En la Sima

Carmen de Burgos


Cuento


I
II
III

I

Se extinguió la última trepidación de la máquina. El tren quedó inmóvil sobre los raíles. A la derecha se extendía el campo silencioso, la llanura inmensa, perdidas las montañas en el negror de las tinieblas; arriba un cielo con profundidades de terciopelo y los soles hundidos como clavos de plata en la densidad del obscuro azul. A la izquierda los faroles del andén esclarecían la parte baja de los árboles de ramaje anémico alineados á lo largo de la vía, raquíticos, de un verde obscuro y sombrío, tristes con el ansia de agua y el continuo respirar de humo y polvo, mientras las copas, sin luz, se recortaban en el aire con fantástica vaguedad.

En el fondo, el restaurant de la estación de Baeza dejaba escapar por las abiertas vidrieras un raudal de luz blanca, reflejada en los albos manteles y en la vajilla de loza que cubrían las grandes mesas.

Cerca del restaurant, la cantina ostentaba sobre el pequeño mostrador provisiones abundantes: bacalao frito, huevos duros, chorizos, rajas de salchichón. Un enorme cesto contenía multitud de panecillos; dos panzudos toneles y una ventruda damajuana de vidrio, que asomaba el cuello corto entre la funda de palma, estaban colocados al pie del mísero estante de madera, lleno de botellas, ofreciendo bebida en abundancia á las resecas gargantas de los viajeros modestos.

Los vagones de tercera clase vomitaron el pasaje sobre el andén; aroma de sudor y eco de inarmónicas carcajadas se esparció en el aire. La mayor parte de los viajeros eran quintos; venían de las provincias de Almería y Granada, con destino unos á Madrid y otros á Sevilla. Vestidos todos con trajes semejantes, cuidadosamente afeitados, se hacía difícil individualizar entre ellos; empezaba la uniformidad á anular la persona. Aquellos muchachos, que salían de su aldea por vez primera, olvidaban el dolor de las despedidas con el aliciente ele la curiosidad; con los ojos muy abiertos y el espíritu avizor contemplaban todas las cosas que se ofrecían á su vista: el tren, las gentes, las estaciones, un mundo nuevo revelado de repente, como si una mano invisible descorriera el telón de un inmenso escenario. Iban de acá para allá, buscando á los compañeros con la alegría bulliciosa de la juventud que marcha hacia lo desconocido. De sus siluetas pardas se destacaba la blancura de las alpargatas nuevas, que dificultaban los movimientos de aquellos pies acostumbrados á la libertad y al frescor de la tierra, molestos ahora con la funda de suelas y calcetines.

Unidos todos, se formaba de sus almas sencillas el alma perversa de la multitud; se aguzaba el ingenio y la malicia; los quintos, los borregos, tan medrosos ante el sargento, convertíanse en maestros de donaires y truhanerías.

Se lanzaron á la cantina.

—Un chorizo.

—Un vaso de vino.

—Dos panecillos.

—Bacalao.

—Déme agua.

—Una botella.

—Aguardiente.

Cientos de bocas gritaban á la vez, se extendían todas las manos á un tiempo, alguno guardaba para sí lo que otro había pedido; se atropellaban, empujándose y chillando en confusión, con la esperanza secreta de engañar á los cantineros, aturdidos por el aluvión de demandas.

Algunos se atrevieron á empujar la vidriera de la fonda.

—Vale dos reales el café —les advirtió el mozo que salía presuroso á su encuentro.

—No importa —repuso con aplomo uno de ellos.

É hizo sonar en el bolsillo del chaleco las monedas de plata entregadas por la previsión amorosa de la familia.

Varios compañeros miraban desde fuera el atrevimiento de los que se metían en aquel para ellos supremo centro de lujo, y los vieron tomar asiento cerca de una mesilla y saborear las tazas de café hirviente entre espirales de humo azul.

La sala del restaurant tenía un ambiente tibio, silencioso, contrastando con el bullicio del andén. Una señora ataviada con largo pardesú y flotante velo de gasa blanca en el sombrero, iba seguida de perrito y doncella, de un lado para otro, sin encontrar sitio donde poder colocarse en la mesa, servida para cincuenta cubiertos, y sin más comensales que dos viajeros sentados junto á uno de sus ángulos.

Cerca de la mesa ocupada por los quintos, que parecían silenciosos y confusos en aquel medio señorial, bebían y fumaban tres hombres, entregados á una de esas íntimas conversaciones que se mantienen siempre en voz baja. Dos de ellos eran de aspecto vulgar; vestían trajes á la usanza del país, descuidados, grasientos. Gordo el uno, con esa cara de satisfacción, de calma y de hombría de bien que produce el exceso de kilos, y que con tanta facilidad capta la confianza á los obesos y les da cierta gracia en el decir de sus chistes. El otro formaba contraste con su compañero, alto, seco, de nariz grande, ojeras marcadas y cabello de un negro intenso; una delgadez de enfermo vicioso repulsiva; el cuello largo, salientes los pómulos, marcadas las articulaciones en punta aguda, como palos: aquel hombre produciría, al moverse, ruido de huesos y chasquido de músculos sin jugos. El tercero de las tres revelaba en todos sus rasgos pertenecer á una clase social distinta: alto, bien formado, vestía con exquisita y desdeñosa elegancia un terno de lanilla gris, de corte irreprochable; su cabello, castaño claro, estaba lustroso y perfumado; los ojos, dulces y distraídos, miraban con altiva serenidad; la mano, fina y bien cuidada, acariciaba la punta de la corbata de seda caída sobre la finísima camisa; parecía escuchar sin interés la conversación en que sus dos acompañantes se esforzaban en distraer su aburrimiento. El ruido del andén llegaba hasta ellos con rumor de oleaje; los quintos terminaban de sorber el café aun humeante; los dos viajeros pagaban al mozo el gasto de la comida, y la dama del perrito y la doncella criticaba el servicio, pedía platos extraordinarios y se quejaba en voz alta, con marcado acento sevillano, de las cosas de España.

La vidriera se abrió con estrépito; una mujer sola entró en la estancia. Era alta, morena, con esa belleza, española que es elegante con curvas y distinguida con flexión de cuerpo. El vestido, sencillo, de alpaca gris, se plegaba á su talle robusto, redondo, al cuerpo amplio; la cabeza, de rizos negros, se asentaba gentil sobre los hombros; la garganta torneada, firme, lucía la tez de morena blanca, con tonalidades de plata, que iluminaban unos ojos pardos, protegidos por espesas y arqueadas pestañas negras y cejas del mismo color, finamente dibujadas en la tersa frente. La nariz fina, el perfil correcto, daban á un tiempo aire de severidad y de inocencia á las facciones. La boca, como una estrofa roja, rompía con su risa loca y fresca la unidad del conjunto armónico. Con su entrada se esparció una ráfaga de aire fresco en la sala, una ola de perfume. Todos fijaron en ella los ojos. El joven se levantó sorprendido.

—¿Usted aquí, marquesa?...

—¡Conde!... ¡Luis! —repuso ella alegremente—; ¡qué alegría encontrarte!

Y sin darle tiempo á responder, añadió con aturdimiento:

—Soy vecina de Baeza desde esta mañana... Me dormí en el reservado de señoras, y no desperté á pesar de los gritos que daban en la estación y del ruido de las maniobras para el cambio de tren...

El revisor me ha despertado en la estación de Javalquinto... y aquí estoy aburriéndome hace doce horas... Espero el correo de Madrid.

Hablando así, se había sentado cerca de la mesa, y sin más ceremonias, buscaba una copa de cerveza.

—¡Qué sorpresa, tan agradable, querida María —repitió Luis, aceptando la familiaridad que ella le ofrecía, y añadió galante: —¿Qué deseas tomar?

Nada, nada; deseaba la llegada del correo; un día entero en una estación, lejos de la ciudad, se hacía insoportable... Era una fortuna aquel encuentro, para pasar agradablemente el rato de la espera. ¡Si lo hubiera encontrado por la mañana!... Buena falta le hubiera hecho. Le contaba riendo, entre sorbo y sorbo de la dorada cerveza, que el revisor había dudado de la autenticidad de su kilométrico.

