La Ciudad Encantada

Carmen de Burgos


Cuento



I

Comenzaba a despuntar el día en el valle, donde aquellas ocho o diez casuchas eran como una escuadrilla de lanchas perdidas entre el oleaje del océano, así de solas, de apartadas de todo estaban entre las ondulaciones del terreno.

Desde la ciudad hasta allí corría la carretera, cuasi intransitable, encajonada en la garganta de dos montañas, junto al lecho del río. siguiendo la misma linea curva, llena de recovecos, que habían tenido que seguir las aguas para caminar por las sinuosidades del terreno.

Al llegar allí se abría el campo en un horizonte amplio, formando una O inmensa, encerrado por las altas montañas que lo rodeaban.

Agosto, época de sazón de la Naturaleza, cuando los árboles y las viñas dan fruto, la tierra mieses doradas y en los bancales maduran las hortalizas con ese olor de maternidad que impregna el aire, no se notaba allí apenas.

Terreno pedregoso, roquizo, reseco, a pesar de los ríos. Las cebadas y los centenos eran entecos, y el monte producía sólo hierbas olorosas y maderas.

Con las primeras piadas de los pájaros y los primeros resplandores del alba, el lugarcillo se puso en movimiento.

Salieron los hombres en mangas de camisa, despeinados y soñolientos, con prolongados bostezos, a las puertas de las casas, y la primera mirada fué para el cielo, como gente que sabe leer en él la hora y el tiempo.

Aquel rosa fuerte que aureolaba el horizonte, indicaba un calor asfixiante.

Como respondiendo a esta idea, un viejo, que se había asomado a la puerta de la casa más grande del lugar, y que parecía la más lujosa, dijo:

—¡Y van a venir hoy excursionistas para la Ciudad encantada!

—No sabemos si vendrán por aquí o por Villajoyosa, padre —repuso un joven.

—Por aquí pasaron las caballerías con los avíos de la comida —añadió un muchachote—; pero seguramente se van por el otro lado nada nos han dicho.

El viejo se volvió con cara de mal humor hacia el interior de la casa.

—Ya tenéis el almuerzo —dijo una mujer.

—¿Pero tu hija no se ha levantado todavía? —rezongó el hombre.

—Se tendrá que componer una hora al espejo, con sus humos de señorita —dijo el hijo menor.

—¡Y yo que lo viera! —exclamó el viejo, amenazante.

—Son cosas de estos... —dijo la mujer.

Repartió los grandes cuévanos llenos de café con leche —que debía haber dejado hecho la noche antes, conociendo la impaciencia del marido— y corrió a abrir la puerta del gallinero. Entre la tufarada de calor, estiércol y carne sudada que dejaba escapar la portezuela, salió la alegre bandada de gallinas, estirándose sobre sus patas, aleteando con las alas muy estiradas y el pescuezo muy tieso, en un alegre cacareo. Los cerdos jaros se mezclaron con ellas y con la bandada de patos que salía del corral, esparciéndose, picoteando para buscar su comida.

Un hombre venía corriendo por la carretera. La vieja lo vió y entró apresurada.

—¡Viene Daniel!

Esperaron sin moverse, con la fría calma campesina, consumiendo despacio el contenido de sus cuévanos, en los que migaban rebanadas de pan moreno.

—¡A la paz de Dios! -dijo, resollando con fuerza, el recién venido.

—Dios te guarde.

—Me manda el señor Vicente para que envíen ustedes ocho borricos y gente que los acompañe.

—¿Tanta gente viene?

—Unos treinta, y entre ellos cuatro señoras.

—¿Quién dirige la expedición?

—Don Emilio.

—iQue don Emilio no venga por aquí!

El viejo reflexionó y dijo:

—Hoy no sale ninguna caballería de Almenara.

Se asustó Daniel.

—Pero, señor Juan, que nos pone en un compromiso.

—Allá vosotros.

—No diga eso. La Ciudad encantada es una filfa, pero da provecho a Villajoyosa y a Almenara. Ya ve que pasa gente y deja dinero.

El viejo se rascó una oreja.

—Mire usted que hoy dan dos duros y la comida por cada borrico.

—¿Y cuántos borricos van del otro lado?

—Van catorce.

Contó con los dedos.

—Catorce y ocho... quince, diez y seis, diez y siete, diez y ocho, diez y nueve, veinte, veintiuno, veintidós. Son veintidós... la mitad once... No, de ninguna manera. O van once borricos o no sale ninguno.

Daniel debía saber que era inútil insistir, porque dijo:

—Bueno... Pero si luego el señor Vicente...

—Vengan con los once borricos.

—Pero mira que me vuelvo con todos como no cumpláis bien.

—Ya sube usted, que yo lo mismo estoy con usted que con el señor Vicente...

—Si, una vela a Dios y otra al diablo.

—¿Qué dice usted?

—Que iremos... Atanasio, tú a avisar a la Petra, a Rosendo, a Nicolás y a Matías que vengan con sus burros. Tú, Rodrigo, apareja los cuatro nuestros... Las mujeres cuidarán de los animales y vamos los tres para allá.

—Quieren que cada burro lleve un arriero.

—Pues llama a Mercedes, esa es de mejor madera que la hermana, que no sirve para nada.

Se rió Daniel alargando la boca de oreja a oreja, como el que gusta un caramelo de limón que le excita la saliva.

—Pues si no le sirve, démela usted a mí.

—Anda y llévatela.

La mujer se acercó a uno de los cuartos y gritó:

—Arriba, Mercedes.

No había acabado de decirlo cuando se abrió la puerta y apareció una muchachuela de unos doce años, desgreñada, y de silueta esbelta como un muchacho.

—¿Qué quiere, madre?

—Vas a ir con los burros a una excursión que trae don Emilio.

Se oyó crujir una cama de tablas allá adentro, como si un cuerpo pesado se hubiera movido con fuerza en ella, y una voz de mujer armoniosa como un canto, dijo:

—Esperadme, que yo voy a Villajoyosa con vosotros.

II

Villajoyosa y Almenara, los dos lugarcillos que distarían apenas una legua, y que no se veían por los repliegues del terreno, eran rivales.

En ninguna parte se veía tan claro como allí, en aquel nudo de montañas de Albarracín, en aquella tierra abrupta y recia, la necesidad que había presidido en sus comienzos a la formación de las ciudades y de los pueblecillos.

Se veía cómo las tribus invasores de la península habían detenido su paso en las cordilleras de montañas y se habían acampado al lado de los ríos, en los lugares abiertos en el seno de la sierra, que les ofrecían medios de defensa.

Toda aquella región era Iberia, el lugar donde se estableció la raza ibérica. Se veía allí aun todo el tipo purísimo de los iberos en aquellos pueblecillos perdidos entre las montañas, sin vías férreas, ni carreteras que los ligasen. No se habían fusionado con los celtas, no eran los celtíberos, pueblo formado por las dos razas. Era aún el ibero puro, el aborigen.

Almenara y Villajoyosa existían desde antiguo sin progresar.

Habían nacido allí, cada uno junto a un vado del Turia, obedeciendo a la necesidad de estar en el camino por donde se podían comunicar con otros pueblecillos de la sierra y ser lugar propicio para el acarreo de las maderas, que enviaban en el buen tiempo, de crecidas sin heladas de los ríos, a merced de la corriente, dejando flotar los troncos como ahogados, igual que hacen los noruegos.

