El Tesoro

Carmen de Burgos


Novela corta


I
II
III

I

Aquella, noche de luna había sabido aprovecharla bien el tío Manolo, para reunir en su era a los vecinos á desperfollar el enorme montón de mazorcas, resecas por el sol, sin que nadie echara de ver el trabajo con la agradable compañía de la gente moza y la salsa de sus historias de viejo marrullero.

En el centro de la empedrada era se apilaban las panochas envueltas en su sayal de estameña por el cual aparecían las hebras de una cabellera seca y marchita. Sobre la pila, una gran espuerta de dar el pienso á las vacas, iba recibiendo á las que eran despojadas de su ropaje por la turba de chiquillos, hombres y mujeres, que sentados sobre las falfollas mullidas y crujientes, rompían con pinchos de madera la tosca envoltura, la seda interior guardada bajo ella, y después de separarlas del tallo con rumor suspirante, las arrojaban al aire, rasgado con sus destellos de luz, para ir á caer en la espuerta, donde al chocar las facetas de los granos de oro, producían chasquidos de besos y risas de colegialas.

Aquel rasgar ropajes y desnudar mazorcas se verificaba entre la alegre charla y algazara de los mozuelos de ambos sexos, que estallaba con la franca alegría engendrada por la proximidad de la carne joven, mientras á un extremo del montón, las gentes formales rodeaban al tío Manolo y oían sus palabras con algo de respetuosa consideración, descuidando un tantico á los muchachos.

Y la verdad es que en aquellos momentos podían descuidarse sin peligro: la luna, demasiado hermosa para ser discreta, les envolvía en la luz vivísima, enemiga del misterio, y tornaba tímidos á los amantes más audaces. El muchacho afortunado que encontraba una mazorca de granos de sangre, era el único que de vez en cuando tenía el privilegio de abrazar á las mozas, y si era mujer la agraciada con el hallazgo, golpeaba á los compañeros, descargando mayor número de palos sobre los que le interesaban más, con la hipocresía obligada de la hembra.

El tío Manolo sonreía contento: la gente trabajaba, y la enorme espuerta de esparto se iba llenando rápidamente.

—¡Ánimo, familia! —dijo sin poder ocultar su alegría—; nos hemos descuidado mucho y temo ver llegar á Septiembre con los fueros que anuncian las cabañuelas.

—¿Y cree usted que tendremos buen año de pan y aceituna? —preguntó un labrador.

—Te diré, te diré —repuso con calma reflexiva el viejo—; las señas del cielo no son malas, pero estos años bisiestos suelen ser engañosos como mulas de gitano. Yo he visto mucho... Una vez, en Castilla la Nueva... allá por los tiempos de la reina...

Cesó el ruido de las falfollas rasgadas y crujieron las que servían de asiento por el movimiento instintivo de los circunstantes, para acercarse al tío Manolo, despierta la atención con el anuncio de una de sus historias. Por un momento no se escuchó más ruido que el de la maza de madera que allí cerca volteaba un muchacho te moreno, dejándola caer sobre los manojos de esparto cocido, puesta sobre la gran piedra viva, para quebrantar á fuerza de golpes su dureza y poder trenzar las labores.

—Cuente usted, cuente usted —exclamaron varias voces.

Pareció agradar al viejo el interés que demostraban por oírle; irguió el cuerpo, se pasó el dorso de la mano callosa por los agrietados labios, y después de paladear la pastosa saliva, se aprestó á principiar su historia.

El tío Manolo, aperador de los condes de Zaldívar, gozaba en todo el campo de Níjar consideración y fama de sabio y de hombre bueno; nadie como él entendía las señales del cielo para predecir el tiempo; sabía un poco de letra, conocía las virtudes de las hierbas, podía entablillar un brazo ó una pierna, poner sanguijuelas y ventosas, y hasta practicar una sangría en caso necesario. Pero la debilidad del buen viejo era contar con cierto aire de filósofo aventuras leídas en sus libros, de las cuales se presentaba como héroe, y aprovechaba todas las ocasiones para encajarlas con la indispensable muletilla:

«Era allá por los tiempos de la reina...»

El contaba siempre desde la época decisiva de su vida en que sirvió en el ejército; tenía para referir todos los hechos su era de la reina, como los cristianos el nacimiento de Jesús y los árabes la huida de Mahoma.

El tío Manolo era un excelente cuentista, sabía buscar los efectos en su oratoria improvisada, redondeaba los puntos con cierto énfasis y buscaba los latiguillos con el mismo arte que un atildado conferenciante de Ateneo. Aquella noche, para entretener á los vecinos y acabar la tarea, eligió un tema interesante. Los tesoros ocultos en el contorno. Él sabía bien todo aquello; allí mismo, bajo las piedras de la era, estaban enterrados los cimientos de una gran fábrica árabe; aquellos campos habían sido una linda ciudad, más hermosa que son ahora Níjar y Almería; pero era una ciudad de perros moros, de gentes renegadas que no creían en Dios, y los arrojaron de allí unos buenos reyes católicos, unos príncipes que por acabar con la herejía en sus Estados, no vacilaron en quemar á sus súbditos, arruinar la agricultura, dejar los campos desiertos y la nación empobrecida.

Los moros huyeron, huyeron más allá de los mares, y como los buenos católicos los perseguían con saña y les quitaban las joyas y el dinero, que sin duda no conservaba olor de perro ni de judío, dejaban enterrados sus tesoros, su oro y sus piedras preciosas, con la esperanza de volver á recogerlas, ó al menos vengarse, engañando la rapacidad de sus perseguidores.

El tiempo pasó; los moros no habían vuelto, y los tesoros embrujados, ocultos bajo la tierra, se enredaron en algunas ocasiones á la punta del arado de un campesino, que se vio dueño de fabulosas riquezas y abandonó la comarca, temeroso de que se las reclamara el Estado en nombre de los sucesores de aquellos piadosos reyes católicos.

Mas he aquí que las almas de los moros muertos vagaban en torno de sus tesoros, y algunos, deseosos de comprar con ellos su asiento en la corte celestial, aunque tenían un poco miedo á los santos cristianos, elegían á un trabajador honrado ó á una muchacha guapa para revelarles en sueños el lugar donde escondieron la fortuna; ellos mismos designaban á los que habían de ayudarles en la busca. ¡Desdichado del que en tal caso fuese indiscreto! Si revelaba la merced recibida, el tesoro se volvía carbón ó ceniza; más de uno halló las orzas de monedas de oro convertidas en pavesas por su culpa.

Y el tío Manolo narraba ejemplos á millares en medio de la general atención y del silencio, que sólo interrumpía su yerno, mocetón grueso, de faz rubicunda y afeitada cuidadosamente, como todos los campesinos, que no se permiten llevar pelos en la cara, con constantes exclamaciones de admiración:

—¡Señores! ¡Caballeros! ¡Digo!

El tío Manolo se complacía sinceramente en aquel aplauso, sin recordar la manía admirativa del muchacho, que repetía continuamente las mismas palabras, aunque de los asuntos más triviales le hablasen.

No sería así el futuro yerno, el novio de Dolores, ya lo veía él; y eso que se llevaba la mejor prenda de la casa, porque la hija casada, Pepa, era una mujercita anciana á los veinte años, seca y marchita, con el talle sin curvas y el cabello escaso, agotada por la debilidad de un organismo sometido á la esclavitud moruna de la hembra andaluza. Dolores era una muchacha frescota y lozana, de formas redondas y caderas amplias, que traía revueltos con sus desdenes á todos los mozos de las cercanías. Pero la picara era ambiciosilla; no quería trabajar, tenía humos de señorío y prefería casarse con aquel vegestorio de Gaspar el molinero, para tener hacienda y bienestar. Las mujeres son el demonio cuando reflexionan y tienen cabecita. Aquella muchacha, que jamás había sentido amores, elegía por marido al ricachón de una manera calculada y fría.

El tío Manolo la dejaba hacer, pero no sería por su consejo por lo que se casara: como hombre práctico, se dolía, de una juventud tan mal empleada; en su prudencia de rústico, se limitaba á callar ó deslizar de vez en cuando una frase insidiosa acerca de la vida de Gaspar, que no era del todo limpia.

Hijo de un labrador del cortijo cercano, Gaspar fué al servicio ele la reina, pero desertó de las filas para sumarse al ejército del pretendiente. Á su vuelta á Rodalquilar hablaba continuamente del rey legítimo con tal entusiasmo, que le había valido el sobrenombre de don Carlos. Esto era lo que Manolo no perdonaba á su futuro yerno: él fué buen soldado de la reina, y aunque le habían dicho que ya no estaba en su palacio de Madrid y que la habían echado de España, la recordaba siempre con las mejillas encarnadas, robusta como moza de molino, del mismo modo que cuando iba á pasar revista á las tropas luciendo en espléndido descote los botones obscuros de los senos.

No; no era santo de su devoción el futuro yerno: viejo, avaro, no pensó jamás que pusiera los ojos en su Dolores; pero la chiquilla supo atraérselo con diabólica habilidad y hacerle romper las relaciones con la Larga, una pobre solterona que fué su novia más de veinte años.

El tío Manolo estaba inquieto; la Larga, en su enojo, olvidaba la prudencia campesina para amenazar con la venganza; se habían roto las buenas relaciones de cortijo á cortijo; los ganados del conde no encontraban paso fácil cerca de la finca de la rival; todos los días había denuncias por tal ó cual bestia escapada que entraba, en los cercanos terrenos, plantados de arbustos y viñas aquel año con la más perversa de las intenciones. La despechada solterona tenía ingenio para inventar diabluras que molestasen á los vecinos.

