ese granuja que me robó á mi hija!...

Blandió amenazador la vara, y volviéndole la espalda siguió su camino.

Continuó Maria en pos de sus huellas, y entre su llanto hizo la observación de que el chalán era un buen mozo, joven aún; casi le parecía que tenía razón de enfadarse así por el abandono de la hija.

—¡José, José! —llamó.

—¿Qué quieres?

—Ten compasión... si es preciso... yo me iré contigo.

—Bueno; los chicos hacen su gusto y nosotros el nuestro. ¡Cambio hija por madre!

Se acercó á la pobre mujer y la estrechó entre sus brazos; gimió ella inclinando la cabeza, y la boca del chalán buscó sus labios rojos. Suspiró María un beso de sumisión como hembra resignada á la doble cadena de la fuerza del macho y de sus propios deseos.

La luna fué la lámpara que iluminó con su luz blanca desde la bóveda azul aquel lecho nupcial de hierba y tierra.

Alma de artista

I

Selma cambió el sencillo traje de calle por una bata de seda azul, restos de su pasada opulencia.

Con sus zapatitos de raso blanco y su cabellera color de castaña madura, caída en revueltos rizos sobre la espalda, tenía el aspecto delicado y grácil de una niña.

Ángel la miraba tristemente hundida en su butaca, cerca del balcón, en aquel hotelito de la Caleta, donde había ido á buscar el aire del mar y el clima templado de Málaga. Sobre la palidez de cera mate extendida sobre su rostro se destacaba la rizada barba y la nariz aguileña, con esas líneas que caracterizan á la raza semítica. Parecía un Cristo demacrado por el ayuno.

La terrible tisis iba disecándole el cuerpo, una delgadez estrema parecía tallar sus nervios, y su cabellera rizosa caía en bucles sobre la frente tersa y bella. Aun lucía en sus ojos grandes la mirada dominadora del genial tenor que fué aplaudido en el mundo entero; aun sus labios conservaban un gesto de arrogancia.

Selma cogió el cestillo de la costura y se sentó en una sillita baja á los pies del artista.

—Deja eso —dijo él con un gesto de disgusto, señalando la labor.

La joven no contestó y se apresuró á obedecer sonriendo. El brillo de las lágrimas iluminó los ojos del enfermo.

—¡Qué injusto soy, Selma mía! Tienes necesidad de trabajar y te lo impido... Ya no somos ricos.

—No pienses en eso...—dijo ella con voz suave—; no es cosa precisa.

—La vida tiene burlas muy crueles, Selma; los artistas debían morir sin conocer las miserias ni las enfermedades... en plena gloria.

La joven le acarició dulcemente la mano.

—¡Qué buena eres! —siguió él—. ¡Cómo me compadeces!...

—¡Compadecerte! No, Ángel, no pronuncies esa palabra; cuando se compadece no se ama. Amar es admirar.

—¡He estado tan ciego!

—La gloria te deslumbraba... ¡Es tan natural sentirse halagado por el amor de las mujeres y la envidia ó la admiración de los hombres!... Eras un dios que se dejaba adorar adorando...

—Y que cruel, como todos los dioses, hacía sufrir á los que me amaban.

—No, no, yo no sufría; me sentía siempre dueña de tu corazón. Aquellas pasiones pasaban y yo continuaba siendo tu confidente, tu compañera... Perdóname, Ángel; yo no he amado en ti al hombre, he amado al genio...

Sin darle tiempo para responder continuó con coquetería encantadora:

—No te niego que he tenido celos, pero unos celos salvajes y extraños; no eran celos de las mujeres... eran celos de la gloria... miedo de que te hiciera traición... Cuando tu cabeza reposaba en mis brazos, yo experimentaba un goce supremo, extrahumano; me sentía orgullosa de acariciar la cabeza donde dormía el genio que asombraba al mundo; deletreaba las ideas grandes al través de tu frente. ¡Ese placer no lo ha sentido ninguna mujer más que yo!... Después, en tu alejamiento, en mi amargura, el recuerdo de tus triunfos inundaba mi alma de una alegría infinita. Estaba segura de que en los momentos más solemnes pensabas en mí, en el alma capaz de comprenderte... Y tu voz querida cantaba en mi oído la canción de la primavera... La canción primera que escuché de tus labios, ¿recuerdas?

¡Oh! Sí recordaba. Veía en su imaginación el teatro de San Carlos de Nápoles, resplandeciente, lleno de luces. Un público apasionado, entendido, que le vitoreaba con entusiasmo, y aquella niña, vestida aún de corto, que se desmayó en su palco al acabar la Canción de la Primavera, de Wágner.

Obligado por la cortesía á interesarse por su salud, se conocieron y se amaron. Selma pertenecía á la aristocracia italiana, era huérfana, y el tío que le servía de tutor le hubiera legado una cuantiosa fortuna. Lo abandonó todo para seguir á su amado: posición, esperanzas, virginidad, belleza, todo le parecía poco para sacrificarlo á su dios. Sufrió junto á él con paciencia su tiranía de hombre y su desamor de artista... Cuando la enfermedad obligó á Ángel á retirarse del teatro, cuando le hirió la amargura de la ingratitud que olvida hoy lo que adoraba ayer, sólo Selma permaneció fiel á su lado, admirándolo siempre... Entonces el egoísmo, quizás una justicia tardía, despertó la pasión del artista hacia aquella mujer tan amante y tan desinteresada.

Ángel tenía en Málaga una hermana y un sobrino. En los días de suerte había comprado un hotel en la Caleta, un capricho de millonario que constituía ahora toda su fortuna. Retirado en él con Selma, rechazaba los halagos de la sociedad, que se lo disputaba, y del cariño hipócrita y dulzón de su hermana.

Aquella noche se sentía peor: era una opresión y una angustia extraña. Frecuentes golpes de tos sacudían su cuerpo y una espuma amarilla asomaba á sus labios. Selma, alarmada, le rodeó con sus brazos.

—No te asustes, no temas—dijo él—; has de estar preparada... esto no puede tardar... Y lo siento... ¡Soy tan feliz ahora! ¡Te amo tanto!

La joven lloraba en silencio.

—La separación será corta —dijo—; te amo como á mi alma, como á mi pensamiento... Yo te seguiré.

—Te creo, Selma mía; pero hemos de pensar en algo que no nos ha preocupado hasta ahora. No estamos casados. Mi hermana es una gazmoña egoísta. ¿Qué será de ti después de mi muerte?

—No me hables de eso...

—Sí, es preciso... Además, quiero dejarte mi nombre... mi última prueba de amor.

Las lágrimas ahogaban la voz de Selma.

—Escucha —siguió Ángel separando dulcemente la cabeza que ella había dejado caer sobre su pecho y acariciando los rizos de acero—, escucha: estas emociones me hacen daño; siéntate al piano y toca el septimino de Beethoven y la Canción de la Primavera, de Wágner, símbolo de nuestras alegrías. Celebremos nuestra fiesta de boda.

Desde donde estaba sentado Ángel no podía descubrir la tierra. La habitación se asemejaba al camarote de un buque. La inmensidad del mar se extendía ante sus ojos, confundiéndose en el horizonte con el cielo azul obscuro claveteado de luceros.

El piano estaba junto al balcón, y sobre aquel fondo la figura de Selma se recortaba de perfil, con los ojos brillantes, sueltos y juguetones los rizos.

La luna dejaba caer sobre ellos su luz macilenta dándoles tonalidades de oro y de acero y envolviendo su silueta en sombras de contornos vagos y misteriosos.

La música de Beethoven resonaba dulcemente con toda su melancólica grandeza. Ángel procuraba apagar la tos que sacudía su pecho, para escuchar con religioso arrobamiento. Su alma de artista se ensanchaba para recoger toda aquella luz, toda aquella poesía del arte, la Naturaleza y el amor.

El arrobamiento era tan grande, que en uno de esos gritos de poesía que se exhalan de una frase musical, insostenible por su misma grandeza, Ángel lanzó un gemido de angustia y Selma corrió á su lado preguntándole asustada:

—¿Qué tienes, amor mío?

—¡Oh! ¡Selma, Selma!... no interrumpas estos momentos de sueño y de ventura. Mi alma sigue anhelosa esos sonidos que se engendran y pasan vagando tristemente, como almas que no encuentran un cuerpo en donde encarnar... Por eso la música produce tan honda emoción. ¿Dónde van esos seres que llamamos sonidos?,.. ¿Pasan? ¿Se desvanecen? ¿Mueren? No; son demasiado bellos para perderse así.,. Yo los sigo, los distingo, los escucho alejarse entre las vibraciones del éter y formar la armonía dulcísima que envuelve el mundo. Los escucho en el silencio del campo en una noche primaveral; forman el fragor de la tempestad y la música de la Naturaleza; estallan cascadas de notas en las sonrisas de las flores, en el zumbido imperceptible de los millares de insectos que juegan con los rayos del sol... Selma mía, dentro de nuestras almas viven también esos sonidos misteriosos, y los oímos cuando un sentimiento grande nos agita. ¿No has escuchado muchas veces melodías en tu alma? Cantos, anhelos, sueños, aspiraciones y heroísmos... Sí; hay países de luz, tierras extrañas, dioses creadores que viven dentro de nosotros. Sin duda son esos seres alados que el genio engendra y que pasan fugaces y breves, pueblan el aire, dan alma al universo y vienen á anidar en nuestra misma alma...

Pálido, con expresión de cansancio, Ángel hablaba lentamente, como si delirase; en su acento había la dulce cadencia de un canto, y sus ojos grandes, muy abiertos, se hundían en el cielo azul, como si quisiera ver los sonidos en un misterioso más allá.

Besó Selma la frente de iluminado del artista, con el corazón angustiado por una impresión dolorosa.

—¿Dónde irá mi alma, Selma mía? ¡No sé, no sé nada ya!... Me parece que ha de volar unida á esas notas; que no morirá si tú haces que la acompañen á regiones de luz... Toca, toca... no te interrumpas más.

Volvió al piano la joven, y una música extraña acarició al moribundo. Los dedos de Selma preludiaban trozos de obras maestras, mezclados, confundidos... composiciones del momento, quejidos, besos, suspiros, risas, aleteos... Ya eran las notas graves de un Miserere, ya los ecos dulces de un canto de amor; tan pronto resonaban vibrantes y valientes, como canción guerrera, tan pronto tristes, como un lamento de dolor; ora eran enérgicos é inspirados, como una profecía, ora apasionados y dulces, como el acento de la esposa de los Cantares... La voz del enfermo, tan potente otras veces, se unía ahora, ronca y débil, cortada por el estertor y la tos, á la música extraña que le recordaba sus luchas y sus pasiones... el perfume de toda su alma.

Durante una hora el encanto se prolongó; el enfermo, fatigado, cesó de cantar, y una respiración jadeante conmovía su pecho. Selma, asustada, dejó caer las manos sobre el teclado, produciendo un ruido estridente.

—No—suplicó Ángel—; sigue, te lo ruego; déjame morir así, como artista... ¡Dame esa última felicidad!...

La joven vaciló un momento; su corazón latía con fuerza; quería correr y arrodillarse al lado de aquel hombre, su amor, su ilusión, su vida...

—Sigue, te lo ruego—repitió él con voz más débil.

Hizo Selma un esfuerzo violento. Clavó los ojos en el cielo y sus manos empezaron el canto de amor de Tristán é Isolda.

Con el cerebro delirante y el corazón oprimido, escuchaba la respiración cada vez más débil de su amante. Aquel era el último consuelo que podía darle, y la joven repetía la música de Wágner, cuyas notas habían de acompañar, como sublime oración artística, el alma del moribundo.

Hubo un momento en que los dedos de Selnia no pudieron seguir, y una nota discorde interrumpió la armonía... Ninguna voz se dejó oir... el maestro y a no protestaba,.. Horrorizada, se levantó del asiento. Ángel parecía dormido; sus facciones tenían el encanto de un dolor tranquilo, sin contorsiones, como el del Cristo de Velázquez. Selma se inclinó para besar su frente... ¡Una frialdad de mármol le heló los labios!... ¡Su amado había muerto!...

La infeliz abrazó aquel cuerpo querido y quedó desmayada en sus brazos. La luna alumbraba el grupo de muerte, que parecía un grupo de amor. La labor comenzada por Selma estaba á su lado, el piano abierto, la luna reía juguetona, dibujando franjas desplata en las aguas del mar, que venían á reflejarse en los cristales produciendo suaves espejismos... Todo era allí un canto á la vida...

La Naturaleza, piadosa, ocultaba el horror de la muerte.

II

Los carruajes se detenían ante la verja del hotel. Se contaba en la ciudad aquella extraña muerte, y las censuras más acerbas se vertían contra la pobre Selma.

La buena sociedad estaba escandalizada. Aquella mujer, tan atendida en bailes y reuniones, que parecía tan casta y tan buena, no era la mujer del artista. Lo había dejado morir así, amancebado, en pecado mortal, sin avisar á su hermana... Los vecinos habían escuchado sonatas extrañas toda la noche en que agonizó el artista. Ella lo había dejado morir sin los auxilios de los sacramentos, y aun había querido oponerse á que entrara la parroquia en su casa y rezasen el rosario.

Por fortuna, el sobrino del muerto, un chico abogado que se pasaba de listo y tenía sus sospechas acerca del matrimonio de su tío, logró el convencimiento de que no era casado ni dejaba testamento. Selma era una extraña á la que podían arrojar á la calle.

La escena fué terrible: aquella mujer chiquitita, delicada y dulce, se revolvió como una fiera abrazada al cadáver de su amante... El agotamiento de fuerzas la venció al fin. Presa de terrible calentura, la pudieron encerrar en el cuarto de los criados... hasta que la llevaron al hospital.

Doña Dolores y su hijo se instalaron en seguida en el hotel ¡Lo que habían tenido que arreglar para rezar allí el rosario! ¡Por todas partes pinturas y estatuas desnudas!

—¡Pobre hermano!—sollozaba doña Dolores—; ¡qué desgracia tan grande la suya, por no haber dado con una mujer decente!...

Iban llegando las damas que en otro tiempo solicitaban la amistad de Selma, implacables entonces y contentas de poder humillar á aquella mujer tan bella y tan artista. Era el último día de novenario, y había cierta curiosa ansiedad por saber si era cierto que aquella aventurera marchaba de nuevo á su país. ¡Era tan atractiva, gustaba tanto á los hombres! Muchos hasta se habían atrevido á defenderla hablando de su desinterés y de su generosa imprevisión. Algunos la compadecían como si tuviera un dolor sincero. Las mujeres estaban inquietas por su porvenir... ¡Si aquella perdida pensaría en sustituir al difunto!

La amplia sala del hotel, tan alegre en las pasadas fiestas, tenía un aspecto triste. Faltaban los cuadros de las paredes, dejando al descubierto los huecos que ocuparan; los pedestales no sostenían estatuas y las mesillas estaban sin los juguetes y bibelots que las cubrieron. Corridos los portiers, cerradas las ventanas, á la luz escasa de una lámpara, se iban sentando alrededor de las paredes todos los invitados. Juntas las damas serias, formando un grupo cerca de la puerta las jovencitas, deseosas de ser vistas mejor por los muchachos que se agrupaban en la antesala y cambiar alguna seña, disimulando la loca risa que les producía cuando la solemnidad del rezo era interrumpida por la salida de tono de alguna soñolienta devota.

El testero principal lo ocupaban varios canónigos, amigos de doña Dolores y de las damas de San Vicente que acudían al rezo. Estaba allí toda la aristocracia de la población. La marquesa de Squigram, que entró de niñera en casa de su señor y salió de dueña, consiguiendo casarse con el viejo en su lecho de muerte gracias á la intercesión de un benévolo canónigo que hablaba todos los días del infierno á la cabecera del enfermo. La alcaldesa, mujer de abultado seno y amplias caderas, cuya madre se había escapado con el cochero de la casa; la señora del maestro, cuya amistad con el cacique conservador no era un misterio para nadie; la del fiscal, que decían miraba con buenos ojos á Pepito Martínez, el abogadito pretencioso en el vestir que protegía su marido; la madre del médico, viuda de tres maridos y aun con peluca y dientes postizos en busca del cuarto; la cuñada del magistral, que se consolaba de la enfermedad de su esposo con el dueño de la tienda de la esquina; las hijas de confesión de aquellos reverendos padres; Paquita Jiménez, favorecida en exceso con la amistad del obispo; una profesora pedante, que debía su empleo al retiro de los amores de un personaje madrileño; y Juanita Ayuso, una ricacha tonta y chismosa que se gastaba el dinero entre frailes y asociaciones, despótica y egoísta con los pobres, humilde con los santos, por el egoísmo de ganar su pedazo de cielo.

Empezó el rezo. Después del acto de contrición, la voz grave del padre Cervantes dijo con solemnidad: «Primer misterio», y después de conmemorar un dolor de María empezó con tono acompasado, mecánico, soñoliento:

Padre nuestro, que estás en los cielos...

El pan nuestro de cada día... —rezaron los oyentes al final de la primera parte de la oración dominical.

Dios te salve, María... —continuó el padre, hasta terminar la advocación del ángel.

Santa María...—ganguearon adormiladas las devotas...

Y volvió á repetirse el Ave y contestaron Santa María las rezadoras, hasta pasar el primer diez del rosario.

Dios lo lleve al cielo —dijo al fin el canónigo con el mismo acento mecánico.

Amén...—contestó la voz indiferente del coro.

Doña Dolores, balanceando entre el sueño la cabeza, creyó llegado el momento de lanzar un ruidoso suspiro por su hermano, con acento tan falso, que los jovencillos se pellizcaron los brazos para ahogar la risa.

Empezó el segundo diez. Esta vez las devotas rezaban el Ave y el canónigo repetía la deprecación. Muchas se equivocaban, y el cadencioso ritornello perdía su ritmo musical. Otras aprovechaban los momentos para charlar.

Dios te salve, María, llena eres de gracia... (aquí bajando la voz y cambiando de tono.) ¿De modo que dice usted que Selma salió del hospital...

—(Alto). Dios te salve, María... (¿Y es verdad que se embarca?...).

Dios te salve, María, llena...

—(¡Esta noche!)

—(Le ha dado dinero doña Dolores para volver á su tierra.)

Dios te... (¡Qué suerte tiene esa bigarda en dar con gente tan buena!)

Dios te salve... (Nadie la ha querido recibir ni dar trabajo.)

—(¡La muy perdida!)

—(¡Cuando recuerdo que se reunía con mis hijos!)

Dios lo lleve al cielo.

Amén.


* * *


El eco de una sirena lejana vino á mezclarse á las preces. Un vapor salía del puerto de Málaga, cortando las aguas con su hélice y dejando sobre ellas una estela de encaje. De pie, junte á la barandilla de popa, una mujer vestida de negro, envuelta en un gran velo de crespón, permanecía rígida, indiferente á cuanto pasaba cerca de ella, absorta en sus pensamientos, mientras contemplaba la ciudad, que parecía agrandarse conforme se alejaba. Se veían los mástiles de los barcos surtos en el puerto como una verja gigantesca, y más allá, las calles, las plazas, paseos y jardines, torres y chimeneas, que se iban esfumando en un plano. Pasaban cerca de la Caleta. El hotelito de Ángel, situado junto á la orilla, se distinguía á la luz agonizante del crepúsculo con todas las ventanas cerradas... La de la esquina pertenecía á la alcoba mortuoria.

La sirena silbó como una despedida á aquella mansión de amores y de duelos... La mujer infeliz tendió los brazos hacia tierra como si quisiera detener la visión. El velo cayó sobre la espalda, y la linda cabeza de Selma brilló con sus reflejos de acero á la luz de las estrellas.

Un sollozo agitó el pecho de la desdichada, que emprendía la dolorosa peregrinación sola, triste, rechazada por los hipócritas que elevaban en aquel momento vanas preces por el hombre que ella supo hacer feliz.

El vapor corría; la costa se borraba; se unían agua y cielo en la obscuridad de la noche... Selma, rígida como la estatua de Niobe, tendido al aire el velo y los rizos de sus cabellos que le azotaban la espalda, la nuca y el rostro, agitó un pañuelo blanco en la obscuridad... Decía adiós á una sombra querida; se despedía para siempre de sus sueños... de sus alegrías... de sus esperanzas...

Ningún saludo contestó al suyo: la brisa de tierra traía el eco de ladridos de los perros de la vega y del tañer de las campanas en los templos católicos... El vapor seguía apartándose de allí, para internarse en las puras regiones del aire y de las aguas... donde no moran los hombres.

El viejo ídolo

Míster Swift estaba pensativo, ensimismado. Hacía ya tres años que dejó á Europa para encargarse de la dirección de una de las compañías que realizaban trabajos de exploración en Colombia.

Eran dos poderosas sociedades inglesas rivales, que merced á contratos celebrados con el gobierno de la República, buscaban de un modo seguro y paciente aquel fabuloso El Dorado, que tanta sangre costó á los arrojados y aventureros conquistadores latinos.

Trataba una de las poderosas compañías de desaguar la laguna de Guatavita, situada en la cima de una montaña, en el antiguo cráter de un volcán.

Era allí donde, según la tradición, los jefes de tribu, los guerreros y los monarcas acudían con sus brillantes comitivas, adornada de plumas la cabeza, cubierto el cuerpo con aceite precioso y polvo de oro, en las fiestas celebradas en honor del Sol.

Arrojaban sus riquezas al fondo de las aguas y se bañaban en aquella laguna sagrada para limpiar sus cuerpos y sus espíritus de todas las impurezas. Como si á igual edad del mundo correspondieran á los hombres semejantes ideas, aquellos indios simbolizaban en el desprendimiento de las riquezas y en las aguas que limpian de toda mancha una especie de bautismo y de austeridad cristiana.

Pero la opinión respecto al sitio donde se verificaban estos ritos no era unánime. Muchos viejos indios habían contado á sus descendientes que las riquezas no se ofrecían al Sol, sino á Bochica (el Principio de todas las cosas), cuyo templo estuvo en lo más alto de los Farallones de Guatavita, enormes rocas de la última estribación de la cordillera oriental de los Andes, y que el hecho de dirigirse las procesiones á la montaña había inducido á creer que las ceremonias tenían lugar en la laguna.

Sin embarco, la tradición de la laguna parecía confirmarse: la compañía que la registraba había encontrado ya numerosas figuras de ídolos en forma de sierpes y dragones, lápidas con inscripciones en una maravillosa tinta negra, esmeraldas y trozos de oro. Sin duda el desagüe daría el resultado apetecido, pues era lógico que los metales y piedras preciosas estuviesen ocultos bajo el fango.

La compañía que dirigida por míster Swift exploraba los Farallones, nada había hallado aún; cada nuevo descubrimiento en la laguna era una probabilidad menos de éxito para ella, El joven ingeniero seguía los trabajos con una fe digna del descubridor del Continente, cuyo nombre llevaba aquel Estado, pero los trabajadores empezaban á cansarse de la labor estéril entre las grietas y enormes precipicios de la montaña, centinela de la parte civilizada de Colombia, á cuya vertiente oriental se extendía la sábana inmensa de la llanura salvaje é inexplorada, donde rugen las fieras y pasean como soberanas su piel de acero las serpientes. Aun se conservaba allí el país de leyenda: los ríos arrastrando oro en sus arenas y llenos de caimanes; las hordas de indios indómitos, salvajes, señores de la hermosa libertad por la que en vano suspiran los civilizados, esclavos del metal que ellos desprecian, y de leyes que ni necesitan ni conocen.

Los banqueros de Londres empezaban también á cansarse de las continuas demandas de dinero: de seguir así, sería preciso suspender los trabajos... Aquello era la muerte de todos los sueños de riqueza y poderío acariciados por míster Swift. Alguien en Europa esperaba con fe su vuelta, y él quería llegar con los honores del vencedor, no con la humillación del vencido.

Pocos días antes las cosas parecían hacer cambiado. En una de las rocas más altas y de más difícil acceso, donde hacían su nido los cóndores, se veían ruinas de un antiguo templo. Era el templo de la leyenda á cuyo píe se abatían las nubes.

Las excavaciones empezaban á dar resultados. Salían de la tierra pedazos de inscripciones, láminas de metal, barritas y polvo de oro en profusión. ¡Hasta algunas esmeraldas! ¿Sería aquel El Dorado famoso? Swift sintió deseos de escarbar él mismo con las manos, de apartar rocas y escombros para ver lo que se escondía en las entrañas de la tierra.

Fué indescriptible la emoción de todos al descubrir la imagen de un antiguo ídolo, enorme, tosco, de granito vulgar y groseramente labrado: parecía más bien una informe mole de piedra. Después de muchos esfuerzos se logró descubrir gran parte de la figura del antiguo ídolo indio y pudo reconocérsele bien. Era Bochica (el Principio de todas las cosas), aquel cuyos templos se llenaban de riquezas. Los exploradores y el joven ingeniero sentían latir sus corazones de codicia y de esperanza. En el hueco que iban descubriendo asomaba la mitad de la piedra en que estaba esculpido el grotesco dios. Era un peñón enorme en figura de elipse; cerca de una de las puntas dos agujeros redondos marcaban los ojos; la boca era una abertura hecha á martillazos y un triángulo formaba la chata nariz.

Más abajo dos líneas, abiertas en los extremos como hojas de palma, figuraban los brazos y las manos, cruzadas sobre el panzudo vientre; unas ancas en figura de rana, remedaban los pies y las piernas, dándole un vago aspecto de figura humana. Era aquel el ídolo supremo, el que en la semejanza que se observa en todas las teogonías ocupaba para los indios el lugar de Creador, como el Sol era el vivificante.

Si aquel era el templo famoso de la montana, no estarían lejos los inmensos tesoros de que se hablaba. Swift sentía miedo al pensar en la aparición de aquellas riquezas, en un país desierto, entre hombres mercenarios. Cada uno de ellos pensaría en huir cargado de oro y piedras preciosas, mejor que en seguir trabajando para la compañía, por grande que fuese la recompensa que se les ofreciera. El oro y la sangre van por regla general siempre juntos; hasta en los ríos que lo arrastran en su corriente toman las aguas color de escarlata. Si aquellos hombres que lo acompañaban sentían el vértigo que rodea al oro de un velo rojo, ¿cómo podría oponerse á sus designios? Sería una víctima ignorada de su lealtad. Ni aun su cadáver aparecería entre aquellos misteriosos precipicios. Quizás le creerían también traidor... El joven ingeniero sentía cubrirse su frente con el sudor frío de la angustia, ante la perspectiva de la aparición de aquellas riquezas tantas veces ansiadas.

Se decidió á solicitar el concurso de las autoridades, y obtuvo del gobernador una guardia de soldados, hijos del país, incapaces de traición, que se trasladaron á los Farallones contentos con la perspectiva de una buena recompensa, y los trabajos continuaron con nuevo impulso.

Aquella noche míster Swift, sentado cerca de la puerta de su tienda, no podía conciliar el sueño. Las nubes, más bajas que la cima de las montañas, se extendían á sus pies como una alfombra de gasas que lo separaba del mundo; las estrellas brillaban con luz más viva, sin que apagasen su fulgor los vapores de la humedad y de las capas densas de la atmósfera; la vía láctea, vivero de los mundos, partía el intenso azul del cielo con su franja de luz.

Swift se hallaba preocupado, inquieto. ¿Se realizarían sus aspiraciones? ¡Qué mundo de ilusión hacía renacer el descubrimiento del pobre Bochica, el grotesco ídolo de piedra, que representaba la caricatura, la mueca de las religiones muertas!...

¡El debería adorar á aquel Dios si las realizaba!

Allá en su casita de Glasgow, la figura de Bochica ocuparía el altar de los antiguos dioses lares, en el gabinete azul de una mujer tiernamente amada.

Sentía compasión inmensa por aquel dios cesante, sin culto ni adoradores, símbolo triste de la religión universal, del deseo de esclavitud que hace á los hombres fabricar ídolos.

Pensaba Swift en los dioses que no han muerto, en los que serán eternos: las Venus, los Apolos, los Hércules de mármol encerrados en las salas de los museos, sin culto ni altares, pero admirados siempre por la belleza de sus formas. Eran hijos de una religión que no anonadaba el espíritu con misterios incomprensibles; de una religión humana, que alzó sobre los altares la hermosura y la fuerza. Casi todas las estatuas célebres habían sido guardadas con amor en las entrañas de la tierra. Recordaba á la divina Afrodita, admirada por él tantas veces en el Museo del Louvre, en el fondo de su gabinete rojo, triunfadora, espléndida é inmortal incitando á la vida y al amor con la sana belleza de su cuerpo hermoso. Aquella diosa había dormido siglos en la pequeña isla de Melos, para volver á alzarse como soberana de la hermosura, ante la admiración del mundo, vencedora de todo lo sobrenatural y misterioso.

Pero aquel pobre Bochica, ¿para qué resucitaba? ¿No era una ironía de la madre tierra volver á la luz aquel monstruo, aborto de la imaginación de sus hijos?

Lo volvía á la vida para causar la mueca del desdén ó la risa. El no ocuparía siquiera un puesto en los palacios de las Bellas Artes; se le enseñaría como curiosidad en el Museo Británico.

Quizá la Naturaleza lo mostraba soberbia á los hombres para decirles: «Mirad qué pequeño os parece lo que vuestros padres creían grande. Del mismo modo reirán de vuestros ídolos los siglas venideros. Sólo yo soy siempre grande, siempre hermosa, inagotable en mis tesoros, en mis ríos, en mis coronas de flores y de mundos. Sólo yo soy digna de ser adorada, porque sólo yo soy inmortal, eterna.»

Sentía una gran compasión por el ídolo, como si las piedras talladas guardasen el alma de los artistas que les dieron forma. Creía haber visto á las estatuas palpitar con el calor de la mirada de otro artista, circular la sangre bajo su piel de mármol y estremecerse de impaciencia, de deseos, olvidadas en las salas polvorientas. Todo objeto de forma humana es un ser que vive una vida más ó menos compleja, pero vive. Se explicaba así el mito de la creación del hombre, recibiendo alma, en la forma de arcilla hecha por un artista perfecto. Se explicaba así también el amor de los niños á las muñecas. ¿Acaso no les amaban ellas? Creía haber visto sonreír á las muñecas al aproximarse los niños que las acariciaban. Sí; la adoración, la súplica, el pensamiento de tanta gente, de generaciones enteras, debió infundir vida y espíritu á los ídolos...

Y seguía compadeciendo al pobre Bochica, muerto entre los escombros de su templo, en la cima de aquella montaña más alta que las nubes, donde sólo anidaban los cóndores y donde el egoísmo y la codicia del hombre iban á turbar el silencio y la soledad. Era el último resto de un culto perdido en la lejanía de los tiempos. Sus adoradores habían sido exterminados: sólo quedaba un recuerdo de su memoria, merced á la leyenda deslumbradora de El Dorado...

Lució el sol casi sin crepúsculo, y Swift, cansado de la noche de insomnio, se reunió á la brigada de trabajadores que iban á continuar la excavación.

Al aproximarse á la fosa de Bochica un grito de asombro escapó de todos los labios. ¡La fosa del viejo ídolo estaba cubierta de flores! En la tierra recién movida había huellas de pies descalzos y de cuerpos que se arrastraron como sierpes, Las huellas se perdían hacía la vertiente de los llanos, donde habitaban las tribus de indios salvajes, de hombres libres... ¡Aun se conservaba el culto de aquel dios!

Era conmovedora la figura grotesca, vieja, carcomida, empolvada, que desaparecía bajo la lluvia de flores del trópico. ¿Cómo habían llegado allí sus adoradores? ¿De qué manera extraña se supo su aparición? Swift miraba supersticioso al dios con su boca rajada, la hendidura de sus ojos y la nariz chata; parecía sonreír contento... como sonreían las muñecas cuando las acariciaba siendo niño.

—¡Oh! —murmuró—. ¡Bochica vive aún! ¡Ningún ídolo muere jamás!... ¿Para qué les forjamos?

Como si su pensamiento fuese entendido por el dios, las rosas de la frente cayeron sobre el pecho, y le pareció ver una expresión de angustia en las facciones de piedra. ¡Pobre ídolo impotente! ¿Sentía el dolor de haber sido creado como nosotros la tristeza de crear?... Y su pensamiento se abismó en el misterio de las cosas...

Los trabajadores, después de inútiles pesquisas, se dirigieron hacia el viejo Ídolo, para despojarlo de sus adornos. Swift les detuvo con un gesto, ordenándoles continuar en otro lugar la obra. Quedó solo, silencioso, sin separar la mirada de la faz estúpida de Bochica, aun más grotesco entre aquellas flores frescas y lozanas, último tributo de sus adoradores, las cuales, como una oración, elevaban sus perfumes en el aire inmóvil.

¡Ay del solo!

Vae soli!

Eccles., cap. IV, v. 10.


Los veía todas las mañanas durante esos días otoñales en que el cielo de Madrid finge sonrisas de primavera; sentados frente al borde de las aceras, la larga fila de vendedores ambulantes se extendía á lo largo de la calle.

Antes de volver la esquina, en lo más ancho de la plazoleta, bajo los árboles casi desnudos que se desprendían lentamente de sus hojas, estaba el puesto de libros viejos, pretenciosamente alineados los de texto, encuadernados y voluminosos. Recordaban con su aspecto la ciencia adocenada y la mediocre burguesía de los catedráticos que los escribieron para rodar de mano en mano de una á otra generación de estudiantes, á los cuales se da todos los años patente de sabiduría por repetir de memoria unos renglones. Cerca de estos libros científicos se apilaban las novelas de folletín y de entregas, con las hojas grasientas ó rotas en su mayoría, y algunos ejemplares modernos, en cuyas anteportadas podían leerse las dedicatorias de inexpertos autores á tal cual crítico ó periodista.

Una mesilla de flores tristes y descoloridas, sobre las cuales caían como lágrimas de la Naturaleza las resecas hojas de los árboles, unía estas petrificaciones del pensamiento que repercute en las aulas de las universidades al kiosquillo donde se ofrecen los periódicos con su incitante olor de tinta fresca. Vuelto el recodo de la acera, las opulentas cestas de bellotas extremeñas, con su luciente cáscara de nogal bruñido, esparcían al sol sus tonos calientes, pareciendo alegrar con una evocación de montañas distantes a los cientos de pajarillos prisioneros dentro de sus jaulones, que revoloteaban mostrando el delicado plumón polícromo escondido debajo de las alas.

Frente á la primera cesta se sentaba todas las mañanas una vendedora chatilla, regordeta, bajita, de mejillas amoratadas, que daba constantemente el pecho á un pequeñuelo sonrosado y blando como un rollito de manteca.

El chiquitín separó la boca de púrpura del botón del seno de la madre, tendió loa bracitos hacia la jaula de los pájaros, y se agitó con movimientos tan graciosos y ligeros como los propios jilguerillos.

—Mira, Cacique —exclamó la madre dirigiéndose al muchachuelo que vendía los pájaros—, dale uno á mi pequeñín.

El Cacique estiró el pescuezo dentro de la bufanda mugrienta enrollada á su cuello á modo de collarón, y moviendo el cuerpo con la lentitud del adolescente envejecido y sin jugos, cogió una jaula y la levantó hasta la altura de la cabeza del niño, que echaba hacia atrás el cuerpecito, asustado por el ruido de las alas al chocar contra los alambres.

—Anda, dile á tu madre que te compre uno —dijo, como si el pequeñuelo lo pudiese entender.

—Espérate á que nos toque la lotería —repuso la mujer riendo.

El chiquitín se había repuesto del susto, y en sus ojazos muy abiertos se reflejaba la expresión de un deseo, que le hacía tender las manilas temblantes hacia la jaula.

Dos señoras ancianas, con trajes de merino negro y capotas de bridas, cruzaban, cogiditas del brazo, bajo un enorme quitasol.

—¡Escucha las señoricas! — gritó una bellotera—: hacen bien en taparse, no les vaya á dar el sol.

—Ten cuidado, que te vas á poner morena —exclamó otra, y todas las vendedoras y pilletes lanzaron una nube de picantes epigramas, con la gracia agresiva del pueblo de Madrid, sobre las infelices que habían despertado su hilaridad.

La chatilla tomó parte en la chacota general, y el Cacique volvió á dejar la jaula en el suelo y estiró el cuello dentro de su bufanda para ver mejor sin necesidad de moverse.

El chiquillo rompió á llorar: quería los pájaros; su voluntad se manifestaba en gritos y rechazaba el pecho rebosante de licor de vida que la madre le ofrecía para callarlo.

Un mocetón pálido, de bigote retorcido, con la blusa manchada de cal, vino á pararse detrás de la muchacha, que volvió el rostro hacia él, envolviéndolo en una mirada de pasión.

—¿Nos vamos ya? —preguntó.

—¿Por qué llora el niño? —dijo él sin responder á la pregunta .

—Porque el cabayero quiere un pájaro.

—¡Hola! ¿conque esas tenemos? —repuso alegremente el mozo—. Pues mira, Cacique, dale un jilguero de diez céntimos, que para eso lo gana su padre.

Y mientras la mujer cogía el pajarillo y lo agitaba delante del muchacho, el padre cargó las cestas de bellotas sobre los hombros y los tres se alejaron de allí.

Los vi perderse á lo lejos entre ondas de sol, con los ecos de su alegre charla y de sus risas, que dominaron el ruido ele las voces, de los coches y de los tranvías.

Sentí el estremecimiento del miedo que hace temer la desgracia delante de la felicidad.

Algunas hojas secas cayeron á mis pies y se arremolinaron junto al tronco de un árbol con ese rumor quebradizo que recuerda los suspiros.


* * *


—Oye, Cacique, mala sombra; buena cosa, me vendiste el otro día; el pobre pajarillo ha amanecido muerto.

—¿De veras?...

—Si, hazte de nuevas, bribón: por más que en estos dos días le he dado de comer, el pobre pajarito siempre triste, triste, no quiso abrir el pico; lo puse al sol y no se alegró: le sujeté a los alambres unas hojitas verdes, y parecía mirarlas con pena; ni siquiera metiéndole las patitas en agua le pudimos revivir; amaneció frío en su canastillo de lana.

—Pero tú te vas á largar de aquí, Cacique —dijo el mocetón que acompañaba a la muchacha—, y te vas á ir á vender á otra parte, porque lo que hacéis todos es apretarle el corazón á los pobres animales para que se mueran y vengan á comprar otro los que no quieren ver la jaula vacía.

—Como que una jaula sin pájaro es lo mismo que una cuna, sin niño —dijo otra vendedora.

—¡Calle usted, por caridad, vecina! —exclamó la chata estremecida.

Entretanto el Cacique clamaba de un modo enérgico contra la injusticia de ios que pensaban que él pudiera hacer daño á los pobres pájaros. No; eso era una infamia.

—¿Para qué apretarles el corazón? Ya se lo aprieta bastante la pena; se mueren de verse solos...


* * *


Todas las mañanas veía á la bellotera, al Cacique, al pequeñuelo y á los pájaros, mientras esperaba el tranvía para irme al trabajo. El cuadro variaba poco. Creo que la chatilla, ocupada con el muchacho, era la que menos vendía de todas las belloteras; se pasaba la vida haciéndole fiestas, cosquillas, lo tiraba en alto para que riera, y lo aparaba en los brazos entre besos ruidosos.

Algunas veces me había alejado ya mucho y todavía escuchaba su acento alegre: mientras las otras pregonaban con mecánica monotonía: «Bellotas dulces de Extremadura; son como la miel», ella llamaba á su hijo con hermosa impudicia: «¡Ladrón de mi alma! ¡Hijo del rey! ¡Hijo del obispo!», como si reclamase para él la paternidad de la humanidad entera.


* * *


Empezaron los fríos; cayó la nieve; los pájaros y las bellotas desaparecieron de la acera, y yo experimenté cierta melancolía, la tristeza de vivir, que lo mismo nos asalta ante lo mudable de las cosas que con la monotonía de lo permanente.

Así es que en los primeros días del otoño siguiente volví á recordar á mis amigos del año anterior, y pasé más temprano con el deseo de verlos.

El cuadro era el mismo. Allí estaba el puesto de libros, al que habían vuelto idénticos ejemplares; el kiosco de periódicos, que también son siempre los mismos; la mesilla de las flores pálidas, las sanas cestas de bellotas, el Cacique con sus pájaros y la chatilla.

Me costó trabajo reconocerla; delgada, pálida, triste, se asemejaba á la descripción que ella hizo del pajarillo moribundo. En su falda no estaba el rollito de manteca, y el pecho, seco, se ocultaba bajo el arrugado pañolón. No era necesario preguntar qué le sucedía.

Seguí viéndola todos los días, siempre triste, siempre inmóvil; caían como lágrimas en torno suyo las hojas secas, con su rumor de suspiros, y los árboles, escuetos, con las ramas desnudas y los troncos nudosos, parecían replegarse como seres que sienten frío y que se ponen tristes.

