La Indecisa

Carmen de Burgos


Novela corta


¿En qué piensas?

Alina se estremeció levemente con la sorpresa de la brusca pregunta. No podía decirlo; su imaginación volaba lejos de aquel tranquilo y verde paisaje holandés para ir á

detenerse en los boulevards parisinos, con una evocación de la vida bulliciosa y brillante á que estaba acostumbrada y cuya nostalgia trataba en vano de ocultar.

Pareció encogerse, como si buscase un refugio á sus pensamientos, sobre el terciopelo del treksckuit, el coche-barquilla que, arrastrado por un caballo blanco se deslizaba á lo largo del canal, y con esa facultad de adaptación propia de las mujeres enamoradas, repuso, enseñando la línea luminosa de su sonrisa entre el bermellón de sus labios:

—No te digo que en nada, porque pienso siempre en ti... Me adormecía esta blandura que nos rodea... Me parecía estar perdida en un mar muy extenso y miraba esa llanura tan verde, tan húmeda, tan plana, que me finge el oleaje en el cambio de intensidad de sus tonos... Es una magnífica tela de terciopelo para envolverse en su sedosidad y prenderla con brillantes.

El sonrió tristemente; sin duda había leído el pensamiento atormentador detrás de la frente de nieve, y repuso:

—Este encanto nos gana demasiado, se apodera de nosotros un ansia de infinito, se sueña con exceso... Llega á hacerse doloroso. ¿No sería mejor volver ya á París?

Ilumináronse los ojos grandes de Alina con el reflejo de una esperanza. Había hecho el sacrificio de París, de su libertad, de su arte, de sus triunfos de actriz joven y mimada, para seguir á su amante y escapar de todo lo que podía separarles; pero la nostalgia de su vida, de su medio habitual, la seguía y cada vez aumentaba más. Sentía injustificadas tristezas, arrebatos de cólera, ganas de llorar, y trataba en vano de disimular el estado de su alma.

Adolfo lo había notado con dolor, y sin decirle nada, iba siguiendo, lleno de ansiedad, el doloroso proceso del espíritu de aquella mujer que se había apoderado del suyo.

Frisaba ya él en los albores de la segunda juventud, y las vicisitudes de su existencia le habían hecho vivir una vida de hombre mundano, en la que adquirió un baño de desdén elegante para todas las cosas, y de un escepticismo forzado para sus sueños de creyente.

Viviendo solo, sin familia, rodeado del aura de artista célebre, en una sociedad egoísta y caprichosa, él había tenido ocasión de ver lo que valían las satisfacciones de amor propio, los triunfos de la vanidad, la pequeñez mezquina de la lucha y el engaño de todos esos substantivos abstractos que suenan tan bien en el oído: gloria, amor, amistad, agradecimiento, sinceridad...

Había querido hacer un último esfuerzo creándose un hogar como refugio en el oleaje de la vida y no había sabido conservarlo. Eligió á su compañera con cálculo; la señorita bella, distinguida, capaz de presentar todas las garantías de honradez y de buena dueña de casa. No había contado con la pasión, y la simpatía sola no bastó á llevarles la felicidad. Desde el primer día se encontró como un huésped en su casa; le molestaba su esposa, la encontraba vulgar, falta de distinción, y no podía soportar sus quejas y sus reproches cuando se entregaba á las diversiones de su antigua vida con sus amigos y sus galanterías. Bien pronto se convenció de que cuando la esposa no es la amante, el hogar se hace imposible. Pesó sobre él toda la tristeza de sus dos vidas y temió las represalias que le colocaran en el poco airoso papel de los maridos engañados. Por fortuna, en Francia existe el divorcio. No lo había logrado sin gran esfuerzo. Susana le amaba rabiosamente, y el amor se sobreponía al orgullo para suplicarle que no la abandonase. Adolfo escapó de París y no volvió á él hasta que se hubo fallado su pleito de divorcio. El primer día de su regreso, al ir á introducir la llave en la cerradura de su cuarto de soltero, una mano leve y pálida se apoyó en su hombro y una voz doliente murmuró con ternura:

—¡Adolfo!

Susana estaba á su lado. La vista de aquella mujer dolorida le conmovió intensamente; ya no era su esposa; tal vez esto aumentaba su valor y la encontraba más bella.

—Adolfo —repitió ella—, ten compasión de mí; yo te amo... Es preciso que me oigas...

El no sabía qué hacer; jamás una voz de mujer le había implorado en vano. Abrió la puerta, y apartándose galante, respondió:

—Pasa.

Unos minutos después el rostro de Susana empezaba á iluminarse de una felicidad naciente. Adolfo había calmado sus sollozos; la instaló cariñosamente al lado de la chimenea, después de quitarle el sombrero y el manguito.

—Estás en tu casa, todo es aquí tuyo —le había dicho—; cálmate, tranquilízate...

Y había penetrado en la alcoba como si tratase de cambiar su traje de calle.

Susana esperó en vano; el joven, para librarse de su situación difícil, había saltado á la calle desde la ventana del jardín...

Jamás Susana le volvió á molestar; iba poco á poco borrándose en su recuerdo; no hacía distinción entre la esposa y los ligeros caprichos de otras mujeres; tan poca huella había sabido hacer en su espíritu. Le quedaba sólo un terror á comprometerse, á perder la libertad, á escuchar sollozos y recriminaciones á su lado. Por eso su vida era cada vez más frívola; no quería hacerse amar; le bastaba con la noción del momento; y como era un hombre distinguido, espléndido, que no las engañaba con promesas y que sabía ser agradable, le rodeaba siempre una corte de muchachas alegres, rivalizando para complacerlo y ser sus amadas de un día.

Sólo una vez había encontrado á su exesposa. Se quitó el sombrero para saludarla, y ella volvió la cabeza sin responderle. ¡Mejor era así! Se confundía por entero con todas las desconocidas cuyos nombres no podía recordar.

Una noche, en una cena de Olimpia, conoció á Alina. La joven artista empezaba á hacerse notar por su belleza y sus caprichos; se hablaba ya de ella, anunciándose como una nueva estrella. Adolfo se sintió atraído por aquella figurita parisina frágil y delicada, con cabellos de un rubio opaco y tez lechosa y pálida, con la que formaban contraste dos ojos grandes, negros, febriles y profundos, tan grandes y tan profundos, que parecían comerse el rostro, sobre el que se destacaba la flor roja de unos labios de bermellón, que al abrirse lucían en una claridad de nácar.

Él, el hombre mimado, se le acercó, dirigiéndole todas sus galanterías, pero ella parecía no notarlo. Fué más explícito y Alina soltó la carcajada.

—Los hombres divorciados me dan miedo —le dijo—. Tienen algo de esas viudas que guardan el retrato del marido, su

sillón y sus pantuflas... Están siempre maculadas por lo que creó en ellas el difunto... y en ustedes la difunta está

viva...

El se sintió desconcertado; se esforzó por probarle que su matrimonio no influía en él ni en sus recuerdos, y, al final, añadió malicioso:

—Todos los hombres somos viudos.

Sonrió ella.

—Pero al menos que no conozcamos á la antecesora —dijo—, que no nos crucemos en la calle con otra mujer que pueda valorar el precio de nuestra felicidad.

—¿Es usted celosa?

—No lo sé... No he amado jamás, y en las amables amistades que orearon mi vida no encontré nunca penas. Nos unimos y nos separamos con igual sencillez.

—¿Y ha podido usted ser así dichosa?

Titubeó ella y luego exclamó con expansión:

—No... pero no he sido tampoco desgraciada... Me he detenido siempre al borde del amor. Le he tenido miedo. El miedo que inspiran las cosas sagradas. He leído en una traducción española la historia de un rey godo de Toledo, que abrió una torre donde se encerraba un misterio desconocido, y todos los males cayeron sobre él y sobre su reino en castigo de su curiosidad. Yo creo que si levantase el velo del amor, me castigaría como la diosa Tanit á sus creyentes... Me mataría.

Se había quedado melancólica y triste ante el pensamiento de lo desconocido. En vano Adolfo, interesadísimo, le hablaba con extrema libertad de los encantos y goces del amor que no había gustado y le reprochaba su cobardía. Alina repetía con tristeza:

—Me mataría..., yo no he nacido para amar..., me entregaría á la pasión con demasiada vehemencia, dejaría de ser artista...

—No, Alina, no; está usted en un error. No puede haber arte sin amor; los gritos de pasión, de sufrimiento, de celos, no pueden imitarse hasta después que se han sentido. Acaso si se destroza usted en una vida de aventuras mediocres sin interés, no llegue usted á ser la gran artista que esperamos. Me da usted lástima así. Dígame que no me ama usted á mí, pero que es usted capaz de amar, que ama á otro. No me confunda usted con esos necios que creen insensible el corazón de toda mujer que no despierta para ellos.

Se sintió picado el amor propio de Alina con la punzante amargura de Adolfo.

—Sí —le dijo, envolviéndolo en su mirada grande y sombría—; sí, yo soy capaz de amar y por eso tengo miedo...