—No me ajusto al patrón de lo que el pobre hombre creerá que debe ser una marquesa. Lo disculpo porque yo también he tenido ilusiones. ¿Verdad, querido Luis, que al hablar de los aristócratas los soñamos á todos como graciosas figulinas? Los picaros cuentos versallescos y las leyendas de la Edad Media tienen la culpa: castellanas esbeltas de rubias guedejas y finos talles, con el halcón al puño... marquesitas pálidas, frágiles, quebradizas, con las siluetas largas prolongadas en una cola de gasa... ¡Pobre hombre! Le he destrozado una ilusión... le dolerá... Recuerdo que lloré la vez primera que vi una corte... Infantas gordas, chatas, feas; duquesas semejantes á mozas de molino; condesas rígidas, antipáticas... Había una vestida de raso malva con un deseo te monumental. No lo olvidaré nunca: se le hundía el encaje entre la carne como los hilos que ponen las cocineras en las pulpetas... Era lo mismo mirarla de cara que de espalda iguales redondeces.

—Siempre tan aturdida, María —interrumpió el joven conde de Herrerías.

Sí, aturdida, porque decía la verdad; ¡conocía tan bien ella las cortes! Aquellas damas tan piropeadas por los periodistas, á pesar de tratarlos á vaquetazos, no valían más moral que físicamente.

¡Cómo se reía leyendo en las revistas: la hermosa, la elegante, la inteligente! Conocía una princesa que al dedicarle un libro lo recibía temerosa de un atentado á su bolsillo, declarando con ingenuidad: «Yo no leo nada.» Otra, nieta de un prócer, historiador ilustre inmortalizado por la sátira de un gran poeta, habíale confesado no conocer la obra de su abuelo...

Desatada la charla, María hubiera seguido arrastrando por el comedor del restaurant todo aquel mundo que rodean de poesía las sencillas imaginaciones deslumbradas, si Luis no la hubiese detenido decidiéndose á presentarle sus acompañantes:

—Gabriel Merino y Roque García, antiguos servidores de la casa... hoy amigos...

Había cierta amargura en el acento de Luis. María les alargó la mano... era

una demagoga de sangre azul. Sí, sí; ya sabía ella algo de lo que á Luis le pasaba. ¡Si tuvieran tiempo de hablar! ¡Cómo le gustaría enterarse de todo!... No por curiosidad... era interés... recuerdo de mejores días... al fin... Se interrumpió con una turbación extraña.

Envolvióla él en mirada indefinible. ¿Para qué había de irse tan pronto? Podía pasar unos días en Linares, revivir recuerdos; él podía llevarla en su automóvil, que esperaba á la salida del andén. Le contaría muchas cosas.

La cabecita de rizos negros, tan serena y tan loca, sentía la atracción de la aventura. ¿Por qué no? Era libre, nadie la esperaba; sería un placer aquella carrera en la sombra al lado de Luis, un amigo antiguo, hundido ya en el pasado, que resurgía de un modo,tan extraño. Aquello tenía algo de novedad, rompería su aburrimiento... Aun antes de decidirse hizo algunas preguntas que podían llamarse condiciones. Se hospedaría en la fonda sola... No podría interpretarse su conducta más que como una curiosidad inocente... Tenía mucho de resignado la respuesta de Luis:

—¡Qué duda cabe, qué duda cabe!

Se levantó palmoteando con alegría.

—Vamos, vamos, acepto. ¿Dónde está el automóvil?

La sala estaba ya desierta; sólo quedaban los dos amigos de Luis, cariacontecidos y sin poder disimular el malhumor por la brusca intromisión de aquella mujer con ráfagas de torbellino, que les arrebataba al señorito, sin dejar hablar á nadie.

La marquesa y Luis salieron al andén.

Se había escuchado la señal anunciadora de nuevo tren: el que ella había esperado impaciente todo el día. A lo lejos oíase el trajín de ruedas y poleas; de hierros y maderas, movidos y arrastrados por la fuerza del vapor. Las grandes luces rompieron las tinieblas y la nueva máquina avanzó en la obscuridad silbando, hasta quedar inmóvil. Sonó una campana y una voz:

—¡Señores viajeros para Madrid, al tren!

La marquesa de Montano se apretó riendo contra el brazo del conde de Herrerías, Ella no se iba en aquel tren; decididamente hacían su viaje en automóvil, estaba resuelta.

Se produjo un movimiento rápido entre la muchedumbre, y la voz de un sargento llamó con imperio:

—¡Quintos para Madrid! ¡Á lista!

Dos cabos empezaron á separar los quintos. Algunos compañeros se estrechaban rápidamente la mano, haciéndose los últimos encargos; otros hablaban de arreglar cuentas de la cena; todos corrían, y muchos no olvidaban decir al paso un requiebro á la marquesa ó un chicoleo á los negros ojos de la joven dueña, parada cerca de la puerta del restaurant. Pronto estuvo hecho el apartado. El sargento empezó á nombrarlos, para que entrasen en los vagones.

—Pedro Martínez.

—Yo.

—Juan Morales.

—Aquí estoy.

—Antonio Pérez.

—Soy yo.

Y á empujones casi, iban los cabos metiendo en los coches de tercera el cargamento de carne.

—Manuel Jiménez.

Nadie repuso.

—Manuel Jiménez.

El mismo silencio.

—Manuel Jiménez— repitió con su fácil irritabilidad, de jefe improvisado el sargento.

Un sollozo salió del apretado grupo, y varios empujaron á un mu cha do hacia primer término.

—¿Eres tú Manuel Jiménez? —le preguntó.

—Sí, mi sargento; yo debía ser Manuel Jiménez... pero yo... no soy yo...

—¿Cómo?

—Manuel es mi amigo, no estaba ayer para salir; yo vengo en su lugar hasta que él venga á buscarme, pero yo me quiero ir, yo no quiero seguir... quiero ir á mi casa...

Un coro de risas respondió á las lágrimas y súplicas del muchachote. Una exclamación soldadesca irreproducible barboteó el sargento... La campana volvió á sonar, agitada con violencia en el andén.

—¡Señores viajeros para Madrid, al tren!...

El correo no esperaba.

Se suspendió la lista; todos en tropel se abalanzaron á los vagones; el sargento, maldiciendo y jurando, empujó dentro del suyo al muchacho, que bramaba con un vozarrón desesperado:

—Yo no soy; yo... Yo me quiero ir... Soy el hijo del tío Juanico... déjeme usted que me vaya, mi sargento.

Un instante después la locomotora silbó de nuevo, y el tren, respirando como si despertase de un ensueño penoso, se hundió en la sombra del túnel inmenso de la noche. Quedó en silencio la estación; escuchábase en la cantina el tintineo de la calderilla que contaban los encargados. Los mozos se iban retirando con pasos pesados y lentos; empezaban á cerrarse puertas y apagarse luces. María, colgada al brazo de Luis, habíase adelantado hacia el centro de la vía y fijaba la atención de sus ojos y de sus oídos en el tren que se alejaba. ¡Allí debía ir ella! ¡Y no iba! Era un triunfo de su voluntad; de su libertad absoluta, una cadena rota, y la veía con placer sacudida lejos de sí...

Se volvió al andén y llamó con vocecita de niña:

—¡Cartucho! ¡Cartucho!

—¡Señora!

Apareció un hombretón de unos cincuenta y cinco años, en mangas de camisa, con pantalón y chaleco de pana grisácea y desteñida y brilladora por el uso y por la grasa, con los pies morenos desnudos dentro de las alpargatas y la enorme faja amarilla enrollada al cuerpo.

María dióle algunas órdenes relativas al equipaje.

—¿Conoces también á Cartucho?

¿Cómo no? Lo veía cada vez que pasaba por aquella línea; ella era una demagoga de sangre azul, y repetía esta frase con algo de vanidad ingenua. El buen Cartucho tenía humos de señorío, parientes en Madrid, y si quisiera vivir en la corte le darían empleo en un gran rotativo; pero él había pasado su vida pegado á la estación de Baeza. Era allí una institución, pronto á servir á los viajeros, honrado, fiel. ¡Las cosas que sabía! Ahora el pobre estaba afligido. Se le había muerto la mujer, la compañera de toda la vida. ;Le hacía tanta falta en casa! Habían pasado cuarenta años juntos y criado diez y ocho hijos. María, con su mezcla de sencillez y malicia, había escuchado aquel día las quejas de dolor del pobre hombre.