Una mañana, el Cacique estaba empeñado en una de sus frecuentes discusiones; se le acusaba de clavar la uña en el corazón á los pajarillos que vendía cuando los sacaba de la jaula, y el muchacho se defendía enérgicamente de la infamia que se le imputaba. La chatilla, siempre inmóvil, salió esta vez á su defensa.

—Tiene razón; eso es una mentira —dijo—, los pajarillos se mueren cuando se ven solos... y les aprieta el corazón la pena...


* * *


Pocos días después el sitio de la bellotera estaba vacío; pasaron algunas semanas, y como no volvía, pregunté al Cacique por ella. En dos palabras me contó la historia que yo había adivinado:

—A poco de morírsele el chico se le fué su hombre, y ella no hizo na pa consolarse ni buscarlo. Se puso triste, muy triste—. Y añadió con el mismo tono que empleaba para defenderse de la acusación de hacer daño á los pajarillos:— Se murió porque se vio sola.

Yo recordé sus palabras: «Le apretó el corazón la pena.»

La incomprensible

«¡Ven! ¡¡Ven!! Estoy aquí solo, rodeado de rosas, pero ¡ay! faltas tú... ¿Cuándo vienes? Dímelo pronto, nena... Me siento apenado, melancólico, lejos de mi sol moreno, de mi gitana de las tristes dulzuras. ¡Ven! Te necesito para que sonría mi alma y florezca en torno mío la primavera...»

Los ojos de Isabel no podían separarse de aquel párrafo apasionado de la carta que temblaba en su mano. Aquella carta, escrita en papel grande, pulso seguro y letra clara, de mayúsculas dibujadas como letra de imprenta, venía á traerle al cabo la felicidad tanto tiempo deseada. Y llegaba cuando la esperaba menos, cuando ya su alma había consumado el sacrificio de la separación, de la abdicación de todas sus esperanzas.

De espíritu soñador y romántico; desengañada muy prematuramente de la pequeñez de las cosas; despreciadora de todo, quizás porque todo se le ofrecía con exceso; asqueada de la jauría de hombres que seguían sus pasos como perros ansiosos de carne, el pintor fuerte, genial, grande y poderoso, apareció ante ella como descendiente de una raza de dioses, y su espíritu se le dio sin lucha, se le entregó como al esperado, al presentido durante muchos años en sus sueños de soledad, en sus ansias de ideal, en sus anhelos de lo infinito.

Su pasión había sido tan grande, que temió al agotamiento, al desencanto, á la desilusión, y huyó del lado del que amaba para conservar los dulces lazos del afecto, del perfume de un amor llamado á desvanecerse fatalmente cuando nada hubiese en él desconocido para el artista.

Llevaba tres años viajando; los escenarios nuevos, el interés de la curiosidad borraban recuerdos, la imagen del dios se esfumaba y renacía la paz en su espíritu.

Alfredo había sufrido con el alejamiento de Isabel quizás más por la costumbre de verla que por el afecto; primero dejó de escribirle; luego se cruzaron algunas cartas; frías al principio, amistosas después; por último, cuando menos lo esperaba, llegó aquélla; un grito de pasión suprema arrancado á su corazón altivo. «Sólo se ama de veras lo que se ha perdido», decía: «¡Ven! ¡¡Ven!!», y volvía á leer aquel párrafo apasionado, sintiendo renacer en su pecho el amor triunfante del pensamiento, mientras seguía lentamente su paseo por el Viale Miguel Angel.

Llegó a la plaza donde se admiraba el magnífico David de Buonarotti y tendió la mirada por la ciudad que se alzaba á sus pies como un enorme ramo de rosas de té y de lirios azules, aprisionados en el rico vaso de mayólica grisácea de sus colinas.

Cada casa de la ciudad de Dante parecía un palacio, luciendo al sol sus fachadas polícromas; corría el Arno limpio y claro, formando entre los chinorros remolinos de espuma blanca. Al otro lado, hacia la ciudad, se destacaban la cúpula famosa de Santa Maria dei Fiori, las altas torres del palacio del Podestá y del palacio de la Señoria, con su sin rival esbeltez... y al fondo verdes colinas, árboles gigantes, meciendo su ramaje á la orilla del río, y sobre todo aquello un cielo de zafiro, un ambiente claro, perfumado, ligero, transparente, de recuerdos y de luz...

Era la Naturaleza triunfadora que parecía decirle con su canto: «Ama. No pienses, no analices; la vida es buena; sé feliz...»

Volvió á la fonda, se encerró en su cuarto y escribió; reflejó en el papel aquellos cantos de amor sentidos en la divina Florencia, patria de la armonía y la elegancia; vertió sobre las hojas blancas frases de amor, de felicidad, de esperanza; encerró lo escrito bajo un sobre y salió ella misma para depositarlo en el correo.

Había obscurecido: siguió la ribera del Arno para entrar en la galería de los Uffici, foro moderno de Florencia donde se encuentra la casa de Correos.

Era día de fiesta, la fiesta de Junio; pasaba á su lado la multitud elegante y el pueblo limpio, mesurado, conversando con su grave dignidad de florentinos. La ciudad estaba vestida de gala, las fachadas de los antiguos palacios, alumbradas por arcos de luz eléctrica, destacaban la pequeñez de sus huecos y la inmensa mole de sus paredes, y más allá, en la plaza de la Señoría, la torre del histórico palacio viejo lucía su maravillosa elegancia, rompiendo audaz las tinieblas con un ramillete de luces. Brillaban las bellas formas, el mármol de las estatuas de la Loggia de Lanzis, los originales de Benvenuto Cellini, de Donatello y Miguel Ángel, que se ofrecen al aire libre en el museo inmenso de la ciudad de los Médicis.

A ambos lados de la galería de los Uffici se extendía en sus hornacinas todo un pueblo de figuras de mármol, de toscanos ilustres, cuyos nombres hacen caer de rodillas á los artistas. Ciudad de recuerdos, ciudad de flores, ciudad de amor; el ambiente de Florencia se iba apoderando poco á poco de su alma. De pronto, como esas personas que sacuden el sueño para levantarse y hablar con energía, Isabel sintió alzarse en su alma un sentimiento de rebelión. ¡Acababa de hacer un disparate! La carta aquella depositada en el correo era la confesión de su vencimiento, el principio de un porvenir de lágrimas y de humillaciones.

El ambiente toscano era el cómplice de su locura. Los desdichados no deben encerrarse en el campo ni en la soledad. El privilegio de entrar en su propio espíritu sin sufrir, es patrimonio sólo de los felices ó de los imbéciles. En un momento formó su resolución; entró en el escritorio publico instalado en el mismo edificio del correo y escribió:

«Apenas depositada en el buzón mi otra carta, despierto de mi último ensueño de romanticismo para decirte que la rasgues y no hagas caso de ella. Me convenzo de que todo es inútil. Yo no puedo amar... Seamos amigos.»

Al día siguiente, Isabel huía de la celada del ambiente de Italia: quería distraer su melancolía en París, en Londres, en esos grandes centros donde el vértigo arrastra y se vive más que se piensa.


* * *


«Bien, sí, seremos amigos; no te volveré á importunar. A tus pies.»

Leía aquellas líneas en un café del bulevar Montmartre, sola, perdida entre el ir y venir de la multitud que pulula por las aceras y el ruido ensordecedor de automóviles, coches y tranvías.

¡Qué tristeza tan infinita le traía aquel papel! Al fin él aceptaba la situación propuesta por ella; aquella conformidad era ya la renuncia de su amor, la pérdida de toda esperanza. Sentía algo del despecho con que las mujeres coquetas ven el alejamiento de los amadores que han rechazado. Algo del dolor de no hacer padecer al que las desea.

Después de todo, ¿á qué quejarse? Ella lo había querido así. Escribió abstrayéndose entre el tumulto del bulevar parisién; escribió una larga carta. Le hablaba de la excelencia de la amistad, del único afecto que no muere, que no envejece, que ni es egoísta ni siente celos: pintaba el cuadro del porvenir, de la ancianidad, del tiempo que disipa todas las pasiones. Era allí donde le esperaría ella, la amiga leal, la confidente, la hermana... Debían ser amigos, sólo amigos, sin mancharse jamás por un sentimiento impuro. ¿Para qué aquella fórmula fría y ceremoniosa, «Á tus pies»? Ella le quería siempre igual. Se aferraba á la idea de su amistad, engañando con ese nombre la pasión.


* * *


Aun pasó un año más; todo estaba consumado. Era la primera vez que se veían después de cuatro años de ausencia. ¡Las paredes del gabinete los ahogaban! ¡Tenían que decirse tanto, que contarse tantas cosas! Mejor era salir al aire libre; pasearían por un sitio solitario y hablarían mejor... Dejaron el coche á la entrada de la Moncloa y se internaron entre los árboles. Ambos iban silenciosos, tristes; parecía pesar sobre sus espíritus el recuerdo del pasado; era preciso hablar de él para enterrarlo definitivamente, como si fuese algo que aun no estaba terminado para ellos. Experimentaban el vago sentimiento que impulsa á algunas viudas á rezar el último rosario al marido muerto antes de entrar en la cámara nupcial. Casi á un tiempo pronunciaron la frase consagrada después de las largas ausencias:

—¿Cómo me encuentras?

Ella lo encontraba igual; él la hallaba más bella, algo más delgada, guapísima... y aprovechó la ocasión de tocar la cortina que deseaban correr.

—¡Cuánto te habrán amado!

Sonrió Isabel. Al fin era agradable á su amor propio femenil el recuerdo de sus amadores y de sus galanteos... Aire todo, todo vanidad, que ni satisfizo su corazón ni desvaneció su cabeza.

Volvió á reinar el silencio; les envolvía el calor de un sofocante día de otoño. Nubes de mosquitos engendrados en los estanques revoloteaban al sol, brillando como cristales las alas transparentes y los cuerpecillos microscópicos. Las hojas secas, enrolladas, de las acacias, se arrastraban como confetti movidos por la brisa; sus pies las quebraban al pisarlas con ese chasquido triste, peculiar de todo lo que se rompe, se deshace ó se pierde. Aquel día de otoño era un símbolo del otoño suyo, de su invierno que se acercaba. También eran frágiles y pequeñas, como las alas de los insectos que brillaban al sol, las pocas ilusiones que les quedaban; también estaban engendrados como ellos en el estancamiento del fango acumulado sobre sus espíritus; también rodaban en su interior hojas secas, con rumor de llanto, entre el frío del otoño cercano.

Alfredo volvió á hablar: si eran amigos, ¿por qué no le contaba sus amores? Bien sabía él que no le quiso jamás...

Ella encontró fuerzas para mentir. Sí; no era amor aquello que les unió: admiración, simpatía, amistad; ya estaba curada, completamente curada. Al decirlo, el corazón le latía con tal violencia, que le hacía apartar el pecho del brazo de su compañero para que no lo oyera... y quería inventarse aventuras, calumniarse, separar de una vez para siempre de su vida aquel hombre adorado, para el cual sería siempre incomprensible su amor tan puro y tan grande.

El pintor no era psicólogo; creyó las protestas de indiferencia y de amistad... A su vez, quiso corresponder á la confianza de su compañera.

Seguían andando; les fatigaba el sol que penetraba por el poco espeso ramaje, encendido en llamas de luz, con su reflejo. El sendero polvoriento dibujaba las hojas de los árboles; el agua sucia y verdosa de los estanques parecía despedir los insectos como vaho de vapor caliente; una atmósfera caliginosa les envolvía.

Subieron de nuevo al coche y dieron la vuelta por la Bombilla. Allí, en un merendero, bajo la sombra fresca de un cenador verde, siguió la confidencia comenzada.

Él la había querido mucho, mucho... al fin hubo de conformarse á sus deseos... estaba triste, solo, siempre en el taller... A su misma soledad fué á buscarlo el amor... ¡Amaba!...

Al pronunciar esta palabra, Alfredo se detuvo; sintió un vago movimiento de delicadeza, un instintivo temor de hacer daño, y miró con fijeza á Isabel.

Ni un músculo de la cara de la joven tembló, sus labios sonreían dulcemente; escanció dorada cerveza en la copa de su amigo, y dijo con vos perfectamente tranquila é indiferente:

—Sigue, sigue; me interesa y me divierte eso.

En el momento que él levantaba la copa, pasaron dos jóvenes pintores y se tocaron el brazo con un signo de inteligencia. ¡Que negaran luego! ¡Eran el maestro Alfredo y su querida!

Tal vez sufrió el amor propio del artista con la confesión de Isabel, pero venció el egoísmo del hombre y continuó el relato.

Su amante era una pobre muchacha, una modelo, en la que durante mucho tiempo no se fijó... Una tarde, ella misma le confesó su pasión y se arrojó á su cuello... y era una muchacha honrada; caía por primera vez en los brazos de un hombre, por amor, por admiración...

Isabel no pudo reprimir una sonrisa irónica ante la primera caída de una mujer que se ofrecía al amante sin dolor y sin lucha.

Perdido el pudor, Alfredo se complacía en contar su ventura.

Estaba enamorado de aquella mujer: era rubia, alta, hermosa, con majestad de reina. Cuando aparecía en el teatro, con su cabellera espléndida como un casco de oro, todas las miradas se volvían hacia ella.

Y el pintor no disimulaba la parte que la vanidad tenía en su amor: contaba á Isabel con sencillez pueril su admiración por las costumbres y la vida cosmopolita de la aristocracia del dinero y de la sangre, entre las cuales era admitido por su talento. Le hablaba de su orgullo, al ver cómo todas aquellas gentes codiciaban la belleza de su amante, hija del pueblo que los despreciaba á todos.

Ella iba á verlo á su estudio por las mañanas; traía una ola de luz, de perfumes, de encajes á la soledad del taller. A veces, bajo el sencillo vestido de mañana, ocultaba collares de brillantes, que harían la fortuna de una reina. Aquel lujo, que él costeaba, era un aliciente para su amor: un artista necesita, ó el idilio pasajero de una aldeana sana y fresca, con perfumes de tomillo, ó el lujo que despierta la ilusión. Una mujer modesta, sencilla, vulgar, los aburriría por buena que fuese...

Se detuvo un momento; tal vez iba á decirle una galantería; ella le invitó con ademán imperioso á seguir. Sentía el goce de un dolor inmenso. Acababa de comprender que aquella historia de amor les separaba para siempre, y sufría, sufría como el creyente ante los pedazos de barro de un ídolo roto... de un Dios que al caer revelara el engaño de su culto, sin dejar siquiera el consuelo absurdo de la oración.

Alfredo prosiguió. Le contaba sus viajes, las locuras sonadas de adolescente, y que realizaba al fin aquella mujer encontrada en el dintel de la vejez próxima. Habían ido á Italia, á Londres, á Holanda y á París. Paseos en automóvil, cacerías, bailes; la bohemia que él proponía, y que aceptaba ella con su cabecita de mujer ansiosa y antojadiza.

Ya era el paseo por el río, en barca, en la isla de Robinson, para comer entre los árboles como las grisetas de Paul de Koch; ya la borrachera de ron, para pasar corriendo en plena calle, bailando y besándose como los locos bohemios de Mürger; ella vestida de blanco, con gran velo también blanco en el sombrero, cubierta de joyas y atractiva, con su talle esbelto, su casco de oro y sus ojos de claro azul; vestido él de frac y chistera, y llevando en el pecho varias condecoraciones... Todos se paraban á verlos, envidiando su amor... ó asombrados de su tardía locura.

—¡Oh! ¡Así ama, él! Yo no quisiera ser amada así —murmuraba Isabel bajito y con dolor, como si se arrepintiera de sus luchas pasadas.

Se había ocultado el sol; mandaron echar la capota al carruaje y subieron.

—¿Adonde? —preguntó galante Alfredo.

—A casa—repuso ella con voz breve.

De una mesa cercana se levantaron varias personas con el objeto de contemplarlos mejor; unos conocidos lea saludaban de lejos para que no les quedase duda de haber sido vistos. Isabel contestó tranquila y serena. Alfredo, contrariado, parecía darse cuenta de la situación por primera vez.

Aquella mujer acababa de destrozar su reputación, dando la prueba de sus amores; jamás, en otro tiempo, se hubiera atrevido á aquella exhibición.

Ella se encogió con desdén de hombros. ¡No era el mundo el que le importaba, era su conciencia! ¡La incomprensible!

Rodó el carruaje, pasaron de nuevo la Moncloa, cruzaron el Parque del Oeste y entraron en la población.

Iban silenciosos, mudos; Isabel, con la sonrisa eterna estereotipada sobre sus labios y la mirada perdida á lo lejos; Alfredo contemplando á su compañera.

Poco á poco iba sintiendo su corazón agitado por el deseo que le inspiraba; tenía miedo de que fuera verdad aquel definitivo alejamiento. Contemplaba el perfil correcto, los grandes ojos negros, melancólicos, esparciendo un reflejo de pureza casi mística sobre el rostro suave, y los labios rojos, sensuales, cargados de promesas de besos acres, en contraste perpetuo con la mirada tranquila, inocente, sin deseos ni arrebatos pasionales. Recorría la curva de sus hombros, de su garganta firme, de sus caderas anchas, y la ola del deseo se levantaba imperiosa.

—Isabel—dijo—, ¿es cierto que ya no me amas?

Vaciló ella. Negar su pasión le parecía un crimen.

—Ven, ven á mi estudio —añadió él—; yo te amo, te amo siempre... siempre...

Su voz era suplicante y dulce, como la de los niños que saben que se les ama mucho. ¡Ir á su estudio! ¡Como la otra! ¡No! Su orgullo le dio fuerza y contestó con coquetería:

—¿Y tu amada?

—¡Qué importa! También te amo á ti. Eres hermosa, te deseo... Si fuera turco podría amar á varias mujeres sin que se preocuparan unas de otras, y créeme: puede amarse á varias á un tiempo; la Naturaleza nos da ejemplos. ¿No has visto á los rosales repartir por igual su savia en todas las rosas? Sólo al ser humano, el más imperfecto de todos, se le ocurre exigir fidelidad.

Un pliegue de amargura contrajo los labios de Isabel. No era así como ella deseaba ser amada. Á punto estuvo de maldecir una belleza que sólo sabia despertar el deseo en vez del cariño. ¡Qué feliz debe ser una fea cuando se siente amada!

—Ven —seguía suplicando Alfredo—, ven; tú no eres un espíritu vulgar...

Lo rechazó con dulzura.

—Te equivocas; soy romántica, tengo ñoñeces y prejuicios; mi cerebro vive en la mayor amplitud de ideas, puedes decir hasta en la disolución... Mi sentimiento es atávico, me sujeta, me encadena... No puedo obrar contra él.

—¡Cristiana! ¡Burguesa! —apostrofó el pintor—. No serás jamás artista ni conocerás la felicidad. Tienes un espíritu de esclava.

La dureza de las frases de Alfredo no borró la eterna sonrisa de enigma de los labios de la joven.

—Isabel —continuó él arrepentido de su brusquedad—, Isabel, no dejes pasar por tu lado la felicidad... Créeme... Te amo, Isabel, te amo...

Sentía ella la música dulce de sus palabras: aun la quería Alfredo, sí, la quería más de lo que él mismo se figuraba, por la costumbre de una larga amistad.

—Pero yo te he dicho que no te amo... —murmuró defendiéndose.

—¿Qué importa? Sé mía, yo te amo; seamos felices un momento.

Sintió como un latigazo en el rostro Isabel. Al cabo de tanto tiempo aquel hombre no la conocía.

La creía capaz de ofrecer su cuerpo y sus caricias sin amor y sin fe á un hombre que tomaba su hermosura como una ofrenda que le era debida, sin preocuparse de su alma.

Era loco tener esperanza... y era verdad. Esta vez no le cabía duda: la felicidad no volvería...

El coche se había detenido ante la puerta de su casa. Un sollozo se escapó de la garganta de Isabel y llegó á oídos de Alfredo; la miró sorprendido; en sus ojos brillaba el rocío de una lágrima; de sus labios no se había borrado la sonrisa.

—¿No vienes?... —preguntó desconcertado el pintor.

Ella le apretó cordialmente la mano y le dijo con voz en la que se notaba un ligero temblor:

—Adiós, amigo mío. Gracias. Hasta la vista.

Se internó en el manto de sombra del obscuro portal. El la siguió con los ojos un momento, después quedó silencioso, pensativo.

—¿Adonde, señorito?—preguntó el cochero.

—A Fornos —respondió maquinalmente.

Y luego, malhumorado, como el que quiere sacudir del espíritu algo que le molesta, murmuró entre dientes:

—¡Bah! ¡Siempre incomprensible!

¡Triunfante!

La luz del crepúsculo empezaba á envolver la tierra en suave melancolía.

Aun guardaba el horizonte por el Oeste los colores vivos que dan á las nubes los últimos rayos del sol. Parecía quedar en el cielo una herida roja que marcaba el sitio por donde se había hundido el gran vivificador de la Naturaleza. Se veían caer las sombras sobre los regueros de luz, como si allá en lo alto fueran tendiendo un cendal gris sobre la ciudad. El cielo, cenizoso en el centro, tenía color de pizarra al Este, y por Poniente tiras rojas ó moradas iban esfumándose como jirones de un velo, y dejaban ver por sus rasgaduras profundidades de azul entre un triste color violeta.

Era el crepúsculo sombrío de Toledo, de la ciudad silenciosa y fantástica, donde aun gime el alma árabe en las mezquitas convertidas en santuarios. Pasaba el Tajo cerca de sus muros, lentamente, mansamente, arrastrando hacia el extranjero sus aguas terrosas, hundido en su cauce, sin la arrogancia antigua, como si murmurase una elegía por el recuerdo de las ninfas que tejían coronas y telas de oro á sus riberas.

De los agujeros de las altas torres, de los muros de viejos palacios, salían bandadas de aviones y murciélagos que entrecruzaban sus vuelos en el aire.

Pasaban los primeros altos, como flechas negras, con las alas abiertas é inmóviles al parecer; volaban rectos, siempre cabeza abajo, y partían de pronto su camino en líneas quebradas y giros vertiginosos. Se abatían los murciélagos hasta dejar ver sus cabezas de aspecto humano, con sus orejillas ratoniles y la mueca burlona de sus dientecitos, batiendo las débiles alas cartilaginosas como pedazos de trapo que mueve el aire.

Aquella nube de pájaros tenía mucho de fatídico, en medio de la sombra plomiza del crepúsculo, del silencio triste de la vieja ciudad y del panorama desnudo de la vega dormida á la margen del anémico río. Poco á poco las sombras se dejaron caer sobre la tierra, se ocultaron los pájaros en las torres de las iglesias y en los agujeros de los muros viejos. Sonido de campanas que doblaban á muerto, recordando á los que fueron con su toque, de ánimas, se extendió por toda la ciudad. Al gemido de unas torres contestaron otras, y en aquella evocación de los espíritus, triste como cristiana, la vieja población lloró su pasado esplendor árabe y visigodo.

Se habían ido retirando los escasos paseantes de la vega y el Miradero, triste paseo polvoriento, especie de patio de la ciudad, donde se cruzaban las gentes con cara de aburridas. Allí se encontraban todas las tardes los mismos paseantes: tal ó cual profesor ó jefe de la Academia; algún marido morigerado que daba á la misma hora el paseo higiénico con su costilla colgada al brazo y las nodrizas y niñeras delante; jovencitas melancólicas sin saber moverse dentro de los vestidos de calle; muchachos que jugaban enredándose entre las piernas de los transeúntes y multitud de curas y canónigos grasientos con sus faldas negras y sus sombreros de teja, parecidos á gigantescos murciélagos escapados también de los agujeros de viejas iglesias, que iban á extender sus alas fatídicas como siniestras aves de rapiña en las encrucijadas de la triste ciudad.

Pasaron los coches que venían de la estación con su alegre cascabeleo. Aquellos armatostes alimentaban la vida de Toledo con la anuencia de los forasteros que aun creen la leyenda de su belleza, y que después de estar un día regresan desilusionados, cansados y maltrechos, prometiendo no volver más á ser víctimas de guías y hosteleros, en aquella ciudad incómoda, donde el pueblo es tan católico, que no existe ninguna casa de baños.

Fueron cerrándose, á poco de obscurecer, las puertas de las casas; no tardaron en imitarlas los comercios; disminuyó el número de luces, y en el silencio apenas interrumpido de las estrechas callejuelas, se dejó oir á intervalos de quince minutos la voz gangosa y soñolienta de los serenos, condenados á ser, además de guardas, relojes y barómetros, para atestiguar su vigilancia á los descuidados vecinos.

—¡Ave Maríaaa... Puríiisiiimaaa... las doooceee y cuaaartooo y nublaaadooo!

El que así gritaba era el sereno de la plaza de Zocodover, antiguo veterano, que tenía alojada una bala en la garganta: el proyectil subía y bajaba, dando á su canto un especial gorgorito que recordaba los tormentos de la asfixia.

Otros serenos repetían á lo lejos igual voz....

Como si hubiera sido una señal, se oyó el apagado eco del crujido de una ventana que se abría, y una cabeza de mujer morena asomó entre los cristales. Respondieron al leve rumor de la ventana unos recatados pasos. Cerróse de nuevo la reja, y una puerta se abrió. Un momento después, la mujer de cabecita morena y el hombre de los pasos recatados se estrechaban ansiosamente las manos en la sombra.

La casa estaba obscura y silenciosa, cerradas las puertas y balcones que daban al patio morisco: sólo por las vidrieras de una habitación del piso bajo se escapaba la débil luz de una lamparilla de aceite, encendida ante la imagen de la Dolorosa.

Tendíase sobre la montera de cristales del patio el velo de tinieblas del cielo, y sólo la débil luz del oratorio alumbraba el grupo.

Era ella pequeña, morena, pálida, de ojos y cabellos negros, y él, alto, robusto, ancho de hombros y de pies y manos delicadas. La cabeza grande, un poco plana, estaba cubierta por cabellos rizados, que caían, ensortijándose, sobre una frente ancha y despejada. Los ojos, rasgados y dulces, se entornaban siempre como por el hábito de la observación y de reflexiones profundas; la nariz aguileña, la boca de sonrisa franca y la barba de un rubio obscuro, daban á la vez dulzura y fuerza á sus líneas. Era una de esas fisonomías que parecen irradiar luz, y á cuya vista el corazón se ensancha sin temor á doblez ni engaño.

Rodeó á la mujer cita entre sus brazos, y murmuró con pasión:

—¡Gracias; gracias, por esta confianza!

Temblaba ella como tortolilla asustada.

—He alejado á todos los de la casa —dijo—; estoy sola y tiemblo al pensar si alguien se enterara de esta locura... Pero yo, Félix, necesitaba verte siquiera una vez sin testigos... decirte adiós sin ocultar mi amargura; llorar sobre tu pecho...

—¿Llorar? ¿decirme adiós? ¡Estás loca, Josefina! ¿Por qué? Nos amamos, comprendemos que la vida es imposible separados. ¿Á qué sacrificar la felicidad á estúpidas conveniencias?

Y con acento apasionado, le hablaba del derecho al amor y á la felicidad. De un porvenir alegre en tierras remotas, rehaciendo su vida, libres de prejuicios, en el sublime olvido de la existencia anterior; mecidos en los goces de una pasión verdadera, potente, eterna, de la que nacieran á su lado hijos graciosos y bellos como los amorcillos que jugueteaban á los pies de la Venus de mármol que se alzaba en el centro de la fuente del patio.

Le oía ella como dormida por el eco de una música armoniosa. Jamás había conocido la dicha de sentirse acariciada y protegida en la dulzura de un amor sincero. Los geranios, la albahaca y los claveles, que llenaban las macetas, la envolvían dulcemente en perfumes tan agudos como no los sintió nunca... El agua caía en la taza de mármol de la fuente, cantando una canción de amores con su cristalino rumor, é impregnaba la atmósfera de frescura.

Huérfana al nacer, educada en un convento de monjas, no cayó sobre la frente infantil de Josefina el beso de amor que necesitan los niños tanto como el aire y la luz. Llegada apenas á la pubertad, su tutor concertó el matrimonio: un aristócrata, viejo, borracho y grosero, doró sus blasones con el dinero de la muchacha inocente y plebeya. Dos hijos nacieron de su unión: el primero murió al nacer, el otro á los dos años de edad, haciendo conocer á la madre toda la angustia de ver su carita pálida, triste, enferma, como una reconvención de haberlo traído á la vida, como una acusación del crimen de engendrar hijos enfermos. Cayó al fin la breve existencia como flor cuyo tallo se troncha, y Josefina, débil, desalentada, se encerró en su antigua casa de Toledo, y dejó á su marido en libertad de correr tras los placeres. Sola era menos desdichada que al lado de aquel hombre que la humillaba y la maltrataba continuamente, hiriendo sin compasión su pudor y sus más delicados sentimientos. Entonces su alma buena, su alma amante, ansiosa de cariño desde la infancia, se apasionó de la religión: hallaba un consuelo en pensar en seres sobrenaturales que la comprendían y la amaban. Hizo el oratorio de la Dolorosa al lado de su alcoba, y en su soledad de madre, se postraba á llorar á los pies de aquella otra madre dolorida.

Contribuía no poco el ambiente de Toledo, con sus calles tristes llenas de nichos y hornacinas, donde se adoran cristos y vírgenes; las leyendas, las imágenes sombrías, como el Cristo de la Sangre, en cuya faz se quebraba el último rayo de luz de la mirada de los ajusticiados, ó el Cristo de Santo Tomé, alzado en su cruz en medio de una calle pública, con el cuerpo chorreando sangre, inclinada la cabeza y balanceando al viento la sucia guedeja de cabellos, semejante á un hombre ahorcado, alrededor de cuyo cadáver revoloteaban como cuervos las negras sotanas. Ella también hizo novenas, costeó funciones religiosas, asistió á conferencias de caridad, descuidó su atavío y fué á rezar horas enteras en la catedral ante el Cristo de las Coberteras, dando golpes á los pedazos de hierro para que la imagen accediera á sus súplicas. ¿Qué rezaba y por qué rezaba? Quizás no hubiera sabido decirlo.

En este estado de ánimo conoció á Félix. Era amigo de su marido y le acompañó en uno de sus raros viajes. Félix no tardó en compadecer á aquella criatura sumisa y triste siempre, la amó por compasión, por ese sentimiento de la fuerza que desea proteger la debilidad... Ella, á su vez, sintió la dulzura de aquel amor, que la envolvía de un modo suave sin hacerle desconfiar de la amistad.

El esposo volvió á Madrid y el amigo siguió en Toledo, con el pretexto de interminables cacerías. La linda devota descuidó sus rezos, las flores de trapo de la Dolorosa se ajaron y sufrieron los ultrajes de las moscas, y las flores frescas pudrían sus tallos en el agua sin ser renovadas. De noche, cuando Josefina se postraba ante la Virgen, permanecía mucho tiempo de rodillas, pero no recordaba tristezas; no rezaba... Soñaba con un mundo nuevo de aromas y de luz.

Y era ese el mundo de que le hablaba aquella noche Félix, Se habían confesado su pasión sin propósito de hacerlo. Les subió del corazón á los labios... .Ambos eran demasiado nobles y se querían demasiado para acomodarse á la traición ó el engaño. Era preciso separarse para siempre ó triunfar de preocupaciones y convencionalismos.

Félix murmuraba á su oído mil razonamientos entre frases apasionadas. ¿Acaso la bendición de un cura podía amarrar para toda la vida á una criatura leal y noble con un ser despreciable? ¿No era un engaño, un crimen, la unión de una niña inocente á un hombre enfermo, borracho, indigno? ¿Qué ley natural humana podía autorizar aquello? ¿Por qué legitimar tal absurdo en nombre de la divinidad? ¿Cómo considerar una unión monstruosa como un sacramento?

Ella le oía y le creía; la acariciaban sus palabras de esperanza y de amor. Vencida, próxima a desfallecer, inclinó la cabeza sobre el pecho... Félix buscó su boca, y un doble beso de pasión se dejó oir en el silencio, mientras sus almas se estremecían con el poema infinito del primer beso... Una voz les despertó del éxtasis...

—¡Ave Maríiiaa puríiisiimaaa... Las dos y media, y sereno!

Alzaron la cabeza: brillaban estrellas en el cielo azul... El reloj de la cercana iglesia dio lentamente dos campanadas.

Josefina parecía despertar de un sueño; con movimiento brusco se apartó de su amado, echó hacia atrás el cuerpo. Sus brazos tendidos, rígidos, le rechazaron, y clavó en su rostro una mirada hostil de odio, de pavor, como si viese en él un enemigo... En sus ojos se habían condensado todos los prejuicios, supersticiones, temores y absurdos de su educación falsa y estúpidamente religiosa.

Él sintió el frío de aquella mirada y retrocedió hasta tropezar con la fuente.

—¡Vete! ¡Vete! —gimió Josefina.

Félix no protestó.

—¡Adiós!—dijo con tristeza—. ¡Veo que todo es inútil!... ¡Adiós!

Eran un sollozo sus palabras...


* * *


Salió del patio de la casa sin volver la cara atrás, sin intentar darle otro beso. ¿Para qué? Sabía que era imposible luchar contra todo lo que había leído en su mirada. ¡Con el peso de diez y nueve siglos de cristianismo que agobiaban un espíritu!

Muda, inmóvil, ella le vio salir y alejarse... Cuando el ruido de sus pasos se perdió á lo lejos, sintió que se desgarraba, que se rompía algo en el fondo de su corazón, y llamó con acento desesperado:

—¡Félix! ¡Félix!...

Nadie le contestó... Su dicha había huido... Se arrastró hacia el oratorio y cayó de rodillas ante la Dolorosa. Allí acudieron á su mente sus rezos, sus preocupaciones, lo que se la había acostumbrado á mirar como deber... y juntando las manos, exclamó como si hubiera escapado á un gran peligro:

—¡Gracias, Madre mía! ¡He triunfado!

Le pareció oír una risa irónica... La parte de su pensamiento liberada del obscurantismo por la voz de su amante, le preguntaba: «¿Has triunfado? ¿De qué?»

¡Oh! Ciertamente no había sido de prejuicios y preocupaciones, no había sido de la adversidad que la rodeaba para ser libre, feliz, amada, amante, madre... ¿Y de su amor? Tampoco lo había vencido... Su estúpido sacrificio la atormentaría siempre cuando él gimiera en su alma pidiendo sus derechos...

Entonces, con la cabeza inclinada, lloró, lloró su triunfo, mientras chisporroteaba en el agua la luz de la lamparilla sin aceite hasta apagarse, mezclando el olor de pavesa al olor de los tallos de las plantas podridas en los jarrones.

¡Pasaron las horas!...

Resonó en la calle el alegre cascabeleo del coche de la estación...

¡Allí iría él! ¡Perdido para siempre!... El oratorio estaba envuelto en sombra; los primeros rayos de la aurora teñían de rosa el mármol de la Venus que se alzaba triunfadora entre la risueña canción del agua clara.

Josefina seguía de rodillas llorando su triunfo.

¡El triunfo de la muerte lenta!

Historia de Carnaval

Elisa empujó la puerta del palco y apartó la cortina. El salón del teatro Real presentaba ese lánguido aspecto de desanimación que toma durante el descanso.

Los palcos, casi desiertos, albergaban escasas parejas. Las máscaras decentes, las que sólo iban allí para ver, se retiraban á la primera campanada del descanso, con pena mal disimulada muchas, y las que habían de quedarse hasta la orgía de la madrugada, iban precipitadamente al foyer en busca del excitante Champagne ó la embriagadora manzanilla. Aroma de vino, olor de alimentos, humo de tabaco y vahos de perfumes se extendían por el salón en poco armónico bouquet. Empezaban á caer las caretas; se veían rostros de mujeres hermosas, sudorosos y fatigados; hombros desnudos, pechos descubiertos, embadurnados de polvos y crema de bismuto. Por todas partes se oían risotadas, palabras malsonantes en labios de mujeres cubiertas de seda y blondas y de hombres con frac é irreprochable camisa blanca. Empezaba la borrachera. La gente elegante se esforzaba por aparentar alegría, Muchas mujeres reían de mala gana, pensando en las pesetas que les valdría su risa. Muchos hombres serios se esforzaban en remedar gestos de truhán; parecía que todos deseaban engañarse en una bacanal grosera, fingiendo la espontánea alegría cuyo secreto se llevaron los pueblos sanos y fuertes que se tendían en triclinios de púrpura, coronados de rosas, sin preguntar á un camarero de frac el precio de los vinos de Chipre ó de Falerno.

Elisa no tomaba parte en las bromas. No había querido despojarse de la careta y parecía desdeñosa , como si todo aquello no valiera el esfuerzo de fingir una sonrisa. Se levantó con ademán de marcharse.

—¿Adonde vas? —le preguntó una morenita vestida de chula, preparándose á acompañarla.

—No sé. Déjame —repuso ella, displicente, deteniendo con un ademán á su compañera.

—Ven, mala persona —añadió un elegante encanijado sujetándola por los flecos del mantón—; quédate conmigo y aprovechemos los momentos mientras vuelve el vizconde.

—¡Quita!

—Ya sabes que soy buen amigo suyo y lo sustituiré bien —añadió él con cinismo, atrayéndola y estampando un beso, con el bigote húmedo de vino, en su brazo.

Elisa hizo el movimiento del que hubiera sentido el cuerpo frío de un reptil sobre la piel, y despidiéndose de su interlocutor, escapó corriendo del foyer.

Muchas manos se extendían á detener la ola de lujuria que esparcían sus caderas; un mozalbete besó, al pasar, sus hombros de mármol, y proposiciones obscenas le cerraban el paso. «¡Qué asco de hombres! ¡Siempre lo mismo!...», pensó ella al entrar en el palco.

—Déjala, está furiosa —decía la morenita al barbilindo— porque el vizconde trajo á su mujer y ha tenido que ir á acompañarla á su casa...

—Pero volverá...

—¡Claro! Pretextó una cena con amigos políticos... ¡Oh! Eso de los amigos políticos es lo más socorrido que tenéis los hombres.

—Y vosotras la amiga enferma.

—Vuestras mujeres tienen la Novena y las Cuarenta Horas.

—No entres en ese terreno.

—Sí, puedes quejarte; ¡más prudentes que nosotras!... la pobre Elisa no se ha quitado la careta en toda la noche por no disgustar al pillo de Adolfo... Iba hecho un caramelo con la tonta de su mujer; si llego á ser yo le doy un escándalo...

—Y mañana no te hubiese mandado la pensión.

—¿Qué más da? Hay tantos esperando turno...

—Pero no muchos como el vizconde; ocupa una posición social, se debe al prestigio del partido, no hace locuras, no es exigente ni celoso, en cambio de su esplendidez...

Un respetable calvo terció en la conversación, diciendo:

—El vizconde es un amante fiel á su Elisa.

—¡Pero si va siempre detrás de su mujer como un perro faldero!

—¡Hombre... las conveniencias!...

—Pues mira, chico —siguió la morena con tono autoritario—: para mí esa es la peor de todas las faltas... No comprendo que una mujer como la del vizconde pueda inspirar amor, y francamente, un hombre sometido por la costumbre á acariciar siempre á su señora y acostarse todas las noches en su cama, me parece un repugnante lacayo falto de voluntad.

—¡Qué disparate! —exclamaron los dos hombres á un tiempo.

—Sí, sí, disparate. Vosotros no sois capaces de entenderme, porque no tenéis alma —siguió ella en ese estado de sinceridad noble que provoca el vino antes de llegar á la borrachera—; yo quise á un hombre casado, y digo como los niños: «No lo volveré á hacer.»

Estaba, encantadora con las manitas cruzadas sobre el pecho con ademán infantil.

—¡Qué loca!

—¿Sabéis lo que son los celos de la mujer propia, de lo establecido, de lo consagrado, de lo legal?... No se puede luchar contra eso... Nos buscáis para el placer, y tenemos celos del dolor que reserváis para ellas, y que es el que une las almas. Para la esposa, para la madre de los hijos, vuestro trabajo, vuestra consideración... todo.

—¡Bah!—interrumpió otro jovencito que tenía á una hermosa rubia sobre las rodillas—. Á la mujer propia se la soporta, pero no se la ama; sois vosotras, vosotras, alegres como el placer, las que sorbéis nuestra vida con vuestros labios de rosa, las que nos embriagáis, las que nos hacéis infieles á vosotras mismas...

—Sí; pero no vencemos sin lucha; con la esposa no se puede luchar: no nos vence el amor, nos vence la costumbre; yo transijo con el deslumbramiento que pueda producir otra mujer, pero no con la sumisión vulgar á lo establecido... ¡Qué asco!... Se me crispan los nervios.

—Vaya, vaya; hablemos de otra cosa —exclamó inquieto y disgustado el amante de la morenita.

—No hagas caso —repuso el otro—. Rosina se cree libre, artista y espíritu emancipado desde que le sirvió de modelo á un pintor que vive cerca del Rastro.