Bajó la voz y añadió medrosa:

—Sé que seré celosa desde que lo he conocido á usted.


* * *


Y, en efecto, su amor había sido una locura, un torbellino. Adolfo se había apasionado ciegamente de aquella mujer con ingenua sinceridad, entregándosele por entero sin que le valieran de nada su experiencia y su mundanidad.

Ella cumplió su promesa de saber amar con vehemencia. Lo tiranizaba con caprichos celosos que se multiplicaban cada día, y ante los que él cedía con gusto, abrasado en la ola de pasión de un amor desigual, violento, poderoso. Gemía de pasión entre sus brazos y le asustaba la idea de perderla. Los celos de Alina prendían en él; sufría de verla en el teatro, inquieto hasta escuchar los aplausos, y disgustado de que aquella gloria y aquellas lisonjas la separaran de su lado. Llegaba á no apartarse de ella; la acompañaba al ensayo, la llevaba en su coche después de la representación, y estaba constantemente en su cuarto, altanero, displicente, provocador, para apartar de ella todos los admiradores, sin tener en cuenta el daño que en su carrera le causaba.

Ella se sentía molesta, le disgustaba aquel espionaje, hubiera querido conciliar su amor y su antigua independencia, y se decía que en nada se oponía lo uno á lo otro. Sin embargo, no estaba capacitada para proponérselo á su amante.

No podía soportar ni la idea de que le fuese infiel. Aquellos celos rabiosos presentidos se habían apoderado de ella. Adolfo no podía separar los ojos de su rostro ni cultivar ninguna amistad femenina. A la menor sospecha estallaba el furor trágico de Alina, que le maltrataba, le insultaba y caía presa de violentas crisis de nervios. Le prohibía que saludase á sus compañeras en el teatro, le obligaba á no separarse de ella...

En sus accesos más violentos llegaba á romper los periódicos ilustrados en que aparecía el retrato de otra mujer bella. La martirizaba la ambición, quería ser la más hermosa, la más gran artista, rodearse de sedas, de brillantes, de aplausos; todo para su amor; y la asustaba ver que por su amor habría de renunciar á todo. Adolfo no era rico, y su fidelidad le restaba los medios de triunfar; se le adelantarían sus compañeras. Ya la Dufresne, con su boca enorme y sus ojos pintados, ostentaba lujosas joyas y automóviles que le había regalado un millonario americano, uno de esos carniceros yankees que han sustituido entre las artistas y las cocotas parisienses á los príncipes rusos. Ella había seguido su impresión de despreciar aquel hombre de pies grandes, de enormes manazas peludas y belfos colgantes. No le hubiera podido amar jamás; le repugnaba de un modo supremo. La Dufresne no había sido tan escrupulosa y la veía elevarse sobre ella. Sus trajes, sus brillantes, sus caprichos, la hacían notar entre todas. Se pagaba los retratos, las caricaturas y las informaciones en los grandes periódicos.

Alina se indignaba, no podía conciliar su amor y sus ambiciones y no sabía renunciar á ninguna de las dos cosas. Adolfo le insinuó tímidamente que debían alejarse de París y ella acogió la idea con entusiasmo. Era una salvación, un modo de ocultar la derrota; aparecería como una gran enamorada que por aquel hombre codiciado de todas renunciaba á la gloria y al arte para escapar á todo y vivir solo de su amor en el seno de la naturaleza el proyecto la encantaba como un cuento idílico.

Habían escogido Holanda para su retiro; la escogió Alina al saber que Adolfo no la había visitado nunca. Era una tierra virgen para los dos, llena de sorpresas y de encantos, que descubrirían á un tiempo. El fardo de sus recuerdos, de su vida pasada, quedaba detrás. Renacían á la nueva existencia en la blandura de los campos holandeses.

Habían pasado seis meses solos, unidos, gozando en las sorpresas que la nueva vida les ofrecía, absortos en su amor y en el encanto en que sabía envolverlos el alma de Holanda.

Su vida sencilla tenía goces puros, de niños. No habían querido elegir para su residencia una gran población; vivían retirados en Dordrecht, la vieja ciudad sagrada, tan silente y tan apacible, donde parece reinar aquel espíritu severo que hizo triunfar las doctrinas calvinistas en sus Sínodos.

Les seducía la sensación exótica de las casitas de piñón, con su punta aguda, diferentes todas en su forma y colorido, como si se inclinaran al paso del viajero en extrañas contorsiones y muecas, con su falta de paralelismo y las fachadas del piso principal sobresaliendo en forma de alero para resguardar á los transeúntes. Allí tenían su casita, limpia, pequeña, como el camarote de un buque, ordenada y pulida con esa escrupulosidad holandesa que no consiente una mancha ni un átomo de polvo.

Hundía sus cimientos en el agua, y desde la ventana contemplaban su coche-barca amarrado á una anilla, y la actividad de los trabajadores en el acarreo de las maderas que llegaban de la Selva Negra, la Selva de las leyendas y de las tradiciones germánicas. Ellos las miraban con cierto supersticioso respeto y tenían una genuflexión mental para aquellas aguas de estaño del viejo Rhin, el río padre de los ríos sagrados, qué incubó el poder germánico y aún conserva el prestigio de sus leyendas. Lo veían, con pena ir á encubrir medroso su vejez, cercano á la muerte en aquellos canales del Oude Haven y del Issel.

Alina se sentía allí feliz sin tratar á nadie. Las mujeres holandesas, tan bellas en cromos y panderetas, no la inquietaban; las miraba con curiosidad por sus vestidos pintorescos y los tocados recubiertos de joyas de oro, ó sus cofias blancas, y se reía de la complacencia con que ellas se dejaban mirar.

No le inspiraban recelos las muchachas de carne mantecosa, redondeada, de recién nacido; con caras bobaliconas, frescas, rosadas, donde apenas se delineaban las facciones, el cabello blanquizco y los ojos de vidrio. Aquellas carnes adquirían pronto los tonos dañados de las manzanas que se golpean en los capachos; y sus formas eran pesadas, lentas, de pies y manos grandes y recias, en las que predomina la animalidad. Se diría que eran gentes amasadas en agua, como todo el país.

Las frecuentes excursiones no les daban lugar á aburrirse. Unas veces era Rotterdam, para sorprender en la rápida carrera del tren sobre su viaducto, más alto que las casas, los interiores misteriosos donde arde una lámpara con pantalla rosa. Allí visitaban el puerto, con sus islas comerciales, y contemplaban los marineros de rostro colorado y expresión ingenua, repletos de alcohol, como los descendientes de aquellos otros marineros que á las órdenes de With, Ruyter y Tromp supieron vencer á la orgullosa Inglaterra.

Su placer era terminar el día en las solitarias naves de la catedral, escuchando en el órgano las sonatas de Beethoven, con las que mediante unos cuantos florines les obsequiaba el organista.

Sentían apoderarse de su alma un misticismo panteísta, y al perderse la última nota tenían que hacer un violento esfuerzo para no perderse también tras de ella.

Otras veces; la visita era á Harlem, la tierra de los tulipanes, cruzando entre campos floridos, de muchos kilómetros

de extensión, para contemplar aquellas flores sagradas que los holandeses reverencian como á sus dioses. Eran flores que, con su culto, tomaban carne. Tenían sus nombres, su personalidad. Alina hacía observaciones curiosas sobre ellas. Le encantaban sus colores simétricos, brillantes, extraños. Los tulipanes negros de Lorraine y de Dumas no eran un sueño. Pero aquellas flores la turbaban.

—¡Qué bellas! —le decía á Adolfo—. Figúrate qué prendido tan caprichoso podría hacerse con ellas en el teatro. Causarían asombro...; sólo durarían una noche, pero serían más bonitas que los diamantes de la Dufresne.

Adolfo la escuchaba entristecido. La veía perseguida por aquella idea de deslumbrar en el teatro, y por aquellas

rivalidades con sus compañeras. Presentía una amenaza para su amor.

La estación estival les ayudaba á distraerla en excursiones pintorescas. Habían visitado Leyden, la ciudad sabia, y la cabaña de Pedro el Grande, en Quemdaarv.

Adolfo le explicaba á su amante cómo aquel monarca había sabido estar lejos del trono trabajando y amando con sencillez en aquella decoración de opereta.

—¡Oh! —respondió ella—. Dejar un reino para volver á él, más que un sacrificio es una voluptuosidad de renunciación... Poder osar á todo, y dejarlo todo para siempre, es una heroicidad á la que no llegó el zar de las Rusias.

—Pero á la que llegaremos nosotros.

—Calla.

—¿Te molesta?

—Me da miedo la eternidad...; no la comprendo.

Él calló tristemente.

—¿Te he disgustado? —repuso ella mimosa.

—No, Alina, me has entristecido. Veo en ti algo que nos ha de separar...

—Eres loco... y algo exigente...; si no te lo sacrificara todo con pena, ¿qué valdría mi sacrificio?...