Mientras contaba sus cuentos el buen hombre, observaba con el rabillo del ojo á la pareja. Dolores estaba sentada sobre un montón de hojarasca como una reina en su trono, fría, inmóvil, serena; la luna daba una palidez azulina á la tez blanca del rostro y á las manos, que se movían perezosas; las largas pestañas espesas marcaban á los ojos, grandes, un círculo de sombra; los cabellos, de un negro intenso, parecían despedir reflejos metálicos, y el pañuelo de Manila se plegaba al talle de escultura con la severa ondulación de un manto. Se veía bien que no escuchaba los cuentos del padre ni los requiebros del prometido.

Y entretanto seguía resonando, lento y sordo, el golpe de la maza, que volteada por cima de su cabeza, dejaba caer el muchacho moreno sobre el manojo de esparto. Su voz vibrante rasgó el aire entonando un cantar á intervalos irregulares, entre golpe y golpe, como si sus pulmones de veinte años no sintiesen la fatiga del trabajo:


Permita Dios de los cielos

que como me matas mueras,

y que te vean mis ojos

querer y que no te quieran.


La voz metálica, llena, espumante de pasión, vino por un momento á ganar la atención del corro y á interrumpir al narrador.

—Aquí podía estar ese bigardo —gruñó un viejo al tiempo de levantarse, y añadió en voz alta: —¡Eh! Juanillo, ven á vaciar esta espuerta.

—Al momento, al momento —repuso alegremente la voz del cantor—; ya he majado tres manojos para hacernos buenas crinejas y esparteñas.

Tiró la pesada maza como un juguete, se acercó al corro, cogió una asa de la espuerta y preguntó:

—¿Quién ayuda? No será usted, tío Pedro, ni tampoco Gaspar; ya no tienen ustedes edad de esto.

Dolores no pudo disimular un gesto de disgusto, en tanto que Gaspar fingía una oportuna distracción ante la frase agresiva del muchacho, y el tío Pedro juraba que él solo tenia más fuerza que todos los mozos del lugar. Para probarlo, asió con ardor juvenil la espuerta y mostró su cuerpo alto, enjuto, con los tendones esculpidos sobre el hueso bajo la piel cobriza y sin jugos, como si fuese una figura vaciada en bronce. Su cabellera blanca escapada bajo el pañuelo de hierbas y su cara curtida le daban semejanza con un retrato del Greco. No tuvo necesidad de probar su fuerza: los otros mozos del cortijo se apresuraron á quitarle el trabajo, con servilismo que revelaba en el viejo á un poderoso. Se sabía que el tío Pedro era una especie de espía impuesto por el amo y le contaba hasta los menores descuidos. Todos le odiaban y le temían con ese miedo que inspira el sentir cerca el aliento de los polizontes; inflexible, rígido, era un absolutista indomable. A todo el que no cumpliera su deber se le debían dar cuatro tiros; justicia seca para todos; nada de piedad; el amo decía, riendo de los excesos de celo del tío Pedro, que dentro del cuerpo de aquel fiel servidor suyo había encarnado el espíritu de Torquemada.

Volvió la espuerta vacía á ocupar su sitio y tornó el tío Manuel á sus consejas; nublos ligeros como vellones de lana corrían el azul y lo rizaban con sus gasas blancas; algunos velaron la luna entre cendales de encaje, y la atención de los jóvenes se distrajo de la narración para suplir con sus miradas y sus aproximaciones las faltas de la luz. Ahora contaba el viejo el hallazgo más maravilloso que llegaba á sus noticias. Describía con frase pintoresca la cabaña de un pastor en la sierra, un pobre hombre que en compañía de su mujer y tres hijos pasaba crueles inviernos de frío para poder darles un pedazo de pan. Unas cuantas cabras constituían toda su hacienda, y como no tenía terrenos en donde pudieran pacer, iba con ellas buscando los escasos montes comunales que la rapiña de los políticos había dejado en el contorno. La pobre mujer bajaba á vender la leche, la mayor parte de las veces á cambio de pan, harina, frutas ú hortalizas, y con la sobrante se hacían sabrosos quesos, que eran su único regalo.

El verano no se pasaba mal; la hierba era abundante, las frutas estaban baratas y el sol acariciaba las carnes amoratadas por el frío de la estación invernal. Entonces él, la mujer y los chiquillos cogían el cogollo y el esparto y ganaban unos cuantos duros para las necesidades más perentorias.

Eran casi felices cuando sobre la mesilla de madera lucían en el plato vidriado la ensalada de pimientos y tomates, rebosando aceite, y como manjar extraordinario el pesado y moreno pan de trigo de la tierra, que el padre partía en grandes rebanadas con su navajón, oculto siempre entre los pliegues de la faja.

En la ladera del montecillo cercano á la choza lucían los cogollos de la palma, puestos á blanquear bajo los rayos de un sol de llamas; los manojos de esparto se apiñaban en un ángulo del corralón, y en los zarzos de caña se secaban higos y tomates, que la generosidad de las labradoras le daban en abundancia á cambio de los quesos y la leche, en una época en la cual la tierra ofrece óptima sus frutos con la esplendidez de la vida que se desborda en su continua renovación.

Melones, granadas y uvas pendían de las sogas que cruzaban el techo de su choza; las grandes calabazas de dorada corteza coronaban el alero de su tejado, y hasta, podían reunir en sus arcones puñados de trigo, de cebada, aceitunas, almendras y harina de maíz.

Entre aquella relativa abundancia el matrimonio olvidaba sus rencillas, se formaban risueños proyectos para cuando se vendiese el cogollo; proyectos algo parecidos á los que abrigan los niños cuando piensan en los objetos que desean, que valen cuatro reales cada uno y creen comprarlos todos con una sola peseta. Así pasaba el verano, con su dulzura de vida primitiva, dando los frutos de la tierra cuanto necesitaban para ser felices; soñando los padres y jugueteando al sol los pequeñuelos.

Pero volvía el invierno, con sus noches frías y sus días sin pan; la mujer maldecía de su mala suerte, y arisca ó huraña, cuando no agresiva, volvíase iracunda contra el pobre marido, como si éste fuese culpable de su desdicha. Lloraban los chiquillos pidiendo de comer, y pasaban el día acurrucados cerca del fogón, mordiendo hojas de palmito que el padre les traía, desesperado de su impotencia.

Una noche, en que los chicos habían llorado sin consuelo, y en que la mujer le armó camorra, por diversos y fútiles motivos, se quedó el padre dormido sobre las pajas que le servían de lecho, y vio en sueños levantarse el techo de la choza á impulso de un viento silencioso. En la obscuridad de la abertura brillaban estrellas v luceros incrustados en el manto de terciopelo negro de un hombre nonagenario, de barba blanquecina, que le decía con voz autoritaria: «Ve á Sevilla, y en el puente de Triana hallarás todo esto.»

Extendía una varita mágica y le mostraba un arcón lleno de oro y de joyas preciosas: más lejos la perspectiva de los goces y de la riqueza: un salón con estufa; muebles elegantes; mesas opíparas servidas por criados; música, festines y alegrías. Su mujer parecía una señorona; sus hijos iban vestidos de paño fino y el viejo le mostraba todo aquel porvenir de alegría, repitiendo: «Ve á Sevilla, y en el puente de Triana hallarás todo esto.»

Cuando la voz agria de la mujer desvaneció el sueño, se levantó tambaleándose como un beodo, y jamás su miseria le pareció tan desconsoladora como aquel día; nunca el aspecto de sus hijitos, con las carnes amoratadas por el frío en sus pobres harapos, le hizo tanto daño al corazón.

Sacó el ganado á pacer y siguió, distraído, sus huellas; regresó á casa como un autómata; aquella noche volvió á repetirse su sueño, y lo mismo sucedió al día siguiente... y al otro... Aquel viejo era su obsesión: lo veía ya hasta despierto; le seguía á todas partes, y en el viento creía escuchar el acento imperioso que le mandaba ir á Sevilla.

Y un día el pobre hombre no resistió más; cogió su zurrón, metió en él unos mendrugos y un par de pesetas, que escondía la mujer dentro de un calcetín, y por la mañana temprano, sin decir á nadie una palabra, dio su beso en la frente del hijo pequeñín, que dormía á su lado y sonrió al sentir la caricia, y escapó camino adelante.

El tío Manolo hizo gracia á su auditorio de los tormentos que el pobre hombre pasó en el camino. Unas veces le tomaron por un ladrón indocumentado; otras por un loco, al oírle preguntar por ciudad tan lejana; al fin, acogido en unas partes de caridad, rechazado brutalmente en otras, llegó á la hermosa ciudad del Guadalquivir y le pareció ver en lo alto de la airosa Giralda, que contemplaba admirado, la figura del viejo, mirándole entre burlón y compasivo.

Entonces se arrepintió de su caminata; entre el bullicio de la gran población le asaltaba el recuerdo de sus hijos, de sus cabras y hasta el de su mujer. ¡Si el viejo no hubiera estado tan alto, le tira una buena pedrada con la honda!

Pero ya no había remedio. Resignado, se dirigió al puente de Triana. ¡Buen tesoro había allí! Unos cuantos pobres que tendían la mano á los transeúntes, pidiéndoles una limosna. El tuvo que imitarlos; un tío, con facha de franchute, le dio algunas monedas, y pudo saciar su hambre.

¡Cuánto tuvo que padecer! Sintió el frío de la indiferencia y del egoísmo de las grandes ciudades. En sus montañas, todo necesitado que llama á una puerta halla un rincón para dormir y un mendrugo de pan. Allí, el más cruel abandono, la desconfianza en todos los ojos que miraban sus andrajos, la indiferencia de cuantos pasaban á su lado. Se sentía pequeño, solo, perdido; piltrafa desechada por la sociedad al arroyo callejero, que va diariamente á engrosar el río de la miseria, del vicio, del crimen y de las grandes rebeldías.