Las costumbres eran primitivas también. El jefe de la cortijada era el antiguo jefe de tribu. Dirigía y mandaba a los vecinos.

Tenían sus costumbres ancestrales que elevaban a leyes y ejercían entre ellos más influencias que los Códigos.

En la familia la autoridad del padre, y, en su defecto del hijo mayor, era indiscutible. La mujer tenía rango inferior. Su misión era la de cuidar y obedecer, no solo al padre primero y al marido después, sino también a los hijos varones.

Eternas menores, no aprendían a leer ni a escribir. Solo un rezo rutinario, que enseñaban las madres a las hijas, porque necesitaban saberlo para tomarse los dichos, cuando se iban a casar. A los hombres, para no ahuyentarlos de la iglesia, no les preguntaban la Doctrina.

El tipo de la raza era bello. En los hombres, de estatura alta, delgados, tallados en nervios, muy enjutos, cetrinos y con los ojos claros.

En las mujeres variaba algo. Ellas eran de estatura regular, delgadas también, pero sin la sequedad de los hombres hasta que llegaban a la vejez. En la juventud, su esbeltez era carnosa, y su piel no se volvía cetrina hasta que pasaban los años. Eran blancas, muy blancas, un blancor limpio, sin tintes rosa ni amarillo, sino puro, muy marmóreo y muy satinado.

De algún tiempo a esta parte, los dos pueblecillos rivales, desde época inmemorial, habían tomado gran incremento. Alguien había descubierto en el fondo de los bosques, en lo más intrincado y recóndito, unas rocas, que por su tamaño y situación habían llamado la atención de los geólogos.

Empezaron a ir los sabios a estudiarlas, y tantas maravillas salieron contando, que no tardaron en acudir artistas y curiosos.

Generalmente, los que iban una vez no volvían más; pero no se atrevían a confesar que no les había gustado aquello y contradecir la opinión de los grandes sabios que se habían quedado arrobados ante las rocas maravillosas.

Aquellos sabios y los cronistas de las ciudades cercanas seguían cantando las excelencias del lugar. Lo describían ya como una de esas ciudades petrificadas de los cuentos persas, en los que cosas y personas toman formas de enormes peñascos y van volviendo a su primitivo ser por la virtud de alguna varita mágica o de un cántaro de agua milagrosa.

¡La Ciudad Encantada! ¡¡La Ciudad Encantada!! llamaban aquel sitio. La fama crecía, los imaginaciones se figuraban cosas maravillosas. Se exageraba la importancia de aquel estudio sobre la formación de la tierra.

Las excursiones menudeaban durante la primavera y el verano, y los “profesionales” de la excursión solían hacerlas hasta en otoño y pleno invierno.

Paraban a comer en los pueblecillos, compraban objetos de su industria: deshilados y encajitos de las serranas. Alquilaban burros y guías, a los que pagaban espléndidamente, añadiéndoles buenas propinas.

A veces, un viajero exclamaba ante el espejo azul de los ojos de una muchacha:

—¡Qué mujer ton hermosa!

Y el arriero contestaba con ufanía:

—¡Es mi mujer!

Lo que no dejaba de inquietar al imprudente, que había de pasar a su cuido por los caminos de la sierra, y le hacia decir, con risilla de conejo:

—¡Sea por muchos años!

Pero la belleza de aquellas mujeres era efímera. De zagalonas eran algo machunas, rectas, angulosas y requemadas. Con la pubertad florecían sus colores de pervincas silvestres, en una lozanía que se marchitaba de pronto, como las flores que se dejan un día de poner en agua. Se convertían rápidamente, de los treinta a los treinta y cinco años, en las mujeres secas, renegridas, cuyo pecho y caderas perdían toda curva. Sólo seguían brillando, como turmalinas preciosas, aquellos ojos de raza, ojos iberos, en los rostros marchitos y acecinados.

Y eso que de varias generaciones a esta parte había empezado a degenerar la raza. Los médicos de las ciudades más cercanas decían que era a causa de aquella tendencia a no mezclarse a otros pueblos ni a otras familias. Se casaban siempre parientes, y por eso venía la decadencia. Los hijos sordomudos, los idiotas, los cretinos, los albinos de cabello blanco y ojos de rata de indias, ribeteados de rojo. Era por eso por lo que los acometía con frecuencia el bocio y se declaraban a menudo casos de locura.

Otros lo achacaban a las malas costumbres que traían los mozos al volver del servicio, donde se pervertían y se enviciaban.

No faltó quien señalara como fuente del mal el abuso que hacían del alcohol amílico, unido a la mala alimentación.

Lo mismo que sucedía a los campesinos suecos, que sufren de igual manera, por las mismas causas, en su región de nieves y montañas.

Cuando Nieves salió a la calle, ya habían desaparecido, corriendo por la carretera, detrás de los borricos, todos los hombres, mujeres y chiquillos que no tenían que hacer en el pueblo.

Al pasar cerca de la tapia del gallinero, vio a Daniel que la esperaba. Hizo un movimiento desdeñoso, una mueca de desagrado, y pasó sin volver la cabeza.

—¿No das siquiera los buenos días, Nieves?

—No te había visto.

—Me he quedado esperándote.

—Has hecho mal.

—Para que no vinieras sola.

—Más vale sola que mal acompañada.

El hombre se enrojeció, y el color, en lo moreno de su cara, tomó un tinte negro.

—Me puedes maltratar todo lo que quieras —le dijo con humildad—; tú sabes que yo te quiero como a las niñas de mis ojos... más que quería a mi madre.

Ella se conmovió:

—Pero no me debes dar la tabarra, cuando ya te he dicho que no te puedo querer.

—Sí, me lo has dicho, y yo me conformaba... aunque me costaba mucho trabajo... cuando era verdad que tú no querías a nadie... pero ahora...

—Ahora, ¿qué? —preguntó ella.

—Te han parecido poco los mozos del pueblo. Por eso te ha gustado un señorito.

—¡Cállate!

—Antes de empezar a venir por aquí don Emilio con esto de la Ciudad Encantada, tú me tenías algún querer... No, no lo niegues... Acuérdate.

Ella seguía en silencio.

—Después —continuó él—, don Emilio empezó a pasar por aquí continuamente. Decía que venía por la Ciudad Encantada y todos lo creímos. Tú sabes por lo que venía... Habéis disimulado bien...

—¡Pero!...

—Déjame acabar. Ahora viene por el otro pueblo... No hace caso de ti... ¿Es que está desengañado de que no consigue nada?... ¿Es lo contrario?... Dímelo, que yo quiero saber la verdad. Como haya hecho una charranada contigo, te juro que no vuelve hoy de la excursión... Se queda en el fondo de un barranco.

No tuvo tiempo de contestar la joven, porque un grupo de mujeres, rezagadas, se unía a ellos. Miró con angustia a Daniel, pero él se había alejado a grandes zancadas camino adelante.

III

Entre todas aquellas mujeres sobresalía Nieves.

Era como esas infantas de ópera cómica que el público conoce cuando aparecen en el escenario, a pesar de ir disfrazadas.