Le apretaba el brazo con ternura. Adolfo se detuvo y la miró con fijeza.

—¡Sacrificio! ¿Por qué se te ocurre esa idea? Yo no querría nada que te costase esfuerzo, que no sea expontáneo...

Ella le soltó el brazo con viveza, rechazándolo lejos, y dijo con voz mojada en lágrimas:

—¡Eres injusto!

—¿Acaso no lo dejo yo también todo por ti?

—No, no; no es igual —exclamó sin poderse contener Alina—. Tú escribes y cultivas tu nombre, tu gloria, como siempre; no estás acostumbrado á oir los aplausos; no sabes lo que es la sugestión del público; el momento supremo del éxito, superior al éxtasis del amor... Tú no sacrificas nada..., te cansa el mundo... Has vivido demasiado... y yo empezaba ahora...

La sorpresa de oiría le tenía anonadado. Se le revelaba el carácter que no se atrevía á sospechar. Dominó su. cólera y

el paseo siguió triste y silencioso. Al volver á su casita de Dordrecht, después de una cena en que apenas se cambiaron algunas palabras, él le tomó la mano y le dijo con gravedad:

—Debemos volver á París y separarnos... Tú sufres... y yo no soy rico para poder seguir á tu lado... No podría facilitarte el camino de la gloria y de la ambición que te inquieta.

Se sobrepuso á todo el amor de ella; le rodeó los brazos al cuello y le besó apasionadamente. No quería nada sin su amor; había sido un momento de mal humor, una impertinencia; le pedía perdón con tanta ternura, mirándolo tan apasionadamente con el abismo de sus ojos, que él lo olvidó todo.

Continuaron paseando su idilio por aquellas poéticas campiñas y por las muertas islas del Zuiderzee, separadas de

la costa por el cataclismo que cubrió de agua toda aquella vasta extensión de tierra convertida hoy en mar, y cuyos habitantes esperan impacientes el volverse á unir con la tierra firme, venciendo en la lucha empeñada para formarse su patria en el terreno robado al Océano y á los ríos. Admiraban ambos la tenacidad de aquellos hombres de comprensión tardía y ojos ingenuos que iban palmo á palmo haciendo su territorio, fortificando sus costas, gastando en los acantilados y defensas cantidades fabulosas y construyendo sus ciudades en puntales de madera sobre las aguas.

Contemplaban aquellos oasis de feraz vegetación llamadas polders en los lagos desecados, aquellos canales ahondados á fuerza de trabajo para encauzar las aguas y ganar algunos palmos de relleno en sus orillas. Ante aquella perseverancia, ante aquel sistema de esclusas para evitar las inundaciones y encadenar el mar, ellos pensaban si no hacían mal en despreciar aquella raza de escasos artistas y no contemplarlos como seres superiores. Les agradaba el ambiente primitivo que hallaban allí. En todas las excursiones Alina, con una puerilidad infantil, decía adiós á la Torre de las Lloronas, que divisaba tras su bosque de mástiles en el puerto de Amsterdam. Sentía en su corazón de mujer una piedad fraternal y compasiva por el dolor de todas aquellas mujeres que veían embarcar á sus amados con rumbo desconocido. Le aterraba la idea de las separaciones; por evitarla hacía el sacrificio de ocultar á Adolfo el secreto de su anhelo de vida mundana, su ansiedad de paisajes y emociones nuevas, de embarcar en todos aquellos buques que se lanzaban rugiendo sobre la superficie de las olas y se iban lejos, tendida al viento su cabellera de humo.

Envidiaba á las isleñas de Broken, Monikendan, Edem, Volendan y Marken; aquellas mujeres que no conocían las inquietudes y vivían fieles á un solo amor. Eran gentes honradas y buenas. Su conciencia era el mar y le tenían miedo al castigo. Después de una mala acción no se hubieran atrevido á embarcarse.

Marken, aquella islita pequeña, donde pacían los borregos por no haber espacio para las vacas, la atraía con la placidez de su existencia pura. Tan pocos kilómetros bien olientes á heno, con casitas sin puertas, á las que era preciso subir por la ventana; tan coquetonamente adornadas de azul porcelana de Delf y con su lecho en forma de armario. ¡Qué felicidad haber vivido siempre así! Deseaba hacer su nido en cada una de aquellas viviendas; pero sería preciso perder la memoria, dejarla á la entrada, como las pescadoras dejaban sus zuecos, grandes como barcazas, y vestir el traje multicolor y la gorrita con que las casadas ocultaban sus cabellos, bordando en ella el nombre del esposo y señor.

Se preguntaba si no debería prohibirse á los viajeros ir á turbar la paz de aquellas almas cándidas, dándoles la idea de que existían otras casas, otros hombres y otros horizontes más allá del suyo. Pero aquellas gentes de ojos claros parecían no inquietarse ni comprenderlas. Acaso no les creían seres de su especie. La vida toda estaba allí: su isla, su casa, su barca, su iglesia y su cementerio.

Todo aquello parecía ayudarle á desprenderse de su ambición. La vida y el paisaje eran igualmente plácidos, familiares, caseros. La adormecían aquellos paisajes de tonos fundidos, en los que los objetos no se destacan por la línea, sino que parecen emerger unos de otros. Los arbolillos se alzaban medrosos, siempre lejanos, en la llanura verde; los campanarios bajitos entre manchas de casas polícromas parecían un esmalte de la campiña entre la red luminosa de los canales. Hasta el lento voltejear de las aspas de la multitud de molinitos con que el genio holandés ha hecho al viento tributario de sus industrias, le daba una sensación casera de espigas rubias, trigo maduro y harina candeal. Aquí y acullá las vacas rompían la monotonía del paisaje con su piel alazán y blanca, tenían algo de augusto en los tranquilos ojos glaucos, en su aplomo, en su majestad; se recordaba la ley de la frontalidad del arte egipcio y los mitos de los animales sagrados, como Isis y Apis.

Era allí donde entendían los misterios de la luz que admiraban en los cuadros de Rembrand; la luz amarilla, tibia, que esclarece y no alumbra, y que guarda en sus claridades el recuerdo de la sombra. Sin ver á Holanda no hubieran comprendido los cuadros holandeses. La augusta tranquilidad de las bestias libres de Pablo Potter, los paisajes de Ruisdael, los grotescos borrachos de Fran Hals, ese Velázquez de la risa, tan realista é ingenuo, y aquellos claros de luna, de Van der Neer, en los que el astro de la noche parece, entre la polvorienta neblina, una gran rosa amarilla que se marchita y cae.

Todo era sencillo y apacible en aquella nación. La capital, rodeada de preciosas villas, conservaba su vida primitiva hasta en lo que quería tener aspecto de mundanidad.

Alina se había reído contemplando en Lange Poken, el barrio de moda de La Haya, las orgías callejeras de los miércoles, día de salida de las criadas, viéndolas abrazar á los Marte enamorados, de barbas rubias y caras de borrachos, con el más estúpido de los cinismos, en pleno café.

El palacio de la reina era una modesta casita blanca, más propia para guardar la felicidad que para pensar en la ardua cuestión de Estado.

Ganada por aquel ambiente, el día antes había estado en el Jardín Zoológico de Amsterdam con su amante; habían tomado sorbete en una mesilla callejera, y pasó largas horas echándoles pan á las águilas y á las focas:

—Me da pena de todas estas pobres bestias enjauladas— dijo.

—Vamos á darles la libertad —contestó él, bromeando.

—¿Para qué? ¡Acaso ya les guste más la jaula que el bosque!

La miró él sorprendido de su acento de amargura, pero nada dijo.

Estaban en el barrio de los judíos; siguieron su paseo entre aquellas calles llenas de pequeñas tiendas, en cuyas puertas se veían ancianos bíblicos, de luenga barba apostólica y enjuto perfil, y doncellas morenas, de nariz aguileña y gracioso y serio porte. La turba de chiquillos que jugaba en la calle les seguía pidiéndoles céntimos.

Entraron en la magnífica sinagoga de los judíos portugueses; la nacionalidad de origen establecía una división entre los individuos de aquel amable pueblo proscripto, tan fiel á su raza y á sus tradiciones. El sacristán les hizo observar cómo en aquel templo de culto primitivo se habían empleado materiales tan ricos como los del templo de Salomón. Abundaban las maderas preciosas, los mármoles, el jaspe, el lapislázuli y el ágata, así como los más preciados metales; pero no se empleaba más iluminación que la de las bujías y el aceite.

Alina tuvo una sonrisa burlona que disgustó á Adolfo.

—Es preciso saber explicárselo todo —dijo—; en ese culto al pasado existe algo de conmovedor; un anhelo de eternidad que, por absurda que sea, hace grandes y fuertes á los hombres y á los pueblos. ¿No te sientes inconsistente y vacía cuando prescindes del arraigo del ayer y la esperanza del mañana?

Alina se encogió de hombros, haciendo un mohín gracioso.

—Me basta el momento actual para quererte —le dijo—; en él está toda la eternidad y todo el pasado.