Hablando así salieron á la espalda del andén.

Allí había otra cantina económica, cerca de cuya puerta esperaban los coches que iban á Úbeda y el automóvil del conde con las luces encendidas. Colocó Cartucho unos paquetes en el vehículo; tomaron asiento en él la marquesa y Luis; colocóse éste la gorrilla de chaufeur sobre los cabellos; envolvióse ella la destocada cabeza en un velo de gasa blanca; se cambió una despedida con los espectadores y instintivamente envidiosos de la pareja feliz; sonó la bocina, estremecióse la máquina osciló un momento y emprendió la carrera camino adelante, dejando á su espalda un fatigoso olor de humo y gasolina y el eco del taf-taf que repercutía en el aire inmóvil del campo.

En los primeros momentos, ni Luis ni María hablaron; sentían la impresión de la carrera, de la libertad, algo que satisface el ansia de volar de un espíritu amarrado al molde de arcilla; el instinto de pájaro que logra al fin batir las alas.

Les envolvían las sombras, el pedazo de cielo azul obscuro con clavos de plata sobre la cabeza, el radio esclarecido por las luces del automóvil á su alrededor; sin segundos términos donde tender la vista, limitado todo á ellos mismos; sin más ruido que su voz y el taf-taf de la máquina y las ruedas; sin más figuras que sus siluetas, esfumadas en la obscuridad, como fantásticas sombras chinescas.

El habló por decir algo.

—¿Qué hay por Madrid?

Destapóse la alegre verbosidad de la marquesita.

Lo de siempre; la mar de líos: no se dejaba á nadie tranquilo. Ya se sabe: en juntándose media docena de mujeres se pelean... Y los hombres no valen mucho más... pero á lo menos ellos reñían por ambiciones más grandes; ellas por pequeñeces... por odio al sexo.... Más valía que fuese así... Su charla traía al señorito provinciano campesino, alejado de la vida mundana;, recuerdos y bocanadas de ambiente de Madrid.

Le refería hechos, dándole noticias de sus conocidos con los nombres que le eran familiares. Se habían peleado la marquesa de la Charca y la señora de Gris... Una historia sabrosa; los ateneístas y los del Veloz habían tenido ocasión de enterarse de curiosos episodios. La emperatriz de las cursis seguía dando sus reuniones; allí se cantaba, se leían versos; eran de una afectación deliciosa. Ahora concurría á ellas la marquesa de la Charca para fastidiar á la de Gris. Eran reuniones muy productivas... Entre semana podía encontrarse de nuevo allí tal ó cual contertulio con esta ó la otra distinguida dama... Como la señora de la casa no recibía, ocupaciones imprescindibles la obligaban á dejarlos solos. Eso nada de particular tiene... entre personas decentes. Los visitantes conversaban á su sabor, sin peligro de que les interrumpieran; algún valioso regalo recompensaba á la dueña del salón.

Se lo había asegurado Fontanar, un periodista travieso, que celebraba allí sus coloquios con la duquesa de Castro-Emburryz. Estas damas viejas eran terribles. La marquesa de Argollas se dedicaba á los niños; iba mezclando su sangre mulata á la aristocracia toda. Como cada amante no la duraba más de ocho días, se había puesto de moda la frase de que la criolla estaba de novenario.

—¿Y tú? —interrumpió él.

¡Anda! Ella... cualquiera daba diez céntimos por su pobre pellejo; tanto habían clavado en él las uñitas sonrosadas sus aristocráticas amigas... Pero no se preocupaba, dijeran lo que quisieran. Le dolió al principio la crítica y la calumnia; después, convencida de que no podía luchar con ella, se entregó á la indiferencia. Nada justificaba el cúmulo de falsedades que le imputaban... ¡Si hubieran sido verdad, ninguna de sus amigas podría arrojarle la primera piedra! Después de todo, ¿qué le importaba? Era rica, independiente, sola... No tenía ambición ni deseaba tomar la almohada... Con media docena de personas queridas que la conocían y la apreciaban, tenía bastante para sus afectos y podía reírse de todos los que se ocupaban de ella, sin preocuparse para nada de cuanto dijeran.

—¿Te has hecho revolucionaria?

—Platónica; conservo la aristocracia del olfato, el sentido helénico de la belleza: no podría jamás consentir en ponerme roja en un mitin vociferando por cosas que desprecio... y abriendo demasiado la boca... ¡Sacrifico las ideas á la estética!

El viento de la carrera le había soltado el velo; los cabellos revueltos notaban azotándole las sienes, y algunos rizos llegaron hasta la cara de su compañero. Un olor de tomillos, cantuesos y romeros denotaba la proximidad de las montañas veladas en la sombra; un perfume acre y húmedo de tierra otoñal les envolvía; no se distinguían segundos términos; el automóvil con su monótono taf-taf parecía no moverse del mismo sitio, á pesar de su carrera loca; la luz de los faroles esfumaba la silueta robusta y noble del chafeusse y el matiz negro de los cabellos de la marquesa sobre la tez plateada y la garganta firme.

—María —murmuró él acortando la marcha—: ¿no recuerdas nada?... ¿No amas?...

Pareció agigantarse la estatura de ella y adquirió su perfil toda la severa gravedad que le robara la roja estrofa de sus locos labios.

¡Amor! No. Recordaba un tiempo pasado, un tiempo en que era buena, inocente y crédula... Entonces pudo amar. Ahora no creía en nada, y sin fe no hay amor posible...

Y como si temiese una interpretación á sus palabras, añadió:

—No es una alusión, Luis; el pasado está muerto, olvidado; sobre sus cenizas nació esta mujer nueva. La otra sentía, ésta piensa; la otra creía, ésta analiza... No es nuestra la culpa... Tal vez fuimos demasiado idealistas, y la realidad nos hirió... Acaso los que nos lastimaron estaban en el estado que hoy nosotros....

Y siguió explicándole aquella extraña ansia de amor que la llevaba á fantasear novelas, á sembrar ilusiones, á ver padecer almas honradas y buenas entre el engranaje de la mentira que la rodeaba... ¡Pero no se moría ninguno! Le habían hablado de amor en todos los tonos y en todos los idiomas... Era una música agradable para no hacerle caso...

—¿No prefieres á nadie?

—No; les amo mucho á todos para consentir en ser de uno. Les necesito para distraerme; es imposible amar, Luis, cuando se ve demasiado claro.

Se había puesto triste.

La brisa no les traía va el ambiente de leñas del monte, y eco de lugares habitados llegaba hasta el automóvil..

—¡Cómo debes despreciar á los hombres! —murmuró él.

—Tanto como tú á las mujeres —repuso ella.

Les envolvió el resplandor de varias luces; había allí ya casas, calles; el antipático guarda de consumos les salía al paso con el farolillo en la mano; el sueño de sinceridad sentido entre el olor de romero, tomillo y cantueso, bajo el manto de terciopelo azul y el velo de la noche otoñal, se desvanecía. Una rápida transición del timbre de la voz reveló la entrada en la vida real, y María, con su acento elegante de mujer frivola, exclamó alegremente:

—Hemos llegado. ¡Qué delicioso viaje, amigo mío!

II

Luis de Herrerías era el tipo perfecto de esa aristocracia decadente, degenerada, cuyas prerrogativas, fortuna y virilidad van cayendo poco á, poco en la sima abierta por el tiempo.

Ultimo vástago de su estirpe, había presenciado la ruina de su fortuna y de su raza. Su árbol genealógico se remontaba á la época de las Cruzadas; de allí provenían sus títulos de nobleza, y durante toda la Edad Media los condes de Herrerías ocuparon lugar distinguido en la historia de la patria: barones esforzados, fieles á su rey, señores de alodio en Linares, tenían influencia y poderío, mezclándose su linaje á los linajes soberanos.

Después, en la evolución histórica, cuando los últimos monarcas de la casa de Austria se entregaron á la molicie de las letras y éstas dominaban á las armas, los condes de Herrerías lucieron su nobleza en la corte: privados y favoritos de Felipe III y Felipe IV, don Carlos de Herrerías fué poeta, amigo de Villamediana, justador en lides literarias, y don Juan de Herrerías conservó el prestigio de su casa al lado de los Borbones, guerreando con denuedo por Felipe V.