Resonó una carcajada, se llenaron las copas, y la conversación volvió á vulgarizarse, con sus palabras chabacanas y sus chistes de zarzuela por horas.

Entretanto Elisa se había dejado caer en el diván rojo del antepalco, y se quitó la careta con un suspiro de satisfacción, de bienestar, contenta de verse un momento sola. Del otro lado de la cortina partió un leve rumor y una cabeza de mujer rubia se adelantó entre los pliegues, preguntando:

—¿Quién es?

—¡Cómo! ¿Estás ahí, Lola?

—Sí...

—Te creía en el foyer...

—Como yo á ti...

—Alberto ha ido á acompañar á su mujer á casa; me aburría con las necedades filosóficas de Rosina, que se las da de sentimental y pensadora, y con las tonterías de Ernesto, y me he venido á respirar aquí sola un instante; además, allí se bebe, y no quiero que me encuentre borracha el vizconde... No me emborracho nunca en lunes de Carnaval. ¿Pero y tú?

—Iba con Manolo Huertas; es un sátiro que me repugna; me parece que me va á picar cuando estira su escasa estatura y me habla con los ojillos tan abiertos y la voz débil y chillona... Aproveché la ocasión de que le embromaba una máscara echándoselas de concepcionista y me escapé. Tiene para rato; á todo hombre le encanta una mujer nueva; lo desconocido... Luego le diré que sentí celos y me regalará, para desenojarme, una sortija que me gusta... ¡Oh! ¡Tengo una gana de que pase el Carnaval!...

—¡También yo!...

—Si tú supieras... Estos días acuden á mi memoria cosas que no quisiera recordar.

—¡Qué extraño, Lola; á mí me sucede lo mismo! Por eso te decía que no me emborracho jamás en Carnaval. Me da por lo melancólico...

—Yo, sí; bebo, bebo mucho; hasta aturdirme, hasta caerme, hasta no pensar...

—A mí el vino me excita la memoria; lo que recuerdo ahora como pasado, me lo pone presente la embriaguez... No, no puedo beber; sufro mucho; mi historia es muy triste, muy terrible.

—No lo será más que la mía.

—Sí, no lo dudes. ¡Si vieras qué pena me da acordarme del tiempo en que yo era buena, inocente,., me arrancaría estos guiñapos, Lola!

—No pienses en eso; ya no tiene remedio; malas no somos; al contrario, mejor que todas esas hipócritas que engañan al mundo con capas de santas.

—Pero créelo; esta vida me molesta. ¡Aguantar tanto títere, tanto asqueroso, tanto imbécil! ¡Si no fuera por mi hijo!

—¿Tienes un niño?

—Sí; un hijo de él; de mi amante; del único que he querido... ¡y yo lo maté! Vamos, Elisa, vamos al foyer... á aturdimos... esa es nuestra vida...

—No, Lola; estás excitada, nerviosa; tranquilízate y cuéntame eso...

—¿Para qué quieres saberlo?

—Para... ¿no tienes fe en mi amistad?

—¡Es tan vulgar lo que podría decirte!

—No importa; habla, te lo ruego.

—Escucha... Hija de padres sin fortuna... me educaron para princesa... Me quedé huérfana... sola, pobre, sin saber trabajar... Mi novio era bueno, leal, amante, tuvimos un hijo...

—Sigue, sigue...

—Mi amante era pobre, su familia quería apartarlo de mí; no lo dejaban casarse; su modesto sueldo era para su casa, para su madre y sus hermanas; yo luchaba sola, sola para mi hijo y para mí... Ya ves, una pobre mujer sola y joven... privada de todo... El veía mi miseria y cerraba los ojos; no tenía voluntad para salvar nuestro amor... era un sometido... Yo me cansé al fin... y no quise engañarlo, se lo dije... sin hacer caso de sus lágrimas ni de sus amenazas. ¿Acaso se puede exigir la abdicación de todo goce? Me separé de él... fué un lunes de Carnaval cuando por primera vez entré en nuestro mundo...

—Pues, querida,, tu historia, salvo que yo no he tenido hijos ni conocí á mi madre, es idéntica á la mía...

—No, no; la mía es terrible; aquel pobre muchacho me amaba; tal vez él no conocía la intensidad de su cariño hasta que me perdió... Al salir del baile, el martes, encontré una carta... ¡Se había suicidado el infeliz! Desde entonces este día me oprime el alma; necesito aturdirme, olvidar... ¡es terrible, terrible!... Me parece que me amenaza una desgracia, un castigo... en mi hijo...

—Cálmate, Lola; mi desgracia es aun mayor que la tuya.

—¡Imposible!...

—¡Sí, no lo dudes!...

—¿Qué puede sucederte peor?.,.

—Yo no me separé del hombre que amaba, me abandonó él... ¡y... vivo!...

Señaló por entre la cortina un alegre grupo que acababa de entrar en el salón, y mostrando á un joven alto, con la chistera de medio lado y la camisa manchada de vino, que llevaba una máscara en cada brazo, dijo:

—¡Míralo! Ese es...

Lola meditó un instante, y luego murmuró, estrechando la mano de su amiga:

—¡Tienes razón; tú eres más desgraciada!...

El último deseo

I

Aquel gabinete azul tan bello, donde tantas horas de felicidad habían transcurrido, estaba revuelto, desordenado; fuera de su sitio sillones y muebles; tirados por mesas y sofás los vestidos, las gasas y los encajes; en el centro de la habitación mundos y maletas á medio arreglar, y en el suelo, sobre la alfombra, multitud de papeles de música y libros de todas clases, que habían de formar parte del equipaje.

Julia iba de acá para allá por la habitación, poniéndolo todo en orden, colocando en los baúles los objetos para el viaje. Pasaba ante Rafael luciendo la gallardía de su cuerpo hermoso, alto, fuerte y esbelto, y su cabeza de rizos de ébano con reflejos azulillos; el rostro de facciones correctas, labios de grana y plateada tez, donde brillaban dos ojos de azabache, con profundidades de abismo, entre doble fila de pestañas espesas, que se movían inquietas, con aletear de mariposas negras.

—¿Me escribirás? —preguntó él.

—¡Escribirte! ¡Ah! Sí, es verdad; vamos á dejar de vernos —contestó Julia.

Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se acercó temblorosa á su amigo, como si hasta aquel instante no hubiera medido toda la tristeza de la separación.

—Julia —añadió él con voz grave—, desiste de este viaje, de este alejamiento inútil... Tu marcha me llena de dolor... Te amo, Julia, te amo; encarnas toda la idealidad de mi alma... desvaneces todas mis tristezas en una nueva aurora de felicidad.

Y cogiéndole la mano la retuvo junto á él. ¿Por qué no habían de amarse?... Se conocían desde mucho tiempo antes, y la simpatía de un dolor común los aproximó... Poco á poco se habían entendido aquellas dos almas buenas y desgraciadas, para llegar á sentir una pasión verdadera y honda... Julia admiraba á Rafael por su carácter fogoso, apasionado, que luchaba noblemente, después de haber padecido persecuciones y destierros para servir la causa de la libertad... Era un poeta que no hacía versos, un idealista que no fué comprendido por la mujer á la cual unió su suerte con irreflexión de muchacho... sólo una vez había amado; su amor fué un imposible... y cuando triste, cansado, creía desierta la vida, venía Julia á resucitar en su alma las ilusiones muertas, la caricia del verdadero amor... ¡Sufría tanto! Desterrado de Italia por sus ideas liberales, vio morir de miseria á un hijo querido entre las tristezas de la expatriación. Desde entonces su hogar perdió el calor del cariño... ¿Cómo dejar escapar la felicidad que aquel amor representaba?

Julia lo escuchaba con arrobamiento. No era hermoso; su rostro tenía la expresión vivaz, nerviosa, de los meridionales; moreno atezado el color y un poco achatada la cabeza, ásperas y rebeldes las cejas; muy abultada la nariz; francos y sensuales los gruesos labios, y toscas y duras las facciones; pero bajo la luz cambiante de unos ojos grandes, melancólicos, profundos, llenos de sinceridad y de honradez, todo el conjunto se armonizaba dulcemente.

—¡Oh! Yo también te amo —confesó noblemente Julia—. Pero sabes que hay heridas incurables en mi corazón...

Volvió él á persuadirla con su acento grave y sincero... Conocía toda su historia, toda su vida; era una niña grande llena de fe, de ilusiones, de creencias; una alma buena, que el mal pudo herir á su capricho... ¿Por qué había de continuar haciendo un ídolo del hombre que le había destrozado el corazón? Todo aquello eran sueños como los que él alimentó hasta entonces,,, la realidad era otra; la realidad era el amor... Puesto que se amaban, sólo debían pensar en ser felices... Huirían de allí... se irían á Inglaterra, á Londres, y vivirían el uno para el otro... en el supremo olvido de todo lo existente...

—Tú esposa... —balbuceó ella vencida por aquel sueño de ventara.

El no la dejó continuar; eran inútiles los esfuerzos para amar á su mujer; estaba convencido de ello. El corazón que se escapa no vuelve jamás á su dueño... y cuanto más delicado, más fino es el espíritu, más propenso se halla á la infidelidad, como los perfumes más sutiles son los más fáciles de evaporarse. Si Julia le rechazaba, su esposa no le recobraría, seguiría rodando sobre muchos lechos en fáciles aventuras, corriendo detrás de todas las mujeres que lo atrajeran con una promesa nunca cumplida, sintiéndose canalla con la inconstancia, que le haría huir hoy de la mujer á quien ayer juraba amor eterno.

Hablando así el joven, ceñía sus brazos con pasión al esbelto talle de Julia, como si sintiera miedo de verla alejarse. Se abandonó ella al encanto de aquel abrazo, su cabeza coronada de cabellos de ébano cayó sobre el hombro de Rafael, que sin poder resistir el perfume embriagador de aquella piel suave, morena, plateada, transparente, bajo la cual circulaba con ardor la sangre, estampó un beso entre el nacimiento del cuello y el sonrosado lóbulo de la orejita...

Estremecióse Julia, pero no se movió, perdida la razón en aquella embriaguez suprema; sólo sus labios murmuraron:

—Rafael, acuérdate de nuestras confidencias de amistad... de los seres á cuyo recuerdo hemos prometido ser fieles...

El pareció no oiría; sus labios carnosos y frescos buscaron la roja boca de Julia; esquivóla ella, hundiendo la cabeza en su pecho, pero bien pronto volvió á levantar el rostro encendido, con las negras mariposas de los ojos envolviendo en sombras las pupilas y los labios temblantes... Sin apresuramiento, sin violencia, dulcemente, Rafael besó aquellos labios; fué el suyo un beso suave, de ternura infinita, de armonía suprema... Después, como sí accediese á la súplica de su amada, lució la razón, para separarse del cuerpo adorado que sentía palpitar sobre su pecho... Fué ella la que le retuvo, enlazando los brazos alrededor de su cuello, mientras murmuraba:

—Te amo, Rafael; Rafael mío. ¡Ah! ¡No han sabido defendernos nuestros ídolos!

Y depositó sobre sus labios Un raudal de besos de fuego, repetidos con pasión... Toda fuerza de resistencia era inútil... Grande, potente, avasalladora, la ola del amor subió del pecho, estalló en los labios, veló la luz de los ojos entre celajes de nubes azules... Luz, sol, armonías y perfumes de otro mundo más perfecto les inundaban con sus reflejos y sus esencias...

Los libros y los papeles se esparcieron sobre la alfombra, y de sus hojas se escapó un canto idílico, mientras las encuadernaciones se doblaron bajo el peso de dos cuerpos que se estrechaban con todo el delirio de una pasión largo tiempo contenida y triunfadora al fin.

II

Rafael cumplió su palabra. Lo había abandonado todo para seguir á Julia; su amor era un paseo triunfal por toda Europa, Vivían en un supremo olvido del pasado, del presente y del porvenir, absortos en la pasión que les embriagaba. Rafael envolvía á Julia en una ola de amor dulce; tenía ternuras femeninas sin debilidad; renuncias de sus derechos sin abdicación; humildades sin humillaciones; bueno, amante, condescendiente siempre, se hacía querer y respetar sin imponerle yugo ni deberes, contento de volver á encontrar la felicidad en la pasión poderosa de aquella mujer.

Cuando alguna vez ella, temerosa de desagradarlo con algo, le pedía consejo, Rafael le respondía riendo:

—Haz todo lo que quieras; estás adorable con tus defectos...

Pero desde que habían llegado á Londres se sentían molestos, tristes, disgustados. Rafael quería fijar su residencia donde pasó los tristes años de emigrado, y los recuerdos revivían en él con tal fuerza, que en algunos momentos le dominaba una extraña sugestión; con la cartera llena de billetes y crédito en el Banco de Inglaterra, sufría la extraña obsesión de que un acontecimiento imprevisto le dejaría en la miseria, y temblaba acariciando á Julia, como si hubieran de volver para ellos los días de pobreza y de dolores. Dentro de su carruaje y su gabán de pieles, sentía la sensación del frío, y al lado de la suntuosa mesa del hotel sus nervios excitados experimentaban á veces los tormentos del hambre.

Tuvo puerilidades de muchacho; entró á saludar á las porteras de las casas en que había vivido: fué á visitar al panadero y al barbero de su barrio; recorrió á pie los largos trayectos que otras veces se veía obligado á andar, y asomó la cabeza para aspirar el olor de los asquerosos guisotes de los figones en que había comido.

Julia disculpaba estas rarezas de una extraña nostalgia, pero había en todo aquello una nube que pesaba sobre su alma como losa de plomo.

—Ahí, en esa buhardilla que ves sobre el tejado, vivía yo —decía Rafael de pronto.

Y quedaba parado en medio de la calle, como si recompusiera el cuadro de su pasada vida.

Le seguía en este trabajo la imaginación de Julia, acostumbrada á convivir con él. Veía la pobre buhardilla desmantelada y sucia, el niño pálido y anémico sobre la falda de la madre, agotada, débil y triste; veía á Rafael desesperado contemplar el grupo y hallar fuerzas en la sonrisa tranquila y resignada de aquella pobre mujer.

Pasó el cartero con su valija al hombro y el paquete de papeles en la mano. Rafael se quedó contemplándolo.

—¡Con qué ansia lo esperaba yo en aquellos tiempos! —dijo—. Todos los días á esta hora venía aquí á recibirlo... cuando traía carta de Italia, ¡Qué emoción! Subía temblando la escalera sin atreverme á abrir el sobre...

Julia seguía mentalmente la escena de incertidumbre compartida con la esposa infeliz, partícipe de todas las penas y de todas las fugaces esperanzas y alegrías. Sin duda aquella época de dolor y de lucha había unido al matrimonio de un modo indisoluble. En algunos momentos Julia, con su clarividente espíritu de enamorada, veía vivir á aquella mujer pequeñita y resignada en el alma de Rafael entre los fulgores de una sincera estimación.

Fueron á ver la casa última en que habitaron.

Su extraña obsesión del pasado le impedía conocer el sufrimiento de Julia.

Parado ante la acera de uno de los barrios anejos á la gran ciudad, presa de indescriptible emoción, le señaló el balcón de un piso bajo. ¡Aquella era su alcoba, allí había muerto su hijo!

Las lágrimas brotaron de sus ojos á impulso del triste recuerdo. Tembló Julia al recomponer la escena. La pobre familia, viviendo en aquella casita; el padre, yendo desesperado á buscar trabajo ó á pedir un pedazo de pan; la mujer y el hijo, ansiosos mientras corrían las horas mortales de la espera, saliendo á recibirlo como acuden los pajarillos hambrientos á revolotear junto á la puerta de la jaula, mirándole ansiosamente para leer en su rostro la esperanza ó el desaliento.

Y después la enfermedad del niño, sin médico, sin medicinas, sin recursos, atenidos á la caridad... ayudados por la portera, que se compadecía para traer á veces una taza de caldo al enfermito. Julia le oía contar la zozobra, la angustia infinita con que esperaba una carta de Italia; la contestación á un lamento supremo de amargura arrancado por el amor de padre á su alma altiva. La carta no venía, el niño se agravaba; una noche murió... Estaban solos, y él tuvo que abandonar el cuerpecito, caliente aún, del mártir de la miseria, para acudir á la madre infeliz.

Comprendía Julia el dolor inmenso de aquella mujer, tan dulce, tan buena, tan resignada; la veía caer, abatida por la desgracia, en los brazos de su marido; escuchaba el beso del dolor común cambiado como oración al niño muerto... ¡Oh! ¡Esos momentos unen más que todos los delirios de la pasión, que todos los placeres de la tierra!...

Su larga estancia ante la casita llamaba la atención de los vecinos. Salió la portera al tranco; un hojalatero entreabría los cristales de la tienda, y varias mujeres curiosas sacaron la cabeza por los balcones. Casi todos conocían á Rafael, y dejaron traslucir en sus ojos algo de asombro al verlo tan elegantemente vestido. Él acudió á saludarlos.

Nadie le preguntó por la esposa, pero todos miraron á Julia; sin duda su aspecto arrogante y sus vestidos lujosos contrastaban con la figura sencilla de la mujercita modesta cuyo recuerdo estaba en aquel momento allí tan vivo. Julia sintió vergüenza por vez primera.

Se alejaron, siguieron la corriente del Támesis murmurante con sus aguas turbias entre la gran ciudad.

—Quiéreme mucho, Julia mía —dijo él con doliente voz de niño mimado, como si buscara en el amor casi maternal de la joven una defensa contra los recuerdos del pasado.

—¿Quererte? —repuso ella—. ¿Quererte? En estos instantes tu espíritu está muy lejos de mí...

Estremecióse Rafael; nunca había escuchado un eco de amargura en la voz de su amada; la idea de que sus espíritus se alejaran le dio miedo; por un momento su delicadeza habitual le hizo conocer el martirio á que la sometía.

—Tal vez crees que hay en mi alma evocación del pasado que obedece á otras causas distintas de las que son en realidad; es el recuerdo de mi hijo el que me persigue, de este hijo que entregué á la muerte sin protesta, sin luchar con ella, vencido por la miseria —dijo con amargura Rafael.

Y al recuerdo de aquel niño vibraba algo de odio en su acento, odio contra la Naturaleza, contra la injusticia, contra toda la humanidad...

—¡Ah! Si yo hallara la tumba de mí hijo, quedaría tranquilo —añadió.

Era una obsesión, un capricho, un atavismo del culto á los muertos, una reminiscencia de los ideales cristianos, algo semejante á la visión de la carita sonrosada asomándose entre nubes para sonreír gozosa de ver á su padre cerca de la sepultura.

Su espíritu fuerte, sus creencias firmísimas en el no ser, cedían ante el engaño dulce de aquella visión de luz, de esas bellas mentiras de que se valen para hacer prosélitos las religiones que ofrecen una vida más allá de la tumba.

Sonrió Julia bondadosa y le rogó detalles de aquellos momentos tristísimos. El municipio de Londres había enterrado de caridad el cadáver del niño, dos días insepulto. Cuando se lo llevaron, los padres, rendidos, abatidos por el dolor y la miseria, no tuvieron fuerzas para seguirlo, presas ya de la atrofia por exceso de dolor.

Dos días después llegó la deseada carta. ¡Qué sarcasmo! ¡Qué amargura, recibir un dinero que ya no podía servir para el hijo adorado! Aquel bienestar fué una nueva tristeza. Había cambiado la situación política, el matrimonio volvió á Italia, no sin haber comprado al municipio por algunos años el pedazo de tierra en que dormía su hijo. Les sonrieron triunfos y riquezas, mientras en el hogar y en la vida íntima seguía la desolación y el abandono; y ahora, al volver allí para fundar un hogar nuevo, feliz, Rafael sentía la necesidad de visitar aquella tumbita, de llorar al lado del hijo inolvidable, de lo único que le unía al pasado...

III

Detuvieron un coche y se hicieron conducir al cementerio. Era el 6 de Enero, la Pascua de Reyes, la fiesta tan deseada de los niños; los dos sentían pesar sobre su espíritu aquella coincidencia para aumentar la pena que les embargaba.

El cementerio estaba casi desierto; no había visitantes aquel día y á aquella hora. Cerca de la entrada, el conserje, con el cuello del capote subido hasta las orejas y las manos en los bolsillos, se paseaba indiferente á todo; en la avenida central varios trabajadores recogían las ramas secas y las coronas rotas; algunos criados cambiaban flores y limpiaban cristales y dorados de las tumbas; una niebla espesa, húmeda y fría, envolvía la tierra como un manto gris; el horizonte se limitaba á los pocos metros, dando al avanzar la impresión de una cortina que fuese descorriéndose para mostrar nuevos objetos, términos más lejanos, una continuación sin fin... Los árboles desnudos se alzaban entre la niebla como gigantescos esqueletos.

Con las calles entrecruzadas, los millares de capillitas y nichos semejantes á pequeños hoteles, el cementerio tenía el aspecto de una ciudad cuyos habitantes reposaban; pero aquel reposo tenía algo de solemne, de augusto, que hacía pensar en el Nirvana, en la inmovilidad, en la compenetración del espíritu humano con la gran alma del Universo; en la más dulce de las calmas, en la felicidad perfecta de una materia libre, dichosa, feliz porque no trabaja para engendrar un espíritu que la contradice, la niega y la atormenta...

¡No eran los muertos más grandes los que tenían mejores tumbas! Debajo de un mausoleo soberbio, de una tumba llena de inscripciones, de una capilla de lindo estilo gótico, de un monumento egipcio, de un templo de Pompeya ó Roma, dormían desconocidos burgueses, ricos ó vulgares aristócratas, olvidados hasta de las familias, cuyos lacayos iban á limpiar la tumba.

Y era de ver el lujo con que se rodeaban, el cuidado con que habían esculpido encajes de piedra y relieves en torno de sus sarcófagos; las estatuas costosas y sin arte; todos los esfuerzos para perpetuar un nombre obscuro, sin pensar que para vivir después de muerto hace falta dejar á la posteridad algo más que un mausoleo lleno de ceniza.

De vez en cuando el nombre de un gran artista les obligaba á detener el paso y acercarse como si hubieran encontrado un antiguo amigo, un maestro, un ser cuyo pensamiento encarnó en el suyo y le abrió nuevas sendas de luz.

¡Qué pequeño era todo! Genios que conmovieron al mundo con su acento y encontraban mezquino el Universo, dormían encerrados en tan estrecho espacio. La Naturaleza ciega había destruido en un instante las combinaciones que en el transcurso de los siglos formaron un cerebro superior. La armonía de los dioses que vibró en sus cantos había cesado, y de todo aquello no quedaba más que polvo, podredumbre, gusanos de su pobre cuerpo encerrado en un ataúd y la ostentación vana de la humanidad viviente, aferrándose en su soberbia y su egoísmo al fantasma de la inmortalidad.

Dejaron atrás la ciudad de los muertos ricos; cruzaron el pequeño espacio destinado á cementerio civil, donde hasta después de muertos se arrojan los cuerpos que encerraron espíritus libres de prejuicios religiosos; pasaron ante el odioso crematorio estremeciéndose al ver su aspecto de fábrica y las chimeneas ennegrecidas por el humo de carbones humanos; sin detenerse en el lúgubre columbarium penetraron al fin en la ciudad de los pobres.

Era un jardín de muertos: unidas unas con otras, las tumbas se asemejaban á pequeños lechos blancos adornados con cruces de mármol, coronas, flores y farolillos, cuidados por los servidores de la administración, que tratan de evitar el aspecto repugnante.

Entraron Julia y Rafael por aquel dédalo de callejuelas; con avidez miraban las tumbas más pequeñas, las más descuidadas. ¡Todo en vano!

¡No se encontraba nada! Al volver un recodo, en uno de los ángulos más tristes del cementerio, se alineaban cuatro tumbitas blancas, cuidadas, coquetas, revelando la mano piadosa de alguna persona que conservaba la memoria de los que allí reposaban. En medio de ellas, llena de polvo, de maleza, con la barandilla rota y deslucida, otra pequeña tumba sobre la cual alzábase una vara, en cuyo extremo superior lucía una tablilla escrita con esas letras mal formadas que se ven en las muestras de algunas carbonerías: «Emilio Monari». ¡Era allí! ¡Aquella era la sepultura! ¡Debajo de aquella tierra estaban los restos de la criaturita adorada! Parecíale al padre verla acostada en una cuna con las guedejas rubias sobre la blanca almohada, esperando un beso para abrir los párpados, y sentía impulsos de separar la tierra para besarla.

La realidad se impuso. La tristeza infinita de la verdad, que pocos seres tienen el valor de mirar cara á cara. ¡De su hijo no quedaba nada, ni allí ni en el infinito! Materia que se había disgregado para la continua evolución de las cosas. Por un momento se indignó contra la ciencia. Envidió á los creyentes y á los ignorantes; pero bien pronto, en la misma negación que le atormentaba, halló el consuelo. ¡Mejor era así! No se perpetuaba el sufrimiento en un ser; no había una criaturita que se afligiera con su pena detrás del azul.

Sus ojos se humedecieron con una lágrima, se descubrió y fué á besar aquel nombre querido. Julia cayó de rodillas y sollozaba con amargura. No había sido madre jamás, pero en aquel instante supremo sentía la maternidad con toda su sublime grandeza, un dolor que le desgarraba las entrañas, para hacerla digna del amor.

Tal vez Rafael experimentó la misma sensación dulce acercarle á ella. Se levantó, y abrazados, con las cabezas juntas, lloraron largo rato, más unidos que nunca. Una impresión de angustia común los acercaba; sentían ambos la misma tristeza ante el abandono de la tumba; ninguno se atrevía á elevar la voz en medio de aquel silencio augusto; la niebla, más densa aún, les envolvía, aislándoles de todo. ¡Parecían envueltos en cielo!

Fué Rafael el que habló primero para formular una pregunta:

—¿Qué hacer?

—Vamos á la conserjería —contestó Julia—; compraremos este terreno y rodearemos de flores y de amor á la criaturita adorada que no podemos acariciar.

—Vamos —asintió él—; embelleceremos la tumba de nuestro hijo.

Le agradeció ella con un apretón de manos la delicada frase. Su hijo... sí; le había desgarrado las entrañas en un dolor supremo y maternal.

Fueron al despacho, y en pocas horas quedó todo arreglado. Alzarían una lujosa capillita para su niño querido... Pero aquel día no podían dejarlo así; era ei día de las fiestas infantiles, y el niño abandonado tendría también su ofrenda de flores.

La dicha que no conoció vivo se acercaba á su tumba.

Acudieron criados y jardineros con el servilismo que rodea siempre á la gente rica. Un muchacho te moreno y fornido, de manos gruesas y uñas recomidas por el continuo revolver en la tierra, empezó á arrancar las plantas secas y las hierbas de la tumba. ¡Tal vez en aquellas raíces que tiraban irían los únicos restos del adorado niño! Se rodeó la sepultura de dorada verja, cubrieron coronas sus hierros, farolillos y lápida de mármol la adornaron; en el centro flores y plantas fingían una bella maceta.

Todo se terminó pronto; dio Rafael un puñado de oro á la turba sepulturera, que se alejó llevándose los ramos secos y las maderas apolilladas. La tumbita parecía riente y agradecida de su embellecimiento. La imaginación de los dos amantes creía ver el niño contento jugar entre sus flores.

No se resolvían á irse. Descubierto y silencioso, con los ojos fijos en la lápida, Rafael leía por milésima vez el nombre querido que iba á dejar en la soledad del cementerio inglés, Julia lloraba; esta vez había desesperación en sus sollozos. El recuerdo de la madre verdadera, que nunca se acercaría a la tumba, la acongojaba; tenía miedo al dolor de aquella mujer.

Cuando Rafael la llamó para irse, se acercó temblando; cortó de su tallo unas violetas y un ramo de miosotis, recién plantadas sobre la sepultura, y las guardó en su pecho.

Agradecióselo él con una mirada de ternura, y ambos se alejaron lentamente, volviendo la cabeza, con los ojos llenos de rocío de llanto...

La niebla empezaba á desvanecerse y una lluvia menudita caía sobre la tierra, como si las lágrimas del cielo viniesen á regar las flores.

IV

Quedó Julia sola en su gabinete, aturdida por las múltiples impresiones del día; abrió un armario y eligió su mejor traje, el que más le gustaba á Rafael: celeste y blanco... Empezó á buscar adornos, cintas, joyas... sí; quería estar hermosa, espléndida, como él la amaba, como era admirada de los demás. ¡Qué tontería sentir celos de un pasado muerto! Era feliz y no debía la imaginación venir á entenebrecer su dicha.

Colocó con deleite el traje y los adornos en el sofá, en las sillas, en la mesa y la consola. No llamaría á la doncella; se vestiría ella sola; quería gozar en la contemplación de su belleza.

Colocóse ante la luna biselada del espejo, oprimió el botón de la luz eléctrica, y su belleza morena, plateada, exuberante, quedó envuelta en el limbo de la luz blanca. Su mano ligera, delicada y fina, empezó á desabrochar el corpiño del traje.

Quedaron al descubierto la garganta firme, dura y marmórea, y el nacimiento de un seno turgente y amplio que se ocultaba en ondas de encaje. Partía una sonrisa de complacencia sus labios de grana, y se acercó más al cristal, como atraída por su propia imagen. Un objeto se deslizó de entre las blondas y cayó sobre la alfombra. ¡Las flores del cementerio!

Se esparció por la estancia un acre olor de hierba fresca que empieza á marchitarse, ese perfume enfermizo de la flor estrujada cuando mezcla á su esencia los jugos de los tallos. Julia parecía respirar olor de humedad, de tierra mojada.

Reconstituyó la escena de la mañana. El dolor sentido tan agudamente sobre la tumba de aquel niño había pasado de su corazón; las flores rodaban por la alfombra entre las gasas de un traje de baile. Ella olvidaba á aquella criatura y hacía que la olvidase su padre. ¡Si fuese de verdad su hijo!

¡Oh! entonces no lo olvidaría nunca. Pasaría su vida llorando al hijo muerto, sumergida en el mar de su recuerdo. ¡Como la esposa de Rafael!

Pensó de nuevo en la mujercita dulce y buena, abandonada á sus dolores. ¡Si ella tuviese aquellas flores no las tiraría entre los atavíos del placer!

¡Pobre mujer! Sintió compasión inmensa, vergüenza de su situación, algo de un remordimiento desconocido. Se había impuesto siempre en su pensamiento la moral no codificada, superior á la moral del vulgo, sujeta á leyes. ¡Esa moral no es para los espíritus libres! Se veía unida á Rafael por la fuerza misteriosa de un amor vehemente y verdadero, que era la vida de los dos; creía legítimo aquel cariño, puesto que la Naturaleza lo sancionaba dándoles la capacidad de sentirlo. ¿Acaso una promesa pública y la bendición de un cura podían atar dos seres para toda la vida? Nada puede legislarse sobre el corazón. Rafael no amaba á su esposa: rechazado por Julia, sufriría sin hacerla feliz, puesto que ella conocería en todos sus actos el desamor. Serían tres seres desdichados; así lo era uno solo. Tenían derecho á la felicidad.

Se le apareció con todo su horror el posesivo puesto ante el nombre de un ser humano de un modo odioso, incomprensible, tiránico. Mi mujer. Mi marido. El pueblo expresa ese concepto brutal en la frase de sus hembras cuando dicen Mi hombre. Es la propiedad, el esclavo que ha de satisfacer todas las necesidades más groseras.

Pero ahora la cuestión se le aparecía bajo otro aspecto. Seguía rechazando la idea de la legalidad en amor; la idea de posesión; el formulismo de la hipocresía y las conveniencias; mas surgía el problema del deber, no á la luz de leyes estúpidas, sino al resplandor de su conciencia.

Rafael había amado á aquella mujer hasta el punto de hacerla su esposa, introducirla en su familia y darle su nombre, La había mecido entre sus frases de cariño; la hizo madre de sus hijos; juntos lucharon, sufrieron, compartieron los sueños de ventura y las tristezas de la realidad; los momentos del placer y del dolor más intensos les habían unido... Luego él se alejaba. ¿Por qué?

Acaso por la maldad propia de la naturaleza mudable, que busca la felicidad. Aquella mujercita sufrida y buena se le había hecho insoportable con sus virtudes. Por dar el pecho á sus hijos consiguió todo el respeto de su marido; pero palideció, se enflaqueció, perdió las curvas de su talle, deformó los senos y mató todo deseo amoroso. Por cuidar maternalmente de Rafael, por atender á su casa, por economizar y rodearlo de comodidades, se le apareció desgreñada, mal vestida, sin perfumes, despoetizada entre los quehaceres del hogar; así ganó toda su consideración, pero perdió todo su amor.

Aquello era injusto, triste, despreciable; pero tenía la fuerza inflexible de los hechos. Rafael no era culpable de que fueran tan ruines y bastardos los sentimientos de la humanidad, y Julia no podía acusarse de amarlo ni de ser amada por él.

Pero el recuerdo de la pobre mujer abandonada en recompensa á su bondad, la atormentaba. La veía, vestal de un amor único, llorar recluida en el fondo de su hogar vacío, lejos del sepulcro de1 hijo querido, de aquel pedazo de su alma dejado allí en una época de dolor que debía unirla al marido con toda la fuerza que no tenían las leyes.

¿Por qué no devolverle la felicidad? Acaso Rafael no la amaría de nuevo si estuviese sólo, desengañado, deseoso de encontrar la paz, el descanso de los afectos sinceros.

Julia pensó en la acción heroica de enviar aquel corazón, con el recuerdo del hijo, cerca de la infeliz mujer. ¿Pero y ella? ¿Y su felicidad? ¿Tenía nadie derecho á exigirle el sacrificio? No. Se revolvió airada contra sus pensamientos; sintió impulso de pisotear las flores. Rafael la amaba y no tenía más deber que el de conservar su cariño, el de ser feliz.

¿Podría serlo ya, envenenada por aquellos pensamientos? ¿Acaso no se le escaparía aquel corazón?

Mejor dicho: ¿era suyo? Pensó con terror que nada sería capaz á borrar del alma de su amante el recuerdo de sus días de amargura y de sus días de pasión. Vio claro que conservaba para la esposa desgraciada la consideración que no inspira la belleza triunfadora. Vio el remordimiento que le seguía, reflejado en el deseo de aturdirse. Sí; sin duda Rafael era un alma errante, á pesar de su amor; un alma que tenía que vivir siempre en lo externo, sin recogerse dentro de sí, por no ver encenagado el lecho de reposo, la selva florida de la placidez del espíritu, á la cual se ha llamado conciencia.

Desde ahora ella viviría así también, sin las dulces horas de contemplación y de dicha, como un viajero fatigado que no puede descansar un momento sin herirse con espinas y desgarrarse las carnes con malezas.

Inclinó la frente. Su pecho había quedado impregnado con el perfume de las flores. ¡Le pareció que olía á muerto!

Vértigo, neurastenia, genialidad, tontería ó locura sublime, algo raro la agitó y levantó su espíritu hasta el sacrificio; no pensó en sí misma, no pensó en Rafael; tal vez en nada... Presa de agitación, impulsiva, obrando como un autómata, como un hipnotizado, como una sonámbula, se acercó al pupitre y escribió:


«Rafael mío:

»¿Por qué te escribo? ¿Qué viento de locura sopla sobre mí? No sé. Pero los días pasados en Londres, las horas transcurridas cerca de la tumba de tu hijo, han trastornado toda mi vida. Guarda el perfume de nuestras horas felices como el ensueño de una vida pasada, y vuelve al lado de tu mujer.

Lo deseo, y si es preciso lo ordeno. No sufras. Resígnate. Yo quiero conquistar con este sacrificio un puesto en tu consideración. Esta le pertenece por entero á otra; yo tengo celos de un sentimiento de que no participo, y te reclamo un poco... ¡Adiós!...

Te dejo esas flores... Llévaselas á la madre... ¡Adiós, Rafael!... Me alejo para siempre, para buscar el eterno descanso que no puedo hallar en la vida...

Soy cobarde y prefiero el reposo al sufrimiento... Me asusta pensar que un día me dejes sola, que te alejes de mí... Quiero morir hermosa y amada…

Porque te amo.

JULIA.»


Colocó lo escrito y las flores con mano febril bajo un sobre, se vistió con apresuramiento el traje de baile, puso cintas en sus cabellos y perfumes en sus ropas... Luego abrió el cajón del botiquín y apuró de un trago el contenido de un frasquito de láudano... Reprimió con voluntad firme las náuseas producidas por la droga y borró cuidadosa con la toalla el rastro que dejó en sus labios... Después, como el que ha terminado todos sus quehaceres, se sentó en el sofá, inclinó la cabeza en el respaldo... aletearon luchando con el pesado sopor del sueño las mariposas negras de los párpados, y no tardaron en quedar inmóviles... vencidas... La mano delicada se extendió aún á lo largo de la falda, como si pretendiera arreglar los pliegues del traje. ¡Quería estar hermosa cuando Rafael la viese por última vez!

Los que no vivieron

Habían llegado á lo alto de la montañita, y fatigados por la ascensión, se apoyaban el uno contra el otro.

Contemplaba él con cariño el rostro encendido, el cabello revuelto y el desaliño del vestido, originado por la larga caminata; ella parecía absorta en el paisaje; dilatadas las ventanas de la nariz para olfatear la tierra húmeda, que se abría como fermento de harina candeal al calor de los rayos solares.

Alcira dormía á sus pies con su grupo de alegres casitas, y el horizonte, prolongado en la inmensa llanura, mostraba la riqueza de sus tonalidades hasta perderse á lo lejos en el cielo y en el mar.

—¡Qué hermoso es esto! —repetía con la admiración del que no encuentra frases para expresar algo demasiado grande que le llena el alma, y abría aún más los ojos, como si quisiera grabar en la retina todo aquel cuadro de luz.

A sus espaldas la ermitita de San Salvador, con las dos hojas de la puerta abiertas de par en par, invitaba á visitarla; se veían desde fuera los exvotos colgados de las paredes por los creyentes. Cerca de la puerta, la enorme cruz de hierro señalaba el término del penoso vía crucis tendido en la falda de la montañeta y á sus pies, varias chicuelas jugaban golpeándose con el encarnizado apasionamiento de su tierra.

Lucían los naranjales el verdor metálico de las hojas repletas de savia, y las elegantes curvaturas de los recodos del río fingían pedazos de cielo reflejados en un cristal. La brisa, algo viva, que agitaba sus cabellos, traía rumor froufrouante de sedas y glasés, producido por el viento, entre cañaverales y naranjos.

Enrique la tomó del brazo, empujándola suavemente hacia la ermita. Lola se resistió.

—No, no —dijo con viveza—. ¿A qué entrar ahí? No me hables de las cosas muertas, cuando aquí se respira la vida.

Avanzó dos pasos hasta llegar al cercado de yeso que cerraba el circuito de la plazoleta de la ermita.

Le invadía la sensación poderosa de la Naturaleza, plena, libre, salvaje: la potente grandiosidad del azul que les envolvía, la sensación pagana de la estética y la atracción incontrastable del panteísmo.

La ermita, con su triste luz de aceite, su pequeño recinto y sus santos nacidos y sufrientes, no resistía la comparación con aquel gran templo sin límites, entre la tierra, el éter y el mar; inundado de luz, rebosante de vida, donde plantas, insectos, animales ú hombres, se confundían con las piedras mismas, para demostrar que no hay nada inanimado en la creación, cuando todo se suma y se une al gran himno armónico del alma universal.

Y el Dios triste, la Virgen dolorida, palidecían como entes sin valor delante de la pasión humana, que estremecía sus nervios ó hinchaba sus venas para hacerlos á un tiempo sacerdotes y dioses del misterio sublime en la continuación del vivir.

Experimentó el deseo de matar el pensamiento, de sentir sólo, de confundirse en un nirvana inmortal con el amor y la belleza. El corazón, pequeño para contener aquella plenitud de sensaciones, la ahogaba con su precipitado latir. Era la necesidad de ir á la vida con el ser entero, para convertirse en rayo de sol, aire y canto, ó de encerrar en sí misma toda aquella armonía y toda aquella luz.

Cerró los párpados y apretó los labios, estremecida en el espasmo de lo sublime, que hería su pobre ser con el dolor del exceso de dicha.

—¡Oh! ¿Por qué no poder prolongar estos momentos —murmuró—, ó por qué no morir así?

Y fué el eco de su voz misma y el contacto de los labios de su novio sobre sus labios los que rompieron el encanto. La vida volvía.

Corrían los muchachos por la falda de la montañeta en dirección al pueblo; el manto de la noche se adivinaba ya en la palidez de la luz y las puertas de la ermita se cerraron con triste chirriar de goznes enmohecidos.

Habrían de irse; el momento aquel en que el alma vivió una eternidad, ya habla pasado; la realidad se imponía. Enrique volvería á Madrid y Lola quedaría otra vez con su soledad en la pequeña casa de Alcira. Sus paseos al santuario del Xust no volverían á tener aquella poesía; en los días tristes serían evocación de dolorosos recuerdos; el paisaje no desplegaría de nuevo sus misterios ante sus ojos; sin amor no se comprende á la Naturaleza. Con voz queda, triste, musitó al oído de su novio palabras incoherentes para traducirle su emoción. Oíala él agitado de intenso pesar. ¡Qué contradicciones tenía la vida! Se amaban, y sin embargo, habían de encadenar su sentimiento á los convencionalismos de la sociedad.