Le sonreía mimosa, apasionada, acercando á sus ojos la rosa de sus labios; él se encontró ridículo en sus filosofías y la oprimió contra su pecho sin cuidarse del lugar santo ni de la mirada del sacristán, demasiado absorto en sus explicaciones, que les mostraba cómo en el corte natural de una piedra había aparecido grabada la figura de Moisés.

Quiso Adolfo ser galante con la condescendencia del buen hombre, ofreciéndole una espléndida propina. Abrió el portamonedas y murmuró contrariado:

—No tengo moneda holandesa.

—El dinero es bueno sea cualquiera su país, excelencia —murmuró humilde el pobre hombre, temoroso de perder la buena ocasión.

Adolfo le entrega medio luis y Alina soltó la risa.

—¡Qué avariciosos son estos judíos! —dijo.

—No lo creas —repuso Adolfo —. No son ni más ni menos interesados que cualquier español, italiano ó francés que sirve de guía á los turistas. La diferencia del modo de solicitar se halla en su historia; el italiano se inclina porque ha sido pobre y oprimido por los extranjeros; el francés parece que exige con grosería porque es un pueblo de victorias; el español tiende la mano con la altivez de un gran señor arruinado... y no agradece.

—¿Y estos judíos?

—No son ni españoles, ni franceses ni italianos: son judíos. Los admiro perseguidos, negados, calumniados, conservando

la hermosura de su raza y plegándose sin someterse á sus vencedores. Creo que la humanidad ha cometido un crimen con los

judíos, pero ellos tienen la llave de la gran fuerza que mueve las sociedades modernas: el oro.

—El oro... —repitió ella.

—Y el amor —añadió, apasionado, Adolfo.

—¿Crees...?

—Que el amor es la hermosura, y esas sulamitas de perfil clásico y ojos como los tuyos son criaturas de amor. Tú tienes un perfil judío.

Hizo ella un gesto de repugnancia, le molestaba la comparación y el elogio de su amante á otras mujeres.

—¿De modo que si yo dejase de ser bella no me amarías?

—¡Tú serás hermosa siempre! —repuso él.

Le hizo sonreír la vanidad satisfecha.

—Además —siguió Adolfo—, tú eres algo unido á mí; no improvisado. Nos ha depurado el tiempo, el amor, con todo el goce y el sufrimiento que hemos hallado en él. Lo feo y lo hermoso no existe ya para nosotros, estamos inmaterializados en una nueva creación.

Habían salido de la sinagoga, y entretenidos en dulce plática se internaron en las calles estrechas, cruzando los puentes tendidos entre ellas, y se detuvieron ante la puerta del viejo Abraham, uno de los judíos más ricos que se dedicaba al oficio de diamantista, tan en boga entre los judíos de Amsterdam.

El israelita millonario vivía pobre y virtuosamente en su modesta casa, dedicado por completo al trabajo.

Alina y Adolfo habían estado allí varias veces, complaciéndose en la conversación del anciano, de luenga barba apostólica, que poseía una extensa cultura.

Cerca de él trabajaban en la talla de brillantes cuatro mocetones, bellos y mórbidos, con una hermosura de mancebos bíblicos, un tanto afeminada por su redondez, y de un aspecto cándido y receloso á un tiempo mismo.

Alina se complacía en ver cómo aquellas piedras que tanto le gustaban iban despojándose de su corteza tosca y lucían en sus facetas la luz que parecía cuajada ó aprisionada en ellas. Eran sin duda manos sagradas las que obraban aquellos milagros, semejante al de la multiplicación de los panes. Brillantes y diamantes eran las mismas piedras, y la diferencia de su luz estaba más en la habilidad del artista que en el tamaño, para lograr las diferentes facetas que establecían luego su variación.

El viejo judío gozaba en la admiración de la joven. Abrió una cajita y le puso en la mano un puñado de piedras.

—Las he acabado hoy —dijo—; son lo más maravilloso que se ha visto, no tienen una sola laca, y, lo que es rarísimo, fíjese, están matizadas de azul.

Alina no pudo contener un grito de sorpresa: los brillantes azules le iluminaban la mano con su reflejo. No podía apartar los ojos de ellos.

El judío seguía hablando de las excelencias de aquellas piedras. Su carnosidad había permitido hacer la múltiple

talla tan limpia; no tenían ninguno de aquellos defectos que denominaban lacas. Los diamantes blancos y amarillentos abundan y los rosados no son raros de encontrar; pero esos brillantes azulosos son la gran maravilla de la luz. Alina recordaba haber visto una joya con aquella clase de brillantes, un pendentif en la rué de la Paix, valía 400.000 francos y la compró una duquesa. No había podido olvidarlo; ignoraba el por qué del encanto de sus extraños reflejos y acababa de comprenderlos. ¡Cuánto daría por poseer aquellos mágicos brillantes azules! El judío seguía hablando; eran para un joyero de París que se proponía hacer un collar maravilloso, una joya de reina. Cuando volvió á guardar los diamantes en su caja Alina los siguió con la mirada y Adolfo la oyó murmurar:

—Al menos, tampoco están al alcance de la Dufresne.

Sintió un golpe rudo en el corazón. Aquellas palabras venían á echar por tierra las dulzuras de los momentos anteriores. Alina era una envenenada por el aire de las grandes ciudades, inadaptable ya para la vida del hogar. No quería convencerse de que no la veía tal como era, sino como él la había creído, como él la deseaba... ¿No servirían da nada todos sus cuidados y todo su amor para hacer fecunda el alma de aquella mujer? Tenía miedo á la respuesta que le aguardaba en sus misterios el destino.


* * *


La proposición de su amante para volver á París la sobrecogía. Si lo decía con convencimiento, la haría feliz. Su deseo era ser aplaudida y amada por él, y creía poder compaginar las dos cosas. Con su talento, sola, sin amadores, ganaría lo necesario para brillar y conservar la fidelidad de su amor. Pero le desagradaba que él propusiera lo mismo que ella anhelaba. ¿Acaso se habría cansado de ella? Se lo insinuó así, temerosa y sonriente.

—¡Cansarme de ti! —exclamó él con vehemencia—, cuando pasaría la vida á tu lado; y añadió con vacilación—: pero el invierno viene, so helarán los canales, la nieve nos impedirá salir de casa...

No respondió Alina; deseaba aceptar como buenas las excusas. Él, desde la escena de Harlem y la exclamación de Amsterdam, había pensado mucho. Se había propuesto no verla sufrir y había llegado á creer, corno ella, que podía gozar de su amor sin sustraerla á sus aficiones y á su vida; pero llegado el momento, vacilaba sin atreverse á proponerle el cambio. Se lo insinuó, haciéndose fuerte para consumar un sacrificio necesario. Ella no había pensado en su amor, sino en su orgullo, al creerse poco amada. La veía irse con indiferencia de aquellos lugares santificados por tanta pasión, que le parecía dejar en ellos una parte de su propio ser.

—Tendremos que volver —le dijo— para amarnos de nuevo aquí.

—¿No es igual todo el mundo para el amor? —le repuso—. ¿Acaso el tuyo necesita un marco especial?

—No es eso, Alina —dijo tristemente—. Es que cuando se ama mucho se es supersticioso y egoísta. No te quiero robar á tus goces, á tu juventud, á tu vida... y al mezclarnos en la corriente de los otros siento miedo de ser absorbido por ellos, de perdernos...

Tenía lágrimas en la voz. Alina se sintió conmovida.

—¿Por qué irnos? —preguntó—. Yo no lo deseo...

Adolfo se dejó engañar y la estancia en Holanda se prolongó. Habían ido á tomar los baños en la playa de Scheveneingen; pero en su afán de aislamiento, en la especie de miedo á sí mismos, á la traición de sus propios sentimientos, que les atormentaban, se quedaron en La Haya.

—Me da más miedo dejar de amarte que tú no me ames —le decía á veces Adolfo—. No comprendo el vacío de la vida sin ti.

Ella se resignaba, con la influencia de la costumbre, á todos los caprichos arbitrarios de su amante, haciéndole creer en la deseada adaptación.

—Te quiero sin inquietudes, sin deseos, serena y fija en la felicidad de una vida sencilla —le decía.

La joven no sacrificaba mucho en privarse de la sociedad de los bañistas. La playa de Scheveneingen era pretenciosa y vulgar. La sencillez holandesa, la pureza de costumbres, no permitía las exhibiciones de desnudeces de las playas francesas, que forman el encanto de las mujeres, como las mesas de ruleta, bacarrat y ecarté son la delicia de los hombres.

Allí, ni las modas podían ser exageradas, ni las cocotas hubieran puesto su impúdica nota de color con libertad, sin exponerse á ser expulsadas por la podredumbre del país.