Cruzaba las calles lujosas con sus tiendas, cafés y escaparates, centelleando con miles de luces, sin encontrar un rincón donde dormir. Las largas filas de carruajes le obligaban á detenerse. ¡Cuánta gente! Y todos ocupados en pensamientos propios, sin pensar en las necesidades y en los dolores de los demás.

Deslumbrado, aturdido, se internó por un dédalo de callejuelas obscuras, y llegó á una plaza publica; se dejó caer sobre un poyo de piedra y el cansancio cerró sus párpados con el velo consolador del sueño. Apenas descansaba unos instantes, la mano de una mujer se posó en su hombro y una voz aguardentosa murmuró palabras groseras en su oído.

Él había oído contar algo semejante á algunos viejos que sirvieron en el ejército, y sentía un miedo terrible de aquellas pobres mujeres.

—Vete —se apresuró á decirle—, vete; yo soy un pobre que no ha comido desde esta mañana ni, tiene en donde dormir.

La mujer le miró sorprendida.

—¿Piensas permanecer aquí? —le preguntó.

—¡Naturalmente! ¿Dónde he de ir?

—¿Pero no sabes que te cogerán y te llevarán á la cárcel por vagabundo?

¡A la cárcel! El pobre hombre necesitó muchas explicaciones para comprender que se encierra á los que no tienen pan ni lecho, en vez de procurarles ambas cosas. Y entonces recordó su choza, lejos del mundo, perdida en sus montañas, y suspiró por su libre pobreza y su ambiente de tranquilidad.

Asustado con la perspectiva de la prisión y los recuerdos de su familia, el pobre hombre rompió á llorar con amargura.

La mujer se conmovió, y llena de piedad se sentó á su lado y escuchó el relato de su desventura. La secreta simpatía de la miseria común les unió.

—Ya sabes lo que yo soy —le dijo ella—; pero eso no te importe. Vente á mí buhardilla. Tú saldrás de día á pedir limosna al puente de Triana; yo saldré de noche á hacer mi ronda; nos iremos arreglando hasta ver si puedes volver de nuevo á tu tierra.

Y aquella noche el pastor durmió sobre un desvencijado diván, al pie del lecho vacío de su extraña protectora.

Al día siguiente volvió á Triana. Los otros mendigos le dirigieron una mirada hostil; resonó entre ellos una especie de gruñido sordo, algo parecido al que modulan los perros cuando otro se aproxima adonde tienen su comida.

Tímido, asustado, se colocó cerca de ellos, el último de todos, y más de una vez dejó de alargar la mano á los transeúntes, avergonzado y confuso, como si usurpara á sus compañeros de miseria lo que le daban.

Al mediodía pudo llevar unas cuantas monedas á su compañera, que dormía vestida sobre el sucio lecho.

—Poco es esto —le dijo ella—, pero es más de lo que yo he ganado hoy...

Y estiró el cuerpo cansado, barboteando una frase grosera contra sus acompañantes del día anterior.

Reunieron sus míseras monedas de cobre y pudieron comer y cenar.

La misma vida continuó en los días sucesivos; había algunos de abundancia, en los que iban á comer caliente á la taberna ó en los que su compañera ponía sobre la sucia mesa de tablas, sin mantel ni servilletas, sendos pedazos de jamón y jarras rebosantes de vino.

Poco á poco él perdía la cortedad para demandar limosna, y los otros lo admitían como un compañero de oficio. Su espíritu empezaba á encanallarse en aquella atmósfera infecta, lejos del aire sano de sus montañas.

Cerca de él se colocaba todos los días un ciego de larga barba blanca y aspecto patriarcal; tenía en el rostro una extraña bondad, un aire de iluminado, y sus ojos sin luz, claros, limpios, miraban con extraña dulzura; parecía que, a falta de retratar lo externo, se reflejaba en sus cristales la luz de un pensamiento tranquilo, sereno, como si fuesen la superficie de un lago que dejase ver el lecho de blanco chinarro y doradas arenas, limpio de fango, por donde mansas y susurrantes se deslizasen sus aguas. Era el que recogía más limosna de todos los que en el puente de Triana imploraban la caridad.

—Buena suerte tiene usted, amigo —le dijo nuestro pastor un día que no había caído en sus manos una sola moneda, viendo lleno de calderilla el sombrero del viejo.

—¡Buena suerte! —contestó el pobre ciego con voz triste—. ¿Buena suerte, tener que pasar la vida mendigando y sin ver el sol! ¡Si yo tuviese vista!...

Y como si sintiera, la necesidad de contar á alguien un secreto que le oprimía, le reveló que había soñado con un tesoro maravilloso, cuya revelación le hizo un viejo de barba blanca, vestido de estrellas.

A punto estuvo el pastor de gritarle que no hiciera caso de semejante embustero, conociendo en el retrato al viejo de su sueño; pero el ciego, sin atenderlo, seguía diciendo:

—El tesoro está muy lejos, muy lejos, en la provincia de Almería; ¿cómo ha de ir á buscarlo un pobre ciego?

—¿En la provincia de Almería?

—Sí; yo no he estado jamás allí, pero el viejo de mi sueno me lo ha explicado todo: á ocho leguas de Almería hay un lugarcito que se llama Rodalquilar; no es siquiera una aldea, es una cortijada perdida entre la garganta de algunas montañas que se abren en semicírculo á la orilla del mar. Una costa abrupta y salvaje lo defiende por ese lado; sus montañas dificultan la bajada, y la sociedad actual apenas imprimió allí sus huellas. En ese lugarcito, fresco, apartado, bañado por un cielo de luz, hay un suelo de flores bajo el que se ocultan innumerables tesoros, escondidos por los árabes al abandonar España. Es una tierra semiafricana, y límite de Europa; desde sus montañas, cercanas al mar, el sol naciente deja dibujarse entre la bruma las costas de Oran y de la Argelia. Pues bien; allí cerca, en una de las últimas estribaciones que desde el soberbio Muley Hacén se extienden de Granada al cabo de Gata, en la cordillera de Sierra Nevada, está el cerro del Cinto, y allí, en una pobre choza de pastores, el tesoro más grande que guarda la tierra.

Mudo, respirando apenas, oyó el pastor describir su casa, su familia y su ganado; era en el ángulo izquierdo del corral, en donde dormía su cabra negra: allí estaba oculta la riqueza.

Al día siguiente los compañeros de miseria no le vieron llegar. Emprendió con las mismas fatigas de la ida el viaje de vuelta.

Al verlo aparecer, los hijos y la mujer huyeron de él haciendo la señal de la cruz, y murmuraron asustados las palabras con que aquellas gentes supersticiosas conjuran á los aparecidos: «De parte de Dios te digo que me digas quién eres y qué quieres, si eres alma del otro mundo y estás penando.» Trabajo y no poco le costó convencer á su familia, que le había creído muerto, de la realidad de su existencia y librarse de las explicaciones que deseaban.

Impaciente esperó el alba para correr en busca de su fortuna.

Á los primeros claros del día, mientras todos reposaban á su alrededor, se levantó cauteloso, cogió el pico y salió al corral. No dudó un momento del sitio en donde se hallaba la riqueza. ¡Con tal precisión lo describiera el ciego! Empezó el trabajo con afán, con ardor. La tierra, blanda, era fácil de remover; á los pocos instantes el pico tropezó con un objeto duro; apareció un enorme arcón. Al saltar la tapa, el sol, que lanzaba sus primeros rayos, quebrados en las nubes como las varillas de un gigantesco abanico de nácar polícromo, hizo brillar el oro y las piedras preciosas, reflejándose en sus facetas con todos los colores del iris.

¡Era verdad! ¡Allí estaba el tesoro! Y la pobre familia, arrodillada momentos después en torno del arcón, como adoradores del becerro de oro, removía atónita, metiendo los brazos hasta el codo, el montón de monedas y de piedras, que chocaban con ritmo cadencioso y cristalino.

Y los pastores dejaron la cabaña, se fueron á la ciudad y se convirtieron en señorones.

—Pero lo más curioso del caso es —añadía el tío Manolo— que el pastor y su familia jamás le han perdonado al viejo hacerle ir sin necesidad á Sevilla, cuando de una vez podía haberlo dicho todo.

Rieron las mujeres de la salida, y una dijo sentenciosamente:

—Eso lo haría el viejo para que el ciego de Triana tuviese también su parte.

—¿Se la daría el pastor? —preguntó con candor una niña.

—Los que se enriquecen no son jamás agradecidos —contestó el tío Manuel—, y lo probable es que el ciego haya muerto extendiendo la mano para implorar un pedazo de pan.

—¡Pero eso es una infamia! —exclamó la muchacha con la impetuosa generosidad de todo corazón sano capaz del dolor de la injusticia—. No puede ser verdad.

Sintió herido su amor propio de narrador el tío Manuel. ¿Que no podía ser verdad? ¡Pues no era el primer ejemplo de ingratitud y codicia! Y para legitimar sus fábulas con la Historia, empezó á referir el origen de la riqueza del señor de Frayle: provenía de un tesoro, sí; nada más que de un tesoro, pero mal ganado; un mozo de labranza que lo soñó dentro del corral de la casa y que fué despojado de él en el momento de sacarlo. ¡Aquel dinero sí que debía haberse vuelto ceniza! El pobre criado pedía limosna de caserío en caserío, mientras los otros compraron fincas y se hicieron señores y politicones en la ciudad.