Lola era pobre; Enrique era pobre también. Pobre y ambicioso por amor de Lola. Se aterrorizaba ante la idea de un hogar mezquino, en donde la que amaba, pálida y mal vestida, hubiese de sufrir todos los tormentos de la miseria. Él no quería ver marchitarse aquella belleza espléndida entre las privaciones; ansiaba envolverla en sedas y aromas como á una sultana oriental, y para eso necesitaba el apoyo de sus tíos, que allá en Madrid soñaban con el engrandecimiento del poderío de su casa en la influencia social, ya que el dinero ganado en su antigua tienda de ultramarinos les sobraba y querían hacer olvidar su origen.

El sobrino Enrique era su esperanza; audaz, simpático, inteligente, podría ocupar su puesto en la política, y rodear sus últimos años de los honores tan caros á los plebeyos enriquecidos que aparentan desdeñarlos.

Enrique secundaba los proyectos de sus tíos: él también quería engrandecerse; después ya tendría tiempo para conquistar la felicidad. Creía que en la vida hay tiempo para todo.

Pero transcurrían los años y las esperanzas no se cumplían; cada cambio de política, cada nueva elección esperada con impaciencia, se contaba por la derrota de sus esperanzas. El joven seguía batallando allá en los periódicos de la corte, exponiéndose á procesos y desafíos, conquistando con valor desesperado la popularidad que le había de dar un puesto distinguido entre las huestes en que militaba, A cada nuevo desengaño, el esfuerzo era más potente, más de titán, porque la fe salvadora era cada vez más débil, y Lola lo veía perder sus inocencias, sus entusiasmos, su lealtad; contemplaba cómo la política iba matando poco á poco todas las fuentes de sinceridad y nobleza de su alma. No le cabía duda: de seguir así, su amor moriría también, como una flor demasiado frágil para germinar entre los breñales de la política y de la ambición.

Aquellas cortas visitas de Enrique á Alcira eran un paréntesis de dolor entre dolores. Él venía contento á descansar unos días á su lado, en un ambiente más dulce y más sano; pero perseguido siempre por el recuerdo de sus ambiciones y proyectos, hacía llegar á sus oídos todas las miserias de la lucha mezcladas entre sus frases de amor. Para Lola la situación era muy diferente. Aquellos días experimentaba la amargura de una felicidad de cuya breve existencia tenía el convencimiento. Le veía llegar pensando en la angustia de su partida; le escuchaba con miedo hablar de una vida que no era la suya, en la que ella no podía tomar parte... ¿Hasta cuándo iba á durar aquella situación? La fe la abandonaba y la invadía el cansancio. Su amor vehemente se avenía mal al sacrificio. Después de una visita de su novio, sentía más la plenitud de vida, los deseos, el ansia de su cariño. Y la fantasía despierta con sus relatos soñaba, en las tardes tranquilas, que subía á la montañeta, con otro mundo distinto del que la rodeaba; como si más allá del horizonte se escondiese algo atrayente y misterioso.

Enrique no comprendía la labor que la fantasía y el deseo iban labrando en aquel espíritu; en su egoísmo de luchador, no se daba cuenta de la duración del tiempo, le parecía que sólo habían pasado breves días en los largos meses de ausencia, en los cuales apenas se cruzaba una carta.

Sacrificaba al despotismo de la ambición los años más bellos de la vida, los que no podría recobrar, atormentado por su deseo de amor y atormentando á Lola en el abandono de su larga soledad.

Se habían detenido á la orilla de un bancal. Lola, sobre la tierra húmeda, en el hoyuelo formado al pie de un naranjo, con la mirada perdida hacia arriba, parecía acariciar á una sola naranja que pendía de las ramas verdes, como si el árbol la conservase por una coquetería después de la reciente recolección; en su rostro franco se leía la expresión de un cansancio que se mostraba más poderosamente con la incitación hacia la vida plena. Había en sus ojos el bronceado ardiente de las hojas del árbol, rebosantes de savia y de amor. Enrique pudo leer la pasión de aquella mirada, la pasión que, encendida por él, la alejaría de sus brazos, cuando, como la fruta del naranjo, en sazón para ser cogida del árbol, reclamase unos labios sedientos de su jugo. Aquella mujer no se resignaría á quedarse sola, pendiente de una rama desnuda, para consumirse estérilmente, como la naranjilla sequeriza que acariciaban sus ojos.

Por un momento sintió impulsos de arrojarse sobre ella, de envolverla en sus brazos, de beber la vida de sus labios sobre aquella tierra húmeda, á la luz de la luna, que acababa de aparecer en el horizonte; de ser algo más que hombre y convertirse en pájaro para fabricar un nido de amor.

El agua de la acequia corría murmurando un cuento ó una conseja; sus cristalinos quebrados contra los guijarros fingían voces humanas: voces que hablaban de deberes, de ambiciones, de razón... Lola escuchaba la poesía de las estrofas que cantaban aquellas voces; Enrique oía argumentos fríos y reflexivos. La visión de sus almas era distinta.

—¡Lola, Lola! —dijo él—; no me condenes, soy cobarde, lo sé, cuando no me siento capaz de sacrificártelo todo; cuando eres mi único bien y me expongo á perderte... ¿Qué misterio de fango hay siempre en el hombre, Lola mía? ¿Qué veneno en la ambición y en la lucha? Sé que si al vencer no te encuentro á mi lado, mi triunfo será estéril, y sin embargo, no sé renunciar á la lucha y salvar un amor que es mi vida...

Lola no contestó: con la mirada fija en el rostro de su novio, le escuchaba sin oírle, transportada en el arrobamiento de un deseo poderoso. La bañaba la luna tan dulcemente como si quisiera envolverla en la caricia que el amor le negaba. Sintió Enrique el mágico encanto de la mirada de ensueño y los labios temblantes; sus ojos recorrieron la curva suave y ondulante de aquel cuerpo, desnudándolo con la mirada, que le hacía estremecer con su fluido como un contacto material, y cayó de rodillas á su lado.

—¡Enrique, Enrique! —exclamó ella rodeándole los brazos al cuello—: ¡ámame, no me abandones más, soy tuya!...

¡Era la mujer tan amada durante largos años, y podía tomarla! Se le entregaba estremecida de pasión, en el momento único, irreproducible, de la vida de toda mujer; el momento supremo que existe sólo una vez y sólo para un hombre... Pasó por su cerebro el presentimiento de la pasión vehemente, avasalladora, ardorosa, que quemaría su espíritu y lo apartaría de sus luchas. Pensó en la celada con que todo se conjuraba para entregarle el cuerpo de la virgen, que ya no podría abandonar, y sintió miedo... Sujetó contra su pecho aquella cabeza adorada, y cerró los ojos muy apretados... El pensamiento triunfaba de los sentidos, y sus labios pudieron murmurar:

—No, no... cuando haya vencido... Entonces tú serás el premio.

Guardaron silencio... El murmullo del agua parecía alejarse con su misterioso acento: la brisa sopló en una fuerte bocanada, perdiéndose entre los naranjales, como si la felicidad se fuese con ella y la Naturaleza lanzara su anatema contra los que resistían á sus leyes. Los enervados brazos de Lola cayeron á lo largo de su cuerpo inerte, y una de sus manos, blanca y fría, en el crispamiento del espasmo perdido, pareció azotar la ardiente mejilla de Enrique, que con la cabeza inclinada gemía también en el dolor de un inútil sacrificio, robado del altar de la fecundación.


* * *


Se saludaron afectuosamente en la plazoleta de la ermita. Su larga historia de amor estaba ya tan lejos, que la amistad no podía despertar murmuraciones.

Lola había salido del santuario, sin reparar en el paisaje, y recomendaba inquieta á sus dos hijas, de veinte á veinticinco años, que se abrigasen bien, molesta por la brisa que revolvía sus cabellos.

Al ver á Enrique sonrió con la franca lealtad de los corazones tranquilos y le tendió la mano, preguntándole:

—¿Cómo te encuentras?

—Mal, mal —repuso él—; el estómago perdido, el organismo destrozado.,.

Por un acuerdo tácito se colocaron el uno al lado del otro, y empezaron el descenso. Apoyaba penosamente Enrique en su bastón el cuerpo flácido, sacudido por la tos ronca que le desgarraba el pecho; movía Lola con pereza los pies, naneando con el enorme corpachón, deformado por la grasa... Las dos jóvenes corrían delante y alcanzaban ya el límite de los cercanos naranjales, andando y desandando el camino con alegre aturdimiento.

—¿Te fatigas? —preguntó Lola á Enrique con voz jadeante.

—No, no—repuso él, sofocado.

Unos pasos más allá se detuvieron, se sentían tan cansados, que sin confesárselo se dejaron caer junto á la acequia, contra el tronco de un naranjo.

El manto de la noche empezaba á desplegarse sobre la tierra; la luna aparecía como una deslustrada bola de plata entre las nubes que la velaban; la brisa se había hecho más viva, los naranjos, despojados de sus frutos en la reciente recolección, tenían un verdor sombrío, y la acequia corría con rumor cristalino, chocando contra los chinorros y obstáculos hallados en su curso.

La mano flácida del enfermo cogió una de las regordetas manos de Lola, y quedamente murmuró:

—¿Te acuerdas?...

Al chocar de sus miradas hubo un beso de luz, un rayo de amor, un milagro de juventud operado burlonamente por la Naturaleza en dos seres enfermos y viejos.

—¡Oh, Lola! —gimió él—; ¡qué imbécil he sido!... El trabajo, la ambición, la lucha á que sacrifiqué todos los días hermosos de la existencia... Y ahora, ¿de qué me sirven?...

—¡Qué tarde lo conoces, Enrique! —repuso ella.

—Tarde porque tú me abandonaste en el camino... y me faltó mi compañera,.. Porque tú fuiste mil veces más egoísta que yo, y buscaste para ti la dicha... sin esperarme...

—No, no; te equivocas... me casé con mi difunto esposo, porque los años pasaban y tú no volvías... me creía olvidada. ¡He sufrido tanto! El ha sido bueno... pero yo jamás sentí á su lado aquel fuego que habías encendido tú... Yo le ofrecí un corazón gastado y un cuerpo que encontró en el ensueño goces imposibles en la realidad...

Los dos callaron. Enrique comprendía cuánta verdad encerraban las palabras de la pobre mujer, cuya vida había destrozado. Se daba cuenta de la desesperación con que aquella semiárabe levantina se arrojó en brazos de un burgués grosero, para aplacar el ansia que él encendió en sus venas... Su cobardía de la juventud labró la desdicha de los dos. ¡Qué felices y tranquilos hubiesen pasado los días al lado de ella! El no sería ahora un pobre enfermo solitario... Recordaba con pena un día semejante á éste en aquel mismo sitio, cuando sus vidas se confundieron un momento. Pudieron haber marchado juntos siempre. Y él trazó una línea divergente, pensando hacerla paralela.

—Tú al menos tienes tus hijas...—balbuceó Enrique.

—¡Mis hijas! ¿Sabes cuántos dolores me aguardan con ellas? Asunción quiere ser artista, dejar este pueblo, correr el mundo... todo ese mundo desconocido, al que me sacrificaste tú y que me asusta...

—¿Y qué piensas hacer?

—Dejarla... Sé ya lo que es sufrir las existencias contrariadas... ¡Que sea libre! Remedios, en cambio, se casará con su primo el boticario, y no abandonará jamás nuestro terruño.

—Pero lo que desea Asunción, ¿no te parece peligroso?

—¿Por qué? El peligro está en torturarnos. Si ella aspira á una existencia más amplia, á un horizonte más grande, ¿cómo sujetarla? Sufriría... y yo no quiero que sufra.

—Pero si se equivocase, si no venciera en el arte, si la vieras volver pobre y vencida... como yo...

Vaciló Lola.

—No —dijo al fin—; no debo oponerme á su vocación... ¿Dices que el mundo puede destrozarla? ¿Acaso me libró á mí el alejamiento, lo vulgar, lo monótono é insignificante de mi existencia, de conocer el dolor? ¡La paz de la aldea! ¡La virtud de las mujeres modestas! Ríete de eso... Ya soy vieja, y puedo hablarte claro... Las grandes artistas hacen alarde de vicios, porque el mundo se los tolera cuando saben imponerse; nosotras, las burguesas, somos hipócritamente tan viciosas como ellas... y á la vejez ellas están satisfechas... nosotras, martirizadas por los deseos irrealizables, por la vida que no hemos vivido...

Enrique miraba asombrado á Lola; jamás la había visto así... Era, un milagro de transfiguración en que su espíritu escapaba en una explosión de sinceridad contenida siempre, una confesión íntima arrancada de su alma en la calma plácida de la noche evocadora de su primer deseo y de la revelación primera.

Los años se esfumaban ante ellos, se veían jóvenes otra vez. Enrique contemplaba con ilusión poderosa la deformada silueta de su antigua amada... Lola abría los marchitos ojos para fijar en él una mirada suprema. Las manos se unieron con ansia, y á su contacto se disipó el ensueño en la triste realidad de la impotencia...

Cerró Enrique ios ojos y dejó caer la cabeza sobre el abultado seno de Lola... Se estrecharon con un gemido de angustia. Era el supremo instante en que al querer recobrar el bien perdido, la Naturaleza les hacía una mueca burlona... ¡Ya era tarde! El ser humano, más desdichado que el gusano, pierde en el laborar los hermosos días de la juventud; el triunfo llega con la vejez y la impotencia.

De cuanto les rodeaba, sólo ellos habían envejecido: el agua de la acequia corría cantando su canción de vida y el aire sacudía el polen de las palmeras y las ramas de los naranjales.

La voz de las hijas de Lola resonó con vibración juvenil, agitando los cascabeles del aire:

—¡Mamá! ¡Mamá! ¿Qué haces?

—Ya voy... ya voy; me despedía de don Enrique...

—¿No ves que se aproxima la tempestad?

—Sí... sí... la tempestad... la noche... la noche...

Y los dos ancianos se estrecharon la mano con rubor en las mejillas... Enrique la sujetó un instante murmurando:

—¡Pobre Lola!... Tienes razón; nosotros no hemos vivido...

Se alejaron en direcciones opuestas. Soplaba con violencia el viento; negros nubarrones parecían islas perdidas en un mar tempestuoso que azotaba sus costas... La luna se había hundido en profundidades de sombra, y las estrellas, titilantes, parecían faros de puertos remotos ó de ciudades fantásticas... formadas tal vez por los deseos insaciados de todos los que sacrificaron sus juventudes en aras de la ambición, de todos los que no vivieron.

Como flor de almendro

Ansiosa, acodada sobre la barandilla de popa, fijaba con insistencia los ojos en el horizonte, como si quisiera dar fuerza á sus pupilas para rasgarlo y descubrir la tierra.

La marcha tranquila del vapor la exasperaba en aquellos momentos en que rugía la tempestad dentro de su alma; hubiera querido montañas de olas que le arrojasen sobre la playa roto y maltrecho, con la velocidad del rayo.

Toda la noche la había pasado allí, fija la mirada en el horizonte, y á los primeros albores de la mañana, la faja plomiza delataba la proximidad de la costa.

El capitán había dicho que entrarían en el puerto á las diez de la mañana. ¡Cuántas horas aún! ¿Llegaría á tiempo? A esta pregunta, su corazón se angustiaba, y su garganta se oprimía con las agonías del llanto.

¡Si pudiera salvar la vida de aquel hombre con la suya! ¡Ó á lo menos decirle sólo una vez cuánto le amaba! ¡Pero pensar en que muriera así, lejos de ella!... ¡Sin haberle dicho la primera frase de amor!

Había recibido la carta de Roberto ocho días antes. Una carta tristísima, de pocas líneas, escritas con mano trémula:


«Te amo, Catalina, permíteme que te lo diga una vez, ahora que voy á morir... Perdóname que se escape de mí alma en este momento supremo mi pasión; olvídala luego... Conserva en tu memoria al amigo, al hermano...

«ROBERTO.»


¡Roberto le escribía aquella carta! ¡Roberto la amaba é iba á morir! Se revolvía poderosa en su alma la pasión... Ella le amaba también. En un momento se decidió: lo dispuso todo en pocas horas, y le expidió un telegrama que revelaba el estado de su espíritu á pesar del laconismo de sus frases:


«Espérame. Corro á tu lado. Te amo.

«CATALINA.»


Y el viaje duraba ocho días. ¿Tendría bastante fuerza el amor, para ordenar á la muerte? «Espérame.» ¿Llegaría á tiempo? En aquella larga noche pasada sobre la cubierta, le parecía haber vivido una eternidad de ansias.


* * *


Llegó el momento de desembarcar... Recorría los grupos, miraba á todas las gentes... ¡Ni un rostro conocido!... Sentía miedo de preguntar y deseos de saber...

Ya iba á subir al coche, cuando una voz dulce hirió su oído:

—¿Doña Catalina Rubio?...

Volvióse vivamente y se encontró en presencia de una hermana de San Vicente de Paúl; le cogió las manos de un modo instintivo, preguntando:

—¿Vive?...

Sobre el rostro dulce de la monja se extendió una ligera palidez, é inclinó la cabeza mientras murmuraba tristemente:

—¡Resígnese con la voluntad de Dios, señora!


* * *


Sor Ángeles había acercado el sillón de Catalina á la ventana del hotel, y la joven contemplaba tristemente el mar. Su semblante demacrado y pálido, estaba iluminado en los pómulos por el fuego de la calentura, que hacía fosforecer sus pupilas entre lágrimas.

—Señora —dijo la monja—, se está usted matando; es preciso ánimo, valor...

—¡Oh! Hermana, ha llegado muy dentro de mi alma esta pena... Roberto era lo que más amaba en el mundo, y ha muerto sin podérselo decir... no me ha esperado... ¿Llegó al menos á sus manos mi telegrama? No me engañe...

—Sí, sí; llegó... y le dijo lo que ya había adivinado él con su clarividencia de moribundo... lo que ya habíamos adivinado los dos.

—Muchas veces el infeliz me llamaba para contarme sus cuitas, evocaba minuto por minuto las horas pasadas al lado de usted. Me eran familiares, señora, antes de conocerla, sus gestos, sus movimientos, sus trajes...

—¿Entonces usted sabe?...

—Todo. Roberto la amó cuando usted, enamorada de otro hombre, no pudo parar mientes en su pasión. Él se alejó creyéndola feliz, y volvió en los amargos días de la desgracia.

—Y yo ciega, torpe, obcecada, le acogí, no por sus méritos, sino por el recuerdo de aquel otro hombre... y siempre le hablé de él... y cuando sentí la influencia del cariño en que me envolvía Roberto, de su ternura, cuando yo también le amé... las frases de amor que le dirigía llevaban otro nombre.

—¿Y cree usted que él no lo supo? ¿Que no lo adivinó?

—¡Oh! Y entonces, ¿por qué se alejó de mí?

—Misterios, amiga mía, misterios... Dichosos los seres que saben entregarse al sentimiento sin estúpidos análisis que les destrocen el corazón, sin filosofías inútiles que les torturen el cerebro...

—Sor Ángeles... ¡Se diría que usted ha amado!

Sacudió la monja la cabecita cubierta ele blancas tocas, y mirando con sus ojos azules á Catalina, dijo con voz firme y resuelta:

—Si; yo he amado,.. El amor no ofende jamás al Señor... y que Él me perdone si lo evoco para consolar á usted hoy, puesto que dolores hermanos hallan una dulce sedación al confundirlos.

Le tomó la mano y continuó, acariciándola entre las suyas:

—Sí; yo también, la monjita, he tenido un amor en el fondo del alma... muy grande... Aun se mezcla un nombre en mis oraciones y una imagen se coloca entre el altar y yo...

—¡Hermana!

—¡No me reconvenga, señora; lo que la Naturaleza sanciona, Dios lo quiere.

—No, no, hermana; Dios no puede sancionar la muerte, la desesperación... y la consiente la Naturaleza.

—Señora, somos nosotras las que nos creamos estas situaciones, las que vamos hacia la muerte...

Si tuviéramos valor para ser sinceras, si dejásemos hablar al sentimiento, nos ahorraríamos muchos dolores. Yo pude ser feliz, amé á un hombre con toda la fuerza de mi alma y no fui capaz de confesárselo... Pesaron sobre mí consideraciones absurdas... costumbres... amor propio...

—¿Y él?

—Fué víctima de idénticos prejuicios. Era pobre y temió parecer ambicioso... Sentó plaza de soldado, se fué y yo lo dejé partir... No conocía su cariño hasta que me lo reveló la desgracia.

—¿Cómo?

—El infeliz murió en campaña... Los que le asistieron en sus últimos instantes enviaron a la familia las ropas y efectos que le pertenecieron. En el escapulario, manchado de sangre, llevaba por el reverso la imagen de la Virgen del Pilar, que le dio su madre al partir... por el anverso mi retrato con estas palabras escritas debajo: Mi mañica... Murió besando el escapulario por el anverso... y jamás nos habíamos dicho una sola frase de amor.

Se hizo el silencio y rodaron lágrimas por las mejillas de las dos mujeres...

—Yo he renunciado al mundo y no he podido renunciar á su recuerdo... —continuó Sor Ángeles—. Para olvidarlo no valía la pena de buscar la quietud... Me he hecho hermana de la caridad para cuidar á los tristes, á los heridos, á los que mueren, lejos de los que aman... Cuando beso sus frentes, en la paz del eterno reposo, pongo en mis labios besos de madre, de hermana, de amante ausente... Yo besé así á Roberto...

—¡Ay! —gimió Catalina—. Y yo no he podido darle el beso que quema mis labios.

—Dios es amor, hermana —continuó la monja—, pero un día yo sentí remordimiento de abrigar una pasión humana. Me eché en brazos de mi madre, y por vez primera mis labios hablaron de amor... Se lo conté todo á aquella santa mujer de cabellos blancos... y mi madre lloró conmigo... Lágrimas benditas que cayeron como roció en mi corazón... Dudar de mi madre, tan buena y tan pura, sería dudar de Dios... y ella me besó... me bendijo... La infeliz vivía también, torturada por un amor que no reveló jamás. Se había casado con mi padre porque amaba á un hermano de éste, esposo de una mujer hermosísima cuando se conocieron... Mil detalles le revelaron después que su pasión era correspondida, pero no se lo dijeron nunca... Mi santa madre mezcló en sus besos á mi padre el deseo del que amaba... y fué buena y virtuosa... siempre... Mi madre no fué culpable de amar... la absolvía mi corazón y me sentía á la vez perdonada...

—¡Ah! Sor Ángeles, ¡cuánta tristeza encierran sus palabras, cuántas historias de corazones torturados!... En todas partes el imposible separando almas que tienden á unirse.

—Así es la vida —suspiró resignada la monja—, y sin embargo, yo creo que los elegidos son los que saben sentir... los que sufren y aman.

Calló un momento, echó hacia atrás la cabeza y continuó con energía:

—El amor es el Dios todopoderoso que nos hace reyes del universo... ¡Es tan hermoso sentir cómo el corazón se libera, se insubordina; rompe todo molde, todo convencionalismo... se sobrepone á todo... á lo establecido, lo consagrado: leyes, sociedad, religión!... El alma libre no respeta padres, esposas, hijos ni dioses. En la caricia que se hace al marido va envuelto el hombre que amamos; en el beso que se da á los hijos va algo de su esencia; en la plegaria que se eleva á Dios se encierra la súplica ferviente y ansiosa de todos los instantes al que es dios de nuestro ser entero... Visiones, luz, armonía, éxtasis, todo se le dedica. ¿Qué falta hace que lo sepa? Usted muere y yo vivo para un amor imposible... y gozamos. Sin él no hubiésemos conocido jamás la vida...

Catalina la miraba espantada de aquella vehemencia, que hacía temblar todo el cuerpo de la monja.

—Yo estoy sentenciada —murmuró—. ¡Es tan triste morir á mi edad!... Y sin embargo, lo prefiero al martirio de la vida que me aguardaba... yo no comprendo bien todo lo que usted me dice, Sor Ángeles.

Sonrió la monja.

—¡Pobre criatura! —murmuró—. Muere usted de tristeza, y no comprende la felicidad que hay en morir así... con un amor único, grande, poderoso, vivo, eterno, sin miserias ni hastío...

—¡Hubiera sido tan feliz con Roberto!...

—No, Catalina, no; la felicidad está en la fuerza del sentimiento, en su pureza, en su vaguedad... El amor que no se confesó jamás, el que no fué compartido, el que no se satisfizo nunca... ese es el verdadero amor... Bienaventurados los que mueren guardándolo con toda su pureza dentro del alma... Los que no conocieron la amargura de verlo agotarse y morir; los que no hallaron en la copa del placer las heces de la ingratitud.

—Morir sin haber sido feliz un día... Sor Ángeles...

—¿Quién lo es? Cada amor satisfecho engendra el deseo de un nuevo amor... en toda alma de hombre ó de mujer existe siempre el vacío de una aspiración y el anhelo de algo entrevisto que no se realizará jamás... forma perfecta... visión indefinida... lo imposible... La concepción del amor es demasiado grande para llegar á materializarse...

—¡Oh! Sor Ángeles. ¿Cómo habla usted así? ¿Dónde ha aprendido usted todo eso?

—Hablo así porque la sinceridad mueve mis labios y no temen formular el pensamiento... ¿Mi ciencia? Es bien escasa... no está en los libros... es ciencia de vida adquirida á fuerza de sondar en las heridas de corazones que salpicaron mi inocencia con su sangre... Lo he aprendido en una triste experiencia, Catalina; en todos los seres existe el germen de un amor imposible... de un sueño que no se realizó... que no se realizará jamás.

—¿De modo, que usted cree que si se hubiese unido á su amado, que si viviera mi Roberto?...

—No hubiéramos gustado este amargo y voluptuoso placer de lo imposible... El amor hubiese huido á formar otro ensueño, asustado de la vulgaridad de las caricias...

Y como Catalina la miraba asombrada de aquellas extrañas teorías, añadió con convencimiento:

—No lo dude usted. El amor más grande es aquel de que sólo tenemos el presentimiento; el que nos produce la misma dulce y vaga ilusión que deben sentir los viajeros que navegad siguiendo la corriente de los ríos sagrados... cuando la brisa de la noche trae basta ellos el aroma de las flores que crecen en sus riberas... De las flores invisibles... de los jardines que no descubriremos jamás... El amor es tan bello y tan frágil como la flor del almendro... Si se toca con los dedos se marchita y muere.

Aroma de pecado

Sola, en la elegante habitación del hotel, se revolvía en el lecho, sin poderse dormir. Sus carnes producían rumor de raso al rozar contra las sábanas, y los encajes se quebraban á su contacto con acento de caricia.

Apretó el botón de la luz eléctrica y paseó una mirada investigadora por el cuarto. La cama se retrataba en la gran luna del armario, con su regia magnificencia. Sobre la chimenea jarrones de flores; en todas partes juguetes y bibelots; el tocador lleno de frascos y cajas de perfumes; los muebles rientes: chaise-longue, butaquitas coquetas, alfombras muelles y cojines. ¡Qué distante estaba aquella habitación de su severa alcoba de Madrid! Recordábala con su enorme lecho de nogal, sus sábanas planchadas, la colcha modesta, las escasas sillas y el reclinatorio de terciopelo. No había más muebles que esos y la mesa de noche con la botella del agua y el libro de devociones. Siempre, al tender la mirada en torno, halló los cuadros de mártires, de santos, la cara sufriente de una Dolorosa ó las llagas de un Crucificado. Ahora era su propia imagen la que se le ofrecía en los espejos múltiples.

Se alzó en el lecho, y dirigió la vista á la luna más próxima. ¿Era tan hermosa como se contemplaba? ¡Hacía tanto tiempo que no reparaba en su belleza! Suelto el negro cabello sobre los hombros, encendidas las mejillas, rojos los labios, brillantes las pupilas bajo su cortinaje de negras pestañas, con el seno amplío, la garganta firme y los brazos morenos, la luz arrancaba á sus carnes tonalidades plateadas. Por un momento sintió admiración, ternura hacia su pobre cuerpo, descuidado en prematura vejez, y estrechando dulcemente sus senos, bajó la cabeza y se besó los brazos...

¿Qué hacía? Dudó un momento. Después echóse atrás y saltó resuelta al suelo, para acercarse al espejo.

Se contempló con satisfacción. Sí; era hermosa, espléndida, y aun lo parecería más si vistiera como las mujeres parisienses, con las ropas aquellas que veía en los grandes almacenes. Su camisa de tejido tosco y sin encajes, su ropa interna sin coquetería, sus trajes de severo corte y de tela negra, sus cabellos ajustados á la cabeza, todo contribuía á ocultar su belleza natural.

El frío la estremeció y la oleada de los poros espeluznados rizó su piel. Rápidamente volvió á hundirse en el lecho, tapándose toda la cabeza, para dormir... ¡Imposible! Algo extraño le sucedía...

Hacía un mes que estaba en París: al principio frecuentó las iglesias, las instituciones de caridad, puesto que el objeto de su viaje era estudiar su organización para emprender una obra piadosa en España.

Por primera vez se confesó que ese había sido el pretexto. Se engañó á sí misma con el ansia de viajar, de verse libre unos días. Su confesor de buena gana se hubiese opuesto; le habló del centro de corrupción en que iba á respirar... Tal vez tuvo razón... Desde que estaba allí era otra; ya había ido a todos los teatros, á todas las fiestas, animada por la seguridad de no ser conocida y ansiosa de contemplar toda aquella vida plena, que no presentía siquiera.

Aquella noche estuvo en la taberna Olimpia, un lugar de pecado, donde la tolerancia parisién permite ir á las damas de buena sociedad. Jamás había visto tan á las claras la venta de mujeres y el comercio del amor... Veía á las grandes cocottes, triunfantes en su impudicia, arrastrar las largas colas de sus vestidos de gasa entre las mesas, á cuyo alrededor fumaban los hombres en espera de la que hiciese latir sus nervios. Ella las miraba altivas y alegres, jugando con los largos boas de plumas, cargadas de rizos, de encajes, de pieles y dijes, envueltas en velos flotantes, entre nubes de perfumes, con sus siluetas finas y ligeras... Y de pronto, un hombre las llamaba; se cambiaban algunas frases serias; era el contrato, el convenio de los luises que había de costar su amor... En seguida, ó ella se alejaba ó venía á sentarse á su lado. Empezaba la cena, las frases dulces, el arrullo de tórtolos... Adelina sentía enrojecer sus mejillas al choque de las miradas entrecruzadas que sorprendía.

Ahora lo recordaba todo, lo evocaba todo en su pobre lecho solitario... Aquellas mujeres vivían, gozaban; era el deseo sexual, la vida y la juventud que despertaban en ella imperiosos. ¿Por qué no había de gozar también? La severidad de la religión no se lo impedía desde el momento en que podía pagar á la Iglesia el rescate de su carne con dinero bastante para el culto y las obras piadosas. Madrid estaba lejos, y no había de saberse nada. Ella también quería vestirse como aquellas mujeres, pasear por el bulevar, oír requiebros, que la hallaran hermosa... y que la besaran.


* * *


Al día siguiente gastó algunos miles de francos en su equipo. La calle de la Paix y los grandes almacenes del Louvre proveyeron á todos los caprichos de su exaltada fantasía: camisas de seda y encaje, calzoncillos llenos de lazos, faldas froufrouantes, trajes provocativos, lindos deshabillés, abrigos, manguitos, pieles, guantes perfumados, botitas de alto tacón, pañuelos, esencias, velos, postizos. Un verdadero equipo de cocotte.

Después del baño, cuando cubrió el cuerpo con las ropas nuevas y los perfumes recién comprados, cuando el peluquero transformó su cabeza de severas líneas y el corsé de moda cambió la silueta de su cuerpo, acudió á mirarse al espejo, ¡No se conocía! Sus treinta y cinco años quedaban en veinte, cuando su atavío descuidado la había hecho pasar de los cuarenta. Así vestida, era una mujer distinta.

En cuanto obscureció se lanzó á la calle; recorría la acera del bulevard de Montmartre con paso tardo, despacio, como había visto hacer á las cocottes. Le parecía que tardaban en acercársele. ¿Acaso no estaría bella? Pronto un caballero grueso se puso a su lado, la sonrió de un modo malicioso y le hizo un signo con la cabeza. Adelina se sintió indignada, le miró con altivez y apretó el paso. ¿Por quién la habría tomado? Pero á los pocos minutos la risa acudió á sus labios. ¡Qué tonta! ¿No iba precisamente buscando eso?... Es que había tenido mala suerte. ¡Era tan feo aquel pobre hombre!

Siguió su paseo, y sobre poco más ó menos la escena se repitió varias veces... Estaba visto que no servía para cocotte. No podría, jamás hablar así en medio de la rue con el primer advenedizo que se le acercase... Un cartel grande anunciaba baile en Wagram. Iría allí á ver qué era aquello.


* * *


Sola, sentada en una platea, contemplaba el espectáculo que ofrecía el vasto salón de Wagram. Era un baile del pueblo; allí no estaban las grandes cocottes de Olimpia y su atavío llamaba la atención de los soldados y burguesitas que bailaban alegremente. Sin duda, su lujo imponía respeto, porque nadie se le acercaba.

Adelina miraba con algo de envidia y de desdén á un tiempo la franca alegría de las muchachas, la despreocupación de todas aquellas gentes, que se entregaban á la danza con ademanes y saltos grotescos, de una espontaneidad tan franca, que recordaba el placer de los irracionales.

De pronto, en medio de una mazurca, las luces se apagaron como por encanto, y la orquesta siguió sin interrupción la tocata.

Hubo un aullido salvaje en el salón, después un silencio completo. De la masa, que se agitaba en la obscuridad, salían gritos sordos, suspiros, besos...

Los nervios de Adelina parecían querer romperse... ¿Asco? ¿Deseo? No hubiera podido decirlo.

Cuando la luz se encendió de nuevo, muchas parejas estaban tiradas por el suelo, las muchachas se arreglaban riendo los vestidos en desorden y los hombres se esforzaban por tomar su apariencia de personas graves.

Un joven, parado cerca de su platea, la miraba atentamente... Adelina puso en sus pintados labios una risa de cocotte, y cuando el mancebo atraído por ella se acercó, apresuróse á levantarse y entrar con él en la sala... le gustaba oír sus requiebros, que le hablara de amor... que sus manos ardorosas oprimieran la suya... ¿No era eso lo que buscaba?... Cuando la música cesó se sentaron cerca de una mesilla, y su compañero le ofreció cerveza y cigarros, ¡No sabía fumar! Hizo un esfuerzo por alternar con él, sin poder conseguirlo. Su familiaridad la hería. Hubiera querido que la respetase, que supiera que era una mujer honrada, superior á aquellas pobres muchachas.

Preludió de nuevo la música y se lanzaron otra vez al baile.

Oprimió con fuerza contra su pecho á su compañero, apretó los labios contra los labios suyos y se deslizó con rapidez vertiginosa; sin dejarlo moverse, sin que fuese dueño de pasear una mano sobre su cuerpo; ahogándolo con su aliento en la furia de un torbellino; como si las risas, los gritos y los besos que oía, la envolviesen en ráfaga de huracán.

Al acabarse el baile, ya no podía más y cayó desvanecida en el suelo.

Le parecía que el salón, con todos los bailarines, giraba alrededor de ella; que la orquesta preludiaba una música de armonía infinita, que su cuerpo estaba envuelto en una caricia tibia de aliento... El pensamiento dormía y la materia era feliz.

Todo pasó pronto. Varias manos se tendían á levantarla; su ropa en desorden enseñaba los tesoros de su cuerpo; su compañero, encendido de deseo, se inclinaba sobre ella... y todos le miraban con envidia, pensando que su caída obedeció a otras causas.

Se sintió avergonzada. El pensamiento volvía á robarle la dicha. Vivamente se alzó é hizo ademán de dirigirse á la puerta. Se le tendían muchos brazos y escuchaba palabras groseras: «Madame... á votre chambre... J'ai de la argent

Volvió á cogerse del brazo de su compañero, que la contemplaba admirado, y le hablo con voz triste... Le dijo que era una gran señora, una mujer honrada, respetable... Una caprichosa que deseaba conocer aquel medio, ó invocó su galantería.

La noche transcurrió triste; la conversación seria les impedía disfrutar de los encantos de la fiesta; el joven, cohibido por el respeto, se aburría visiblemente, y ella, lánguida, cansada, envidiosa de las alegres risas de las muchachuelas, decidió, marcharse pronto.

Cuando estuvo dentro del coche que había de conducirla al hotel, exclamó con rabia:

—Está visto, no podré dejar nunca de ser honrada.

Y se acurrucó llorando en uno de los ángulos.


* * *


Retrocedió sorprendida al entrar en su habitación, Luisito, el amigo íntimo de su hijo, estaba allí.

Por un momento olvidó todo cuanto la rodeaba, para pedir nuevas de Madrid.

Luisito había llegado aquella misma tarde, y á pesar de lo avanzado de la hora, no había querido dejar de verla y la había esperado.

Bien hecho. Ella le hizo sentar. Era un jovencito de unos veintidós años, seis más que el hijo de Adelina, y de una figura interesante, alto, delgado, pálido, con ojeras violeta alrededor de los ojos, como hombre que ha vivido mucho, en contraste con los labios puros de adolescente, que descubrían al sonreír unos clientes pequeñitos y blancos, con blancor de leche.

Adelina reparaba por primera vez en estas bellezas, y miraba con algo de arrobamiento la frente ancha y pálida del mancebo, que lucía bajo los cabellos negros con serena majestad de azucena.

—Vamos á cenar juntos —le dijo.

—Señora, es tarde —balbuceó el mancebo.

—¿Tarde? En París se empieza á vivir ahora.

Y como animada de una idea súbita, se cogió de su brazo, diciendo:

—Cenaremos fuera de aquí. ¿Conoces esto?

—Sí; estuve el año pasado, pero los sitios que yo frecuentaba no son para usted.

—¿Por qué no? Llévame á ellos... lo deseo.

Y se apoyaba con fuerza, haciéndole estremecer al tacto de su cuerpo y el vaho de sus perfumes.


* * *


Aquella noche no volvieron al hotel. Habían ido á refugiarse en una casa de amor después de la cena. Adelina, contenta de haber encentrado ternuras de amante con respetos de niño; él, aturdido por la posesión de aquella mujer, y agobiado por lo raro de la situación, como si padeciera un ensueño.

Pasaba el tiempo, y Adelina retrasaba el de su vuelta á Madrid, absorta en la pasión poderosa de Luis. Se rejuvenecía para amarle como una chiquilla.


* * *


Al fin era preciso separarse: su amor y su locura se prolongaban demasiado. Adelina debía volver á España. Desnuda sobre el gran lecho alquilado, medio envuelta en la colcha amarilla, se contemplaba al lado de su amante en el espejo apaisado puesto á lo largo de la cama.

El semblante de Luis tenía la palidez del marfil.

—¿Qué piensas? —preguntó ella pasando su brazo desnudo bajo la cabeza del joven.

—Te vas —respondió él tristemente—; te vas, y el olvido caerá como un velo negro entre nosotros. Cuando te veas en Madrid pensarás que estos tres meses de amor no ha sido más que un sueño.

—¡Loco!

—¿Acaso no tengo razón? —preguntó él con ansias y angustias de verdadero enamorado.

—No; porque yo no sabré ya vivir sin ti.

—Eres una mujer tan distinta... allí yo apenas te recuerdo; pareces otra. Claro que no gozaremos de tanta libertad. Habrá que ser prudentes... Pero todo podrá arreglarse... Nuestro amor tendrá el nuevo encanto del misterio.

Y le abrazó contra su pecho, enloqueciéndolo con su aliento, en la pasión desatada de mujer agradecida, cuya juventud se había perdido entre las caricias frías que un marido viejo exigía como obligación y la larga abstinencia de la viudez.


* * *


Llegó á Madrid cansada, deshecha. Le causaban una impresión penosa su palacio y sus amigos.

Gracias que tuvo la precaución de ponerse el mismo vestido de viaje que sacó de Madrid á su partida. La presidenta de San Francisco, las damas visitadoras, la condesa de Valdecas y la marquesa de San Blas estaban en la estación con su hijo, su administrador, el preceptor y el padre Gabino. Todos la miraron curiosos. La olfatearon, como si desearan hallar en ella el aroma de pecado de la ciudad francesa.

En un momento se encontraba otra vez presa, en su antigua vida. Recordó las teorías de todas aquellas damas. Los perfumes no son propios de mujeres honradas; el lujo es la red de Satanás; los baños sólo son propios de las disolutas... Empezaron á preguntarle por París. ¿Cómo se había detenido tanto? Las miradas de su hijo pesaban sobre ella en este momento. Procuró apagar el brillo de sus ojos y la expresión graciosa que rejuvenecía su semblante.