La joven artista recordaba con nostalgia la brillantez de Trouville y Dauville, aquel paraíso de millonarios, donde acuden las más hermosas mujeres y los hombres más ricos del mundo. La seducía aquella miseria dorada de rivalidades y de envidias que se pasean en automóvil y yosk, incapaz de saber distinguir sus llagas y de preferir la paz de la existencia que Adolfo le ofrecía. Se encontraba sin fuerza para gustar la dulzura de la renunciación, aunque ésta le fuese tan fervorosamente agradecida.

Aquella tarde habían ido á pasear á la playa.

Quedaban ya escasos bañistas; el invierno se aproximaba, y las casitas de la ribera parecían encogerse, ateridas de frío. Entraron en el Kursaal, donde apenas habría una docena de personas. En el tablado, un joven vestido de húngaro, moreno, de mirada penetrante, tocaba en el violín el Recuerdo de la juventud, de Listz. Los violines de los húngaros parecen tener un maleficio para las mujeres. Sentía Alina que le penetraban en la carne, como dardos, la mirada de aquel hombre y las notas tristes de su violín. Era una impresión extraña y aguda que le laceraba los nervios. Sin decir nada, sin darse cuenta de lo que hacía, sin pensar en Adolfo, se levantó y salió á la terraza. La marea alta dejaba aquel punto dentro del mar, como un navío. Tendió la mirada por el cielo, de color violeta, y las aguas negras, que se encendían en racimos fosforescentes al menor choque; las luces de la ciudad, verdes, rojas y amarillas, brillaban como puntitos en la sombra. Tuvo una sensación de naufragio, de soledad, de abandono, escuchando el sollozar de aquél violín, que decía adiós á todas las ilusiones juveniles, y sin poder contenerse rompió á llorar convulsivamente.

La voz de Adolfo la volvía á la realidad.

—Alina, ¿por qué lloras, por qué sufres? Dilo... yo quiero tu felicidad. ¿No me amas? ¿Quieres separarte de mí?

Le rodeó los brazos sin responderle; le estrechó con pasión y sollozó sobre su pecho:

—Te quiero mucho.

—¿No quieres dejarme? —siguió él.

—No, no; te quiero, te quiero con toda mi alma.

—¿Entonces...?

—No es nada; los nervios, la noche, la música; no sé, no sé.

—No me ocultes nada, Alina.

—¡Oh! Tienes razón... Perdóname..., perdóname... No sé lo que me pasa... Te amo, te adoro..., créelo... y no puedo vivir sin mi arte.


* * *


Después de aquella explicación ambos se habían sentido más tranquilos. Decidieron volver á París; cada uno tendría su casita como antes para guardar las apariencias; pero en realidad vivirían juntos. Volvería él á hacer su nido de amor en aquel cuartito tan querido del boulevard Saint Michel, donde estarían con más libertad que en el hotel de ella. Alina volvería al teatro y alcanzaría fama y fortuna sin dejar de serle fiel. El la ayudaría desde la prensa. Se proponían no ser celosos, desenvolver la vida en una mutua confianza. Algunos momentos les ganaba la sinceridad de sus planes para el porvenir como si éste fuese algo que se crea con nuestros planes; pero en el fondo experimentaban un dolor, un desconcierto, algo que les decía que iban á estar más separados.

La llegada á París les produjo igual alegría, tanta, que no notaron la separación con que desde la gare d'Este dieran distintas direcciones al cochero, citándose para comer en casa de Adolfo.

Respiró Alina satisfecha, sola en su coche. Aquel aire era el suyo; aquel cielo le daba otra vida distinta de la de Holanda. Contempló, embriagada, el Sena con sus aguas de acero, sobre las que se retrataba el sol como una gran dalia roja. Las torres de Notre Dame estaban iluminadas con llamaradas de incendio, y la mole sombría del Louvre parecía acariciarla con su silueta familiar.

Por un momento tuvo un mareo con el ruido de los boulevards, tanto se había acostumbrado á la quietud. La atraían los escaparates como á una provinciana.

—¡Qué ridícula me he vuelto! —pensó con inquietud.

Después de descansar en el hotel se hizo conducir al Polo de la Bagatella, donde había citado á tres de sus amigas más íntimas: dos actrices, Berta y Margot, y Renée la bailarina. Las tres la esperaban y corrieron á abrazarla llenas de alegría.

A Alina le parecían más ligeras, más bellas, más elegantes que las había dejado. A pesar de su amor propio exagerado, les hallaba una superioridad sobre ella.

—¿De dónde sales?

—¡Qué morena estás!

—¡Has engruesado!

—¡Vaya un traje!

Todas aquellas exclamaciones tumultuosas y espontáneas se le clavaron en el alma. No había pensado en que las modas cambian, en que el aire estropea el cutis y en que la línea, sin régimen, se deforma; y se había atracado de las suculentas comidas holandesas. Muy molesta, contestó con cinismo:

—Hijas, no he hecho más que amar.

Las tres soltaron la carcajada y ella las imitó.

—Supongo que has tenido tiempo de curarte de esa locura —dijo una de ellas.

No supo Alina qué contestar.

—Todavía estás á tiempo —añadió otra—. Es cuestión de un mes para que recobres los antiguos hábitos.

—Y que no te vuelva á dar otro ataque de sentimentalismo —añadió la tercera—. Esos amores son sport de gran dama.

—Espérate al menos á que estés en edad de retirarte —dijo la bailarina—; pues así no harás más que perder el tiempo..., á no ser que dejes la carrera y te cases para criar chiquillos en Asniéres ó en Auteuil.

—Como que, sino —añadió Berta—, un día tu amante te dará un puntapié para irse con otra, y te dejará en la miseria, cuando no sirvas para nada. ¡Buenos están los hombres!

—El me ama —balbuceó Alina.

—¡Podía no! Vales más que él en todos terrenos. Pero si no te cuidas, si te eclipsas...

Varió ella la conversación, pidiéndoles noticias suyas, de su arte, de sus conocidas.

Todas eran novedades agradables. Ellas habían mejorado. Todas tenían ya coche y hotel; claro que ninguna alcanzó tanta suerte como la Dufresne. Había roto con el americano y se iba á casar con un aristócrata español. La llamaban en París la actriz de los brillantes. Se le ofrecía una fabulosa tournée por Inglaterra, New York y la Argentina.

Adela había hecho también la carrera de América y volvía fabulosamente rica. Hasta Rosina, de la que tanto se habían reído siempre, había hecho fortuna enamorando á un lord inglés.

—Parece mentira que te hayas anticuado tanto —añadió Berta con su rudeza habitual.

Alina sintió un impulso de cólera.

—Eres una imbécil. Yo soy yo y os eclipsaré á todas cuando quiera —repuso con altanería.

—¡Ay! Hija, vaya un orgullo que te traes de Holanda —contestó molesta su interlocutora.

—Señal de que trae dinero —interrumpió, cínica, Renée.

—No habrá sido todo amor —insinuó Margot.

Se plegó ella á las circunstancias.

—¡Claro!... Deseo conservar á Adolfo, me gusta; pero, eso no obstante, haré lo que pueda...

—¡Ya! Quieres pegarle fuego á la casa y que no se vea el humo... Pero, hija, así no harás carrera; los hombres son vanidosos y lo que nos pagan es la exhibición...

—Volveré al teatro.

—Eso es más fácil de decir que de hacer... Están formadas todas las compañías... y eres demasiado peligrosa para que te acepten las compañeras... ¡Como no te ganes un empresario!

—¡Que es lo que este año ha hecho la Dufresne en el Odeón!

Sintió un movimiento de rabia.

—Mira —dijo Berta—, ese señor gordo, alto, que acaba de entrar, es el americano de la Dufresne. Te mira mucho, fíjate.

Alina hizo un gesto de disgusto.

—Yo no lo quise antes y lo desprecio ahora; no iba á recoger sus sobras.

Se puso de pie.

—Haces mal, pero no te sujeto —dijo Berta—. Estás vestida de un modo deplorable. Ese panier debe ser holandés.

—No te burles.

—Al contrario, si quieres que te acompañe te ayudaré á equiparte.

—Vamos.

Salieron las dos al automóvil.

—Tienes auto de alquiler —dijo la amiga—; podíamos haber tomado el mío.

Alina se sentía humillada; recorrieron todas las grandes casas de modas: Paquen Wortz... Trajes suntuosos dignos de las princesas de los cuentos de hadas; cintas de terciopelo negro bordadas, de Valenciennes, y salpicadas de brillantes recogiendo los paniers; cuellos Pierrot y fichús María Antonieta, en fabulosos encajes antiguos; sombreros de tres mil francos con aigrettes Paraíso. Se necesitaba un capital para equiparse y ella no lo tenía.

—Sobretodo —le dijo su amiga— tienes que ir al Instituto de la Belleza de Mestodier; es caro, pero no hay empirismo ni engaño como en los otros. Con la electricidad recobrarás tu esbeltez de siempre. Has comido demasiado pan de especias.

Aunque Alina llegó tarde á casa de Adolfo, él no había ido aún. Esperó más de una hora. Llegó con aire fatigado, distraído; y antes de besarla se miró al espejo.