Era como una princesa ibera, una descendiente de Indívil y Mandonio, que hacía honor a su realeza de raza.

Alta, admirablemente formada, majestuosa, de facciones de estatua, con una blancura transparente; sus ojos estaban rodeados de pestañas obscuras, que hacían resaltar más el azul celeste claro con tendencia al verde. Eran dos aguas marinas, en los que la luz, al mirar, sembraba puntitos de oro alucinantes.

La belleza de Nieves era célebre en toda la comarca y hasta en la ciudad; pero desde hacía ya bastantes años, los mozos del pueblo, con quienes se hubiera podido casar, habían dejado ya de pretenderla, ofendidos por sus desdenes.

El día que su padre la llamó para decirle el marido que lo había elegido: José el muchacho más guapo y rico del contorno, dueño del molino levantado en la presa del río. Nieves contestó tranquilamente que no se casaría con él, ni con otro, que no eligiese ella misma.

Aquella rebeldía era cosa no vista. ¡Pues no faltaría más sino que las mujeres eligieran!

El padre le pegó una somanta, pero ella siguió diciendo que no se casaría, y que si la llevaban a la fuerza a la Iglesia, diría que no cuando le preguntara el cura.

Nieves era diferente de las otras muchachas No se juntaba jamás con ellas. Parecía que se daba tono, a pesar de ser atenta y afable. Ella sabía que era hermosa, y se vestía, se peinaba y componía como no sabían hacer las otras.

Para diario llevaba pañuelos de seda. No iba jamás sin medias. Aunque no fuera día de fiesta se ponía los zapatos, y por mucho que regañara el padre se echaba polvos y agua de Colonia. Olía de manera que no parecía una mujer decente. No tenía eso olorcillo a establo, a ganado vacuno, que se desprendía de las otras mozas cuando movían los refajos o alzaban los brazos.

Tampoco era mujer de trabajo. Perezosa para levantarse, se pasaba una hora lavoteándose y rizándose el pelo ante el espejo, y el padre creía que el rizado era natural. Gastaba ella sola más agua que toda la familia de la cesa.

Después ni servía para fregar, ni para limpiar, ni para lavar. Si salía con los animales al sol, se ponía mala; si hacía una caminata larga, se caía redonda al suelo; si iba a lavar al río, le costaba estar una semana en cama.

Así. tenía que estar como una señorita, haciendo encajes y pañuelos o labores de ganchillo, que vendía en la ciudad. Podía haber ganado con eso mucho, pero trabajaba poco, porque se le iba el tiempo en chicoleos con los expedicionarios o leyendo los libros que le regalaban.

Si el padre la toleraba y los vecinos no le perdían toda consideración, era porque la fama de su hermosura favorecía a todo el pueblo, y la avaricia es siempre la primera pasión del labriego.

Pero ni las mujeres le perdonaban la superioridad, que a regañadientes tenían que confesarle, ni los hombres podían olvidar los desaires de Nieves, que un día se había atrevido a decir:

—Estos mozos del pueblo, que no saben hablar de nada, son muy poco para mí.

IV

El jefe de tribu en Villajoyosa era el señor Vicente, y en Almenara el señor Juan, el padre de la muchacha. Había gentes de su rango, independientes, acomodados, que venían de buenos familias y se relacionaban con lo mejor de las ciudades vecinas. Había una clase media de trabajadores, de los que nadie tenía que decir, y una clase de pobres, que de padres a hijos habían pasado la vida sirviendo a los vecinos y viviendo de su caridad.

De esta último “casta” era Daniel. Vivía en una casilla de barro y alcatifa cerca del límite de los dos pueblos rivales, y lo mismo prestaba sus servicios por un pedazo de pan a uno que a otro.

Todos lo conocían por el apodo de “Pelao”, que heredó de su abuelo, un pobre mendigo, cuya cabeza estaba sin un solo cabello, a causa de la tiña.

Su padre mejoró algo; fué el que hizo la casilla; pero se dió en beber aguardiente, se volvió loco, y se murió poco después.

Daniel se quedó con la madre, y la necesidad le hizo ingeniarse para buscar la vida. Ya él gozaba de mayor consideración, pero no se le perdonaba la herencia de sus antepasados.

Alegre, servicial, estaba pronto a desempeñar todos los encargos y complacerlos a todos. Las mozas lo querían porque era un gran músico y bailarín. También tenía algo de poeta, que les improvisaba lindas coplas en las romerías y bailes populares.

Mucho tiempo calló y ocultó su cariño, convencido del absurdo de que Nieves le hiciese caso, cuando había rechazado partidos como el molinero.

Solo cuando todos los muchachos del pueblo retiraron su candidatura, el tomó esperanza.

Nieves no era ya muy joven. ¿Se resignaría a ser solterona? Lo más probable era que ella, que tanto había despreciado, acabase por conformarse con cualquiera de ellos. Con el que se le hubiese mantenido fiel.

Daniel, fijo en esta idea trabajaba sin descanso. Él, lo mismo que cuasi todos los rústicos de los dos pueblos, se reía de la Ciudad Encantada, pero habían aprendido los trucos de los guías para fomentar su fama y explotarla. El se hizo guía autorizado, iba en todas las expediciones, era el práctico más conocedor de la tierra, el organizador indispensable de todas los caravanas. Se contaban de él rasgos de un valor heroico, de una inteligencia privilegiada. Había salvado la vida de muchos excursionistas y previsto muchos accidentes.

Así ganaba lo que quería. Algunos le habían hecho espléndidos regalos. Él escalaba, por la consideración que merecía y por la fortuna que iba adquiriendo, un puesto entre la aristocracia del pueblo.

Llegó el momento en que Nieves pareció dejarse conmover por aquella pasión.

—Si tú quieres nos casamos —le dijo él una noche, después del baile, donde había sido el mimado de todas las muchachas—. Yo tengo unos duros. No he querido alzar la casa de mi padre, por si a ti te gusta más vivir en la ciudad, o en Madrid. No tienes más que hablar. Yo en cualquier parte sé ganarme la vida.

Desde entonces, sin ser novios, Nieves aceptaba loa galanteos de Daniel, bailaban juntos cuando iban de fiesta, y él le cantaba los coplas que improvisaba.

—Tú tienes talento, Daniel —le dijo Nieves un día, seducida por aquella pasión—, Tráete una cartilla y yo te enseñaré a leer.

El joven hizo en poco tiempo prodigios. Leía de corrido la letra de imprenta, y escribía, aunque con alguna dificultad, pintando letras gordas como garbanzos. Leían juntos libros que él le traía de la ciudad.

Ya algunas noches le abría ella la ventana y hablaban de aquel Madrid lejano, donde podían ir juntos. Más que como un enamorado, allá en su fondo, lo veía como un libertador, capaz de sacarla de la montaña.

Y una noche de luna ella se dejó coger las manos y que él se las besara.

Bien es verdad que al sentir el beso, dió un salto la orgullosa, como si le aplicaran un hierro encendido al mármol de su carne, y cerró la ventana.

V

Al fin se había explicado él la causa del cambio de Nieves.