—Para ver, para observarlo todo.

El padre Gabino tomó un aspecto grave.

—No debemos profundizar en las llagas que nos contaminan con su pus.

—Claro, de ningún modo —se apresuró á responder Adelina.

Ella se había, apartado con asco de toda la corrupción parisién; ni la conocía ni quería oír hablar de ella... Las Llagas que tocaron sus manos eran las de la pobreza... las que cuidaba el glorioso San Vicente.

Todas la abrazaron conmovidas. ¡Qué alma de cristiana y de española!


* * *


Se revolvió en el lecho al despertar. ¡Qué grande y qué frío! Tiró del cordón de seda de la campanilla y ordenó á su doncella que le trajese el chocolate. La débil luz de la mañana iluminaba los santos colgados de las paredes, y ella tuvo que esconder los brazos entre las sábanas para ocultar los encajes de su camisa.

Aquello había concluido. Iría á confesar con un cura desconocido que la absolviera, y luego con el padre Gabino. Lavada el alma así en el tribunal de la penitencia, lo pasado era un sueño. Volvería á su vida filantrópica y á sus deberes de madre, á su severa sociedad. De ninguna manera locuras que comprometieran su reputación. El sensualismo, que se despertó con el aroma de pecado de París, dormiría de nuevo en el ambiente señorial de su casa. Todas las ropas de lujo que encerraban los mundos pasarían como dádiva de una pecadora arrepentida, y se destinarían á fines piadosos.

Sólo un punto negro quedaba en su resolución, Luis. ¡La quería tanto! Tenía miedo á la desesperación, al ímpetu del joven; pero al mismo tiempo confiaba en el poder de sugestión que ejercía sobre su espíritu. Ella misma fué al telégrafo para anunciarle su feliz llegada y prohibirle terminantemente que le escribiera, por condiciones especiales que así lo exigían.


* * *


Habían pasado los meses, y doña Adelina olvidaba las locuras de París en la quietud de su vida edificante. Era como un guerrero que volvía á tomar su armadura y se sentía feliz con su peso.

Aquel día, durante la comida, su hijo lanzó una exclamación de alegría.

—¿Sabes, mamá? Lo había olvidado... Mañana llega de París Luisito.

Palideció ligeramente doña Adelina al responder:

—Es una amistad que no me agrada, y harás bien en alejarte de ella.

—Pero si viene en seguida á verme... —dijo el joven sorprendido.

—Procura no estar en casa.

Intervino el preceptor. Precisamente deseaba hacer con el niño una excursión de arte; el tiempo era espléndido.

La idea fué acogida con gusto, y Adelina se sintió aliviada de un gran peso. Deseaba que la primera visita de Luis no tuviese testigos.


* * *


—Tenga el señor la bondad de decirme á quién debo anunciar —preguntó á Luis el lacayo que le abrió la puerta.

—A Luis; diga usted que está aquí Luis —exclamó con ímpetu el joven.

Luego, moderando su impaciencia, sacó una tarjeta y la entregó al criado.

Tardó más de un cuarto de hora en volver.

—Tenga el señor la bondad de seguirme.

Le condujo al inmenso salón, y apartando el portier, añadíó:

—La señora vendrá en seguida.

El joven quedó solo. Le latía el corazón con violencia. Hasta entonces había creído necesarios el disimulo y el alejamiento, por el prestigio de la posición que ocupaba Adelina. Al saber que su hijo no estaba en casa, adivinó que lo había alejado para recibirle á solas. ¿Cómo tardaba tanto en venir á echarse en sus brazos?¡Había él deseado de un modo tan vehemente aquel momento! Creía imposible que aquella mujer, sin ser una pervertida, pudiera olvidar sus besos, sus caricias, todos los goces cuyo recuerdo hacía arder aún su sangre...

Se abrió sin ruido la puerta del salón y apareció la señora de la casa. Luís no la reconoció en el acto; con los cabellos apretados á las sienes, la amplía bata de terciopelo ceñida al talle y los velillos de encaje blanco en torno del cuello y de las mangas, aquella mujer tenía un aspecto tan frío y tan severo, que le helaba la sangre... Parecía un retrato de los que adornaban las paredes del salón. Una figura sin alma que salía de un lienzo.

Dominó la impresión para avanzar dos pasos.

—¡Adelina mía!...

Le detuvo el gesto severo de un brazo que se extendía para apartarlo.

Doña Adelina, esquivando su mirada, exclamó fríamente:

—Siéntese usted, caballero.

Ella tomó asiento en el sofá; él se dejó caer temblando en el filo de una butaca. Formuló en voz alta su pensamiento:

—¿Es esto cierto, Dios mío? ¿Qué pasa? ¿Qué he hecho yo?

Había tal dolor en su acento, que conmovió el corazón de Adelina.

Le miró de frente; nada decía á su alma ni á su sensualidad aquel pobre niño.

Ella había agotado el deseo de placeres de su naturaleza gastada entre sus brazos juveniles; no quedaba ya nada que la atrajese con el encanto de lo desconocido para triunfar de su feroz egoísmo de mujer bien reputada. Pero la desesperación del joven le daba lástima.

Le cogió la mano y le dijo:

—Prudencia y valor, amigo mío; lo pasado es un sueno que no debemos volver á recordar...

—Pero... te amo tanto... ¡Oh! ¡Es preferib1e que me mates!

—No sea usted loco, criatura; tiene usted pocos años, pero abrigo la esperanza de que sabrá ser razonable... Si no se resigna usted se pondrá en ridículo.., nadie le creerá... y no volverá usted á verme.

—No, no... yo deseo obedecer... ¡pero un poco de amor!... ¡Por caridad!

—Sí; yo le tengo afecto... pero son las circunstancias... mi vida... lo insuperable... ¿Ya usted á hacer que me arrepienta de haber entregado mi afecto á un chiquillo?

El tiro era certero y hábil. Hizo blanco en la vanidad del joven.

—No —dijo enjugándose las lágrimas que corrían de sus ojos—. Estoy dispuesto á dominarme, á probarle á usted que soy un hombre.

—Así seremos amigos... siempre... No recuerde usted nada de París, y podré recibirlo entre mis amistades, invitarlo á mi mesa... será usted amigo de mi hijo... ¿Está conforme?

—Sí, DOÑA ADELINA. ¡Qué remedio!

—No esperaba yo menos... Supongo que habrá terminado la carrera.

—En Septiembre.

—Cuente usted con toda mi protección.

—Gracias, señora... á sus pies...

Se retiró aturdido, sin saber qué le pasaba ni qué decía, tropezando con los muebles.

Adelina quedó inmóvil en medio del amplio y sombrío salón; después sonrió satisfecha y murmuró:

—Esto ha terminado mejor y más pronto de lo que yo esperaba... ¡Pobre muchacho! ¡Me ama!

Luego, contemplándose en el espejo, como si la agitara el recuerdo de los días pasados, añadió:

—Si volviera otra vez á París...

Y encogiéndose de hombros con desdén, repuso á su misma pregunta:

—¡Bah! En todo caso no sería ya Luis... ¡Le conozco demasiado!

En pos del ensueño

Releía, las cartas esparcidas sobre la mesa como si deseara fortalecer su ánimo. Al fin, de un día á otro, iba á conocer á la mujer que se las escribió. Sentía miedo é impaciencia á un tiempo mismo, ¡Era tan hermosa la ilusión!

Más de un año de convivencia espiritual les había unido: desde que él escribió un artículo otoñal, de desesperación resignada, de tristeza infinita. A los pocos días de publicado recibió una carta de mujer, una carta sencilla y dulce, cuya autora sabía penetrar como hábil psicóloga en los repliegues recónditos de su alma y percibir y aquilatar todas las vibraciones de su temperamento de artista.

Ricardo leyó muchas veces la carta antes de contestarla, con el miedo de sufrir una equivocación; la analizó frase á frase; la sencillez, la afabilidad, la franqueza de la desconocida le cautivaban más cada vez. Su vanidad de hombre y de artista se sentía halagada á la par.

«¡Qué raro es —pensaba— que entre los millares de personas que nos leen, haya una que nos comprenda!»

Y le escribió una larga carta de artista... Según la pluma corría sobre el papel, la imagen de una mujer soñada surgía de sus puntos, y sin darse cuenta, con el fuego de la inspiración brotaban párrafos apasionados:

«He visto tu alma, la presentía, era la esperada... No me digas quién eres ni cómo te llamas... Te amo.»

Se arrepintió y se acusó de su ligereza después de puesta la carta en el correo y desvanecida la impresión... Pero cuando volvió á recibir nueva misiva, le latía el corazón violentamente. Su desconocida se mantenía digna y admirable en la respuesta. Sabía adivinar el estado de ánimo que dictó su carta y seguirlo en las regiones de luz del sentimiento...

«Tienes razón; no debes saber quién soy... Seré para ti la quimera,... Ámame así... Yo también te amo.»

Y la correspondencia continuaba con constancia no interrumpida, pero cada vez con mayor ardor. Ricardo iba rasgando el velo de la quimera con su ansiedad de amante... Su incógnita se llamaba Clotilde, era viuda, joven, inteligente... Todas las demás cualidades se las prestaba su pasión. ¿Qué le importaba no conocerla? ¿Acaso los amantes se conocen jamás? ¿El ser que se ama no es casi siempre el espejo en que nos adoramos á nosotros mismos? La mayor parte de las veces el amado es sólo un triste maniquí, adornado con las cualidades que nos son propias.

Ricardo escribía:

«Te adivino tanto física como moralmente; eres alta, rubia, tu seno es amplío, tu cuello firme... anchas tus caderas... Hay en tus labios rojos el gesto irónico del desdén y las mieles del beso... Tu voz tiene acentos de caricia y notas de tempestad... En tus ojos hay dulzura de pasión y relámpagos amenazantes... Yo te estrecho entre mis brazos con ardor de hombre y con temor de niño... Mi pensamiento olvida tu nombre cristiano y te llama Mi Walkiria

Y otras veces:

«Tú encarnas el tipo de la mujer fuerte de que me habla la Biblia. Inspirada como Débora, fuerte como Jael, animosa como Judith... Por ti arde el fuego en la piedra de tu hogar... tú vigilas para que no se apague tu lámpara... sabes hilar el lino y el hilo con tu mano blanca de azucena... y todos te llaman Bienaventurada. ¡Oh! ¡Casta esposa de mis amores! Yo necesito verte. Que un mismo rayo de luna bese nuestras dos frentes... que unidos nos envuelva una misma brisa... En mi hogar no hay calor de besos... me consume en el lecho la soledad... Ven á encender mi lámpara sagrada, ven á llenar de amorcillos nuestra casa... Tengo miedo á la vida sin ti... Tú serás la mujer fuerte en cuyos brazos dormiré con ternuras de niño enfermo.»

Clotilde no había sido sorda á su llamamiento: su última carta le anunciaba que venciendo innumerables obstáculos correría á su lado bien pronto... antes quizás que se cruzase otra misiva.

El anuncio de su llegada era el despertar del ensueño. La realidad que se acercaba. Con la realidad venían los sufrimientos. Ricardo vivía con su pequeño sueldo de oficinista, algo ampliado por sus gajes de escritor, cuando algún periódico ó revista le aceptaba un artículo, para ayudar al sostenimiento de su numerosa familia. Las economías, en el comer y en el mobiliario, se hacían indispensables á fin de no escatimar al vestido su corrección. Y aun así el pobre muchacho no podía alternar en cafés y tertulias y daba la escusa de sus trabajos para mantenerse en el aislamiento forzoso. Le desesperaba la idea de no poder recibir á la que adoraba en su pobre casita, entre su familia, y de no poder envolverla en riquezas tan grandes como las que le prodigaba su espíritu.

Se había fabricado en el amor de aquella mujer todo un mundo... Su Walkiria era el rinconcito de Quimera necesario á su alma. Se había formado el tipo de una mujer bella, fuerte, inteligente y sana. Ricardo ansiaba hallar amor de madre y entereza varonil junto con las caricias de amante y la dulzura femenina.

No recordaba que nunca le hubiese contrariado nadie ni nadie le hubiese azotado más que su madre... ¡Y era la única que le había querido!

Murió muy joven, y él fué el cabeza de familia, el que tuvo que trabajar para sostener á sus hermanos.

Desde muy temprano gozó de libertad, y se había cansado de ella. La libertad para él envolvía desamor... soledad... El que es amado, el que ama, no es libre jamás... está encadenado dulcemente, pero sometido siempre. Todo lo pregunta, todo lo consulta, todo lo subordina al que ama. Pensaba en el deleite que hay en ser fuerte y obedecer... Le gustaría sentir el choque de otra voluntad contra la voluntad suya, y ser débil, y plegarse y ceder... Proteger y ser protegido... pensar y discutir... aconsejar y recibir consejos. La vida plena que no había tenido hasta entonces.

Todas las mujeres habían sido figulinas débiles y frágiles para él; seres sin voluntad, admiradoras de su figura de dios griego é incapaces de apreciar su inteligencia, sus exquisiteces, la bondad ingénita de su alma.

Absorto en estas meditaciones, un brusco campanillazo le hizo estremecer. La voz del portero, malhumorado de que le hubieran hecho subir tan alto, exclamó:

—Una señora que pregunta por don Ricardo.

Se quedó sin fuerzas para moverse. Momentos después una muchacha zahareña y tosca le entregó una cartulina que sujetaba entre los amoratados dedos de la mano, sorprendida en la tarea de fregar y mojada aún: «Clotilde».

¡Ella! ¡Ya estaba allí! Con rápida mirada, Ricardo abarcó la situación. ¿Cómo hacerla entrar en aquel pobre cuarto desordenado? La muchacha le miraba curiosa; hubiera querido saber leer para comprender qué decía aquel pedazo de papel que tan agitado ponía al señorito. El ruido de los pies del portero atestiguaba de su impaciencia.

Se levantó y salió al pasillo.

—¿Ha dicho usted que estoy?

—¡Naturalmente! —respondió el portero con un tono en que parecía sobrentenderse: «Los que no dan propinas no tienen derecho á pedir gollerías.»

Los momentos apremiaban. ¿En dónde citarla? Tuvo una idea que le pareció salvadora.

—Diga usted á esa señora que bajo en seguida; que tenga la bondad de esperarme al fin de la calle... en la plaza próxima...

Aceleradamente se vistió; se volcó el frasquito de esencia sobre el traje, cogió el sombrero, se metió en el bolsillo dos monedas de cinco pesetas y algunas de calderilla, que constituían todo su capital, y salió aceleradamente, tropezando con los muebles; sin hacer caso de lo que le hablaban, asegurándose el reloj en el ojal del chaleco y cepillando el sombrero con la manga. Al cerrar la puerta oyó el chirrido de un balcón que se abría.

Cuando llegó á la calle se detuvo perplejo; no había cogido el paraguas y caía una lluvia torrencial... No era ya cosa de volver á subir: si su desconocida no había ido en coche estaría mojándose y acusándole de un crimen de lesa galantería.

Se caló el sombrero hasta las orejas, encogió el cuerpo para meter el cuello dentro del abrigo, y partió casi corriendo hacía la plaza de Bilbao.

Tuvo un momento de desesperación. Él no conocía á Clotilde, y el chaparrón inesperado había hecho á multitud de mujeres guarecerse en los portales. No se veía ningún coche. ¿Cuál de entre todas aquellas era su amada? ¿En qué acera estaría? Se golpeó el pecho, rabioso de que el corazón no pudiese presentir y conocer.

Empezó á dar la vuelta á la plaza, deteniéndose ante todos los portales. En todas partes rostros extraños, indiferentes, mujeres que no debían ser ella... De pronto la sangre le afluyó á las sienes con extraordinaria violencia; acababa de ver una dama con aspecto de viajera; el tipo perfecto de la encarnación de su ensueño. Un sombrerito verde, redondo y coquetón tapaba mal los rebeldes rizos rubios; su alta estatura, elegante y fuerte, se dibujaba entre ondulosas faldas y largo abrigo flotante; la manita fina y enguantada sostenía un bonito tarjetero. Se respiraba á su lado un perfume caro, de mujer distinguida, que dominaba al tónico olor de tierra mojada.

Se acercó ansioso, trémulo. La dama le miró con ojos que reflejaban la serena tranquilidad de un lago.

—¡Clotilde!... —balbuceó él.

Y el lago se obscureció en ondulaciones de enojo, al medirlo con la mirada despreciativa de pies á cabeza.

Huyó de allí. Más abajo, otra mujer alta y bonita se ocultaba á medias el rostro entre las blanduras de su boa. Se le acercó temblando.

—Señora, ¿era usted la que me buscaba?

El gesto admirado de la dama no hizo necesario esperar la respuesta. Avergonzado, calado hasta los huesos, escapó y se refugió en el último portal. A su lado había una mujer de regular estatura, gruesa, con marcado olor á dama provinciana, en la que apenas paró mientes. ¿Dónde estaría su Clotilde? Tendió los ojos desesperado por todas partes y acabó por fijarlos en su acompañante. ¡Cielos! A su alrededor había esparcidos los pequeños pedacitos de una carta rota... y eran del papel en que ella le escribía. La miró de reojo tembloroso. No era alta ni baja, ni bonita ni fea; era uno de esos tipos indefinibles, vulgares, adocenados.

Su falda azul marino, corta y con vuelo, descubría un pie mal calzado con botas fuertes de chagrín y ancho tacón; el abrigo, de paño negro y deslucido, se ajustaba al cuerpo y le cubría hasta más arriba de las rodillas; el sombrero, pequeñito y lleno de cintas y plumas multicolores, se acoplaba sobre los aplastados rizos de rubio cenizoso, y un velo de motas muy apretado contra el rostro, le ocultaba hasta el labio superior.

¡Aquella no podía ser Clotilde!

—¡Je... je... je... ji! —rió la mujer con risa destemplada, aproximándose.

Y como él quedara estupefacto, añadió, dándole una franca palmada en el hombro:

—¡Qué cara de bobo tienes!...

El encanto estaba roto.

—¡Clotilde!... ¡Tú!...

—Yo en persona. ¿No me habías conocido?

Ricardo no podía articular palabra.

—Pero ¿qué te pasa? ¿Qué tienes? —siguió ella—. ¿No te gusto? Tú eres tal como yo me había figurado.

Hizo él un supremo esfuerzo.

—No estamos bien aquí... ¿qué hacemos?

Pasaba un coche con la tablilla levantada. Clotilde le llamó con la mano, y corrió hacia él, diciendo:

—Entremos aquí y podremos hablar.

La siguió Ricardo dócilmente, y dijo al cochero:

—Al Parque del Oeste.

Del mismo modo que podía haber dicho á la China ó al Perú.

El vehículo se puso en marcha. Clotilde subió los cristales y se estrechó contra Rafael.

—¿Pero no hablas? ¿Qué te sucede?

—Nada... querida... la emoción... la sorpresa... ¡te he deseado tanto!

—¡Oh! Como yo á ti —repuso ella mirando arrobada la hermosa cabeza, de líneas correctas como las de un mancebo judío, con su corona de ensortijados rizos.

Él no encontraba qué decir.

—¡No puedes figurarte qué esfuerzo me cuesta este viaje... lo que he tenido que mentir para dejar el pueblo... cuánto trabajo... cuánto gasto... Todo por ti... por verte...

Se buscó algo entre el corsé, y arrimando á los ojos de Ricardo un retrato amarillento de tres muchachotes rollizos, añadió:

—Mírales; son mis hijos... ¿Ves qué hermosos!... Hay que quererlos mucho, ¿sabes?

Se los acercó á los labios y él besó. Entonces le estrechó transportada, y volviendo á esconder el retrato entre las telas de su vestido, le tomó la mano y empezó á hablarle con pasión; Ricardo creía que una voz extraña le recitaba párrafos de sus amadas cartas.

Por momentos se iba haciendo cargo de la situación. Ella había encontrado en su figura la realización del sueño, y estaba arrobada en un supremo instante de felicidad. ¿Cómo romper aquel encanto? Se hacía cargo del sufrimiento que causaría, y su alma noble y buena sentía el padecer ajeno.

En cuanto á él, no se daba cuenta exacta de lo que sentía. Cuanto más miraba á Clotilde, la hallaba más aceptable; á pesar de su vulgaridad, no era fea, tenía algo de infantil y de ingenuo en el rostro coloradito y fresco como manzana de la sierra. Comprendía que se necesitaba una diosa en belleza para conservar la altura de su ensueño, y quería sugestionarse para pensar en la hermosura del alma descubierta en la larga correspondencia con aquella mujer, y que según sus teorías idealistas debería bastarle. Pero su ser entero se revelaba estremecido contra su voluntad. Sentía resonar en su oído con crispadura de terror y repugnancia la frase primera oída de aquellos labios, en los que su imaginación acumuló todas las armonías de la natura; los labios que soñó siempre como perfumado nido de besos. «¡Qué cara de bobo tienes!», y la risita imbécil «¡je... je... je... je... ji!».

Y entretanto, su amor no había muerto... abominaba de aquella mujer que tenía al lado.,, y recordaba a la otra... a la suya... á la de las cartas... Le era imposible unir en un sólo ser á los dos. No podría prescindir de ella; en el loco navío de su fantasía había embarcado mucha alma... El ensueño formaba parte de su vida. ¿Estaría acaso destinado á aborrecer á aquella mujer y adorar su espíritu?

Sumido en estas reflexiones, dejaba pasar el tiempo, y Clotilde seguía á su lado hablándole, besándole las manos, estrechándose estremecida contra su cuerpo, y molesta, al fin, por su inmovilidad de estatua.

Ricardo bajó el cristal; la bocanada de aire fresco saturado de los pinares cercanos, pareció reanimarlo y darle energía. El campo, hacia aquella parte, tenía un color plomizo, como si retratase la tonalidad gris del cielo, que formaba extraños cambiantes, dentro siempre de la misma gama.

Batallaba el sol poniente por romper las nubes, y unas veces quedaba vencido, oculto bajo el manto gris claro con manchas de sombra, y claridades de plata que cubría el azul; otras aparecía mostrando su disco opaco y sin brillo como un espejo de acero, y algunas rielaba vencedor, enviando sus rayos juguetones entre las gasas desgarradas como un riachuelo de movedizas ondas de luz.

Ricardo no pudo más. Hizo una señal y el coche se detuvo.

—¿Adonde quieres que te lleven? —preguntó decidido mientras abría la portezuela.

—¡Cómo! ¡Así! ¿Me dejas? —murmuró ella sorprendida.

—Es preciso, querida; una ocupación imprescindible.., la había olvidado... con el placer de verte... iré á buscarte... Dime dónde quieres ir...

—Donde tú quieras... no había pensado nada...

—Entonces á una fonda... Adiós... querida... adiós... Yo te buscaré...

Clotilde le detuvo aún un momento.

—¡Dame un beso!...

Él fué á complacerla, pero la extraña sensación de repugnancia que le embargaba, se sobrepuso á todo... Acercó resignado la mejilla... ¡Y se dejó besar!

Un momento después, Ricardo miraba alejarse tristemente aquel coche, dentro del que sollozaba la pobre mujer, como si fuera el ataúd donde encerraba sus más queridas esperanzas.

Estaba destinado á correr en pos del ensueño sin realizarlo. Lanzó un suspiro resignado, é inclinando la cabeza emprendió de nuevo el camino de su casa... Su duelo, sin lágrimas, sin gritos... era de una gran amargura... Había muerto una ilusión irrealizable en su alma, y él sabía que el amor perece al primer signo de su fin y que es inútil querer resucitarlo.

El tesoro

I

Aquella, noche de luna había sabido aprovecharla bien el tío Manolo, para reunir en su era a los vecinos á desperfollar el enorme montón de mazorcas, resecas por el sol, sin que nadie echara de ver el trabajo con la agradable compañía de la gente moza y la salsa de sus historias de viejo marrullero.

En el centro de la empedrada era se apilaban las panochas envueltas en su sayal de estameña por el cual aparecían las hebras de una cabellera seca y marchita. Sobre la pila, una gran espuerta de dar el pienso á las vacas, iba recibiendo á las que eran despojadas de su ropaje por la turba de chiquillos, hombres y mujeres, que sentados sobre las falfollas mullidas y crujientes, rompían con pinchos de madera la tosca envoltura, la seda interior guardada bajo ella, y después de separarlas del tallo con rumor suspirante, las arrojaban al aire, rasgado con sus destellos de luz, para ir á caer en la espuerta, donde al chocar las facetas de los granos de oro, producían chasquidos de besos y risas de colegialas.

Aquel rasgar ropajes y desnudar mazorcas se verificaba entre la alegre charla y algazara de los mozuelos de ambos sexos, que estallaba con la franca alegría engendrada por la proximidad de la carne joven, mientras á un extremo del montón, las gentes formales rodeaban al tío Manolo y oían sus palabras con algo de respetuosa consideración, descuidando un tantico á los muchachos.

Y la verdad es que en aquellos momentos podían descuidarse sin peligro: la luna, demasiado hermosa para ser discreta, les envolvía en la luz vivísima, enemiga del misterio, y tornaba tímidos á los amantes más audaces. El muchacho afortunado que encontraba una mazorca de granos de sangre, era el único que de vez en cuando tenía el privilegio de abrazar á las mozas, y si era mujer la agraciada con el hallazgo, golpeaba á los compañeros, descargando mayor número de palos sobre los que le interesaban más, con la hipocresía obligada de la hembra.

El tío Manolo sonreía contento: la gente trabajaba, y la enorme espuerta de esparto se iba llenando rápidamente.

—¡Ánimo, familia! —dijo sin poder ocultar su alegría—; nos hemos descuidado mucho y temo ver llegar á Septiembre con los fueros que anuncian las cabañuelas.

—¿Y cree usted que tendremos buen año de pan y aceituna? —preguntó un labrador.

—Te diré, te diré —repuso con calma reflexiva el viejo—; las señas del cielo no son malas, pero estos años bisiestos suelen ser engañosos como mulas de gitano. Yo he visto mucho... Una vez, en Castilla la Nueva... allá por los tiempos de la reina...

Cesó el ruido de las falfollas rasgadas y crujieron las que servían de asiento por el movimiento instintivo de los circunstantes, para acercarse al tío Manolo, despierta la atención con el anuncio de una de sus historias. Por un momento no se escuchó más ruido que el de la maza de madera que allí cerca volteaba un muchacho te moreno, dejándola caer sobre los manojos de esparto cocido, puesta sobre la gran piedra viva, para quebrantar á fuerza de golpes su dureza y poder trenzar las labores.

—Cuente usted, cuente usted —exclamaron varias voces.

Pareció agradar al viejo el interés que demostraban por oírle; irguió el cuerpo, se pasó el dorso de la mano callosa por los agrietados labios, y después de paladear la pastosa saliva, se aprestó á principiar su historia.

El tío Manolo, aperador de los condes de Zaldívar, gozaba en todo el campo de Níjar consideración y fama de sabio y de hombre bueno; nadie como él entendía las señales del cielo para predecir el tiempo; sabía un poco de letra, conocía las virtudes de las hierbas, podía entablillar un brazo ó una pierna, poner sanguijuelas y ventosas, y hasta practicar una sangría en caso necesario. Pero la debilidad del buen viejo era contar con cierto aire de filósofo aventuras leídas en sus libros, de las cuales se presentaba como héroe, y aprovechaba todas las ocasiones para encajarlas con la indispensable muletilla:

«Era allá por los tiempos de la reina...»

El contaba siempre desde la época decisiva de su vida en que sirvió en el ejército; tenía para referir todos los hechos su era de la reina, como los cristianos el nacimiento de Jesús y los árabes la huida de Mahoma.

El tío Manolo era un excelente cuentista, sabía buscar los efectos en su oratoria improvisada, redondeaba los puntos con cierto énfasis y buscaba los latiguillos con el mismo arte que un atildado conferenciante de Ateneo. Aquella noche, para entretener á los vecinos y acabar la tarea, eligió un tema interesante. Los tesoros ocultos en el contorno. Él sabía bien todo aquello; allí mismo, bajo las piedras de la era, estaban enterrados los cimientos de una gran fábrica árabe; aquellos campos habían sido una linda ciudad, más hermosa que son ahora Níjar y Almería; pero era una ciudad de perros moros, de gentes renegadas que no creían en Dios, y los arrojaron de allí unos buenos reyes católicos, unos príncipes que por acabar con la herejía en sus Estados, no vacilaron en quemar á sus súbditos, arruinar la agricultura, dejar los campos desiertos y la nación empobrecida.

Los moros huyeron, huyeron más allá de los mares, y como los buenos católicos los perseguían con saña y les quitaban las joyas y el dinero, que sin duda no conservaba olor de perro ni de judío, dejaban enterrados sus tesoros, su oro y sus piedras preciosas, con la esperanza de volver á recogerlas, ó al menos vengarse, engañando la rapacidad de sus perseguidores.

El tiempo pasó; los moros no habían vuelto, y los tesoros embrujados, ocultos bajo la tierra, se enredaron en algunas ocasiones á la punta del arado de un campesino, que se vio dueño de fabulosas riquezas y abandonó la comarca, temeroso de que se las reclamara el Estado en nombre de los sucesores de aquellos piadosos reyes católicos.

Mas he aquí que las almas de los moros muertos vagaban en torno de sus tesoros, y algunos, deseosos de comprar con ellos su asiento en la corte celestial, aunque tenían un poco miedo á los santos cristianos, elegían á un trabajador honrado ó á una muchacha guapa para revelarles en sueños el lugar donde escondieron la fortuna; ellos mismos designaban á los que habían de ayudarles en la busca. ¡Desdichado del que en tal caso fuese indiscreto! Si revelaba la merced recibida, el tesoro se volvía carbón ó ceniza; más de uno halló las orzas de monedas de oro convertidas en pavesas por su culpa.

Y el tío Manolo narraba ejemplos á millares en medio de la general atención y del silencio, que sólo interrumpía su yerno, mocetón grueso, de faz rubicunda y afeitada cuidadosamente, como todos los campesinos, que no se permiten llevar pelos en la cara, con constantes exclamaciones de admiración:

—¡Señores! ¡Caballeros! ¡Digo!

El tío Manolo se complacía sinceramente en aquel aplauso, sin recordar la manía admirativa del muchacho, que repetía continuamente las mismas palabras, aunque de los asuntos más triviales le hablasen.

No sería así el futuro yerno, el novio de Dolores, ya lo veía él; y eso que se llevaba la mejor prenda de la casa, porque la hija casada, Pepa, era una mujercita anciana á los veinte años, seca y marchita, con el talle sin curvas y el cabello escaso, agotada por la debilidad de un organismo sometido á la esclavitud moruna de la hembra andaluza. Dolores era una muchacha frescota y lozana, de formas redondas y caderas amplias, que traía revueltos con sus desdenes á todos los mozos de las cercanías. Pero la picara era ambiciosilla; no quería trabajar, tenía humos de señorío y prefería casarse con aquel vegestorio de Gaspar el molinero, para tener hacienda y bienestar. Las mujeres son el demonio cuando reflexionan y tienen cabecita. Aquella muchacha, que jamás había sentido amores, elegía por marido al ricachón de una manera calculada y fría.

El tío Manolo la dejaba hacer, pero no sería por su consejo por lo que se casara: como hombre práctico, se dolía, de una juventud tan mal empleada; en su prudencia de rústico, se limitaba á callar ó deslizar de vez en cuando una frase insidiosa acerca de la vida de Gaspar, que no era del todo limpia.

Hijo de un labrador del cortijo cercano, Gaspar fué al servicio ele la reina, pero desertó de las filas para sumarse al ejército del pretendiente. Á su vuelta á Rodalquilar hablaba continuamente del rey legítimo con tal entusiasmo, que le había valido el sobrenombre de don Carlos. Esto era lo que Manolo no perdonaba á su futuro yerno: él fué buen soldado de la reina, y aunque le habían dicho que ya no estaba en su palacio de Madrid y que la habían echado de España, la recordaba siempre con las mejillas encarnadas, robusta como moza de molino, del mismo modo que cuando iba á pasar revista á las tropas luciendo en espléndido descote los botones obscuros de los senos.

No; no era santo de su devoción el futuro yerno: viejo, avaro, no pensó jamás que pusiera los ojos en su Dolores; pero la chiquilla supo atraérselo con diabólica habilidad y hacerle romper las relaciones con la Larga, una pobre solterona que fué su novia más de veinte años.

El tío Manolo estaba inquieto; la Larga, en su enojo, olvidaba la prudencia campesina para amenazar con la venganza; se habían roto las buenas relaciones de cortijo á cortijo; los ganados del conde no encontraban paso fácil cerca de la finca de la rival; todos los días había denuncias por tal ó cual bestia escapada que entraba, en los cercanos terrenos, plantados de arbustos y viñas aquel año con la más perversa de las intenciones. La despechada solterona tenía ingenio para inventar diabluras que molestasen á los vecinos.

Mientras contaba sus cuentos el buen hombre, observaba con el rabillo del ojo á la pareja. Dolores estaba sentada sobre un montón de hojarasca como una reina en su trono, fría, inmóvil, serena; la luna daba una palidez azulina á la tez blanca del rostro y á las manos, que se movían perezosas; las largas pestañas espesas marcaban á los ojos, grandes, un círculo de sombra; los cabellos, de un negro intenso, parecían despedir reflejos metálicos, y el pañuelo de Manila se plegaba al talle de escultura con la severa ondulación de un manto. Se veía bien que no escuchaba los cuentos del padre ni los requiebros del prometido.

Y entretanto seguía resonando, lento y sordo, el golpe de la maza, que volteada por cima de su cabeza, dejaba caer el muchacho moreno sobre el manojo de esparto. Su voz vibrante rasgó el aire entonando un cantar á intervalos irregulares, entre golpe y golpe, como si sus pulmones de veinte años no sintiesen la fatiga del trabajo:


Permita Dios de los cielos

que como me matas mueras,

y que te vean mis ojos

querer y que no te quieran.


La voz metálica, llena, espumante de pasión, vino por un momento á ganar la atención del corro y á interrumpir al narrador.

—Aquí podía estar ese bigardo —gruñó un viejo al tiempo de levantarse, y añadió en voz alta: —¡Eh! Juanillo, ven á vaciar esta espuerta.

—Al momento, al momento —repuso alegremente la voz del cantor—; ya he majado tres manojos para hacernos buenas crinejas y esparteñas.

Tiró la pesada maza como un juguete, se acercó al corro, cogió una asa de la espuerta y preguntó:

—¿Quién ayuda? No será usted, tío Pedro, ni tampoco Gaspar; ya no tienen ustedes edad de esto.

Dolores no pudo disimular un gesto de disgusto, en tanto que Gaspar fingía una oportuna distracción ante la frase agresiva del muchacho, y el tío Pedro juraba que él solo tenia más fuerza que todos los mozos del lugar. Para probarlo, asió con ardor juvenil la espuerta y mostró su cuerpo alto, enjuto, con los tendones esculpidos sobre el hueso bajo la piel cobriza y sin jugos, como si fuese una figura vaciada en bronce. Su cabellera blanca escapada bajo el pañuelo de hierbas y su cara curtida le daban semejanza con un retrato del Greco. No tuvo necesidad de probar su fuerza: los otros mozos del cortijo se apresuraron á quitarle el trabajo, con servilismo que revelaba en el viejo á un poderoso. Se sabía que el tío Pedro era una especie de espía impuesto por el amo y le contaba hasta los menores descuidos. Todos le odiaban y le temían con ese miedo que inspira el sentir cerca el aliento de los polizontes; inflexible, rígido, era un absolutista indomable. A todo el que no cumpliera su deber se le debían dar cuatro tiros; justicia seca para todos; nada de piedad; el amo decía, riendo de los excesos de celo del tío Pedro, que dentro del cuerpo de aquel fiel servidor suyo había encarnado el espíritu de Torquemada.

Volvió la espuerta vacía á ocupar su sitio y tornó el tío Manuel á sus consejas; nublos ligeros como vellones de lana corrían el azul y lo rizaban con sus gasas blancas; algunos velaron la luna entre cendales de encaje, y la atención de los jóvenes se distrajo de la narración para suplir con sus miradas y sus aproximaciones las faltas de la luz. Ahora contaba el viejo el hallazgo más maravilloso que llegaba á sus noticias. Describía con frase pintoresca la cabaña de un pastor en la sierra, un pobre hombre que en compañía de su mujer y tres hijos pasaba crueles inviernos de frío para poder darles un pedazo de pan. Unas cuantas cabras constituían toda su hacienda, y como no tenía terrenos en donde pudieran pacer, iba con ellas buscando los escasos montes comunales que la rapiña de los políticos había dejado en el contorno. La pobre mujer bajaba á vender la leche, la mayor parte de las veces á cambio de pan, harina, frutas ú hortalizas, y con la sobrante se hacían sabrosos quesos, que eran su único regalo.

El verano no se pasaba mal; la hierba era abundante, las frutas estaban baratas y el sol acariciaba las carnes amoratadas por el frío de la estación invernal. Entonces él, la mujer y los chiquillos cogían el cogollo y el esparto y ganaban unos cuantos duros para las necesidades más perentorias.

Eran casi felices cuando sobre la mesilla de madera lucían en el plato vidriado la ensalada de pimientos y tomates, rebosando aceite, y como manjar extraordinario el pesado y moreno pan de trigo de la tierra, que el padre partía en grandes rebanadas con su navajón, oculto siempre entre los pliegues de la faja.

En la ladera del montecillo cercano á la choza lucían los cogollos de la palma, puestos á blanquear bajo los rayos de un sol de llamas; los manojos de esparto se apiñaban en un ángulo del corralón, y en los zarzos de caña se secaban higos y tomates, que la generosidad de las labradoras le daban en abundancia á cambio de los quesos y la leche, en una época en la cual la tierra ofrece óptima sus frutos con la esplendidez de la vida que se desborda en su continua renovación.

Melones, granadas y uvas pendían de las sogas que cruzaban el techo de su choza; las grandes calabazas de dorada corteza coronaban el alero de su tejado, y hasta, podían reunir en sus arcones puñados de trigo, de cebada, aceitunas, almendras y harina de maíz.

Entre aquella relativa abundancia el matrimonio olvidaba sus rencillas, se formaban risueños proyectos para cuando se vendiese el cogollo; proyectos algo parecidos á los que abrigan los niños cuando piensan en los objetos que desean, que valen cuatro reales cada uno y creen comprarlos todos con una sola peseta. Así pasaba el verano, con su dulzura de vida primitiva, dando los frutos de la tierra cuanto necesitaban para ser felices; soñando los padres y jugueteando al sol los pequeñuelos.

Pero volvía el invierno, con sus noches frías y sus días sin pan; la mujer maldecía de su mala suerte, y arisca ó huraña, cuando no agresiva, volvíase iracunda contra el pobre marido, como si éste fuese culpable de su desdicha. Lloraban los chiquillos pidiendo de comer, y pasaban el día acurrucados cerca del fogón, mordiendo hojas de palmito que el padre les traía, desesperado de su impotencia.

Una noche, en que los chicos habían llorado sin consuelo, y en que la mujer le armó camorra, por diversos y fútiles motivos, se quedó el padre dormido sobre las pajas que le servían de lecho, y vio en sueños levantarse el techo de la choza á impulso de un viento silencioso. En la obscuridad de la abertura brillaban estrellas y luceros incrustados en el manto de terciopelo negro de un hombre nonagenario, de barba blanquecina, que le decía con voz autoritaria: «Ve á Sevilla, y en el puente de Triana hallarás todo esto.»

Extendía una varita mágica y le mostraba un arcón lleno de oro y de joyas preciosas: más lejos la perspectiva de los goces y de la riqueza: un salón con estufa; muebles elegantes; mesas opíparas servidas por criados; música, festines y alegrías. Su mujer parecía una señorona; sus hijos iban vestidos de paño fino y el viejo le mostraba todo aquel porvenir de alegría, repitiendo: «Ve á Sevilla, y en el puente de Triana hallarás todo esto.»

Cuando la voz agria de la mujer desvaneció el sueño, se levantó tambaleándose como un beodo, y jamás su miseria le pareció tan desconsoladora como aquel día; nunca el aspecto de sus hijitos, con las carnes amoratadas por el frío en sus pobres harapos, le hizo tanto daño al corazón.

Sacó el ganado á pacer y siguió, distraído, sus huellas; regresó á casa como un autómata; aquella noche volvió á repetirse su sueño, y lo mismo sucedió al día siguiente... y al otro... Aquel viejo era su obsesión: lo veía ya hasta despierto; le seguía á todas partes, y en el viento creía escuchar el acento imperioso que le mandaba ir á Sevilla.

Y un día el pobre hombre no resistió más; cogió su zurrón, metió en él unos mendrugos y un par de pesetas, que escondía la mujer dentro de un calcetín, y por la mañana temprano, sin decir á nadie una palabra, dio su beso en la frente del hijo pequeñín, que dormía á su lado y sonrió al sentir la caricia, y escapó camino adelante.