—Perdóname, me entretuve. ¿Has visto á tus amigas?

—Sí: ¿y tú?

—He hecho mil cosas... He visto infinidad de gente... y he encontrado á Rosilla, ¿sabes? Aquella muchachita bobalicona. Está desconocida, muy guapa, con soberbias joyas... Me ha detenido y me preguntó por ti.

—Y tú te habrás entretenido con ella; por eso me has hecho esperar... Claro, tienes razón...; las mujeres como yo no

merecen otra cosa... Me he anticuado... no valgo nada...; ellas, ellas han entendido la vida... pero no es tarde... yo sabré lo que he de hacer.

Adolfo tomó su sombrero.

—Me marcho para dejarte en libertad. Soy hombre que no tolera amenazas.

—Es que no me amas ya..; Vete, vete, yo no te quiero tampoco...

Se dirigió él lento á la puerta, ella se le adelantó.

—Pero no me dejarás así como á una cualquiera, borrando con esa frialdad tantos días de amor...

Le cogió violentamente por las solapas.

—Déjame, si no quieres que olvide que eres mujer.

—Olvídalo, miserable.

Siguió una escena triste de invectivas y luchas. Alina se dejó caer sobre el sofá, presa de un ataque de nervios. Adolfo se acercó asustado, avergonzado de sí mismo, y la abrazó amoroso. Ella le rechazó. Al fin se encontraron sus ojos, y las caricias ardientes de la reconciliación, con los nervios exacerbados, sucedieron á las lágrimas.

Desde entonces no habían vuelto á tener paz. En el fondo de sus corazones los dos sentían que se había roto la dulce intimidad de antes. Por cualquier cosa estallaban las escenas violentas. Alina no encontraba contrato ventajoso. Los empresarios no querían á una actriz que no atraía al público por la originalidad de su vida y que tenía tan cercano é interesado a un hombre como Adolfo, temible doblemente por espadachín y periodista. Luchaba entre su amor y su ambición, que cada vez ganaba más terreno, azuzada por el ejemplo y los consejos de sus amigas. Él, por su parte, se aburría de sus continuas quejas. No le gustaba exhibirla en público. Había dejado de ser la amante que halaga la vanidad, para ser la mujer amada con sinceridad, con consideración, con respeto, en la que molesta que se fije una mirada ó que la toque un recuerdo.

La amaba con toda su alma y se hubiera casado con ella, de no verla presa de su ambición. El casamiento lo hubiera resuelto todo, dándole la situación digna y definida en que se borraría todo el pasado por el influjo de su nombre; pero Alina no era adaptable á la vida de esposa que él soñaba. Debiera ser como Susana, conservando su gracia y su mundanidad. Lo imposible en el momento... Tal vez más adelante, en el correr de los años... cuando ella se desengañase... Aquella esperanza le daba fuerza para soportar sus caprichos.

Alina se quejaba á Berta de su situación.

—Es necesario que seas fuerte—, le había dicho ella—. Estás haciendo el bobo. Nadie ignora que tu Adolfo le hace la corte á Rosina.

La puñalada fué certera, quizá consoladora; sus celos de amor propio se sobrepusieron á la pasión. Había un fondo de verdad. Adolfo se dejaba llevar por sus amigos y se empeñaba en un fácil galanteo sin importancia con aquella mujer. Habían proyectado una jira á un pueblecito cercano de París, y él la había engañado pretextando una ocupación de otra clase para acompañarlos.

Si se hubiera ella enterado antes hubiera impedido aquello que hería su amor; pero ya era tarde. No podría volver á los brazos de su amante maculado por aquella mujer. En su locura pensó abrir un abismo, y llorando dijo á Berta:

—Quiero vengarme, quiero hacer impasible este cariño. Que me mate ó que me abandone. ¿Qué hacer?

Berta le ofreció el medio. Irían aquella noche al Moulin Rouge. Un centro demasiado democrático para ellas, pero en el que se habían citado por capricho con unos americanos fabulosamente ricos y deseosos de conocer los lugares típicos de París.

Cedió Alina. Encontraba cierto consuelo al pensar en engañar á Adolfo. Una compensación. En el fondo había un deseo de despertar sus celos, no de perderlo; no se daba cuenta de sus sensaciones; y cuando divisó en la sombra de la noche la silueta del molino con sus aspas lucientes, recordó aquellos molinitos holandeses, símbolo de una época de amor sincero y casto, y sintió oprimírsele el corazón.

Subió emocionada la amplia escalera de alfombra roja entre la doble fila de palmeras, y se encontró en el hall. Recordaba los días de su primera juventud, sus locuras y sus fáciles triunfos en aquel ambiente ligero y aristocrático. Entonces no sabía amar y no conocía el sufrimiento. Eran los bellos días de la inconsciencia y del placer.

Reinaba una gran animación, pero era fácil clasificar á los espectadores; los más encopetados en el teatro, donde unos malos cómicos representaban una piececilla festiva con toda la exageración grotesca de los malos cómicos franceses. En el jardín la gente sencilla, los burgueses y algunos románticos, deseosos de pasar el rato en los cenadores y el cinematógrafo; los extranjeros y los provincianos que llegaban á París soñando perversiones, con algunos viejos libidinosos y jovencitos procaces en el saloncillo de los cuadros plásticos, á cuya puerta se veían dos mujeres mal cubiertas de paños amarillos y rojos invitando á la entrada. Dos pobres mujeres ajadas, marchitas, huesudas, que quitaban la gana de pasar adelante.

El bullicio más grande se encontraba en el hall, espléndidamente iluminado, brillante con sus paredes abigarradas y polícromas. Era un triste mercado de mujeres; se las veía pasar por todos lados entre las mesas, ofreciéndose con amable impudicicia. La mayoría estaban marchitas, demacradas, bajo su capa de cosmético, el bermellón de los labios y el kol de las ojeras. Se las veía fatigadas ir y venir, sufriendo contantes desaires; todas iban vestidas con una elegancia provocativa, y abundaban los grandes echarpes de pluma blancas y los sombreros negros, grandes, de altos penachos y aigrettes movibles como un distintivo. Había algunas hermosas, frescas, lozanas, llenas aún de alegría y de risa, que pasaban triunfadoras entre aquella lepra de la prostitución cubierta por las galas de sus compañeras.

Una jovencita pálida ofrecía su amor con una voz dulce y tímida á dos jovenzuelos que soltaban brutalmente la carcajada. Se retiró vacilante y mirando codiciosa el café humeante de las tazas.

Alina sintió lástima y asco; había olvidado aquel espectáculo repugnante en la vida pura de Holanda. Ahora le parecía nuevo, diferente, y sin embargo aquello era París. Las mujeres aquellas constituían su timbre de gloria, la gran atracción que llevaba allí á los viajeros de todas partes del mundo. Su riqueza consistía en ser la gran mancebía de Europa. ¿Qué importaba la suerte de tantas desgraciadas que enferman y mueren todos los años? Era el paraíso de los hombres y no había que hablar de moralidad ni inquietarse por la diminución de la población ni la destrucción de la familia ó de las antiguas virtudes cívicas. Era un cáncer dorado el que corroía á Francia, pero del que no protestaban los favorecidos, que eran los más fuertes.

Se sentaron cerca de una mesita; allí estaban Margot y Renée fumando cigarrillos egipcios. Las acompañaban cuatro señores: sus amigos y el de Berta. El cuarto le estaba destinado. Sintió cierta vergüenza y saludó con encogimiento que aumentaba su gracia. Era un hombre gordo y repulsivo, de voz bronca y ademanes groseros. La miraba embobado y satisfecho, con aire de triunfador.

—Hace mucho tiempo que la conozco y que la amo —dijo—. ¡Cuánto me ha hecho usted desear este momento!

Quiso oprimirla una mano, que ella retiró con viveza.

—No estamos bien aquí —dijo el amante de Berta—. Sería mejor irnos á cenar á un reservado.

Aceptaron todos con alegría, y Alina no pudo oponerse.

Estaba desconcertada. Todo cuanto de noble y bueno había creado en su alma el amor de Adolfo protestaba de aquella profanación y hubiera retrocedido sin la sugestión de sus compañeras, no por miedo de parecerles ridícula, sino de pasar por condescendiente y dejarse humillar con la preferencia de Adolfo á Rosina.

En algunos momentos quería disculpar á su amante con la admitida teoría de la infidelidad sin consecuencia de los hombres. ¿Pero tiene sexo el corazón? Ella sentía una repugnancia invencible que se sobreponía hasta á su espíritu práctico de francesa. Comprendía que la infidelidad del hombre en quien tan ciegamente había creído era la herida por donde se escapaba su amor. El la dejaba sola en el momento en que más necesitaba que su mano la sostuviese para salvarla y vencer en la lucha; y luego, ¡acaso la culparía! Al ir á perderlo lo amaba más intensamente; hubiera deseado una fórmula que pudiera satisfacer su amor propio; pero aunque la hubiera, ¿podría ella olvidar que los labios de Adolfo habían besado otros labios? Era la parte del amor, no la materialidad de la falta, la que le atormentaba. No quería ser una improvisada para su amante; perdido todo, deseaba que perdurase la santidad de los días de amor sincero, al mismo tiempo que, imprudentemente, iba ella misma á hundirlos en el fango...