Una risa nerviosa, fresca y cristalina vino esta vez á interrumpir la narración. Salía de un grupo de muchachas, entre las cuales se había sentado Juanillo; una nube velaba en aquel momento la luna, y el cuerpo de la reidora se movía convulsivo, como si tratase de disimular cosquillas. Cuando pasó el momentáneo eclipse, Juanillo estaba ocupado en buscar un pincho para limpiar mazorcas, y Petrilla, una graciosa moreneta de quince años, esquivaba las miradas de todos, con los colores de la cereza madura en las mejillas.

Algunas chanzas salieron de labios de las mozas contra las travesuras del revoltoso muchacho; defendióse él con garbo, acusando á las jóvenes que le provocaban con sus gracias; protestaron ellas, y en alegre tumulto se cruzaron chistosas palabras y disputas.

Todos hablaban y reían á un tiempo; algunos pidiéronla guitarra y que se suspendiese el trabajo, para bailar á la luz de la luna; otros aprovechaban la distracción para buscar en la espuerta las mazorcas encarnadas y dar la vuelta al corro abrazando á las muchachas, que pagaban con golpes su rudo agasajo.

La juventud recobraba su imperio, y la alegría, contenida largo tiempo, estallaba al fin en un raudal de notas bulliciosas; Juanillo era de los que más animaban con su decir regocijado. Caían pocas mazorcas en la espuerta, y cada vez se escuchaba más de tarde en tarde el sonoro chasquido de sus golpes. Sólo Dolores permanecía indiferente á todo, inmóvil, fría. Había algo en su actitud que helaba la confianza: ni las chanzas ni las bromas llegaban hasta ella, como si su espíritu estuviese lejos de allí.

Gaspar, molesto de la alegría general, hacía coro al tío Pedro en renegar de los juegos de los mozos, después de haber intentado seguirlos en ellos.

Dio al fin permiso el tío Manuel para echar una coplita; empuñó un mozo la guitarra, que Juanillo trajo en dos saltos del cortijo, y las notas resonaron suaves y cadenciosas, con esa dulce tristeza que recuerda el alma árabe en los cantos andaluces.

Salió la pareja airosa de Petra y Juanillo al centro del nuevo corro formado por los jóvenes; rasgaron el aire los ecos apasionados de una copla de fandango, brotando de la garganta como espuma de pasión que estalla en los labios.

Enarcó la mozuela los redondos brazos sobre la airosa cabecita de negros rizos, y su cuerpo flexible se doblaba, ora á un lado, ora á otro, con graciosa curvatura.

Los menudos pies dibujaban arabescos sobre el empedrado de la era; los ojos de luz, entornados en suave desmayo; los labios, entreabiertos, parecían beber la vida y buscar algo desconocido oculto en el azul.

Enmarañado el cabello, suelta la faja, abierta la camisa y desnudos los pies, Juanillo bailaba con sencilla gravedad, seguía el ritmo de su compañera; pero en sus movimientos, ágiles y graciosos, había algo de severa y varonil dignidad que despojaba la danza de esa dulzura almibarada ó grotesca que suele repugnar en las contorsiones de todo bailarín.

Á Petrilla sucedió otra muchacha, que repitió las figuras ó mudanzas del fandango, diferentes en apariencia para cada una por la originalidad de los movimientos y el sello que le imprimieron.

Los espectadores, enardecidos ya con su diversión favorita, jaleaban á los bailadores, impidiendo á las muchachas dejar la danza por la precipitación con que empezaban copla nueva, sabiendo que el código de la cortesía impide á las jóvenes dejar el baile si hay una copla empezada.

Á veces dos coplas salían al mismo tiempo de diversos lados del corro, y la letra, distinta, se armonizaba por la cadencia de las mismas notas, cantadas en voces diferentes de un modo tan extraño, que parecían chocar y cruzarse, sin llegar jamás á confundirse las ondas sonoras.

Todos querían cantar ó hacer algo para merecer el premio del abrazo obligado que da la moza que deja el baile al tocaor y los cantaores.

—¡Dígale osté algo á ese lucero, buen mozo! —decía de pronto un muchacho, con todo el énfasis posible.

—Una rosa —contestaba galante el bailador.

—Gracias, amigo—replicaba ufano el demandante.

A veces no se satisfacían con tan poca cosa, y uno exclamaba:

—Diga osté á esa niña tres cosas.

—Clavel, clavellina y rosa.

—Dígalas osté al revés.

—Rosa, clavellina y clavel.

—Dígalas al derecho.

—Un ramo contrahecho.

El demandante tiraba al suelo su sombrero dando las gracias, y al empezar el baile otra mozuela se repetía el mismo diálogo, sin cambiar palabra, como hecho á propósito para complacer á todos. Sudaba Juanillo, cansado de tanto bailar, á las cincuenta, coplas, cuando al salir una jovencita rubia, de mirada dulce, otro mozo se le cruzó por delante, demandando con arrogancia:

—¿Hace usted el favor, amigo?

—Con mil amores —contestó el muchacho, y se retiró á un lado, limpiándose el sudor del rostro con el pañuelo que le alargó una moza, mientras la feliz pareja de novios bailaba, ufana de que todos les mirasen unidos siempre.

Las castañuelas habían surgido como por encanto de todos los bolsillos, y su ruido acompasado se extendía en el silencio de la brisa inmóvil por todo el contorno.

La madre de Petrilla fué la encargada de acabar con la diversión.

—Debe ser muy tarde, vecino —dijo dirigiéndose al tío Manolo—; ya asoman las cabrillas y mañana hay que trabajar.

Los viejos, que no tenían las mismas razones de regocijo que animaban á los muchachos, acogieron con gozo la indicación, y sin escuchar las protestas de los que pedían que bailasen todas las jóvenes, ó siquiera una alta y delgadita sentada sobre las rodillas de otra amiga que le arreglaba el pico del pañuelo de talle para salir al baile, se levantaron y corrieron por todo el ruedo exclamando:

—¡Roque! ¡Roque! ¡Roque! ¡Ha venido Roque!

Frase sacramental para deshacer toda reunión.

Fué preciso resignarse. Cesó el rasgueo de la guitarra, chocaron como en un sollozo las hojas de las castañuelas al volver á sepultarse en las faltriqueras de lana ocultas bajo las faldas de las mozas, y éstas rodearon á Dolores para despedirse, mientras los hombres estrechaban la mano de Manolo y las madres despertaban á los chiquillos.

Poco después la alegre compañía se alejó entre risas y algazara por el camino que serpenteaba, destacándose, con su blancura polvorienta de tierra pisoteada, sobre el fondo obscuro de los bancales labrados, el verde tierno de los sembrados tempranos y los rastrojos de segados maizales.

La gente de la casa se dirigió al cortijo: contento el tío Manolo, rezongando de la gente joven el tío Pedro, silenciosos y cansados los mozos y las mujeres, pensativo Juanillo, distraída Dolores, perdida la mirada vaga de sus ojos grandes y negros en las sombras lejanas de la noche.

II

El pesado portalón de madera, reforzado de gruesos barrotes y claveteado de chapas de cobre del tamaño de piezas de dos cuartos, rechinó bajo la presión de las espaldas del mozo que lo empujaba y franqueó la entrada de la gran cocina, primera pieza de la casa.

Dos naves sostenidas por un gran arco, en cuyo centro se veía enorme argolla de hierro, servían á la vez de zaguán, sala de recibo, cocina y dormitorio de invierno. Cuidadosamente enjalbegada, la primera nave tenía por todo mueblaje sillas de madera sin pintar, con anchos asientos de cuerdas de esparto entrecruzadas. La segunda nave formaba contraste con ésta, hasta el punto de parecer dos diferentes piezas: las paredes, ennegrecidas por el humo del gran fogón, situado en uno de los extremos, con su ancha chimenea de campana, en cuyo alero se amontonaban ollas y cazuelas de barro, con fundas de humo y hollín por el continuo uso; más lejos la cantarera de yeso sostenía cuatro panzudos cántaros de barro cocido; cerca de ella, el jarrero con sus jarras de cuatro picos y el botijo de piporro, rezumante de agua fresca y cristalina para cuantos sintiesen necesidad de beber al pasar cerca de la cortijada. La pared desaparecía bajo la multitud de botellas, tapaderas de barro, vasijas de cobre y cacharros de todas clases.

En el fondo, el vasar de arco empotrado en la pared parecía un altarito, resplandeciente de fuentes, tazas y platos de loza vidriada, con ramajes y arabescos azules y verdes. Dos blanquísimas toallas de enrejado fleco pendían cerca del jarrero, y colgadas aquí y allá ramas de naranjo, mazorcas de maíz, calabacines de corteza verrugosa, estampas, jarras agujereadas con tallos de albahaca, y mil bagatelas que demostraban la presencia de una mujer coqueta, lo que no impedía ver en uno de los ángulos, que ocultaba el enorme portón, la pila de manojos de esparto, labores comenzadas y aparejos de las bestias.

La débil luz del candil de aceite osciló envuelta en humo, y las figuras del grupo, perdido en la inmensa nave de la cocina, se agrandaron, esfumándose en la sombra con fantásticas proporciones.

—¿A quién le toca velar hoy la noria? —preguntó el tío Manuel.

—A Roque y á Juan —repuso el tío Pedro.

—¿Le saco á usted la cabecera, padre? —interrogó la mujer de Frasquito.

—No; nosotros nos marchamos á la era, que no es tiempo de dormir bajo techado como las mujeres —repuso el tío Manolo.

—Pues entonces yo me voy á la noria para cuidar de que no se pare la bestia, porque las tomateras tienen sed y se nos van á arrollar si no se las riega pronto —añadió el llamado Roque.