Intrigaron los Herrerías en la corte de Carlos IV, y cayó sobre ellos la nota de afrancesados por servir los intereses de Napoleón, pero tomaron parte en el gobierno de la nación con Fernando VII. Ya en esta época su casa empieza á quebrantarse. Doña Beatriz, la segundona de la aristocrática familia, tuvo que ocultar en el claustro su orgullosa soberbia de dama linajuda que no halla marido de su estirpe; el hermano primogénito se retiró á Linares, convirtiendo su nobleza cortesana en nobleza rural. El árbol genealógico había perdido sus ramas; unida al tronco robusto quedaba ya sólo la primogénita, delgada sequeriza, vinculada en el padre de Luís, cuya influencia mermó con la restauración, alejándolo del círculo de nobles palaciegos, olvidado en la soledad de su vieja casa solariega.

La política, campo donde esgrimen sus armas al lado de los hijos del pueblo los aristócratas de hoy, y donde los plebeyos hallan títulos de nobleza, le estaba cerrada por su abolengo carlista y la mancha de afrancesado. Los hombres que se acercaban al trono para sostenerlo con sus brazos robustos de pecheros, lo miraban con desconfianza, y la vieja nobleza de abolengo no le perdonó la mezcla de sangre inyectada por su abuelo á la raza uniéndose en matrimonio con una linda moza de la serranía de Granada. A pesar de los privilegios concedidos á los Herrerías para ennoblecer al casarse á sus consortes, se miraba con deprimente tolerancia el matrimonio del conde Teobaldo. Pero sin duda aquel enlace había sostenido la familia dos generaciones más. El conde, cruzamiento clandestino de un monarca austríaco y una condesa de Herrerías, tenía la degeneración aristocrática de las dos familias: la palidez blanca que deja transparentar las venas moradas, los ojos de azul lechoso y el cuerpo de morbidez blanda. Se extinguió entre los brazos morenos y ardientes de su esposa, á la que dejó un vástago raquítico y enfermizo.

María había conocido á la abuela de Luis. La buena doña Dionisia tomó en serio su papel de reparadora y puntal en la sangre y casa de los Herrerías. De una vivacidad extraordinaria, doña Dionisia poseía el don de dominar en absoluto á cuantos la rodeaban; era una mujercita torbellino, cuyas órdenes se multiplicaban sin cesar; incansable en el trabajo, irascible y severa con todo el que faltase á su obligación, vigilante de los más pequeños detalles.

El flaco de doña Dionisia era preocuparse con exceso del ¿qué dirán? Cifraba su orgullo en pasar por señora distinguida y en afirmar el poderío de la familia, ostentando la abundancia. Docenas y docenas de sábanas, manteles y toallas se amontonaban en el fondo de las grandes arcas, sin llegar á ser usadas, pero sin que por esto la condesa viuda cesara de hacer nuevas compras. Su gusto era citar el inventario de lo que poseía. Su despensa se asemejaba á un almacén al por mayor: llena de granadas, uvas, castañas, almendras y todas las demás frutas que las provincias andaluzas envían á Linares, mercado donde se pagan á peso de oro por los mineros, que no tienen el vicio de ahorrar, y gastan su dinero para gozar el presente, puesto que el mañana se les aparece siempre con la visión de una piedra que cae de la mina, de un cable que se rompe, de un barreno que estalla ó de un terreno que se desprende.

Las orzas de escabeche, de aves y de pescado, se alineaban á lo largo de las paredes, alternando con los montones de salazón, bajo la red de cuerdas de embutidos pendientes de sogas entrecruzadas en el techo.

Las tablas repletas de roscas y mantecadas causaban Ja admiración de las comadres que las veían en las tahonas. La gloria de doña Dionisia estribaba en la fama de mujer casera: sacaba el almidón del trigo, lavaba el grano para enviarlo al molino, cernía la harina y amasaba el pan en la casa, aunque le saliera peor y más caro.

A la sombra de su constante actividad vivían muchas familias que pagaban sus favores con elogios, y ella, satisfecha de reunir su pequeña corte, sabía mantenerla, mientras que con admirable buen sentido administraba sus bienes. La casa Herrerías seguía su engrandecimiento gracias á ella.

Sus errores fueron, hijos del cariño maternal y de la vanidad que la dominaba. No consintió que que su hijo, el joven conde de Herrerías, se separase de su lado para estudiar; lo educó como un señorito provinciano, inculto é inútil, y lo casó apenas cumplía los veinte años, con una dama, de alta alcurnia, pobre de solemnidad, la cual traía su anemia y su ilustre apellido por dote al matrimonio.

Mientras vivió doña Dionisia todo fué bien: ella sujetaba al hijo á su férula y ejercía una influencia despótica sobre la nuera, jovencilla frágil, enfermiza, piadosa y resignada, que vivía dentro del matrimonio con misticismo de religiosa, lo mismo que antes en el convento donde la educaron.

Los primeros hijos murieron al nacer ó de pocos meses, como flores de estufa marchitas sobre su tallo con la influencia del aire y de la luz, sin que conmovieran gran cosa el corazón, de la madre absorta en su vida de contemplación y piedad. La condesa viuda se desesperaba de la pasividad de su nuera. Sentía ansia de tener un nieto, la seguridad de que no se extinguiría en su hijo el noble linaje de la casa condal.

El nacimiento de Luisito vino á colmar la dicha de la abuela. Lo llenaba de caricias, de cuidados; su cariño absorbente llegaba á tiranizarle, no dejándole andar ni moverse. Aun se conservaban en la casa retratos en los cuales se veía al niño vestido de terciopelo, con adornos ele encajes, luciendo una belleza de pajecillo versallesco, al lado de la matrona fuerte y vulgarota, que lo asfixiaba en su ternura.

Doña Dionisia se quejaba de la debilidad de su nieto; conocía que la sangre azul de la madre, unida á la de su hijo, reproducía todos los gérmenes morbosos de dos familias aristocráticas, y se consideraba culpable por haber buscado aquel enlace.

María recordaba la existencia señorial y austera de la casa en vida de la condesa. El silencio solemne de las grandes habitaciones altas de techo; la quietud conventual

del palacio. El conde pasaba los días en continuas partidas de caza; su esposa compartía el tiempo entre el reclinatorio y el lecho, ó absorta en la oración ó postrada por su naturaleza débil. Doña Dionisia imperaba en todas partes: la cocina, la administración, el campo; era el alma de la casa.

De noche, después de la cena, se reunían en la gran sala todos los miembros de la familia, criados y servidores. El capellán, ó en su defecto la misma doña Dionisia, llevaba el rosario, que coreaban todos, devotos y soñolientos. Después, la estación al Santísimo, la letanía á la Virgen, las devociones de la casa. Una hora de rezos. Apenas acabados, se marchaban á sus quehaceres, doña Dionisia acostaba, al niño y se retiraba á dar la última mirada de vigilancia. Después volvía á jugar su partida de tresillo, para acostarse á las once y levantarse con el sol.

Su padre, médico de la casa, el capellán y el conde eran los obligados compañeros de juego de la buena señora. La condesita, sentada cerca de ellos, se entretenía murmurando plegarias, mientras de sus pálidas manos se deslizaba la delicada labor de encaje.

Algunas noches el médico llevaba á María; era entonces una criatura vivaracha y traviesa, en cuya frente había la melancolía de los niños que no tienen madre. Doña Dionisia le temía. Luisito se animaba con ella, se tornaba revoltoso y se negaba á retirarse ó no se quería luego dormir. En cambio, la condesita gozaba con la presencia de la niña; parecía complacerse en prodigarle caricias maternales, y mientras su suegra acaparaba el cuidado de su hijo, ella dormía en su regazo á la criaturita de tez morena y cabellos de ébano, sobre cuya frente ardorosa le gustaba posar sus labios pálidos.

La gran sala tenía ambiente de parroquia: alto el techo, de gruesas vigas, desconchadas las paredes, cubierto el piso con una estera de esparto blanco, escasos los muebles, entre los que no faltaba la mesa de pies retorcidos y gruesa piedra de mármol, sobre la que se alzaban la urna de la Dolorosa, los dos faroles con flores de trapo y frutas de cera cubiertas por tubos de cristal y los largos candelabros de cinco bajías, que no se encendían nunca.