El demonio de la venganza murmuraba á su oído frases tentadoras. Debía hacerle sufrir aquel hombre, que, á pesar de todo, la amaba, el tormento agudo que la había martirizado á ella. Adolfo no había sabido guardar aquella virginidad que los dos se habían ofrecido al borrar todo su pasado con un beso que lo justificaba todo, lo borraba todo como un Jordán bienhechor.

Escuchaba distraída la conversación y la charla de sus amigas, respondiendo maquinalmente á las preguntas que le dirigían.

Era una lucha ruda, decisiva, la de su espíritu, que la alejaba de allí.

En vano su acompañante se esforzaba por hacer espirituales las vulgares frases que se le ocurrían. Alina no le prestaba atención.

—Me ha dicho Berta que es usted apasionada de los brillantes azules. Mañana podemos ir á comprar un aderezo, único que existe en la rué de la Paix, doscientos mil francos —le dijo al fin bruscamente, deseoso de vencer su esquivez.

—No seas tonta —le dijo Margot al oído, al notar un movimiento de repulsión—. Mira que es multimillonario y tonto. Está encaprichado por ti. No vayas á hacer la virgen.

Alina hizo un esfuerzo por vencer su repugnancia: la esplendidez del americano al lado de la traición de Adolfo formaban un contraste tentador. Podría ser una bella venganza. Ansiosa de decidirse, nerviosa, escitada, comenzó á beber champaña; su risa, fresca y musical, perlada, dejaba oir alegres notas de cristal de Bohemia. Ella era la más locuaz, la más bulliciosa. Volvía á ser la incomparable Alina de otros tiempos. Sus compañeras la miraban admiradas; el americano estaba encantado.

Sin embargo, en medio de su embriaguez seguía rechazando toda familiaridad.

Al final de la cena, en el momento de la orgía, cuando aquel hombre, ebrio de pasión y de vino, tendía su mano sobre su hombro de nieve, Alina tuvo una brusca reacción. Aquel brillo azul, tentador, de los brillantes, que tuvo toda la noche ante ella, abrasándola, se desvanecía dejando en su lugar la imagen de la mirada dulce y triste de Adolfo, fija en su rostro como una reconvención. En un mentó olvidó la infidelidad de aquel hombre amado para no pensar más que en su amor, en sus días de dicha. Rechazó con violencia al americano, y brusca, altanera, provocativa, orgullosa, lanzó una carcajada burlona, más sonora, más sarcástica, más metálica que las otras, y envolviéndose en su abrigo con majestad, se dirigió á la puerta. Nadie reparaba en ella; el americano la siguió ansioso y desconcertado, y la vio subir en un modesto taxis y alejarse, dejando detrás de sí el reguero sonoro de su risa.


* * *


Hacía dos años que no se habían visto Alina y Adolfo. El había sabido la aventura del Moulin Rouge, y lleno de enojo no quiso verla, ni escuchar sus súplicas y sus justificaciones.

Ella no insistió. En otro momento se hubiera arrastrado á sus pies hasta hacerse perdonar. Entonces pensó que no la rechazaba por su culpa, sino por el amor de otra mujer, y se alejó triste y desalentada.

Toda la indecisión que había en aquella mujer se recrudeció. Un momento de soledad para aquella mujer, era la desorientación más absoluta, era como su lanzamiento á la calle, y no á la calle solitaria en la que se piensa y se decide, sino á la calle de los grandes boulevards, locos de luz, de gentes y de hombres altos, esos hombres imperiosos que si cogen del brazo á una mujer la encuentran propicia, solo un poco amedrentada por lo pronto y un poco dolorida de dejar tan súbitamente al otro, pero al fin dispuesta á la inmolación. Alina padecía de estos mareos poblados de gentes, lujosos de escaparates, luminosos con arcos de cien mil bujías concentradas. Esto lo sabía Adolfo, y no venía; sabía que el traidor se forjaba solo de su soledad, y que ella, de poder defenderse como un hombre de ese otro hombre, lo hubiera hecho en favor de la fidelidad y de la unidad de su alma.

Sentía el adulterio de sí misma como la adúltera y el vengador juntos, encerrados en un alma hermética.

Alina repasó todos sus recuerdos emocionada por aquel hombre, distinguiéndole entre todos, pero pensando que eso le hacía á la vez distinto y excepcional para las otras; y contra las otras ella tenía que ampararse en los otros. Y en el momento que pensó en la lucha elegante, distinguida y jovial por la vida, tan terrible de fondo, toda su memoria se vació, se sintió borrosa, tirada por la melancolía y por la esperanza en él, y surgió vestida de calle en su fracaso. Salió y cogió su nuevo camino. No hizo esfuerzo ninguno, ni lo reflexionó, ni lo premeditó. La indecisa, en sus desengaños, no necesita, para reponerse en definitiva, más que vestirse de calle y salir.

Salió.

Cuando volvió á su casa no era la misma. No había hecho nada decisivo, pero había comprobado que en la gran ciudad todo vivía de sí mismo lo bastante sólido y lo bastante amable para amparar su gracia de mujer y realzarla.

En la vida parece que cuando se va un hombre se ha llevado á la mujer que se era, pero no, queda la mujer que se es, nueva, capacitada para todo, fácil de palabra y hasta verdadera de otro modo.

El se va siempre, creyendo que ya la mujer no podría hacer más que engañar y en eso tendría su suplicio; pero la mujer comprende que dirá verdad de nuevo, y con eso obtendrá como su bautizo en la vida y en el amor, y más si esa mujer está llena de indecisión. ¡Oh! Entonces pondrá antes de aquéllo lo que ocurra después, y lo otro, —aquéllo—, no estará en el pasado, en el presente, ni en el porvenir, aquéllo no estará, sencillamente.

Alina, desde aquel día en que sintió la irreparable, cosa que eran para ella todos los acontecimientos, cuidó su soledad como su belleza, sin tristeza, descubriendo en su indecisión propensiones á todo y á todos, simpatías fáciles que eran antiguas, porque en ella estaban todas las predilecciones, aunque, eso sí, estuviese también en su virtud el soportar á un solo seductor que retuviera aparte la masa innúmera de los demás seductores, tan seductores como él, pero menos cercanos.

Cuando Adolfo pudo dar su verdadero valor á lo ocurrido y quiso recobrar á su amada era ya tarde. Ella había estado alejada de París, no supo su paradero, por más pesquisas que hizo, lleno de desesperación. El tiempo había abierto un abismo entre ellos; cuando volvió, más bella y más deseable que nunca, se negó obstinadamente á oirlo y no perdonó ocasión de herirle con su ira ó su desprecio.

Sin embargo, Adolfo tenía esperanza. Le parecía imposible que se pudieran perder en la vida, y que después de lo que habían sido el uno para el otro les sorprendiera un día la noticia de su muerte en las columnas de cualquier periódico.

Llevaba una vida de alejamiento, de trabajo, soñando con reconquistar aquel amor que llenaba toda su existencia y que no creía posible haber perdido.

Alina no volvía al teatro, no se la veía en ninguna parte; su mismo odio, su misma cólera, eran un signo de que el pasado no había muerto para ella.


* * *


Adolfo pensaba en cómo aquella mujer se hacía de una carne nueva. Mientras tanto le llenaba de tentación y de esperanza el pensar en cómo ella se hacía original para él en el alejamiento y en la obscuridad. Conociéndola y sólo para no serse demasiado doloroso, pensaba que ella vivía con una media luz, resignada y atenta al ensueño, y se irritaba dando serenidad é interior a ese pensamiento, se excitaba pensando que aquella penumbra en que vivía ella en el descanso la haría más blanca, aún más blanca.

Parecía como si hubiese desaparecido para hacerse ropas nuevas con que darle á él un nuevo espectáculo. ¿Vendría vestida de oriental?

Se volvía meticuloso en los exámenes que hacía de la actualidad misteriosa de Alina. Pensaba en sus batas, en sus peinados, en sus zapatos. Se desesperaba á fuerza de acercarse hasta á las cintas, á los botones y á los alfileres.

En esta puerilidad de sus pensamientos que se debilitaban, llegó á tener una obsesión un poso enferma. Se imaginó el sombrero que ella usaba. Tenía una pluma blanca, ligera, que le hacía fleco fuera del casco blanco también.

Sentado en las terrazas de los cafés, veía pasar un sombrero de aquéllos y se levantaba apresurado en su persecución, se bajaba de los coches al verlo y en las representaciones teatrales era impertinente con los obstáculos hasta llegar á aproximarse á la mujer del sombrero así...