El recuerdo del reseco bancal de tomateras pareció borrar el buen humor de la compañía, y todos fueron entrando silenciosos en la sala á sacar su cojín y su manta de lana, después de apagar el último cigarrillo para irse á dormir á la era, los riciales ó la noria.

Sólo las dos mujeres y Frasquito entraron en la única habitación de la casa destinada á las personas.

Menos cuidada que cuadras y corrales, no tenía más luz que la que entraba por un pequeño ventanillo, cuyo postigo sujetaba abierto una gran piedra, con objeto de ver entrar, para levantarse, los primeros resplandores del día. La puerta de comunicación con la cuadra estaba cerca de la cabecera del lecho conyugal, especie de tablado altísimo, adonde tenía que subirse la pareja gateando por la espalda de la silla, y que ocultaba bajo su colcha blanca y su delantera de cretona rameada un verdadero almacén de cuerdas, sogas, espuertas, semillas y trapajos.

Una cortina dividía en dos la estancia, y cerca de ella tendió la cabecera y las sábanas Dolores, sin preocuparse gran cosa de la proximidad del lecho conyugal de su hermana y su cuñado, único hombre que, en su calidad de aperador y casado, podía dormir en la casa, si bien no había de desnudarse más que de faja y esparteñas, pronto siempre á acudir adonde fuera preciso, y á dar el pienso de media noche á las bestias, si la mujer no se levantaba con el servilismo de la hembra para acudir á este trabajo.

A la media hora reinaba el más profundo silencio en el cortijo: todos los trabajadores, fatigados por las tareas del día, se entregaban al descanso.

Dolores no se había acostado; permanecía sentada sobre la cabecera, absorta en sus pensamientos, inactiva, muda é inmóvil. Aquella noche el novio, encendido por el ambiente otoñal, había estado más insinuante: la boda sería pronto, y la ambiciosa joven, halagada con la perspectiva de las compras y fiestas de su casamiento, sentía la rebeldía de la carne virgen, la repugnancia á entregarse á un hombre incapaz de despertar el amor.

Sus palabras de pasión, escuchadas por vez primera, zumbaban como latigazos en sus oídos; sus labios temblaban estremecidos al pensar en la boca que sobre ellos había de posarse, y por vez primera la idea de la comunidad en el lecho allí cercano, donde dormían su cuñado y su hermana, despertaba su atención de un modo penoso.

La luna, bajando en el horizonte, entraba con claridad de sol por el entreabierto postigo, y sus rayos vinieron á caer en el espejo, sujeto á un clavo cerca del jergón.

La muchacha vio una imagen retratada en el cristal. Con el corpiño desabrochado, el cabello suelto, los brazos desnudos, era la imagen de la naturaleza femenina espléndida, exuberante de vida y de pasión. Los ojos brillaban en la semiobscuridad con los resplandores encendidos por los deseos ignotos; hubo un instante en que no se conoció á sí misma, y tuvo miedo. De la otra parte de la pared se escuchaba el patear de las bestias amarradas á los pesebres, y tal cual balido ó cacareo que salía de los corrales, y cerca de la cortina el débil rumor de dos cuerpos estrechándose con toda la fría prudencia de marido y mujer que están condenados á dormir siempre bajo la misma sábana.

Dolores sintió un miedo vago: las historias fantásticas de su padre acudían á su mente; aquellos ruidos que le habían sido hasta entonces familiares la torturaban; su imagen parecía hablarle con imperio de una mujer rival que le reclamase derechos de amor y de vida; por un momento se impuso á todo el terror que siente la gente campesina de mirarse de noche al espejo, donde espera ver serpientes y visiones; sin darse cuenta de lo que hacía, recogió la revuelta falda, huyó de allí y salió á la cocina.

La puerta estaba abierta: en el tramo de piedra un hombre sentado, con la espalda apoyada contra el quicio, fumaba tranquilamente un cigarrillo. Dolores se detuvo indecisa, y una voz amiga vino á disipar su miedo.

—Soy yo, Dolores. Te esperaba.

¡Ah! ¿Era Juanillo! Por un momento, su carácter dominador recobró el imperio, y completamente tranquila se acercó, diciéndole:

—¿Que me esperabas á mí?

—Sí —repuso él, levantándose y con voz apasionada—; sí, te esperaba, porque te espero siempre, porque tengo una voz dentro de mí que me dice espérala.

Dolores sonrió á pesar suyo; la figura esbelta del muchacho, alto, delgado, de cabellos castaños y ardientes ojos, se destacaba envuelta en luz sobre el fondo del campo, Dolores se acordó de la mujer del espejo, vista un momento antes, y le pareció bello como ella, con su camisa blanca, el chaleco obscuro, la faja color de sangre y la revuelta cabellera espesa. Su orgullo no encontró fuerzas para defenderse.

—Pues yo misma no sabía que iba á salir... Sentí sed.

—No; es que te llamé yo con todas las ansias con que pensaba en ti; pero tú no pensabas en mí; te has asustado al verme.

—Creí que fuera otro...

—¿Tu novio, acaso?

—No...

—Claro que no; el pobre no tiene edad de velar ni que le quite el sueño una mujer, aunque seas tú.

Ella hizo un movimiento de contrariedad para retirarse. El le cogió la mano.

—Escucha, Dolores: tú no me quieres, lo sé; no quieres á nadie, porque eres demasiado hermosa y el querer te habló por tantas bocas, que no te dejó oír á ningún corazón.

El orgullo de Dolores revoloteó, vencido por la lisonja del muchacho.

—Tú —prosiguió él animándose— no quieres tampoco á don Carlos; pero él tiene dinero, y yo me hago cargo de todo... ¡no es justo que te cases con un pobrete y que el sol y los trabajos te quiten los colores de la cara y la hermosura de tu cuerpo...

Dolores bajó la cabeza; el diablo del chico parecía leer en su alma: ¡jamás le había sospechado así!

—Si te casaras conmigo serías más feliz que con él; yo no te daría dinero, pero te daría cariño, muchísimo cariño; yo trabajaría para ti y no te estropearías nunca, porque te vería siempre hermosa.

Un gesto de disgusto de Dolores heló las palabras en sus labios. La orgullosa muchacha iba á protestar, sacudiendo el encanto; le miró frente á frente un momento.

Los ojos de Juanillo irradiaban luz; estaba tan hermoso, que la palabra altiva se cambió en una sonrisa dulce.

—Escucha —siguió él—: tú me tendrías que querer, porque yo sería bueno, porque yo soy joven, porque yo soy fuerte y porque yo, si tú quieres, seré rico, muy rico para ti.

—¿Cómo? —preguntó involuntariamente la ambición, que había hecho presa en su alma.

—Yo he soñado un tesoro... —dijo él acercándose con misterio.

—¿Un tesoro?

—Sí, y lo he soñado contigo.

—¡Bah! —murmuró ella con despecho, pensando en un ardid del muchacho.

—Sí, contigo —continuó él—. Si sueño contigo cuando lloro, porque no me quieres., y cuando me creo dichoso con tu cariño, ¿cómo no había de soñar contigo para buscar riquezas, que quiero sólo para ti? Porque yo, Dolores mía, sería rico sin dinero si tú me quisieras.

—Cuenta, cuenta...

—No te burles, Dolores; más de una noche de estas en que todos os reís de la alegría de Juanillo; más de una de estas veces en que me ves tranquilo mientras tú hablas con Gaspar, luego, al acostarme, escondo la cabeza contra el cojín, y allí sólito lo muerdo, para que no salgan á gritos las lágrimas que me ahogan.

Un movimiento de simpática piedad pareció acercar al joven el cuerpo de la muchacha.

—Así —prosiguió él— me he quedado dormido muchas veces, y así he sonado tres noches el tesoro.

—¿Conmigo?

—Sí, contigo. En una noche de luna te acercabas al lado mío y me oías, piadosa y sonriente, hablarte de mi cariño. Era una noche en que tú me buscabas sin saberlo, porque experimentabas miedo y asco de sentir en tus labios un beso...

—¡Calla!

—Sí, es mejor callar.

—No, sigue.

—Te ofenderé...

—No, no; sigue.

—Me dejastes ver tu corazón, y yo quise ser rico para llegar á él. Un viejo muy viejo, se me apareció y me dijo: «Venid los dos...» Y los dos le seguimos...

—¿Adonde?—preguntó ella alentando, pendiente de los labios de su compañero.

—Al castillo de la playa.

— ¡Al castillo de la playa!

—Sí; subimos la rampa, y entramos en el patio; cruzamos la plataforma hasta llegar á la capilla.

—¿Y qué pasó?

—Cerca del altar, en la tercera losa, donde la tradición cuenta que estaba enterrada la condesa, hay una señal blanca y roja; debajo un agujero que suena á hueco; en aquel muro, detrás de la losa, un cajón de collares, de brazaletes y de ajorcas de oro y perlas para ti y una orza de monedas

de oro para los dos...

—¡Qué sueño!

—Y los dos fuimos y sacamos el tesoro.

—¿Y por qué no me has dicho antes ese sueño?

—Pensé que te reirías de él.

—No; yo creo en eso como mi padre, y ya sabes que no es el primer tesoro encontrado en el contorno.

—¿Pero serías tú capaz de venir conmigo sin miedo?

Dolores vaciló.

—¡Miedo! Sí, tengo alguno; pero como voy contigo... —Y susurró apenas en su oído: —Es menos sacrificio que casarme...

—¡Ay, Dolores! No me vuelvas loco de felicidad. Yo sé bien que no me quieres, que no me querrás nunca; pero sería menos desgraciado si te casaras con otro que no fuera Gaspar.

—¿Por qué?