La luz del gran velón de cobre de Lucena, con dos de los cuatro mecheros encendidos y alta la pantalla verde para evitar la sombra, esclarecía el radio de los jugadores. Debajo de la mesa de camilla, esparcía su calor un bien pasado brasero.

De vez en cuando, alguno de los jugadores se inclinaba, y con gran peligro de las fichas moradas, verdes, encarnadas y blancas que lucían en los canastillos de mimbre, entreabría el tapete para trazar en la ceniza blanquecina, una firma de ascuas con la paleta de bronce.

La muerte de la condesa viuda vino á cambiarlo todo. Al principio pareció que los espíritus se expansionaban, libres de la férula que ejercía sobre ellos; después se echó de menos su vigilancia protectora, pero su desaparición marcaba el principio de una nueva era.

El conde tomó posesión del tesoro acumulado en el fondo de los cofres de su madre, á la que el respeto le hizo no preguntar jamás por la fortuna.

Le pareció llegada la ocasión de salir de Linares, de gastar una parte de aquel capital inactivo, y de educar á Luis de distinta manera que lo habían educado á él.

Bien pronto el espíritu del señorito provinciano sintió el deslumbramiento de las grandes capitales, y los placeres de la vida le solicitaban con mayor violencia cuanto más había tardado en conocerlos. Se mezcló en la política para hallar pretexto de vivir en Madrid, y con escándalo de sus piadosos amigos se presentó candidato del partido liberal para diputados á Cortes. La elección costó sangre en Linares; la pobre condesa estaba aterrorizada. Su marido y su hijo se escapaban á su influencia y no se le reunirían en el cielo, porque Luis también era un alegre y descreído calavera que no se inquietaba por ir á misa y seguía las costumbres depravadas de su padre.

La pobre condesita pasaba la vida en la vieja casa solariega, tan grande y tan sombría, sin más compaña que la de María, puesta bajo su tutela desde la muerte del médico. Su marido y su hijo se acercaban á ella de tarde en tarde, con más veneración que cariño. Venían á depositar un beso en su frente ó en su mano tiernamente, con respeto á su santidad, que les asustaba, y se marchaban pronto.

Desde esa época empezó el desmoronamiento de la casa de Herrerías. Padre é hijo derrochaban el capital en continuos viajes, en las mesas de juego y en el boudoir de las cupletistas y bailarinas.

La condesa, libre, habíase entregado en manos del clero. A su antigua vida de molicie sucedía una gran actividad de catequista. Iba de casa en casa propagando la fe y el culto de los corazones de Jesús y María, por medio de espléndidas dádivas á los devotos.

El marido y el hijo, contentos de su tolerancia, dejábanla hacer, sin que ella se atreviese á pedir cuentas, con el tensor de tener que darlas. Las cartas del conde y de Luis se reducían á dos letras de saludo y á peticiones de dinero; la condesa, por su parte, demandaba cada día nuevas sumas á su administrador. Ya era un dote á alguna doncella menesterosa, ya para costear una novena ó una función de iglesia, ó bien para la fundación de una ermita ó de un convento.

Cuando se acabaron las economías y las rentas no bastaron á cubrir los gastos, se apeló á la usura, al pagaré, á la hipoteca. Unas fincas se hipotecaban para no perder otras, y cuando estuvieron todas gravadas por censos, hubo que acudir á la venta. La condesa, tan débil é indiferente á todo, fué la que, á imitación de doña Dionisia, tomó á su cargo sostener la casa. Pero su labor se reducía á verla caer con esplendor: ni el esposo, ni el hijo, ni ella misma, moderaban sus gastos. Su único afán era que no se hiciera visible la ruina de que todos hablaban, continuar viviendo con el mismo fausto. Su grandeza caería de golpe desplomada, en la sima abierta por el clericalismo de la mujer y los vicios de los hombres.

Y en este naufragio perecieron hasta los más caros afectos de María.

La muerte del conde, sucedida en Londres, adonde había ido detrás de una de sus amantes, hizo á Luis jefe de una casa cuyo capital se reducía á pagarés vencidos y fincas hipotecadas.

Alguien habló de un matrimonio ventajoso para Luis y de que ella, aceptase otro enlace.

María temblaba y sentía oprimírsele el corazón de angustia al recordar aquellos días de amargura, de ingratitud, en que conoció todos los dolores de la vida, la muerte de sus esperanzas. La sacrificaron sin piedad, y se resignó por amor á los mismos que la inmolaban.

Su hermosura había sido una flor tardía que se abrió sobre las ruinas de su alma. Niña, jovencita, cuando su corazón era puro y podía amar y ser adorada, su cuerpecillo anguloso, anémico, carecía de aquella belleza espléndida que se desarrolló después. Se recordaba con el seno liso, estrecho el talle, deprimidas las caderas y amarillas como hostias las manos delgaditas. Las facciones correctas, la boca pura, los ojos de luz fosforecente, rodeados de círculos azules, y el espléndido manto negro de sus cabellos, eran encantos que se perdían en el rostro flácido y el color terroso de la piel. En aquella época de su juventud amó á Luis: si él hubiese tenido un alma sencilla como la suya, hubieran podido ser felices. Felices como ella entendía entonces la dicha; á la manera de esas mujeres vulgares y buenas que se encierran entre las cuatro paredes del hogar para mantener la santa ignorancia, engendradora de su fe.

Luis no supo amarla entonces. La abandonó para casarse con miss Harrison, una señorita de la colonia inglesa, multimillonaria, que con escándalo de sus compatriotas quiso llevar el título de condesa de Herrerías.

Fué entonces cuando ella aceptó la mano del viejo carlista, marqués de Montano. Después de viuda, la existencia loca, vertiginosa, para no pensar en la tristeza de un hogar vacío y de un alma incapaz de amar, por falta de fe en las pasiones que inspiraba; replegada en sí misma, con miedo á servir de juguete á un hombre, de hallar dolores acerbos en el sentimiento, refugiándose en la frivolidad.

Tampoco Luis había encontrado la dicha. Arruinada su casa, recogió por toda herencia de sus padres el viejo título y los pergaminos de nobleza. El buen sentido sajón se sobrepuso en la esposa al cariño.

Ya podía ostentar en los salones de Londres un título nobiliario, y no deseaba más. Después de varios altercados y disgustos, aprovechó la ocasión del escándalo dado por Luis al escaparse con una cupletista para separarse de él. No tenían hijos, no se amaban, y el joven conde consintió, mediante el pago de una renta que la esposa le asignó para sus gastos. Su matrimonio había sido un mutuo convenio. Luis vendió su título y ella compraba su libertad con algunos miles de francos. Era lo bastante despreocupado para no hacer caso de lo que dijesen sus conciudadanos, y sabía sacar el mejor partido de la situación. Su renta escasa le obligaba á vivir en Linares la mayor parte del año, para establecer el equilibrio en su presupuesto.

Por Madrid no iba nunca; temía á los juicios severos de los aristócratas hipócritamente correctos. La afición á la caza le atraía hacia su ciudad natal. Allí se reunía con los antiguos servidores que se enriquecieran á expensas de su familia, y que le seguían tratando con el respeto que les inspiraba el verlo siempre espléndido y fastuoso. Luis había sabido perderlo todo, incluso la dignidad, conservando las apariencias de gran señor. Cuando firmaba el recibo de la pensión que le enviaba su mujer, sentía encenderse sus mejillas de vergüenza... Era un mal rato que sufría todos los trimestres.,, pero se resignaba á él mejor que á pensar en el trabajo... ¡Estaba seguro de que no servía para eso!

María no ignoraba nada, se lo había referido todo con noble sinceridad; la amistad que en otros tiempos les unía volvía á vivir entre ellos.


*

* *


Recordando la triste historia, la marquesa miraba distraída el paisaje que se extendía ante ella. El campo desnudo, con manchas de doradas mieses ó recién segados rastrojos, aumentaba la ardiente sequedad y aridez de la tierra plomífera en la monotonía de la llanura.

Algunos escasos grupos de higueras y nopales rodeaban las huertas cercanas á la ciudad, y entre su verdor los almendros tempranos empezaban á sonreír con florecillas blancas.