El amor propio había cegado al muchacho; creyó primero coquetería el alejamiento. Después pensó que fuesen celos por las bromas de algún baile, en el que alternó con las muchachas sin estar Nieves. En estas dudas había pasado demasiado tiempo. Y sólo ahora veía claro. Nieves se había enamorado de don Emilio.

Don Emilio vivía en Cuenca, la ciudad de la sierra, que a los montañeses les parecía una maravilla, con su calle principal, larga corno una longaniza, toda llena de conventos, la pequeña catedral en restauración constante, los extraños valles en forma de media luna, a los que llamaban las “Hoces”, y aquellas viejas casas colgadas de la roca, donde tenían los cimientos como unos nidos de águi1as suspendidos sobre el abismo.

Don Emilio era un gallito del pueblo. Hijo de don Prudencio y nieto de un don Torcuato que fué el alcalde cuasi perpetuo de un pueblo de la provincia en el que asumía todas las representaciones y acaparaba todos los negocios. Él tenia fábrica de aserrar maderas, era el principal exportador, dueño de varios almacenes, de tahonas, y propietario de las principales fábricas de tejidos.

El hijo era un niño guapo, tenía el tipo ibero, porque la madre era una hermosa lugareña de Barcalada que le había legado la esbeltez y los ojos azules. Era un tipo fino, de facciones correctas y bigotillo castaño, con las guías hacia arriba, que traía locas a las muchachas de Cuenca, las cuales le dirigían sus miradas más largos y melancólicas, cuando lo encontraban en los románticos paseos a orillas del rio, entre los altos chopos, o los días que había música en la Alameda.

Pero Emilio no hacía caso de ellas. Lo preocupaba la pasión del campo, de la caza, no sabía hablar más que de perros, caballos, reclamos y escopetas. Se pasaba la vida por los cortijos del padre, y entendía de la labranza como un aldeano.

—¡Los instintos de la madre! —decía don Prudencio, disgustado de la poca afición del heredero a los negocios y a la sociedad.

Don Prudencio quería que el chico fuera abogado, a fin de que se “metiera en política”, ya que él contaba con medios para sacarlo diputado a Cortes y ser los amos del pueblo.

Sobre todo desde que había empezado el auge de la Ciudad Encantada, Emilio se había convertido en uno de los más ardientes propagandistas. En cuanto llegaba al “Principal Hotel” algún extranjero, allá iba Emilio a ofrecerse. Era incansable para repetir una y otra vez aquel viaje molesto y que le costaba siempre dinero.

—Es una chifladura —decía el padre—. Con la tontería de la dichosa Ciudad Encantada, no coge un libro... Ya sé yo que el ser abogado no sirve de nada, pero es la antesala del Ministerio cuando se tiene, como él, el padre alcalde.

—¿Pero usted ha visto la Ciudad Encantada? —le preguntaba alguno, que sabía que el mejor medio de adular a los padres es defender contra ellos a los hijos.

—Ni quiero —contestaba don Prudencio—. Gracias a Dios, ni soy sabio ni poeta para pasarme la vida, como un papamoscas, mirando las piedras para saber si son antidiluvianas o del “renacimiento”.

Cuando veía a su hijo prepararse para salir, le recomendaba:

—Mira, chico, ten cuidado de alternar y de ir una vez por Villajoyosa y otra por Almenara. En las dos partes tenemos votos.

—Descuide usted, padre.

Pero no iba más que por Almenara. Por allí iba y volvía. Si hacía mal tiempo, se paraba allí días y noches, y y allí paraba cuando alguien se rompía una pierna, una clavícula o la cabeza en alguna excursión.

La gente comenzaba a murmurar que le gustaba Nieves, pero Daniel no había sospechado nada.

Desde hacía un par de meses Emilio no había vuelto por Almenara. Decían que había ido a Madrid,.y ahora aparecía llevando la excursión por el otro pueblo do Villajoyosa.

Los ojos de Daniel lo miraron con tanto interés como los de Nieves. Estaba en medio de un grupo de señores, tres de ellos ya de bastante edad y todos los otros muchachos de diez y ocho a veintidós años.

En el corro había cuatro mujeres, las cuatro jóvenes. Nieves las miró, y, por instinto, detuvo la vista en una. Era morena, pálida, con los ojos muy grandes y muy negros, rodeados de pestañas larguísimas, que parecían fatigar los párpados con su peso, y hacer los movimientos lentos, de mayor intensidad. La cara de facciones muy acentuadas, expresiva, de boquita graciosa y labios rojos, y una magnífica cabellera negra con reflejos metálicos. Era una cabeza de cíngara, un contraste con la belleza ibérica. El cuerpo era delgado, alto, flexible en su redondez. Iban las cuatro vestidas lo mismo. Faldas negras muy plegadas, jerseys blancos y sombreros de paja. Sin saber porqué, la mirada de aquellos ojos grandes, claros y alegres, fijos en Emilio, le hizo daño a Nieves.

Dió varias vueltas tratando de llamarle la atención, pero él no la veía. ¿Cómo era posible que no la buscase con la vista?

En medio de la carretera estaba preparada la rehala de los veintidós burros; cada uno con un chico, una mujer o un hombre, que les había de llevar del ronzal, y cerca de ellos la mayoría del vecindario de los dos pueblos.

Emilio regañaba porque no habían aparejado los burros que habían de conducir a las señoras con silletas o con aguaderas.

El joven miraba con inquietud a los borricos, como si fuese la primera vez que reparaba en lo haraposo y desgarrado de aquellos atalajes, de mantas pardas, desgarradas y sucias, amarradas a las barrigas de los animales, algunos de los cuales ni siquiera llevaban ataharre.

—Traigan los cuatro mejores burros, y que se ponga un hombre al lado de cada uno de ellos —ordenó.

Salieron varios a ejecutar el mandato, entre ellos el propio señor Vicente, que cogió del ronzal una burra blanca, vieja y asabalada, tan grande como la haca dispuesta para el joven, y tiró de ella diciendo:

—Esta para la novia de don Emilio.

Nieves tuvo que apoyarse contra una caballería para no caer al suelo, pálida como una difunta.

Daniel la miró, no dijo una palabra, pero se puso tan pálido como ella. ¿Qué leo importaba lo que hubiera podido pasar entre Nieves y Emilio? El caso era que ella lo amaba y que él la despreciaba y la hacía sufrir.

Sentía el desaire y el dolor de Nieves como algo propio. Se indignaba de la falta de consideración con que aquel hombre que le robaba el corazón de la que adoraba, los envolvía a todos en un desdén común.

Los arrieros iban acercando las burras al balate, a fin de que las jóvenes pudiesen subir a ellas, y llamaron a Daniel para que las ayudase.

Cuando llegó el turno a la morena, Emilio no dejó que nadie la tocase; la acomodó él solo sobre el aparejo, le recomendó cómo se había de agarrar y le tapó solicito las piernas con la falda del traje.

Entretanto, los hombres habían montado todos con risas y algazara, y los burros salían cuasi corriendo, en la larga caravana, camino de la sierra, como disparados, de manera que los jinetes, sorprendidos y en tanganillas, no se atrevían a detenerlos. Se agarraban bien y los dejaban ir.

La gente del pueblo los miraba con una socarra y una sorna malignas. Se veía que era gente envidiosa, hostil por temperamento, poco amable.