En la infidelidad no pensaba apenas. Solo cuando la mujer aquella del sombrero blanco, muy blanco, aparecía en lo indefinido de la calle con un señor, sentía una ira insultante más que asesina, y después, cuando se definían las dos siluetas y se hacían extrañas y transeúntes, duraba en él el reconcomio, se alargaba y se violentaba como si ya la hubiera cogido infraganti.

Alina se iba haciendo figura de cera. Verdadera figura de cera con ojos de cristal. Había querido dar cuerpo á su cuerpo, sentir su cabida y su obstáculo, sentirlo interpuesto y redondeado, pero si bien había conseguido la aproximación deseada, en el tacto ideal con aquella figura sintió su cera.

Aquella apariencia, más muerta que la muerte, más fría y más cruel, le desesperó.

Pensó en los diamantes azules. Hubiera querido poseerlos para cuando ella volviera, dedicarse á ese esfuerzo, intentarlo por todos los medios y así entretener la hora interminable del andén.

—¿Pero y si ella no necesita ya los diamantes azules, cuando yo me haya destruido por adquirirlos?

—¿Y si viniera con los diamantes azules?

Se sintió susperior al pensar eso. No la mataría, no, aunque la incitación al crimen pronunciada por el aderezo de diamantes azules sería tiránica y señalaría con su línea azul y viva el sitio para la degollación. No la mataría, pero se los robaría, ensayando en ese robo todo el arte de que era capaz su espíritu. Verla con los diamantes azules y emprender el golpe sería instantáneo, la envolvería en urbanidades y en políticas, pondría una dulce frivolidad y una sutil ironía en su conversación, mirando de soslayo siempre los diamantes azules, sobrecogido por los diamantes, á salvo de la ira y de los celos de Otelo por el sencillo consuelo que sería para él ese azul con destellos que ya veía...

Calcularía muy bien sus posturas, la lograría dar frío de puro hermético y de puro olvidado de todo. Sonreiría... —sonreía ya al pensarlo con una sonrisa de hombre de frac...

Resultaría perfecta la compensación el día que consiguiese los diamantes azules. Al otro día, optimista, amaría á otra mujer, porque aquella mujer, después de una venganza tamaña, se habría perdido por completo.

Después de seguir la película de su robo de verse bien en ella, desechó la idea de verla aparecer con el aderezo, porque le había tranquilizado su pintoresco proyecto de robo.

«Vendrá más blanca» se decía, y ésa era la culminancia y la conclusión de sus pensamientos, más blanca... y perdía la cabeza en esa blancura y en ella adquiría paciencia y solo esa blancura le hacía ganar tiempo.


* * *


Con la extraña carta que había recibido aquella mañana se fué al café de Madrid á esperar al doctor Arqueta, el viejo amigo que sabía escucharlo con paciencia sin darle inútiles consejos.

Era un hombre solitario y sombrío que debía guardar un misterio doloroso en su vida, y que deseoso de olvido se iba destruyendo poco á poco con sus sueños de morfinómano. Estaba generalmente en silenció, dominado por un tic nervioso que le daba un aspecto huraño; pero era un hombre bondadoso, comprensivo, dispuesto á hacer el bien y á tolerar con su experiencia desengañada todas las ilusiones de los demás.

Adolfo le entregó la carta:


«Querido amigo:

»Te sorprenderán estas letras quizá... Espero que no, porque el tiempo pasa su raqueta sobre los recuerdos y sobre los corazones.

»¿Por qué no olvidar lo pasado y ser amigos?

»Los dos podemos estimarnos, y estimar es más difícil que amarse.

»Si eres capaz de corresponderme al tierno afecto que te dedico, libre ya de celos y pequeñeces, ven á verme. No hablemos más de lo que ya no existe, y cese este alejamiento en una sincera amistad.

Alina.

»P. D. Mañana, alas cinco, tomaremos el té en mi casa. No faltes; te necesito.»


—¿Qué piensa usted de esto? —preguntó ansioso.

El doctor permaneció pensativo.

—Con un temperamento como el de Alina —dijo al fin— no se puede conjeturar nada.

—¿No será un medio de llamarme á su lado, de volver á la felicidad?

—No lo sé... El tono de la carta parece sincero.

—¿Cree usted que ya no me ama?

—Me lo temo. Mientras las mujeres odian ó se enfurecen, cabe la esperanza; pero si hablan de amistad, puede asegurarse que se ha terminado todo.

Las palabras del doctor habían puesto freno á la impaciencia de Adolfo. No debía aventurarse demasiado y esperar á que ella le mostrase clara su intención.

A las cinco en punto, muy pálido y muy correcto, entró en su gabinete.

Alina estaba sentada junto al fuego, y se levantó con viveza al verlo.

Le tendió la mano con un ademán tan dulce, tan sencillo, tan espontáneo é impregnado de gratos y familiares recuerdos, que Adolfo no tuvo duda de encontrarse frente á una muier enamorada.

Se inclinó á besarle la mano que le tendía, hondamente emocionado. Estaba más bella, más esbelta, más fresca que nunca; y sus ojos, negros y serenos, parecían más grandes y más profundos.

—Gracias; sabía que vendrías. Conozco bien tu caballerosidad.

—Mi deseo de serte útil.

—¡Oh! Puedes sérmelo en alto grado. Te he oído hablar de Buitrón muchas veces, ¿sabes? De Buitrón, ese auvernés tan rico, que tuvo aquellas empresas de periódicos... Este año es el empresario de la Comedia, ¿comprendes? Necesito que me lo presentes, que me recomiendes.

El estaba anonadado; comprendía que era solo la ambición la que había hecho que aquella mujer se acordase de llamarlo, pasando sobre sus ofensas, sobre sus heridas de amor y de dignidad. Hizo un esfuerzo para dominar su desencanto. ¿Valía la pena de indignarse? Era una inconsciente, una muñeca en la que él había creado un carácter por pura imaginación.

—Pero ya sabes que Buitrón es un hombre soez, grosero, que andaba algo enamorado de ti —dijo.

—Mejor... Créelo; actriz que no tiene un apoyo así en la vida, no logra triunfar... Estoy desengañada; he sido una boba... ya lo sabes... Otras se han aprovechado de lo que yo despreciaba... La Dufresne heredó mi yankee y ¿lo creerás? á ella le compró el americano los diamantes azules aquellos... y ahora quiere entrar en la Comedia... Es preciso adelantarnos... No habría sacrificio que yo no hiciera por impedirlo... Te lo suplico... ayúdame... no me guardes rencor... Te he querido mucho... mucho... pero mi arte...

La atajó él:

—Hemos prometido no hablar de eso. Puedes contar conmigo en absoluto.

—¡Qué bueno eres!

Se acercó la mesa con la escribanía.

—¡Cuánto te lo agradezco! —siguió ella.

Y mientras Adolfo escribía le llenó la taza de te.

El no pudo reprimir un suspiro. ¿Era aquella la mujer de otros días? No podía reconocerla. Le parecía que acababan de comunicarle la muerte de Alina. Se le había caído algo del corazón al suelo dejándole un vacío desconsolador.

—Esta vez triunfaré, estoy segura —seguía diciendo ella—, y escitada le refería sus cuidados higiénicos para olvidar tonterías y recobrar la calma y la belleza en sus meses de retiro y alejamiento. Después, mostrándole mayor interés, anadió:

—Y tú ¿qué haces? ¿Qué piensas? ¿Tienes amante? Dímelo todo con franqueza. Sólo deseo tu felicidad.

Él apresuró la despedida, y cuando salió á la calle respiró como si despertara de un sueño. Iba á la vez triste y consolado.


* * *


—¿Vienes esta noche á la Comedia, amigo mío? —decía el doctor un mes después á Adolfo—. Esta noche es el debut de la bella Alina. Y puesto que dices que no te interesa...

—No sé qué hacer; me trae un recuerdo de la otra y no me gusta verla profanada por ella misma.

—¿Qué más da? Nada nos cura tanto de una mujer como la realidad.

En la mayor parte de los casos las mujeres no tienen más valor que el que nosotros les damos.

Adolfo movió la cabeza.

—Ya sabes que todo ha terminado... tristemente... —dijo—. Para aquel amor debió haber un final de tragedia. Esto es ridículo... Me está agradecida y me ha enviado mi butaca de orquesta... para que la aplauda...

—Debes ir. Será capaz devolverse á enamorar de ti, si ve que no le haces caso.

—Te equivocas. En los corazones en que hace presa la vanidad y la ambición no caben el amor ni la felicidad.

—Déjate de filosofías y vamos á aplaudirla —atajó el doctor—; estará bella, más bella que ese recuerdo de ella misma que llamas la otra. Es preciso que se borre eso para que te cures por completo.

—¿Y si no pudiera vivir sin él? —preguntó Adolfo, sincero y sombrío.

—Entonces, amigo mío —repuso el doctor—, te prestaré mi cajita de morfina... Pero no lo merece... Sé que Buitron va por todas las joyerías de París buscando un aderezo de diamantes azules...


París, 20 Agosto 1912.


Publicado el 13 de octubre de 2020 por Edu Robsy.
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