Las casas de la población se apiñaban en reducido círculo, con su color amarillento, bajas, tendidas en medio de la llanura, y á la izquierda las altas chimeneas de los pozos de las minas de plomo se elevaban rectas, con altiva majestad, para aprisionar el aire y llevar la respiración á los pulmones de la tierra.

Hacia aquella parte estaban las grandes minas, Los Arrayanes y todas las demás dependencias, de que se contaban fabulosas historias, como si Linares hubiese sido la California española.

Todo aquel campo estaba desnudo, seco, calcinado; las vías férreas y los senderos de todas clases lo cruzaban, tejiéndole una red de estrechas mallas. Cubierto de polvo de mineral, estéril en la superficie. Allí los hombres no trabajaban al sol; tenían que minar como esclavos las entrañas de la tierra para arrancarle su tesoro.

Veía la marquesa las casas miserables en que se arranchan los mineros alrededor de los pozos. Los edificios que guardaban la complicada y potente maquinaria; ascensores, ventiladores, bombas de desagüe y cuanto el hombre pudo inventar para su propio martirio.

María conocía bien todo aquello, que había deseado olvidar. Cuando su matrimonio con el marqués de Montano, rompió todos los lazos que la ligaran á su existencia pasada.

Ahora, después de tanto tiempo, había vuelto con Luís á visitar las minas, á ver todo aquel rebaño humano que trabajaba día y noche en el fondo de los pozos sombríos, entre agua, entre gases mefíticos, y que con frecuencia salían deshechos, revueltos con el mineral de plomo, dentro de una jaula del ascensor.

Recordaba siempre con espanto un día de San Francisco, cuando todos se disponían a las fiestas: una jaula cayó de lo alto de la máquina y rodó al fondo del pozo, a trescientos metros de profundidad. Cinco hombros quedaron hechos pedazos. Las infelices mujeres é hijos, que lloraban desesperados, no pudieron reconocerlos; se habían amasado unos con otros en montón informe de carne machacada.

Le parecía imposible que los hombres aceptasen semejante servidumbre; viéndolos así, nació en su alma el sentimiento de la rebeldía contra la injusticia, contra la estupidez de los humanos, que en vez de coger los frutos brindados óptimamente á sus necesidades en toda la superficie de la tierra, se agrupan en ciudades, se esclavizan, y mientras los frutos maduros se pudren al sol en las selvas vírgenes, arañan las rocas para sacar un miserable sustento. Sin duda, la idea del anarquismo nació en la mente de un minero.

Linares era muy extraña. Allí las clases de la sociedad no se confundían. A un lado los indígenas, clase media, pueblo y escasa aristocracia; á otro, la rica colonia inglesa, en su lujoso barrio, con su pastor protestante, su capilla, su casino, sin mezclarse en la vida de los otros; viviendo en plena Inglaterra, comiendo roosbif y bistek crudo y bebiendo tazas de té bajo los abrasadores rayos del sol andaluz, igual que si se hallaran entre las brumas de Londres.

Separadas de una y otra, la población minera, el rebaño trabajador, dividido también en diversas categorías. Los mineros ricos, los hampones fastuosos, que consumen todas las más ricas viandas y se dan la mejor vida. Espléndidos y camorristas, sin apego al dinero ni á la existencia, como gentes que saben que un día no volverán á salir del obscuro pozo en que trabajan. Después, los destajistas, algunos de los cuales como el Farera ó el Patata, encontraban á veces un filón blando para enriquecerse y poner una cantina; sueño dorado de los explotados, que gritan y vociferan hasta convertirse en explotadores. Y luego toda la masa de pobres gentes, trabajando en tan rudas faenas. Los poceros, siempre dentro de los agujeros de las minas, bajo la constante acción del agua, respirando en todos los momentos una atmósfera viciada, para ganar un jornal miserable. Los estivadores ó maestros maderistas; los barreneros, horadando la piedra con la barrena ó con las perforadoras en un ambiente que para ser respirable ha de refrescarse continuamente con las máquinas de aire á presión. Los paseantes, que abdicaban su dignidad de seres humanos para convertirse en bestias de carga por una amarga ironía de su destino. Recordaba haberlos visto completamente desnudos, á causa de la alta temperatura; cargar con vagones de hierro de un metro cúbico de cabida, dejando pegada á sus rebordes la piel del hombro izquierdo, ó desollándose la espalda con el roce de los esportones de plomo.

Fuera de las minas, los maquinistas, los comporteros, los lavadores, entre los que se contaban mujeres desarrapadas y chiquillos anémicos empleados todo el día para el estrío á mano por un real ó dos de jornal.

Todos aquellos eran menos desdichados que los braceros, los que picaban arrancando el metal; gente miserable que se hacinaba en las infectas casas de solteros para comer un rancho escaso y dormir en repugnante promiscuidad.

Abundaban los tarantos, que trabajaban la temporada de invierno en las minas de Linares en vez de emigrar al África, y pasan sin cambiar de ropa más que una sola vez desde la varada de Noche Buena á la de San Juan. Venían con su petatillo al hombro, con la muda limpia, y salían con la muda sucia para sus casas, cubierto el cuerpo de una corteza de tierra y sudor. La falta de agua hacía más penosa la miseria de Linares, la ciudad rica, que producía tantos tesoros.

Una impresión de angustia infinita oprimía el alma de la marquesa; le parecía que se elevaba de la llanura, para llegar á ella y herirla, el eco de todos los dolores de aquella pobre humanidad sufriente, el aroma de todas las lágrimas, la concreción de sentimientos y de ideas de que ellos no se habían dado exacta cuenta. María experimentaba, la amargura de todas las tristezas, la rebeldía de todas las injusticias.

¡Si la pudiesen ver sus amigos, todos los que la creían tan frivola y tan ligera, no la hubieran conocido!

Un alegre ruido de voces llegó á sus oídos. Eran Luis, Roque García y Gabriel Merino que volvían de su partida de caza. La marquesita se levantó para salirles al encuentro, y tuvo que defenderse de las caricias de los podencos, que la festejaban saltando á sus hombros y casi derribándola con sus acometidas.

Luis se adelantó riendo á azotarlos.

—Déjalos, Luis —murmuró ella—; animalitos... Me es grato ver que ya, en tan pocos días, me conocen y me quieren.

Tendió su pequeña mano blanca á los cazadores y acarició las cabezas de los perros, que ya se habían aquietado y se restregaban voluptuosos contra sus faldas.

La caza era escasa. Una liebre y varios pajarillos sujetos del pescuezo á la percha sobre la red del morral. Mientras los tres á un tiempo le contaban las peripecias de la cacería, iban dejando las escopetas y los arreos en la amplia cocina del cortijo.

—¿Te habrás aburrido aquí, querida? —preguntó Luis.

—No, al contrario; estaba demasiado cansada de los días anteriores y me ha sido grato reposar en esta tranquila soledad, contemplando este panorama, que tan familiar me fué en mi niñez... evocando recuerdos.

El conde le estrechó la mano conmovido y le preguntó:

—¿Deseas volver á la ciudad?

—No... ¿Para qué?...

Suspendió la frase. Ir de nuevo á Linares no la seducía. Los primeros días de su estancia allí, había recorrido toda la población presa de emoción honda. La iglesia en que comulgó cuando tenía fe... La antigua vivienda de su padre el médico, la casa solariega de la familia de Luis, los viejos edificios que le eran tan conocidos, mudos amigos de piedra que parecían esperarla y comprender sus tristezas. Las calles habían cambiado de nombre, llevaban los de políticos: Salmerón, Canalejas, Conde de Romanones, y ella seguía llamándoles de las Aguas, Real... las denominaciones que antes les daba. En la casa de su padre, estaba ahora el Club Bienvenida. Los severos salones en donde jugó de niña, adornados con gusto churrigueresco, con las paredes llenas de trofeos de toros. Era el templo consagrado al mataor andaluz por el padre de su novia, un rico ganadero, que lucía así sus brillantes y su importancia entre los aristócratas de la ciudad. La casa de los padres de Luis había tenido también mala suerte. Los escudos nobiliarios de la familia Herrerías, rotos y revocados, se mezclaban con las muestras de vino y los rótulos de los almacenes que ocupaban el piso bajo, mientras en el superior se había instalado un hotel. El fin de todos los palacios nobiliarios.