Durante la breve estancia allí les habían hablado de dificultades y peligros, les encarecieron las penalidades que les aguardaban. Les enseñaron, allá en la lejanía, los altos picos de la sierra, que el sol comenzaba a dorar, para desanimarlos con la distancia.

Cuando Emilio iba a espolear su cabalgadura, Nieves se adelantó:

—No hace usted caso a nadie...

Él se detuvo y le dijo con una naturalidad que la abrumó:

—¡Hola, Nieves perdona: no te había visto!

Le hizo una señal amistosa con la mano, y dirigiéndose a la gente del pueblo, exclamó:

—¡Hasta la vista!

—¡Ojalá les veamos a ustedes volver! —repuso con acento agorero una vieja.

La haca que montaba el señorito salió a buen paso. Daniel iba a su lado, y Nieves sintió una punzada fría en el corazón. Echó a correr y detuvo la bestia por la brida.

—¿Qué haces? —preguntó Emilio inquieto, temiendo un escándalo.

—Es que... es que... quería —repuso ella jadeante— que Daniel acompañase a la señorita en vez de ir con usted. Él es el mejor guía de la sierra.

Sorprendido Emilio, no sabia qué responder. Pero la hermosa morena había oído el breve diálogo y llamaba:

—¡Daniel! ¡Que venga Daniel! ¡El mejor guía! ¡Que no se separe de mí!... ¡Tengo miedo!... ¡Que venga Daniel!

El muchacho se apartó a un lado, miró a Nieves severamente, y le preguntó:

—¿Por qué has hecho eso?

—¡Tengo miedo!

—¿Por él?

—No... Es que no quiero que tú te comprometas... No hay derecho... No tenía nada conmigo.

—Pero...

—Prométeme que no le harás nada... Yo no querré a nadie más que a ti... Nos casaremos.

La morena, Margarita, seguía llamando con familiaridad:

—¡Daniel!

Reían las otras tres señoritas, contentas de aquella primera emoción que les proporcionaba, en el camino llano, el trotecillo de sus burras.

—Yo voy muy bien —decía una.

—Parece que estoy en una mecedora—añadía la segunda.

—Esta burra y yo hemos nacido la una para la otra—exclamaba, con sonoras carcajadas, la hermosa morena.

Nieves veía aquella soltura, aquel desparpajo que eclipsaba su mesurada continencia campesina, y no pudo menos de murmurar entre sí con rabia:

—Ojalá sea ella la que no vuelva.

Emprendió el camino hacia su casa andando despacio, sin volver la cabeza, sin derramar una lágrima, pero con las cejas fruncidas y los labios apretados. Su odio no era contra Emilio. Era contra Ella, la que siendo menos hermosa la vencía por sus malas artes y su situación de privilegio.

VI

Pasada media hora, el camino comenzó a hacerse pesado, y al cabo de una era insoportable.

Caminaban por una vereda estrecha, especie de cabañal, siempre subiendo las crestas pedregosas, aferrándose a los aparejos con las manos para no resbalar.

El paisaje era escueto, sin árboles ni más vegetación que las plantas silvestres.

—¡Sale rabiando el sol!

Habían dicho los arrieros, y sus rayos quemaban como ascuas.

No eran las más desanimadas las cuatro jóvenes, y como si conocieran que estaban llamadas a dar ejemplo, cantaban, reían y bromeaban continuamente.

De los señores mayores dos eran neófitos e iban silenciosos, arrepentidos seguramente de la aventura. El otro, alto y seco como un Quijote, iba tan alegre y satisfecho como el que después de un largo destierro vuelve a su patria,

Los jóvenes decidores al comienzo iban ya callados y mustios. Emilio solo se ocupaba de Margarita, que parecía como clavada encima de la borrica.

—Vayan sentadas hacia atrás —recomendaban los hombres— y el cuerpo echado para adelante. Si ven que vacilan, déjense venir sobre nosotros que no les pasa nada. Pero siempre de boca, la caida de espaldas puede tener malas consecuencias.

—¿Tendrá usted fuerza para sujetarme? —le preguntaba Margarita a Daniel riendo.

—¡Vaya si tendría!

Y miraba aquel cuerpecito tan gracioso y tan ligero que podía volar.

—Como hermosa, es hermosa —pensaba— no le gana a Nieves, es otra cosa.

Poco a poco iba comprendiendo que era más atractiva Margarita, más graciosa, era más expresivo su rostro; aquella carne morena, ardiente, era más carne, y los ojos tan negros parecía que envolvían cuando miraban. Era como si entrase dentro de ellos y se perdiese en lo profundo.

La joven reía con él; le preguntaba cosas, se interesaba por todo. Daniel olvidaba sus preocupaciones para responderle y le cogía al pasar puñados de aquellos tamojos olorosos; alhucema, mejorana, alcaranea, romero y tomillo.

Margarita las olía ávida, con aquel ansia de vida desbordante y despierta que había en ella y que el joven sentía como una caricia voluptuosa en torno suyo.

Metía la cara en las hierbas; se las refregaba, se las comía con el olfato abiertas las ventanillas de la nariz, como los potrancos que piafan, y luego se las metía a puñados entre el jersey y la carne, se adobaba para conservar el olor de la montaña. Y Daniel, sin poder evitarlo, evocaba la imagen de la morenez de la muchacha, desnuda entre la blancura de las sábanas, oliendo a campo en flor.

—Yo no cambiaría a Nieves por la Diosa Venus —pensaba—, pero esta es más graciosa. Sabe más.

Bordeaban un precipicio. El camino iba como una cornisa al lado de la montaña, tan cerca del abismo que un mal paso de las bestias lanzaría al jinete a una profundidad de la que sería difícil sacar su cadáver.

Se abrían dos montañas frente a frente, como dos dedos de una mano ciclópea. Era incalculable la altura desde allí al fondo, por donde corría encajonado el rio, e incalculable la altura de allí hacia la cima que se perdía en el cielo.

La vegetación solo llegaba un poco más arriba de donde iban ellos; luego era la roca pelada, la roca desnuda, fragosa. Una crestería erizada de picos, parecía una muralla, con torres, almenas, castillos, toda una alcazaba mora tendiéndose sobre los dos montes inexpugnables, uno frente al otro.

Los jirones de niebla fingían banderolas prendidas en los altos picos donde se cernían graznando las águilas reales.

Sería admirable, de suprema grandeza trágica, una tempestad en aquellos lugares. Cuando en medio de aquel augusto silencio las dos alcazabas se lanzasen el fuego de las descargas de rayos y centellas, culebreando en las nubes y haciendo resonar sus estampidos de fusilería de valle en valle, de cerro en cerro, de garganta en garganta, por la cadena telefónica que unía las montañas de la cordillera, dando la idea de algo inacabable que las había cogido en la red y no los dejaría escapar nunca.

—No miren hacia abajo, que pueden marearse y caer, cierren los ojos,—advertían los arrieros para prevenirlos contra la atracción del abismo.

En algunos momentos Daniel sentía el impulso del odio y pensaba en lo fácil que le sería acercarse a la caballería que montaba Emilio y hacerle dar un salto en el vacío. En el fondo de su corazón cometía el asesinato.