El tío Manolo hizo gracia á su auditorio de los tormentos que el pobre hombre pasó en el camino. Unas veces le tomaron por un ladrón indocumentado; otras por un loco, al oírle preguntar por ciudad tan lejana; al fin, acogido en unas partes de caridad, rechazado brutalmente en otras, llegó á la hermosa ciudad del Guadalquivir y le pareció ver en lo alto de la airosa Giralda, que contemplaba admirado, la figura del viejo, mirándole entre burlón y compasivo.

Entonces se arrepintió de su caminata; entre el bullicio de la gran población le asaltaba el recuerdo de sus hijos, de sus cabras y hasta el de su mujer. ¡Si el viejo no hubiera estado tan alto, le tira una buena pedrada con la honda!

Pero ya no había remedio. Resignado, se dirigió al puente de Triana. ¡Buen tesoro había allí! Unos cuantos pobres que tendían la mano á los transeúntes, pidiéndoles una limosna. El tuvo que imitarlos; un tío, con facha de franchute, le dio algunas monedas, y pudo saciar su hambre.

¡Cuánto tuvo que padecer! Sintió el frío de la indiferencia y del egoísmo de las grandes ciudades. En sus montañas, todo necesitado que llama á una puerta halla un rincón para dormir y un mendrugo de pan. Allí, el más cruel abandono, la desconfianza en todos los ojos que miraban sus andrajos, la indiferencia de cuantos pasaban á su lado. Se sentía pequeño, solo, perdido; piltrafa desechada por la sociedad al arroyo callejero, que va diariamente á engrosar el río de la miseria, del vicio, del crimen y de las grandes rebeldías.

Cruzaba las calles lujosas con sus tiendas, cafés y escaparates, centelleando con miles de luces, sin encontrar un rincón donde dormir. Las largas filas de carruajes le obligaban á detenerse. ¡Cuánta gente! Y todos ocupados en pensamientos propios, sin pensar en las necesidades y en los dolores de los demás.

Deslumbrado, aturdido, se internó por un dédalo de callejuelas obscuras, y llegó á una plaza publica; se dejó caer sobre un poyo de piedra y el cansancio cerró sus párpados con el velo consolador del sueño. Apenas descansaba unos instantes, la mano de una mujer se posó en su hombro y una voz aguardentosa murmuró palabras groseras en su oído.

Él había oído contar algo semejante á algunos viejos que sirvieron en el ejército, y sentía un miedo terrible de aquellas pobres mujeres.

—Vete —se apresuró á decirle—, vete; yo soy un pobre que no ha comido desde esta mañana ni, tiene en donde dormir.

La mujer le miró sorprendida.

—¿Piensas permanecer aquí? —le preguntó.

—¡Naturalmente! ¿Dónde he de ir?

—¿Pero no sabes que te cogerán y te llevarán á la cárcel por vagabundo?

¡A la cárcel! El pobre hombre necesitó muchas explicaciones para comprender que se encierra á los que no tienen pan ni lecho, en vez de procurarles ambas cosas. Y entonces recordó su choza, lejos del mundo, perdida en sus montañas, y suspiró por su libre pobreza y su ambiente de tranquilidad.

Asustado con la perspectiva de la prisión y los recuerdos de su familia, el pobre hombre rompió á llorar con amargura.

La mujer se conmovió, y llena de piedad se sentó á su lado y escuchó el relato de su desventura. La secreta simpatía de la miseria común les unió.

—Ya sabes lo que yo soy —le dijo ella—; pero eso no te importe. Vente á mí buhardilla. Tú saldrás de día á pedir limosna al puente de Triana; yo saldré de noche á hacer mi ronda; nos iremos arreglando hasta ver si puedes volver de nuevo á tu tierra.

Y aquella noche el pastor durmió sobre un desvencijado diván, al pie del lecho vacío de su extraña protectora.

Al día siguiente volvió á Triana. Los otros mendigos le dirigieron una mirada hostil; resonó entre ellos una especie de gruñido sordo, algo parecido al que modulan los perros cuando otro se aproxima adonde tienen su comida.

Tímido, asustado, se colocó cerca de ellos, el último de todos, y más de una vez dejó de alargar la mano á los transeúntes, avergonzado y confuso, como si usurpara á sus compañeros de miseria lo que le daban.

Al mediodía pudo llevar unas cuantas monedas á su compañera, que dormía vestida sobre el sucio lecho.

—Poco es esto —le dijo ella—, pero es más de lo que yo he ganado hoy...

Y estiró el cuerpo cansado, barboteando una frase grosera contra sus acompañantes del día anterior.

Reunieron sus míseras monedas de cobre y pudieron comer y cenar.

La misma vida continuó en los días sucesivos; había algunos de abundancia, en los que iban á comer caliente á la taberna ó en los que su compañera ponía sobre la sucia mesa de tablas, sin mantel ni servilletas, sendos pedazos de jamón y jarras rebosantes de vino.

Poco á poco él perdía la cortedad para demandar limosna, y los otros lo admitían como un compañero de oficio. Su espíritu empezaba á encanallarse en aquella atmósfera infecta, lejos del aire sano de sus montañas.

Cerca de él se colocaba todos los días un ciego de larga barba blanca y aspecto patriarcal; tenía en el rostro una extraña bondad, un aire de iluminado, y sus ojos sin luz, claros, limpios, miraban con extraña dulzura; parecía que, a falta de retratar lo externo, se reflejaba en sus cristales la luz de un pensamiento tranquilo, sereno, como si fuesen la superficie de un lago que dejase ver el lecho de blanco chinarro y doradas arenas, limpio de fango, por donde mansas y susurrantes se deslizasen sus aguas. Era el que recogía más limosna de todos los que en el puente de Triana imploraban la caridad.

—Buena suerte tiene usted, amigo —le dijo nuestro pastor un día que no había caído en sus manos una sola moneda, viendo lleno de calderilla el sombrero del viejo.

—¡Buena suerte! —contestó el pobre ciego con voz triste—. ¿Buena suerte, tener que pasar la vida mendigando y sin ver el sol! ¡Si yo tuviese vista!...

Y como si sintiera, la necesidad de contar á alguien un secreto que le oprimía, le reveló que había soñado con un tesoro maravilloso, cuya revelación le hizo un viejo de barba blanca, vestido de estrellas.

A punto estuvo el pastor de gritarle que no hiciera caso de semejante embustero, conociendo en el retrato al viejo de su sueño; pero el ciego, sin atenderlo, seguía diciendo:

—El tesoro está muy lejos, muy lejos, en la provincia de Almería; ¿cómo ha de ir á buscarlo un pobre ciego?

—¿En la provincia de Almería?

—Sí; yo no he estado jamás allí, pero el viejo de mi sueno me lo ha explicado todo: á ocho leguas de Almería hay un lugarcito que se llama Rodalquilar; no es siquiera una aldea, es una cortijada perdida entre la garganta de algunas montañas que se abren en semicírculo á la orilla del mar. Una costa abrupta y salvaje lo defiende por ese lado; sus montañas dificultan la bajada, y la sociedad actual apenas imprimió allí sus huellas. En ese lugarcito, fresco, apartado, bañado por un cielo de luz, hay un suelo de flores bajo el que se ocultan innumerables tesoros, escondidos por los árabes al abandonar España. Es una tierra semiafricana, y límite de Europa; desde sus montañas, cercanas al mar, el sol naciente deja dibujarse entre la bruma las costas de Oran y de la Argelia. Pues bien; allí cerca, en una de las últimas estribaciones que desde el soberbio Muley Hacén se extienden de Granada al cabo de Gata, en la cordillera de Sierra Nevada, está el cerro del Cinto, y allí, en una pobre choza de pastores, el tesoro más grande que guarda la tierra.

Mudo, respirando apenas, oyó el pastor describir su casa, su familia y su ganado; era en el ángulo izquierdo del corral, en donde dormía su cabra negra: allí estaba oculta la riqueza.

Al día siguiente los compañeros de miseria no le vieron llegar. Emprendió con las mismas fatigas de la ida el viaje de vuelta.

Al verlo aparecer, los hijos y la mujer huyeron de él haciendo la señal de la cruz, y murmuraron asustados las palabras con que aquellas gentes supersticiosas conjuran á los aparecidos: «De parte de Dios te digo que me digas quién eres y qué quieres, si eres alma del otro mundo y estás penando.» Trabajo y no poco le costó convencer á su familia, que le había creído muerto, de la realidad de su existencia y librarse de las explicaciones que deseaban.

Impaciente esperó el alba para correr en busca de su fortuna.

Á los primeros claros del día, mientras todos reposaban á su alrededor, se levantó cauteloso, cogió el pico y salió al corral. No dudó un momento del sitio en donde se hallaba la riqueza. ¡Con tal precisión lo describiera el ciego! Empezó el trabajo con afán, con ardor. La tierra, blanda, era fácil de remover; á los pocos instantes el pico tropezó con un objeto duro; apareció un enorme arcón. Al saltar la tapa, el sol, que lanzaba sus primeros rayos, quebrados en las nubes como las varillas de un gigantesco abanico de nácar polícromo, hizo brillar el oro y las piedras preciosas, reflejándose en sus facetas con todos los colores del iris.

¡Era verdad! ¡Allí estaba el tesoro! Y la pobre familia, arrodillada momentos después en torno del arcón, como adoradores del becerro de oro, removía atónita, metiendo los brazos hasta el codo, el montón de monedas y de piedras, que chocaban con ritmo cadencioso y cristalino.

Y los pastores dejaron la cabaña, se fueron á la ciudad y se convirtieron en señorones.

—Pero lo más curioso del caso es —añadía el tío Manolo— que el pastor y su familia jamás le han perdonado al viejo hacerle ir sin necesidad á Sevilla, cuando de una vez podía haberlo dicho todo.

Rieron las mujeres de la salida, y una dijo sentenciosamente:

—Eso lo haría el viejo para que el ciego de Triana tuviese también su parte.

—¿Se la daría el pastor? —preguntó con candor una niña.

—Los que se enriquecen no son jamás agradecidos —contestó el tío Manuel—, y lo probable es que el ciego haya muerto extendiendo la mano para implorar un pedazo de pan.

—¡Pero eso es una infamia! —exclamó la muchacha con la impetuosa generosidad de todo corazón sano capaz del dolor de la injusticia—. No puede ser verdad.

Sintió herido su amor propio de narrador el tío Manuel. ¿Que no podía ser verdad? ¡Pues no era el primer ejemplo de ingratitud y codicia! Y para legitimar sus fábulas con la Historia, empezó á referir el origen de la riqueza del señor de Frayle: provenía de un tesoro, sí; nada más que de un tesoro, pero mal ganado; un mozo de labranza que lo soñó dentro del corral de la casa y que fué despojado de él en el momento de sacarlo. ¡Aquel dinero sí que debía haberse vuelto ceniza! El pobre criado pedía limosna de caserío en caserío, mientras los otros compraron fincas y se hicieron señores y politicones en la ciudad.

Una risa nerviosa, fresca y cristalina vino esta vez á interrumpir la narración. Salía de un grupo de muchachas, entre las cuales se había sentado Juanillo; una nube velaba en aquel momento la luna, y el cuerpo de la reidora se movía convulsivo, como si tratase de disimular cosquillas. Cuando pasó el momentáneo eclipse, Juanillo estaba ocupado en buscar un pincho para limpiar mazorcas, y Petrilla, una graciosa moreneta de quince años, esquivaba las miradas de todos, con los colores de la cereza madura en las mejillas.

Algunas chanzas salieron de labios de las mozas contra las travesuras del revoltoso muchacho; defendióse él con garbo, acusando á las jóvenes que le provocaban con sus gracias; protestaron ellas, y en alegre tumulto se cruzaron chistosas palabras y disputas.

Todos hablaban y reían á un tiempo; algunos pidiéronla guitarra y que se suspendiese el trabajo, para bailar á la luz de la luna; otros aprovechaban la distracción para buscar en la espuerta las mazorcas encarnadas y dar la vuelta al corro abrazando á las muchachas, que pagaban con golpes su rudo agasajo.

La juventud recobraba su imperio, y la alegría, contenida largo tiempo, estallaba al fin en un raudal de notas bulliciosas; Juanillo era de los que más animaban con su decir regocijado. Caían pocas mazorcas en la espuerta, y cada vez se escuchaba más de tarde en tarde el sonoro chasquido de sus golpes. Sólo Dolores permanecía indiferente á todo, inmóvil, fría. Había algo en su actitud que helaba la confianza: ni las chanzas ni las bromas llegaban hasta ella, como si su espíritu estuviese lejos de allí.

Gaspar, molesto de la alegría general, hacía coro al tío Pedro en renegar de los juegos de los mozos, después de haber intentado seguirlos en ellos.

Dio al fin permiso el tío Manuel para echar una coplita; empuñó un mozo la guitarra, que Juanillo trajo en dos saltos del cortijo, y las notas resonaron suaves y cadenciosas, con esa dulce tristeza que recuerda el alma árabe en los cantos andaluces.

Salió la pareja airosa de Petra y Juanillo al centro del nuevo corro formado por los jóvenes; rasgaron el aire los ecos apasionados de una copla de fandango, brotando de la garganta como espuma de pasión que estalla en los labios.

Enarcó la mozuela los redondos brazos sobre la airosa cabecita de negros rizos, y su cuerpo flexible se doblaba, ora á un lado, ora á otro, con graciosa curvatura.

Los menudos pies dibujaban arabescos sobre el empedrado de la era; los ojos de luz, entornados en suave desmayo; los labios, entreabiertos, parecían beber la vida y buscar algo desconocido oculto en el azul.

Enmarañado el cabello, suelta la faja, abierta la camisa y desnudos los pies, Juanillo bailaba con sencilla gravedad, seguía el ritmo de su compañera; pero en sus movimientos, ágiles y graciosos, había algo de severa y varonil dignidad que despojaba la danza de esa dulzura almibarada ó grotesca que suele repugnar en las contorsiones de todo bailarín.

Á Petrilla sucedió otra muchacha, que repitió las figuras ó mudanzas del fandango, diferentes en apariencia para cada una por la originalidad de los movimientos y el sello que le imprimieron.

Los espectadores, enardecidos ya con su diversión favorita, jaleaban á los bailadores, impidiendo á las muchachas dejar la danza por la precipitación con que empezaban copla nueva, sabiendo que el código de la cortesía impide á las jóvenes dejar el baile si hay una copla empezada.

Á veces dos coplas salían al mismo tiempo de diversos lados del corro, y la letra, distinta, se armonizaba por la cadencia de las mismas notas, cantadas en voces diferentes de un modo tan extraño, que parecían chocar y cruzarse, sin llegar jamás á confundirse las ondas sonoras.

Todos querían cantar ó hacer algo para merecer el premio del abrazo obligado que da la moza que deja el baile al tocaor y los cantaores.

—¡Dígale osté algo á ese lucero, buen mozo! —decía de pronto un muchacho, con todo el énfasis posible.

—Una rosa —contestaba galante el bailador.

—Gracias, amigo—replicaba ufano el demandante.

A veces no se satisfacían con tan poca cosa, y uno exclamaba:

—Diga osté á esa niña tres cosas.

—Clavel, clavellina y rosa.

—Dígalas osté al revés.

—Rosa, clavellina y clavel.

—Dígalas al derecho.

—Un ramo contrahecho.

El demandante tiraba al suelo su sombrero dando las gracias, y al empezar el baile otra mozuela se repetía el mismo diálogo, sin cambiar palabra, como hecho á propósito para complacer á todos. Sudaba Juanillo, cansado de tanto bailar, á las cincuenta, coplas, cuando al salir una jovencita rubia, de mirada dulce, otro mozo se le cruzó por delante, demandando con arrogancia:

—¿Hace usted el favor, amigo?

—Con mil amores —contestó el muchacho, y se retiró á un lado, limpiándose el sudor del rostro con el pañuelo que le alargó una moza, mientras la feliz pareja de novios bailaba, ufana de que todos les mirasen unidos siempre.

Las castañuelas habían surgido como por encanto de todos los bolsillos, y su ruido acompasado se extendía en el silencio de la brisa inmóvil por todo el contorno.

La madre de Petrilla fué la encargada de acabar con la diversión.

—Debe ser muy tarde, vecino —dijo dirigiéndose al tío Manolo—; ya asoman las cabrillas y mañana hay que trabajar.

Los viejos, que no tenían las mismas razones de regocijo que animaban á los muchachos, acogieron con gozo la indicación, y sin escuchar las protestas de los que pedían que bailasen todas las jóvenes, ó siquiera una alta y delgadita sentada sobre las rodillas de otra amiga que le arreglaba el pico del pañuelo de talle para salir al baile, se levantaron y corrieron por todo el ruedo exclamando:

—¡Roque! ¡Roque! ¡Roque! ¡Ha venido Roque!

Frase sacramental para deshacer toda reunión.

Fué preciso resignarse. Cesó el rasgueo de la guitarra, chocaron como en un sollozo las hojas de las castañuelas al volver á sepultarse en las faltriqueras de lana ocultas bajo las faldas de las mozas, y éstas rodearon á Dolores para despedirse, mientras los hombres estrechaban la mano de Manolo y las madres despertaban á los chiquillos.

Poco después la alegre compañía se alejó entre risas y algazara por el camino que serpenteaba, destacándose, con su blancura polvorienta de tierra pisoteada, sobre el fondo obscuro de los bancales labrados, el verde tierno de los sembrados tempranos y los rastrojos de segados maizales.

La gente de la casa se dirigió al cortijo: contento el tío Manolo, rezongando de la gente joven el tío Pedro, silenciosos y cansados los mozos y las mujeres, pensativo Juanillo, distraída Dolores, perdida la mirada vaga de sus ojos grandes y negros en las sombras lejanas de la noche.

II

El pesado portalón de madera, reforzado de gruesos barrotes y claveteado de chapas de cobre del tamaño de piezas de dos cuartos, rechinó bajo la presión de las espaldas del mozo que lo empujaba y franqueó la entrada de la gran cocina, primera pieza de la casa.

Dos naves sostenidas por un gran arco, en cuyo centro se veía enorme argolla de hierro, servían á la vez de zaguán, sala de recibo, cocina y dormitorio de invierno. Cuidadosamente enjalbegada, la primera nave tenía por todo mueblaje sillas de madera sin pintar, con anchos asientos de cuerdas de esparto entrecruzadas. La segunda nave formaba contraste con ésta, hasta el punto de parecer dos diferentes piezas: las paredes, ennegrecidas por el humo del gran fogón, situado en uno de los extremos, con su ancha chimenea de campana, en cuyo alero se amontonaban ollas y cazuelas de barro, con fundas de humo y hollín por el continuo uso; más lejos la cantarera de yeso sostenía cuatro panzudos cántaros de barro cocido; cerca de ella, el jarrero con sus jarras de cuatro picos y el botijo de piporro, rezumante de agua fresca y cristalina para cuantos sintiesen necesidad de beber al pasar cerca de la cortijada. La pared desaparecía bajo la multitud de botellas, tapaderas de barro, vasijas de cobre y cacharros de todas clases.

En el fondo, el vasar de arco empotrado en la pared parecía un altarito, resplandeciente de fuentes, tazas y platos de loza vidriada, con ramajes y arabescos azules y verdes. Dos blanquísimas toallas de enrejado fleco pendían cerca del jarrero, y colgadas aquí y allá ramas de naranjo, mazorcas de maíz, calabacines de corteza verrugosa, estampas, jarras agujereadas con tallos de albahaca, y mil bagatelas que demostraban la presencia de una mujer coqueta, lo que no impedía ver en uno de los ángulos, que ocultaba el enorme portón, la pila de manojos de esparto, labores comenzadas y aparejos de las bestias.

La débil luz del candil de aceite osciló envuelta en humo, y las figuras del grupo, perdido en la inmensa nave de la cocina, se agrandaron, esfumándose en la sombra con fantásticas proporciones.

—¿A quién le toca velar hoy la noria? —preguntó el tío Manuel.

—A Roque y á Juan —repuso el tío Pedro.

—¿Le saco á usted la cabecera, padre? —interrogó la mujer de Frasquito.

—No; nosotros nos marchamos á la era, que no es tiempo de dormir bajo techado como las mujeres —repuso el tío Manolo.

—Pues entonces yo me voy á la noria para cuidar de que no se pare la bestia, porque las tomateras tienen sed y se nos van á arrollar si no se las riega pronto —añadió el llamado Roque.

El recuerdo del reseco bancal de tomateras pareció borrar el buen humor de la compañía, y todos fueron entrando silenciosos en la sala á sacar su cojín y su manta de lana, después de apagar el último cigarrillo para irse á dormir á la era, los riciales ó la noria.

Sólo las dos mujeres y Frasquito entraron en la única habitación de la casa destinada á las personas.

Menos cuidada que cuadras y corrales, no tenía más luz que la que entraba por un pequeño ventanillo, cuyo postigo sujetaba abierto una gran piedra, con objeto de ver entrar, para levantarse, los primeros resplandores del día. La puerta de comunicación con la cuadra estaba cerca de la cabecera del lecho conyugal, especie de tablado altísimo, adonde tenía que subirse la pareja gateando por la espalda de la silla, y que ocultaba bajo su colcha blanca y su delantera de cretona rameada un verdadero almacén de cuerdas, sogas, espuertas, semillas y trapajos.

Una cortina dividía en dos la estancia, y cerca de ella tendió la cabecera y las sábanas Dolores, sin preocuparse gran cosa de la proximidad del lecho conyugal de su hermana y su cuñado, único hombre que, en su calidad de aperador y casado, podía dormir en la casa, si bien no había de desnudarse más que de faja y esparteñas, pronto siempre á acudir adonde fuera preciso, y á dar el pienso de media noche á las bestias, si la mujer no se levantaba con el servilismo de la hembra para acudir á este trabajo.

A la media hora reinaba el más profundo silencio en el cortijo: todos los trabajadores, fatigados por las tareas del día, se entregaban al descanso.

Dolores no se había acostado; permanecía sentada sobre la cabecera, absorta en sus pensamientos, inactiva, muda é inmóvil. Aquella noche el novio, encendido por el ambiente otoñal, había estado más insinuante: la boda sería pronto, y la ambiciosa joven, halagada con la perspectiva de las compras y fiestas de su casamiento, sentía la rebeldía de la carne virgen, la repugnancia á entregarse á un hombre incapaz de despertar el amor.

Sus palabras de pasión, escuchadas por vez primera, zumbaban como latigazos en sus oídos; sus labios temblaban estremecidos al pensar en la boca que sobre ellos había de posarse, y por vez primera la idea de la comunidad en el lecho allí cercano, donde dormían su cuñado y su hermana, despertaba su atención de un modo penoso.

La luna, bajando en el horizonte, entraba con claridad de sol por el entreabierto postigo, y sus rayos vinieron á caer en el espejo, sujeto á un clavo cerca del jergón.

La muchacha vio una imagen retratada en el cristal. Con el corpiño desabrochado, el cabello suelto, los brazos desnudos, era la imagen de la naturaleza femenina espléndida, exuberante de vida y de pasión. Los ojos brillaban en la semiobscuridad con los resplandores encendidos por los deseos ignotos; hubo un instante en que no se conoció á sí misma, y tuvo miedo. De la otra parte de la pared se escuchaba el patear de las bestias amarradas á los pesebres, y tal cual balido ó cacareo que salía de los corrales, y cerca de la cortina el débil rumor de dos cuerpos estrechándose con toda la fría prudencia de marido y mujer que están condenados á dormir siempre bajo la misma sábana.

Dolores sintió un miedo vago: las historias fantásticas de su padre acudían á su mente; aquellos ruidos que le habían sido hasta entonces familiares la torturaban; su imagen parecía hablarle con imperio de una mujer rival que le reclamase derechos de amor y de vida; por un momento se impuso á todo el terror que siente la gente campesina de mirarse de noche al espejo, donde espera ver serpientes y visiones; sin darse cuenta de lo que hacía, recogió la revuelta falda, huyó de allí y salió á la cocina.

La puerta estaba abierta: en el tramo de piedra un hombre sentado, con la espalda apoyada contra el quicio, fumaba tranquilamente un cigarrillo. Dolores se detuvo indecisa, y una voz amiga vino á disipar su miedo.

—Soy yo, Dolores. Te esperaba.

¡Ah! ¿Era Juanillo! Por un momento, su carácter dominador recobró el imperio, y completamente tranquila se acercó, diciéndole:

—¿Que me esperabas á mí?

—Sí —repuso él, levantándose y con voz apasionada—; sí, te esperaba, porque te espero siempre, porque tengo una voz dentro de mí que me dice espérala.

Dolores sonrió á pesar suyo; la figura esbelta del muchacho, alto, delgado, de cabellos castaños y ardientes ojos, se destacaba envuelta en luz sobre el fondo del campo, Dolores se acordó de la mujer del espejo, vista un momento antes, y le pareció bello como ella, con su camisa blanca, el chaleco obscuro, la faja color de sangre y la revuelta cabellera espesa. Su orgullo no encontró fuerzas para defenderse.

—Pues yo misma no sabía que iba á salir... Sentí sed.

—No; es que te llamé yo con todas las ansias con que pensaba en ti; pero tú no pensabas en mí; te has asustado al verme.

—Creí que fuera otro...

—¿Tu novio, acaso?

—No...

—Claro que no; el pobre no tiene edad de velar ni que le quite el sueño una mujer, aunque seas tú.

Ella hizo un movimiento de contrariedad para retirarse. El le cogió la mano.

—Escucha, Dolores: tú no me quieres, lo sé; no quieres á nadie, porque eres demasiado hermosa y el querer te habló por tantas bocas, que no te dejó oír á ningún corazón.

El orgullo de Dolores revoloteó, vencido por la lisonja del muchacho.

—Tú —prosiguió él animándose— no quieres tampoco á don Carlos; pero él tiene dinero, y yo me hago cargo de todo... ¡no es justo que te cases con un pobrete y que el sol y los trabajos te quiten los colores de la cara y la hermosura de tu cuerpo...

Dolores bajó la cabeza; el diablo del chico parecía leer en su alma: ¡jamás le había sospechado así!

—Si te casaras conmigo serías más feliz que con él; yo no te daría dinero, pero te daría cariño, muchísimo cariño; yo trabajaría para ti y no te estropearías nunca, porque te vería siempre hermosa.

Un gesto de disgusto de Dolores heló las palabras en sus labios. La orgullosa muchacha iba á protestar, sacudiendo el encanto; le miró frente á frente un momento.

Los ojos de Juanillo irradiaban luz; estaba tan hermoso, que la palabra altiva se cambió en una sonrisa dulce.

—Escucha —siguió él—: tú me tendrías que querer, porque yo sería bueno, porque yo soy joven, porque yo soy fuerte y porque yo, si tú quieres, seré rico, muy rico para ti.

—¿Cómo? —preguntó involuntariamente la ambición, que había hecho presa en su alma.

—Yo he soñado un tesoro... —dijo él acercándose con misterio.

—¿Un tesoro?

—Sí, y lo he soñado contigo.

—¡Bah! —murmuró ella con despecho, pensando en un ardid del muchacho.

—Sí, contigo —continuó él—. Si sueño contigo cuando lloro, porque no me quieres., y cuando me creo dichoso con tu cariño, ¿cómo no había de soñar contigo para buscar riquezas, que quiero sólo para ti? Porque yo, Dolores mía, sería rico sin dinero si tú me quisieras.

—Cuenta, cuenta...

—No te burles, Dolores; más de una noche de estas en que todos os reís de la alegría de Juanillo; más de una de estas veces en que me ves tranquilo mientras tú hablas con Gaspar, luego, al acostarme, escondo la cabeza contra el cojín, y allí sólito lo muerdo, para que no salgan á gritos las lágrimas que me ahogan.

Un movimiento de simpática piedad pareció acercar al joven el cuerpo de la muchacha.

—Así —prosiguió él— me he quedado dormido muchas veces, y así he sonado tres noches el tesoro.

—¿Conmigo?

—Sí, contigo. En una noche de luna te acercabas al lado mío y me oías, piadosa y sonriente, hablarte de mi cariño. Era una noche en que tú me buscabas sin saberlo, porque experimentabas miedo y asco de sentir en tus labios un beso...

—¡Calla!

—Sí, es mejor callar.

—No, sigue.

—Te ofenderé...

—No, no; sigue.

—Me dejastes ver tu corazón, y yo quise ser rico para llegar á él. Un viejo muy viejo, se me apareció y me dijo: «Venid los dos...» Y los dos le seguimos...

—¿Adonde?—preguntó ella alentando, pendiente de los labios de su compañero.

—Al castillo de la playa.

— ¡Al castillo de la playa!

—Sí; subimos la rampa, y entramos en el patio; cruzamos la plataforma hasta llegar á la capilla.

—¿Y qué pasó?

—Cerca del altar, en la tercera losa, donde la tradición cuenta que estaba enterrada la condesa, hay una señal blanca y roja; debajo un agujero que suena á hueco; en aquel muro, detrás de la losa, un cajón de collares, de brazaletes y de ajorcas de oro y perlas para ti y una orza de monedas de oro para los dos...

—¡Qué sueño!

—Y los dos fuimos y sacamos el tesoro.

—¿Y por qué no me has dicho antes ese sueño?

—Pensé que te reirías de él.

—No; yo creo en eso como mi padre, y ya sabes que no es el primer tesoro encontrado en el contorno.

—¿Pero serías tú capaz de venir conmigo sin miedo?

Dolores vaciló.

—¡Miedo! Sí, tengo alguno; pero como voy contigo... —Y susurró apenas en su oído: —Es menos sacrificio que casarme...

—¡Ay, Dolores! No me vuelvas loco de felicidad. Yo sé bien que no me quieres, que no me querrás nunca; pero sería menos desgraciado si te casaras con otro que no fuera Gaspar.

—¿Por qué?

—Porque tú serías feliz; porque tú no piensas que en la vida hay algo más que ser rica para ser dichosa. Ahora te crees que siempre será igual y que todas las satisfacciones son tener dinero, para que en los días de fiesta rabien las mujeres, te quieran los hombres y digan todos: «Dolores es la más rica y la más guapa del contorno...» Pero toda la vida no es esa, hay otra cosa más honda; es menester que esos pañuelos de Manila y esos adornos te los quite del cuerpo un hombre que tú quieras, y que te ciña con sus brazos, y que te enloquezca con sus besos, para que se diga: «Dolores es la mujer más querida de la tierra.»

—¡Basta!...

—¡Te ofendo!... Ya te lo había dicho; es todo inútil; tú verás esto cuando no tenga remedio, cuando pienses con dolor en la juventud perdida, cuando... Adiós, Dolores, me toca este cuarto de velar la noria y está allí el tío Pedro para enterarse de todo.

—Adiós... pero oye: ¿por qué no buscas tú el tesoro?

—Porque lo he soñado contigo, y no yendo tú sería inútil.

—¿Se lo has dicho á alguien?

—No.

—¿Te has cerciorado de que existen la piedra y la señal?

—Sí; he estado allí y he visto la losa de mi sueño... Sueño sólo, Dolores; yo soy un pobre muchacho que se crió de limosna y que no sabe más que trabajar y quererte. No soy nadie para ti. Adiós; ya al menos te he dicho cuánto te quiero, ya lo sabes; y esa idea me dará fuerzas para pasar así toda la vida, trabajando y queriéndote.

Ella le retuvo por el brazo.

—Mira, Juanillo, no digas eso; me das pena; sí yo pudiera querer á alguien, te querría á ti, pero tienes razón... Todo es inútil.

—¿Qué has dicho, Dolores? ¿Qué tú serías capaz de quererme? Repítelo, repítelo por caridad; déjame que guarde en este momento felicidad bastante para alimentar toda mi vida.

—Sí, te querría... pero... ¡Piensa lo que te parezca! ¡Me asusta la pobreza! Mi padre no es rico.

—Tienes razón. Buenas noches, Dolores...

El joven se alejó en dirección á la noria, y Dolores, como atraída por una fuerza irresistible, siguió sus pasos.

—Juanillo, Juan —llamó con voz queda y de inflexión suplicante.

—¿Qué deseas?

—Vamos á ir mañana á buscar el tesoro.

—¿De veras?

—Sí.

—¡Benditas seas, Dolores!

—¿Estás seguro de que lo encontraremos?

—Sí; lo encontraremos, y allí mismo pondré los collares de perlas de la reina mora en tu garganta y los brillantes en tus orejas. ¡Qué hermosa vas á estar!

—¡Calla!

—Y tú me querrás entonces, Dolores, ¿verdad? ¡Dímelo, dímelo por caridad! ¿No ves que me estoy muriendo?

Juan había dejado la manta á un lado, y arrodillado delante de Dolores, retenía una de sus manos junto al pecho.

—Sí; te querré...

El joven dejó caer la cabeza, como sí no pudiera soportar el peso de la idea de su felicidad, y llevó á sus labios las puntas de los dedos sonrosados de la muchacha, mordiéndolos con dulzura.

Una corriente de fuego circuló como lava candente por su cuerpo escultural.

Una revelación de los deseos dormidos hasta entonces encendió sus ojos, y su naturaleza virgen se agitó estremecida y próxima á desvanecerse.

A los ojos de los dos amantes se borraba la existencia de un mundo real; luz, armonía y colores externos se nublaban: un mundo interior donde sólo ellos existían les inundó de otra luz, otras armonías y otros colores desconocidos. El momento de avasalladora felicidad que les hacía monarcas de la creación...

Un ruido de leves pasos resonó á sus espaldas; ambos se volvieron asustados, y entre las brumas del sueño desvanecido creyeron ver una sombra volver la esquina de la casa.

—¿Nos habrán oído? —preguntó ella sobresaltada..

Juanillo la abandonó un momento y corrió á inspeccionar los alrededores, volviendo á los pocos instantes.

—No era nadie —dijo.

—¿Sería el viejo del tesoro? —preguntó ella con supersticiosa sencillez.

—¡Quizás!

Dolores se alejó lentamente hacia la casa. El la siguió hasta el dintel.

—¿Estás enfadada?

—No.

—¿Vendrás mañana?

—Sí; á la hora de hoy.

Y esta vez fué ella la que le tendió la mano para despedida.

Medía hora más tarde Dolores se dormía mecida por sueños de amor en su revuelta cama. Sobre los labios de grana conservaba los sonrosados dedos, que había besado antes de dormirse, buscando las huellas de otro beso. Por el entreabierto postigo entraba la claridad rosada de la aurora.

III

Ningún domingo había estado Dolores más perezosa y displicente. Siguiendo la costumbre de las mozas de Rodalquilar, que sacan el domingo del fondo del arca el pañuelo de crespón del talle, se ponen los trajecitos y los zapatos nuevos, se adornan con sus collares de cuentas y las grandes rosas de papel con hojas de talco á los dos lados del moño, aunque no tengan que ir á ninguna parte ni nadie haya de verlas, se había engalanado, y sentada cerca del fuego permanecía muda y silenciosa, mientras Pepa, en cuclillas en un ángulo de la cocina, fregaba el perol y las cucharas de la cena en un gran barreño de barro, y parecía mirar á su hermana con curiosa inquietud.

—Algo te pasa hoy, Dolores —dijo después de tirar el agua desde la puerta y colocar el perol en el alero de la chimenea.

Y como la joven no contestara, añadió insinuante:

—Vamos, ¿qué te pasa? ¿Has reñido con Gaspar?

Un encogimiento de hombros demostró con más elocuencia que las palabras el desdén que le inspiraba el prometido.

—Y si no le quieres, ¿para qué te casas con él? —repuso la hermana al gesto expresivo.

—Porque ya estoy comprometida y no puedo hacer otra cosa.

—¡Comprometida! ¡Pero si en el mismo altar podemos decir que no!

—Tá. no piensas en el escándalo, en lo que dirían todos cuantos lo supieran.

—Dirían que habías tenido razón; que tú te mereces un muchacho que te quiera y no un vejestorio como Gaspar.

—Pero ¿y los regalos?

—¡Anda! Pues con poco gusto que los devolvería padre. No es don Carlos tampoco santo de su devoción; pero como no dejas que nadie te dé un consejo...

El recuerdo no fué oportuno; el orgullo olvidado renació en el pechó de la altiva muchacha, que puso fin á la conversación con una frase:

—No los necesito; ya sé yo lo que me conviene hacer.

Pepa dudó un momento, y se alejó de su hermana tristemente.

Dolores quedó sola. En su cabecita bullían mil encontradas ideas. La caricia de Juanillo quemaba aún su sangre y la alejaba dé Gaspar, cuya figura se le aparecía como un recuerdo penoso. Estaba bajo la influencia de un sueño de amores, la visión de luz de una casita enjalbegada, donde corrían á su lado unos angelillos alados, que tenían su rostro y el de Juan. Pero la idea del molino, con la gran sala, los muebles de nogal, las arcas llenas de ropa, las joyas y los criados, borraba la visión.

¡La gente! ¿Qué dirían todos los que la vieran deshacer un matrimonio ventajoso para casarse con un criado de su casa, con un pobretón como Juanillo?... Tendría que devolver sus mantones, sus adornos, aquellos regalos que eran la envidia de las muchachas, Gaspar se los llevaría á otra, quizás á la Larga, y dirían que él la había abandonado y que en su despecho elegía al mozo de labranza de su padre... No, no; de ninguna manera; ella sería la mujer de Gaspar... ¡Pero si se encontrara el tesoro! Entonces sí que podría realizar sus sueños. ¡Cómo deseaba que llegase la noche para tentar fortuna!

Poco á poco la gente del cortijo fué acudiendo á cenar; Gaspar venía entre ellos; jamás Dolores le encontró más antipático.

Embutido en una gruesa chaqueta de patio, con el pañuelo encarnado sujeto al cuello por una sortija de metal y los grandísimos zapatones de becerro, que le impedían moverse, llevaba la alta vara de almendro en la mano y el pañuelo de hierbas rodeado á la cabeza, bajo el sombrero. Su cara no tenía ya jugos ni frescura; miles de surcos se entrecruzaban para darle el aspecto de una encina á medio secar.

Juanillo entró también; la silueta gentil del muchacho en mangas de camisa, con su rostro moreno, al que hacía más pálido una secreta inquietud, era elegante y simpática. En la mirada que dirigió á Dolores, sentada cerca de su novio, se leía una muda queja.

¡Oh! ¡Si las mujeres se ganaran á puñetazos! La noche transcurrió lánguida. Dolores se negó á ir al baile, pretextando que no se hallaba bien; se la veía hacer un notable esfuerzo para responder á las preguntas que le dirigían, y Gaspar, cansado sin duda de sus respuestas incoherentes, entabló conversación con su futuro suegro acerca de los resultados de la cosecha y la abundancia de la molienda.

Era un buen año; la tierra se había mostrado generosa y el molino prosperaba; todo el mundo le llevaba aquella temporada á moler trigo, y las maquilas abundantes permitirían mayor lujo y bienestar á su futura. Casi se atrevió á insinuar la conveniencia de apresurar la boda, lanzando sobre su prometida una mirada de acariciadora lascivia, que quería hacer apasionada y cariñosa. Rechazó Dolores la insinuación, imponiéndole silencio con un gesto de repulsa, que él confundió con el agreste pudor campesino, y Juanillo no tardó en levantarse, tomar su manta y salir de la casa.

Languidecía la conversación. Frasquito, con su sencillez infantil y su anhelo de admirar, pedía al tío Manolo que contase historias de tesoros y apariciones, que esta noche tenían el privilegio de interesar á Dolores. Poco á poco, la gente del cortijo, cansada, de escuchar siempre las mismas narraciones, fué retirándose á sus puestos, y solo quedaron en torno del apagado hogar Dolores y Frasquito, escuchando ansiosos las historias del viejo; Gaspar, embutido dentro de su enorme chaquetón, contemplando á su prometida, y Pepa, que con el huso y el vellón de lana sobre la falda, dormitaba dulcemente, balanceando la cabeza como un péndulo. Cuando un movimiento algo más brusco inclinaba su cuerpo, haciéndole despertar sobresaltada, abría los ojos desmesuradamente, miraba á los circunstantes, los detenía sobre su hermana, mientras su mano, de un modo maquinal, volvía á estirar de la hebra de lana y hacer girar el huso, como si en su cerebro hubiesen cristalizado dos ideas, que vivían entre las sombras del sueño: el trabajo á que estaba sujeta y la incertidumbre por la suerte de la hermanita menor, á la que sirvió de madre.

Se terminó temprano la velada, que Dolores veía transcurrir llena de mortal impaciencia. Ella misma ayudó á su hermana á sacar la manta y la almohada del padre y de Gaspar, que se quedaba con ellos aquella noche, y al despedirlos salió hasta fuera del emparrado para verlos marchar, como si temiera que no se fuesen.