—Porque tú serías feliz; porque tú no piensas que en la vida hay algo más que ser rica para ser dichosa. Ahora te crees que siempre será igual y que todas las satisfacciones son tener dinero, para que en los días de fiesta rabien las mujeres, te quieran los hombres y digan todos: «Dolores es la más rica y la más guapa del contorno...» Pero toda la vida no es esa, hay otra cosa más honda; es menester que esos pañuelos de Manila y esos adornos te los quite del cuerpo un hombre que tú quieras, y que te ciña con sus brazos, y que te enloquezca con sus besos, para que se diga: «Dolores es la mujer más querida de la tierra.»

—¡Basta!...

—¡Te ofendo!... Ya te lo había dicho; es todo inútil; tú verás esto cuando no tenga remedio, cuando pienses con dolor en la juventud perdida, cuando... Adiós, Dolores, me toca este cuarto de velar la noria y está allí el tío Pedro para enterarse de todo.

—Adiós... pero oye: ¿por qué no buscas tú el tesoro?

—Porque lo he soñado contigo, y no yendo tú sería inútil.

—¿Se lo has dicho á alguien?

—No.

—¿Te has cerciorado de que existen la piedra y la señal?

—Sí; he estado allí y he visto la losa de mi sueño... Sueño sólo, Dolores; yo soy un pobre muchacho que se crió de limosna y que no sabe más que trabajar y quererte. No soy nadie para ti. Adiós; ya al menos te he dicho cuánto te quiero, ya lo sabes; y esa idea me dará fuerzas para pasar así toda la vida, trabajando y queriéndote.

Ella le retuvo por el brazo.

—Mira, Juanillo, no digas eso; me das pena; sí yo pudiera querer á alguien, te querría á ti, pero tienes razón... Todo es inútil.

—¿Qué has dicho, Dolores? ¿Qué tú serías capaz de quererme? Repítelo, repítelo por caridad; déjame que guarde en este momento felicidad bastante para alimentar toda mi vida.

—Sí, te querría... pero... ¡Piensa lo que te parezca! ¡Me asusta la pobreza! Mi padre no es rico.

—Tienes razón. Buenas noches, Dolores...

El joven se alejó en dirección á la noria, y Dolores, como atraída por una fuerza irresistible, siguió sus pasos.

—Juanillo, Juan —llamó con voz queda y de inflexión suplicante.

—¿Qué deseas?

—Vamos á ir mañana á buscar el tesoro.

—¿De veras?

—Sí.

—¡Benditas seas, Dolores!

—¿Estás seguro de que lo encontraremos?

—Sí; lo encontraremos, y allí mismo pondré los collares de perlas de la reina mora en tu garganta y los brillantes en tus orejas. ¡Qué hermosa vas á estar!

—¡Calla!

—Y tú me querrás entonces, Dolores, ¿verdad? ¡Dímelo, dímelo por caridad! ¿No ves que me estoy muriendo?

Juan había dejado la manta á un lado, y arrodillado delante de Dolores, retenía una de sus manos junto al pecho.

—Sí; te querré...

El joven dejó caer la cabeza, como sí no pudiera soportar el peso de la idea de su felicidad, y llevó á sus labios las puntas de los dedos sonrosados de la muchacha, mordiéndolos con dulzura.

Una corriente de fuego circuló como lava candente por su cuerpo escultural.

Una revelación de los deseos dormidos hasta entonces encendió sus ojos, y su naturaleza virgen se agitó estremecida y próxima á desvanecerse.

A los ojos de los dos amantes se borraba la existencia de un mundo real; luz, armonía y colores externos se nublaban: un mundo interior donde sólo ellos existían les inundó de otra luz, otras armonías y otros colores desconocidos. El momento de avasalladora felicidad que les hacía monarcas de la creación...

Un ruido de leves pasos resonó á sus espaldas; ambos se volvieron asustados, y entre las brumas del sueño desvanecido creyeron ver una sombra volver la esquina de la casa.

—¿Nos habrán oído? —preguntó ella sobresaltada..

Juanillo la abandonó un momento y corrió á inspeccionar los alrededores, volviendo á los pocos instantes.

—No era nadie —dijo.

—¿Sería el viejo del tesoro? —preguntó ella con supersticiosa sencillez.

—¡Quizás!

Dolores se alejó lentamente hacia la casa. El la siguió hasta el dintel.

—¿Estás enfadada?

—No.

—¿Vendrás mañana?

—Sí; á la hora de hoy.

Y esta vez fué ella la que le tendió la mano para despedida.

Medía hora más tarde Dolores se dormía mecida por sueños de amor en su revuelta cama. Sobre los labios de grana conservaba los sonrosados dedos, que había besado antes de dormirse, buscando las huellas de otro beso. Por el entreabierto postigo entraba la claridad rosada de la aurora.

III

Ningún domingo había estado Dolores más perezosa y displicente. Siguiendo la costumbre de las mozas de Rodalquilar, que sacan el domingo del fondo del arca el pañuelo de crespón del talle, se ponen los trajecitos y los zapatos nuevos, se adornan con sus collares de cuentas y las grandes rosas de papel con hojas de talco á los dos lados del moño, aunque no tengan que ir á ninguna parte ni nadie haya de verlas, se había engalanado, y sentada cerca del fuego permanecía muda y silenciosa, mientras Pepa, en cuclillas en un ángulo de la cocina, fregaba el perol y las cucharas de la cena en un gran barreño de barro, y parecía mirar á su hermana con curiosa inquietud.

—Algo te pasa hoy, Dolores —dijo después de tirar el agua desde la puerta y colocar el perol en el alero de la chimenea.

Y como la joven no contestara, añadió insinuante:

—Vamos, ¿qué te pasa? ¿Has reñido con Gaspar?

Un encogimiento de hombros demostró con más elocuencia que las palabras el desdén que le inspiraba el prometido.

—Y si no le quieres, ¿para qué te casas con él? —repuso la hermana al gesto expresivo.

—Porque ya estoy comprometida y no puedo hacer otra cosa.

—¡Comprometida! ¡Pero si en el mismo altar podemos decir que no!

—Tá. no piensas en el escándalo, en lo que dirían todos cuantos lo supieran.

—Dirían que habías tenido razón; que tú te mereces un muchacho que te quiera y no un vejestorio como Gaspar.

—Pero ¿y los regalos?

—¡Anda! Pues con poco gusto que los devolvería padre. No es don Carlos tampoco santo de su devoción; pero como no dejas que nadie te dé un consejo...

El recuerdo no fué oportuno; el orgullo olvidado renació en el pechó de la altiva muchacha, que puso fin á la conversación con una frase:

—No los necesito; ya sé yo lo que me conviene hacer.

Pepa dudó un momento, y se alejó de su hermana tristemente.

Dolores quedó sola. En su cabecita bullían mil encontradas ideas. La caricia de Juanillo quemaba aún su sangre y la alejaba dé Gaspar, cuya figura se le aparecía como un recuerdo penoso. Estaba bajo la influencia de un sueño de amores, la visión de luz de una casita enjalbegada, donde corrían á su lado unos angelillos alados, que tenían su rostro y el de Juan. Pero la idea del molino, con la gran sala, los muebles de nogal, las arcas llenas de ropa, las joyas y los criados, borraba la visión.

¡La gente! ¿Qué dirían todos los que la vieran deshacer un matrimonio ventajoso para casarse con un criado de su casa, con un pobretón como Juanillo?... Tendría que devolver sus mantones, sus adornos, aquellos regalos que eran la envidia de las muchachas, Gaspar se los llevaría á otra, quizás á la Larga, y dirían que él la había abandonado y que en su despecho elegía al mozo de labranza de su padre... No, no; de ninguna manera; ella sería la mujer de Gaspar... ¡Pero si se encontrara el tesoro! Entonces sí que podría realizar sus sueños. ¡Cómo deseaba que llegase la noche para tentar fortuna!

Poco á poco la gente del cortijo fué acudiendo á cenar; Gaspar venía entre ellos; jamás Dolores le encontró más antipático.

Embutido en una gruesa chaqueta de patio, con el pañuelo encarnado sujeto al cuello por una sortija de metal y los grandísimos zapatones de becerro, que le impedían moverse, llevaba la alta vara de almendro en la mano y el pañuelo de hierbas rodeado á la cabeza, bajo el sombrero. Su cara no tenía ya jugos ni frescura; miles de surcos se entrecruzaban para darle el aspecto de una encina á medio secar.

Juanillo entró también; la silueta gentil del muchacho en mangas de camisa, con su rostro moreno, al que hacía más pálido una secreta inquietud, era elegante y simpática. En la mirada que dirigió á Dolores, sentada cerca de su novio, se leía una muda queja.

¡Oh! ¡Si las mujeres se ganaran á puñetazos! La noche transcurrió lánguida. Dolores se negó á ir al baile, pretextando que no se hallaba bien; se la veía hacer un notable esfuerzo para responder á las preguntas que le dirigían, y Gaspar, cansado sin duda de sus respuestas incoherentes, entabló conversación con su futuro suegro acerca de los resultados de la cosecha y la abundancia de la molienda.

Era un buen año; la tierra se había mostrado generosa y el molino prosperaba; todo el mundo le llevaba aquella temporada á moler trigo, y las maquilas abundantes permitirían mayor lujo y bienestar á su futura. Casi se atrevió á insinuar la conveniencia de apresurar la boda, lanzando sobre su prometida una mirada de acariciadora lascivia, que quería hacer apasionada y cariñosa. Rechazó Dolores la insinuación, imponiéndole silencio con un gesto de repulsa, que él confundió con el agreste pudor campesino, y Juanillo no tardó en levantarse, tomar su manta y salir de la casa.