En su moral demasiado primitiva, no tenia importancia lo que pudiera haber pasado entre Nieves y Emilio. Si éste fuese un mozo de su misma clase, no sentiría aquel rencor. En el fondo de su alma lo que se agitaba era el odio al señorito, que le hacía sentirse humillado, vejado por otro hombre que veía físicamente inferior a él y que parecía disfrutar un privilegio que le envidiaba. El mismo sentimiento que experimentaba Nieves para odiar a Margarita. Al cabo de otra hora se encontraron en lo alto de la sierra. El sol ardía, el suelo tenía temperatura de losa de horno, el polvo quemaba los párpados y la garganta.

Iban por el bosque, entre los atarfes embruzados; los arbolillos al lado del sendero no daban sombra; sólo de vez en cuando, alguno más frondoso amenazaba con azotarles el rastro con las ramas si no andaban listos, o desgarrarles las piernas al rozar contra el tronco, con la tendencia de los animales a arrimarse a ellos, por más que se les tiraba del ronzal.

Entonces se vió el celo de Daniel por Margarita; apartaba las ramas, hiriéndose él las manos, y le guardaba las largas piernecillas de Diana con su propio cuerpo.

La sed los atormentaba. Tenían los labios agrietados y cortezosos, las bocas secas, la lengua tan pastosa y congestionada, que no la podían mover. Era espantosa la sensación de falta de jugo y de frescura en la garganta.

Todavía gastaban bromas.

—Parecemos exploradores de África.

—Somos una caravana pasando el Sáhara.

A las once de la mañana, el silencio era completo. No lo interrumpían más que las preguntas:

—¿Falta mucho?

—¿Cuándo llegamos?

—¿Dónde hay agua?

Ya no pensaban en el peligro de caerse, ni en la amenaza del regreso, ni en el fin del viaje. Si se materializaran las ideas, saldría de todos los cerebros una sola figura: “Agua”. Clamaban ansiosos por el agua.

—¡No puedo más!

—¡Me ahogo!

—¡Agua, por caridad!

Margarita, pálida, con los labios descoloridos, parecía próxima a desmayarse.

—Lo sed es mala —decía una vieja—. Esto no es nada. Yo bebí una vez meados de zorra en un cocón.

La mujer que conduela la burra con los cuatro cántaros vacíos se quedó atrás.

—¿Dónde vas? —preguntó Daniel.

—A la fuente del barranco.

—Vas a tardar mucho, porque tienes que llenar los cántaros con el vaso.

—Sí, pero está cerca. Así al llegar tendrán agua, sin aguardar que vayan por ella.

—Yo quiero ir donde está el agua —dijo Margarita.

—Es mal camino, señorita.

—¡Quiero ir! ¡Me muero de sed!

El muchacho tuvo una resolución.

—Vamos...

Se apartaron del camino y empezaron a bajar la cuesta.

—Es preciso bajarse de la caballería —dijo Daniel.

Aparó en los brazos a Margarita. La burra, libre, corrió por el sendero adelante, hundiendo la cabeza y restregándola contra la tierra, con la desesperación que le causaba “la mosca”. Aquellas terribles moscas grandes que se les aferraban con el calor a las caballerías en las narices, picándolas como lancetas. La burra de los cántaros llevaba un trotecillo capaz de hacerlos saltar de las aguaderas.

—¡Apóyese usted en mí!

No había otro remedio. No podía sostenerse en la pendiente: sus pies no la sujetaban. Era Daniel el que la llevaba cuasi en sus brazos, trémulo de deseo, olvidado de todo lo que no fuese ella, gozando una extraña posesión, en la que no existía más que Margarita. La sentía, la apretaba, la respiraba. ¡Ay, si no hubiera estado allí la Juana!

Ella debía experimentar algo de extraño, de misterioso, de grato, que no sabía definir, que se le contagiaba del muchacho saltero y se sentía desfallecer. Se hubiera dormido así, contra su pecho.

En el fondo brotaba la fuente. Una vena rota de la montaña que se desangraba dulcemente, en el chorro de su sangre blanca, fresca, cristalina, que salía borboteando, burbujeando, oxigenada y cantora.

Allí Margarita se tendió en la tierra de bruces, ansiosa, con los labios contra la roca, y bebió... bebió... Daniel se lavaba mientras en un charco la cabeza y el rostro, como deseoso de una ducha que le calmara la sed que le despertó la muchacha.

Cuando hubieron bebido, la mujer empezó a llenar los cántaros con el jarrito de lata, y Margarita le ayudaba. Las burras bebían también en el remanso, hasta henchir sus ijares, y Daniel tenía que impedir que se tendieran y se revolcasen.

La vuelta fué más fácil, cuesta arriba pudo ir ya montada. Él le acariciaba el cuerpo como si la protegiese, y ella no se atrevía a mirarlo.

Antes de llegar a reunirse con los otros encontraron a Emilio, que desandaba en su busca el camino. Sin duda al verlos con Juana, se tranquilizó, pero preguntó con tono duro:

—¿Dónde habéis estado?

Y como ella respondiera un poco asustada:

—A beber agua, me moría de sed.

Se desarmó su enojo, descargando sólo sobre Daniel.

—Pues ya podías haber avisado tú, imbécil.

El muchacho sintió como un latigazo y reprimió un impulso de acometividad. Habían llegado a donde los esperaban. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, estaban tirados por el suelo a la sombra de unos pinos de copa. Las caballerías pacían libres. Era el tormento de la sed el que los martirizaba.

Se tiraron todos a los cántaros, sin galantería, ansiosos, luchando por llegar antes, y el jarro de lata corría de unos a otros, nadie pensaba en repugnancias ni en tirar las sobras, sino en beber, ¡beber!... ¡¡beber basta saciarse!! Los cuatro cántaros estuvieron vacíos en un minuto. Eran pocos para satisfacer a tantas personas.

Don Antonio, el practicón, tuvo que animarlos para seguir el camino.

—No falta más que media hora, y al llegar encontraremos agua fresca.

Esta vez Emilio no se apartó de su novia. Daniel lo miraba con rabia. Le parecía inferior, enclenque, feo, con aquel bigotillo de pelo de panocha, y pensaba indignado:

—¿Qué tendrá ese alfeñique para que todas le quieran? Nieves... esta...

Aun creía percibir el calor del cuerpo de Margarita entre sus brazos. Tuvo una sonrisa de alivio en sus celos. Estaba seguro de que él le gustaba a la joven más que su novio.

Empezaban a bajar al pequeño valle donde estriba la Ciudad Encantada.

—Esta —seguía pensando el “Pelao”—, ¿quién sabe? ¡Si hubiera ocasión!

Y por su mente pasaba la visión vaga de la hermosa venganza de vencer al poderoso en el corazón de aquella mujercita tan encantadora. Sería un triunfo de justicia igualitaria que lo dejaría contento y feliz. Haría desaparecer aquella amargura de su humillación, de su inferioridad, que era lo que realmente le dolía.

VII

Fué un desencanto para todos la Ciudad Encantada. Metida en aquel hondilón, sin paisaje, sin agua, las rocas peladas se agrupaban caprichosamente, no tenían belleza bastante para compensar el trabajo que el llegar hasta allí les había costado.