Su presencia producía allí un verdadero escándalo; ella lo adivinaba mejor que lo sabía. Las gentes se asomaban á puertas y helicones á verla pasar, y María escuchaba las palabras, no de curiosidad ¿Quién es esa? sino de hostilidad agresiva: ¡Es esa! Las damas hipócritas de la ciudad hallaban pasto para la murmuración con su carácter resuelto y audaz. Paseaba siempre sola con Luis, con los amigos de éste; entraba y salía en clubs y casinos, leía periódicos en las mesas de los cafés, y aun no la había visto nadie ir á misa; hasta pasaba por delante de las iglesias sin moderar la risa ni inclinar la frente. ¡Había motivo de escándalo!

Todo aquello llegó á molestarla, y por eso quiso ir de cacería al cortijo que Luís conservaba, y respondía á su pregunta «¿Para qué volver á Linares?»... El pensamiento seguía, mientras el labio callaba: «Es preciso que me aleje de aquí.»

La velada transcurrió triste, á pesar de los esfuerzos de Roque y Gabriel para animarla. Después de la cena se sentaron bajo el porche, cerca Luis y María, más apartados Roque y Gabriel. Este último rasgueaba en una guitarra el típico fandango, y al eco de su voz, cansada y lánguida, que se extendió por la llanura como un lamento del alma árabe de Andalucía, las gentes del cortijo se acercaban á la puerta para escucharlo mejor.

Luis se sentía molesto. En los días que llevaban juntos María y él, no hablaron jamás de sus antiguos amores. No comprendía que aquella mujer elegante y hermosa pudiera ser la niña bobalicona y enfermiza que rechazó. Le encontraba ahora un talento que jamás había descubierto antes en ella; su gracia en la conversación, en los movimientos, en los vestidos, le seducían; le hallaba el atractivo común á las grandes damas y á las grandes cocottes.

Ella parecía indiferente: debía guardarle rencor. Se lo hubiera agradecido más que aquel tranquilo desdén; ni tenía para él un latido de cólera, ni dulzura de recuerdos.

La contemplaba atentamente, con la mirada perdida en el azul, como si oyendo con místico arrobamiento los cantares de Gabriel, su espíritu volase lejos de allí.


No hay amor como el primero,
no hay como el primer amor.
¡Que el primer amor que tuve
se llevó mi corazón!


Canturreó la voz lenta y cadenciosa del cazador.

—¿Oyes, María?...—preguntó él, y su acento dejaba adivinar el mundo de ideas que le agitaban.

—¡Sí... sí... sí!...—respondió la joven.

La entonación de los tres monosílabos era distinta. Tenía, el primero la ingenuidad de la sorpresa, el segundo la cólera, del recuerdo, el último la amargura del desengaño. Todo el proceso de un pensamiento en tres palabras repetidas.

Luis se estremeció. Temor y placer. ¡Al fin vibraba lo impenetrable! Mejor era saber á qué atenerse.

Se acercó más á ella, y haciendo abstracción de todas aquellas gentes, cuya inferioridad no daba lugar á preocuparse de su presencia, la llamó con voz dulce:

—María...

—¿Qué vas á decirme, Luis?

—Que te amo, como siempre... más que nunca... que imploro tu perdón...

Y buscó en las sombras la mano que blanqueaba sobre el vestido.

Y como ella callara, añadió con acento suplicante:

—¡María, María! ¿No queda nada de amor para mí en tu corazón?

Le envolvió ella en una mirada intensa, ardiente, que le hizo sentir calor de llama y opresión de ligadura, y le respondió con voz queda:

—No sé, Luis, no sé...

Su acento era sincero y emocionado.

—¡Oh! María... ¡Si tú quisieras! ¡Cómo cambiaría mi vida toda!

La súplica de sus palabras conmovió á la marquesita.

—Necesito reflexionar, Luis; leer en mi alma. Yo no sé lo que me sucede. ¿Es esto un amor que no ha muerto y despierta de nuevo, riéndose de los esfuerzos para ahogarlo? ¿Es una sugestión extraña, hija de este ambiente? En mi alma luchan la mujer ligera, despreocupada, ansiosa de placeres, de ahora, y la mujer buena, sentimental, apasionada, de antes. ¿Cuál de las dos vencerá? Yo no podría decirlo.

—¡Ten compasión! —suspiró él, enamorado de la bella sinceridad de María.

—¿Compasión? ¡Pobre criatura! ¡Bien la necesitamos los dos!

—Nuestro amor nos dará la felicidad.

—Es preciso que no sea, semillero de nuevos dolores.

—María...

—Calla... Ya te be dicho que necesito reflexionar... leer en mi alma... Saber si la mujer antigua podrá abogar á la nueva... Si yo podré renuciar á mi vida de hoy para ligarme á un hombre... á un amor.

—Yo no te pido sacrificio; no renunciarás á nada... no imploro de ti más que cariño.

En sus ojos replandecía la llama del deseo.

María se puso rápidamente de pie é interrumpió el segundo verso de la nueva copla que canturreaba Gabriel.

—Me voy á acostar —dijo—. Mañana, temprano, volveré á Linares. Mi correspondencia, pedida á Madrid, debe estar en el Hotel de París. Ordené que me la enviasen allí.

—Podemos ir á buscarla si lo deseas, María —dijo Luis, que se había acercado á ella desconcertado y ansioso.

—No, gracias, Luis; necesito ir yo... —Y añadió marcando las palabras: —Sí las noticias son buenas, me quedaré entre vosotros una temporada... Si no lo fueran... Luis, tenlo todo dispuesto... Partiré mañana mismo...

Tembló su voz y se humedecieron sus ojos, pero antes de que nadie pudiese protestar, entró rápida en el cortijo, y mientras decía adiós con la mano á Luis y sus amigos, tendió la vista por la llanura. Linares dormía ya envuelta en sombra; escasas luces de la ciudad y de los pozos de las minas rompían la obscuridad de la tierra, mientras en el cielo las estrellas, los luceros y las manchas de luz de las nebulosas parecían puñados de oro y polvo de brillantes que un déspota fastuoso arrojaba sobre el transparente techo de esmeralda que hollaba con su planta para mofarse de todos los miserables, los hambrientos que le contemplaban desde abajo.

La guitarra seguía dejando en el aire el rasguear triste y cadencioso del fandango.

III

María se hizo conducir á la estación, mientras Luis dormía, rendido por la noche de insomnio. Ella tampoco había reposado, agitada por encontrados pensamientos, hasta formar su resolución.

Oyó á Luis varias veces pasar por delante de la puerta de su cuarto, pararse junto á ella; adivinaba las manos que se apoyaban ansiosas contra la madera, sin atreverse á llamar. Hasta había creído recibir sobre su seno desnudo la sensación del aliento cálido del joven á través de las tablas. ¡Qué pocos momentos de decisión hubiesen bastado para arrojar á uno en brazos del otro! Y sin embargo, no la tuvo. Los dos se acercaron temblando de deseo á aquella tabla, los dos se adivinaron y á los dos les faltó el valor para romper la débil barrera.

Hubo momentos en que María se decidió á aceptar el amor de Luis. Leía en su corazón que perduraba á través de todas las vicisitudes de la vida. Era él sólo quien podía satisfacer sus ansias, aquietar su espíritu, envolverla en honda dulzura y fuego de besos.

¿Por qué no rehacer su antigua vida? Era bastante rica para comprar de nuevo el patrimonio de Luis, para volver á dorar sus blasones. La seducía la visión del cuadro de familia; en la casa solariega ocuparía ella el lugar de doña Dionisia entre Luis, el cura y el médico, en la gran sala señorial con aspecto de parroquia, que alegraría con sus risas un angelillo rubio jugueteando sobre sus rodillas.

Sonrió gozosa do pensar en su figura de madre, de esposa modesta, burguesa, en su velada familiar. Renunciaba á muchas vanidades para conquistar la dicha.

De pronto un estremecimiento agitó sus nervios. ¡Lo imposible! !No podía soñar con aquella felicidad. Luis era casado.

La rebeldía, siempre pronta en su alma, la agitó. ¡Qué importaba! Apoyada en su brazo podría desafiar al mundo. Sus tertulias no tendrían aquella severidad de las viejas condesas de Herrerías. Se irían de Linares, lejos, libres, felices. Estaba resuelta.