Languidecía la conversación. Frasquito, con su sencillez infantil y su anhelo de admirar, pedía al tío Manolo que contase historias de tesoros y apariciones, que esta noche tenían el privilegio de interesar á Dolores. Poco á poco, la gente del cortijo, cansada, de escuchar siempre las mismas narraciones, fué retirándose á sus puestos, y solo quedaron en torno del apagado hogar Dolores y Frasquito, escuchando ansiosos las historias del viejo; Gaspar, embutido dentro de su enorme chaquetón, contemplando á su prometida, y Pepa, que con el huso y el vellón de lana sobre la falda, dormitaba dulcemente, balanceando la cabeza como un péndulo. Cuando un movimiento algo más brusco inclinaba su cuerpo, haciéndole despertar sobresaltada, abría los ojos desmesuradamente, miraba á los circunstantes, los detenía sobre su hermana, mientras su mano, de un modo maquinal, volvía á estirar de la hebra de lana y hacer girar el huso, como si en su cerebro hubiesen cristalizado dos ideas, que vivían entre las sombras del sueño: el trabajo á que estaba sujeta y la incertidumbre por la suerte de la hermanita menor, á la que sirvió de madre.

Se terminó temprano la velada, que Dolores veía transcurrir llena de mortal impaciencia. Ella misma ayudó á su hermana á sacar la manta y la almohada del padre y de Gaspar, que se quedaba con ellos aquella noche, y al despedirlos salió hasta fuera del emparrado para verlos marchar, como si temiera que no se fuesen.

Entretanto, Pepa ponía en orden los objetos, y con el candil en la mano, esperaba á Dolores para entrar en la habitación, donde ya la llamaba la voz de su marido. Cerró Dolores con fuerza el pesado portalón y esquivó la mirada de la hermana, dándole apresuradamente las buenas noches. Cuando se vio sola se dejó caer en su jergón, fijos los ojos en el abierto ventanillo. La luna empezaba á descender. Era la hora convenida. Se levantó recelosa y salió á la cocina; en la obscuridad de la nave le pareció ver moverse otra sombra y creyó escuchar una respiración contenida. Cerró los ojos para no ver las tinieblas, y se deslizó hacia la puerta. Palpando halló el pesado cerrojo y pudo abrir el postigo del centro del gran portón y salir á la calle. La luna, que inundaba la plazoleta, le causó un nuevo temor. ¿Podrían verla? Siguió pegada al muro y bajó á los bancales; casi arrastrándose de balate en balate, salió al camino en el lindero de la finca.

Allí respiró con más libertad, y se detuvo un momento anhelante, temblorosa, temiendo tanto á la soledad que la rodeaba como á la presencia de alguien que pudiera verla.

Durante los minutos de su caminata, había temido á cada instante verse descubierta por algunos de los criados de la casa... por su mismo padre... por Gaspar quizás... y á esa idea sentía subirle el rubor á las mejillas y paralizársele el corazón. ¿Cómo podría explicar su extraña salida? Le era imposible decir la verdad en caso de apuro, porque en su sencilla fe, creía que así comprometía la fortuna de Juan.

A pesar de esperarle, no pudo contener un movimiento de susto al ver á Juanillo salirle al encuentro, y pareció replegarse en sí misma. El muchacho se puso á su lado; no hablaron, no se miraron; silenciosos siguieron el camino. Llevaba él la piqueta al hombro. Fueron pasando cerca de las habitaciones, dejando atrás los caseríos, cruzando huertos y bancales en dirección á la playa.

A su aproximación ladraban los perros de los cortijos que cruzaban; otros respondían á lo lejos de mala gana, como si obedecieran á la obligación de transmitirse la señal de alarma, á semejanza de un semáforo.

Llegaron á la playa y empezaron á trepar por las rocas. La respiración de Dolores era anhelosa, jadeante; Juanillo le tendió la mano para ayudarla á subir; entonces se miraron por vez primera. Un reflejo de pasión honda lucia en los ojos serenos, dulces y honrados, del muchacho; en los de ella había temblores de virgen, dominados con la fuerza de su carácter altivo.

Apoyada en él acabaron de subir la cuesta y penetraron bajo el arco de la puerta del derruido castillo: un muro espeso, enorme, como un pasadizo, se encontraron en el patio. Las zarzas y los jaramagos se enredaban en sus pies; las arcadas y las bóvedas ennegrecidas se agrandaban en la sombra; los rayos de la luna penetraban por los intersticios de las piedras y dibujaban en el suelo caprichosos contornos de arabescos y figuras; los lagartos y las salamanquesas, asustados por la proximidad de los animales humanos, se deslizaban entre los derrumbados sillares, fingiendo rastrear de sedas y armaduras con su piel de escamas. Las aves se revolvían inquietas en sus nidos y una corneja sacó, graznando, la cabeza entre las piedras.

Parecía que existía aún allí el espíritu de los antiguos moradores, que se escuchaba el piafar de los corceles y el chocar de las armas de los guerreros, ladrido de sabuesos y rechinar las cadenas del puente, como si hubiesen de recibir su visita.

Por un momento los jóvenes sufrieron la alucinación de la leyenda. Recordaron las historias que tantas veces escucharon contar. Aquel castillo había sido morada feudal, albergue de los más poderosos señores de la comarca, de los que sostenían mesnadas y disfrutaban los privilegios de horca y cuchillo, pernada, pendón y caldera. Su poderío no reconocía límites, y los señores del contorno les respetaban ó les temían; pero aquellos poderosos, dueños de extensos dominios, de vidas y de haciendas, eran desdichados al ver extinguirse su familia sin un vástago varón para perpetuar su nombre.

Compadecido el rey del dolor del anciano señor de Rodalquilar, le hizo conde de ese mismo título y le concedió el derecho de transmitir su nombre por la descendencia femenina á la posteridad.

Sin duda éste sería un consuelo para el altivo señor cuando pereció, herido por los alfanjes de de los infieles, en la primera Cruzada que la ciega fe de una nobleza aventurera y fanática, realizó á tierra de Palestina.

Quedó sola la condesita, y á su alrededor se agruparon trovadores y caballeros deseosos de conquistar su corazón y su fortuna.

Los pretendientes eran tantos, que la elección se hacía difícil; adornada, empero, de una prudencia y una virtud extraordinaria, la joven hubiera elegido bien á no disparar traicionero el niño Amor sus dardos.

Amó la castellana con toda la fuerza de las almas donde cristalizan los rayos del sol meridional; con toda la pureza de los corazones ingenuos que viven en el sena de la Naturaleza; con toda la fe de los seres buenos, que ponen en ese sentimiento, su existencia entera.

Y amó á un caballero advenedizo, noble y gallardo, que después de repetir ante sus rejas las estrofas ensayadas al pie de otros ventanales, luego de satisfacer su vanidad con el triunfo sobre cien rivales y de escuchar de los labios de carmín el arrullo de la codorniz enamorada, tendió el vuelo á otras regiones en busca de nuevos amores y de nuevas aventuras.

Inmensa fué la desesperación de la niña y grande su ansia de morir. Alguien le habló de una viejecita maestra en el arte de curar el mal de amores.

La altiva castellana bajó de su castillo, llegó á la pobre choza y suplicó el remedio para recobrar el corazón del amado ingrato. ¡Qué poco valía la ciencia de la vieja! Sin duda estaba tan acostumbrada á las mentiras del amor, que no supo decirle la amarga verdad; tal vez temió descorrer el velo de la ilusión ante la joven inocente, sabiendo que el amor es sólo fe, y que perdida ésta, la felicidad se hace imposible.

La mujer recomendó á la niña que buscase el secreto de su curación en los manuscritos de la biblioteca de sus antepasados. Y la joven se encerró en el vetusto salón, desarrolló pergaminos, hojeó volúmenes, y al fin halló la historia de una castellana enamorada que recobró el amor de un amado ingrato cuando abrió sus venas para darle de beber la gota de sangre blanca de su corazón.

Desde entonces, ella llenaba todos los días la copa de oro con su sangre y la arrojaba por la ventana al verla roja y espumante siempre; donde tiraba la sangre brotaban rosas de grana, y la pobre condesita, pálida y débil, pasaba las horas mirando desde su ventana á lo largo del camino por donde había de llegar el caballero.

Murió una tarde de primavera al apagarse el último rayo de sol tras de los montes. Murió cuando ya su sangre era color de ópalo y los rosales daban rosas de té.

Aun estaba tendida en su ataúd, envuelta en sus velos blancos, cuando volvió el caballero, y el imposible encendió, para castigarlo, la llama del amor de nuevo en su pecho.

La enterraron en el gótico sepulcro de la ya arruinada capilla, y sobre su tumba plantaron los rosales. Allí iba el caballero todas las noches á llorar y entonar sentidas canciones, que se mezclaban á las trovas de amor. Un día le encontraron muerto. ¡Sobre el sepulcro había brotado una rosa blanca!

El tiempo pasó; cayó el poder feudal, y los árabes primero y los cristianos después, fueron dueños de la fortaleza entre las vicisitudes de épocas azarosas.

Pero de unos á otros se conservó siempre la tradición; aun contaban muchos de los que se habían acercado de noche al derruido castillo, que escucharon el eco de las trovas apasionadas del caballero y los dulces suspiros de la enamorada doncella. Hasta no faltaba quien asegurase haber contemplado las dos sombras enlazadas, contándose sus amores en las noches de luna, en el cielo de una pasión eterna que trueca en delicias el castigo del infierno.

Por un momento los jóvenes se estrecharon uno contra otro; tenían miedo de escuchar su voz en aquel silencio solemne; se apresuraron á cruzar el patio y salieron á la plataforma.