En vano don Antonio hacia esfuerzos por despertar sus imaginaciones con la fecha de siglos y con la importancia geológica de la formación de aquellas piedras, que hablaban de la época en que el océano, “alma mater” del mundo y del hombre, cubría la tierra toda. Aquellos monumentos, monolitos gigantes, alma de la Naturaleza, no habían sido vomitados allí por la chimenea de un volcán. Eran concreciones, rocas que, secas y blanqueadas como osamentas de icosauros, habían vivido siglos bañadas por el agua, sumergidas, y poco a poco

fueron sacando la cabeza y el cuerpo a la luz del sol. Sus pies y sus piernas, que habían permanecido en la onda, se habían adelgazado, desgastados por ellas, y las rocas afectaban la forma de grandísimos hongos, paraguas de piedra abiertos en la soledad del campo.

Don Blas, uno de los sabios neófitos, estaba vencido. Se remontaba con su amigo a aquel período de formación del Universo antes del día bíblico, en que Dios habla separado las aguas de la tierra y depositado en ellas el huevo que hablan de empollar para que naciese el animal humano.

El otro seguía rebelde y arrepentido de la empresa de llegar hasta allí.

Las jóvenes corrían por entre aquellas piedras, que ya formaban estrechos puertas, ya se abrían en explanadas, o ya se juntaban hasta tocarse con las copas, parecidas a pino recortado, que formaban arcos. Tal vez la belleza de aquello hubiera resaltado más en la llanura. Allí se perdía entre la augusta majestad de las altas montañas, hasta quedar corno peñones sin importancia.

Por mucha imaginación que ponían, no lograban ver en aquel conjunto de pedriscos nada que se pareciese a calles, casas ni monumentos, nada de planos o cimientos que diesen idea de ciudad.

Piedras, sólo piedras, interesantes para un sabio geólogo, pero nada más para el artista y menos para ellos, profanos en la ciencia y en el arte. ¿Para qué habían ido allí? No veían las flores, enredaderas y violetas de que les habían hablado. No había más que el musgo fresco y húmedo que crecía en la umbría, y que a veces escalaba las oquedades de las rocas, haciendo en ellas maceta.

Recorrían aquellos callejones y explanadas poéticamente bautizados. “Los cobertizos”, “El comedor de don Antonio”, la “Puerta del Sol”. Querían que encontrasen parecidos en aquellas agrupaciones y agujeros con formas arquitectónicas. Ojivas, arcos rebajados, arcos de medio punto y hasta ajimeces árabes. Pero era en vano tratar de ver nada de eso en las piedras. Tal vez mirándolas sólo como piedras serian más sugestivas, así quedaban anuladas por la imagen que querían evocar. Pero todos decían que les gustaban, y en los momentos álgidos de entusiasmo de la explicación de don Antonio, coreaban con un “¡ah!” o con un “¡oh!” admirativo.

Los muchachos eran los más desencantados.

—Esto es un timo geológico —decía uno.

—No valía la pena de venir aquí para ver esto —decía otro.

—Cosas de don Antonio.

Las muchachas, contentas de su libertad, de su hombrada, del flirt a que daba lugar la expedición, trataban de encontrar también parecidos a la Ciudad, con esa imaginación que les hace ver a las histéricas cómo sudan y lloran las imágenes milagreras.

El momento de verdadero entusiasmo fué cuando les llamaron a comer. Les habían guisado una paella al amparo de uno de aquellos enormes parasoles, y estaba servida en medio del prado, que al amparo de las piedras formaba el “Comedor de don Antonio”. Se echaron todos al suelo y fueron cogiendo los sendos platos, grandes, soperos, con copete de arroz azafranado, entre el que sobresalían las puntas de los huesos del pollo y el rojo de los morrones. ¡Excelente arroz! Se habían bebido varias cargas de agua, con la insaciable sed, y aun quedaba hueco para el vinillo tinto, suave y de cuerpo, que les servían en grandes jarras.

Era devorar los platos de arroz con el pan de trigo moreno y poco limpio de afrecho, tan gustoso y tan tierno. Pescada frita, borrego asado, cuscurriente, la fruta y el café. No se había olvidado nada.

Pero después de la comida los acometió una mayor languidez, un mayor cansancio. Empezaron a tenderse al amparo de las piedras.

—Que no se aleje nadie —dijo don Antonio—. Es fácil perderse. En una excursión se perdió un chico que se quedó dormido, y cuando volvieron a buscarlo estaba medio loco de terror.

—Lo mejor es hacernos un retrato con los burros —propuso alguno.

—Pareceremos una parodia de la cabalgata de las Walkirias.

Se trajeron los burros, que ya estaban desenalbardados, y fue preciso volverlos a aparejar. Montaron todos en una explanada. “Plaza de la Ciudad”, decían pomposamente, y se colocaron ante la máquina.

Primero operó una de las jóvenes, y las otras tres se colocaron en primer término con los sabios y con Emilio, que estaba al lado de Margarita, a pie, como su servidor más rendido, sujetando el ramal de la burra.

Luego, para que se retratase Irene, la operadora, fué Emilio a ocupar su puesto y ella montó en la borrica, que acudió a la querencia de sus compañeros para unirse al grupo.

Sin duda al pasar tocó en alguna roca, y como bisulca sintió agudo dolor en la pata, lo que le hizo respingar. Enarcó el lomo, como un gato acariciado, y despidió a la joven de encima de ella.

Fué un segundo. Irene estiró los brazos queriendo asirse a algo en el aire, dió la voltereta, y cayó de cabeza, hincando el cráneo en la hierba.

Resonó un grito.

—¡Se ha matado!

La caída era aparatosa, se la había visto dar con la cabeza de punta, antes que con el cuerpo, en el suelo.

Emilio tiró la máquina y corrió, pálido como un muerto.

—No es nada, no es nada —decía Irene cuando la pusieron de pie.

Tenía la frente herida, su hermoso rostro sangraba, y sentía vivos dolores en un hombro.

—Suerte que cayó de cara, si es de nuca queda ahí.

—Le han servido de alas sus brazos, que le han hecho dar una vuelta como una hélice en el aire.

Sacaron el botiquín, que raro era la excursión que no se utilizaba, y Emilio, ayudado por Margarita, le hizo la cura con una pericia de doctor.

La joven se había desmayado, pasado aquel primer momento de tan admirable presencia de ánimo.

Al verla inanimada, todos perdieron la serenidad. No sabían qué hacer, iban de acá para allá y cada uno proponía su remedio.

Cuando Irene volvió en sí y se restableció la calma, el sol se ocultaba ya tras los altos picos de la montaña.

—Es imposible ponerse en camino a esta hora —dijeron los prácticos—. No se pueden recorrer de noche esos caminos de la sierra.

—Por el atajo se ahorran dos horas —propuso uno.

—Tú dices eso porque quieres llevar la gente por Almenara —repuso el señor Vicente—. Pero hay que ir por Villajoyosa.

Quiso intervenir Emilio:

—Iremos por el camino más corto.

Pero don Antonio, tan avezado y conocedor del terreno, cortó la discusión:

—Ni por un lado ni por otro se puede caminar ya a esta hora. Hemos perdido el tiempo y hay que pasar aquí la noche.