En el loco galopar de su fantasía sucedíanse escenas de ventura, de amor; resonaban en sus oídos todas las frases de pasión que Luis le había dicho aquella noche. La voz sincera, apasionada, suplicante «Te amo más que nunca», y después las frases ardientes de deseo «Ámame; no te pido que renuncies á nada.» A este recuerdo se extendió un velo de tristeza sobre el semblante de María. ¡Oh! ¡El no pensaba en aquella unión íntima, completa, que necesitaba ella! Aquellas palabras eran de una crueldad, de un egoísmo feroz.

María no concebía el amor sin una entrega, completa, absoluta, salvaje. En su carácter vehemente, no cabía el término medio de las hipócritas.

Para amar necesitaba rodear de ternuras al amante. No podía ser la mujer vulgar que va á la cita del placer y apaga la sed de besos en unos labios ardorosos, para seguir luego su camino indiferente, sola, sin vivir en la vida del hombre que ama, sin entregarse en la mutua comunión del espíritu.

No sentía la necesidad de caricias que le abrasaran el cuerpo sin calentar su corazón. Quería compañero y amante á un tiempo mismo; la dulzura de todos los instantes, de todos los momentos.

Su alma sencilla y buena se desdoblaba al amor tal como saben sentirlo los corazones de las mujeres andaluzas. Cariño de sol que acaricia y vivifica, con esa idiosincrasia peculiar suya que pone en los abrazos de amante sedación de madre, y después del beso que abrasa los labios, refresca la frente con otro beso de pureza y paz.

Aquella mujer, que parecía tan ligera, tan frívola, huía de la pasión por miedo á su propia vehemencia. Era una árabe que moriría cuando amara envuelta en la onda de su delirio.

Sin duda no creía esto Luis. Bien claro le había dicho: «No te privarás de nada.» No le pedía ningún sacrificio, y nada podría ella exigirle tampoco. Sería la mujer que tiene un amante con hipocresía, sin compromiso, sin obligaciones, ocultando su amor, sin compartir su pensamiento. Compañera sólo de goces de ocasión.

Sentía encendérsele las mejillas. Sin duda Luis tenía de ella la idea que le habrían hecho formar los maldicientes, los que le achacaban ligerezas que no había cometido. Ningún hombre podía hacerle bajar la mirada, recordando con los ojos las intimidades de su cuerpo.

Dejó que le arrebatasen la reputación á jirones, con desdén, con desprecio, creída en que no la echaría de menos jamás. Ahora sentía una gran amargura por su imprudencia. Necesitaba su vestido de castidad para ofrecérselo á Luis. Que él supiera que le amaba solo entre todos, y no empañase su cariño la idea de facilidad en sus amores.

Mil dudas crueles desgarraban su espíritu. ¿Cómo la amaría él? Le dejaba la libertad; no le pedía más que placer... No era eso á lo que María aspiraba: en su vida de aturdimiento pudo gozar el aroma de muchos amores así. No tenía más que escoger. Pero ella soñaba con un amor único, que estremeciera su cuerpo después de haber entregado su espíritu. Necesitaba tener fe para abandonar su porvenir, su honra, su vida entera en brazos de un hombre. ¿Podía ser Luis ese hombre? ;Le daba miedo averiguarlo!

Para la unión de dos almas honradas que se juntan sobre todo convencionalismo, que arrostran un fallo de la sociedad, que tienen la valentía de imponerse a costumbres y á leyes, hace falta mayor suma de energía y de amor que para ir al matrimonio.

Se le aparecía más grande, más sagrado el compromiso libremente contraído, aceptado, sancionándolo la conciencia, que el casamiento con la celada de la casa común, de la costumbre, del egoísmo y del descanso.

Renunciaría sin pena á su mundo, al centro galante y mentiroso, pero agradable, en que vivía, para arrojarse en brazos de Luis. Sí él la amparaba, era el comienzo de una vida dignificada, feliz. ¿Pero y si no encontraba un brazo que la sostuviese? Despierta el ansia de amores; perdido el pudor; perdido el íntimo orgullo de ser pura entre el fango y las murmuraciones; llevando en el alma la vergüenza de haber descendido de su altura moral para ser juguete de un capricho, rodaría, de brazos en brazos, al abismo de la locura.,, para no sentir, para no pensar...

—No, no; jamás —murmuró estremecida de terror, adivinando un porvenir de vergüenza y de dolores.

La razón se imponía,. El idilio tuvo su tiempo; ya era tarde para ella; la suerte estaba echada y debía tener el valor de seguirla; agitar sus cascabeles de loca, reír, reír siempre; restañar con carcajadas la sangre de su corazón. Caer con la careta puesta y la actitud gentil.

En cuanto las luces de la aurora tiñeron de rosa el llano, ordenó al cortijero que la condujese á la estación. Salió furtivamente del cuarto, huyendo de encontrar á Luis. Su marcha era una fuga. Ya le escribiría desde Madrid.


* * *


Cuando María penetró en el andén, sonaba la primera campanada anunciadora de la salida del tren. Se dirigió rápidamente al coche de primera que ostentaba la tablilla: "«Reservado de señoras», con el velo caído, entornados los encendidos ojos como si tuviese miedo de mirar en torno de ella, de recordar, de arrepentirse.

Se abrió la portezuela y se le tendió una mano para ayudarle á subir. Luis estaba á su lado.

—¡Luis!...

—¿Te ibas sin decirme nada?

Sonó la segunda campanada ele salida. El trepidar del automóvil y las figuras de Roque y Gabriel, que le saludaban desde la puerta, le explicaron la presencia del conde. No encontraba qué decir.

—¿Has pensado bien lo que haces, María? —preguntó él—; pronuncias la sentencia decisiva en nuestra vida.

—Es preciso —respondió ella.

—¿Por qué?

—Escucha, Luis; los momentos apremian. Piensa en los días de nuestra infancia... en tu madre... y jura por tu honor que si fueras libre te casarías conmigo.

Luis vaciló, aturdido.

—Jura —repitió ella enérgica—, jura y te creeré...

—Pero... ¿qué necesidad hay? —balbuceó Luis.

—¡Basta! —dijo con amarga ironía la marquesa.

La tercera campanada sonaba. Entró en el vagón á tiempo que un revisor cerraba la portezuela. Se estremeció la máquina,

Gabriel y Roque agitaron los sombreros. En sus semblantes se leía una viva curiosidad. Luis se precipitó hacia la portezuela y subió en el estribo.

Las ruedas empezaban á moverse con lentitud. ¡María se iba de su lado para siempre! Una desesperación inmensa agitó su alma.

—¡María! ¡María!... ¡Quédate!... ¡Te amo!... ¡Te haría con orgullo mi esposa!... ¡te lo juro!...

Le respondió un sollozo y una voz que murmuraba:

—Es tarde...

La violencia de la carrera le hizo caer sobre el andén, mirando con desesperación inmensa alejarse el tren, como cortejo fúnebre de sus ilusiones.

María, hundida entre los almohadones grises sollozaba con desconsuelo, murmurando:

—¡Oh! He obrado bien... no puede estimarme... Sufre á mi lado una sugestión que olvidará pronto...

Pasó un cuarto de hora, con la rapidez de un minuto, antes de que pudiera hallar fuerzas para moverse. Lanzóse ansiosa á la ventanilla.

¡Todo había desaparecido! Era un paisaje nuevo, extraño...

El viento despeinaba su cabellera y enjugaba sus lágrimas.

Aquel descanso del viaje era un sueño, un paréntesis en su vida, una ilusión que había revoloteado en su alma, sin fuerza para revivir.

La felicidad, como su mente la concebía, era imposible para ella. Debía envolverse en su manto de Pierreta...

La picadura, de un dolor agudo, le asaeteó el pecho, y una lágrima subió del corazón y se detuvo con peso de plomo en los ojos, sin bañarlos.

La sujetaba una voluntad poderosa, soberana, de Dios.

Sacudió de la mente la carga molesta y se dejó caer tendida sobre los almohadones del asiento.

Un instante después se dormía, con el gesto supremo que condensaba ya toda su vida: el encogimiento de hombros.


Publicado el 28 de agosto de 2020 por Edu Robsy.
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