La luz les tranquilizó algo. El cielo lucía como un espléndido manto azul bordado en plata, y las estrellas y los luceros se reflejaban en la sábana de un mar de acero, donde rielaban en haces de luz los rayos de la luna, que se deshacían en lluvia de brillantes; un semicírculo de montañas pizarrosas cerraba el horizonte, recortando en el azul sus picos desiguales, y el pequeño valle aparecía risueño, como un búcaro de flores, con sus casitas blancas, las bolas color rosa de los cerezos y granados en flor, los matices del verde obscuro del campo, bañado en esa media luz que hace los contornos más vagos y las líneas más dulces.

Y destacándose sobre todo las palmeras, eternas bebedoras de luz, se alzaban con sus troncos rectos y su majestuoso penacho de verduras como si suspirasen por la patria lejana.

Era el encanto de la línea triunfando de la luz y el color; las formas bellas; los contornos que se esfuman en un dulce claro-obscuro.

Bañaba la luz los primeros términos, los objetos cercanos; podía apreciarse en ellos el color, y velábase á lo lejos de un modo gradual, para ceñir con un cinturón de sombra el valle, coronado por la aureola del cielo limpio, donde se dibujaba la desigualdad de la montaña.

Se escuchaba el ruido misterioso, que es el silencio de los campos: la música indefinible, la vaga armonía, el himno fecundante de la Naturaleza en su lenta y continua renovación.

Anhelantes, con las manos juntas, parecían escuchar y comprender aquella estrofa de poesía sublime que pueden descifrar las almas enamoradas en un ambiente dulce y vago; esa estrofa que la creación modula en el crecer de los tallos de las plantas, en el germinar de las semillas, en el estallido de la flor que rompe su botón, de las hojas que caen, de la corola que se pliega y de la savia que circula.

A lo lejos, un barco de vapor tendía su cabellera de humo y se encabritaba como un potro al sentir en su vientre el espolonazo de las olas. La mirada de los dos jóvenes se abismó en el mar. Venían las olas, enseñando la obscuridad del fondo con su suave balanceo, á morir dulcemente en una orla de nácar sobre la rubia arena de la playa. En su murmullo había algo de amenaza; en su humildad, mucho de altivez; en su beso, un acento de rebeldía. Dulces y buenas en aquel momento, no tardarían en levantarse, bravías, con toda su eterna pujanza destructora, para azotar las rocas.

Le miraron con ese supersticioso temor que inspira adivinar un abismo en el fondo del objeto que nos recrea; presentir la amenaza hipócrita bajo la limpidez del cristal. Contemplaban las ondas sin comprender que el mar no es más que el alma de la Naturaleza y copia las dulzuras, las perfidias y las tempestades del alma de la Humanidad.

Venía allí cerca á desaguar un río, con el susurro manso del cauce debilitado en la sangría que alimentaba la vega; á sus márgenes se balanceaban los cañaverales y los juncos, produciendo con el rumor de sus hojas un canto ó conversación extraña, como si en los nudos de sus tallos rectos anidase un mundo invisible de silfos, enanitos y gnomos que se contasen sus historias y sus amores.

Los cañones, caídos al pie de la vieja fortaleza, daban una nota triste y sombría al paisaje; el edificio estaba envuelto en el sudario gris de una grandeza pasada, silencioso y altivo, como fantasma de la tiranía vencida. ¡Cuántas historias podrían contar aquellos muros!

Bajaron los jóvenes la escalerilla que había de conducirlos al enterramiento; las piedras movedizas caían bajo sus pies, obligándolos á estrecharse el uno contra el otro. Faltaba un pedazo de techumbre á la antigua capilla, y por él la luna, como lámpara monumental, alumbraba el altar vacío. Había olor de moho, de humedad.

Sin duda en aquel recinto estuvo la mezquita mahometana; la sombría cruz se había impreso sobre la riente media luna, más tarde; y ahora, de todas aquellas inútiles religiones, no quedaba allí más vestigio que unas cuantas tumbas de piadosos señores, cuyos nombres se habían perdido en el tiempo; azulejos caídos, losas cubiertas de maleza, hornacinas y altares sin ídolos y sillares derrumbados, entre los cuales la humedad hacía brotar una cabellera de musgo verde y pegajoso, semejante á las olas del mar.

La losa del sueño estaba allí: era la misma de la tradición, donde brotó la rosa blanca del amor purísimo á una enamorada muerta. Un estremecimiento de frío pasó á lo largo de la espalda de los dos jóvenes. Era preciso empezar; él se quitó la chaqueta, cogió el pico y lo alzó por cima de su cabeza; el golpe resonó en la soledad y el silencio de un modo lúgubre, como si se quisiera desenterrar toda una época hundida en el polvo de los siglos.

Después del primer golpe siguió otro.., y otro... y otro... Juanillo cavaba con ardor, con deseo de remover pronto la losa, como si el miedo y la esperanza dieran nuevas fuerzas á su brazo.

Y cavó; cavó un cuarto de hora... media hora... una... Dolores, anhelante, le miraba cubierto de sudor, cansado, rendido, próximo á desfallecer por el esfuerzo supremo de aquellos golpes enérgicos, vigorosos, vertiginosos, que se multiplicaban y se sucedían cada vez con mayor velocidad.

Se detuvo un instante á tomar aliento; ella, piadosa, le limpió con su pañuelo el sudor de la frente. Volvió a resonar el eco del pico en las arruinadas bóvedas y á repercutir entre el eco de las montañas.

Se sintieron de nuevo invadidos de súbito terror, y Dolores se acercó á él, suplicando medrosa:

—Juan, vámonos.

—Espera —repuso él—; es la felicidad de toda nuestra vida la que debo conquistar. No hagas que desfallezca mi valor. Un esfuerzo, un esfuerzo más... Por ti.

Apartóse la joven, tranquilizada por las dulces palabras de su amador, y volvió Juanillo á descargar sus golpes vigorosos sobre la tierra que cerraba la sepultura.

¡Al fin se movía la losa! Juan renovó sus esfuerzos... un momento más...

¡Ya estaba arrancada!

Arrojó el pico; Dolores y él apartaron ansiosos los cascotes y la tierra con las manos, y pudieron separar la enorme piedra.

La luna se había ocultado; sus ojos les fingían visiones de joyas y brillantes. Quedó el hueco al descubierto; la mirada de ambos se hundió en la negra hendidura... Registraron ansiosos con las manos. ¡Nada!

¡Estaba vacío!...

Entonces se miraron un momento, y su voz resonó triste y con extraño eco. ¡Nada!

¿Se habría convertido su tesoro en cenizas? ¿Los habría oído alguien? Temblando se comunicaron la observación, y otra vez, como la noche anterior, creyeron oír pasos á sus espaldas; y otra vez se volvieron asustados, y otra vez murmuraron:

—¡Nadie! ¡NADIE! ¡NADA!

Todo había concluido.

Salieron.

Se había ocultado la luna; las sombras se retiraban hacia el Oeste; por Oriente asomaba la claridad de la aurora, apagando con su luz rosada el brillo de los astros. Parecía que al despertar la Naturaleza, levantaba uno de los extremos de su túnica azul y sacudía hacia el otro el polvo de oro de los mundos.

Empezaba la vida en el campo; la claridad avanzaba por momentos; las barquillas de pesca se dibujaban claras en el horizonte, con sus velas blancas, semejantes á grandes gaviotas. Los reptiles se habían ocultado ya en sus agujeros de las piedras, y los pájaros desperezaban ruidosamente las alas para tender el vuelo y entonar sus gorjeos matutinos.

Subieron la ruinosa escalerilla; ella delante, con los brazos caídos y el pañuelo en la mano; detrás él con el pico y la chaqueta al hombro, cruzaron la plataforma sin detenerse, atravesaron el patio y entraron bajo el muro de la puerta. Salían del reino de su ensueño. Les agitó el mismo pensamiento, y ambos se acercaron, se miraron con amargura y murmuraron casi al mismo tiempo:

—¡Nada!

—¡Nada!

Ella sonrió con amargura, y dijo poniendo mieles en la voz:

—¡Paciencia!

—Tú podrás tenerla —contestó él con energía—; yo no. Tú has perdido la esperanza de ser rica: yo he perdido la felicidad. ¡Eras el tesoro único que buscaba!

Había amargura y dolor en su acento, y en sus ojos honrados y dulces brillaba el rocío de una lágrima. Se acercó ella piadosa, le cogió las manos é inclinó tristemente la cabeza; la brisa del mar les envió una bocanada de perfume, y los revueltos cabellos de la muchacha acariciaron el rostro de joven. Inclinada la cabeza, pensativa y triste, su perfil tenía la línea pura y mística de una Niobe; los ojos, casi cerrados, quedaban envueltos en las sombras de las pestañas; se plegaban los labios dolorosamente, y el cuello arqueado parecía pálido y blanco como de una estatua alabastrina.

Juan se inclinó; sus labios buscaron aquel cuello y depositó un beso de fuego en el gracioso hoyuelo que formaba el nacimiento de la sonrosada orejita. Se estremeció Dolores, alzó airada la cabeza; la luz del día y la luz de los ojos de Juan le hicieron cerrar los párpados; un beso acariciante, dulce, largo, cayó sobre los labios entreabiertos como una rosa de pasión, y esta vez no hubo protesta. Su cabeza se dobló semejante á un lirio en su tallo; dos bocas ansiosas se juntaron, se enlazaron los brazos amantes; la visión del mundo huyó de su vista para volver á sumergirse en las armonías del infinito. El primer rayo de sol rasgó las nubes como si viniera á saludar el triunfo de la Naturaleza y de la carne...

¡Habían encontrado su tesoro!


Publicado el 31 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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