Entretanto, Pepa ponía en orden los objetos, y con el candil en la mano, esperaba á Dolores para entrar en la habitación, donde ya la llamaba la voz de su marido. Cerró Dolores con fuerza el pesado portalón y esquivó la mirada de la hermana, dándole apresuradamente las buenas noches. Cuando se vio sola se dejó caer en su jergón, fijos los ojos en el abierto ventanillo. La luna empezaba á descender. Era la hora convenida. Se levantó recelosa y salió á la cocina; en la obscuridad de la nave le pareció ver moverse otra sombra y creyó escuchar una respiración contenida. Cerró los ojos para no ver las tinieblas, y se deslizó hacia la puerta. Palpando halló el pesado cerrojo y pudo abrir el postigo del centro del gran portón y salir á la calle. La luna, que inundaba la plazoleta, le causó un nuevo temor. ¿Podrían verla? Siguió pegada al muro y bajó á los bancales; casi arrastrándose de balate en balate, salió al camino en el lindero de la finca.

Allí respiró con más libertad, y se detuvo un momento anhelante, temblorosa, temiendo tanto á la soledad que la rodeaba como á la presencia de alguien que pudiera verla.

Durante los minutos de su caminata, había temido á cada instante verse descubierta por algunos de los criados de la casa... por su mismo padre... por Gaspar quizás... y á esa idea sentía subirle el rubor á las mejillas y paralizársele el corazón. ¿Cómo podría explicar su extraña salida? Le era imposible decir la verdad en caso de apuro, porque en su sencilla fe, creía que así comprometía la fortuna de Juan.

A pesar de esperarle, no pudo contener un movimiento de susto al ver á Juanillo salirle al encuentro, y pareció replegarse en sí misma. El muchacho se puso á su lado; no hablaron, no se miraron; silenciosos siguieron el camino. Llevaba él la piqueta al hombro. Fueron pasando cerca de las habitaciones, dejando atrás los caseríos, cruzando huertos y bancales en dirección á la playa.

A su aproximación ladraban los perros de los cortijos que cruzaban; otros respondían á lo lejos de mala gana, como si obedecieran á la obligación de transmitirse la señal de alarma, á semejanza de un semáforo.

Llegaron á la playa y empezaron á trepar por las rocas. La respiración de Dolores era anhelosa, jadeante; Juanillo le tendió la mano para ayudarla á subir; entonces se miraron por vez primera. Un reflejo de pasión honda lucia en los ojos serenos, dulces y honrados, del muchacho; en los de ella había temblores de virgen, dominados con la fuerza de su carácter altivo.

Apoyada en él acabaron de subir la cuesta y penetraron bajo el arco de la puerta del derruido castillo: un muro espeso, enorme, como un pasadizo, se encontraron en el patio. Las zarzas y los jaramagos se enredaban en sus pies; las arcadas y las bóvedas ennegrecidas se agrandaban en la sombra; los rayos de la luna penetraban por los intersticios de las piedras y dibujaban en el suelo caprichosos contornos de arabescos y figuras; los lagartos y las salamanquesas, asustados por la proximidad de los animales humanos, se deslizaban entre los derrumbados sillares, fingiendo rastrear de sedas y armaduras con su piel de escamas. Las aves se revolvían inquietas en sus nidos y una corneja sacó, graznando, la cabeza entre las piedras.

Parecía que existía aún allí el espíritu de los antiguos moradores, que se escuchaba el piafar de los corceles y el chocar de las armas de los guerreros, ladrido de sabuesos y rechinar las cadenas del puente, como si hubiesen de recibir su visita.

Por un momento los jóvenes sufrieron la alucinación de la leyenda. Recordaron las historias que tantas veces escucharon contar. Aquel castillo había sido morada feudal, albergue de los más poderosos señores de la comarca, de los que sostenían mesnadas y disfrutaban los privilegios de horca y cuchillo, pernada, pendón y caldera. Su poderío no reconocía límites, y los señores del contorno les respetaban ó les temían; pero aquellos poderosos, dueños de extensos dominios, de vidas y de haciendas, eran desdichados al ver extinguirse su familia sin un vástago varón para perpetuar su nombre.

Compadecido el rey del dolor del anciano señor de Rodalquilar, le hizo conde de ese mismo título y le concedió el derecho de transmitir su nombre por la descendencia femenina á la posteridad.

Sin duda éste sería un consuelo para el altivo señor cuando pereció, herido por los alfanjes de de los infieles, en la primera Cruzada que la ciega fe de una nobleza aventurera y fanática, realizó á tierra de Palestina.

Quedó sola la condesita, y á su alrededor se agruparon trovadores y caballeros deseosos de conquistar su corazón y su fortuna.

Los pretendientes eran tantos, que la elección se hacía difícil; adornada, empero, de una prudencia y una virtud extraordinaria, la joven hubiera elegido bien á no disparar traicionero el niño Amor sus dardos.

Amó la castellana con toda la fuerza de las almas donde cristalizan los rayos del sol meridional; con toda la pureza de los corazones ingenuos que viven en el sena de la Naturaleza; con toda la fe de los seres buenos, que ponen en ese sentimiento, su existencia entera.

Y amó á un caballero advenedizo, noble y gallardo, que después de repetir ante sus rejas las estrofas ensayadas al pie de otros ventanales, luego de satisfacer su vanidad con el triunfo sobre cien rivales y de escuchar de los labios de carmín el arrullo de la codorniz enamorada, tendió el vuelo á otras regiones en busca de nuevos amores y de nuevas aventuras.

Inmensa fué la desesperación de la niña y grande su ansia de morir. Alguien le habló de una viejecita maestra en el arte de curar el mal de amores.

La altiva castellana bajó de su castillo, llegó á la pobre choza y suplicó el remedio para recobrar el corazón del amado ingrato. ¡Qué poco valía la ciencia de la vieja! Sin duda estaba tan acostumbrada á las mentiras del amor, que no supo decirle la amarga verdad; tal vez temió descorrer el velo de la ilusión ante la joven inocente, sabiendo que el amor es sólo fe, y que perdida ésta, la felicidad se hace imposible.

La mujer recomendó á la niña que buscase el secreto de su curación en los manuscritos de la biblioteca de sus antepasados. Y la joven se encerró en el vetusto salón, desarrolló pergaminos, hojeó volúmenes, y al fin halló la historia de una castellana enamorada que recobró el amor de un amado ingrato cuando abrió sus venas para darle de beber la gota de sangre blanca de su corazón.

Desde entonces, ella llenaba todos los días la copa de oro con su sangre y la arrojaba por la ventana al verla roja y espumante siempre; donde tiraba la sangre brotaban rosas de grana, y la pobre condesita, pálida y débil, pasaba las horas mirando desde su ventana á lo largo del camino por donde había de llegar el caballero.

Murió una tarde de primavera al apagarse el último rayo de sol tras de los montes. Murió cuando ya su sangre era color de ópalo y los rosales daban rosas de té.

Aun estaba tendida en su ataúd, envuelta en sus velos blancos, cuando volvió el caballero, y el imposible encendió, para castigarlo, la llama del amor de nuevo en su pecho.

La enterraron en el gótico sepulcro de la ya arruinada capilla, y sobre su tumba plantaron los rosales. Allí iba el caballero todas las noches á llorar y entonar sentidas canciones, que se mezclaban á las trovas de amor. Un día le encontraron muerto. ¡Sobre el sepulcro había brotado una rosa blanca!

El tiempo pasó; cayó el poder feudal, y los árabes primero y los cristianos después, fueron dueños de la fortaleza entre las vicisitudes de épocas azarosas.

Pero de unos á otros se conservó siempre la tradición; aun contaban muchos de los que se habían acercado de noche al derruido castillo, que escucharon el eco de las trovas apasionadas del caballero y los dulces suspiros de la enamorada doncella. Hasta no faltaba quien asegurase haber contemplado las dos sombras enlazadas, contándose sus amores en las noches de luna, en el cielo de una pasión eterna que trueca en delicias el castigo del infierno.

Por un momento los jóvenes se estrecharon uno contra otro; tenían miedo de escuchar su voz en aquel silencio solemne; se apresuraron á cruzar el patio y salieron á la plataforma.

La luz les tranquilizó algo. El cielo lucía como un espléndido manto azul bordado en plata, y las estrellas y los luceros se reflejaban en la sábana de un mar de acero, donde rielaban en haces de luz los rayos de la luna, que se deshacían en lluvia de brillantes; un semicírculo de montañas pizarrosas cerraba el horizonte, recortando en el azul sus picos desiguales, y el pequeño valle aparecía risueño, como un búcaro de flores, con sus casitas blancas, las bolas color rosa de los cerezos y granados en flor, los matices del verde obscuro del campo, bañado en esa media luz que hace los contornos más vagos y las líneas más dulces.

Y destacándose sobre todo las palmeras, eternas bebedoras de luz, se alzaban con sus troncos rectos y su majestuoso penacho de verduras como si suspirasen por la patria lejana.

Era el encanto de la línea triunfando de la luz y el color; las formas bellas; los contornos que se esfuman en un dulce claro-obscuro.

Bañaba la luz los primeros términos, los objetos cercanos; podía apreciarse en ellos el color, y velábase á lo lejos de un modo gradual, para ceñir con un cinturón de sombra el valle, coronado por la aureola del cielo limpio, donde se dibujaba la desigualdad de la montaña.

Se escuchaba el ruido misterioso, que es el silencio de los campos: la música indefinible, la vaga armonía, el himno fecundante de la Naturaleza en su lenta y continua renovación.

Anhelantes, con las manos juntas, parecían escuchar y comprender aquella estrofa de poesía sublime que pueden descifrar las almas enamoradas en un ambiente dulce y vago; esa estrofa que la creación modula en el crecer de los tallos de las plantas, en el germinar de las semillas, en el estallido de la flor que rompe su botón, de las hojas que caen, de la corola que se pliega y de la savia que circula.

A lo lejos, un barco de vapor tendía su cabellera de humo y se encabritaba como un potro al sentir en su vientre el espolonazo de las olas. La mirada de los dos jóvenes se abismó en el mar. Venían las olas, enseñando la obscuridad del fondo con su suave balanceo, á morir dulcemente en una orla de nácar sobre la rubia arena de la playa. En su murmullo había algo de amenaza; en su humildad, mucho de altivez; en su beso, un acento de rebeldía. Dulces y buenas en aquel momento, no tardarían en levantarse, bravías, con toda su eterna pujanza destructora, para azotar las rocas.

Le miraron con ese supersticioso temor que inspira adivinar un abismo en el fondo del objeto que nos recrea; presentir la amenaza hipócrita bajo la limpidez del cristal. Contemplaban las ondas sin comprender que el mar no es más que el alma de la Naturaleza y copia las dulzuras, las perfidias y las tempestades del alma de la Humanidad.

Venía allí cerca á desaguar un río, con el susurro manso del cauce debilitado en la sangría que alimentaba la vega; á sus márgenes se balanceaban los cañaverales y los juncos, produciendo con el rumor de sus hojas un canto ó conversación extraña, como si en los nudos de sus tallos rectos anidase un mundo invisible de silfos, enanitos y gnomos que se contasen sus historias y sus amores.

Los cañones, caídos al pie de la vieja fortaleza, daban una nota triste y sombría al paisaje; el edificio estaba envuelto en el sudario gris de una grandeza pasada, silencioso y altivo, como fantasma de la tiranía vencida. ¡Cuántas historias podrían contar aquellos muros!

Bajaron los jóvenes la escalerilla que había de conducirlos al enterramiento; las piedras movedizas caían bajo sus pies, obligándolos á estrecharse el uno contra el otro. Faltaba un pedazo de techumbre á la antigua capilla, y por él la luna, como lámpara monumental, alumbraba el altar vacío. Había olor de moho, de humedad.

Sin duda en aquel recinto estuvo la mezquita mahometana; la sombría cruz se había impreso sobre la riente media luna, más tarde; y ahora, de todas aquellas inútiles religiones, no quedaba allí más vestigio que unas cuantas tumbas de piadosos señores, cuyos nombres se habían perdido en el tiempo; azulejos caídos, losas cubiertas de maleza, hornacinas y altares sin ídolos y sillares derrumbados, entre los cuales la humedad hacía brotar una cabellera de musgo verde y pegajoso, semejante á las olas del mar.

La losa del sueño estaba allí: era la misma de la tradición, donde brotó la rosa blanca del amor purísimo á una enamorada muerta. Un estremecimiento de frío pasó á lo largo de la espalda de los dos jóvenes. Era preciso empezar; él se quitó la chaqueta, cogió el pico y lo alzó por cima de su cabeza; el golpe resonó en la soledad y el silencio de un modo lúgubre, como si se quisiera desenterrar toda una época hundida en el polvo de los siglos.

Después del primer golpe siguió otro.., y otro... y otro... Juanillo cavaba con ardor, con deseo de remover pronto la losa, como si el miedo y la esperanza dieran nuevas fuerzas á su brazo.

Y cavó; cavó un cuarto de hora... media hora... una... Dolores, anhelante, le miraba cubierto de sudor, cansado, rendido, próximo á desfallecer por el esfuerzo supremo de aquellos golpes enérgicos, vigorosos, vertiginosos, que se multiplicaban y se sucedían cada vez con mayor velocidad.

Se detuvo un instante á tomar aliento; ella, piadosa, le limpió con su pañuelo el sudor de la frente. Volvió a resonar el eco del pico en las arruinadas bóvedas y á repercutir entre el eco de las montañas.

Se sintieron de nuevo invadidos de súbito terror, y Dolores se acercó á él, suplicando medrosa:

—Juan, vámonos.

—Espera —repuso él—; es la felicidad de toda nuestra vida la que debo conquistar. No hagas que desfallezca mi valor. Un esfuerzo, un esfuerzo más... Por ti.

Apartóse la joven, tranquilizada por las dulces palabras de su amador, y volvió Juanillo á descargar sus golpes vigorosos sobre la tierra que cerraba la sepultura.

¡Al fin se movía la losa! Juan renovó sus esfuerzos... un momento más...

¡Ya estaba arrancada!

Arrojó el pico; Dolores y él apartaron ansiosos los cascotes y la tierra con las manos, y pudieron separar la enorme piedra.

La luna se había ocultado; sus ojos les fingían visiones de joyas y brillantes. Quedó el hueco al descubierto; la mirada de ambos se hundió en la negra hendidura... Registraron ansiosos con las manos. ¡Nada!

¡Estaba vacío!...

Entonces se miraron un momento, y su voz resonó triste y con extraño eco. ¡Nada!

¿Se habría convertido su tesoro en cenizas? ¿Los habría oído alguien? Temblando se comunicaron la observación, y otra vez, como la noche anterior, creyeron oír pasos á sus espaldas; y otra vez se volvieron asustados, y otra vez murmuraron:

—¡Nadie! ¡NADIE! ¡NADA!

Todo había concluido.

Salieron.

Se había ocultado la luna; las sombras se retiraban hacia el Oeste; por Oriente asomaba la claridad de la aurora, apagando con su luz rosada el brillo de los astros. Parecía que al despertar la Naturaleza, levantaba uno de los extremos de su túnica azul y sacudía hacia el otro el polvo de oro de los mundos.

Empezaba la vida en el campo; la claridad avanzaba por momentos; las barquillas de pesca se dibujaban claras en el horizonte, con sus velas blancas, semejantes á grandes gaviotas. Los reptiles se habían ocultado ya en sus agujeros de las piedras, y los pájaros desperezaban ruidosamente las alas para tender el vuelo y entonar sus gorjeos matutinos.

Subieron la ruinosa escalerilla; ella delante, con los brazos caídos y el pañuelo en la mano; detrás él con el pico y la chaqueta al hombro, cruzaron la plataforma sin detenerse, atravesaron el patio y entraron bajo el muro de la puerta. Salían del reino de su ensueño. Les agitó el mismo pensamiento, y ambos se acercaron, se miraron con amargura y murmuraron casi al mismo tiempo:

—¡Nada!

—¡Nada!

Ella sonrió con amargura, y dijo poniendo mieles en la voz:

—¡Paciencia!

—Tú podrás tenerla —contestó él con energía—; yo no. Tú has perdido la esperanza de ser rica: yo he perdido la felicidad. ¡Eras el tesoro único que buscaba!

Había amargura y dolor en su acento, y en sus ojos honrados y dulces brillaba el rocío de una lágrima. Se acercó ella piadosa, le cogió las manos é inclinó tristemente la cabeza; la brisa del mar les envió una bocanada de perfume, y los revueltos cabellos de la muchacha acariciaron el rostro de joven. Inclinada la cabeza, pensativa y triste, su perfil tenía la línea pura y mística de una Niobe; los ojos, casi cerrados, quedaban envueltos en las sombras de las pestañas; se plegaban los labios dolorosamente, y el cuello arqueado parecía pálido y blanco como de una estatua alabastrina.

Juan se inclinó; sus labios buscaron aquel cuello y depositó un beso de fuego en el gracioso hoyuelo que formaba el nacimiento de la sonrosada orejita. Se estremeció Dolores, alzó airada la cabeza; la luz del día y la luz de los ojos de Juan le hicieron cerrar los párpados; un beso acariciante, dulce, largo, cayó sobre los labios entreabiertos como una rosa de pasión, y esta vez no hubo protesta. Su cabeza se dobló semejante á un lirio en su tallo; dos bocas ansiosas se juntaron, se enlazaron los brazos amantes; la visión del mundo huyó de su vista para volver á sumergirse en las armonías del infinito. El primer rayo de sol rasgó las nubes como si viniera á saludar el triunfo de la Naturaleza y de la carne...

¡Habían encontrado su tesoro!

En la sima

I

Se extinguió la última trepidación de la máquina. El tren quedó inmóvil sobre los raíles. A la derecha se extendía el campo silencioso, la llanura inmensa, perdidas las montañas en el negror de las tinieblas; arriba un cielo con profundidades de terciopelo y los soles hundidos como clavos de plata en la densidad del obscuro azul. A la izquierda los faroles del andén esclarecían la parte baja de los árboles de ramaje anémico alineados á lo largo de la vía, raquíticos, de un verde obscuro y sombrío, tristes con el ansia de agua y el continuo respirar de humo y polvo, mientras las copas, sin luz, se recortaban en el aire con fantástica vaguedad.

En el fondo, el restaurant de la estación de Baeza dejaba escapar por las abiertas vidrieras un raudal de luz blanca, reflejada en los albos manteles y en la vajilla de loza que cubrían las grandes mesas.

Cerca del restaurant, la cantina ostentaba sobre el pequeño mostrador provisiones abundantes: bacalao frito, huevos duros, chorizos, rajas de salchichón. Un enorme cesto contenía multitud de panecillos; dos panzudos toneles y una ventruda damajuana de vidrio, que asomaba el cuello corto entre la funda de palma, estaban colocados al pie del mísero estante de madera, lleno de botellas, ofreciendo bebida en abundancia á las resecas gargantas de los viajeros modestos.

Los vagones de tercera clase vomitaron el pasaje sobre el andén; aroma de sudor y eco de inarmónicas carcajadas se esparció en el aire. La mayor parte de los viajeros eran quintos; venían de las provincias de Almería y Granada, con destino unos á Madrid y otros á Sevilla. Vestidos todos con trajes semejantes, cuidadosamente afeitados, se hacía difícil individualizar entre ellos; empezaba la uniformidad á anular la persona. Aquellos muchachos, que salían de su aldea por vez primera, olvidaban el dolor de las despedidas con el aliciente ele la curiosidad; con los ojos muy abiertos y el espíritu avizor contemplaban todas las cosas que se ofrecían á su vista: el tren, las gentes, las estaciones, un mundo nuevo revelado de repente, como si una mano invisible descorriera el telón de un inmenso escenario. Iban de acá para allá, buscando á los compañeros con la alegría bulliciosa de la juventud que marcha hacia lo desconocido. De sus siluetas pardas se destacaba la blancura de las alpargatas nuevas, que dificultaban los movimientos de aquellos pies acostumbrados á la libertad y al frescor de la tierra, molestos ahora con la funda de suelas y calcetines.

Unidos todos, se formaba de sus almas sencillas el alma perversa de la multitud; se aguzaba el ingenio y la malicia; los quintos, los borregos, tan medrosos ante el sargento, convertíanse en maestros de donaires y truhanerías.

Se lanzaron á la cantina.

—Un chorizo.

—Un vaso de vino.

—Dos panecillos.

—Bacalao.

—Déme agua.

—Una botella.

—Aguardiente.

Cientos de bocas gritaban á la vez, se extendían todas las manos á un tiempo, alguno guardaba para sí lo que otro había pedido; se atropellaban, empujándose y chillando en confusión, con la esperanza secreta de engañar á los cantineros, aturdidos por el aluvión de demandas.

Algunos se atrevieron á empujar la vidriera de la fonda.

—Vale dos reales el café —les advirtió el mozo que salía presuroso á su encuentro.

—No importa —repuso con aplomo uno de ellos.

É hizo sonar en el bolsillo del chaleco las monedas de plata entregadas por la previsión amorosa de la familia.

Varios compañeros miraban desde fuera el atrevimiento de los que se metían en aquel para ellos supremo centro de lujo, y los vieron tomar asiento cerca de una mesilla y saborear las tazas de café hirviente entre espirales de humo azul.

La sala del restaurant tenía un ambiente tibio, silencioso, contrastando con el bullicio del andén. Una señora ataviada con largo pardesú y flotante velo de gasa blanca en el sombrero, iba seguida de perrito y doncella, de un lado para otro, sin encontrar sitio donde poder colocarse en la mesa, servida para cincuenta cubiertos, y sin más comensales que dos viajeros sentados junto á uno de sus ángulos.

Cerca de la mesa ocupada por los quintos, que parecían silenciosos y confusos en aquel medio señorial, bebían y fumaban tres hombres, entregados á una de esas íntimas conversaciones que se mantienen siempre en voz baja. Dos de ellos eran de aspecto vulgar; vestían trajes á la usanza del país, descuidados, grasientos. Gordo el uno, con esa cara de satisfacción, de calma y de hombría de bien que produce el exceso de kilos, y que con tanta facilidad capta la confianza á los obesos y les da cierta gracia en el decir de sus chistes. El otro formaba contraste con su compañero, alto, seco, de nariz grande, ojeras marcadas y cabello de un negro intenso; una delgadez de enfermo vicioso repulsiva; el cuello largo, salientes los pómulos, marcadas las articulaciones en punta aguda, como palos: aquel hombre produciría, al moverse, ruido de huesos y chasquido de músculos sin jugos. El tercero de las tres revelaba en todos sus rasgos pertenecer á una clase social distinta: alto, bien formado, vestía con exquisita y desdeñosa elegancia un terno de lanilla gris, de corte irreprochable; su cabello, castaño claro, estaba lustroso y perfumado; los ojos, dulces y distraídos, miraban con altiva serenidad; la mano, fina y bien cuidada, acariciaba la punta de la corbata de seda caída sobre la finísima camisa; parecía escuchar sin interés la conversación en que sus dos acompañantes se esforzaban en distraer su aburrimiento. El ruido del andén llegaba hasta ellos con rumor de oleaje; los quintos terminaban de sorber el café aun humeante; los dos viajeros pagaban al mozo el gasto de la comida, y la dama del perrito y la doncella criticaba el servicio, pedía platos extraordinarios y se quejaba en voz alta, con marcado acento sevillano, de las cosas de España.

La vidriera se abrió con estrépito; una mujer sola entró en la estancia. Era alta, morena, con esa belleza, española que es elegante con curvas y distinguida con flexión de cuerpo. El vestido, sencillo, de alpaca gris, se plegaba á su talle robusto, redondo, al cuerpo amplio; la cabeza, de rizos negros, se asentaba gentil sobre los hombros; la garganta torneada, firme, lucía la tez de morena blanca, con tonalidades de plata, que iluminaban unos ojos pardos, protegidos por espesas y arqueadas pestañas negras y cejas del mismo color, finamente dibujadas en la tersa frente. La nariz fina, el perfil correcto, daban á un tiempo aire de severidad y de inocencia á las facciones. La boca, como una estrofa roja, rompía con su risa loca y fresca la unidad del conjunto armónico. Con su entrada se esparció una ráfaga de aire fresco en la sala, una ola de perfume. Todos fijaron en ella los ojos. El joven se levantó sorprendido.

—¿Usted aquí, marquesa?...

—¡Conde!... ¡Luis! —repuso ella alegremente—; ¡qué alegría encontrarte!

Y sin darle tiempo á responder, añadió con aturdimiento:

—Soy vecina de Baeza desde esta mañana... Me dormí en el reservado de señoras, y no desperté á pesar de los gritos que daban en la estación y del ruido de las maniobras para el cambio de tren...

El revisor me ha despertado en la estación de Javalquinto... y aquí estoy aburriéndome hace doce horas... Espero el correo de Madrid.

Hablando así, se había sentado cerca de la mesa, y sin más ceremonias, buscaba una copa de cerveza.

—¡Qué sorpresa, tan agradable, querida María —repitió Luis, aceptando la familiaridad que ella le ofrecía, y añadió galante: —¿Qué deseas tomar?

Nada, nada; deseaba la llegada del correo; un día entero en una estación, lejos de la ciudad, se hacía insoportable... Era una fortuna aquel encuentro, para pasar agradablemente el rato de la espera. ¡Si lo hubiera encontrado por la mañana!... Buena falta le hubiera hecho. Le contaba riendo, entre sorbo y sorbo de la dorada cerveza, que el revisor había dudado de la autenticidad de su kilométrico.

—No me ajusto al patrón de lo que el pobre hombre creerá que debe ser una marquesa. Lo disculpo porque yo también he tenido ilusiones. ¿Verdad, querido Luis, que al hablar de los aristócratas los soñamos á todos como graciosas figulinas? Los picaros cuentos versallescos y las leyendas de la Edad Media tienen la culpa: castellanas esbeltas de rubias guedejas y finos talles, con el halcón al puño... marquesitas pálidas, frágiles, quebradizas, con las siluetas largas prolongadas en una cola de gasa... ¡Pobre hombre! Le he destrozado una ilusión... le dolerá... Recuerdo que lloré la vez primera que vi una corte... Infantas gordas, chatas, feas; duquesas semejantes á mozas de molino; condesas rígidas, antipáticas... Había una vestida de raso malva con un deseo te monumental. No lo olvidaré nunca: se le hundía el encaje entre la carne como los hilos que ponen las cocineras en las pulpetas... Era lo mismo mirarla de cara que de espalda iguales redondeces.

—Siempre tan aturdida, María —interrumpió el joven conde de Herrerías.

Sí, aturdida, porque decía la verdad; ¡conocía tan bien ella las cortes! Aquellas damas tan piropeadas por los periodistas, á pesar de tratarlos á vaquetazos, no valían más moral que físicamente.

¡Cómo se reía leyendo en las revistas: la hermosa, la elegante, la inteligente! Conocía una princesa que al dedicarle un libro lo recibía temerosa de un atentado á su bolsillo, declarando con ingenuidad: «Yo no leo nada.» Otra, nieta de un prócer, historiador ilustre inmortalizado por la sátira de un gran poeta, habíale confesado no conocer la obra de su abuelo...

Desatada la charla, María hubiera seguido arrastrando por el comedor del restaurant todo aquel mundo que rodean de poesía las sencillas imaginaciones deslumbradas, si Luis no la hubiese detenido decidiéndose á presentarle sus acompañantes:

—Gabriel Merino y Roque García, antiguos servidores de la casa... hoy amigos...

Había cierta amargura en el acento de Luis. María les alargó la mano... era una demagoga de sangre azul. Sí, sí; ya sabía ella algo de lo que á Luis le pasaba. ¡Si tuvieran tiempo de hablar! ¡Cómo le gustaría enterarse de todo!... No por curiosidad... era interés... recuerdo de mejores días... al fin... Se interrumpió con una turbación extraña.

Envolvióla él en mirada indefinible. ¿Para qué había de irse tan pronto? Podía pasar unos días en Linares, revivir recuerdos; él podía llevarla en su automóvil, que esperaba á la salida del andén. Le contaría muchas cosas.

La cabecita de rizos negros, tan serena y tan loca, sentía la atracción de la aventura. ¿Por qué no? Era libre, nadie la esperaba; sería un placer aquella carrera en la sombra al lado de Luis, un amigo antiguo, hundido ya en el pasado, que resurgía de un modo,tan extraño. Aquello tenía algo de novedad, rompería su aburrimiento... Aun antes de decidirse hizo algunas preguntas que podían llamarse condiciones. Se hospedaría en la fonda sola... No podría interpretarse su conducta más que como una curiosidad inocente... Tenía mucho de resignado la respuesta de Luis:

—¡Qué duda cabe, qué duda cabe!

Se levantó palmoteando con alegría.

—Vamos, vamos, acepto. ¿Dónde está el automóvil?

La sala estaba ya desierta; sólo quedaban los dos amigos de Luis, cariacontecidos y sin poder disimular el malhumor por la brusca intromisión de aquella mujer con ráfagas de torbellino, que les arrebataba al señorito, sin dejar hablar á nadie.

La marquesa y Luis salieron al andén.

Se había escuchado la señal anunciadora de nuevo tren: el que ella había esperado impaciente todo el día. A lo lejos oíase el trajín de ruedas y poleas; de hierros y maderas, movidos y arrastrados por la fuerza del vapor. Las grandes luces rompieron las tinieblas y la nueva máquina avanzó en la obscuridad silbando, hasta quedar inmóvil. Sonó una campana y una voz:

—¡Señores viajeros para Madrid, al tren!

La marquesa de Montano se apretó riendo contra el brazo del conde de Herrerías, Ella no se iba en aquel tren; decididamente hacían su viaje en automóvil, estaba resuelta.

Se produjo un movimiento rápido entre la muchedumbre, y la voz de un sargento llamó con imperio:

—¡Quintos para Madrid! ¡Á lista!

Dos cabos empezaron á separar los quintos. Algunos compañeros se estrechaban rápidamente la mano, haciéndose los últimos encargos; otros hablaban de arreglar cuentas de la cena; todos corrían, y muchos no olvidaban decir al paso un requiebro á la marquesa ó un chicoleo á los negros ojos de la joven dueña, parada cerca de la puerta del restaurant. Pronto estuvo hecho el apartado. El sargento empezó á nombrarlos, para que entrasen en los vagones.

—Pedro Martínez.

—Yo.

—Juan Morales.

—Aquí estoy.

—Antonio Pérez.

—Soy yo.

Y á empujones casi, iban los cabos metiendo en los coches de tercera el cargamento de carne.

—Manuel Jiménez.

Nadie repuso.

—Manuel Jiménez.

El mismo silencio.

—Manuel Jiménez— repitió con su fácil irritabilidad, de jefe improvisado el sargento.

Un sollozo salió del apretado grupo, y varios empujaron á un mu cha do hacia primer término.

—¿Eres tú Manuel Jiménez? —le preguntó.

—Sí, mi sargento; yo debía ser Manuel Jiménez... pero yo... no soy yo...

—¿Cómo?

—Manuel es mi amigo, no estaba ayer para salir; yo vengo en su lugar hasta que él venga á buscarme, pero yo me quiero ir, yo no quiero seguir... quiero ir á mi casa...

Un coro de risas respondió á las lágrimas y súplicas del muchachote. Una exclamación soldadesca irreproducible barboteó el sargento... La campana volvió á sonar, agitada con violencia en el andén.

—¡Señores viajeros para Madrid, al tren!...

El correo no esperaba.

Se suspendió la lista; todos en tropel se abalanzaron á los vagones; el sargento, maldiciendo y jurando, empujó dentro del suyo al muchacho, que bramaba con un vozarrón desesperado:

—Yo no soy; yo... Yo me quiero ir... Soy el hijo del tío Juanico... déjeme usted que me vaya, mi sargento.

Un instante después la locomotora silbó de nuevo, y el tren, respirando como si despertase de un ensueño penoso, se hundió en la sombra del túnel inmenso de la noche. Quedó en silencio la estación; escuchábase en la cantina el tintineo de la calderilla que contaban los encargados. Los mozos se iban retirando con pasos pesados y lentos; empezaban á cerrarse puertas y apagarse luces. María, colgada al brazo de Luis, habíase adelantado hacia el centro de la vía y fijaba la atención de sus ojos y de sus oídos en el tren que se alejaba. ¡Allí debía ir ella! ¡Y no iba! Era un triunfo de su voluntad; de su libertad absoluta, una cadena rota, y la veía con placer sacudida lejos de sí...

Se volvió al andén y llamó con vocecita de niña:

—¡Cartucho! ¡Cartucho!

—¡Señora!

Apareció un hombretón de unos cincuenta y cinco años, en mangas de camisa, con pantalón y chaleco de pana grisácea y desteñida y brilladora por el uso y por la grasa, con los pies morenos desnudos dentro de las alpargatas y la enorme faja amarilla enrollada al cuerpo.

María dióle algunas órdenes relativas al equipaje.

—¿Conoces también á Cartucho?

¿Cómo no? Lo veía cada vez que pasaba por aquella línea; ella era una demagoga de sangre azul, y repetía esta frase con algo de vanidad ingenua. El buen Cartucho tenía humos de señorío, parientes en Madrid, y si quisiera vivir en la corte le darían empleo en un gran rotativo; pero él había pasado su vida pegado á la estación de Baeza. Era allí una institución, pronto á servir á los viajeros, honrado, fiel. ¡Las cosas que sabía! Ahora el pobre estaba afligido. Se le había muerto la mujer, la compañera de toda la vida. ;Le hacía tanta falta en casa! Habían pasado cuarenta años juntos y criado diez y ocho hijos. María, con su mezcla de sencillez y malicia, había escuchado aquel día las quejas de dolor del pobre hombre.

Hablando así salieron á la espalda del andén.

Allí había otra cantina económica, cerca de cuya puerta esperaban los coches que iban á Úbeda y el automóvil del conde con las luces encendidas. Colocó Cartucho unos paquetes en el vehículo; tomaron asiento en él la marquesa y Luis; colocóse éste la gorrilla de chaufeur sobre los cabellos; envolvióse ella la destocada cabeza en un velo de gasa blanca; se cambió una despedida con los espectadores y instintivamente envidiosos de la pareja feliz; sonó la bocina, estremecióse la máquina osciló un momento y emprendió la carrera camino adelante, dejando á su espalda un fatigoso olor de humo y gasolina y el eco del taf-taf que repercutía en el aire inmóvil del campo.

En los primeros momentos, ni Luis ni María hablaron; sentían la impresión de la carrera, de la libertad, algo que satisface el ansia de volar de un espíritu amarrado al molde de arcilla; el instinto de pájaro que logra al fin batir las alas.

Les envolvían las sombras, el pedazo de cielo azul obscuro con clavos de plata sobre la cabeza, el radio esclarecido por las luces del automóvil á su alrededor; sin segundos términos donde tender la vista, limitado todo á ellos mismos; sin más ruido que su voz y el taf-taf de la máquina y las ruedas; sin más figuras que sus siluetas, esfumadas en la obscuridad, como fantásticas sombras chinescas.

El habló por decir algo.

—¿Qué hay por Madrid?

Destapóse la alegre verbosidad de la marquesita.

Lo de siempre; la mar de líos: no se dejaba á nadie tranquilo. Ya se sabe: en juntándose media docena de mujeres se pelean... Y los hombres no valen mucho más... pero á lo menos ellos reñían por ambiciones más grandes; ellas por pequeñeces... por odio al sexo.... Más valía que fuese así... Su charla traía al señorito provinciano campesino, alejado de la vida mundana;, recuerdos y bocanadas de ambiente de Madrid.

Le refería hechos, dándole noticias de sus conocidos con los nombres que le eran familiares. Se habían peleado la marquesa de la Charca y la señora de Gris... Una historia sabrosa; los ateneístas y los del Veloz habían tenido ocasión de enterarse de curiosos episodios. La emperatriz de las cursis seguía dando sus reuniones; allí se cantaba, se leían versos; eran de una afectación deliciosa. Ahora concurría á ellas la marquesa de la Charca para fastidiar á la de Gris. Eran reuniones muy productivas... Entre semana podía encontrarse de nuevo allí tal ó cual contertulio con esta ó la otra distinguida dama... Como la señora de la casa no recibía, ocupaciones imprescindibles la obligaban á dejarlos solos. Eso nada de particular tiene... entre personas decentes. Los visitantes conversaban á su sabor, sin peligro de que les interrumpieran; algún valioso regalo recompensaba á la dueña del salón.

Se lo había asegurado Fontanar, un periodista travieso, que celebraba allí sus coloquios con la duquesa de Castro-Emburryz. Estas damas viejas eran terribles. La marquesa de Argollas se dedicaba á los niños; iba mezclando su sangre mulata á la aristocracia toda. Como cada amante no la duraba más de ocho días, se había puesto de moda la frase de que la criolla estaba de novenario.

—¿Y tú? —interrumpió él.

¡Anda! Ella... cualquiera daba diez céntimos por su pobre pellejo; tanto habían clavado en él las uñitas sonrosadas sus aristocráticas amigas... Pero no se preocupaba, dijeran lo que quisieran. Le dolió al principio la crítica y la calumnia; después, convencida de que no podía luchar con ella, se entregó á la indiferencia. Nada justificaba el cúmulo de falsedades que le imputaban... ¡Si hubieran sido verdad, ninguna de sus amigas podría arrojarle la primera piedra! Después de todo, ¿qué le importaba? Era rica, independiente, sola... No tenía ambición ni deseaba tomar la almohada... Con media docena de personas queridas que la conocían y la apreciaban, tenía bastante para sus afectos y podía reírse de todos los que se ocupaban de ella, sin preocuparse para nada de cuanto dijeran.

—¿Te has hecho revolucionaria?

—Platónica; conservo la aristocracia del olfato, el sentido helénico de la belleza: no podría jamás consentir en ponerme roja en un mitin vociferando por cosas que desprecio... y abriendo demasiado la boca... ¡Sacrifico las ideas á la estética!

El viento de la carrera le había soltado el velo; los cabellos revueltos notaban azotándole las sienes, y algunos rizos llegaron hasta la cara de su compañero. Un olor de tomillos, cantuesos y romeros denotaba la proximidad de las montañas veladas en la sombra; un perfume acre y húmedo de tierra otoñal les envolvía; no se distinguían segundos términos; el automóvil con su monótono taf-taf parecía no moverse del mismo sitio, á pesar de su carrera loca; la luz de los faroles esfumaba la silueta robusta y noble del chafeusse y el matiz negro de los cabellos de la marquesa sobre la tez plateada y la garganta firme.

—María —murmuró él acortando la marcha—: ¿no recuerdas nada?... ¿No amas?...

Pareció agigantarse la estatura de ella y adquirió su perfil toda la severa gravedad que le robara la roja estrofa de sus locos labios.

¡Amor! No. Recordaba un tiempo pasado, un tiempo en que era buena, inocente y crédula... Entonces pudo amar. Ahora no creía en nada, y sin fe no hay amor posible...

Y como si temiese una interpretación á sus palabras, añadió:

—No es una alusión, Luis; el pasado está muerto, olvidado; sobre sus cenizas nació esta mujer nueva. La otra sentía, ésta piensa; la otra creía, ésta analiza... No es nuestra la culpa... Tal vez fuimos demasiado idealistas, y la realidad nos hirió... Acaso los que nos lastimaron estaban en el estado que hoy nosotros....

Y siguió explicándole aquella extraña ansia de amor que la llevaba á fantasear novelas, á sembrar ilusiones, á ver padecer almas honradas y buenas entre el engranaje de la mentira que la rodeaba... ¡Pero no se moría ninguno! Le habían hablado de amor en todos los tonos y en todos los idiomas... Era una música agradable para no hacerle caso...

—¿No prefieres á nadie?

—No; les amo mucho á todos para consentir en ser de uno. Les necesito para distraerme; es imposible amar, Luis, cuando se ve demasiado claro.

Se había puesto triste.

La brisa no les traía va el ambiente de leñas del monte, y eco de lugares habitados llegaba hasta el automóvil..

—¡Cómo debes despreciar á los hombres! —murmuró él.

—Tanto como tú á las mujeres —repuso ella.

Les envolvió el resplandor de varias luces; había allí ya casas, calles; el antipático guarda de consumos les salía al paso con el farolillo en la mano; el sueño de sinceridad sentido entre el olor de romero, tomillo y cantueso, bajo el manto de terciopelo azul y el velo de la noche otoñal, se desvanecía. Una rápida transición del timbre de la voz reveló la entrada en la vida real, y María, con su acento elegante de mujer frivola, exclamó alegremente:

—Hemos llegado. ¡Qué delicioso viaje, amigo mío!

II

Luis de Herrerías era el tipo perfecto de esa aristocracia decadente, degenerada, cuyas prerrogativas, fortuna y virilidad van cayendo poco á, poco en la sima abierta por el tiempo.