VIII

No dejaba dormir a Margarita aquella sensación de sequedad en su garganta, en su sangre toda, que le dificultaba la respiración.

Se había quitado el corsé, se había desabrochado el jersey, había recogido sus cabellos sobre la cabeza, y, sin embargo, seguía sintiendo la extraña sensación de calor, de fiebre, que la abrasaba.

Con las jalmas de las bestias, cubiertas con mantas, les habían hecho unas camas en alto, especie de hamacas colgadas en las rocas, donde podían descansar sin el temor que les inspiraban los reptiles. Los hombres se habían ido a otro de aquellos “patios” vecinos donde habían hecho su dormitorio. Era como un “rafal” de cíngaros que acampaban en aquella soledad.

—Si les sucede algo no tienen más que dar un grito —les habían dicho al despedirse los hombres.

Estaban allí, a un paso, sin nada que los separase, pero no había razón ninguna para llamarlos. Las otras jóvenes dormían. Irene mismo, repuesta del susto y del rasguño descansaba descuidada. Era solo ella la que no podía reposar, presa de una excitación nerviosa, sedienta, asustada con la idea de las víboras y las sierpes, habitantes de aquellas piedras, que acudirían en la noche a castigar a los que turbaban su soledad.

Despierta escuchaba ese ruido misterioso del campo, donde jamás existe el silencio. En medio de aquel eco musical, que ponían en el aire en calma los estremecimientos de la vida de la naturaleza toda, se destacaba de vez en cuando un grito extraño y agudo, de algún pajarraco o animal salvaje, repetido por el eco de un modo asustador.

—¡Si pudiera beber una poca de agua! —pensó.

Allí, a la vuelta de la peña, estaban los cántaros y el apero, en el lugar que había servido de cocina.

Se levantó sigilosa, se puso los zapatos y avanzó sin hacer ruído, dando la vuelta a la peña.

La luna hacía un rato que había aparecido. Iluminaba con el color de su luz dorada y débil, la Ciudad, cuyas formas se recortaban de un modo vago y fantástico. Así, con aquella luz, en aquel ambiente y en aquella calma, el lugar crecía en belleza. Tal vez lo había visto así el que le llamó “Ciudad Encantada” por primera vez.

Las piedras parecían ruinas, restos de una Acrópolis magnifica, que existía en el fondo del bosque.

Perdíanse los efectos del color y quedaba solo la impresión de la línea, del claro oscuro, las formas fundidas. Parecían más gigantescos los hongos de piedra, los arcos que se abrían llenos de luna ofrecían perspectivas maravillosas, y las oquedades de las calles oscuras, en la sombra, parecían esas callejuelas de las viejas ciudades de origen morisco, entre cuyos rincones velan la miseria, el vicio y el crimen.

Las rocas daban la impresión de ser más altas y más blancas, adquirían un albor de cosa calcinada, abrasada, reseca, cuyas gigantescas sombras negras se tendían en el césped.

Estuvo a punto de dar un grito al ver una persona junto a ella, pero reconoció a Daniel.

—¿Se ha asustado usted, señorita?

—Un poco... al pronto...

Estaba contenta del encuentro con el muchacho que tan viva simpatía le inspiraba.

—¿Quería usted algo? —preguntó él.

—Tengo sed.

—Yo también vine en busca de agua —respondió, callándose que rondaba las peñas con la esperanza de llegar hasta ella.

—¿Dónde está el agua?

—No queda ni gota.

—¡Qué contrariedad!

—Pero si usted quiere yo le traeré. El manantial no está lejos.

—¿Se tarda mucho?

—Diez minutos. Cuasi se ve desde aquí.

—¡Tan cerca está!

—¿Quiere usted venir conmigo?

Ella dudó un momento, le daba miedo alejarse en la noche, pero miedo a lo desconocido. Dentro de las ideas en que la habían educado, un rústico como Daniel no era un hombre del que tuviese nada que temer.

Él le preguntó de nuevo:

—¿Tiene usted miedo?

—No... pero... si hay algún barranco.

—Es llano todo y la luna alumbra como un claro día...

—Habrá animales... bichos... fieras...

Daniel rió.

—No hay nada de eso. En bajando el colladillo se encuentra el chorro de agua clara y fresca como la nieve.

La imagen sedujo a Margarita. Le era grato aquel paseo en la noche.

—¡Vamos!—repuso con decisión.

Daniel cogió el cántaro y se puso a su lado.

Los primeros momentos marcharon bien, pero pronto se vió obligada a apoyarse en el bruzo del joven para bajar la rápida pendiente de la vereda que seguían.

Varias veces tuvo él que pasarla en brazos alguna cortadura, oprimiéndola contra su pecho, de un modo tan significativo que al fin Margarita se alarmó.

—¿Falta mucho?

—Poco —contestó él con una voz tan opaca que aumentó tus temores.

—¡Quiero volverme!

Pensaba que cualquier grito suyo sería oído en seguida.

—Como usted quiera.

Al ver la sumisión del muchacho dudó ella. La visión del agua clara, con aquella sed que la atormentaba, la invitaba a seguir. Además se sentía bien lado del muchacho; le producía una sensación de bienestar la caricia en que la envolvía. El la miró fijamente, con el pelo tendido sobre su garganta y el descote amplio del jersey que dejaba ver su seno naciente, la boca entreabierta por el cansancio parecía ofrecer una caricia y el color moreno de su tez, con la luz lunar, era plateado y ardiente.

¿Qué mejor venganza de aquel hombre que le había burlado con la que amaba, sin preocuparse de él para abandonarla caprichosamente, luego que consiguió triunfar de la mujer que quería hacer su esposa?

La posesión de Margarita sería para él un don regio que había de hacerlo igual o superior a aquel hombre orgulloso que tantas veces lo había insultado. Era el rango de ella, aun más que su belleza, lo que le atraía.

No pudo resistir más. Pasó sus brazos alrededor de la cintura de la joven y sintió su respiración agitada y el olor a plantas de la sierra que se escapaba de su carne.

Ella lo miraba asustada, pero no tenía fuerza para rechazarlo. El ambiente de la Ciudad, el perfume, la noche, y el silencio, parecían penetrar por todos sus poros, enervándola y entregándola a merced de aquel hombre que era como la personificación del alma de todas aquellas cosas.

Daniel, loco, excitado, confundiendo en su alma la figura de la joven morena y la marmórea de Nieves, y mezclando el amor, el deseo, el odio y la venganza, la apretó, la besó y la dejó caer sobre la hierba.

Por un momento intentó ella resistir. Le zumbaban los oídos, se sentía desfallecer. Como si se fuese a caer en un abismo, rodeó sus brazos al cuello de Daniel y sus labios devolvieron sus besos.

Triunfaban la vida y la pasión con una suprema justicia igualitaria, en el fondo de aquellos bosques donde la Naturaleza conservaba toda su poderosa savia indomada y fecunda.

Las formas gigantes de las piedras blancas, parecían monstruos extraños que danzaban a su alrededor, con sus juegos de luz y sombra, una danza macabra; algo de Juicio Final.


Publicado el 5 de abril de 2021 por Edu Robsy.
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