Ultimo vástago de su estirpe, había presenciado la ruina de su fortuna y de su raza. Su árbol genealógico se remontaba á la época de las Cruzadas; de allí provenían sus títulos de nobleza, y durante toda la Edad Media los condes de Herrerías ocuparon lugar distinguido en la historia de la patria: barones esforzados, fieles á su rey, señores de alodio en Linares, tenían influencia y poderío, mezclándose su linaje á los linajes soberanos.

Después, en la evolución histórica, cuando los últimos monarcas de la casa de Austria se entregaron á la molicie de las letras y éstas dominaban á las armas, los condes de Herrerías lucieron su nobleza en la corte: privados y favoritos de Felipe III y Felipe IV, don Carlos de Herrerías fué poeta, amigo de Villamediana, justador en lides literarias, y don Juan de Herrerías conservó el prestigio de su casa al lado de los Borbones, guerreando con denuedo por Felipe V.

Intrigaron los Herrerías en la corte de Carlos IV, y cayó sobre ellos la nota de afrancesados por servir los intereses de Napoleón, pero tomaron parte en el gobierno de la nación con Fernando VII. Ya en esta época su casa empieza á quebrantarse. Doña Beatriz, la segundona de la aristocrática familia, tuvo que ocultar en el claustro su orgullosa soberbia de dama linajuda que no halla marido de su estirpe; el hermano primogénito se retiró á Linares, convirtiendo su nobleza cortesana en nobleza rural. El árbol genealógico había perdido sus ramas; unida al tronco robusto quedaba ya sólo la primogénita, delgada sequeriza, vinculada en el padre de Luís, cuya influencia mermó con la restauración, alejándolo del círculo de nobles palaciegos, olvidado en la soledad de su vieja casa solariega.

La política, campo donde esgrimen sus armas al lado de los hijos del pueblo los aristócratas de hoy, y donde los plebeyos hallan títulos de nobleza, le estaba cerrada por su abolengo carlista y la mancha de afrancesado. Los hombres que se acercaban al trono para sostenerlo con sus brazos robustos de pecheros, lo miraban con desconfianza, y la vieja nobleza de abolengo no le perdonó la mezcla de sangre inyectada por su abuelo á la raza uniéndose en matrimonio con una linda moza de la serranía de Granada. A pesar de los privilegios concedidos á los Herrerías para ennoblecer al casarse á sus consortes, se miraba con deprimente tolerancia el matrimonio del conde Teobaldo. Pero sin duda aquel enlace había sostenido la familia dos generaciones más. El conde, cruzamiento clandestino de un monarca austríaco y una condesa de Herrerías, tenía la degeneración aristocrática de las dos familias: la palidez blanca que deja transparentar las venas moradas, los ojos de azul lechoso y el cuerpo de morbidez blanda. Se extinguió entre los brazos morenos y ardientes de su esposa, á la que dejó un vástago raquítico y enfermizo.

María había conocido á la abuela de Luis. La buena doña Dionisia tomó en serio su papel de reparadora y puntal en la sangre y casa de los Herrerías. De una vivacidad extraordinaria, doña Dionisia poseía el don de dominar en absoluto á cuantos la rodeaban; era una mujercita torbellino, cuyas órdenes se multiplicaban sin cesar; incansable en el trabajo, irascible y severa con todo el que faltase á su obligación, vigilante de los más pequeños detalles.

El flaco de doña Dionisia era preocuparse con exceso del ¿qué dirán? Cifraba su orgullo en pasar por señora distinguida y en afirmar el poderío de la familia, ostentando la abundancia. Docenas y docenas de sábanas, manteles y toallas se amontonaban en el fondo de las grandes arcas, sin llegar á ser usadas, pero sin que por esto la condesa viuda cesara de hacer nuevas compras. Su gusto era citar el inventario de lo que poseía. Su despensa se asemejaba á un almacén al por mayor: llena de granadas, uvas, castañas, almendras y todas las demás frutas que las provincias andaluzas envían á Linares, mercado donde se pagan á peso de oro por los mineros, que no tienen el vicio de ahorrar, y gastan su dinero para gozar el presente, puesto que el mañana se les aparece siempre con la visión de una piedra que cae de la mina, de un cable que se rompe, de un barreno que estalla ó de un terreno que se desprende.

Las orzas de escabeche, de aves y de pescado, se alineaban á lo largo de las paredes, alternando con los montones de salazón, bajo la red de cuerdas de embutidos pendientes de sogas entrecruzadas en el techo.

Las tablas repletas de roscas y mantecadas causaban Ja admiración de las comadres que las veían en las tahonas. La gloria de doña Dionisia estribaba en la fama de mujer casera: sacaba el almidón del trigo, lavaba el grano para enviarlo al molino, cernía la harina y amasaba el pan en la casa, aunque le saliera peor y más caro.

A la sombra de su constante actividad vivían muchas familias que pagaban sus favores con elogios, y ella, satisfecha de reunir su pequeña corte, sabía mantenerla, mientras que con admirable buen sentido administraba sus bienes. La casa Herrerías seguía su engrandecimiento gracias á ella.

Sus errores fueron, hijos del cariño maternal y de la vanidad que la dominaba. No consintió que que su hijo, el joven conde de Herrerías, se separase de su lado para estudiar; lo educó como un señorito provinciano, inculto é inútil, y lo casó apenas cumplía los veinte años, con una dama, de alta alcurnia, pobre de solemnidad, la cual traía su anemia y su ilustre apellido por dote al matrimonio.

Mientras vivió doña Dionisia todo fué bien: ella sujetaba al hijo á su férula y ejercía una influencia despótica sobre la nuera, jovencilla frágil, enfermiza, piadosa y resignada, que vivía dentro del matrimonio con misticismo de religiosa, lo mismo que antes en el convento donde la educaron.

Los primeros hijos murieron al nacer ó de pocos meses, como flores de estufa marchitas sobre su tallo con la influencia del aire y de la luz, sin que conmovieran gran cosa el corazón, de la madre absorta en su vida de contemplación y piedad. La condesa viuda se desesperaba de la pasividad de su nuera. Sentía ansia de tener un nieto, la seguridad de que no se extinguiría en su hijo el noble linaje de la casa condal.

El nacimiento de Luisito vino á colmar la dicha de la abuela. Lo llenaba de caricias, de cuidados; su cariño absorbente llegaba á tiranizarle, no dejándole andar ni moverse. Aun se conservaban en la casa retratos en los cuales se veía al niño vestido de terciopelo, con adornos ele encajes, luciendo una belleza de pajecillo versallesco, al lado de la matrona fuerte y vulgarota, que lo asfixiaba en su ternura.

Doña Dionisia se quejaba de la debilidad de su nieto; conocía que la sangre azul de la madre, unida á la de su hijo, reproducía todos los gérmenes morbosos de dos familias aristocráticas, y se consideraba culpable por haber buscado aquel enlace.

María recordaba la existencia señorial y austera de la casa en vida de la condesa. El silencio solemne de las grandes habitaciones altas de techo; la quietud conventual del palacio. El conde pasaba los días en continuas partidas de caza; su esposa compartía el tiempo entre el reclinatorio y el lecho, ó absorta en la oración ó postrada por su naturaleza débil. Doña Dionisia imperaba en todas partes: la cocina, la administración, el campo; era el alma de la casa.

De noche, después de la cena, se reunían en la gran sala todos los miembros de la familia, criados y servidores. El capellán, ó en su defecto la misma doña Dionisia, llevaba el rosario, que coreaban todos, devotos y soñolientos. Después, la estación al Santísimo, la letanía á la Virgen, las devociones de la casa. Una hora de rezos. Apenas acabados, se marchaban á sus quehaceres, doña Dionisia acostaba, al niño y se retiraba á dar la última mirada de vigilancia. Después volvía á jugar su partida de tresillo, para acostarse á las once y levantarse con el sol.

Su padre, médico de la casa, el capellán y el conde eran los obligados compañeros de juego de la buena señora. La condesita, sentada cerca de ellos, se entretenía murmurando plegarias, mientras de sus pálidas manos se deslizaba la delicada labor de encaje.

Algunas noches el médico llevaba á María; era entonces una criatura vivaracha y traviesa, en cuya frente había la melancolía de los niños que no tienen madre. Doña Dionisia le temía. Luisito se animaba con ella, se tornaba revoltoso y se negaba á retirarse ó no se quería luego dormir. En cambio, la condesita gozaba con la presencia de la niña; parecía complacerse en prodigarle caricias maternales, y mientras su suegra acaparaba el cuidado de su hijo, ella dormía en su regazo á la criaturita de tez morena y cabellos de ébano, sobre cuya frente ardorosa le gustaba posar sus labios pálidos.

La gran sala tenía ambiente de parroquia: alto el techo, de gruesas vigas, desconchadas las paredes, cubierto el piso con una estera de esparto blanco, escasos los muebles, entre los que no faltaba la mesa de pies retorcidos y gruesa piedra de mármol, sobre la que se alzaban la urna de la Dolorosa, los dos faroles con flores de trapo y frutas de cera cubiertas por tubos de cristal y los largos candelabros de cinco bajías, que no se encendían nunca.

La luz del gran velón de cobre de Lucena, con dos de los cuatro mecheros encendidos y alta la pantalla verde para evitar la sombra, esclarecía el radio de los jugadores. Debajo de la mesa de camilla, esparcía su calor un bien pasado brasero.

De vez en cuando, alguno de los jugadores se inclinaba, y con gran peligro de las fichas moradas, verdes, encarnadas y blancas que lucían en los canastillos de mimbre, entreabría el tapete para trazar en la ceniza blanquecina, una firma de ascuas con la paleta de bronce.

La muerte de la condesa viuda vino á cambiarlo todo. Al principio pareció que los espíritus se expansionaban, libres de la férula que ejercía sobre ellos; después se echó de menos su vigilancia protectora, pero su desaparición marcaba el principio de una nueva era.

El conde tomó posesión del tesoro acumulado en el fondo de los cofres de su madre, á la que el respeto le hizo no preguntar jamás por la fortuna.

Le pareció llegada la ocasión de salir de Linares, de gastar una parte de aquel capital inactivo, y de educar á Luis de distinta manera que lo habían educado á él.

Bien pronto el espíritu del señorito provinciano sintió el deslumbramiento de las grandes capitales, y los placeres de la vida le solicitaban con mayor violencia cuanto más había tardado en conocerlos. Se mezcló en la política para hallar pretexto de vivir en Madrid, y con escándalo de sus piadosos amigos se presentó candidato del partido liberal para diputados á Cortes. La elección costó sangre en Linares; la pobre condesa estaba aterrorizada. Su marido y su hijo se escapaban á su influencia y no se le reunirían en el cielo, porque Luis también era un alegre y descreído calavera que no se inquietaba por ir á misa y seguía las costumbres depravadas de su padre.

La pobre condesita pasaba la vida en la vieja casa solariega, tan grande y tan sombría, sin más compaña que la de María, puesta bajo su tutela desde la muerte del médico. Su marido y su hijo se acercaban á ella de tarde en tarde, con más veneración que cariño. Venían á depositar un beso en su frente ó en su mano tiernamente, con respeto á su santidad, que les asustaba, y se marchaban pronto.

Desde esa época empezó el desmoronamiento de la casa de Herrerías. Padre é hijo derrochaban el capital en continuos viajes, en las mesas de juego y en el boudoir de las cupletistas y bailarinas.

La condesa, libre, habíase entregado en manos del clero. A su antigua vida de molicie sucedía una gran actividad de catequista. Iba de casa en casa propagando la fe y el culto de los corazones de Jesús y María, por medio de espléndidas dádivas á los devotos.

El marido y el hijo, contentos de su tolerancia, dejábanla hacer, sin que ella se atreviese á pedir cuentas, con el tensor de tener que darlas. Las cartas del conde y de Luis se reducían á dos letras de saludo y á peticiones de dinero; la condesa, por su parte, demandaba cada día nuevas sumas á su administrador. Ya era un dote á alguna doncella menesterosa, ya para costear una novena ó una función de iglesia, ó bien para la fundación de una ermita ó de un convento.

Cuando se acabaron las economías y las rentas no bastaron á cubrir los gastos, se apeló á la usura, al pagaré, á la hipoteca. Unas fincas se hipotecaban para no perder otras, y cuando estuvieron todas gravadas por censos, hubo que acudir á la venta. La condesa, tan débil é indiferente á todo, fué la que, á imitación de doña Dionisia, tomó á su cargo sostener la casa. Pero su labor se reducía á verla caer con esplendor: ni el esposo, ni el hijo, ni ella misma, moderaban sus gastos. Su único afán era que no se hiciera visible la ruina de que todos hablaban, continuar viviendo con el mismo fausto. Su grandeza caería de golpe desplomada, en la sima abierta por el clericalismo de la mujer y los vicios de los hombres.

Y en este naufragio perecieron hasta los más caros afectos de María.

La muerte del conde, sucedida en Londres, adonde había ido detrás de una de sus amantes, hizo á Luis jefe de una casa cuyo capital se reducía á pagarés vencidos y fincas hipotecadas.

Alguien habló de un matrimonio ventajoso para Luis y de que ella, aceptase otro enlace.

María temblaba y sentía oprimírsele el corazón de angustia al recordar aquellos días de amargura, de ingratitud, en que conoció todos los dolores de la vida, la muerte de sus esperanzas. La sacrificaron sin piedad, y se resignó por amor á los mismos que la inmolaban.

Su hermosura había sido una flor tardía que se abrió sobre las ruinas de su alma. Niña, jovencita, cuando su corazón era puro y podía amar y ser adorada, su cuerpecillo anguloso, anémico, carecía de aquella belleza espléndida que se desarrolló después. Se recordaba con el seno liso, estrecho el talle, deprimidas las caderas y amarillas como hostias las manos delgaditas. Las facciones correctas, la boca pura, los ojos de luz fosforecente, rodeados de círculos azules, y el espléndido manto negro de sus cabellos, eran encantos que se perdían en el rostro flácido y el color terroso de la piel. En aquella época de su juventud amó á Luis: si él hubiese tenido un alma sencilla como la suya, hubieran podido ser felices. Felices como ella entendía entonces la dicha; á la manera de esas mujeres vulgares y buenas que se encierran entre las cuatro paredes del hogar para mantener la santa ignorancia, engendradora de su fe.

Luis no supo amarla entonces. La abandonó para casarse con miss Harrison, una señorita de la colonia inglesa, multimillonaria, que con escándalo de sus compatriotas quiso llevar el título de condesa de Herrerías.

Fué entonces cuando ella aceptó la mano del viejo carlista, marqués de Montano. Después de viuda, la existencia loca, vertiginosa, para no pensar en la tristeza de un hogar vacío y de un alma incapaz de amar, por falta de fe en las pasiones que inspiraba; replegada en sí misma, con miedo á servir de juguete á un hombre, de hallar dolores acerbos en el sentimiento, refugiándose en la frivolidad.

Tampoco Luis había encontrado la dicha. Arruinada su casa, recogió por toda herencia de sus padres el viejo título y los pergaminos de nobleza. El buen sentido sajón se sobrepuso en la esposa al cariño.

Ya podía ostentar en los salones de Londres un título nobiliario, y no deseaba más. Después de varios altercados y disgustos, aprovechó la ocasión del escándalo dado por Luis al escaparse con una cupletista para separarse de él. No tenían hijos, no se amaban, y el joven conde consintió, mediante el pago de una renta que la esposa le asignó para sus gastos. Su matrimonio había sido un mutuo convenio. Luis vendió su título y ella compraba su libertad con algunos miles de francos. Era lo bastante despreocupado para no hacer caso de lo que dijesen sus conciudadanos, y sabía sacar el mejor partido de la situación. Su renta escasa le obligaba á vivir en Linares la mayor parte del año, para establecer el equilibrio en su presupuesto.

Por Madrid no iba nunca; temía á los juicios severos de los aristócratas hipócritamente correctos. La afición á la caza le atraía hacia su ciudad natal. Allí se reunía con los antiguos servidores que se enriquecieran á expensas de su familia, y que le seguían tratando con el respeto que les inspiraba el verlo siempre espléndido y fastuoso. Luis había sabido perderlo todo, incluso la dignidad, conservando las apariencias de gran señor. Cuando firmaba el recibo de la pensión que le enviaba su mujer, sentía encenderse sus mejillas de vergüenza... Era un mal rato que sufría todos los trimestres.,, pero se resignaba á él mejor que á pensar en el trabajo... ¡Estaba seguro de que no servía para eso!

María no ignoraba nada, se lo había referido todo con noble sinceridad; la amistad que en otros tiempos les unía volvía á vivir entre ellos.


* * *


Recordando la triste historia, la marquesa miraba distraída el paisaje que se extendía ante ella. El campo desnudo, con manchas de doradas mieses ó recién segados rastrojos, aumentaba la ardiente sequedad y aridez de la tierra plomífera en la monotonía de la llanura.

Algunos escasos grupos de higueras y nopales rodeaban las huertas cercanas á la ciudad, y entre su verdor los almendros tempranos empezaban á sonreír con florecillas blancas.

Las casas de la población se apiñaban en reducido círculo, con su color amarillento, bajas, tendidas en medio de la llanura, y á la izquierda las altas chimeneas de los pozos de las minas de plomo se elevaban rectas, con altiva majestad, para aprisionar el aire y llevar la respiración á los pulmones de la tierra.

Hacia aquella parte estaban las grandes minas, Los Arrayanes y todas las demás dependencias, de que se contaban fabulosas historias, como si Linares hubiese sido la California española.

Todo aquel campo estaba desnudo, seco, calcinado; las vías férreas y los senderos de todas clases lo cruzaban, tejiéndole una red de estrechas mallas. Cubierto de polvo de mineral, estéril en la superficie. Allí los hombres no trabajaban al sol; tenían que minar como esclavos las entrañas de la tierra para arrancarle su tesoro.

Veía la marquesa las casas miserables en que se arranchan los mineros alrededor de los pozos. Los edificios que guardaban la complicada y potente maquinaria; ascensores, ventiladores, bombas de desagüe y cuanto el hombre pudo inventar para su propio martirio.

María conocía bien todo aquello, que había deseado olvidar. Cuando su matrimonio con el marqués de Montano, rompió todos los lazos que la ligaran á su existencia pasada.

Ahora, después de tanto tiempo, había vuelto con Luís á visitar las minas, á ver todo aquel rebaño humano que trabajaba día y noche en el fondo de los pozos sombríos, entre agua, entre gases mefíticos, y que con frecuencia salían deshechos, revueltos con el mineral de plomo, dentro de una jaula del ascensor.

Recordaba siempre con espanto un día de San Francisco, cuando todos se disponían a las fiestas: una jaula cayó de lo alto de la máquina y rodó al fondo del pozo, a trescientos metros de profundidad. Cinco hombros quedaron hechos pedazos. Las infelices mujeres é hijos, que lloraban desesperados, no pudieron reconocerlos; se habían amasado unos con otros en montón informe de carne machacada.

Le parecía imposible que los hombres aceptasen semejante servidumbre; viéndolos así, nació en su alma el sentimiento de la rebeldía contra la injusticia, contra la estupidez de los humanos, que en vez de coger los frutos brindados óptimamente á sus necesidades en toda la superficie de la tierra, se agrupan en ciudades, se esclavizan, y mientras los frutos maduros se pudren al sol en las selvas vírgenes, arañan las rocas para sacar un miserable sustento. Sin duda, la idea del anarquismo nació en la mente de un minero.

Linares era muy extraña. Allí las clases de la sociedad no se confundían. A un lado los indígenas, clase media, pueblo y escasa aristocracia; á otro, la rica colonia inglesa, en su lujoso barrio, con su pastor protestante, su capilla, su casino, sin mezclarse en la vida de los otros; viviendo en plena Inglaterra, comiendo roosbif y bistek crudo y bebiendo tazas de té bajo los abrasadores rayos del sol andaluz, igual que si se hallaran entre las brumas de Londres.

Separadas de una y otra, la población minera, el rebaño trabajador, dividido también en diversas categorías. Los mineros ricos, los hampones fastuosos, que consumen todas las más ricas viandas y se dan la mejor vida. Espléndidos y camorristas, sin apego al dinero ni á la existencia, como gentes que saben que un día no volverán á salir del obscuro pozo en que trabajan. Después, los destajistas, algunos de los cuales como el Farera ó el Patata, encontraban á veces un filón blando para enriquecerse y poner una cantina; sueño dorado de los explotados, que gritan y vociferan hasta convertirse en explotadores. Y luego toda la masa de pobres gentes, trabajando en tan rudas faenas. Los poceros, siempre dentro de los agujeros de las minas, bajo la constante acción del agua, respirando en todos los momentos una atmósfera viciada, para ganar un jornal miserable. Los estivadores ó maestros maderistas; los barreneros, horadando la piedra con la barrena ó con las perforadoras en un ambiente que para ser respirable ha de refrescarse continuamente con las máquinas de aire á presión. Los paseantes, que abdicaban su dignidad de seres humanos para convertirse en bestias de carga por una amarga ironía de su destino. Recordaba haberlos visto completamente desnudos, á causa de la alta temperatura; cargar con vagones de hierro de un metro cúbico de cabida, dejando pegada á sus rebordes la piel del hombro izquierdo, ó desollándose la espalda con el roce de los esportones de plomo.

Fuera de las minas, los maquinistas, los comporteros, los lavadores, entre los que se contaban mujeres desarrapadas y chiquillos anémicos empleados todo el día para el estrío á mano por un real ó dos de jornal.

Todos aquellos eran menos desdichados que los braceros, los que picaban arrancando el metal; gente miserable que se hacinaba en las infectas casas de solteros para comer un rancho escaso y dormir en repugnante promiscuidad.

Abundaban los tarantos, que trabajaban la temporada de invierno en las minas de Linares en vez de emigrar al África, y pasan sin cambiar de ropa más que una sola vez desde la varada de Noche Buena á la de San Juan. Venían con su petatillo al hombro, con la muda limpia, y salían con la muda sucia para sus casas, cubierto el cuerpo de una corteza de tierra y sudor. La falta de agua hacía más penosa la miseria de Linares, la ciudad rica, que producía tantos tesoros.

Una impresión de angustia infinita oprimía el alma de la marquesa; le parecía que se elevaba de la llanura, para llegar á ella y herirla, el eco de todos los dolores de aquella pobre humanidad sufriente, el aroma de todas las lágrimas, la concreción de sentimientos y de ideas de que ellos no se habían dado exacta cuenta. María experimentaba, la amargura de todas las tristezas, la rebeldía de todas las injusticias.

¡Si la pudiesen ver sus amigos, todos los que la creían tan frivola y tan ligera, no la hubieran conocido!

Un alegre ruido de voces llegó á sus oídos. Eran Luis, Roque García y Gabriel Merino que volvían de su partida de caza. La marquesita se levantó para salirles al encuentro, y tuvo que defenderse de las caricias de los podencos, que la festejaban saltando á sus hombros y casi derribándola con sus acometidas.

Luis se adelantó riendo á azotarlos.

—Déjalos, Luis —murmuró ella—; animalitos... Me es grato ver que ya, en tan pocos días, me conocen y me quieren.

Tendió su pequeña mano blanca á los cazadores y acarició las cabezas de los perros, que ya se habían aquietado y se restregaban voluptuosos contra sus faldas.

La caza era escasa. Una liebre y varios pajarillos sujetos del pescuezo á la percha sobre la red del morral. Mientras los tres á un tiempo le contaban las peripecias de la cacería, iban dejando las escopetas y los arreos en la amplia cocina del cortijo.

—¿Te habrás aburrido aquí, querida? —preguntó Luis.

—No, al contrario; estaba demasiado cansada de los días anteriores y me ha sido grato reposar en esta tranquila soledad, contemplando este panorama, que tan familiar me fué en mi niñez... evocando recuerdos.

El conde le estrechó la mano conmovido y le preguntó:

—¿Deseas volver á la ciudad?

—No... ¿Para qué?...

Suspendió la frase. Ir de nuevo á Linares no la seducía. Los primeros días de su estancia allí, había recorrido toda la población presa de emoción honda. La iglesia en que comulgó cuando tenía fe... La antigua vivienda de su padre el médico, la casa solariega de la familia de Luis, los viejos edificios que le eran tan conocidos, mudos amigos de piedra que parecían esperarla y comprender sus tristezas. Las calles habían cambiado de nombre, llevaban los de políticos: Salmerón, Canalejas, Conde de Romanones, y ella seguía llamándoles de las Aguas, Real... las denominaciones que antes les daba. En la casa de su padre, estaba ahora el Club Bienvenida. Los severos salones en donde jugó de niña, adornados con gusto churrigueresco, con las paredes llenas de trofeos de toros. Era el templo consagrado al mataor andaluz por el padre de su novia, un rico ganadero, que lucía así sus brillantes y su importancia entre los aristócratas de la ciudad. La casa de los padres de Luis había tenido también mala suerte. Los escudos nobiliarios de la familia Herrerías, rotos y revocados, se mezclaban con las muestras de vino y los rótulos de los almacenes que ocupaban el piso bajo, mientras en el superior se había instalado un hotel. El fin de todos los palacios nobiliarios.

Su presencia producía allí un verdadero escándalo; ella lo adivinaba mejor que lo sabía. Las gentes se asomaban á puertas y helicones á verla pasar, y María escuchaba las palabras, no de curiosidad ¿Quién es esa? sino de hostilidad agresiva: ¡Es esa! Las damas hipócritas de la ciudad hallaban pasto para la murmuración con su carácter resuelto y audaz. Paseaba siempre sola con Luis, con los amigos de éste; entraba y salía en clubs y casinos, leía periódicos en las mesas de los cafés, y aun no la había visto nadie ir á misa; hasta pasaba por delante de las iglesias sin moderar la risa ni inclinar la frente. ¡Había motivo de escándalo!

Todo aquello llegó á molestarla, y por eso quiso ir de cacería al cortijo que Luís conservaba, y respondía á su pregunta «¿Para qué volver á Linares?»... El pensamiento seguía, mientras el labio callaba: «Es preciso que me aleje de aquí.»

La velada transcurrió triste, á pesar de los esfuerzos de Roque y Gabriel para animarla. Después de la cena se sentaron bajo el porche, cerca Luis y María, más apartados Roque y Gabriel. Este último rasgueaba en una guitarra el típico fandango, y al eco de su voz, cansada y lánguida, que se extendió por la llanura como un lamento del alma árabe de Andalucía, las gentes del cortijo se acercaban á la puerta para escucharlo mejor.

Luis se sentía molesto. En los días que llevaban juntos María y él, no hablaron jamás de sus antiguos amores. No comprendía que aquella mujer elegante y hermosa pudiera ser la niña bobalicona y enfermiza que rechazó. Le encontraba ahora un talento que jamás había descubierto antes en ella; su gracia en la conversación, en los movimientos, en los vestidos, le seducían; le hallaba el atractivo común á las grandes damas y á las grandes cocottes.

Ella parecía indiferente: debía guardarle rencor. Se lo hubiera agradecido más que aquel tranquilo desdén; ni tenía para él un latido de cólera, ni dulzura de recuerdos.

La contemplaba atentamente, con la mirada perdida en el azul, como si oyendo con místico arrobamiento los cantares de Gabriel, su espíritu volase lejos de allí.


No hay amor como el primero,
no hay como el primer amor.
¡Que el primer amor que tuve
se llevó mi corazón!


Canturreó la voz lenta y cadenciosa del cazador.

—¿Oyes, María?...—preguntó él, y su acento dejaba adivinar el mundo de ideas que le agitaban.

—¡Sí... sí... sí!...—respondió la joven.

La entonación de los tres monosílabos era distinta. Tenía, el primero la ingenuidad de la sorpresa, el segundo la cólera, del recuerdo, el último la amargura del desengaño. Todo el proceso de un pensamiento en tres palabras repetidas.

Luis se estremeció. Temor y placer. ¡Al fin vibraba lo impenetrable! Mejor era saber á qué atenerse.

Se acercó más á ella, y haciendo abstracción de todas aquellas gentes, cuya inferioridad no daba lugar á preocuparse de su presencia, la llamó con voz dulce:

—María...

—¿Qué vas á decirme, Luis?

—Que te amo, como siempre... más que nunca... que imploro tu perdón...

Y buscó en las sombras la mano que blanqueaba sobre el vestido.

Y como ella callara, añadió con acento suplicante:

—¡María, María! ¿No queda nada de amor para mí en tu corazón?

Le envolvió ella en una mirada intensa, ardiente, que le hizo sentir calor de llama y opresión de ligadura, y le respondió con voz queda:

—No sé, Luis, no sé...

Su acento era sincero y emocionado.

—¡Oh! María... ¡Si tú quisieras! ¡Cómo cambiaría mi vida toda!

La súplica de sus palabras conmovió á la marquesita.

—Necesito reflexionar, Luis; leer en mi alma. Yo no sé lo que me sucede. ¿Es esto un amor que no ha muerto y despierta de nuevo, riéndose de los esfuerzos para ahogarlo? ¿Es una sugestión extraña, hija de este ambiente? En mi alma luchan la mujer ligera, despreocupada, ansiosa de placeres, de ahora, y la mujer buena, sentimental, apasionada, de antes. ¿Cuál de las dos vencerá? Yo no podría decirlo.

—¡Ten compasión! —suspiró él, enamorado de la bella sinceridad de María.

—¿Compasión? ¡Pobre criatura! ¡Bien la necesitamos los dos!

—Nuestro amor nos dará la felicidad.

—Es preciso que no sea, semillero de nuevos dolores.

—María...

—Calla... Ya te be dicho que necesito reflexionar... leer en mi alma... Saber si la mujer antigua podrá abogar á la nueva... Si yo podré renuciar á mi vida de hoy para ligarme á un hombre... á un amor.

—Yo no te pido sacrificio; no renunciarás á nada... no imploro de ti más que cariño.

En sus ojos replandecía la llama del deseo.

María se puso rápidamente de pie é interrumpió el segundo verso de la nueva copla que canturreaba Gabriel.

—Me voy á acostar —dijo—. Mañana, temprano, volveré á Linares. Mi correspondencia, pedida á Madrid, debe estar en el Hotel de París. Ordené que me la enviasen allí.

—Podemos ir á buscarla si lo deseas, María —dijo Luis, que se había acercado á ella desconcertado y ansioso.

—No, gracias, Luis; necesito ir yo... —Y añadió marcando las palabras: —Sí las noticias son buenas, me quedaré entre vosotros una temporada... Si no lo fueran... Luis, tenlo todo dispuesto... Partiré mañana mismo...

Tembló su voz y se humedecieron sus ojos, pero antes de que nadie pudiese protestar, entró rápida en el cortijo, y mientras decía adiós con la mano á Luis y sus amigos, tendió la vista por la llanura. Linares dormía ya envuelta en sombra; escasas luces de la ciudad y de los pozos de las minas rompían la obscuridad de la tierra, mientras en el cielo las estrellas, los luceros y las manchas de luz de las nebulosas parecían puñados de oro y polvo de brillantes que un déspota fastuoso arrojaba sobre el transparente techo de esmeralda que hollaba con su planta para mofarse de todos los miserables, los hambrientos que le contemplaban desde abajo.

La guitarra seguía dejando en el aire el rasguear triste y cadencioso del fandango.

III

María se hizo conducir á la estación, mientras Luis dormía, rendido por la noche de insomnio. Ella tampoco había reposado, agitada por encontrados pensamientos, hasta formar su resolución.

Oyó á Luis varias veces pasar por delante de la puerta de su cuarto, pararse junto á ella; adivinaba las manos que se apoyaban ansiosas contra la madera, sin atreverse á llamar. Hasta había creído recibir sobre su seno desnudo la sensación del aliento cálido del joven á través de las tablas. ¡Qué pocos momentos de decisión hubiesen bastado para arrojar á uno en brazos del otro! Y sin embargo, no la tuvo. Los dos se acercaron temblando de deseo á aquella tabla, los dos se adivinaron y á los dos les faltó el valor para romper la débil barrera.

Hubo momentos en que María se decidió á aceptar el amor de Luis. Leía en su corazón que perduraba á través de todas las vicisitudes de la vida. Era él sólo quien podía satisfacer sus ansias, aquietar su espíritu, envolverla en honda dulzura y fuego de besos.

¿Por qué no rehacer su antigua vida? Era bastante rica para comprar de nuevo el patrimonio de Luis, para volver á dorar sus blasones. La seducía la visión del cuadro de familia; en la casa solariega ocuparía ella el lugar de doña Dionisia entre Luis, el cura y el médico, en la gran sala señorial con aspecto de parroquia, que alegraría con sus risas un angelillo rubio jugueteando sobre sus rodillas.

Sonrió gozosa do pensar en su figura de madre, de esposa modesta, burguesa, en su velada familiar. Renunciaba á muchas vanidades para conquistar la dicha.

De pronto un estremecimiento agitó sus nervios. ¡Lo imposible! !No podía soñar con aquella felicidad. Luis era casado.

La rebeldía, siempre pronta en su alma, la agitó. ¡Qué importaba! Apoyada en su brazo podría desafiar al mundo. Sus tertulias no tendrían aquella severidad de las viejas condesas de Herrerías. Se irían de Linares, lejos, libres, felices. Estaba resuelta.

En el loco galopar de su fantasía sucedíanse escenas de ventura, de amor; resonaban en sus oídos todas las frases de pasión que Luis le había dicho aquella noche. La voz sincera, apasionada, suplicante «Te amo más que nunca», y después las frases ardientes de deseo «Ámame; no te pido que renuncies á nada.» A este recuerdo se extendió un velo de tristeza sobre el semblante de María. ¡Oh! ¡El no pensaba en aquella unión íntima, completa, que necesitaba ella! Aquellas palabras eran de una crueldad, de un egoísmo feroz.

María no concebía el amor sin una entrega, completa, absoluta, salvaje. En su carácter vehemente, no cabía el término medio de las hipócritas.

Para amar necesitaba rodear de ternuras al amante. No podía ser la mujer vulgar que va á la cita del placer y apaga la sed de besos en unos labios ardorosos, para seguir luego su camino indiferente, sola, sin vivir en la vida del hombre que ama, sin entregarse en la mutua comunión del espíritu.

No sentía la necesidad de caricias que le abrasaran el cuerpo sin calentar su corazón. Quería compañero y amante á un tiempo mismo; la dulzura de todos los instantes, de todos los momentos.

Su alma sencilla y buena se desdoblaba al amor tal como saben sentirlo los corazones de las mujeres andaluzas. Cariño de sol que acaricia y vivifica, con esa idiosincrasia peculiar suya que pone en los abrazos de amante sedación de madre, y después del beso que abrasa los labios, refresca la frente con otro beso de pureza y paz.

Aquella mujer, que parecía tan ligera, tan frívola, huía de la pasión por miedo á su propia vehemencia. Era una árabe que moriría cuando amara envuelta en la onda de su delirio.

Sin duda no creía esto Luis. Bien claro le había dicho: «No te privarás de nada.» No le pedía ningún sacrificio, y nada podría ella exigirle tampoco. Sería la mujer que tiene un amante con hipocresía, sin compromiso, sin obligaciones, ocultando su amor, sin compartir su pensamiento. Compañera sólo de goces de ocasión.

Sentía encendérsele las mejillas. Sin duda Luis tenía de ella la idea que le habrían hecho formar los maldicientes, los que le achacaban ligerezas que no había cometido. Ningún hombre podía hacerle bajar la mirada, recordando con los ojos las intimidades de su cuerpo.

Dejó que le arrebatasen la reputación á jirones, con desdén, con desprecio, creída en que no la echaría de menos jamás. Ahora sentía una gran amargura por su imprudencia. Necesitaba su vestido de castidad para ofrecérselo á Luis. Que él supiera que le amaba solo entre todos, y no empañase su cariño la idea de facilidad en sus amores.

Mil dudas crueles desgarraban su espíritu. ¿Cómo la amaría él? Le dejaba la libertad; no le pedía más que placer... No era eso á lo que María aspiraba: en su vida de aturdimiento pudo gozar el aroma de muchos amores así. No tenía más que escoger. Pero ella soñaba con un amor único, que estremeciera su cuerpo después de haber entregado su espíritu. Necesitaba tener fe para abandonar su porvenir, su honra, su vida entera en brazos de un hombre. ¿Podía ser Luis ese hombre? ;Le daba miedo averiguarlo!

Para la unión de dos almas honradas que se juntan sobre todo convencionalismo, que arrostran un fallo de la sociedad, que tienen la valentía de imponerse a costumbres y á leyes, hace falta mayor suma de energía y de amor que para ir al matrimonio.

Se le aparecía más grande, más sagrado el compromiso libremente contraído, aceptado, sancionándolo la conciencia, que el casamiento con la celada de la casa común, de la costumbre, del egoísmo y del descanso.

Renunciaría sin pena á su mundo, al centro galante y mentiroso, pero agradable, en que vivía, para arrojarse en brazos de Luis. Sí él la amparaba, era el comienzo de una vida dignificada, feliz. ¿Pero y si no encontraba un brazo que la sostuviese? Despierta el ansia de amores; perdido el pudor; perdido el íntimo orgullo de ser pura entre el fango y las murmuraciones; llevando en el alma la vergüenza de haber descendido de su altura moral para ser juguete de un capricho, rodaría, de brazos en brazos, al abismo de la locura.,, para no sentir, para no pensar...

—No, no; jamás —murmuró estremecida de terror, adivinando un porvenir de vergüenza y de dolores.

La razón se imponía,. El idilio tuvo su tiempo; ya era tarde para ella; la suerte estaba echada y debía tener el valor de seguirla; agitar sus cascabeles de loca, reír, reír siempre; restañar con carcajadas la sangre de su corazón. Caer con la careta puesta y la actitud gentil.

En cuanto las luces de la aurora tiñeron de rosa el llano, ordenó al cortijero que la condujese á la estación. Salió furtivamente del cuarto, huyendo de encontrar á Luis. Su marcha era una fuga. Ya le escribiría desde Madrid.


* * *


Cuando María penetró en el andén, sonaba la primera campanada anunciadora de la salida del tren. Se dirigió rápidamente al coche de primera que ostentaba la tablilla: "«Reservado de señoras», con el velo caído, entornados los encendidos ojos como si tuviese miedo de mirar en torno de ella, de recordar, de arrepentirse.

Se abrió la portezuela y se le tendió una mano para ayudarle á subir. Luis estaba á su lado.

—¡Luis!...

—¿Te ibas sin decirme nada?

Sonó la segunda campanada ele salida. El trepidar del automóvil y las figuras de Roque y Gabriel, que le saludaban desde la puerta, le explicaron la presencia del conde. No encontraba qué decir.

—¿Has pensado bien lo que haces, María? —preguntó él—; pronuncias la sentencia decisiva en nuestra vida.

—Es preciso —respondió ella.

—¿Por qué?

—Escucha, Luis; los momentos apremian. Piensa en los días de nuestra infancia... en tu madre... y jura por tu honor que si fueras libre te casarías conmigo.

Luis vaciló, aturdido.

—Jura —repitió ella enérgica—, jura y te creeré...

—Pero... ¿qué necesidad hay? —balbuceó Luis.

—¡Basta! —dijo con amarga ironía la marquesa.

La tercera campanada sonaba. Entró en el vagón á tiempo que un revisor cerraba la portezuela. Se estremeció la máquina,

Gabriel y Roque agitaron los sombreros. En sus semblantes se leía una viva curiosidad. Luis se precipitó hacia la portezuela y subió en el estribo.

Las ruedas empezaban á moverse con lentitud. ¡María se iba de su lado para siempre! Una desesperación inmensa agitó su alma.

—¡María! ¡María!... ¡Quédate!... ¡Te amo!... ¡Te haría con orgullo mi esposa!... ¡te lo juro!...

Le respondió un sollozo y una voz que murmuraba:

—Es tarde...

La violencia de la carrera le hizo caer sobre el andén, mirando con desesperación inmensa alejarse el tren, como cortejo fúnebre de sus ilusiones.

María, hundida entre los almohadones grises sollozaba con desconsuelo, murmurando:

—¡Oh! He obrado bien... no puede estimarme... Sufre á mi lado una sugestión que olvidará pronto...

Pasó un cuarto de hora, con la rapidez de un minuto, antes de que pudiera hallar fuerzas para moverse. Lanzóse ansiosa á la ventanilla.

¡Todo había desaparecido! Era un paisaje nuevo, extraño...

El viento despeinaba su cabellera y enjugaba sus lágrimas.

Aquel descanso del viaje era un sueño, un paréntesis en su vida, una ilusión que había revoloteado en su alma, sin fuerza para revivir.

La felicidad, como su mente la concebía, era imposible para ella. Debía envolverse en su manto de Pierreta...

La picadura, de un dolor agudo, le asaeteó el pecho, y una lágrima subió del corazón y se detuvo con peso de plomo en los ojos, sin bañarlos.

La sujetaba una voluntad poderosa, soberana, de Dios.

Sacudió de la mente la carga molesta y se dejó caer tendida sobre los almohadones del asiento.

Un instante después se dormía, con el gesto supremo que condensaba ya toda su vida: el encogimiento de hombros.


Publicado el 31 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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